El Caimán de Kaduna - Francisco Zamora Loboch - E-Book

El Caimán de Kaduna E-Book

Francisco Zamora Loboch

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Beschreibung

Un joven africano, que llega a España con el sueño de convertirse en jugador de un gran equipo de fútbol, termina en la cárcel por un asunto de drogas. Desde allí, entre partidos para matar el tedio y el peculiar encargo de escribir una biografía de su ídolo, Iker Casillas, narra su viaje, sus ilusiones y sus decepciones. Una historia de fútbol y literatura, mezcla de ficción y realidad, que homenajea a grandes futbolistas mientras mete el dedo en la llaga de la emigración, el racismo y las mafias organizadas alrededor de algunos jugadores africanos.

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Francisco Zamora Loboch

El Caimán de Kaduna

© Francisco Zamora Loboch, 2012 Primera edición en Paréntesis Editorial, 2012

© de la edición: 2709 books, 2014 Sociedad limitada unipersonal Arpón, 18 – 03540 Alicante www.2709books.com [email protected]

Imagen del caimán de la cubierta: Alligator 1, Line Art Album, Louisiana Sea Grant College Program, LSU, en Flickr.com. Licencia CC-BY 2.0.

Imagen del balón de la cubierta: Kick Off, Till Achinger, http://till.achinger.com, en freeimages.com.

Coordinación editorial: Marina M. Mangado

La editora quiere expresar su agradecimiento a Carmen, Fulgen y Óscar por su colaboración en este proyecto.

ISBN: 978-84-941711-3-0

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones de reproducciones provisionales y de copia privada previstas por la ley.

Número de copia: 2709BW - Fecha: 27.09.2014

Dedicado a Teresa, Pu, Baxo, Aida, Donato Xana, Nene, Armando, Papichi y Baux.

Y a mis amores de verano, Ana, Natuca y Nieves: ellas saben de ciertas pasiones que se tiñen, casi siempre, del color del mar en invierno.

«El fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es mucho más que eso.»

Bill Shankly

El Caimán de Kaduna

Nunca, jamás, he visto un caimán, y tampoco nací en Kaduna, pero aquí todo el mundo me conoce como el Caimán de Kaduna.

Eso sí, en la pared, junto al póster de Naomi Campbell, tengo pegado otro de Iker, y desde que empecé a jugar de guardameta siempre he querido parecerme en cuerpo y alma al mejor portero del mundo.

Soy zurdo cerrado, e iba para delantero porque escuché a alguien, seguramente a algún charlatán, que en punta se ganaba más dinero, mucho más que ejerciendo de cancerbero.

En aquella época me pasaba los días y las noches con la bola atada al empeine. Y era feliz con tan poco. Ser feliz significaba esquivar al maestro en la escuela, desayunar un par de mangos, tirar de un cucurucho de cacahuetes para almorzar, y arrimarse a la almohada con el sudor mezclado con el vaho de sopa de pescado de la escasa cena, después de haber enhebrado un partido tras otro y logrado, en una sola tarde, más goles que Samuel Eto’o y Didier Drogba en un año.

Ma Nkento, mi madre, paraba poco por casa. Era una mujer oronda y bajita, capaz de vender cualquier cosa en su tenderete del Gran Mercado, desde discos de Julio Iglesias y Manu Dibango, hasta cojinetes y cinturones de cuero, mangos, ñames, cadenas para bicicletas, zapatillas, antenas parabólicas, paraguas y gafas de sol, aunque la mercancía que más ganancias dejaba en el fondo insondable de sus pesados y enormes bolsillos era el pescado salado.

Yo era el benjamín de una familia que completaban María, Mina y Bebé, mis hermanas. A pesar de que el negocio del algodón iba cada vez peor y no daba para mantener más bocas, papá ya había abonado la dote para una tercera esposa. No sería capaz de identificarle en una rueda de reconocimiento, pero yo estaba muy contento con él, pues una tarde que se le ocurrió pasar por casa, me trajo unas botas de verdad, unas Nike auténticas, aunque me hizo prometer que solo las utilizaría los domingos y fiestas de guardar. De modo que el resto de los partidos los jugaba descalzo o protegido, como mucho, por unas chanclas de goma desgastadas y rotas. Daba igual. Cuando la pelota tenía a bien arrimarse al interior de mi zurda, se adhería de tal manera a ella que resultaba imposible arrebatármela.

Era más libre que las libélulas. Solo detestaba tener que ir cada mañana a por agua. El pozo, al final de una interminable y empinada cuesta, distaba tres kilómetros de casa. Y a fin de llenar, y luego transportar, uno tras otro, los cuatro cubos de cinco litros, había que madrugar para evitar toparse con interminables colas. Al final, todo aquel trajín me sirvió para alcanzar un fondo físico formidable, nunca me cansaba, aguantaba más que todos mis rivales y compañeros, y era ágil, rápido y escurridizo como un okapi.

Mis comienzos aquí no fueron fáciles, pero tampoco muy difíciles. En mi primer amistoso entre rejas, nada más ponerme entre los tres palos en sustitución del portero titular, a quien el delantero centro rival acababa de abrir una brecha en los morros de un cabezazo, un soplagaitas de la tercera galería empezó a imitar los chillidos de un mico.

Con el rabillo del ojo tomé nota del individuo y a continuación me concentré en detener todos los balones que iban dirigidos a mi portería, que fueron decenas ya que, al parecer, en mi equipo se habían alineado todos los zotes y troncos de la prisión.

Resultó imposible meterme un gol. Ni siquiera de penalti. Y fue justo tras el paradón que hice en la pena máxima, cuando alguien comentó en voz bien alta que yo me lanzaba a por el balón como un caimán, y otro redondeó:

—Sí, este moreno es el mismísimo Caimán de Kaduna.

Y con el Caimán de Kaduna me quedé. Entre otras cosas, porque a mi conocida admiración por Iker se unió la dificultad que encontraba el común de los españoles a la hora de pronunciar mi nombre y apellido que, además, no estaban a la altura del pequeño ídolo carcelario en que me convirtieron mis grandes actuaciones como cancerbero.

Mas, mi incipiente fama no me eximía de la obligación de dejar claro que además de detener penaltis también sabía saldar cuentas a cualquier plazo. Puede que pecara de novato, pero si algo había aprendido en las canchas de tierra donde cursé mi noviciado futbolístico era que no había que alterarse jamás durante los partidos y convenía dejar la solución de trifulcas y broncas para el tercer tiempo, una vez agotada la secreción de adrenalina.

Entonces es cuando el ánimo de los contendientes se muestra predispuesto a dialogar sobre «aquella patada alevosa que me largaste sin venir a cuento y con intención de partirme una pierna, no es que no aguante las patadas, no, lo que no soporto es que un mierda como tú se aproveche del juego para mentar a mi madre y tocarme las pelotas, no vuelvas a hacerlo porque la próxima vez te partiré la cara».

Tan contundente fórmula nunca fallaba. El matón acababa siempre arrugándose como una pasa y de gallito pasaba a ser un colega, un amigo con el que nunca volvería a tener uno el más mínimo problema.

Con aquel mofletudo skin que, colocado tras la portería, se dedicó a imitar a los monos y soltar improperios contra mí, como «negrata, vuélvete al Congo», «batanero», o «lo que tienes delante no es un coco sino un balón», decidí proceder como en los viejos tiempos. A los pocos días le abordé, aprovechando que andaba lejos de su camada: «Mira chaval, que sea la primera y última vez que me tocas las narices», pero el Peli, que así se llamaba el skin, en lugar de achantarse, me contestó: «Negrata de mierda, o te subes a la patera y te vas por donde has venido o te la vuelco aquí mismo».

Sin pensarlo dos veces, lancé la cabeza como un ariete contra su rostro, con tan mala pata que recibió el impacto justo en la nuez de Adán. Pillado completamente desprevenido, trastabilló hacia atrás, carraspeó de manera escandalosa y acabó cayendo de culo y rebuznando como un pollino.

Afortunadamente para él, se recuperó en la enfermería y horas más tarde todo el penal ya sabía que, además de parapenaltis, el Caimán era un tipo con dos cojones y un palito bien puestos.

Hachehache, el que iba a ser mi entrenador, aplaudió de manera especial mi peculiar estilo para solventar conflictos, calificándolo de absolutamente innovador. Y es que Hachehache, un colombiano condenado por culero, era un apasionante investigador del fútbol. Estudiaba a los rivales a base de curiosos perfiles que él llamaba etogramas y que, finalmente, solo eran remedos de fichas policiales, pero por alguna extraña razón aquello funcionaba.

Acababa de superar, tras varios intentos, el primer curso de Psicología por la UNED, pese a lo cual afirmaba que la psicología, sobre todo la deportiva, no había que estudiarla, sino practicarla, y decía igualmente que un futbolista estresado es lo peor que puede existir. De manera que la noche antes de cualquier encuentro trascendental obligaba a todo el mundo a hacerse una gayola.

—Un buen pajote antes de un partido ayuda a relajarse y concentrarse. Alivia la presión y ayuda a dominar la tensión nerviosa. Acaba con la precipitación y el agarrotamiento. Ya sabemos que no hay nada como una buena titi, pero en ausencia de un buen chochete, peludo, dúctil y maleable, nadie os va a hacer mejor caldo, muchachos, que vuestra manopla derecha, o la siniestra en el caso de los zurdos. O eso, o el yoga. Pero esto ya son palabras mayores.

Y si alguno se mostraba dudoso, Hachehache contraatacaba:

—Háganme caso a mí y no a esos desubicados que andan por Primera División defendiendo que hay que empezar calentando con ejercicios abdominales. Eso es una barbaridad y puede conllevar a lesionarse.

Se tomaba muy en serio su cometido como entrenador, aunque conmigo estuviera casi siempre de coña.

—Usted, Caimán, con la cachava que me han dicho que se gasta, ración doble de pajas, no sea que se le vayan a doblar las manos en algún despeje.

—¿Cachava, qué cachava? —pregunté muy intrigado.

—Coño, tío, el nardo.

—¿De qué nardo hablas, míster?

—Coño, de cuál va a ser, del nardo molinero, de la polla, hombre.

Frío, metódico, estudioso y atento a cualquier novedad táctica o estratégica, había hecho famosos diez mandamientos de obligado cumplimiento y que había que asumir desde el primer día. A saber: las dos primeras hostias serán siempre nuestras. Si nos mientan a la hermana, nos cagamos en la puta de su madre. Contra el más flojo de ellos, el más cabrón de los nuestros. Al rival, ni agua: cicuta. El árbitro es un hijo de la grandísima puta excepto cuando pita un par de penaltis a nuestro favor. Si somos mejores que ellos, cañitos, regodeo y choteo. Si somos peores, bronca, gargajos y patadas hasta en el carné de identidad. El balompié es cosa de hombres, jamás de nenazas. Que pase el balón, pero nunca el adversario. Y, por último, al rival lesionado hay que rematarlo.

Con preceptos tan claros y soberanos saltábamos al campo tras escuchar en silencio respetuoso la santiaguina del Presi, don Santi, con un cuatro-cuatro-dos compuesto por mí, el Caimán, Bocha (colombiano, condenado a ocho años por tráfico de estupefacientes), el Concejal (doce por rapto), Chon (pena refundida de veinte años por cuatro atracos a mano armada), el Buitre (siete años por un delito de falsedad y estafa), el Pipi (mexicano, condenado a ocho años por tráfico de drogas), el Niño (dos años por falsificación de documento privado), el Mangas (el mismo delito y la misma pena que el Niño, pero en documento mercantil), Chicharito Evia (con dos condenas de cinco y ocho años por sendos delitos de tráfico de cocaína) y, en punta, Pichichi y Fifirichi, condenados a tres y cuatro años respectivamente por robo con intimidación.

Jugábamos a la contra. Por puro instinto de supervivencia y porque al Presi, don Santi, le encantaba ese sistema.

Al míster, ferviente enamorado del cuatro-tres-tres, se le llevaban los demonios, pero siempre terminaba por claudicar ante los argumentos de su superior. «Mire, Hachehache —le espetaba en interminables diatribas de galerías, celda y patio— el cuatro-cuatro-dos es el sistema de los pillos, bandoleros y bandidos. ¿Y nosotros, qué coño somos al fin y al cabo, eh? Te emboscas. Aguardas. Observas. Reconoces el terreno. Pones centinelas en los lugares estratégicos para que te avisen de los movimientos del enemigo. Este se acerca en tropel. Arrollando. Mordiendo. Y eso, a pesar de que no conoce el terreno. Y cuando más confiado está, saltas de la madriguera, agarras el pelotón, y dos toques por aquí y otros dos por allá a cargo de Chicharito, o bien un balón largo del Concejal, y la pelota ya está a los pies de nuestros dos galgos, Pichichi y Fifirichi, quienes, con su acostumbrada habilidad para el desborde y la definición que Dios ha tenido a bien poner al servicio de sus pies, golearán sin más hostias».

Nuestras estrictas reglas prohibían expresamente la presencia en el grupo a violadores, asesinos o maltratadores, por mucho que supieran manejar la pelota. Y alguno había, como el parricida Juan Labruna, capaz de hacer verdaderas virguerías con el balón. Pero las normas eran las normas. Y estaban allí, expuestas en el tablón, para que nadie se llamase a andana.

A pesar de sus pedestres encontronazos tácticos con don Santi, el Presi, un contrabandista de la vieja escuela con los dedos largos y huesudos, recubiertos de una pelambrera más espesa que un manojo de algas («pasar del humo a la harina fue mi perdición», solía repetir amargamente cuando le atacaba la morriña), siempre pensé que Hachehache mostraba más curiosidad y preparación que muchos entrenadores de campanillas, y desde luego mucho más que Mana, aquel míster que me tocó en suerte tras fichar por el Santalem y que compendiaba todo su saber futbolístico en un santo y seña tan simple como diáfano: «Si ellos atacan, nosotros defendemos. Pero si ellos defienden, nosotros atacamos».

Eso era todo lo que nos decía antes de sentarse en la esquina derecha del banquillo, donde se quedaba durmiendo la mona hasta el término del encuentro. En ese momento, cuando sonaba el pitido final, se levantaba, se despedía, y no le volvíamos a ver el pelo hasta el próximo encuentro.

Entrenábamos solos. Cuando buenamente podíamos. A veces por las mañanas. Casi siempre por las tardes. Uno aportaba alguna idea sobre táctica, el otro algún rudimento en estrategia, pero los días de partido aparecía el viejo Mana y se colocaba al frente del equipo. Y, desde luego, no había quien osase discutir su presencia. Rumiaba cola por las comisuras. Olía a alcohol de tetrabrik. A tabaco. A banga. A mugre realojada en los sobacos. Sabíamos todos que no conocía siquiera el plantel, pero por alguna razón que desconozco aceptábamos sus leyes como entrenador sin rechistar. Quizás se debiera al deseo de autoridad que todos los deportistas llevamos dentro.

Kokú y Ngalo

Mientras eres libre el tedio te pertenece. Marcas sus tiempos. Llevas la batuta. El amo del compás eres tú mismo. Puedes ir y volver sobre tus pasos cuantas veces desees, al ritmo que quieras. Puedes elegir entre observar hasta el bostezo los hilillos de la lluvia deslizándose por el cristal de la ventana o mirar atentamente cómo se aparean las moscas del vinagre y, tras sesudas reflexiones, decidir en qué bar te tomarás la penúltima cerveza mientras fraguas una excelente excusa para no quedar con un futuro enemigo especialmente aburrido.

Manejas el aburrimiento y sabes cómo invertirlo. El ocio y sus acciones se cotizan siempre al alza en un mercado donde manda y ordena la imaginación. Y, si además tienes prontos especialmente inspirados, ¿quién sería capaz de marcarte el más mínimo límite? Las posibilidades son infinitas: confortables butacas de teatros vacías que aguardan ser ocupadas por tu ocioso trasero (de repente, a los dos días de estar preso, me invadió una tremenda añoranza por el teatro, a mí, que hasta entonces detestaba incluso los títeres), museos a punto de abrir sus puertas, carreras de galgos estresados, paseos interminables por parques y jardines, excursiones a la sierra pobre, o fines de semana en un balneario, recogiendo setas, riñendo con la novia, visitando enfermos o dando posada a peregrinos que se dicen amigos de toda la vida.

En reclusión, cuando descubres que tu tiempo ha dejado de pertenecerte, que ya no llevas el compás de tus deseos, que ya no podrás hacer lo que te venga en gana, y que tu voluntad es propiedad de la condena que te ha dictado el juez, el tedio se transforma en el gran dragón a batir, en el enemigo público número uno del reo.

Lo ves claro a partir de esa primera semana que has dedicado íntegramente a escudriñar los rostros, cualquier rostro, en busca de la marca de Caín que esperas encontrar en la frente de cada uno de esos monstruos con los que vas a convivir desde que oigas correr el cerrojo a tus espaldas hasta que acabes convenciéndote de que ni el homicida en primer grado, ni el temible violador de seis adolescentes, ni el estafador de ancianas, ni el traficante de cocaína colombiano exhiben marcas o señales especiales, y que ese monstruo que todos llevamos emboscado en alguna parte de nuestro continente puede hacer su aparición, en cualquier momento, dentro o fuera de la cárcel, invocado por la ira, la envidia, la avaricia o la lujuria.

El gran dragón no lanza fuego por la boca ni vuela agitando sus enormes alas, sino que se agazapa con mansedumbre milenaria junto al reo antes de que se inicie el recuento, le acompaña a desayunar, se coloca a su lado en el patio, está en la mesa a la hora del almuerzo, sigue alguna de sus actividades, se ofrece en la sopa de la cena, se le arrima de nuevo en el recuento vespertino e ingresa con él en la celda, con la misión de ir rumiándole la vida, poco a poco, durante días, semanas, meses, años, en primavera, verano, otoño y el largo y frío invierno.

Hiciera frío o calor, nevara o lloviera, el gran dragón seguiría siempre ahí, imperturbable, con su eterna cantinela de tristeza y soledad.

Había dejado atrás el anofeles, pero se abrían paso enemigos igual o más terribles, a poco que me descuidase. Enemigos como la depresión, ese mal tan europeo para el que no sirve ningún antipalúdico, ningún entrenamiento, y que podía acabar con el poco espíritu de lucha que me restaba, a poco que dejara de ejercitar el cuerpo y la cabeza.

Al cuerpo podía ponerle algún remedio con dos entrenamientos semanales y un partido los domingos, pero aunque, por el momento, no había visto amenazados mi mente ni mi espíritu, presentía que debía buscar algo a lo que aferrarme si no quería embrutecerme y derrumbarme.

Tenía que tomar drásticas medidas si no quería terminar brincando, gimiendo, gritando y lanzando blasfemias, como hacía Ngalo cuando de noche le visitaban en la celda los fantasmas de las mujeres que había violado y asesinado, o de las aldeas que arrasó, los genitales que sajó a machete y los senos que marcó a golpes de bayoneta cuando era un niño soldado enrolado en las filas de la Unita de Jonas Savimbi en Angola.

Durante el día, liberado de sus miedos nocturnos, solía andar en compañía del guapo Kokú, un proxeneta mitad camerunés, mitad nigeriano, que había prosperado como jefe de una red dedicada a prostituir a pobres mujeres africanas semianalfabetas, a quienes una vez en España retiraba el pasaporte y amenazaba de muerte mediante prácticas de brujería yoruba si se atrevieran a rebelarse o a acudir a la policía.

Pero lo que realmente dio con sus huesos en la cárcel fue su más que probada pertenencia a una banda dedicada al blanqueo de dinero, clonación de tarjetas de crédito y tráfico de drogas en Madrid. Aunque no resultó nada fácil para los policías de la Operación Níger atrapar a aquel elegante y escurridizo chulo de putas acostumbrado a moverse siempre por restaurantes selectos, hoteles de cinco estrellas, burdeles exclusivos y las mejores discotecas de la ciudad.

Los tres, Kokú, Ngalo y yo, nos contábamos nuestras miserias africanas a veces en español, pero casi siempre en pichinglis. Supongo que porque platicar en ese idioma nos hacía sentirnos más seguros.

Ngalo hablaba el pichin de manera cadenciosa y lenta como una morna batiéndose en duelo con un inglés previamente corrompido. En cambio, Kokú cabalgaba esa lengua bastarda como si apacentara las cien cabras de su clan. No hablaba. Sencillamente restallaba el látigo sobre un rebaño dócil y maleable de palabras imposibles de pastorear. Luego estallaba en una risa interrumpida invariablemente por una maldición (o eso creía yo).

Como los caimanes en el río, Kokú solo mostraba los ojos y guardaba el resto de sus secretos bajo el agua, pero Ngalo hablaba por los codos, quizá como modo de exorcizar a los espectros que no le dejaban conciliar el sueño.

—Cuando tú pasabas el tiempo jugando partido tras partido, yo estaba repartiendo balas. Las únicas pelotas que conocí fueron las cabezas de los fusilados —me dijo en una ocasión.

—¿Cómo que las cabezas de los fusilados?

—Sí, hombre, a veces, cuando nos aburríamos, nos daba por jugar un partido de fútbol con la cabeza cortada de algún enemigo especialmente cabrón o que nos cayese peor que otros. Tras fusilarlos, los degollábamos e intentábamos colar las cabezas por entre fusiles armados como porterías.

—¡Dios mío! —exclamé entre horrorizado y asqueado.

—Bueno, no éramos los únicos, ¿qué piensas que hacían los del MPLA cuando caíamos en sus garras? Pues exactamente lo mismo. En realidad, degollar prisioneros y utilizar sus cabezas para jugar al fútbol era una herencia colonial.

—No te entiendo.

—Quiero decir que la moda la iniciaron los soldados portugueses durante la guerra de la independencia de Angola. Tan famosa se hizo esa práctica, que un cantautor portugués nacido en Huambo le dedicó una canción, A bola, ¿no la conoces?

—No, jamás había oído hablar de ella.

—Es muy sencillita. Dice así:

Rola sangrenta uma bola no chao de Angola o dia vai alto brilha o sol na poeira incendiada soldados jogam futebol com a bola que pula sangrando no chao de Angola ninguem distingue na bola ensopada na areia empastada na evra que gira no solo a cabeça de um negro sangrando que rola no chao de Angola.

—¿Cómo puedes vivir con eso en la cabeza?

—Andábamos drogados de la noche a la mañana, drogados o borrachos. Antes y después de entrar en lucha, no sentías nada, y cuando todo había pasado, te daba la sensación de que había sido un sueño.

—¿Cómo te trincaron?

—Un hombre de negocios español nos contrató a un ecuatoriano y a mí para quitar de en medio a un opositor guineano. Las cosas salieron mal, nos equivocamos de sujeto, casi nos cargamos a un hermano suyo, y encima, durante la refriega, por poco matan al ecuatoriano. Yo conseguí escapar de momento, pero, cuando la policía dio conmigo, empezó a tirar de los hilos, y descubrieron otros crímenes en los que había tomado parte.

—¿Qué se siente cuando se mata a tanta gente?

—Si empiezas pronto, como yo, nada, es como un juego, te premian, te felicitan, te dan todo lo que deseas, drogas, alcohol, mujeres y, sobre todo, te proporcionan impunidad. No tienes que rendir cuentas de nada, y la certeza de que puedes matar y violar como te venga en gana te proporciona una enorme sensación de superioridad difícil de explicar.