El camino de uno - Hernán Moisés - E-Book

El camino de uno E-Book

Hernán Moisés

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Beschreibung

En "El Camino de Uno", Bahalma y Zaren, dos jóvenes monjes guerreros, enfrentan una invasión extranjera. Armados solo con su ingenio, habilidades y devoción al dios Igrint, se convierten en los últimos bastiones de defensa de su tierra. Su lucha no solo es física, sino también espiritual, enfrentando desafíos que pondrán a prueba su coraje y lealtad. Una épica historia de valentía y sacrificio en un mundo lleno de misterio y aventura.

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Seitenzahl: 142

Veröffentlichungsjahr: 2024

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HERNÁN MOISÉS

El camino de uno

Moisés, Hernán El camino de uno / Hernán Moisés. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5362-1

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

Capítulo 1 - Éxodo

Capítulo 2 - El rostro del enemigo

Capítulo 3 - Los fantasmas de Fehel

Capítulo 4 - La pesadilla de los Rhadyn

Capítulo 5 - El temple de Delnur

Capítulo 6 - La doctrina de Suhn

Capítulo 7 - Cazadores

Capítulo 8 - Presa

Capítulo 9 - La fuerza de uno

Capítulo 10 - Despropósito

Uno siempre debe ser su apuesta más segura

Capítulo 1

Éxodo

La amenaza emergía inesperada desde el oeste y había llegado la hora de ser valientes. Ninguno parecía darse por aludido.

Empotrado contra la cara vertical de la montaña que marcaba el extremo del cañón de Fehel, se erigía un recio monasterio, otrora casa de afamados monjes guerreros, donde se decía que algún día viviría el hijo del dios Igrint. Era una obra soberbia de arquitectura, que descollaba por sus robustas paredes de piedra y sus altos tejados verdes, edificada en tiempos pretéritos respondiendo a las interpretaciones sacerdotales a las que un rey pródigo supo prestar oído. En los días que corrían, el monasterio se mantenía con grandes sacrificios y funcionaba apenas, si bien todavía ocupaba un puesto reverente en el pensamiento de las gentes de Aimut e incluso de otras provincias del menguado reino de Tanahen. Pero era un monumento prescindible, en vista de que la primera noticia cierta sobre avances extranjeros hacia la región, lo habían desplazado sin mucho esfuerzo de las prioridades de los locales. Sin fuerza militar estable para resguardar el lugar, y aún a muchos días de recibir las tropas que atendiendo a la urgencia había prometido el ministro de la provincia de Aimut, lo único en lo que pensaban los más de los lugareños, era en huir de ahí sin presentar resistencia.

El éxodo inició por fin esa mañana. Luego de una serie de asambleas, por insistencia de las familias y la disposición general de todos, decidieron que no podían hacer nada por contener el avance del enemigo y que lo mejor era actuar de acuerdo a sus posibilidades. Abandonaron el poblado, se llevaron el alimento, envenenaron los pozos y destruyeron lo que no pudieron cargar. Dos personas quedaron atrás solamente, los únicos disconformes con la decisión.

—La avanzada no es tan grande, podríamos frenarlos entre todos antes de que descubran cómo pasar un ejército por el cañón, conseguir tiempo a los nuestros– le dijo uno de ellos a los aldeanos, pero solo recibió negativas y temor –su falta de fe va más allá de la cobardía que ponen de manifiesto. Se van para no morir aquí, donde están sus raíces. En otras tierras abrirán sus tumbas manos ajenas, lejos de los huesos de sus ancestros. Su vergüenza perdurará a través de las generaciones, porque dejan este suelo sagrado a merced de la rapiña extranjera–

Y nadie se atrevió a ver a los ojos a quien les reclamaba con palabras tan duras, porque conocían la verdad que entrañaban, y si bien generaban resentimiento e ira, nadie osó responder.

Era un hombre joven el que los increpaba, en la flor de la edad, atlético y valiente, diestro en el manejo del arco y de la maza. Se llamaba Bahalma, siempre había desencajado en la aldea por su temeridad y energía inagotable, que desarmonizaban con la apacibilidad de los pastores y hortelanos de pretensiones sencillas.

—Váyanse de una vez. No nos hagan perder el tiempo– los apuró.

Algunos de los más alejados se atrevieron a volver hacia él sus rostros iracundos, pero no quedaba orgullo en ellos y no lo enfrentaron. Se fueron con las cabezas gachas, bajo las miradas insidiosas de Bahalma y de su compañero, Zaren, que mostraba una expresión cargada de dureza.

Zaren era un joven astuto y ágil, famoso por su sigilo y su innata habilidad para pasar desapercibido. Era un ladronzuelo de poca monta al que nunca habían podido atrapar en su faena. Valiente y osado, era el único allí que había congeniado con el bravo Bahalma y conseguido su respeto.

Ambos habían vivido hasta entonces padeciendo el tedio de una cotidianeidad reposada y rutinaria, contrario a sus más ardientes deseos de grandes acontecimientos. Es que no podían adaptarse a gente como esa, ni a parajes tales, donde lo más peligroso que podía suceder alguna vez era cazar un cerdo salvaje o enfrentar a algún bandido errante.

Siempre fue así, hasta entonces. Ahora, la noticia cierta de que la avanzada de una fuerza invasora había encontrado el secreto pasaje de Fehel, excitaba sus más osados anhelos marciales. Era un pequeño cuerpo del ejército proveniente del vecino país de Yhndall y estaba buscando acceso por ese flanco desprotegido del reino de Tanahen. Si encontraban el modo de superar la barrera natural, enviarían sin duda al ejército principal.

Zaren y Bahalma sabían que su aldea estaba en una posición aislada y bastante inaccesible, y que los propios iban a tardar más que los enemigos en alcanzar la salida del cañón, a un par de millas del templo. Una vez que dejaran el estrecho paso iba a ser cuestión de tiempo para que se desparramaran y establecieran posiciones fuertes de ese lado de la frontera, donde mantendrían las puertas abiertas a más y más tropas. Cómo dieron con el secreto acceso, era un misterio que suscitaba muchas preguntas y arrojaba sospechas sobre ciertos funcionarios prontamente desaparecidos.

Ahora dependía de ellos, y solamente de ellos dos, el frenar esa amenaza tanto como fuese posible en espera del arribo de las fuerzas amigas. Eran dos contra veinte o treinta, quizás más, que aunque estaban bien direccionados, no conocían todavía cómo salvar el obstáculo. Había una oportunidad, así lo creían. Lo absurdo de la desproporción, la locura que entrañaba la idea, no los amedrentaba, porque su razonamiento iba más allá de los números llanos.

Conocían la región, conocían sus habilidades, las respaldaban con artes que escapaban a lo ordinario y se sentían lo suficientemente capaces para alcanzar su cometido. Confiaban en un proceso que ya habían establecido y repasado, y sabían que al resultado improbable que esperaban alcanzar, se podía llegar paso a paso.

—Esta hazaña preservará el conocimiento que recibimos– dijo Bahalma, cuando la última carreta desapareció entre los boscajes sombríos –y así lo será el tesoro que nos fue legado–

—Igrint quedará complacido– dijo Zaren –él nos dará la fuerza para defender el hogar de su hijo–

—Igrint nos dará la fuerza– asintió Bahalma.

Si no habían dejado la aldea en busca de una vida más activa, fue solamente por el templo y su devoción al Dios. El monje Suhn los crió a ambos, huérfanos, bajo los preceptos de Igrint, y les había encargado el cuidado del sagrado recinto antes de morir, algunos años atrás. Bahalma se había convertido en un monje guerrero de bajo grado cuando la enfermedad de Suhn mostró sus primeros síntomas, preparándose para tomar su lugar, mientras que Zaren había permanecido como su primer acólito. Ningún otro aldeano mostró nunca interés en unirse al monasterio, y poco habían lamentado la muerte del sabio monje, claras manifestaciones del compromiso que sentían con la sagrada región que habitaban.

—La gente perdió la noción de lo sagrado, la gracia de los Dioses es el recurso que decanta de la sensación de lo irremediable. Antes dadores, ahora son el blanco de las culpas, los responsables de permitir lo negativo que en nada acompañaron lo bueno. Los han transformado en un concepto retorcido, en figuras ajenas, formas distantes, escindidas de la vida de los hombres– les dijo Suhn, poco tiempo antes de morir – y no es así. Ustedes lo saben, lo sienten, poseen la fortaleza espiritual para descubrir los lazos que los unen a la divinidad, porque la divinidad es todo y ustedes son parte del Todo. Aquello que es, es parte de la misma esencia, ustedes son de esa esencia, los dioses lo son, y quien sobrepase las barreras que lo definen alcanzará la capacidad de hacerse uno con el entorno, al exceder los límites mundanos que el llano de la gente perpetúa bajo sus conceptos limitados. Donde reinen el miedo y el odio, los grandes divisores, ustedes deberán sobreponerse con claridad y unidad, luchadores centrados, dueños de sí mismos. Acierten y erren siempre con decisión; retráctense si deben hacerlo, sin orgullo; pierdan el miedo a actuar; sean cautos en la beligerancia; destierren los conceptos que los limitan; actúen por lo que son, abandonen las máscaras y cristalicen su esencia, no por otros, ni en perspectiva de una pretensión, o recompensa, sean libres; templen su espíritu, lleguen al destierro del ego, el camino medio es el camino de la sabiduría. Vivan bajo estos preceptos y vivirán como hombres sinceros, para uno y todos, mueran como hombres sinceros, y vivirán por siempre en el seno de Igrint–

A diario recordaban esas palabras, las últimas que hilvanó con coherencia.

Al caer el sol ese día, mientras los dos iniciaban sus preparativos, repasaron en sus mentes el discurso de Suhn numerosas veces. La honda impresión del momento lo había grabado en sus corazones, la verdad manifiesta de su sabiduría había calado hasta los más profundos cimientos de sus personas, enraizando en ellos los preceptos del crecimiento. Creían reconocer esas verdades en sí mismos.

Encararon los trabajos sin pesadumbre ni temor, estaban conscientes de todo lo que podían hacer con solo mantener sus voluntades firmes, su visión plena y sus corazones abiertos.

Capítulo 2

El rostro del enemigo

De la insensata destrucción de los aldeanos, Zaren y Bahalma pudieron salvar bastante comida como para mantenerse ellos dos, e incluso un par de bestias de carga del templo, que a nadie le permitieron llevarlas del recinto. Respecto a las armas estaban bien provistos, muchas eran de su factura, como los arcos, hechos de los tejos que crecían en la región, y las flechas de álamo negro y plumas de ganso; otras eran heredadas del templo, como las espadas, cotas de malla y cueros. Todas ellas habían sido enaltecidas por encantamientos de su propia inspiración.

Cargaron dos carretas ligeras hasta el tope de comida, flechas, arcos, espadas, lanzas, estacas, cuerdas y toda suerte de elementos similares, y se pusieron en marcha a las primeras luces del día. Conocían perfectamente la región, más que ningún otro aldeano, y en ese conocimiento asentaban sus esperanzas de algún éxito, porque sabían cómo era el cañón de una parte a otra y qué puntos ventajosos podían aprovechar. Estaban advertidos de un número estimado de invasores que avanzaban sobre ellos y habían calculado el tiempo del que disponían para realizar sus preparativos. No era mucho, sobre todo para sólo dos personas, pero eso no los amilanaba.

Sabían lo que iban a hacer y por qué ellos solos iban a ser suficientes para ganar el tiempo necesario. Apostaban en demasía, quizás, a sus capacidades, pero así lo preferían, antes que dejar de actuar por miedo.

Cada uno se ocupó de la dirección de una carreta y por algunas millas recorrieron el mismo camino sin separarse. A medida que se internaban en el cañón, el paso se hacía más y más estrecho; iban a la izquierda del río Allalhord, que por centurias había horadado la sólida roca formando el soberbio surco como una herida en la tierra, y acompañados de su eterno rugido se sentían tranquilos. De hecho, era una de los elementos más favorables a sus disposiciones.

Cuando las arboledas se hicieron más espesas y comenzaron a abrirse paso en los verdaderos bosques de la región que ceñían la pared sur del cañón, se separaron. Zaren se internó directamente en la floresta e inició sus trabajos en esas alturas, mientras que Bahalma continuó avanzando algunos kilómetros más, hasta llegar a otro de los puntos en que habían decidido invertir tiempo y recursos.

Tenían seleccionados un número de sitios seguros en que podían ampararse y en ellos estaban dejando pequeñas raciones de comida bien empaquetada, armas, flechas numerosas, cuerdas, mantas, aceite, y otros menesteres. Su plan era distribuir los recursos que tenían a lo largo de todo el cañón y en el bosque que cubría la entrada, del otro lado, durante esa semana. Era todo el tiempo que se habían atrevido a dedicar a tal faena, y si habían iniciado los trabajos por el extremo cercano a la aldea, había sido previniendo posibles prisas de las fuerzas invasoras. Ellos podían cubrir toda la extensión del cañón en cuatro días de marcha constante, así que estimaban un mínimo de dos semanas para que un grupo numeroso, en desconocimiento del terreno que atravesaba, consiguiera lo mismo.

Siete días transcurrieron, uno tras otro, y su trabajo constante consiguió que redujeran los tiempos calculados, otorgándoles un margen de acción mayor. El clima también los acompañó por esos días. Estaban en principios de la primavera y aún no caían las primeras lluvias de la estación, agraciados por Igrint con semejante rareza, estaban seguros de que iban a iniciar sus maniobras a la par de las primeras tormentas.

Pasaron su tarde final de preparativos en el templo. Habían cargado los últimos pertrechos de que disponían en sendas carretas y ya estaban listos y dispuestos para enfrentar al enemigo en cualquier punto del camino. Se sentían satisfechos en lo más íntimo de sus espíritus, sabedores de que estaban haciendo algo que nunca antes se había visto y que sería, quizás, del agrado de su dios y de su mentor. No temían a su enemigo, que probaba actuar con cobardía, entrando subrepticiamente y confiando en que su marcha permanecía secreta, y sabían que a una avanzada de cobardes se los podía amedrentar más fácilmente que a una de hombres bravos de corazón bien templado. Confiaban en los conocimientos que Suhn les había legado, cuya aplicación era la misma para un hombre o mil, y de acuerdo a sus preceptos, estaban actuando: mientras ellos no dudaran, aún en el desastre, iban a ser dueños de la victoria.

Antes de que cayera la noche, se acercaron al sitio de reposo de su maestro y le dedicaron sus oraciones. Luego cenaron y durmieron, ambos pasaron una buena noche, la inquietud fue desterrada de sus corazones.

Al alba ya iban en camino. Se habían cubierto con armaduras de cuero ligeras, para poder moverse ágilmente en la floresta sin hacer mucho ruido, y ambos portaban arcos y carcajes llenos de flechas. Zaren iba armado con una daga y una espada corta a la cintura, mientras que Bahalma cargaba una maza y llevaba un cuchillo.

Planeaban seguir juntos hasta el final del camino, al bosque del otro extremo del cañón, donde aguardarían a la llegada de la fuerza invasora, si es que acaso no se los topaban en el camino. Pero era algo de lo que dudaban cada vez más, y no podían dejar de afirmar que algo más que la suerte estaba de su lado.

—Ve cuánto ha aumentado el río– le señaló Zaren a Bahalma –hace tres días llegué caminando a ese peñasco que se asoma entre la espuma, y ahora está casi cubierto y sin acceso–

—Sí, lo noté. Ha llovido más adelante, eso es seguro. Además el clima se enrarece. Nos esperan algunos días de tormenta a partir de mañana o el día siguiente. Es bueno, aunque hubiera deseado estar más adelantado–

—Podemos apretar el paso y descansar cuando lleguemos. Creo que ellos aún tardarán un poco en aparecer–

—Probablemente algunos se adelantarán a reconocer el terreno, no serán tantos como para complicarse por la lluvia–

—No habrá grandes molestias de ese lado, es cierto– dijo Zaren, pensativo –a menos que sean las lluvias fuertes. En todo caso, lo mejor será que apuremos la marcha–

Estaban decididos y conservaban fuerzas suficientes como para afrontar sus decisiones. Apuraron el paso tanto como pudieron y continuaron durante algunas horas de la noche, porque el camino se los permitía.

Al día siguiente, el calor pegajoso y húmedo que los torturó desde temprano, les confirmó lo que ya Bahalma había anunciado: se acercaba la tormenta. Fue así que siguieron a paso continuo y adelantaron tanto como pudieron. Sobre la noche las nubes avanzaron velozmente sobre el cielo estrellado y tendieron un velo opaco que dejó esas tierras sumidas en sombras. Prefirieron poner alto y buscaron el amparo de ciertos salientes seguros en el lado sur del cañón. A poco de refugiados, un denso aguacero se abatió sobre la región y los dejó varados.