El calzoncillo de Perón y otros relatos absurdos - Hernán Ciarma - E-Book

El calzoncillo de Perón y otros relatos absurdos E-Book

Hernán Ciarma

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Beschreibung

Un desocupado ilusionado con conseguir empleo se aferra a su cábala peronista; un flota-flota capaz de volverte loco; un tipo tan insoportable como querible, al que sus amigos quieren presentarle a una mujer; una sala de espera odontológica demasiado hostil; una fiesta de disfraces muy particular; un fundamentalista de la milanesa; un pésimo jugador de fútbol con un secreto escondido; dos estudiantes enamorados, con ideologías opuestas, que intentan saltar la grieta que los separa; una pelea literal con la almohada… Estos y otros disparadores hilarantes conforman este libro de relatos, donde el humor absurdo atraviesa todos los personajes y todas las situaciones, que fácilmente resultan identificables para el lector. El autor describe y narra episodios cotidianos, con una gran originalidad y un sentido del humor muy particulares.

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El calzoncillo de Peróny otros relatos absurdos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hernán Ciarma

 

Ilustraciones de Sandra Alegre

Ciarma, Hernán

El calzoncillo de Perón y otros relatos absurdos / Hernán Ciarma. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2020.

124 p. ; 20 x 14 cm.

 

ISBN 978-987-4116-56-7

 

1. Narrativa Humorística Argentina. I. Título.

CDD A867

 

 

Montaje de foto de tapa: Ana Casal

 

 

 

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

 

ISBN 978-987-4116-56-7

 

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Impreso en Argentina.

 

Agradecimientos y dedicatorias

A mi mujer, Cristina, primera receptora y reidora de mis relatos.

A mis hijas, Lucía y Agustina, quienes, colgadas de mi cuello durante toda la cuarentena, me acompañaron, a su manera, durante la tarea de escritura.

A mi vieja, porque, para ella, todo lo que haga va a estar bien.

A mi hermano, a mis cuñados y cuñadas, y a mis sobrinos y sobrinas.

A mis amigos de la vida, quienes, con sus anécdotas y experiencias, han contribuido a nutrirme de historias.

A Miguel Rottemberg, cuyos elogios sobre mis relatos me dieron la dosis de autoestima que necesitaba para que confiara en mí.

A Natalia Scopino, por su colaboración en las redes sociales.

A Hernán Blanco, mi primo, escritor de Las Mariposas y el tiempo, quien me dio el impulso final para que me decidiera a publicar este libro.

A mi viejo.

 

 

 

Prólogo de Sandra Alegre

Además de pasar momentos encantadores leyendo y releyendo las historias aquí contenidas, ilustrar El calzoncillo de Perón y otros relatos absurdos fue todo un desafío para mí, pues quería que mis ilustraciones no interrumpieran el clima tan particular que logra el autor con su agudo sentido de la observación.

Poco a poco, me fui sumergiendo en su imaginario y me dejé llevar hasta entender el hilo conductor de todos los cuentos: un sinfín de situaciones disparatadas, ácidas, llenas de dinamismo y humor, que giran alrededor de personajes como vos y yo, queribles, a los que lo descabellado les juega una mala pasada. Protagonistas del absurdo, atravesando situaciones cómicas que fluyen con facilidad hasta ese final imprevisto, casi teatral, que tan bien maneja Hernán Ciarma. Así surgieron estas escenas ilustradas, que hacen de telón de fondo para esta insólita galería de personajes que desnudan tan bien nuestra idiosincrasia. Estoy segura de que vas a identificarte fácilmente con alguno de ellos. Pero no te digo más, ¿el resto?: vas a tener que leerlo y dejarte llevar. Disfrutalo.

 

Prólogo del Autor

Nunca imaginé que muchos de los cuentos que escribí en el celular mientras esperaba el tren llegarían a formar parte de un libro. De mi único libro (ojalá sea el primero de muchos). Como todo escritor nuevo, tengo más dudas que currículum al respecto. Por eso aquí estoy… haciendo el prólogo yo mismo.

Llevo algunos años escribiéndole solo a mi entorno de las redes sociales. «Seguir»; «pulgar para arriba» y «caritas sonrientes» fueron mis aplausos virtuales, que me impulsaron a llevar a cabo este proyecto. ¿Dije proyecto? Me parece que es demasiado. Prefiero dejar esa palabra a los arquitectos. Prefiero decir sueño… pero tampoco, esa palabra está muy trillada. Mejor se la dejo a los que bailan, cantan o patinan en TV.

Ilusión. Esa es la palabra. Tenía la ilusión de que me leyera gente desconocida y de que me pararan en la calle para decirme: «A mí me pasó lo mismo que al de ese cuento…», o «¡A vos solo se te ocurre escribir sobre eso!», y que luego de esas frases nos riamos juntos.

Les propongo, entonces, que intenten ponerse en los zapatos de los personajes que integran estos relatos. Dichos calzados no pretenden ser exclusivos, son más bien populares y de medida estándar, así que espero que les calce el tipo de humor que están a punto de recibir, estimados lectores.

Obsesiones, ansiedades, temor al ridículo, prejuicios, anécdotas y leyendas forman parte del universo absurdo que los invito a compartir.

 

Hernán Ciarma, Buenos Aires, diciembre de 2020

 

Un atento de mierda

El humor consiste en poner una cosa donde no va.

Schopenhauer

No había un tipo más atento y amable que Leticio. Demasiado, para los tiempos que corren. Poseía una caballerosidad extrema que asfixiaba, y también era un predicador del optimismo hasta el límite del absurdo. Pasaba todo el día adelantándose para evitar cualquier mínimo esfuerzo de las personas: corría y acomodaba las sillas a las mujeres que amagaban a sentarse, abría las puertas a los ancianos, ayudaba a una mamá que caminaba con su carrito de bebé por una vereda rota o movía los objetos que pudieran obstaculizar el recorrido de un niño que aprendía a caminar. No se permitía jamás estar sentado en un colectivo si veía a una mujer parada, cualquiera fuera la edad que tuviera; inmediatamente, le cedía el asiento. Muchos de los detalles caballerescos que una mujer podría esperar de un hombre los tenía Leticio, aunque en exceso, con lo cual terminaba provocando el efecto contrario en ellas. La grata y enorme sorpresa que causaban sus virtudes cuando alguien lo conocía terminaba siendo proporcional al rechazo que provocaba con su exageración.

Leticio era un gran tipo, no tenía maldad. En eso coincidían todos los que lo conocían, aunque inmediatamente, luego de enumerar sus virtudes, le seguía un «pero» muy largo… así, con la letra e extendiéndose. Sin embargo, para los amigos del barrio, era un personaje que no podía faltar en un asado, porque en las sobremesas le jugaban bromas para esperar las reacciones más previsibles y divertidas. Su bondad y su predisposición crónicas eliminaban toda posibilidad de que alguien osara considerarlo un plomo.

Su problema era, fundamentalmente, con las mujeres. Ya estaba un poco grande y todavía no había conseguido una novia que le durase más de un mes. No era un tipo lindo, claramente. Tampoco era lo que se dice feo. Ni siquiera tenía una fealdad exótica a la cual sumarle onda; no tenía facciones o rasgos que pudieran ser recordados. Tenía un rostro aburrido, fácil de olvidar. Y, con las mujeres, tenía la obsesión de piropearlas, aunque siempre muy educadamente: su estilo galante era el de los tangueros de los años cuarenta. No ganaba demasiado dinero ni tenía un trabajo atractivo como para mantener una conversación interesante como punto de partida. No se le conocía ninguna destreza física. Tampoco era muy inteligente, y sus conversaciones eran un manojo de frases hechas. Aburría, aunque se propusiera mentir sobre sí mismo con entusiasmo. En síntesis: carecía de las mínimas armas de seducción.

Sus amigos le aconsejaron que probara con aprender a tocar algún instrumento como para atraer a las mujeres, y también para que se quedara quieto y callado en las reuniones. Aunque esto último no se lo dijeron. Leticio, sabiendo de sus limitaciones, les hizo caso y, sin confesarlo, se dispuso a estudiar música, casi a escondidas, para darlo a conocer una vez que aprendiera algo digno de ejecutar.

Pero hasta la elección del instrumento fue desacertada. No había remise ni taxi que le quisiera llevar el arpa; incluso sus amigos ponían excusas para pasarlo a buscar en auto cuando se juntaban o festejaban algún cumpleaños. Sin embargo, Leticio, una vez que aprendió una melodía para presentarla ante sus amigos y ante alguna eventual invitada desconocida, insistía en llevarla consigo y tomaba colectivos o subtes si era necesario; y siempre llegaba tarde a toda reunión, porque debía esperar a que pasara la hora pico para ingresar con su arpa, sin que fuera echado por el resto de los pasajeros.

Un día, en el cumpleaños del primo de un amigo, Leticio vio —o creyó ver— la oportunidad de amenizar la sobremesa tocando un par de temitas, y se guardó un tercero por si le pedían bises. Ante la sorpresa de todos, salió decidido a la puerta y sacó el arpa del baúl de su Ford Falcon, recientemente adquirido, y volvió a entrar, pasando con su gran estuche por el pequeño pasillo camino al living. Algunas personas que allí conversaban debieron interrumpir su charla para permitirle el paso. Pidiendo reiteradamente perdón, a diestra y siniestra, Leticio atravesó el camino y se sentó en un viejo puf y sacó del estuche el gigantesco instrumento. Sus amigos le hacían señas para que terminara de agradecer y de pedir disculpas exageradamente, pero él seguía en su mundo. Si hubiera cronometrado los minutos que le insumía decir por día tantas veces las palabras gracias, permiso y perdón, tal vez hubiera considerado utilizar ese tiempo en estudiar una carrera. Pero no, él era demasiado educado y no le importaba que tanta amabilidad generara, como mínimo, una rara incomodidad.

La anfitriona, entusiasmada al ver lo que se venía, trajo del fondo a su madre anciana y la ubicó, con su silla de ruedas, al lado de Leticio, para que presenciara el show lo más cerca posible, dada su incipiente sordera. Su marido, el cumpleañero, codeó de manera canchera a su esposa, como atribuyéndose que, entre sus invitados desconocidos, hubiera un artista para sorprender a su suegra.

Leticio giró levemente su silla, para evitar darle la espalda a la octogenaria; y esta correspondió el gesto caballeresco con una sonrisa. Sus amigos le hacían señas para que arrancara, de una vez por todas.

Finalmente, llegó el momento tan esperado por Leticio. Cansado de que solo fuera reconocido por sus modales y nunca por alguna destreza, esta vez tendría su gran oportunidad. Y, como objetivo final, quizá lograra enamorar a alguna de las señoritas que ahora estaban mirándolo.

«¡Ahora verán!», pensó. Con modales elegantes y ante el silencio del auditorio, ajustó las cuerdas de su arpa. La expectativa estaba lograda, y eso, para Leticio, ya era un logro en sí mismo, acostumbrado a pasar desapercibido durante toda su vida. Eligió, para comenzar, la bella canción paraguaya Pájarocampana, una de las tres melodías que había preparado y practicado hasta el hartazgo de sus vecinos de la pensión en la que vivía. Con los primeros acordes, se dispuso a recorrer, con un solo ojo, a cada uno de los invitados, a los que increíblemente estaba hipnotizando con el sonido de las cuerdas. Pero, al cabo de unos minutos, algunos hablaban entre sí; otros resoplaban fastidiosos o jugaban con su teléfono, y los más dispersos ya habían salido a fumar a un patiecito. La única persona que estaba prestándole real atención era una empleada doméstica que se había detenido luego de dejar las copas en la mesa y que ahora, con la bandeja en la mano, lo observaba como subyugada por la música. Leticio advirtió que la mujer lo contemplaba detenidamente, y esto le dio más confianza en sí mismo. Ahora no tocaba las cuerdas, más bien las acariciaba, y se acompañaba con impostados gestos de falsa emoción, dándose aires de gran artista. Ya para entonces había dejado de importarle el resto del auditorio. Solo tocaba para ella. Si en ese momento no hubiera tenido las manos y su mente ocupadas con el instrumento, ya le habría ofrecido algo de beber o le habría cedido su asiento.

Tener a esa mujer enfrente mirándolo embelesada con tanta atención era para Leticio como tocar el cielo con las manos. Sentía que era un reconocimiento no solo a su interpretación, sino además a todo el sacrificio y al esfuerzo que había estado haciendo en los últimos tiempos, a los fines de agradarle a alguien, por primera vez en su vida.

Cuando finalizó la canción, se oyeron tibios aplausos de compromiso; algunos apenas sonrieron, pero Leticio no lo advirtió, ya que —galante como era— estaba sutilmente guiñándole el ojo a su única admiradora. Ella, muy seria, no emitió palabra alguna, solo se tapó la boca con ambas manos; gesto que Leticio interpretó como una emoción profunda que la había dejado sin aliento. Se sintió orgullosamente responsable de la reacción provocada en ella y también del nudo en la garganta que le impedía emitir palabra. La empleada volvió en sí y prosiguió con sus quehaceres. Leticio, aprovechando que se había agachado cerca suyo a levantar unos platos, le dijo al oído:

—Sabía que le iba a gustar, la elegí para usted.

La empleada doméstica giró sobre sus talones, lo miró fijo a los ojos de manera incriminatoria y preguntó ofendida:

—¿Por qué pensó que me iba a gustar?

—Porque… bueno, es un tema… popular, que a todas ustedes les suele gustar —atinó a justificarse Leticio.

—¿A todas quiénes?, ¿a todas las mucamas, querés decir? —dijo la empleada ofuscada, quien abandonó la bandeja y se paró frente a él con los brazos en jarra.

—A todas… a todas las mujeres —quiso corregirse, titubeando descolocado.

Ella continuó desafiante:

—Porque soy mucama, pensaste que soy paraguaya… ¡y, por ser paraguaya, tengo la obligación de que me guste la canción de ese pájaro de mierda!

Leticio no podía creer lo que estaba sucediendo. Esa mujer, en la que hacía minutos había depositado una ilusión, se encontraba ahora lagrimeando, con el orgullo herido. Leticio, seguro de no haber tenido mala intención, buscó apoyo en algún testigo, pero no encontraba a nadie que lo sacara de esa situación. Sus amigos, avergonzados, le esquivaban la mirada al cumpleañero, que buscaba al responsable de haber traído a Leticio. Atento como era, se agachó para sacar de su bolsillo trasero un pañuelito descartable y se levantó para alcanzárselo a la mujer y ayudarla a secar sus lágrimas, con tal mala fortuna que golpeó con la punta de su arpa a la anciana que estaba a su lado, sentadita en su silla de ruedas. Rápido de reflejos, giró una vez más, ahora para atender a la anciana, que le sangraba la cara, pero un nuevo y torpe movimiento volcó la copa de vino que estaba en la mesa ratona. La anfitriona intervino con un trapo para atender a su madre, mientras maldecía a su marido y lo culpaba por la presencia de Leticio. La empleada doméstica trataba de frenar el desastre levantando la copa, cuyo contenido seguía ensuciando la alfombra. A Leticio no le alcanzaba esta vez su conocido énfasis en el pedido de disculpas, ya que nadie estaba aceptándolas. Tampoco podía pararse a ayudar a nadie, porque estaba atado a su instrumento, que entorpecía sus intenciones de ser él mismo quien reparara los daños que estaba ocasionando. Uno de los invitados tomó suavemente los mangos de la silla de la suegra y la corrió del centro de la escena. Leticio quiso ayudar, y todos lo obligaron a que se quedara en su lugar y se callara la boca. Otra empleada doméstica, que fue a ayudar y que lo miraba de reojo, le dijo a Leticio:

—¡Justo esa canción se le ocurrió tocar! ¡Le hace recordar al marido, que lo mataron en el tren! Lo empujaron a las vías cuando estaba tocando ese tema en el arpa.

Leticio, dirigiéndose a sus amigos, que estaban casi de espaldas, yéndose, dijo ya derrotado:

—Perdón, yo no sabía. Quise ser atento.