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Este libro te enseñará a desenvolverte, saber estar y mejorar en tu ámbito laboral, enfocando la vida profesional como un servicio a los demás. Cómo desenvolverse en un nuevo empleo, y cómo dejarlo con elegancia. Qué implica saber estar en un entorno laboral. Cómo ser competente y competitivo, sin pisar a nadie. Cómo confiar en los demás, y que ellos confíen en ti. Por qué la razón de ser de la empresa no es el dinero, sino la suma de compañerismo y emprendimiento. Cómo dejarse enseñar, y estar dispuesto a enseñar. Qué importancia tiene la reputación. Cómo respetar limpiamente las reglas del juego. Cómo enfocar la propia vocación profesional como un servicio a los demás.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
© 2019 by DAVID CERDÁ
© 2019 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Colombia 63, 8.º A - 28016 Madrid
(www.rialp.com)
© 2019 iconos by Eucalip (www.flaticon.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5111-8
ISBN (edición digital): 978-84-321-5112-5
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A Nuria,
mi norte y mi centro,
mi fuego y mi refugio,
mi rumbo y mi suelo.
Índice
Portada
Portada interior
Créditos
Dedicatoria
Introducción. La profesionalidad
1. Al entrar y al salir
2. Saber estar
3. Competición y competencia
4. Responsabilidad
5. Compañerismo
6. El aprendiz y el maestro
7. Reputación
8. Ética
9. Vocación o servicio
10. La tarea en la polis
Autor
Introducción
La profesionalidad
Define el Diccionario de la Real Academia Española:
profesionalidad
1. f. Cualidad de la persona u organismo que ejerce su actividad con capacidad y aplicación relevantes.
2. f. Actividad que se ejerce como una profesión.
Bombero, agente de seguros, contable o atleta: no importa a lo que te dediques. Existe algo llamado profesionalidad que determina tu esperanza de vida en tu mercado, tu satisfacción laboral, la sensación que tienes de contribuir al progreso del mundo y la valoración pecuniaria y moral de aquello que haces. También te condiciona si resulta que eres artista, al menos si comes de lo que produces, pues en tal caso, y sin que eso agote lo que para ti supone ese arte, adquieres un deber de profesionalidad frente a quienes reciben tus obras.
Sin embargo, de la profesionalidad apenas se habla, y casi nada se escribe. Es una especie de oscuro secreto, una realidad profunda y sobria que no debe de alimentar las arcas de gurús y asesores, pues de lo contrario ya se habrían ocupado de ella. Hay innumerables cursos, conferencias, libros y talleres disponibles sobre el talento, pero ni rastro de contenidos específicos sobre la profesionalidad.
Hay escuelas de negocios y universidades privadas que ya se han dado cuenta de que hay un tiburón bajo las aguas que amenaza con devorar carreras profesionales y organizaciones enteras. Quienes gestionan la educación superior ya estaban avisados: «Se entenderá por universidad stricto sensu la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional», afirmaba José Ortega y Gasset en Misión de la universidad en 1930. Sabía que tenemos el deber de enseñar a las nuevas hornadas de graduados y postgraduados en qué consiste la profesionalidad, cosa que no estamos haciendo. No es materia que pueda darse por sabida: tenemos problemas. Cada vez más gente brillante y preparada naufraga en su puesto de trabajo por falta de profesionalidad.
Hay conceptos, actitudes y comportamientos que el siglo XXI ha descuidado o erosionado. En general, la profesionalidad ya no se mama en casa, ni apenas está presente en el cine, en la televisión o en la literatura, no digamos en el océano que es Internet. Son muchos, y no solo entre los más jóvenes, los que la tienen por una reliquia. Desde la prensa y el resto de foros se nos insiste machaconamente en el crucial papel que los algoritmos, la robotización, las matemáticas y las ciencias tienen en el presente y el futuro del empleo, sin que se nos mencione ni siquiera de pasada la profesionalidad, cuya merma es ya la principal responsable de numerosos fracasos laborales.
Hay muchas razones para que esto esté sucediendo. La principal es filosófica: la inmensa mayoría de los pensadores de la historia no han sido profesionales, sino fervientes defensores de la vida contemplativa. El trabajo ha sido sistemáticamente despreciado en Grecia y Roma y desde el Renacimiento como categoría de pensamiento. Y después de la Ilustración tomó el testigo Karl Marx, para quien el trabajo está sometido a una violenta lucha de clases, por lo que la aspiración máxima sería una especie de Edén laico en el que la felicidad se mediría por la cantidad de ocio disponible. «Las máquinas lo hacen todo y los hombres solo se ocupan de manejarlas», leemos en la novela de exaltación socialista ¿Qué hacer?, de Nikolái Chernyshevski. «Las tierras son compactas y fértiles. Las flores son grandes como árboles. Todos están felices y alegres».
Ciertamente, el trabajo es una vía de realización relativamente moderna. Durante muchos siglos, y para la mayoría de las personas, el trabajo ha sido un afán penoso, mera cuestión de supervivencia. Hoy, en cambio, y quitando los peores sitios del planeta, es uno de los campos relevantes en los que el hombre se juega las habichuelas de la moralidad y la felicidad. No somos libres de trabajar, en el sentido más pedestre y espurio de lo que significa ser libres («hacer lo que nos plazca»); pero nuestra capacidad de decisión al respecto es la más amplia que el ser humano ha conocido.
Tal y como sugiere el diccionario, la profesionalidad es una cualidad, o mejor, un haz de cualidades; un ethos, un carácter. Es profesional la persona que demuestra poseer una serie de virtudes, ejerciéndolas en la práctica. Y será profesional aquella organización en la que abunden las personas de ese tipo; las cualidades no las posee el ente organizacional, sino las personas que lo componen. De ahí que este libro no solo pretenda tener utilidad personal, sino servir también a los gestores, porque es mucho lo que una organización puede hacer, tanto formativamente como en cuanto a sus procesos y sobre todo a sus valores, para que cunda en su seno el ejemplo de la profesionalidad.
Nuevos tiempos, nuevos bienes, nuevos males
Por supuesto que siguen existiendo grandes profesionales, espejos en los que mirarse. Una juventud más libre y con menos prejuicios ha mejorado en diversos aspectos nuestro comportamiento en el trabajo y en nuestras relaciones comerciales. Por otra parte, los peligros que acechan a la profesionalidad —como el nepotismo, la burocracia o el cortoplacismo— son tan viejos como el mundo.
El problema está en el nivel general que ahora tenemos, y en el efecto que están teniendo los extraordinarios cambios de nuestro siglo. El estado de la profesionalidad en la sociedad de hoy en día no es catastrófico, pero sí sumamente preocupante. Lo saben los directivos, quienes seleccionan personal, los empresarios, los educadores. Lo viven a diario quienes han de sufrir a ciertos colaboradores, y los usuarios de muchos servicios, que también se han vuelto más exigentes. Los signos de la decadencia están por todos partes, porque en nuestro mundo febril e hiperconectado no pasa prácticamente un día sin que nos afecte alguna falta de profesionalidad.
Son muchos los que se incorporan y salen de las organizaciones atropelladamente, dejando malas sensaciones, ignorantes del poder de la reputación. Incluso algunos de entre los más cualificados exhiben comportamientos chocantes, improductivos y desconsiderados. Se compite muchas veces mal, sin transparencia y en detrimento del compañerismo. Nunca fue tan difícil explicar y concretar qué le corresponde a cada cual, ni hemos pasado antes por semejante descrédito de la autoridad. En cuanto a la ética en el trabajo, tan larga ha sido su ausencia en el mundo de los negocios que las mejores empresas dedican ya recursos a enseñarla a quienes antes se les suponía de fábrica. La relación entre quienes enseñan y aprenden en el trabajo se está tensionando, y cada vez son más quienes perciben cada escalón de conocimientos como una afrenta, en vez de como una ocasión para avanzar. La profesión apenas se afronta como oportunidad de servicio, pues el discurso lo copa el desarrollo personal.
Son varias las raíces sociológicas que explican esta contemporánea erosión de la profesionalidad. Lo que ocurre en el ámbito laboral y el comercial, el deportivo o el artístico, es un reflejo de lo que se vive en el resto de ámbitos. Hay que hablar, para empezar, de una carestía en los ideales. La juventud se ha caracterizado siempre por su idealismo, una aportación fundamental, pues el progreso depende de que la sociedad bulla de ideas mayúsculas. Pero estamos, seguramente, ante la juventud más prosaica y menos idealista que nunca contempló la tierra. Lo he comprobado en clase con mis alumnos universitarios, a veces en los equipos de trabajo que he dirigido, en los institutos a los que me han invitado a dar charlas, y —aunque es pronto, empiezo a intuirlo— en mis propios hijos. Los nuevos rebeldes no quieren cambiar el mundo, sino cabalgar sobre las olas.
Si la juventud es cínica y descreída es en buena parte por culpa del exitismo, la ideología que proclama que la realización de una vida humana está en función del éxito material que acumule quien la vive.
Es una idea de raíz específicamente protestante. La doctrina de la predestinación sostenía que el éxito en la tierra constituía un poderoso indicio de la posibilidad futura de aspirar a los cielos: el triunfo en los negocios era la marca de los elegidos. Esa idea, especialmente al pasar por Estados Unidos, se ha agrandado hasta dividir la sociedad entre ganadores y perdedores, y figura como omnipresente banda sonora en el cine, la prensa y la televisión. También la alimentan los padres que, víctimas de un protector deseo de evitar disgustos a sus hijos, les incitan a no quedarse fuera del reparto de la tarta y a abrazar un pragmatismo absoluto.
Resulta que el exitismo, una de las variantes del impúdico principio según el cual «el fin justifica los medios», es especialmente pernicioso en lo que se refiere a la profesionalidad. Si vales según tienes (según gastas), poco importa cómo te las arreglas para obtenerlo. El drama está en que el principio se ha hecho fuerte en multitud de escenarios, y en que quienes se vanaglorian de seguirlo reciben los laureles y la atención de los focos.
Otra de las grandes tendencias a las que nos enfrentamos es la inconsistencia. La nuestra es una sociedad nómada, de relaciones inestables, que reniega del compromiso. Esta precariedad emocional y este descrédito del vínculo, tras comprometer seriamente a las familias, está empezando a infectar el mundo laboral. El modo en que los millennials hacen amigos o entablan relaciones de pareja se está trasladando a su compromiso con las organizaciones que los contratan y con las profesiones en las que se inician. No es muy distinto a lo que les está sucediendo a sus padres. En un mundo en que basta una app y tres golpes de ratón para organizar eficientemente una infidelidad conyugal, surgen extraordinarios retos en cuanto al respeto honesto del resto de compromisos, incluidos los profesionales.
A ello contribuye una sensación generalizada de fin de época, incluso de fin de mundo, una atmósfera de estación terminal. Este descrédito del futuro alimenta el menosprecio de la reputación y del trabajo bien hecho. Tenemos prisa, no fijamos la vista, lo razonable nos impacienta. La trinidad posmoderna, desapego, entretenimiento y espectáculo, se presenta como la única salvación posible. La evasión ha pasado a ser la norma, en vez de la excepción.
Todo esto, que padecemos verdaderamente, no quiere constituirse en dictamen exhaustivo de lo que nos ocurre, ni puede ser esgrimido para demonizar la última de las generaciones que se incorpora al baile. Los problemas son de todos. Tampoco es cabal silenciar las ventajas de vivir en una época como la nuestra, sometida a cambios tan trepidantes. No todo es negativo en la liquidez posmoderna. La vida se ha vuelto muy interesante, y el nuestro es un tiempo preñado de oportunidades. Tenemos más posibilidades que nunca de ser libres. Gozamos de un sinfín de comodidades, ventajas con las que ni soñaban nuestros antepasados. Se han producido indiscutibles e irrenunciables avances sociales. Da la impresión de que cada vez somos más intolerantes con lo intolerable. Y tal vez pronto tengamos los medios materiales y los suficientes arrestos para que en el mundo no haya hambre, y se impongan la paz y la justicia. No obstante, solo alcanzaremos la mejor versión posible para este mundo si reconocemos y desarticulamos las amenazas que también traen los nuevos tiempos.
Vivimos igualmente en la era de la obsolescencia programada y la inextinguible sed de novedades. La economía contemporánea depende por completo de la innovación tecnológica; la cuestión es que esa idea de la incontestable superioridad de lo nuevo se aplica a lo social, despreciándose acríticamente todo lo que no sea reciente. Cuando uno se adentra en el fantástico mundo de lo tecnológico, es fácil deslizarse de la euforia a la arrogancia.
Echemos un momento la vista atrás, y pensemos que el cuidado de la tribu constituyó una especie de paleoprofesionalidad. Los cazadores, recolectores y protectores de la tribu fueron los primeros en desarrollar modos eficientes y efectivos de desempeñar unas labores de las que dependía la subsistencia del grupo. Tales modos y principios vivieron una actualización durante la revolución neolítica. Tanto en uno como en otro caso, desarrollamos durante miles de años una natural veneración por la experiencia, como sedimento de las formas de hacer que funcionan. En la voz y el ejemplo de los experimentados, luego en los libros, más tarde en otros soportes, el ser humano sabe que debe su éxito a la acumulación de saberes y al beneficio de evitar la repetición de errores.