El caballero de Harmental - Alejandro Dumas - E-Book

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Alejandro Dumas

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Beschreibung

Una brillante novela de capa y espada, en la tradición de Los tres mosqueteros, surgida de la poderosa imaginación y de la pasión narrativa de uno de los más grandes genios de la novela de aventuras de la literatura francesa.
Tras la muerte de Luis XIV, un grupo de nobles fieles a la antigua corte, entre los que se cuentan el cardenal de Polignac, el marqués de Pompadour, el conde de Laval y el embajador de España, deciden sustituir a Felipe de Orléans por el duque del Maine, favorable a los intereses del rey español Felipe V.
El hombre elegido para llevar a cabo la acción principal en esta conspiración, el secuestro del duque de Orléans, es Raoul de Harmental, un joven valiente y apasionado que ha sido injustamente desposeído de su cargo en el ejército y que se involucra en este oscuro plan movido por su sed de gloria y su espíritu siempre dispuesto a emprender nuevas gestas.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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Alejandro Dumas

Alejandro Dumas

EL CABALLERO DE HARMENTAL

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-974-1

Greenbooks editore

Edición digital

Noviembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-974-1
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Indice

EL CABALLERO DE HARMENTAL

EL CABALLERO DE HARMENTAL

Capítulo I

EL CAPITÁN ROQUEFINNETTE

Cierto día de Cuaresma, el 22 de marzo del año de gracia de 1718, un joven caballero de arrogante apariencia, de unos veintiséis o veintiocho años de edad, se encontraba hacia las ocho de la mañana en el extremo del Pont Neuf que desemboca en el muelle de L’École, montado en un bonito caballo español.

Después de media hora de espera, durante la que estuvo interrogando con la mirada el reloj de la Samaritaine, sus ojos se posaron con satisfacción en un individuo que venía de la plaza Dauphine.

Era éste un mocetón de un metro ochenta de estatura, vestido mitad burgués, mitad militar. Iba armado con una larga espada puesta en su vaina, y tocado con un sombrero que en otro tiempo debió de llevar el adorno de una pluma y de un galón, y que sin duda, en recuerdo de su pasada belleza, su dueño llevaba inclinado sobre la oreja izquierda. Había en su figura, en su andar, en su porte, en todo su aspecto, tal aire de insolente indiferencia, que al verle el caballero no pudo contener una sonrisa, mientras murmuraba entre dientes:

— ¡He aquí lo que busco!

El joven arrogante se dirigió al desconocido, quien viendo que el otro se le aproximaba, se detuvo frente a la Samaritaine, adelantó su pie derecho y llevó sus manos, una a la espada y la otra al bigote.

Como el hombre había previsto, el joven señor frenó su caballo frente a él, y saludándole dijo:

—Creo adivinar en vuestro aire y en vuestra presencia que sois gentilhombre, ¿me equivoco?

— ¡Demonios, no! Estoy convencido de que mi aire y mi aspecto hablan por mí, y si queréis darme el tratamiento que me corresponde llamadme capitán.

—Encantado de que seáis hombre de armas, señor; tengo la certeza de que sois incapaz de dejar en un apuro a un caballero.

El capitán preguntó:

— ¿Con quién tengo el honor de hablar, y qué puedo hacer por vos?

—Soy el barón René de Valef.

—Creo haber conocido una familia con ese nombre en las guerras de Flandes.

—Es la mía, señor; mi familia procede de Lieja. Debéis saber —continuó el barón de Valef— que el caballero Raoul de Harmental, uno de mis íntimos amigos, yendo en mi compañía ha tenido esta noche una disputa que debe solventarse esta mañana mediante un duelo. Nuestros adversarios son tres, y nosotros solamente dos. Como el asunto no podía retrasarse, debido a que debo partir para España dentro de dos horas, he venido al Pont Neuf con la intención de abordar al primer gentilhombre que pasase. Habéis sido vos, y a vos me he dirigido.

—Y ¡por Dios!, que habéis hecho bien. He aquí mi mano, barón, ¡yo soy vuestro hombre! Y, ¿a qué hora es el duelo? —Esta mañana, a las nueve.

— ¿En qué lugar?

—En la puerta Maillot.

— ¡Diablos! ¡No hay tiempo que perder! Pero vos vais a caballo y yo no dispongo de él. ¿Qué vamos a hacer? —Eso puede arreglarse, capitán.— ¿Cómo?

—Si me hacéis el honor de montar a mi grupa…

—Gustosamente, señor barón.

—Os debo prevenir —añadió el joven jinete con una ligera sonrisa— que mi caballo es un poco nervioso.

— ¡Oh!, ya lo he notado —dijo el capitán—. O mucho me equivoco o ha nacido en las montañas de Granada o de Sierra Morena. En cierta ocasión monté uno parecido en Almansa y lo hacía doblegarse como un corderillo sólo con la presión de mis rodillas.

El barón había dicho la verdad: su caballo no estaba acostumbrado a una carga tan pesada; primero trató de desembarazarse de ella, pero el animal notó bien pronto que la empresa era superior a sus fuerzas; así que, después de hacer dos o tres extraños, se decidió a ser obediente, descendió al trote largo por el muelle de L’École, que en esa época no era más que un desembarcadero, atravesó, siempre al mismo tren, el muelle del Louvre y el de las Tullerías, franqueó la puerta de la Conference, y dejando a su izquierda el camino de Versalles, enfiló la gran avenida de los Champs Élysées, que hoy conduce al Arc de Triomphe.

— ¿Puedo preguntaros, señor, cuál es la razón por la que vamos a batirnos? Es sólo por saber la conducta que debo seguir con mi adversario, y si vale la pena que lo mate.

—Desde luego, podéis preguntarlo, y ahí van los hechos tal como han pasado: estábamos cenando ayer en casa de la Fillon…

— ¡Pardiez! Fui yo quien en 1705 la lanzó por el camino del éxito, antes de mis campañas en Italia.— ¡Bien! —observó el barón riendo—. ¡Podéis estar orgulloso, capitán, de haber educado a una alumna que os hace honor! En resumen: cenábamos con Harmental en la intimidad, y estábamos hablando de nuestras cosas, cuando oímos que un alegre grupo entraba en el reservado de al lado. Nos callamos y, sin querer, oímos la conversación de nuestros vecinos. ¡Y fijaos lo que es la casualidad! Hablaban de la única cosa que nunca debíamos haber escuchado.— ¿De la querida del caballero, quizás?

—Vos lo habéis dicho. Yo me levanté para llevarme a Raoul, pero en lugar de seguirme, me puso la mano en el hombro e hizo que me sentara de nuevo.

—Así pues —decía una voz—, ¿Felipe acosa a la pequeña d’Averne?

—Desde hace ya ocho días —puntualizó alguien.

—En efecto —prosiguió el primero que hablaba—: Ella se resiste ya sea porque quiere de verdad al pobre Harmental o porque sabe que al regente no le gustan las presas fáciles. Pero por fin, esta mañana ha accedido a recibir a Su Alteza, a cambio de una cesta repleta de flores y de pedrería.

— ¡Ah! ¡Ah! —exclamó el capitán—, comienzo a comprender. ¿El caballero ha sido engañado?

—Exactamente; y en lugar de reírse, como hubiéramos hecho vos y yo, Harmental se puso tan pálido que creí que iba a desmayarse. Después, acercándose a la pared y golpeándola con su puño para pedir silencio, dijo:

—Señores, siento contradeciros; pero el que ha osado decir que madame d’Averne tiene concertada una cita con el regente, miente.

—He sido yo, señor, el que ha dicho tal cosa, y la mantengo —respondió la primera voz—; me llamo Lafare, capitán de los guardias.

—Y yo Fargy —dijo la segunda voz.

—Yo soy Ravanne —declaró una tercera.

—Perfectamente, señores —respondió Harmental—. Mañana, de nueve a nueve y media, estaré en la puerta Maillot. —Y se sentó nuevamente frente a mí.

El capitán dejó oír una especie de exclamación que quería decir:

«Esto no tiene importancia». Entre tanto, estaban llegando a la puerta

Maillot, donde un joven caballero que parecía estar esperando puso su caballo a galope y se acercó rápidamente. Era el caballero de Harmental.

—Querido caballero —dijo el barón de Valef cambiando con él un fuerte apretón de manos—, permitidme que a falta de un viejo amigo, os presente uno nuevo. Ni Surgis ni Gacé estaban en casa; pero he encontrado a este señor en el Pont Neuf, le he expuesto mi problema, y se ha ofrecido de buen grado a ayudaros.

—Entonces es doble el agradecimiento que os debo, mi querido Valef — respondió el caballero—; y a vos, señor, os ofrezco mis excusas por lo que se os avecina y por haberos conocido en circunstancias tan desfavorables; pero un día u otro me daréis ocasión de corresponder, y os ruego que, llegado el caso, dispongáis de mí como yo lo hago ahora de vos.

— ¡Bien dicho, caballero! —respondió el capitán saltando a tierra—; mostráis tan exquisitos modales, que gustosamente iría con vos al fin del mundo.— ¿Quién es este tipo? —preguntó en voz baja Harmental.— ¡A fe mía que lo ignoro! —le contestó Valef—; ya lo descubriremos cuando haya pasado el apuro.— ¡Bien! —prosiguió el capitán, entusiasmado ante la idea del ejercicio que preveía—. ¿Dónde están nuestros lechuguinos? Estoy en forma esta mañana.

—Cuando he llegado —respondió Harmental— no habían aparecido aún; pero supongo que no tardarán: son casi las nueve y media.

—Vamos entonces en su busca —dijo Valef, mientras descabalgaba arrojaba las bridas en manos del criado de Harmental.

Este, echando pie a tierra, se dirigió hacia la entrada del bosque, seguido por sus dos compañeros.

— ¿Desean algo los señores? —preguntó el dueño de la posada cercana, que estaba en la puerta de su local, al acecho de los posibles clientes.

—Sí, señor Durand —respondió Harmental—. ¡Un almuerzo para tres!

Vamos a dar una vuelta, y en un momento volvemos a estar aquí.

Y dejó caer tres luises en la mano del posadero.

El capitán vio relucir una tras otra las tres monedas de oro, y acercándose al mesonero, le previno:

— ¡Cuidado, amigo…! Ya sabes que conozco el valor de las cosas. Procura que los vinos sean finos y variados y el almuerzo copioso, ¡o te rompo los

huesos! ¿Entendido?

—Estad tranquilo, capitán —respondió Durand—; jamás me atrevería a engañar a un cliente como vos.

—Está bien; hace doce horas que no he comido, tenlo bien presente.

El posadero se inclinó. El capitán, después de hacerle un último gesto de recomendación, mitad amistoso, mitad amenazador, forzó el paso y alcanzó al caballero y al barón, que se habían parado a esperarle.

En un recodo de la primera alameda aguardaban los tres adversarios: eran, como ya sabemos, el marqués de Lafare, el conde de Fargy y el caballero de Ravanne.

Lafare, el más conocido de los tres, gracias a sus versos y a la brillante carrera militar que llevaba, era hombre de unos treinta y seis a treinta y ocho años, de semblante abierto y franco, siempre dispuesto a enfrentarse a todo, sin rencor ni odio, mimado por el bello sexo, y muy estimado por el regente, que le había nombrado capitán de sus guardias. Diez años llevaba Lafare en la intimidad de Felipe de Orléans; algunas veces fue su rival en lides amorosas, pero siempre le sirvió fielmente. El príncipe siempre se refería a él como el bon enfant. Sin embargo, desde hacía algún tiempo, la popularidad de Lafare había decaído un tanto entre las mujeres de la corte y las muchachas de la ópera. Corría el rumor de que había tenido la ridícula idea de «sentar cabeza» y de buscar un buen acomodo.

El conde Fargy, al que habitualmente llamaban «el bello Fargy», era conocido por ser uno de los hombres más guapos de su época. Tenía una de esas naturalezas elegantes y fuertes a la vez, flexibles y vivaces, que el vulgo considera privilegio exclusivo de los héroes de novela. Si a eso añadimos el ingenio, la lealtad y el valor de un hombre de mundo, os haréis una idea de la gran consideración que dispensaba a Fargy la sociedad de aquella época.

El caballero de Ravanne, por su parte, nos ha dejado unas memorias de sus años jóvenes en las que relata acontecimientos tan peregrinos que, a pesar de su autenticidad, muchos han pensado que eran apócrifas. Por entonces era un muchacho imberbe, rico y de buena familia, que se disponía a entrar en la vida con todo el ímpetu, la imprudencia y la avidez de la juventud.

Tan pronto como Lafare, Fargy y Ravanne vieron aparecer a sus contrincantes por el extremo de la alameda, marcharon a su vez hacia ellos. Cuando les separaban únicamente diez pasos, los contrincantes se llevaron la mano a los sombreros, se saludaron y dieron algunos pasos entre sonrisas, como si se tratase de buenos amigos contentos de volverse a encontrar.

—Señores —dijo el caballero de Harmental—, creo que sería mejor buscar

un lugar apartado donde podamos solventar sin molestias el asunto que nos ocupa…

—Apenas a cien pasos de aquí tengo lo que necesitamos —observó Ravanne—, es una verdadera cartuja.

—Entonces, sigamos al muchacho —dijo el capitán—; la inocencia nos conduce al puerto de salvación.

—Si vos no tenéis compromiso con nadie, gran señor —apostilló el joven Ravanne en tono guasón—, reclamo el derecho de preferencia. Después de que nos hayamos cortado el cuello, espero que me concederéis vuestra amistad.

Los dos hombres se saludaron de nuevo.

— ¡Vamos, vamos… Ravanne! —dijo Fargy—; ya que os habéis encargado de ser nuestro guía, enseñadnos el camino.

Ravanne se lanzó hacia el interior del bosque como un joven cervatillo. Los demás le siguieron. Los caballos y el coche de alquiler permanecieron en el camino.

Al cabo de diez minutos de marcha, durante los cuales los seis hombres guardaron el más absoluto silencio, se encontraron en medio de un calvero rodeado por una cortina de árboles.

— ¡Bien, caballeros! —dijo Ravanne mirando con satisfacción a su alrededor—. ¿Qué decís del lugar?

—No teníais más que haber dicho que era aquí donde queríais venir, y yo os habría conducido con los ojos cerrados.

—Perfectamente… —respondió Ravanne—, procuraremos que cuando salgáis, vuestros ojos se encuentren como habéis dicho.

—Señor Lafare —dijo Harmental, dejando caer su sombrero sobre la hierba—, sabed que es con vos con quien me tengo que entender.

—Sí, señor —respondió el capitán de los guardias—; pero antes quiero que sepáis que nada puede ser tan honorable para mí y causarme tanta pena como un duelo con vos, sobre todo por un motivo tan nimio.

Harmental sonrió, empuñando la espada.

—Parece, mi querido barón —observó Fargy—, que estáis a punto de partir para España.

—Debía de haber salido esta noche pasada, mi querido conde —respondió Valef—, pero me ha bastado el placer de entrevistarme con vos esta mañana para decidirme a demorar mi partida.

— ¡Diablos! Eso me deja desolado —contestó Fargy desenvainando su acero—; porque si tengo la desgracia de impedir vuestro viaje…

—No os disculpéis. Habrá sido por razones de amistad, mi querido conde.

Así que haced lo que podáis; estoy a vuestras órdenes.

—Vamos, vamos, señor —dijo Ravanne al capitán, que doblaba cuidadosamente su casaca, colocándola junto a su sombrero—; ved que os espero.

—No nos impacientemos, mi bello joven —le replicó el antiguo soldado, continuando sus preparativos con la flema guasona que le era natural—. Una de las cualidades más necesarias para un hombre de armas es la sangre fría. He sido como vos a vuestra edad, pero a la tercera o cuarta estocada que recibí, comprendí que había errado el camino y ahora voy por el verdadero. ¡Cuando gustéis! —añadió, sacando por fin su espada.

— ¡Cáspita, señor! —observó Ravanne mirando de soslayo el arma de su oponente—. Tenéis un hermoso estoque…

—No os preocupéis. Pensad que estáis tomando una lección con vuestro profesor de esgrima, y tirad a fondo.

La recomendación era inútil; Ravanne estaba exasperado por la tranquilidad de su adversario, y ya se precipitaba sobre el capitán, con tal furia que las espadas se encontraron cruzadas hasta el puño. El capitán dio un paso atrás.

— ¡Ah!, ¡ah!… Veo que retrocedéis, mi gran señor —exclamó Ravanne.

—Retroceder no es huir, mi pequeño caballero —respondió el capitán—; este es un axioma del arte de la esgrima sobre el que os invito a meditar. Por otra parte, no me molesta estudiar vuestra habilidad. Fijaos bien —continuó, mientras respondía con una contra en segunda a la estocada a fondo del adversario—, si en vez de fintar me hubiese lanzado, os habría ensartado como a un pajarito.

Ravanne estaba furioso, pues efectivamente había sentido en su costado la punta de la espada de su contrincante. La certeza de que le debía la vida aumentaba su cólera, y sus ataques se multiplicaron más rápidos que antes.

—Vamos… joven, vamos… ¡Atacad al pecho! ¡Mil diablos! ¿Otra al rostro? ¡Me obligaréis a desarmaros! Vos lo habéis querido… Andad y coged vuestra espada, y cuando volváis, hacedlo a la pata coja, eso os calmará.

Y de un violento revés, envió el acero de Ravanne a veinte pasos.

Esta vez Ravanne aprendió la lección; fue lentamente a recoger su espada y volvió despacio hacia el capitán. El joven estaba tan pálido como su blanca

casaca de satén, en la que aparecía una ligera mancha de sangre.

—Tenéis razón, señor… Soy todavía un niño; pero espero que mi encuentro con vos me haya ayudado a hacerme hombre. Algunos pases más, por favor, para que no pueda decirse que todos los triunfos han sido para vos.

—Y se volvió a poner en guardia.

El capitán tenía razón; sólo le faltaba al joven caballero un poco de tranquilidad para ser un perfecto diestro. La cosa terminó como estaba prevista: el capitán desarmó por segunda vez a Ravanne; pero en esta ocasión fue él mismo a recoger la espada, y con una cortesía de la que al primer golpe de vista parecía incapaz, dijo al joven caballero, devolviéndole el arma:

—Señor, sois un joven valiente; pero debéis creer a un viejo corredor de tabernas que hizo la guerra en Flandes antes de que vos nacieseis, la campaña de Italia cuando dormíais en la cuna, y la de España mientras estabais ocupado aprendiendo el «abecé»…; cambiad de maestro; dejad a Berthelot, que os ha enseñado ya todo lo que sabe, y tomad a Bois-Robert. ¡Que el diablo me lleve si en seis meses no sois capaz de enseñarme incluso a mí!

—Gracias por la lección, señor —dijo Ravanne tendiendo la mano al capitán, mientras dos lágrimas bajaban por sus mejillas—; estad seguro de que nunca la olvidaré. —Y envainó la espada.

Ambos volvieron los ojos hacia los compañeros para ver cómo iban las cosas. El combate había acabado. Lafare estaba sentado en la hierba con la espalda apoyada en un árbol; había recibido una estocada que le atravesaba el pecho; la lesión debía ser menos grave de lo que parecía de momento, porque el herido no se había desvanecido, aunque la conmoción era violenta. Harmental, de rodillas ante él, empapaba de sangre su pañuelo.

Fargy y Valef se habían alcanzado uno al otro; Fargy tenía el muslo atravesado, y Valef el brazo. Los dos se prodigaban excusas y se prometían ser los mejores amigos del mundo a partir de aquel día.

—Mirad, joven —dijo el capitán a Ravanne señalándole el cuadro que presentaba el campo de batalla—; ved eso y meditad: ¡ahí tenéis la sangre de tres valientes caballeros derramada probablemente por culpa de una cualquiera!

— ¡A fe mía, tenéis razón, capitán! —contestó Ravanne ya calmado.

En aquel instante Lafare abrió los ojos y reconoció a Harmental, que le estaba prestando socorro.

—Caballero —dijo con voz apagada—, os voy a dar un consejo de amigo: enviadme una especie de cirujano que encontraréis en el coche, y que he traído por si acaso; después, volved a París lo más rápidamente posible, haceos ver

esta noche en el baile de la ópera, y si os preguntan por mí, decid que desde hace ocho días no me habéis visto. Si tuvierais alguna pega con la gente del condestable, hacédmelo saber enseguida y lo arreglaremos de manera que la cosa no trascienda.

—Gracias, señor marqués; os dejo porque sé que quedáis en manos más hábiles que las mías para estos menesteres.

— ¡Buen viaje, mi querido Valef! —gritaba Fargy—. A vuestra vuelta no olvidéis que tenéis un amigo en el 14 de la plaza Louis le Grand.

—Y vos, querido Fargy, si tenéis algo que encargarme para Madrid, no tenéis más que decírmelo.

Los dos amigos se dieron un fuerte apretón de manos, como si no hubiera pasado nada.

—Adiós, jovencito, adiós —despidió el capitán a Ravanne—. No olvidéis el consejo que os he dado: sobre todo, tranquilidad; dad un paso atrás cuando se deba, parad a tiempo, y llegaréis a ser uno de los más finos aceros del reino de Francia.

Ravanne se limitó a saludarle, y se acercó a Lafare, que parecía el más grave de los heridos.

Por lo que respecta a Harmental, Valef y el capitán, volvieron a la alameda, donde encontraron el coche de alquiler y al cirujano.

Harmental hizo saber a éste que el marqués de Lafare y el conde Fargy tenían necesidad de sus servicios; después, volviéndose, dijo a su reciente amigo:

—Capitán, creo que no es prudente que nos detengamos para tomar el almuerzo que teníamos encargado; tenéis todo mi agradecimiento por la ayuda que me habéis prestado, y como, según creo, estáis a pie, en recuerdo mío os ruego que aceptéis uno de mis dos caballos: son buenos animales.

— ¡A fe mía! Caballero, ofrecéis las cosas con tal gracia, que no sabría rehusar. Si me necesitáis alguna vez, recordad que estoy enteramente a vuestro servicio.

—En ese caso, señor, ¿dónde podré encontraros? —preguntó sonriendo Harmental.

—No tengo domicilio fijo, caballero; pero siempre podéis obtener noticias mías en casa de la Fillon; preguntad por la Normanda, y ella os dará informes del capitán Roquefinnette.

Después de esto, cada uno tomó su camino y se alejó a galope tendido.

El barón de Valef entró por la barrera de Passy y se dirigió derecho al Arsenal. Recogió los encargos de la duquesa del Maine, a cuya casa pertenecía, y partió el mismo día para España.

El capitán Roquefinnette dio dos o tres vueltas por el bosque de Boulogne, al paso, al trote y al galope, para apreciar las cualidades de su montura, y volvió muy satisfecho a la pida del señor Durand, donde se comió, él solo, el almuerzo encargado para los tres.

El mismo día condujo su caballo al mercado de ganado, y lo vendió por setenta luises.

El caballero de Harmental regresó a París por la alameda de la Muette. Al llegar a su casa, en la calle de Richelieu, encontró dos cartas que le esperaban.

Los trazos de la escritura de una de ellas le eran tan conocidos que todo su cuerpo se estremeció al verlos; abrió la misiva, y el temblor de sus manos denunció la importancia que le concedía. Harmental leyó:

«Mi querido caballero:

»Nadie es dueño de su corazón, como vos lo sabéis; una de las miserias de nuestra naturaleza consiste en que no podemos querer durante mucho tiempo a la misma persona ni la misma cosa. Por mi parte, pretendo por lo menos tener sobre las demás mujeres el mérito de no engañar al que ha sido mi amante. Así que no volváis más a la hora de costumbre.

»Adiós, mi querido caballero; no guardéis un mal recuerdo de mí, y permitid que piense igual dentro de diez años que ahora: que sois uno de los gentileshombres más galantes de Francia.

Sophie d’Averne».

— ¡Mil diablos! —exclamó Harmental—. ¡Si hubiese matado a ese pobre de Lafare no habría podido consolarme en toda mi vida!

Después de aquel estallido que le desahogó un poco, el caballero vio en el suelo la segunda carta, que había olvidado por completo. La recogió cuidadosamente, la abrió sin prisa, miró la escritura, buscó en vano la firma, que no figuraba; el misterio del anónimo hizo que leyera la misiva con cierta curiosidad:

«Caballero:

»Si tenéis un espíritu romántico y en el corazón la mitad del valor que vuestros amigos reconocen, se os ofrece una empresa digna de vos, y que si aceptáis emprender os permitirá vengaron del hombre que más odiáis en el mundo, al tiempo que os puede llevar al más brillante fin que jamás hayáis podido soñar. Un genio benéfico, en el que es preciso que confiéis por entero,

os esperará esta noche de doce a dos de la madrugada en el baile de la ópera. Si vais sin máscara, el desconocido saldrá a vuestro encuentro; si fuerais enmascarado reconoceríais a vuestro duende protector por una cinta violeta que llevará en el hombro izquierdo. La contraseña es: ¡Ábrete Sésamo! Pronunciadla sin miedo y esperad…».

— ¡Enhorabuena! —exclamó Harmental—. Y si el genio de la cinta violeta mantiene la mitad de lo que promete, ¡por Dios que ha encontrado a su hombre!

Capítulo II

EL CABALLERO DE HARMENTAL

El caballero Raoul de Harmental era el único vástago de una de las mejores familias del Nivernais. Su apellido había sonado poco en la historia, aunque no carecía de lustre, que la familia había ganado por sí misma, o a través de innumerables enlaces matrimoniales. Así, el padre del caballero, el señor Gaston de Harmental, que había llegado a París en 1682 con la ilusión de adquirir el derecho de compartir la carroza real, presentó las pruebas de una nobleza que se remontaba a antes de 1399; operación heráldica que hubiera puesto en apuros a más de un duque y de un par. Por otro lado, su tío materno, el señor de Torigny, había recibido el espaldarazo de caballero del Espíritu Santo en el año 1694.

Raoul de Harmental no era ni pobre ni rico; su padre le había dejado al morir una propiedad en los alrededores de Nevers, que le proporcionaba de veinticinco a treinta mil libras de renta; pero el caballero tenía el corazón ambicioso, y hacia 1711, cuando llegó a su mayoría de edad, había dejado su provincia para trasladarse a París.

Su primera visita fue para el conde de Torigny, con el que contaba para que le ayudase a abrirse camino. Éste recomendó a su sobrino al caballero de Villarceaux, quien no pudiendo rehusar nada a su amigo el conde, introdujo al joven en casa de madame de Maintenon.

Madame de Maintenon tenía una cualidad: la de seguir siendo amiga de sus antiguos amantes. Gracias a los dulces recuerdos que la ligaban al viejo conde„ acogió amablemente al caballero de Harmental; algunos días después decía al mariscal de Villars, que había venido a hacerle el amor, algunas palabras en favor de su joven protegido. El mariscal admitió al caballero Harmental en su regimiento.

El caballero, viendo abierta aquella puerta, pensó que podía abrigar las más

risueñas esperanzas.

Luis XIV había llegado a la última época de su reinado, la de los contratiempos; Tallard y Marsin habían sido derrotados en Hochstett, Villeroy en Ramillies, y el mismo Villars, héroe de Friedlingen, acababa de perder la famosa batalla de Malplaquet contra Marlborough y el príncipe Eugéne. Europa, oprimida durante tantos años por la dura mano de Colbert y de Louvois, se alzaba contra Francia. La situación era desesperada. Francia no podía mantener la guerra por más tiempo, pero no estaba en condiciones de firmar la paz. En vano ofrecía abandonar España y replegarse a sus fronteras; el adversario exigía del rey que dejase libre paso a través de Francia a los ejércitos que acudirían a España para expulsar a su nieto del trono de Carlos II; además, le pedían que entregase Cambrai, Metz, La Rochelle y Bayona. Todo esto, a menos que prefiriese destronar por sí mismo a Felipe V en el plazo de un año.

Villars marchó derecho hacia el enemigo que acampaba en Denain y que, seguro de la inminente agonía de Francia, no abrigaría ningún temor.

Los aliados habían establecido entre Denain y Marchiennes una línea fortificada que, con anticipado orgullo, Albemarle y Eugéne denominaban «la gran avenida de París». Villars decidió tomar Denain por sorpresa, derrotar primero a Albemarle y a continuación al príncipe Eugéne.

Una noche, el ejército francés se movió en dirección a la ciudad. El mariscal dio súbitamente la orden de avanzar hacia la izquierda; los ingenieros tendieron tres puentes sobre el río Escaut. Villars franqueó el río sin encontrar oposición, se internó en las marismas, se apoderó de un kilómetro de fortificaciones, alcanzó Denain, penetró en la villa, y al llegar a la plaza, encontró a su protegido el caballero de Harmental, quien le entregó la espada de Albemarle, al que acababa de hacer prisionero.

En aquel momento se anuncia la llegada de Eugéne. Villars retrocede y alcanza el puente por el que el Saboyano tiene que pasar, se atrinchera y espera. Allí es donde se va a dar la verdadera batalla; la toma de Denain no había sido más que una escaramuza. Eugéne ha de ver cómo sus mejores tropas se estrellan por siete veces contra el fuego de la artillería y contra las bayonetas que defienden la entrada del puente. Por fin, con el uniforme atravesado por las balas y sangrando por dos heridas, el vencedor de Hochstett y de Malplaquet se retira llorando de rabia. En seis horas todo ha cambiado de color. Francia se ha salvado, y Luis XIV sigue siendo el rey.

Harmental se había conducido como el hombre que de un solo golpe desea ver coronadas todas sus aspiraciones. Villars, viéndole ensangrentado y cubierto de polvo, hace que se acerque, y en el mismo campo de batalla escribe, apoyándose en un tambor, un mensaje para el rey en el que da cuenta

del resultado de la jornada.

— ¿Estáis herido? —pregunta a Raoul.

—Sí, señor mariscal, pero es tan leve que no merece la pena hablar de ello.

— ¿Os sentís con fuerzas para cabalgar sesenta leguas a galope tendido y sin descansar?

—Me siento capaz de todo para servir al rey y a vos, señor mariscal.

—Entonces, partid inmediatamente, deteneos en las habitaciones de madame de Maintenon; contadle de mi parte lo que acabáis de ver, y anunciadle que un correo llevará el comunicado oficial. Si ella quiere conduciros ante el rey, dejadla hacer.

Harmental comprendió la importancia de la misión que se le confiaba; doce horas después, estaba en Versalles.

Villars había adivinado lo que iba a ocurrir. A las primeras palabras del caballero, madame Maintenon le tomó de la mano y le condujo hasta el rey, que estaba en su cámara trabajando con Voisin.

—Señor —dijo Harmental—, demos gracias a Dios, ya que Vuestra Majestad no ignora que por nosotros mismos seríamos incapaces de conseguir la menor cosa, y que es Él quien nos dispensa todas sus gracias.

— ¿Qué ocurre, caballero? ¡Hablad! —exclamó muy impaciente Luis XIV.

—Majestad, la ciudad de Denain ha sido tomada, el conde de Albemarle ha caído prisionero, el príncipe Eugéne ha emprendido la fuga, y el mariscal de Villars pone su victoria a los pies de Vuestra Majestad.

A pesar del dominio que mostraba sobre sí mismo, Luis XIV palideció; sintió que las piernas le temblaban, y se apoyó en la mesa para no caer desplomado en su sillón.

—Y ahora, caballero —articuló al fin—, contádmelo todo.

Harmental relató la maravillosa batalla que, como por obra de un milagro, acababa de salvar a la monarquía. Cuando hubo terminado, el rey le dijo:

— ¿Y de vos no me contáis nada? Sin embargo, a juzgar por la sangre y el barro que cubren vuestras ropas, no habéis estado precisamente en la retaguardia.

—Majestad, he hecho lo que he podido —respondió Harmental inclinándose—; si hay algo que decir sobre mí, lo dejo, con el permiso de Vuestra Majestad, al cuidado del mariscal Villars.

—Está bien, joven; y si él por casualidad os olvidase, nosotros nos

acordaríamos. Debéis de estar fatigado, id a descansar; estoy orgulloso de vos.

Harmental se retiró feliz y no dudó en aprovechar el permiso real, pues en efecto, hacía veinticuatro horas que no había comido, ni dormido, ni bebido.

Cuando despertó recibió un sobre del Ministerio de la Guerra. Era su nombramiento de coronel.

Dos meses después fue firmada la paz. España perdió en ella la mitad de sus dominios, pero Francia permaneció intacta. Pasados tres años, Luis XIV moría.

Dos partidos opuestos, bien diferenciados, y sobre todo irreconciliables, se enfrentaban en el momento de su muerte; el de los bastardos, encarnado en el duque del Maine, y el de los príncipes legítimos, representado por el duque de Orléans.

Si el duque del Maine hubiese tenido la constancia, la voluntad y el coraje de su mujer, Louise Benedicte de Condé, quizás, apoyado como estaba por el testamento real, habría triunfado; pero hubiera tenido que responder abiertamente a los ataques, y el duque del Maine, débil de carácter y de espíritu, peligroso sólo a fuerza de ser cobarde, no servía más que para las intrigas. En un día, y casi sin esfuerzo, sus enemigos lo arrojaron de la cumbre donde lo había colocado el amor ciego del viejo rey, dejándole sólo la superintendencia de la educación real, el mando de la artillería y la primacía sobre los duques y los pares.

La decisión que acababa de tomar el Parlamento hería de muerte a la antigua corte y a todas las fuerzas coligadas con ella. El padre Letellier fue desterrado, madame de Maintenon se refugió en SaintCyr, y el duque del Maine se retiró a la bonita villa de Sceaux para continuar su traducción de Lucrecio.

El caballero de Harmental había asistido como espectador interesado, es cierto, pero pasivo, a todas esas intrigas. Su ausencia del Palacio Real, foco de atracción de todos aquellos que pretendían conquistar algún puesto en la esfera política, fue interpretada como oposición, y una mañana, de la misma forma que había recibido el despacho que le daba el mando de un regimiento, recibió la orden que se lo quitaba.

Harmental tenía la ambición propia de la juventud; la única carrera que en aquella época se abría a un gentilhombre era la de las armas. Corrió a casa del señor de Villars. El mariscal le recibió con la frialdad del hombre que desea olvidar el pasado y que quisiera que los demás olvidasen su propio y próxima pretérito. En vista de lo cual, Harmental se retiró discretamente.

Por otra parte, el espíritu de la época no era propicio a los accesos de

melancolía. En el siglo XVIII se iba directamente a los placeres, a la gloria o a la fortuna, y todo el mundo podía conseguir una parte de aquellos bienes, a poco que se fuese guapo, valiente o intrigante.

Por aquellos años, la despreocupación y la alegría estaban de moda. Después del largo y triste invierno que fue_ la vejez de Luis XIV, brotaba de repente la primavera feliz y alegre de una joven realeza. El placer, ausente y desterrado durante más de treinta años, había vuelto; era buscado por todas partes abiertamente, con el corazón y los brazos abiertos. El caballero de Harmental anduvo triste justo durante ocho días; después, se había vuelto a mezclar con la gente, se dejó arrastrar por el torbellino, y éste le arrojó a los pies de una bella mujer.

Durante tres meses fue el hombre más feliz del mundo; olvidó Saint-Cyr, las Tullerías y el Palacio Real; sabía que cuando se es amado se vive bien; el caballero no pensaba que ni la vida ni el amor son eternos.

Pudo darse cuenta de ello el día en que, cenando con su amigo el barón de Valef, la conversación de Lafare le había despertado bruscamente. Los enamorados tienen por lo general un mal despertar y Harmental, que creía amar verdaderamente, pensaba que nada podría ocupar en su corazón el lugar de aquel amor. El nuevo disgusto reavivó el otro: la pérdida de su amante le recordaba la de su regimiento.

En su situación, bastó la llegada de la misteriosa carta, tan inesperada, para distraerle de su dolor.

Harmental decidió no recrearse en su tristeza: aquella noche ira al baile de la ópera.

Hemos olvidado señalar que la segunda carta, la que le prometía tantas maravillas, estaba también escrita por una mano femenina. Por aquellos días los bailes de la ópera estaban en pleno apogeo. Eran creación del caballero de Bouillon, el inventor del entarimado que ponía el patio de butacas a nivel del escenario; el regente, admirador de toda buena invención, le había concedido, para recompensarle, una pensión de seis mil libras.

La bella sala que el cardenal de Richelieu había inaugurado con el estreno de su Mirame, y donde Moliére había estrenado sus principales obras, era aquella noche el centro de reunión de todo lo que la corte tenía de noble, de rico y de elegante. Harmental, movido por una susceptibilidad muy natural en su situación, se había esmerado más de lo que acostumbraba en su tocado. Cuando llegó, la sala estaba-de bote en bote. Se felicitó por su idea de no llevar antifaz; estaba seguro de no correr ningún peligro, tal era la confianza que en la mutua lealtad tenían los nobles de la época: así, Harmental, después de haber atravesado con su espada a uno de los favoritos del regente, no

dudaba en acudir a la corte en busca de una aventura.

La primera persona con quien se tropezó fue el joven duque de Richelieu, que por su nombre, sus aventuras, su elegancia, y quizás por sus indiscreciones, comenzaba a ponerse de moda.

Estaba de conversación con el marqués de Canillac, una buena ti pieza de la camarilla del regente. Richelieu estaba contando cierta historia con grandes aspavientos.

— ¡Diablos!, mi querido caballero, venís muy a punto; estoy contando a Canillac una buena aventura.

Harmental frunció el entrecejo; sin darse cuenta, Richelieu resultaba de lo más inoportuno. En aquel momento pasó el caballero Ravanne, persiguiendo a una máscara.

— ¡Ravanne! —gritó Richelieu—, ¡Ravanne!

Ravanne se perdió entre la muchedumbre, después de haber cambiado con su adversario de la mañana un amistoso saludo.

— ¡Y bien!, ¿la historia? —preguntó Canillac.

—A ello vamos. Imaginadme hace tres o cuatro meses, cuando salí de la Bastilla donde me habían metido a resultas de mi duelo con Gacé… Llevaba, todo lo más, tres o cuatro días disfrutando de mi recobrada libertad, cuando Rafé me mandó una encantadora nota de madame de Parabére, en la que ésta me invitaba a pasar la tarde en su casa. Me presenté a la hora prevista.

¿Adivináis a quién encontré, sentado a su lado, en un sofá?… A su Alteza Real misma.

— ¿Y el señor de Parabére? —preguntó el caballero de Harmental, deseando llegar al final de la historia.— ¿El señor de Parabére?, ¡quién puede dudarlo!… Todo ocurrió como estaba previsto: se quedó dormido mientras hablaba conmigo, y despertó en la habitación de su mujer. La marquesa ha dado a luz hoy al mediodía.— ¿Y a quién se parece el niño? —preguntó Canillac.

—Ni a uno ni a otro… ¡A Nocé! —respondió Richelieu soltando la carcajada—. ¿No es una buena historia, marqués?

—Caballero —dijo en ese momento una voz dulce y femenina al oído de Harmental, mientras una pequeña mano se apoyaba en su brazo—, en cuanto hayáis terminado con el señor de Richelieu, os reclamo.

—Perdonad, señor duque; ved que me llaman.

—Os dejo ir, pero con una condición.

— ¿Cuál es?

—Que contéis mi historia a este encantador murciélago.

—Temo no disponer de tiempo —respondió Harmental.

Dirigió sobre la máscara que le acababa de abordar una rápida mirada, y pudo distinguir sobre su hombro izquierdo la cinta violeta que debía servir de contraseña.

La desconocida era de mediana estatura y, a juzgar por la elasticidad y flexibilidad de sus movimientos, debía de ser joven. En cuanto a su talle y figura, no se podía juzgar: había adoptado el traje más propio para disimular sus gracias o sus defectos; iba vestida de murciélago, disfraz muy de moda en aquella época, y tanto más cómodo cuanto que era de una sencillez perfecta; se componía únicamente de dos amplias enaguas negras, y con él se tenía la seguridad de engañar a cualquiera, pues a través de aquella faldamenta era imposible reconocer a quien lo llevaba, aunque se pusiera en ello todo el empeño.

—Caballero —dijo la máscara sin intentar disimular su voz—, sabed que os estoy doblemente agradecida por haber venido; sobre todo, teniendo en cuenta el estado de ánimo en que os encontráis.

—Bella máscara —replicó Harmental—, ¿no decía vuestra carta que erais un genio benéfico? Pues si realmente tenéis poderes sobrenaturales, el pasado, el presente y el futuro deben seros conocidos.

—Ponedme a prueba; eso os dará una idea de mi poder.

— ¡Oh! ¡Dios mío! Me limitaré a una cosa de lo más sencilla: si conocéis el pasado, el presente y el futuro, no os será difícil decirme la buenaventura.

—Nada más fácil; dadme vuestra mano. Harmental hizo lo que se le pedía.

—Caballero —comenzó la desconocida después de un breve instante de observación—, leo claramente en la dirección del abductor y por la colocación de las fibras longitudinales de la aponeurosis palmaria, cinco palabras en las cuales está encerrada toda la historia de vuestra vida: Valor, ambición, decepción, amor y traición. Ellas me dicen que solamente por vuestro valor habéis obtenido el grado de coronel que teníais en el Ejército de Flandes; que este grado había despertado en vos la ambición; que esa ambición ha sufrido una decepción, y que habéis creído poder consolaros con el amor; pero como el amor, igual que la fortuna, están sujetos a la traición, habéis sido en efecto traicionado.

—No está mal —dijo el caballero—. Un poco vago, como todos los

horóscopos, pero hay en ello un gran fondo de verdad. Pasemos a los tiempos presentes, mi linda máscara.

— ¡El presente!… Caballero, hablemos bajo, pues ¡huele terriblemente a Bastilla!

El caballero se estremeció a su pesar, pues creía que nadie, a excepción de los propios actores, podía conocer la aventura de su duelo matinal.

—En este preciso momento —continuó la desconocida—, hay dos valientes nobles reposando en sus camas, mientras nosotros nos dedicamos alegremente a charlar en este baile.

—Confieso que vuestra ciencia del pasado y del presente me anima a desear conocer el porvenir.

—Siempre hay dos futuros —dijo la máscara—: El de los corazones débiles, y el de los fuertes. Vuestro porvenir depende de vos.

—Todavía es necesario conocer uno y otro para poder escoger el mejor.