El bien común en la filosofía clásica y moderna - José Ramón Recuero Astray - E-Book

El bien común en la filosofía clásica y moderna E-Book

José Ramón Recuero Astray

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La historia de la Unión Europea es nuestra responsabilidad. Tenemos que hacernos cargo de ella, volver sobre nuestros pasos, corregir los errores del pasado y mirar hacia adelante, estar a la altura de los eventos que las vicisitudes del destino, la inteligencia y la estupidez humana hacen y deshacen continuamente. Hoy, como a finales del siglo XIX, la idea de los Estados Unidos de Europa se vuelve una exigencia política para preservar el precario equilibrio entre las identidades nacionales y la fraternidad social.

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Seitenzahl: 321

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Colección

Instituto Robert Schuman de Estudios Europeos

Director

Vicente Garrido Rebolledo

Comité Científico Asesor

Ana González Marín

Eva Ramón Reyero

© 2023 José Ramón Recuero Astray

© 2023 Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoria

Crta. Pozuelo-Majadahonda, km 1,800

28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid)

[email protected]

www.editorialufv.es

Primera edición: julio 2023

ISBN edición impresa: 978-84-19488-67-1

ISBN edición digital: 978-84-19488-68-8

ISBN Edición EPUB: 978-84-10083-07-3

Depósito legal: M-20824-2023

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

Impresión: Estugraf, S. L.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

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Impreso en España - Printed in Spain

Índice

Introducción

José Ramón Recuero

  1. Platón. Apropiación de la idea del bien común por el gobernante

  2. Aristóteles. El bien común como fin de la comunidad política justa

  3. La cristiandad. La opción por un bien común basado en el logos

  4. San Agustín. La concordia bien ordenada en la Ciudad de Dios

  5. Tomás de Aquino. El bien común al servicio del bien de todos

  6. La Escuela de Salamanca. El gobernante como servidor del bien común

  7. La razón de Estado. Sustitución del bien común por el interés del gobernante

  8. Hobbes, Rousseau y Kant. La voluntad de Leviatán usurpa el bien común

  9. Hegel. La vuelta a Platón y el fundamento del totalitarismo moderno

10. Marx y Nietzsche. La supresión del bien y, con ello, del bien común

11. Hume y Rawls. El bien común artificial que lleva a la tiranía del laicismo

12. Maritain. El bien común honesto, práctico y esencialmente humano

13. Zubiri. El bien común como realidad y estrella polar de la ley

14. Doctrina social de la Iglesia. Una renovada metafísica del bien común

Conclusión

Es evidente que todos los regímenes políticos que tienen como fin el bien común son rectos según la justicia absoluta; en cambio, los que atienden solo al interés personal de los gobernantes son defectuosos y despóticos.

ARISTÓTELES, Política, 1279

QUIERO COMENZAR AGRADECIENDO a la Universidad Francisco de Vitoria el que me haya propuesto abordar el asunto del bien común en la filosofía antigua y moderna; ahí está el origen de este ensayo, con el que he disfrutado mucho. El bien común es la piedra angular de la política, su alma, por eso su estudio supone un recorrido histórico por las distintas teorías políticas, en el que comprobaremos que el concepto que se tiene de él está en función de las ideas que en cada momento se tienen acerca de lo que es la persona, la sociedad y las relaciones entre ambos. Aquí, lector, vamos a examinar la doctrina del bien común en sus capítulos señeros y principales: comenzaremos por sus orígenes en Grecia, con Platón y Aristóteles; asistiremos a su elaboración, desarrollo y maduración durante la cristiandad por pensadores como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Francisco de Vitoria y otros sabios de la Escuela de Salamanca; comprobaremos la progresiva destrucción de tal idea del bien común, que comenzó con Maquiavelo, se potenció con Hobbes, Rousseau, Kant y Hegel y culminó con el actual materialismo, promovido, entre otros, por Marx, Nietzsche y Rawls; y finalmente vamos a constatar el resurgir del bien común en los capítulos dedicados a Maritain, Zubiri y la doctrina social de la Iglesia. La idea del bien expresa que un fin es preferible a otros, por ejemplo, no matar a un inocente es mejor que asesinarle; y la idea del bien común expresa, a su vez, un fin que es preferible en comunidad, un fin que es bueno para todos y para la comunidad misma, por ejemplo, que el Estado no mate a sus ciudadanos es mejor que se dedique a hacerlo exterminando a los judíos o matando a los ancianos con la eutanasia. En el fondo, la cuestión es sencilla y a todos nos afecta: radica en vivir en una comunidad política en la que se pueda «vivir bien», con paz, justicia y suficiencia de bienes, una comunidad en la que el poder esté al servicio del bien común, de las personas y de sus derechos fundamentales, y en la que cada uno pueda desarrollarse libremente y buscar honestamente su perfección. Intentar conseguirlo supone luchar por el bien común, algo en lo que nos jugamos mucho, ya que cuando los que se apropian del poder lo ignoran se endiosan y buscan su propio interés, y, así, someten y tiranizan a los demás. Por eso luchar por el bien común es luchar por la libertad y la dignidad de todo ser humano. En fin, termino esta breve introducción deseándote, lector, una plácida lectura y que, como dijo Leibniz, encuentres tu propio bien y provecho.

PLATÓN, CUYO VERDADERO NOMBRE ERA ARISTOCLES, nació el año 427 a. C. y murió el 347 a. C. Era de familia noble, tuvo una buena educación y vivió en Atenas durante la construcción del Partenón de Pericles, las guerras del Peloponeso (en las que parece que luchó), la oligarquía de los treinta tiranos, la restauración de la democracia ateniense y el comienzo de la hegemonía de Macedonia. Discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, fundó allí, en Atenas, una escuela filosófica llamada Academia (en recuerdo del héroe Academos), a la que dedicó sus últimos veinte años y en la que fue sepultado.

Para Platón, la realidad es el mundo de las ideas. Son las realidades auténticas, plenas y verdaderas, de manera que las cosas materiales son reflejos de ellas, sombras de esa realidad. Y resulta que la primera y fundamental idea, fuente de las demás, es precisamente la idea del bien. «Lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles y otorga al que conoce el poder de conocer es la idea del bien», escribe.1 De ella deriva todo, en primer lugar las ideas puras, que son las de la belleza en sí, la bondad en sí, la verdad en sí y la justicia en sí, y después todo lo demás. Esto supone que para Platón existe el bien, más aún, es lo primordial, este es su gran mérito: considerar que la idea del bien es algo real que debe ser el fundamento y fin de la comunidad política. En este punto combatió a los sofistas que la negaban, incluso les venció dialécticamente con bellos diálogos: en su Protágoras les llamó tenderos de ideas, en el titulado Gorgias atacó su retórica y en El Sofista les llamó fabricantes de ilusiones a causa de que suspendían el juicio sobre lo bueno y lo malo; cosa, por cierto, que también harán escépticos como Pirrón y Sexto Empírico (el inspirador de Hume).

Pero según Platón, la idea del bien solo pueden conocerla muy pocos hombres, aquellos que salen de la caverna o prisión de las cosas sensibles (que, como digo, son sombra de la realidad) y piensan por sí mismos: los filósofos o amantes de la sabiduría. Ellos son los únicos que «conocen las cosas que son en sí»,2 es decir, que distinguen el bien del mal, por eso pone en sus manos todo el poder político. Muy claro se lo dijo por carta a los parientes de Dión:

[…] no cesarán los males del género humano —les escribió— hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos, o bien los que ejercen el poder en las Ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos gracias a un especial favor divino.3

También lo advierte a su hermano Glaucón diciéndole:

[…] a menos que los filósofos reinen en las Ciudades, o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, no habrá, querido Glaucón, fin de los males para las Comunidades Políticas ni tampoco, creo, para el género humano.4

Fantasioso como siempre, Platón justifica esta exaltación de los filósofos al poder acudiendo a un mito egipcio según el cual hay tres clases de hombres: gobernantes, guardianes y el resto.5

Escucha lo que resta por contar del mito —escribe—6, cuando lo narramos decimos: vosotros, todos cuantos habitáis la Comunidad, sois hermanos. Pero el dios que os modeló puso el oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; plata, en cambio, en la de los guardias o guerreros; y hierro y bronce en las de todos los demás.

Platón repite una y otra vez que en una comunidad política hay tres tipos de personas y solo unas pocas, el oro, son los filósofos-gobernantes, los únicos que conocen el bien y lo imponen a todos los demás. Son pastores de polis, fabricantes de comunidades políticas según el «modelo divino», eso escribe.7 Son los mejores, los únicos que conocen lo que es bueno para que todos sean felices, por eso les dictan lo que es bueno para ellos y les obligan a cumplirlo mediante la fuerza de los guardianes. Para conseguirlo incluso pueden mentir, especialmente a los jóvenes, Aristófanes se rio de ello cuando en una comedia hizo que Sócrates (es decir, Platón), metido dentro de una canastilla suspendida entre nubes, utilizara un argumento injusto para convencer de sus teorías,8 después Galeno escribió un libro sobre el asunto titulado El sorteo engañoso, libro hoy perdido que Averroes comentó en su Exposición de la República de Platón.9 La segunda clase de hombres, la plata, es la de los feroces guardianes, guerreros o militares que a modo de perros de caza, dice Platón, obedecen ciegamente al gobernante, tienen todo totalmente controlado e imponen a todos fieramente las órdenes de aquel. En este sentido escribe: «diremos entonces que están bien dichas palabras como las que Homero pone en boca de Diomedes: “siéntate callado, amigo, y obedece la orden”».10 Todos los demás habitantes de esa comunidad son el hierro, artesanos y meros ciudadanos que, como gobernados que son, hacen la tarea que tienen encomendada, cada uno la suya, y de esta forma participan de la felicidad que tienen asignada, naturalmente siempre obedeciendo. Componen una especie de rebaño de ovejas en el que nadie piensa por sí mismo, cada uno es un hombre-masa que tiene leyes para todo, que tiene todo, su vida, su libertad y sus demás bienes, totalmente regulado y controlado, Platón les llama ιδιώτης, idiotas,11 y también άνδρός, andros, hombre vulgar o común.12 En definitiva, lo que quiere Platón es que el gobernante mande en toda la vida de todos, en lo divino y lo humano, en esto sigue el modelo de Creta y de Esparta.13

Así surge Polis Ética de Platón, en la que el gobernante controla a su saber y entender tanto el bien de la comunidad como el bien de todos, lo que llamamos bien común, como después sucederá tantas veces. Su fin es hacer que la comunidad política (el Estado) sea feliz, esto Platón lo repite una y otra vez,14 y para conseguirlo cada uno debe hacer la tarea que tiene asignada. De manera que aquí el bien común es el bien de Polis, es decir, del Estado, según lo concibe el gobernante, y a él se subordina totalmente el bien particular del individuo, que solo tiene sentido de una manera derivada, indirecta, como reflejo o repercusión del bien del todo. Esta primacía del bien de la sociedad sobre el de sus miembros era una idea común en la antigua Grecia; aparece, por ejemplo, en Homero, Sófocles y Tucídides, quienes consideraban que el bien de la ciudad es siempre prioritario sobre el bien privado de sus ciudadanos,15 pero donde más claramente está expuesta es en otro diálogo que compuso Platón titulado Las Leyes. En él, imagina una comunidad política ideal, modelo —a la que llama Magneton o Magnesia— que se compone de filósofos gobernantes, guerreros guardianes y el resto, y en la que todo, absolutamente todo, está regulado, controlado e inspeccionado. Anticipándose a lo que después dirán Hobbes y Rousseau, Platón escribe lo siguiente:

Yo, que soy el legislador, declaro que ni vosotros ni el patrimonio os pertenecen a vosotros mismos, sino que todo el linaje que hubo antes de vosotros y que habrá en lo por venir, y más aún, el linaje entero y su patrimonio, son de la Ciudad.16

De manera que la ordenación se extiende a todo, también a lo privado,17 y así en Magnesia hay leyes para todo: leyes estableciendo que sean comunes las mujeres, y comunes los hijos, y comunes las riquezas todas;18 leyes regulando la obligación de casarse entre los 30 y los 35 años, con multas a los solteros; leyes regulando cuántas personas se puede invitar a la boda, no más de cinco; leyes fijando la forma de procrear y el número de hijos, como después ha sucedido en China; otras estableciendo la educación pública, regulando los juegos infantiles, y las melodías y la poesía; miles de inspectores y controladores para cada oficio; leyes sobre precios, animales, caza, fiestas, sacrificios religiosos, con prohibición de capillas privadas; larga milicia obligatoria, contribuciones y duras leyes penales, como la que establece que ir contra las leyes se castiga con la muerte, la misma pena que se aplica por no creer en los dioses oficiales, eso le costó la vida a Sócrates. En fin, nadie puede salir de Magneton, solo alguno entre 40 y 60 años con permiso excepcional. Y para no dejar nada a la libertad individual, hay también leyes regulando los velatorios, la cuantía máxima de los gastos de entierro y las lamentaciones por el difunto.19

Esta idea sobre lo que es el bien común lleva al totalitarismo, a un tribalismo totalitario en palabras de Popper, el cual identifica platonismo con totalitarismo.20 No obstante, esta conclusión es discutida por algunos, quienes acentúan sobre todo las aportaciones que Platón ha hecho a la filosofía. Estas son innegables, basta recordar que, como antes apunté, para Platón el bien (y por tanto el bien común) es una realidad, más aún, es la primera realidad, probablemente por eso san Agustín lo consideraba el filósofo más cercano al cristianismo, aun criticando lo que de él no le gustaba.21 De manera que, sin negar la influencia positiva de Platón en la idea del bien común, en teoría política es un hecho que —como dice Millán-Puelles— Platón subordina el bien de cada individuo al bien de la comunidad (según lo concibe el gobernante), la cual «se transmuta en un ídolo al que quedan sacrificadas las personas reales».22 Opino que así es, y que a causa de su concepción orgánica o biológica del Estado, que lo hace análogo a un ser vivo, el Estado platónico es una especie de anticipo del Leviatán de Hobbes, del que trataremos después. En este sentido, Platón llega a hablar de una bestia compuesta de tres partes: el oro, la plata y el hierro. En concreto, escribe lo siguiente:

Modela una única figura de una bestia policroma y policéfala, que posea tanto cabezas de animales mansos como de animales feroces, distribuidas en círculo, y que sea capaz de transformarse y de hacer surgir de sí misma todas ellas. Plasma ahora una figura de león y otra de hombre, y combina estas tres figuras en una sola, de modo que se reúnan entre sí.23

Es un mito, como el de Quimera, Escila o Cerbero, con el que Platón alude a las tres partes que ya sabemos —gobernante, guardiana y trabajadora—, y lo hace para razonar que hay justicia cuando la primera, el oro, prevalece sobre las demás. ¿No es esta bestia una premonición de esa otra llamada Leviatán? Como utópico que es, Platón quiere volver a una especie de edad dorada, la época de Cronos, en la que gobernaban los dioses sin leyes, y eso, al igual que la socialización moderna, lleva a sujeción y esclavitud, ya que acaba mandando a su capricho el que se hace con el poder. Por eso Aristóteles en su Política critica Las Leyes de Platón, diciendo, entre otras cosas, que «las hipótesis deben ser a voluntad, pero no deben ser nada imposible».24

Volviendo a Popper, este filósofo liberal entiende que Platón es un político totalitario que ha fracasado en sus empresas inmediatas y prácticas, pero que a la larga ha tenido mucho éxito.25 Ambas cosas son ciertas. Platón no se quedó en la teoría e intentó llevar a la práctica sus ideas en Sicilia, concretamente en Siracusa, donde gobernaba el tirano Dionisio, pero fracasó estrepitosamente. Después del terror que provocaron en Atenas los treinta tiranos, teniendo él cuarenta años, llegó a Siracusa26 y allí intentó varias veces implantar su idea de una comunidad política ideal gobernada por filósofos, vigilada por guerreros adiestrados y sometida a las leyes que todo lo regulan, pero, como he dicho, fracasa. Aunque le ayuda su amigo Dión, no convence al tirano Dionisio, ni a su hijo y sucesor Dionisio Segundo, por eso Polibio escribió que la república platónica era como una estatua muerta.27 Lo mismo le pasó al neoplatónico Plotino, que después proyectó Plantonópolis, una ciudad en Campania regida por las leyes de Platón y gobernada por filósofos, y a pesar de que tenía el apoyo del emperador Galieno y de su mujer Salonina, no pudo llevar a cabo su propuesta ni retirarse allí con sus compañeros, que era lo que quería.28 También otros intentos fracasaron, como los falansterios del utópico socialista Fourier (incluido el de Valencia).29 Pero como después veremos, la utopía del Estado ideal de Platón a la larga ha tenido mucho éxito, de forma que puede decirse que nos enseñó cosas muy bellas, es cierto, por ejemplo sobre el amor y la amistad y el bien, pero también que su programa político es el origen del totalitarismo moderno que corrompe la noción del bien común al identificarlo con el bien del Estado, según lo concibe el gobernante, subordinando así todas las demás personas al cuerpo social y a sus dirigentes.

ARISTÓTELES NACIÓ Y MURIÓ EL MISMO AÑO que el gran orador Demóstenes; ambos vinieron a este mundo el año 384 antes de Cristo y ambos lo dejaron el año 322. Fue discípulo de Platón en la Academia y preceptor de Alejandro Magno, el hijo de Filipo de Macedonia, por eso cuando aquel conquistó Atenas le ayudó y protegió y pudo fundar el Liceo, en el que daba lecciones paseando y donde llegó a tener una gran biblioteca. Tenía una voz balbuciente, circunstancia que consiguió superar, convirtiéndose también en un magnífico orador, como cuenta Diógenes Laercio.30 Muerto Alejandro, fue acusado de impiedad y tuvo que huir; «no quiero que Atenas cometa un segundo pecado contra la filosofía», dijo recordando la muerte de Sócrates, y finalmente murió en Calcis a los 62 años de edad.

Constata Aristóteles dos cosas importantes: que el hombre es por naturaleza un animal social que vive en comunidad, y que lo propio de él frente a los demás animales es poseer él solo el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto y de los demás valores.31 Aquí encontramos la primera diferencia con Platón: todo hombre puede conocer el bien, no solo el gobernante. Precisamente, continúa, la ciudad (el Estado en terminología actual) es la participación comunitaria de estas cosas,32 de manera que el fin natural de la comunidad política es «vivir bien», ella subsiste para que todos vivan bien en sentido ético, razonablemente según las virtudes éticas:33 este es el «bien común». De suerte que el fin de la comunidad política es el bien común, un bien común que se identifica con «lo conveniente a la ciudad y a la comunidad de los ciudadanos»,34 a todos ellos, pues los regímenes buenos son «los que tienen como objetivo el bien común según la justicia total o política»35 (a la que enseguida me referiré). A tal bien común Aristóteles llama así, κοινóς αγαθóν, que eso significa, y también κοινῆ συμφέρον, es decir, provecho o utilidad común.36 He aquí otra diferencia con Platón: el bien común no es solo el bien del Estado, también es el de todos y cada uno de sus ciudadanos (aunque hay que hacer notar que en aquella época pocas personas tenían esta condición). No obstante, Aristóteles da primacía al bien común sobre el de los particulares, lo que razona diciéndonos:

Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la Ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la Ciudad, porque si procurar el bien de una persona es algo deseable, más hermoso y divino es conseguirlo para un pueblo y Ciudades enteras.37

El fin de la comunidad política o Estado es el bien común, pero ¿cómo se determina?, ¿cómo se consigue y alcanza? Aristóteles nos contesta que el bien político, lo conveniente a toda la comunidad, se determina por la justicia. Para él, esta, la justicia, es una virtud ética o del carácter, acaso la más importante, que tiene parangón con la virtud intelectual de la prudencia. Prudencia que define como:

[…] un modo de ser racional verdadero y práctico respecto de lo que es bueno y malo para el hombre […], una recta razón (ορθóς λóγος) que lleva al hombre a saber lo que le conviene.38

Y si la prudencia nos invita a buscar en nuestro interior el bien propio de cada uno para la acción que vamos a acometer, la justicia nos permite sopesar el bien de los demás y buscar así el «bien común». No pretende dar a cada uno lo que ya es suyo, que lo es por ley de la naturaleza, sino garantizarlo y restituirlo. En este sentido, Aristóteles nos dio una estupenda y atinada definición de la justicia en su Retórica: «la justicia —dijo—39 es la virtud por la que cada uno tiene lo suyo conforme a la ley, mientras que en la injusticia se posee lo ajeno y no conforme a la ley». Cada uno tiene lo que es ya suyo según la ley, el derecho y la recta razón o prudencia, no se lo da el poder. Y, así, el bien común (koinós agazón) se identifica con el razonamiento correcto (orzós logos), con la justicia (dikaiosine) y con el derecho (nomos), estas categorías vienen a ser en cierto modo exactamente lo mismo.

Pero una vez más Aristóteles hace importantes matizaciones, y nos dice que el bien común se determina por la justicia, pero no una justicia cualquiera, sino por la justicia total o política, hasta el punto de llegar a identificarlo con ella. Para comprenderlo hay que señalar que Aristóteles distingue entre una justicia total o política, que es la relativa a la comunidad en su conjunto y hace referencia al bien común, y otra justicia particular que se refiere al bien de cada persona. La justicia total (ολος δικαιοσυνη, escribe) o justicia política (πολιτικον δικαιοσυνη), dice, es una virtud total en cuanto que se refiere a las partes con relación al todo, a los miembros de la comunidad política respecto a esta última. Supone que nadie hace injusticia contra la ciudad, pues la relación de todos con ella está regulada por la ley, por eso es llamada también justicia general o absoluta, y consiste en cierta igualdad.40 En cambio, la justicia particular (a la que llama μερος δικαιοσυνη) es una virtud no absoluta, sino en relación con una o varias personas, referida no a la comunidad en su conjunto, sino a una parte de ella, y también supone cierta igualdad.41 A su vez, esta última puede ser distributiva, que hace que la comunidad distribuya adecuadamente lo común entre sus partes o miembros, dando a cada uno su bien particular; y conmutativa, es decir, la de cada parte respecto a otra parte en los tratos mutuos entre miembros de la comunidad.42 Por otro lado, la justicia política o total puede ser natural o positiva. La justicia natural o física (pues Aristóteles la llama φυσικόν δίκαιον), dice, «es la que tiene en todas partes la misma fuerza y no está sujeta al parecer humano», es una justicia no escrita, ley común a todos los hombres aunque no existiera comunidad política, una justicia que está en la naturaleza y es invariable.43 En cambio, la otra, la justicia legal o positiva (la llama νομικόν δίκαιον), «es la que considera las acciones en su origen indiferentes, pero que cesan de serlo una vez que ha sido establecida; por ejemplo, que el rescate sea de una mina, y todas las leyes para casos particulares», es la ley particular que gobierna cada comunidad, esté o no escrita, variable, que se funda en la convención y la utilidad.44 Y a continuación señala:

[…] algunos creen que toda justicia es de esta clase, pues lo que existe por naturaleza es inamovible y en todas partes tiene la misma fuerza, como el fuego que quema tanto aquí como en Persia, mientras que las cosas justas observan ellos que cambian. Esto no es así, aunque lo es en un sentido. Quizá entre los dioses no lo sea de ninguna manera, pero entre los hombres hay una justicia natural y sin embargo toda justicia es variable, aunque hay una justicia natural y otra no natural».45

Vemos que él afirma la justicia natural, pero es consciente de que la positiva o legal establecida por hombres y no por ángeles sí se funda en la convención y en la utilidad; esta es, dice, semejante a las medidas de vino o de trigo, que no son iguales en todas partes, sino mayores donde se compra y menores donde se vende. Pero eso no impide que la medida sea siempre la misma: esta es la justicia por naturaleza o natural.46 Así, en definitiva, lo conveniente para todos o bien común viene a identificarse con la justicia absoluta natural.

Esta supone cierta igualdad, según quedó dicho, y en este punto Aristóteles también hace discretos razonamientos. Parece que la justicia es igualdad, dice, y lo es, pero no para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser justa, y lo es en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales.47 Por eso juzgamos mal cuando aplicamos la igualdad a lo desigual, de suerte que para él la igualdad es de dos clases: la igualdad numérica, de lo que es idéntico o igual en cantidad, cualidad o tamaño, y la igualdad según el mérito de lo que es igual en proporción.48 Por naturaleza, todos los ciudadanos (que, como señalé, en Atenas eran pocos) son iguales según igualdad numérica, por lo que todos tienen los mismos derechos,49 pero por los hechos son desiguales según la igualdad de mérito, lo cual es una consecuencia de la naturaleza humana y de su libertad: cada cual es hijo de sus obras. Pero esta igualdad que hace justa la desigualdad es una fuente de discordias;50 en todas partes la sublevación tiene por causa la desigualdad, ya que muchos pretenden tener lo mismo según el número y no según el mérito, y para conseguirlo practican el consejo que dio el tirano Periandro al tirano Trasibulo: cortan las espigas que sobresalen, silencian a los ciudadanos que más valen.51 Con ello se trata igual lo desigual, y lo que es aún peor, nadie se esforzará por tomar sus propias decisiones, por eso dice Aristóteles que un régimen que se organiza absoluta y totalmente según una sola clase de igualdad es malo.52 Por tanto, se debe hacer uso unas veces de la igualdad numérica y otras de la igualdad según el mérito,53 así entiende él que progresan y mejoran los sistemas políticos.

Como vemos, Aristóteles sentó las bases de lo que hoy llamamos Estado justo. Más aún, en su Política diferencia los regímenes buenos de los malos en función de que los gobernantes busquen o no el bien común, es decir, de que su fin sea lo conveniente para todos o su propio interés:

Es evidente que todos los regímenes que tienen como objetivo el bien común son rectos, según la justicia total o absoluta; en cambio, cuantos atienden solo al interés personal de los gobernantes son defectuosos, y todos ellos desviaciones de los regímenes rectos, pues son despóticos y la ciudad es una comunidad de hombres libres.54

Así es; quienes tienen el poder pueden ejercerlo buscando lo conveniente para todos los ciudadanos de esa comunidad política o bien lo que les conviene solo a ellos, de manera que en el primer caso el que manda lo hace de acuerdo con nomos, la ley de la naturaleza, con la justicia, con el derecho y buscando el bien común; y, en cambio, cuando busca solo lo que le interesa a él, gobierna y legisla sin nomos, sin sujeción a ley previa alguna, y su fin no es la justicia, el derecho y el bien común.

Sobre estas bases Aristóteles concluye, tanto en su Política como en su Ética,55 que hay tres formas de gobierno e igual número de desviaciones que son como corrupciones de aquellas. El mando de una sola persona que mira al bien común se llama monarquía, palabra que viene del griego μοναρχία, que significa señor único, ya que μονος es solo, único, y αρχή es supremo, soberano. Y la forma desviada de la monarquía es la tiranía, en la que un individuo, el tirano, gobierna mirando únicamente su propio interés, lo que es bueno para él; en este caso, hay despotismo, autoridad absoluta no limitada por ley alguna. Aristóteles dice que los objetivos del tirano son: que los súbditos piensen poco (pues un apocado no puede conspirar), que desconfíen unos de otros y que les sea imposible actuar.56 El gobierno de unos pocos, más de uno, que buscan el interés de todos o bien común se llama aristocracia, la cual se basa en la virtud, no en la sangre.57 Y su opuesto es la tiranía de un grupo a la que llamamos oligarquía, en la que unas pocas personas, normalmente ricas y poderosas, oprimen al pueblo con su despotismo buscando únicamente su propio interés, el de los ricos y poderosos; estos se diferencian del tirano solo en su pluralidad, y la palabra viene de ολιγαρχία, mando de pocos, ya que ολιγος significa pocos, y αρχή, ya lo sabemos, mando superior. En la oligarquía, los que controlan el poder toman para sí todos los bienes que pueden, distribuyen los cargos públicos siempre a los mismos y se preocupan sobre todo de enriquecerse, y así sucedía ya en Atenas en la época de la oligarquía de los treinta tiranos,58 quienes en realidad, dice Aristóteles, «eran dueños y soberanos del régimen».59 Cuando la mayoría del pueblo es dueña del poder y además gobierna con moderación, buscando el bien común de todos, estamos ante un régimen al que Aristóteles llama politeia o gobierno político, no democracia, término que reserva solo para el gobierno de la mayoría buscando su propio interés (por lo que para él la democracia es un régimen malo, si bien el menos malo), y estas denominaciones se han utilizado frecuentemente con estos sentidos hasta el Renacimiento. No obstante, para evitar confusiones cabe utilizar la palabra democracia en ambos casos —la palabra procede de δημοκρατία, pues la suma autoridad, κρατος, la tiene el pueblo, δημος—, si bien calificándola en cada uno con adjetivos que quieren expresar su distinta naturaleza. Así, una auténtica democracia, buena, real y sustantiva, politeia, es aquella en la que la mayoría busca el bien común de todos, también el de la minoría, e intenta dar a cada uno lo suyo en justicia y en derecho.60 Pero el pueblo también puede ser un tirano según Aristóteles, y lo es cuando la mayoría gobierna en interés propio, con total libertinaje, sin límites, buscando su propio interés particular y oprimiendo a todas las minorías, entonces la democracia se convierte en una democracia absoluta o tiránica (pues la mayoría del pueblo actúa como un único tirano) en la que «es soberano el pueblo y no la ley».61

Continúa Aristóteles:62

Un pueblo de esta clase busca ejercer el poder sin estar sometido a la ley alguna y se vuelve despótico, de modo que los aduladores son honrados y una democracia de tal tipo es análoga a lo que la tiranía entre las monarquías, ambos regímenes ejercen un poder despótico sobre los mejores.

Está claro que para él, la democracia extrema es una tiranía.63 Y eso, escribe Aristóteles:

[…] ocurre a causa de los demagogos; pues en las ciudades que se gobiernan democráticamente [con democracia auténtica o política] no hay demagogos, sino que los ciudadanos mejores ocupan los puestos de preminencia, pero donde las leyes no son soberanas ahí surgen los demagogos.64

Por eso Aristóteles también llama a este régimen demagogia, y señala que el demagogo es «el adulador del pueblo»65 que halaga a los pobres concediéndoles dinero que no es suyo (es público), y que controla su opinión, todo ello para que le obedezca en todo.66

Aristóteles es menos utópico que Platón, pero coincide con él en algo: no existe una distinción clara entre el bien individual, que propone como fin de la ética, y el bien común, que es el fin de la política; de hecho, el fin de la comunidad y el del individuo es el mismo, «la felicidad de cada uno de los hombres es la misma que la de la ciudad», llega a decir.67 A esto hay que añadir que, como antes señalé, da primacía al bien común sobre el de cada persona. Por todo ello, cuando diseña su comunidad política [Estado] ideal en los capítulos VII y VIII de su Política (el VIII está incompleto) sigue la idea dominante en Grecia, la de que todo bien particular se subordina al bien de la comunidad, y de hecho instaura una comunidad ética que tiene como fin hacer buenos, virtuosos y felices a los ciudadanos, para lo cual la ley regula todo lo de todos. Se trata de una polis ética tan cerrada como la de Platón, en la que la educación debe ser necesariamente única y la misma para todos, común y pública, no privada,68 y lo justifica diciendo que no debe pensarse que «ningún ciudadano se pertenece a sí mismo sino todos a la ciudad, pues cada ciudadano es una parte de ella».69 Así, para Aristóteles el sacerdocio es una magistratura más, como las civiles, y la educación o paideia necesita leyes para todos y para toda la vida:70 las leyes regulan, por ejemplo, cuándo y en qué condiciones se pueden tener relaciones conyugales, ya que «también hay para el semen un tiempo determinado»;71 el «servicio público» de la procreación, poniendo un límite numérico a ella;72 los juegos, los cuentos, las rabietas y los llantos de los niños, etc., la ley lo regula todo, hasta los instrumentos musicales que pueden usar los niños y sus pasatiempos.73 De manera que cuando en la teoría examina la constitución de una comunidad política se inclina por un Estado justo, como hemos visto, pero al diseñar en la práctica su régimen ideal acaba en un Estado parecido al platónico, en el que el bien del ciudadano se subordina siempre al de la comunidad. Cosa que él mismo matiza a veces, incluso en el título VII de la Política, en el que escribe que «es evidente que el régimen mejor es esa organización bajo la cual cualquier ciudadano puede prosperar y vivir felizmente».74 En esta línea, Aristóteles ha aportado buenas y positivas ideas que sirven para comprender el genuino significado del bien común, algunas de las cuales asumirá y utilizará después Tomás de Aquino, como más adelante comprobaremos.

EL CRISTIANISMO PUSO A DIOS en medio de los hombres y luchó contra el derrumbamiento moral intentando introducir buenas costumbres, un bien del común (sin llamarle aún así) que fuese el germen de una comunidad política en la que todos pudieran «vivir bien». Proclamó a Dios como fundamento de todo, sumo bien común, la «piedra angular» de un edificio social bien construido,75 pero optó por el Dios de los filósofos frente al Dios de otras religiones. Cuando se planteó el problema de cuál era el Dios de la fe cristiana, si Zeus, Hermes, Dionisos o cualquier otro, la respuesta fue esta: ninguno de esos, ninguno de los dioses que vosotros adoráis, sino única y exclusivamente aquel a quien no dirigís vuestras oraciones, el Dios supremo, el Dios del que hablan vuestros filósofos, esta fue la razón por la que se tachó de ateos a los miembros de la Iglesia primitiva. Para los primeros cristianos, Dios, que es logos, garantiza la racionalidad del mundo y la existencia del bien en sí como realidad racional, incluido el bien de la propia comunidad.76 Al mismo tiempo, la fe cristiana dio a este Dios un significado nuevo, lo sacó del terreno puramente académico y lo transformó profundamente, ya no es un mero primer motor inmóvil sin proyección alguna hacia el hombre, ahora es un Dios con corazón encarnado en Cristo, un Dios que nos habla y garantiza, además del bien en sí y la racionalidad, la libertad y la igualdad de todo ser humano. Desde el comienzo, el cristianismo consideró a todo hombre como un ser racional y libre,77 un animal lógico78 que, como quería Cicerón, debe dejarse guiar por la naturaleza y por esa ley moral que está escrita en su corazón y le indica el camino del bien, tanto cuando está solo como cuando convive con otros en comunidad.79