El caballo y el gaucho - Pablo Katchadjian - E-Book

El caballo y el gaucho E-Book

Pablo Katchadjian

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Beschreibung

El caballo y el gaucho es un libro de relatos que pueden ser cuentos, ensayos, fábulas, poemas en prosa, leyendas. Cada relato desarrolla plenamente una idea y postula un mundo complejo que se resuelve en pocas páginas. El método, desde el título, es dialéctico. La vida y la muerte, los sueños y las guerras, los ancestros y el amor, la lógica y el sentido, el arte y la creación, el poder y la escritura. Estos temas, que nos vienen del orden de la lengua y la cultura, no siempre están planteados en cada relato como dualidad, muchas veces un relato resuena en otro y aparece el espejismo de una explicación, de una síntesis. Pero la tradición dialéctica es en realidad para este libro el filón inagotable y la oportunidad de la literatura. Memorias falsas, escenas, leyendas, anécdotas se descuelgan con toda la fuerza del relato sobre ese tesoro civilizado de las contradicciones y lo vuelve a su estado salvaje. Como cada vez que se aburre de sí misma, la literatura sale en El caballo y el gaucho a renovarse buscando cuentos perdidos en las grandes explicaciones del mundo.  

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EL CABALLO Y EL GAUCHO

 

 

PABLO KATCHADJIAN

 

 

 

Índice

CubiertaPortadaEl caballo y el gauchoNotasPablo Katchadjian en Blatt & RíosSobre el autorCréditos

El pasaje de una acción a la otra siempre tiene explicación, pero esto sólo cuando se lo quiere explicar. O nunca tiene explicación y por eso tratar de explicarlo o de que tenga sentido es inútil y tonto. O sí, siempre tiene explicación, y por eso tratar de explicarlo es inútil y tonto. Siempre tiene sentido, pero el sentido no está en la explicación. O, si no, tiene muchas explicaciones, y por eso proponer una es negar muchas y, así, explicar oculta más de lo que muestra. Pero no tiene sentido, porque los sentidos superpuestos sólo significan aturdimiento. Las explicaciones llevan a un único sentido para evitar el aturdimiento porque el aturdimiento nos parece lo contrario del sentido o de la explicación. Es lo contrario de la explicación, pero no es claro que sea lo contrario del sentido. O no, no es lo contrario de nada. O la explicación es lo contrario del sentido.

 

*

 

Con una mano en el pecho, me acerco a hablar con Q., el jefe de nuestros enemigos. Q. me escucha como si me entendiera, pero yo sé que eso es imposible porque hablamos idiomas diferentes. Cuando termino mi discurso, Q. levanta una mano y se le acerca uno de sus súbditos. El súbdito escucha una serie de órdenes y se va corriendo. Detrás de mí, mis súbditos están inquietos. Q. empieza a hablarme con muchos gestos, con generosidad y sonrisas, y a mí eso me parece sospechoso. A la vez, Lilo, uno de mis súbditos, se me acerca y me dice algo al oído, pero yo no lo entiendo porque Q. habla muy fuerte. Sin embargo, para no generar una situación tensa, le hago a mi súbdito un gesto para darle a entender que lo que me dijo va a ser meditado. Q., entretanto, sigue hablando y pretende no darse cuenta de nada. Eso me hace sospechar: en cualquier otra situación, Q. se hubiera enojado, hubiese gritado, amenazado por la interrupción de mi súbdito. Pienso que Q. por algún motivo quiere sostener el momento lo más posible. Pero ¿para qué? De repente lo entiendo; cuando saco mi espada, aparece detrás de Q. un ejército enorme al mando del súbdito al que le había hablado antes. Como nosotros somos solamente diez, nos ponemos a correr. Q., muy satisfecho, se ríe a carcajadas, y yo, mientras corro, voy viendo cómo las flechas van atravesando a mis súbditos. Pocos minutos después, sólo quedamos Lilo y yo corriendo entre las flechas, que parecen correr con nosotros. Entonces Lilo me dice: “¿Por qué decidiste no prestar atención a mi advertencia?”. Cuando estoy por responderle, una flecha le entra por el cuello y le sale por el ojo. Lilo, sin embargo, sigue corriendo, e insiste: “¿Por qué decidiste no prestar atención… a mi advertencia?”. Y entonces otra flecha le atraviesa una pierna. Pero él sigue corriendo, y yo decido responderle, y estoy por improvisar algo cuando la punta de una flecha le sale por la boca. Lilo me mira, y por la punta enrojecida de la flecha vuelve a decirme: “¿Por qué decidiste no prestar atención a mi advertencia?”. Pero esta vez lo que dice no se entiende, y sólo me resulta claro porque es lo mismo que me dijo antes. Y justo cuando Lilo cae muerto, una flecha me entra por una oreja y me sale por la otra, y aunque el dolor y la sorpresa son enormes, no muero, sigo corriendo y llego a la ciudadela. Enseguida me acuestan y me hacen preguntas, pero no oigo nada. Con mucho cuidado, un médico me saca la flecha, y entonces la sordera se transforma en un murmullo. “¿Qué es ese murmullo?”, le pregunto, pero no oigo lo que me responde: veo al médico mover la boca, pero el murmullo no se altera para nada. Hago otras pruebas y descubro, entonces, que el murmullo viene de adentro de mi cabeza, es decir, que no entra por mis oídos. Me paro y me caigo, me levantan y me llevan afuera. Una multitud me aclama en medio del murmullo: levantan las manos, abren las bocas, se acercan, intentan tocarme, etc. Y de repente se abre un sendero entre la gente y veo aparecer a la princesa, mi mujer, llorando y gritando algo que identifico como: “¡Mi amor!”. Y después me abraza y me dice una serie de cosas que me pierdo porque no la oigo. Todos ríen, pero yo, aislado de la comunión, lloro de emoción y sufro, y no sólo por eso: el acuerdo con Q. fracasó, mis nueve hombres murieron atravesados por flechas, yo estoy herido y sordo, mi mujer ni siquiera se da cuenta de eso, el pueblo vive en una felicidad idiota, y entonces, ¿qué hago? Me voy a pelear nuevamente, porque sé que Q. está preparando un ataque y prefiero sorprenderlo. Sé, también, que él ya sabe que estoy sordo, porque entre mis súbditos hay toda una serie de soplones.

 

*

 

Dado que cualquier vida se puede retratar en tres escenas bien elegidas, voy a contar tres escenas de la vida de mi amigo Maximiliano Filemón que lo retratan por entero. En la primera, Maximiliano estaba caminando y se resbaló en la calle; al caer, se golpeó la cadera y se dobló el tobillo; se acercó la gente y le preguntó si necesitaba algo, y él dijo: “Sí, ayuda”. Esta escena no es suficiente. En la segunda escena, Maximiliano estaba en un momento íntimo con su novia cuando de repente ella le dijo que se sentía mal, que estaba triste, que le parecía que la vida no tenía sentido. Maximiliano entonces se sentó en la cama, se vistió y no sólo se fue sin decirle nada sino que dejó de responderle los llamados y empezó a evitarla. Luego de varios meses de búsqueda, ella logró finalmente cruzarse con él en una fiesta y le preguntó si le parecía que su actitud había estado bien. Él le respondió: “¿Para preguntarme esto me estabas buscando? ¿Está bien tu conducta?”. Ella entonces tuvo que reconocer que el motivo de la búsqueda había ido cambiando a medida que lo buscaba: de pedir explicaciones a insultarlo, de insultarlo a humillarlo públicamente, de humillarlo públicamente a no saber qué hacer y de no saber qué hacer a la curiosidad genuina que le estaba demostrando con su pregunta. Entonces él le dijo: “A mí me dan curiosidad otras cosas”. La tercera escena es mi preferida: Maximiliano estaba comiendo nueces con sus amigos cuando de repente uno de ellos, que lo conocía bien, le dijo: “¿A que no te comés una nuez sin romperla y sin masticarla?”. “A que sí”, respondió él, y se metió una nuez en la boca e intentó tragarla, pero se le quedó cruzada en la garganta y tuvieron que llevarlo al hospital. Podría decirse que estas tres escenas lo retratan por entero. O quizá no. Quizá están mal elegidas. Podría pensar en otras tres; por ejemplo: Maximiliano ahuyenta a una mosca mientras se fuma un cigarrillo; Maximiliano mastica pasto y dice que es un gato; Maximiliano, borracho, intenta besarme. ¿Qué es todo esto? ¿Qué quiero decir? Quiero decir que estamos equivocados. Una vez, un chamán me dijo que la vida de las personas podía resumirse en una sola escena, pero que esa escena no podía ser una escena en el sentido que le damos a la palabra “escena”, sino que debía tratarse de una escena que pudiera ser vista como una totalidad, una escena que estuviera fuera del tiempo, que no pudiera ser datada. “¿Una esencia?”, le pregunté, y el chamán me pegó una cachetada, pero no como castigo sino como ejemplo de lo que me estaba diciendo.

 

*

 

Estamos dando una batalla, pero el enemigo es muy berreta. Sin embargo, hay que decir que si no fuera como es ya le habríamos ganado, y que con sus tácticas de bajeza logra mucho más de lo que podría lograr peleando con dignidad. Pero no es esto lo que más nos molesta. Nos molesta sobre todo que nuestro enemigo parece creerse hábil y perspicaz al hacer sus tretas bajas, previsibles y torpes. Por ejemplo, nos estamos acercando a un puente y decimos: “Si nuestro enemigo fuera digno, el puente estaría entero, pero sin dudas el puente estará cortado”. Y, efectivamente, el puente está cortado, y vemos, a lo lejos, a nuestro enemigo festejar como si nos hubiese sorprendido mientras nos mira con un gesto que parece decir: “Yo sé que ustedes están maravillados por mi inteligencia y lucidez”. Es esto último lo que más nos molesta. Porque si él dijera “soy berreta y no me importa”, bueno, nosotros podríamos incluso abandonar la lucha, ya que de hecho no tenemos nada que ganar y sí mucho que perder. Pero en esta situación nos sentimos obligados a hacerlo perder solamente para que no pueda pensar lo que piensa sobre lo que hace. O ni siquiera eso, porque en verdad no sabemos lo que piensa: tenemos que hacer que deje de hacer lo que hace para que nosotros no podamos imaginar que piensa lo que nosotros pensamos que piensa.

 

*

 

No vemos qué está en el origen de lo que nos pasa, así que sólo lo conocemos por sus efectos; y, como no entendemos tampoco su comportamiento, no tenemos forma de preverlo. Esto significa que estamos condenados a hacer cosas ridículas sin justificación ni previsión y a quedarnos después pensando en qué fue lo que hicimos, por qué, etc. Un día fuimos al médico a explicarle nuestro problema, pero él no quiso escucharnos, así que fuimos a otro médico más inteligente que sí nos escuchó y nos dijo que nuestro problema era particular e interesante pero que, debido a la naturaleza misma del problema –es decir, debido a que el eje del problema era un misterio insondable–, él no podía hacer nada. Lo entendimos, así que fuimos a una bruja. La bruja se sintió muy atraída por el problema y nos explicó que el asunto era justamente su área de trabajo. Nos alegramos mucho. Entonces nos preguntó si estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa para resolverlo. “Cualquier cosa no”, le respondimos. “Ah, entonces no puedo ayudarlos”. “No, espere, díganos qué quiere que hagamos y nosotros vemos si lo hacemos o no”, le dijimos un poco desesperados. “No, eso no me sirve”, nos respondió: “preciso confianza total y entrega total”. “Ah, no, eso no podemos darle”, le dijimos, y nos fuimos. Así seguimos vagando por distintos especialistas que por un motivo o por otro no pudieron darnos la más mínima esperanza, por lo que, al cabo de un tiempo, volvimos a pensar en la bruja y fuimos a buscarla decididos a entregarnos. Ella se hizo rogar un poco al vernos, porque, según nos explicó, se había quedado ofendida; finalmente accedió y nos metió en un tubo de madera. Ahí estamos desde hace varios meses.

 

*

 

Heracles conoció la locura y las ulceraciones; Lisandro las úlceras; Áyax la locura; Belerofonte recorrió los desiertos. Empédocles no es citado como poeta sino como “fisiólogo”. El murciélago en vuelo es interpretado como significante de la tentativa del hombre de superar su condición imposible. Marco Siracusano no era nunca tan buen poeta como cuando estaba fuera de sí. Debajo de nuestras atenciones hay toda una serie de gérmenes desagradables. Si no es por miedo, en todo caso será por pereza. ¿Me parece bien? No me parece nada. Si la belleza no está en ningún lado, entonces no la vamos a encontrar. Y si está, podríamos encontrarla o no; si está y no la encontramos luego de buscarla por mucho tiempo podríamos llegar a pensar que no está en ningún lado. Por lo tanto, lo mejor sería no buscarla y suponer que no está para ver si eso la hace venir. Es una propuesta. Lo mismo vale para el dinero, y lo mismo para el amor. Con la salud sería conveniente aplicar otro método, aunque no uno demasiado diferente. Para todos los que sufren hay una canción; para los que no sufren, otra. También se puede alternar, y también escuchar las dos a la vez. ¿Y vos? Nos dijiste que fuéramos a la casa de Aldo y le preguntáramos por su mujer, pero no te hicimos caso. Tampoco te hicimos caso en lo relativo a los pagos y deudas con los almacenes locales. Si me preguntás por qué, no tengo mucha explicación para dar: no se trató de que nos parecieran mal tus disposiciones ni tampoco de que no tuviéramos ganas de ejecutarlas; al contrario, todo nos parecía perfecto, como siempre, y nuestro ánimo para el trabajo estaba en un buen momento. Fue sólo que no quisimos hacerte caso, digamos que una especie de capricho. Pero no sólo no te hicimos caso al omitir las tareas, sino que hicimos casi lo contrario: fuimos a lo de Aldo y le preguntamos por su madre, y fuimos al lugar de trabajo de la mujer de Aldo y le preguntamos por Aldo, lo que provocó un desastre matrimonial. Después, dejamos deudas donde debíamos saldar las deudas y saldamos las deudas donde debíamos dejar deudas. Todos los almaceneros se mostraron sorprendidos, porque tus disposiciones en general son previsibles, y no podían creernos, los que quedaron con su deuda saldada, que se tratara de una orden tuya: tuvimos que convencerlos para pagarles, porque no querían tomar un dinero que vos no habías dispuesto para ellos. “¿Están seguros de que no hay un error, de que no están leyendo mal?”, nos decían. “Sí, estamos seguros”, les respondíamos, y les mostrábamos los papeles falsos que habíamos llevado preparados. Al mismo tiempo, nuestros teléfonos no paraban de sonar con los llamados de los almaceneros que esperaban ver su deuda cancelada. “¿Están seguros de que no deberían pagarnos?”. “Sí, estamos seguros”. Imagino que vos, al leer esto, debés estar más sorprendido que los almaceneros. Y más sorprendido que Aldo, que se sintió entregado por vos, su Maestro. E incluso más sorprendido que la mujer de Aldo, que no debe entender cómo te cayó en gracia de repente, por qué te preocupaste por ella, vos, que despreciás en general a las mujeres. Nos gustaría poder explicarnos para que nos entiendas, si es que lo que hicimos puede entenderse. Nosotros no podemos entenderlo, pero vos seguro que vas a poder, porque tu comprensión es infinita.

 

*

 

Viaja, viaja, cambia de medios de transporte, va a buscar algo que no se sabe qué es. Cuando lo encuentra, lo envuelve con cuidado y lo guarda en su mochila. Se dispone entonces a volver para entregar el paquete a su amo, pero apenas empezado el regreso, confunde el camino, y, cuando comprueba que ya no puede retroceder, desecha el mapa que había armado a la ida y se pregunta cómo seguir. Ve, a lo lejos, una casita, sobre una colina, que saca humo por la chimenea, y decide acercarse a pedir indicaciones. Llega, golpea la puerta y espera, pero no atiende nadie. Espera un rato más y, como la puerta está solamente entornada, la empuja de a poco con el pie hasta abrirla del todo. En la casa no hay nadie, pero bajo la chimenea humea una olla enorme. Se sienta afuera, en el suelo, junto a la puerta, a esperar que vuelva el ocupante; a los pocos minutos oye disparos y se da cuenta de que le están disparando a ella. “¡Dios mío!”, grita a la vez que corre a refugiarse tras unos árboles. Sigue oyendo disparos y cada tanto saltan pedacitos de tronco. Trata de ubicar al tirador, pero el sonido rebota por todos lados. Entonces se pone a correr tapándose la cabeza con las manos, con pasos largos, haciendo zigzags. Finalmente, cae por una barranca varios metros; se lastima el pie pero al menos queda fuera del área en la que le podrían disparar. Largos blancos de serenidad sucumben en una espasmódica melodía de festejo. Pero no es para tanto, porque pronto habrá otras cosas. “¡Dios mío!”, grita y se refugia tras un árbol asustada por un oso que está muerto y, de hecho, semipodrido. Avergonzada, se acerca simulando desinterés. Lo toca un poco con el pie, le dice algo muy bajito… y sigue caminando. Enseguida vuelve, saca una pinza de la mochila, le arranca un colmillo al oso y se lo guarda en el bolsillo. Se puede ver muy fácilmente que ella no está bien, pero lo que no se puede ver tan fácilmente es qué le pasa. Le duele el pie, es cierto, y un poco la mano. Se da cuenta de que una bala le rozó el omóplato; se saca la blusa y la mira: está llena de sangre seca. La herida, de todos modos, parece casi cicatrizada. ¿Cuánto tiempo pasó entre los disparos y el oso? ¿Un día? ¿Dos? Quizá tres. En todo caso, ella no lo sabe. Lava un poco la blusa en un arroyo y ya es de noche; se mete en una cueva y se acuesta en el piso. Al otro día despierta, camina un poco y pasa mucho tiempo, más de lo que debería pasar, tanto que le entrega el paquete a su amo y ya está en su casa. Ese día, o al otro, o el mes siguiente, recibe gente a cenar. Son dos veganos, y los invitó juntos por eso. Pero los veganos piensan que fueron invitados juntos por sus preferencias sexuales; esto los incomoda, y a esta incomodidad se le suma el hecho de que no se sienten atraídos mutuamente, así que se desprecian y la cena es un fracaso. Ella lamenta el fracaso de la cena, pero no siente culpa. Igual, dice “¡Dios mío!” antes de irse a dormir. A la mañana del otro día o del año siguiente, la despierta un amigo por teléfono: le dice que su ex novia le mandó una invitación a su casamiento, del cual él no sabía nada; está deprimido y le pregunta si puede visitarla. Ella le dice que no: tiene que ir a buscar un paquete de su amo. “¡Otra vez!”, le dice él, y ella le responde: “Es lo que hago”. Viaja, viaja, cambia de medios de transporte, va a buscar un paquete que no se sabe qué es. Cuando lo encuentra, lo envuelve con cuidado y lo guarda en su mochila. Trata de retomar el camino de regreso, pero se pierde. Golpea la puerta de una casa pero la echan a tiros. Se asusta con un oso podrido y le saca un colmillo. Duerme en una cueva, y cuando despierta sigue en la cueva y nota que el tiempo parece haberse normalizado. Eso la relaja, pero a la vez la preocupa, porque no sabe manejarse con un tiempo normal. “¡Ay, Dios mío!”, dice. La cueva está al borde de un acantilado. Busca y encuentra un caminito zigzagueante que desciende hasta llegar a una planicie. La primera mitad la baja corriendo y la segunda mitad rodando. Se levanta y se toca el cuerpo: no parece haberse lastimado nada. El paquete, en cambio, hace un ruido que antes no hacía. Se le ocurre que puede estar roto y empieza a transpirar. No sabe si abrirlo o no, no sabe qué es peor. No sabe qué va a decir su amo si está roto o si está abierto. Decide dejarlo tal como está. Camina unos pasos y se arrepiente. Le gustaría que el tiempo avanzara un poco más rápido, pero no sabe cómo hacerlo. Agua caliente desciende y refleja un sol anaranjado; como en una casa de masajes, emergen vapores y ruidos enervantes. Se toca la pierna y comprueba que está lastimada. Se saca la pollera y la rompe: usa un pedazo para vendarse y el otro se lo ata en la cabeza. La blusa está hecha jirones, las medias corridas y agujereadas: se saca las medias y la blusa y se arma una ropa nueva con hojas de papiro. Más tarde, o al otro día, mata un animal y usa su cuero para hacerse ropa más decente. El tiempo parece estar yendo para atrás, y eso la preocupa un poco; a la vez, se da cuenta de que el tiempo no es caprichoso: actúa de acuerdo con lo que ella hace. Abre el paquete del amo y se sorprende al ver lo que lleva. Lo tira y casi inmediatamente, en pocos pasos, llega a su casa. Lo llama al amo y le cuenta que el paquete se rompió y que tuvo que tirarlo. El amo le dice que no se haga problema y le pregunta si ella está bien. “Sí, muy bien, gracias”, le responde. Entonces la manda a buscar otro paquete, uno más difícil de encontrar y más difícil de definir. Viaja, viaja, cambia de medios de transporte, va a buscar el paquete; cuando lo encuentra, lo envuelve con cuidado y lo guarda en su mochila. Trata de retomar el camino de regreso, y, aunque se pierde, manipula el tiempo de tal manera que en menos de diez segundos está en su casa; llama a su amo y coordina la entrega del paquete. El amo la felicita y la manda a buscar otro paquete. Prueba ir con el mismo método que usó para volver la última vez: en cinco segundos va, vuelve y entrega el paquete. El siguiente paquete le lleva dos segundos, y el siguiente a ese, uno. Mientras más quieta se la ve, más cosas está haciendo.

 

*

 

Juan estaba furioso, sus ojos llenos de lágrimas, se sentía defraudado. Se le acercó su madre y le dijo: “¿Por qué estás furioso, con tus ojos llenos de lágrimas, y te sentís defraudado?”. Juan le respondió: “¡Porque soy así!”. Pero lo que pensaba, en realidad, era que su vida nunca volvería a ser la misma. Su madre le dijo: “¿Por qué pensás que tu vida nunca volverá a ser la misma?”. Y Juan le respondió: “¡Porque me siento mal!”. Pero en realidad lo que pensaba era que su madre estaba muy fea. Ella entonces le dijo: “¿Por qué pensás que estoy muy fea?”. Juan le respondió: “Porque ese peinado te queda mal”. Pero lo que en verdad pensaba era que los zapatos de su madre eran horribles. Entonces ella le dijo: “¿Por qué pensás que estos zapatos son horribles?”. Y Juan le respondió: “¡Porque es lo primero que se me ocurre!”. Y, mientras lo decía, a varias cuadras de allí un hombre peleaba con un perro. Entonces su madre le dijo: “¿Por qué el hombre pelea con el perro?”. Y Juan le dijo: “¡Porque el perro no entiende cuando se le habla bien!”. Pero en verdad el hombre sentía que ese perro era lo mejor que le había pasado en la vida. Entonces la madre le dijo a Juan: “¿Por qué ese hombre siente que su perro es lo mejor que le pasó en la vida?”. Y Juan le respondió: “Porque nunca hubo un momento más feliz para él que éste que nosotros estamos viviendo ahora”. Sin embargo, la mujer del hombre del perro, en ese mismo instante, estaba en su oficina y recordaba su casamiento, que había ocurrido veinte años atrás. Entonces la madre le dijo a Juan: “¿Pensás que el vestido de casamiento de la mujer era apropiado?”. Y Juan le dijo: “¡Por supuesto!”. Sin embargo, en ese mismo momento la mujer pensaba que su vestido había sido pobre, pero dadas las circunstancias la mejor opción. Juan le dijo entonces a la madre: “De ninguna manera era la mejor opción”. Y la madre asintió mientras pensaba que su hijo estaba muy tonto. “No tengo nada de tonto”, le dijo Juan. “No, tenés razón, pero de alguna manera lo que decís me recuerda algo que dijo un amigo muy tonto hace muchos años”, le respondió la madre mientras pensaba en ese amigo, que usaba peluca para cubrir su calvicie. “¿Y si se sacara la peluca?”, preguntó Juan, y el hombre de la peluca, que en ese momento estaba en su oficina, se sacó la peluca y la tiró a la basura. “Así está mejor”, dijo la madre mientras recordaba que el padre de Juan, de quien se había separado hacía ya diez años, solía usar un pulóver verde muy desagradable. “¡Pero ya no lo uso más!”, dijo el padre. “Es cierto”, dijeron Juan y la madre, “y además se te ve muy bien”. “Gracias”, dijo el padre, a la vez que pensaba en los zapatos de la madre de Juan. “¡Otra vez con mis zapatos!”, gritó la madre. “¡Son muy lindos!”, dijo el padre, y Juan asintió.1

 

*

 

La vida perdida de Aldo Maguncia se parece a la vida perdida de mucha gente. Yo vi a los mejores de entre nosotros arrastrarse por el barro pidiendo “dulce”. ¿Qué “dulce”? Ni ellos lo sabían. Aldo era primo de un amigo, pero también amigo mío, aunque en mi vida lo vi sólo cuatro veces. Cada una de esas cuatro veces advertí un punto nuevo en su decadencia. ¿Vale la pena contarlos? No, porque cualquiera puede imaginárselos. Lo que sí vale la pena, me parece, es pensar cuál es el mínimo que hay que contar para lograr que se produzca algo en la cabeza de otro. Porque no es lo mismo decir “un hombre” que decir “un hombre flaco”. El problema es que así planteado el asunto no tiene fin. Siempre una nueva palabra va a agregar un dato nuevo y ese dato se va a integrar en la imaginación. Entonces debe haber un límite, un punto de saturación o algo. “Algo” es un buen ejemplo. Si digo “hay algo” estoy diciendo poco. Aunque, a la vez, es mucho y como frase resulta bastante agradable. “Todo” también. “Hay algo, todo”, es hermoso y perfecto. ¿Por qué arruinarlo? “Hay un hombre, lo vemos” ya formaba parte de la frase anterior. Pero “suaves pétalos se yerguen traviesos y yo los veo” es realmente diferente, aunque peor. Y, sin embargo, “los pétalos mansos se yerguen traviesos y yo me caigo” es mejor que todas las frases anteriores. Así que este es el método que voy a usar ahora. Aldo Maguncia presintió en determinado momento el rubor de los caireles dorados. Sumió su veleidad afrodisíaca en humores vacuos. Aldo… Aldo… ¿Quién pudo verte arrastrándote por el piso del burdel de la Tía Carmen? Los sabores del aire entran por nuestros ojos y salen por nuestros oídos. Lo que entra, en cambio, por los oídos es ruido, el ruido fugaz de los vapores satánicos. Las camas de la casa de la Tía Carmen parecían devolver como rumor las noches pasadas allí por sus pupilas. En secreto, las pupilas soñaban también con una vida superadora. Sólo una de ellas la alcanzó, y eso fue gracias a vos, Aldo. ¿Pero qué misterio del equilibrio fue el que definió el gráfico de las curvas de tu vida y de la de ella? Mientras ella subía, vos bajabas; cuando ella estaba muy abajo, vos estabas muy arriba: lo primero fue la etapa final; lo segundo, el comienzo. Recuerdo cuando la conociste. Ella era una pupila más, pobre y llena de fantasías y rencores, mientras que vos brillabas en cada lugar al que entrabas. “Ahí viene el gran Aldo”, decían todos con admiración, e intentaban tocarte, o al menos hablarte. ¿Sería que presentían que vos solamente buscabas con quién intercambiar destinos? ¿Sería que sabían que sólo buscabas a otro ser humano para darle el futuro más alto, el tuyo, y a la vez encaminarte en un descenso que cualquiera definiría como infernal? Quizá sí, pero quizá no. Lo único que sabemos es el resultado. En tu funeral, Aldo, todos lloraban. ¿Y ella? Ella estaba presente, pero tan lejos, tan alto, que no podía ni siquiera conectarse con lo que la rodeaba. La rodeaba la muerte y la tristeza, y ella en cambio seguía su camino ascendente, que todavía hoy parece no tener fin. ¿Por qué la elegiste, Aldo, por qué a ella, que era una más? Un amigo común ensayó una respuesta posible: vos intuiste en ella el destino más bajo de todos, que finalmente era lo único que te interesaba para ejecutar tu sacrificio: dar y recibir, pero dar mucho y recibir mucho. Dar el destino más alto y recibir el destino más bajo. Nunca vamos a olvidar lo que dijiste al verla por primera vez: “Los pétalos mansos se yerguen traviesos y yo me caigo”. No lo entendimos en ese momento, quisimos ver una frase llena de misterio como todas las frases a las que nos tenías acostumbrados. Y ahora vemos esa frase inscripta en el mármol de tu lujosa lápida. ¿Quién la mandó a inscribir? Ella. ¿Quién pagó la lápida? Nosotros, tus amigos.

 

*

 

¿Quién es este hombre con este sonido? Tiene dos bolsas, una en cada mano, y en la otra un arma. Apunta a una botella y le da; después apunta a un mueble y le da. A todo le da. Tiene mucha puntería. Camina cruzando los pies: primero los dos de adelante, y después los de atrás. ¿Qué quiere por acá? ¿Para qué vino? No vino para nada: siempre estuvo. Nos mira a todos con esos ojos que tiene, que dan vueltas, como si estuviera loco. Pero no está loco, es muy cuerdo y razonable. Si se le pregunta algo, responde perfectamente. Pero si se le quiere dar charla, mira para otro lado. Es un hombre como nosotros, y sin embargo parece que fuera un poco más y un poco menos. Pero es igual, exactamente igual. Esto nos conmueve y nos pone nerviosos. Andamos todos transpirados, y cuando pasamos por al lado de él transpiramos tanto que nos resbalamos y nos caemos. Él se ríe pero con bondad: nos ofrece una mano, nos ayuda a levantarnos y después con su pistola dispara contra algo: contra una puerta, contra un pedazo de tierra seca. Es horrible, no nos gusta lo que pasa. Nos gustaría que pasara otra cosa o que no pasara nada.

 

*

 

Dentro de la cabeza había una serie de ideas; dentro de esas ideas, otras ideas; lo más interior de esas ideas era, a la vez, otra serie de ideas. Si la cabeza formaba un pensamiento, las ideas lo desarmaban. Carlos el Tartamudo, hijo de Pipino el Insensato, había perdido los frenos de la disciplina de tal manera que, cuando veía en un pueblo del interior del país a alguien que no le gustaba, mandaba a matar a todos los habitantes. Aunque los nombres sean incorrectos, lo más íntimo de la historia es verificable, y se sabe, por ejemplo, que Gilberto el Gris, hermano de Carlos, un día cometió un fratricidio. Tanto Carlos como Pipino fueron vistos como locos por sus súbditos; con Gilberto, en un principio, circuló el mismo rumor, pero al cabo de pocos meses no quedó ninguna duda de que no sólo no estaba loco sino que era el mejor rey que había tocado en siglos. Porque antes de Pipino había estado Teodocio el Enamorado, antes de él Roberto el Moralista y antes de él Sigfrido el Matemático, todos enfermos mentales graves: Teodocio quemó su castillo luego de meter dentro a quinientas monjas; Roberto amplió la aplicabilidad de la pena de muerte hasta los muertos mismos; y Sigfrido simplemente dejó abandonado el país para tratar, sin éxito, de solucionar una ecuación famosa que ya había sido solucionada, es decir, para hacer algo por el puro placer del ejercicio. Los tres murieron encerrados en sótanos profundos y oscuros comiendo pan sucio y viejo. Cuando, muchos años después, Pipino, durante su reinado, mandó a buscar los cuerpos de Teodocio, Roberto y Sigfrido, los desenterradores notaron que la naturaleza había tratado a los tres reyes con afecto: los había momificado. Por eso, para evitar el afecto de la naturaleza, Gilberto eligió para Carlos el Tartamudo una forma diferente de morir y lo quemó vivo. La incineración de Carlos, odiado por el pueblo, fue el primer acto exitoso del reinado de Gilberto; el segundo fue un efecto de eso: las cenizas de Carlos volaron hasta el territorio enemigo, invadieron las casas, se metieron en los cuerpos de las personas por la boca, los oídos, etc. Y esa invasión de cenizas causó la muerte no sólo de la mitad de la población enemiga sino del mismo rey enemigo. Pero no de sus hijos, que juraron vengarse, y, al alcanzar los tres varones la mayoría de edad, cumplieron su promesa hasta el extremo de arrasar prácticamente con todo el país de Gilberto, pero con un estilo de masacrar tan similar al de Carlos que los historiadores, a través de la investigación minuciosa, pudieron reconstruir sin dificultad la historia aquí narrada.

 

*

 

La poeta Telesilla salvó la ciudad de Argos en el siglo V antes de Cristo. El que atacaba era Cleomenes. Telesilla también escribió poemas líricos dedicados a Apolo y Artemis de los que queda un solo fragmento. Estaba por leer el fragmento cuando me llamaste para pedirme que te ayudara para cometer un crimen. Dije que no, pero insististe, y, como siempre, no pude negarme, un poco por la adoración que te tengo y otro poco por curiosidad; pensé: ¿qué cosa nueva habrá inventado? Y realmente era una cosa nueva digna de tu cerebro brillante. Sos realmente genial y superior; cuando pienso en que tal vez no vuelvas a llamarme, sufro y lloro. Pero siempre, de alguna manera… ¡No sé! Con el dinero que me diste disfruté durante varias noches de los placeres de la ciudad: droga y prostitución. Después viajé para limpiarme, pero no todo salió como si fuera grasa: tengo en el brazo una cicatriz gorda como una lombriz. Clásicamente, mi novia actual disfruta pasándole la lengua. Está realmente loca y es una gran lectora de la poeta Telesilla. Yo le mostré el fragmento, y le pareció adorable. Cada vez que lo lee se ríe pensando en que Telesilla peleó disfrazada de hombre. Eso, al menos, es lo que se cree, porque lo cierto es que se sabe muy poco y que toda la información es muy dudosa. El fragmento es este: “Aquí está Artemis doncellas / huyendo de Alfeo”.

 

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Estaban las palomas sentadas al borde de la fuente. Un lápiz flotaba a la deriva. La paloma más gris lo tomó con su pico y dibujó un lápiz idéntico. Las otras palomas quisieron agarrar ese nuevo lápiz pero no pudieron, porque sólo era un dibujo. Un dibujo: apenas un contorno. La paloma gris ya volaba lejos por sobre árboles y edificios. Cerca de un convento, unas monjas muy sucias hacían una práctica de caligrafía japonesa. Pero pensaban que estaban aprendiendo chino. Una confusión, aunque menor, ya que las monjas estaban aprendiendo algo importante que su disciplina les negaba: estaban aprendiendo que el tiempo era una cosa bastante manejable; digamos que estaban aprendiendo a viajar en el tiempo y que por eso se dedicaban a la caligrafía. Ah, y el calígrafo. Era un calígrafo de vanguardia. Sus letras resultaban a veces ilegibles. Ideogramas. Quién leería los escritos de las monjas. Nadie, nunca. Menos que eso. La paloma soltaba el lápiz sobre el convento; el convento ardía en llamas; los árboles se arruinaban con afectación mundana.

 

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Si no nos dormimos pronto no vamos a poder dormirnos nunca, al menos en lo que queda de la noche. No es una noche más con estrellas que brillan, aunque es cierto que las estrellas están ahí. Es una noche fatigosa y limitante, enfrentada con lo que nuestros sentidos no quieren darnos y no van a darnos hasta que no logremos dormirnos. Porque la noche se opone a nuestro sueño: aliada con nuestros sentidos, la Luna brilla con un amarillo repulsivo, y el amarillo de la Luna se refleja en nuestro espíritu de tal manera que se convierte en rojo, verde, en toda una gama de colores bastante tóxicos cuando se combinan entre sí en nuestro interior. No soy un ser superior, y digo esto en un sentido específico, muy específico, casi triste. El escarabajo que, confundido, camina por mi pierna, ¿no es de alguna manera superior a mi propia pierna? Y el ruiseñor celeste que, en la entrada de la cueva, ronca, ¿no es de alguna manera un ser superior a todo mi futuro? Y el abejorro verdinegro que carraspea en el hueco de mis botas de oveja, ¿no es siniestro como puede serlo solamente un espíritu que se sabe superior al viento que lo mantiene vivo? No me amilano, no. Tampoco acepto que la expectativa del día siguiente secuestre la dicha familiar. Así que, empujado por mi intuición, salgo de la cueva con un palo en la mano para velar por mi familia: mis tres hijos, mis dos hijas, mis tres mujeres embarazadas. Y cuando veo aparecer al lobo que mi intuición sospechaba y entiendo que si no me podía dormir era porque había un lobo afuera, es decir, cuando oigo la risa sobradora de mi intuición disfrutar por haber visto el peligro antes que yo, entonces siento una energía que activa el palo, y corro tras el lobo y lo muelo a golpes, pero sólo para descubrir enseguida que el lobo estaba muy enfermo y que no era más que una trampa de los lobos saludables, que necesitaban este crimen como excusa para vengarse y destruirme a mí y a mi familia sin que los dioses pudieran ofenderse con ellos. ¿O no es así? Soy un idiota, un esclavo de mi insomnio, un calentón. Soy un ser claramente inferior a los lobos, una bola de trapo, un acontecimiento de la antigüedad. Me duermo, me caigo y me quedo sin nada.

 

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“No quiero saber nada más de lo que me contaste ayer, me da asco”, grito. “Perfecto”, me dice mi mamá. Entonces salgo, y al salir veo cosas que me impresionan. Como una llama mascando piedras: así, de esa manera me siento al caminar sobre los cantos rodados. ¿Pero por qué me tropiezo? Porque quería ir al hospital y ser tratado con afecto por el equipo de enfermeras: la más linda se llama Lope; la más vieja, de treinta años, Duli. Ah, hay veces que… Pero la curación no fue fácil: el primer médico se equivocó y me operó mal, y el segundo médico, que intentó arreglar eso, era un aprendiz y se equivocó de… El tercer médico era muy viejo y, como le temblaba la mano, dibujó todo mi cuerpo con el bisturí. Esas heridas se infectaron… Pero, afortunadamente, mientras pasaba todo esto yo estaba anestesiado: de anestesia en anestesia, así estuve varios meses. Esto que cuento lo sé porque Lope me contó los detalles feos con mucho afecto; Duli, luego, me reconfortó de la mejor manera imaginable: con afecto. Las otras enfermeras curaron mis heridas con afecto. Y en ese desborde de cariño, plenamente enfermo y sin curación posible… No sé, ¿qué puedo decirles? Que disfruten cada momento de los momentos afectuosos que nos tocan, porque, si bien no son escasos, tampoco sobran; es decir, que están contados y esparcidos por la vida adecuadamente, y eso es reconfortante en un sentido. Pero cuidado cuando se apilan, cuando se juntan muchos en un período corto injustificadamente. Esa es mi enseñanza.

 

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No somos más que parte de una bola. La bola, a la vez, está en nuestra mano. Acá tenemos un pensamiento que da cierto placer. Otro pensamiento que da placer es el siguiente: cada tanto nos vemos obligados a aprender a vivir con un monstruo de treinta centímetros que nos sigue a todos lados y nos dice todo el tiempo lo mismo. Lo que nos dice es: no te olvides del problema que represento. Y nosotros nos preguntamos: ¿pero no es más cierto que los problemas no son problemas sino la esencia de la vida? No se lo preguntamos al monstruo, de todos modos, porque sabemos que no nos escucha: sólo habla. Algunas veces, si no lo controlamos, el monstruo crece hasta superarnos en altura por varios metros. Y, si seguimos sin controlarlo, directamente nos alza y nos lleva adonde quiere. También puede ocurrir que nos sigan varios monstruos de treinta centímetros, cada uno en representación de un problema diferente. Pueden llegar a ser muchísimos. No hay que negar que la sensación, en esos momentos, no deja de tener un costado agradable, porque uno se puede sentir como un líder de problemas. Además, la cantidad logra el efecto de que los problemas pierdan su poder sobre nosotros: al no saber a qué problema prestar atención, no le prestamos atención a ninguno. Pero puede ocurrir que algunos de estos problemas crezcan y aplasten a los problemas más chicos. Y, después, que los problemas crecidos luchen entre sí. A veces, con suerte, los dos últimos se destruyen mutuamente. O el ganador queda tan debilitado que nosotros mismos fácilmente podemos darle el último golpe. Lo peor es cuando dos de ellos, muy crecidos, se amigan y se turnan para llevarnos en brazos. Nos convertimos, en esos momentos, en una bola que dos problemas se van pasando a medida que avanzan. Hay un caso interesante, también, que es cuando un problema crece mucho y otro un poco menos pero, de todos modos, eligen convivir. Lo que ocurre en esta situación es que el problema mediano nos alza en brazos y luego el mayor alza al problema mediano. Andar en la altura llevado por dos problemas poderosos es agradable. Además, tiene la ventaja de que, luego de un rato de andar así, olvidamos el problema mayor y creemos sólo estar lidiando con un problema mediano. Entonces, puede ocurrir que por algún motivo el problema mayor se tropiece y nosotros salgamos volando de los brazos del problema mediano. Es decir, podemos quedarnos repentinamente sin nuestro problema y sin darnos cuenta de cómo nos deshicimos de él. Acaba de pasarme eso, hace un rato. Ahora, por efecto de la memoria del cuerpo de ser llevado en alto, siento que levito. La gente en la calle me mira con envidia. Y sólo porque no tengo nada, nada: parezco un ave que… ¡Oh metempsicosis! ¡Oh Pitágoras, muerto en la hermosa Grecia hace dos mil años! Navegué con vos las aguas del Perú y, necio, ¡necio yo!, quise enseñarte a hacer nudos marineros.

 

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A un hombre le sirvieron la comida y se puso una servilleta en el cuello, pero se la ajustó demasiado fuerte y se asfixió, así que no pudo comer nada y se lo llevaron en ambulancia. Otro hombre vio el plato de comida intacto y le dio hambre; se sentó y quiso atarse una servilleta en el cuello; no vio ninguna, así que, un poco preocupado por su camisa, se dispuso a comer. Pero justo cuando estaba por meterse en la boca el primer bocado vio la servilleta en el suelo, arrugada. “Qué suerte”, dijo, y, cuando se agachó para agarrarla, accidentalmente se golpeó la cabeza y se desmayó. Se lo llevó la ambulancia. Más tarde llegó otro hombre, vio el plato y se sentó contento. El hombre no quería servilleta, nunca usaba. Así que se metió un bocado, pero cuando estaba tragándolo se ahogó y se lo llevó la ambulancia. Otro hombre pasó, vio el plato y dijo: “Qué lástima, dejaron casi todo”. No quiso comer del plato ya mancillado, y eso lo salvó. Pero cuando salió a la calle, se resbaló, cayó y, con un gesto horrible, se golpeó la cabeza.

 

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