3,99 €
El refugio es una novela que teje la cotidianidad de Gio, un joven herborista atrapado en la monotonía, con la llegada de Ariel y su grupo, dedicados a enfrentar lo sobrenatural. En este cruce de caminos, ambos mundos colisionan, revelando secretos, desafíos y la búsqueda de un propósito mayor. La historia captura la lucha contra el estancamiento y la apertura a lo desconocido, invitando al lector a explorar las profundidades de lo místico y lo personal en una realidad atravesada por el esoterismo.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 964
Veröffentlichungsjahr: 2024
HERNÁN MOISÉS
Moisés, HernánEl refugio / Hernán Moisés. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4978-5
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
Este libro contiene mucho más que lo escrito acá.En cada etapa y aspecto tuve infinidad de contribuciones.A ustedes, gracias
Rutina, rutina. Gio inició su día lleno de expectativas de cambio, renovación y transformación. Planeaba ordenar las bibliotecas, cambiar la tabla del estante bajo el mostrador, revirada desde hace un tiempo, retomar su proyecto personal, en que basaba sus esperanzas de progreso, y tantas otras cosas más. Apenas transcurridas un par de horas desde que dejó su cama y abrió el negocio, todas sus buenas ideas pasaron a un segundo plano, engullidas por el trajín diario que invariablemente lo drenaba hasta el desgano.
—¿Hay verbena?–
—Buen día. No, no llegó todavía–
El hombre lanzó un vistazo alrededor como para confirmarlo y se fue, sin saludar.
—De nada, hasta luego–
La mitad de sus clientes tenían esa clase de comportamientos. Si era el malhumor natural del barrio o sencillamente la clase de gente que se inclinaba por visitar su pequeño local, aún no conseguía descifrarlo.
Gio estaba a cargo del negocio familiar, una herboristería que en sus días fue muy respetable y querida, pero que poco a poco había perdido brillo hasta alcanzar el opaco presente en que él trataba de impedir que se marchitara del todo. Su padre la había manejado con soltura. Conocía a la gente, amaba las plantas, cultivaba y secaba mucho de lo que vendía, y toda la atención y afecto que vertía en ello se hacía ver sin mucho esfuerzo. Si bien su público siempre había sido bastante especial, Gio lo sabía desde su niñez, a su padre nunca pareció importarle demasiado, y nunca dejó de ser amable con ninguna persona que cruzó esa puerta. Ahora bien, hacia quienes estaban detrás del mostrador, el cantar era otro, eso siempre lo tuvo muy presente.
A la muerte de su padre pensó seriamente en vaciar todos los frascos de yuyos en el centro de la recepción y hacer la hoguera más aromática y potencialmente tóxica de que se tuviera memoria, pero nunca completó ese impulso. Alguna atadura anclada en su inconsciente lo arrastraba hacia ideas culposas, deberes inculcados y quién sabe cuántas cosas más que lo disuadieron de cambios radicales y poco a poco lo llevaron al presente que estaba transitando. Otro día aburrido, otro día gris.
Conforme avanzó la jornada y se ocupó de sus obligaciones, sus impulsos originales se apagaron y llegó al final de otro día sintiendo que nada había pasado. Le provocaba una sensación de angustia que estaba muy enquistada en su interior, pero que le presionaba con levedad y por tanto nada hacía respecto a ella. Era como una molestia con la que se había acostumbrado a convivir.
La persiana del dormitorio estaba vieja y cerraba mal. Una hilera de haces de luz se colaban por las rendijas y a partir de cierta hora le hacían imposible dormir. En esa época del año, iniciando la primavera, eso pasaba sobre las siete de la mañana. Como tenía la costumbre de abrir el negocio a las nueve, se tomaba buena parte de esas dos horas para pensar sobre un montón de cosas que hacer al abandonar la cama, orientadas a mejorar su día a día y aspectar mejor un futuro que se le escapaba de continuo. Porque una vez arriba, rutina, rutina.
Otro desayuno insípido y repetitivo, otro día sin verbena ni mejores modales en su clientela usual, otro día engullido por la irrelevancia y alguna otra cana y arruga que iban ganando su lugar entre las facciones deslucidas. Llegando a sus treinta años Gio aparentaba unos cuantos más. La piel blanca, las ojeras, las canas, el desgano, la mirada apagada; todo en él había quedado desprovisto de vitalidad y color. Tan insípida como su avena de la mañana era la estampa que le presentaba a sus vecinos y clientes, que a la hora de interactuar pensaban “es un momento y ya”, como un amargor que pasará, si acaso le dedicaban algún pensamiento en absoluto.
Esa mañana su intención primera fue la de cambiar el estante de debajo del mostrador. Estaba francamente cansado de perder los clips y chinches que se colaban por la separación del fondo. Desde luego, no pasó. Cuando rebuscaba entre las maderas en la parte de atrás del patio lo invadió una oleada de cansancio y desgano que lo llevaron a desistir. Últimamente le pasaba más a menudo, y tenía la impresión de que no solo le pasaba a él, sino que a sus conocidos en general les sucedía lo mismo, la necesidad insidiosa de quedarse quietos, resignar renovaciones, perturbar poco lo que llevaba un tiempo en reposo.
Justamente esa tarde, tras cerrar el negocio, hizo esa observación en la casa de su vecina Estela. Señora en sus cincuenta que asombraba por su vitalidad, en general volcada al cuidado de su jardín, que era una de las atracciones de la comarca. El día en cuestión pudo ver que una o dos de sus plantas estaban marchitas en sus macetas y ella misma que lo había notado, las pasó de largo luego de tocar las hojas amarronadas. Parecido actuó el verdulero en su carro, que en vez de gritar sus productos a toda voz como de costumbre, en cambio se limitó a sacudir sin brío la campana y no mucho más.
Cuando indagaba en esas sensaciones, se encontraba con una incomodidad bastante palpable, como si esa tendencia al aquietamiento naciera del temor a perturbar algo que era mejor dejar en paz. Para la gente de su edad, era algo con lo que habían aprendido a convivir desde la infancia y fluían con ello naturalmente. Otros, mayores, lo encontraban más perturbador y la sobrellevaban con una cierta resistencia, con una inherente necesidad de rebelarse contra una condición impuesta que no les era propia.
En su momento Gio y su maestro, M, hablaron largo y tendido sobre esas cuestiones. Si bien el presente de Gio lo tenía alejado de las enseñanzas de su maestro, no por eso dejaba de recordarlas ocasionalmente y reconocer su profundo sentido. M solía marcar ese contraste entre los tiempos previos al quiebre, las “percepciones” como las llamaba, estaban más cerradas, y lo que atinaba a notar la gente era mínimo en comparación con el presente.
—La percepción es algo que se entrena, es como una actividad física. Hay gente que tiene mejor predisposición, por supuesto, de la misma forma que hay gente que corre diez kilómetros sin transpirar o tipos como yo que caminan de acá a la esquina y pierden las ganas de vivir– ambos reían –con entrenamiento, puede que haga los diez kilómetros, aunque me voy a transpirar todo… el tema de la percepción es que las cosas están ahí, solo que no las vemos, y suele ser por falta de entrenamiento, justamente. Puede ser que veces las vemos porque tenemos mejor predisposición, o hay más coincidencia entre lo que sea que esté ahí y nuestro estado general. Si estás pasando un momento de mierda y estás negado, no vas a percibir nada. O a lo sumo, menos de lo que podrías–
—Me pasa siempre–
—Obvio, nos pasa a todos. Digamos, es parte de la mecánica del cuerpo. Lo diferente ahora es que la disposición natural es mayor… antes jugábamos en difícil, ahora se juega en fácil– rio.
—Es que no me imagino, cómo es que no lo veían–
—Todo estaba más desdibujado, uno mismo que lo veía, dudaba. Estas cuestiones cambiaron, como si de repente dieron una patada a la puerta y se instalaron en la vida diaria y se adueñaron de todo para mandar. Para la gente que no quería creer, fue una locura. El mundo fue una locura. Algunos lo supimos manejar porque ya estábamos metidos, pero tampoco fue mucho más fácil...– suspiraba cortando su discurso vehemente, como siempre que hablaba de esas cosas –hubo que adaptarse. Y tuvieron que aprender a prestar atención a eso. Porque hay algo muy primitivo y animal en esas percepciones. Algo instintivo y de manada que todos hacemos, la mayoría inconscientemente. Vas a notarlo, cuando tengas esas sensaciones y veas que la gente se porta de una forma que no cuadra, entonces prestá atención y explorá eso que sientas. Sobre todo en estos tiempos tan raros. Con suerte, te salves de alguna difícil–
Cuántas veces repasó esa conversación en su cabeza. Cuántas veces recordó ese día, ambos en el taller de M, mientras pintaban con aceite de lino unos maceteros de madera de pallets. Su maestro moviendo el pincel velozmente y levantando la mirada ocasionalmente mientras le contaba esas cosas. Él con el pincel quieto, goteando aceite mientras lo escuchaba.
En los días que corrían Gio sentía que su percepción estaba sumamente cerrada y no se atrevía a corregir ese estado. Aún estaba dolido y suponía que hacer algo al respecto lo haría abrirse al dolor. No estaba preparado. Así y todo, no dejaba de notar que las cosas iban raras. Como M le había dicho, esas sensaciones debían ser atendidas.
Esa mañana dejó el local cerrado durante unas horas. Colgó un cartel para que el viejo de la verbena y los demás clientes quedaran sobre aviso.
Vuelvo al mediodía, no hay verbena
Auriculares al cuello, mochila al hombro, salió caminando calle abajo disfrutando una soleada mañana. Las copas de los árboles se iban poblando poco a poco, los horneros, calandrias y benteveos llenaban de sonido su paseo. En días así se sentía a gusto. Era su época favorita del año y amaba la villa y las sierras a su alrededor. El hastío no le había quitado eso, aún no.
Anduvo a paso lento calle arriba, hacia la zona más poblada, donde estaban la mayoría de los negocios, apenas a un par de cuadras de distancia. Tornillos de una pulgada, clavos sin cabeza, una hoja de sierra, algunas tablas de media pulgada (dependiendo de las disponibles), algo para las comidas de la semana, cebolla, papa, arroz, huevos, harina, con suerte pechuga de pollo para unas milanesas, todo dependería de qué tan bien supiera ofrecer sus productos y un poco también de la suerte. Su mochila iba cargada de pequeños sacos de hierbas, yuyos y condimentos secos que preparaba en su vivienda. Detrás del negocio plantaba y secaba toda una variedad de plantas aromáticas, verduras de estación, y yuyos y hierbas de uso esotérico o místico. Algunas cosas que vendía las conseguía por intercambio con viajantes que pasaban ocasionalmente por la villa, como la dichosa verbena, que se había demorado ya varias semanas. Era un comercio honrado y que funcionaba pasablemente para los tiempos que corrían, y si bien los productos para usos esotéricos se habían vuelto de primera necesidad, la realidad era que siempre sus mejores ventas o intercambios, los conseguía cuando cultivaba cannabis. No era el caso presente. Las nuevas plantas estaban pequeñas y sus reservas, ya escuetas, las mantenía apartadas para algún caso de necesidad mayor.
Las únicas veces que fumó, fue en usos rituales. A veces pensaba en eso cuando veía el sumo interés de sus clientes por la dichosa planta, y cuánto celaban de su valor, calidad, y demás características. No lo entendía. Personalmente Gio consideraba que una meditación guiada superaba con creces todos los efectos que se le atribuían, pero se guardaba bien de compartir su opinión, que iba contra los intereses del negocio.
Se cruzó en el camino con algunos de esos clientes particulares y negó con un gesto aún antes que se acercaran. Iba sin ganas de hablar con ninguno y tampoco ellos estaban especialmente interesados en cruzar palabra si él no tenía qué ofrecerles. Siguió a paso lento hasta los negocios. Cambió la mayoría de lo que requería en el almacén sin necesidad de regatear demasiado; los tornillos y clavos fueron a la mochila, y las tablas bajo el brazo. Los huevos y el pollo fueron otra cuestión, esos resultaron un poco costosos para su gusto, pero lo dejó ser; eran de esos pocos placeres que se permitía. Se desvió de su ruta para llegar hasta unos tenderetes que habían doblando la esquina. Su amiga Romina atendía por las mañanas en un puesto de venta de artículos de segunda mano. La había conocido hacía un par de años, curioseando entre la mercadería.
—Está en la mochila– anunció Gio, Romina rio y lo saludó con un abrazo.
—Estaba a punto de ir a hacerte un saqueo–
Él le tendió un paquetito envuelto en una bolsa de papel madera. Contenía algunas plantas secas: boldo, pasionaria, cedrón, menta peperina, melisa e incluso algunas hojas de cannabis. Toda una variedad de añadidos que a ella le gustaba incluir en el mate.
—¿Mate loco?– le preguntó por lo bajo cuando vio el paquetito de cannabis. Gio rio.
—Lo que prefieras–
—Pongo la pava–
—¿Día tranquilo?–
—En movimiento, sí. En clientes, no, para nada– respondió ella mientras encendía la garrafita –están todos tarados, no sé qué les pasa. “¿esto que hace? ¿y cuesta tanto? No, no, no lo quiero”– los imitaba exagerando los gestos, Gio reía –y si no te gusta y no te sirve, nadie te obliga a comprar, pero no te enojes si no sabes ni lo que es. Toda la semana igual, cada tres cosas que vendo, me tengo que aguantar cinco que cuestionan todo y que hasta se ofenden, te juro–
—Allá anduvieron algunos parecidos, sí. Algunos que ni saludan “Tenes verbena” ni lo preguntan, lo afirman, como si cambiara algo. Y yo “no, no trajeron todavía” y ni un saludo– ella reía asintiendo –se hace cansador a veces. Necesitaba despejar–
—Sí, yo le decía eso mismo a Darío. Voy a cerrar esto un par de días y nos vamos a algún cerro donde no joda nadie–
—¿Volviste con Darío?–
—Sí… no. Va, no sé. Estamos tratando–
—Claro–
—Él anduvo con sus asuntos y se tensionó un montón. Viste cómo es, justo el rubro de él es una re cagada para esas cosas–
—Sí–
—Y con todo lo del hermano, que encima andaba con la fractura que no se sanó bien, y lo está ayudando… Lo entiendo, por algún lado iba a saltar– Gio miraba el suelo mientras la oía –ahora hablamos más tranquilos y creo que vamos a estar mejor–
—Bien–
—Sí, estoy contenta. Sobre todo de verlo de nuevo a él como es de verdad, no esa persona difícil que se estaba volviendo. Lo que me dijiste me sirvió mucho. Lo de valorarme más, no dejarme invadir, él lo vio también. Me dijo que me notaba distinta– ella sonrió, Gio le devolvió una sonrisa queda –gracias–
—De nada–
La pava empezó a sonar. Romina puso el agua en un termo y armó un mate. Le agregó algunas hojas de cedrón y algunas hojitas secas de stevia que le quedaban. Gio siempre se incomodaba al verla armar el mate, tiraba todo en el pocillo sin ceremonia y volcaba el agua hasta inundar la superficie. Pero nunca le dijo nada.
—Estaba pensando, hace rato que no viene nadie de Bahía– dijo ella y tomó el primer mate, las palabras flotaron en el aire un instante largo –me quedo sin novedades para vender. A parte que no hay noticias de nada–
—Cierto–
—Darío dijo que las rutas están re muertas. Se cruzaron con unos tipos de Cabildo y nada más– le ofreció un mate a Gio –y ni noticias, estaban saliendo del pueblo por no sé qué cosa y tampoco tenían mucho que decir. Todo quieto allá, no sé cuánto más, pero nada de noticias. Yo no sé ni qué pensar–
Gio se encogió de hombros mientras tomaba el mate hasta hacerlo sonar. Su mente vagaba lejos de la conversación. Miró a los lados, a la calle, a la gente que circulaba.
—Ahí está Elba– señaló.
—¿Qué Elba?–
—La que me trae las plantas– se puso de pie y juntó velozmente sus cosas –me voy, vengo en unos días–
—Que visita corta– dijo ella, algo desconcertada.
—Sí… gracias por el mate–
—¿No querés otro?–
—No, no, que se me va a ir– la abrazó sin convicción y se fue tras Elba, cargando las tablas bajo el brazo.
La alcanzó de camino a su casa. Ella le dejó las cosas pedidas y él lamentó que el paquete no incluía verbena. Pasó el resto del día en el negocio, sin hacer gran cosa. Esa noche durmió desanimado.
Otro día sin verbena, otro día perdiendo clips y chinches por el estante revirado. Las tablas estaban afuera, al menos ya las había comprado. Suspiró.
Otro día de un haz de luz que perturbaba su sueño, esa persiana rota seguía rota. El fin de semana quizás se pusiera manos a la obra. Sí, quizás sí.
Otro día sin verbena, una señora le habló mal. Nada nuevo bajo el sol. El sol se colaba por la persiana y le perturbaba el sueño. Suspiro y arriba, a comenzar el día lleno de ideas y terminarlo carente de progreso.
Otro día. Era sábado, estaba nublado y lo empezó de un especial malhumor. En su día para dormir hasta tarde, se despertó a la hora del trabajo. Intentó algo de ocio culposo, se sintió fatigado y abatido para arreglar la persiana, el estante o algún otro aspecto más o menos trivial de su vida y se dejó ser. La noche fue sumamente deprimente. Se resistió a dormirse temprano, a pesar del hastío que lo dominaba, como si al prolongar su jornada una o dos horas más lo mantuviese abierto a alguna oportunidad que de otro modo se perdería. Nada pasó. Días así fantaseaba con poner fuego al negocio. Una hermosa hoguera tóxico–aromática y su despedida a esa vida apagada. Pero sus impulsos eran fugaces y su espíritu se mantenía cobarde. Nada pasó y se durmió.
Otro día y otro día más, y otro día. Llovió. El estante se tragó una moneda y algún trozo de comida que tiraba mal olor. Un aromilla molesto se hacía sentir levemente de a ratos, lo suficientemente leve como para que no demandara atención inmediata. En unos días se iba a disipar.
Pasaron unos días, se disipó. Pasaron otros días, pasaron muchísimas cosas y todo transitó en una aparente quietud en su mundillo privado. No había vuelto a ver a Romina, tampoco a Elba de la mercadería. El viejo de la verbena seguía apareciendo con precisión de relojero... ¿y para qué carajos podría alguien querer tanto una verbena? ¿Para una limpia? ¿Para algún ritual amatorio? ¿Reducir el estrés? Estaba consiguiendo lo contrario, el buen señor, justamente lo contrario. O quizás solo se complacía de ser insufrible y no tenía nada mejor que hacer.
Se sumaron uno o dos días más. Finalmente llegó la verbena, la dichosa verbena. Ansiaba ver la cara del viejo insoportable cuando al fin le dijera que tenía, y a buen precio, por las demoras. Porque en esa situación sentía que podía permitirse esa atención, como una especie de ofrenda de paz que enmiende la incordiosa situación. Pero el viejo no apareció. El estante se tragó unas mugres más, las maderas que estaban afuera se empezaron a revirar con la humedad. El viejo no apareció y no volvió a acercarse a Romina, En realidad la vio a lo lejos, estaba con Darío y no se acercó.
—Y este viejo de mierda que tanto jodió con la verbena, ahora no aparece–
Otro de esos días se lo encontró en la calle y le dijo que podía pasar por el negocio a buscar, que finalmente había aparecido su proveedor.
—Le compré a una señora en la calle. Apareció y lo compré. Me cansé de esperarte tanto–
—¿Una señora? ¿Elba?–
—Sí, esa. Ya sé a quién pedirle. Me cansé de esperarte. Mateo siempre tenía lo que le pedías. Nunca demoró. Nunca, nunca–
Y se alejó al tranquillo. Gio hirviendo de rabia, qué cómodamente lo obviaron de la transacción. Y además le recordaban a su padre, para contrastar sus falencias, para no variar. Siempre lo mismo. Siempre la misma cosa. Suspiró, estaba cansado. Estaba desgastado. Desgastado.
Amaneció reanimado. Desayunó, abrió el negocio y se decidió a cambiar el estante. Ya no iba a esperar el momento apropiado, iba a hacer que el momento fuese apropiado y, manos a la obra, transformar el presente en un punto de quiebre, productivo y proyectado al avance. Removió la madera torcida. Era el estante de abajo del mostrador; cerrado por un zócalo, quedaba un espacio vacío, unos diez centímetros de hueco sobre el suelo. Encontró mugre, carcazas de insectos muertos, pelusa, algunas monedas, chinches y clips y alguna que otra cosa difícil de identificar. Se entregó a la limpieza con afán, interrumpiéndose ocasionalmente para atender a algún cliente. Le demandó media mañana, pero consiguió adecuar el espacio nuevamente. Cuando presentó las tablas nuevas que había cambiado en aquella ocasión, se encontró con que estaban dobladas. Presentaban algunas manchas de humedad, seguramente se mojaron durante una de las lluvias de unos días atrás, y ahí estaban, torcidas.
Las devolvió a su lugar. Colocó nuevamente las tablas viejas del estante donde estaban antes y puso unos papeles abollados para cerrar el hueco. El día se fue cargado de frustración y abatimiento. Un profundo despropósito, sobre todo eso.
Los estantes doblados. Las maderas nuevas, que también estaban dobladas. Todos los frascos detrás del mostrador contenían hojas secas, esos todos. También iba a agregar los viejos cuadernos del negocio, esos que estaban amarillos, añosos e inútiles en las cajas de cartón con las cosas de su padre. Revistas, eso también. Las plantas marchitas que se estaban acumulando en el patio de atrás. Todo eso era un excelente montón inicial para la hoguera que iba a encender en el centro del negocio. Una buena rociada de kerosene, de la lata mugrienta, un fósforo, y a otra cosa.
Se levantó desganado. Había perdido su buena media hora imaginando eso que no osaba hacer y ya era hora de arrancar el día.
Abrió tarde el negocio, algo que le resultaba indiferente a la existencia toda, pero no a él. Lo condujo su propio sentido del deber, cimentado en sus culpas más profundas. Oía la voz sombría de su padre aleccionándolo.
—Si dice a las nueve, nueve menos cinco es tarde–
Nueve con catorce volteó el cartel de la puerta. Ahora la parte de “abierto” finalmente apuntaba al exterior y el universo se reordenaba. Excepto que Gio confirmó que al universo, como era previsible, el negocio abierto a las escandalosas nueve catorce de la mañana le resultó sumamente indiferente. Tanto como al resto de la comunidad.
A las nueve cuarenta y siete ingresó su primer cliente. Le ofreció una bolsa de golosinas a cambio de un frasco de laurel seco. Fue un buen intercambio.
A las diez con treinta y ocho ingresó su segundo cliente. Este pidió algunas cosas y pagó en metálico, algo inusual, pero bienvenido.
A las diez cuarenta y cuatro cambió un ramillete de manzanilla seca por un par de panes recién horneados. Decididamente era un buen día.
A las dieciséis treinta y dos ingresó el siguiente cliente, que preguntó por un par de cosas y se fue sin más.
A las diecisiete cerró el negocio. Declaró la jornada como “regular, tirando a mala”, hablando en términos comerciales locales. Y pésima, hablando en términos personales.
A las veintitrés dieciocho se durmió.
A las tres veintiuna se despertó sobresaltado. Afuera se oían gritos apagados, algunos le helaron la sangre. No era una pelea de borrachos ni sonaba como que corriesen ladrones o algo así, era distinto. Intentó interpretarlos, sobre todo la incomodidad que le provocaban, aunque no se llevaron su atención por mucho tiempo. Había algo en la habitación. Lo aplastó contra el colchón y atenazó sus músculos de tal forma que no atinó a moverse ni un poco. Respiró agitadamente, un sudor frío cubrió su frente, si bien sentía su cuerpo hervir bajo las mantas. Algo había. Lo sabía, aunque no veía nada, se sentía abatido y avasallado por la repentina presencia que lo dominaba; desesperó, gimió quedamente mientras permitía a sus temores más profundos hacer presa de él. Algunos muebles de madera soltaron crujidos. Con paredes que se cerraban y comprimían la estancia más y más, hasta reducir el espacio a una nada diminuta dónde no quedaba lugar más que para él y aquello que se manifestaba en la oscuridad. Su respiración se volvió cada vez más entrecortada, apretaba las quijadas, crispaba los dedos, pero no podía hacer nada, no pensaba más que en el temor profundo que sentía, y cómo esa amenaza insondable llenaba cada espacio vacío en torno a su existencia, ocupando su mente, reemplazando el aire de sus pulmones, revirtiendo sus ideas de cambio, drenando sus impulsos, cerrándole todos los caminos y arrojándolo a una única salida, la desesperación total, el abandono de sí mismo.
En algún punto su mente no pudo más. Desbordado por emociones tan intensas, sufrió un ataque de pánico y en espasmos disociados e involuntarios, se movió convulsamente hasta caer de su cama, medio enredado entre mantas. Se arrastró penosamente hasta un rincón, donde se apretó contra las paredes y expuso la espalda al vacío inconmensurable de la habitación, dominio de aquello que se había apoderado por la fuerza de ella. Afuera, los gritos no cesaban.
Llegar a las sierras por la ruta 33 siempre era un placer. Especialmente en el tramo donde la ruta discurría entre socavones que herían las montañas para atravesarlas, las paredes rojas como sangre. Luego la famosa “ventana”, los viejos miradores destartalados, la entrada, el hotel, todas esas cosas que en su tiempo fueron su deleite de ocasionales fines de semana con amigos o alguna novia.
En sus días lo supo recorrer en auto y un par de veces incluso en moto. A paso de caballo se hacía bien distinto, disponía del tiempo suficiente para detenerse en cada detalle de los cerros irregulares, para suponer las historias de las caprichosas formaciones y sus disposiciones, o adivinar la presencia del hombre en la distribución y presencia de los árboles y plantas. Si bien descubría en ello un nuevo disfrute, el apremio no dejaba de acaparar buena parte de sus ideas, y uno o dos pensamientos mediante, retomaba sus preocupaciones.
Ariel era el tipo de persona cuya apariencia relajada conseguía desestresar a quienes interactuaban con él. Su ceño rara vez fruncido y la mirada franca ofrecían una invitación de confianza, lo que se complementaba a la perfección con el tono leve que solía emplear de ordinario para tratarse con cualquiera. Interiormente sucedían otras cosas, que se expresaban en contadas y especiales ocasiones. No cesaba de pensar ni de dar vueltas a los asuntos que se fijaban en su mente, aunque expresando poco y revelando aún menos, esos asuntos podían formar verdaderos colosos que no se cansaba de atacar de cuanto ángulo tuviese a su alcance. Se sonreía al pensar en esas ideas sobredimensionadas como el campo de batalla predilecto para su cosecha de victorias pírricas.
Los sobrevoló un aguilucho, el pecho blanco esplendoroso, el lomo rojizo.
—Hey, José, mirá– Ariel le señaló el cielo; José levantó la mirada y se hizo visera con la mano. Siguió al ave unos momentos.
—Una hembra– apuntó.
Cuando veía rapaces la sonrisa le llenaba el rostro redondo y los ojos se le achicaban como dos líneas. Lo siguió con la mirada mientras daba perezosos tornos sobre el grupo y se dejaba llevar por corrientes favorables. Al perderlo de vista, volvió la mirada al resto, buscando con quien compartir ese deleite. Guillermo hizo como que no lo veía, Santiago asintió un momento breve y volvió a sus cosas. Solo Ariel respondió.
—Era grande–
—Sí, sí. Adulta, de varias mudas–
—¿Sabes qué me gustaría? Ver un halcón peregrino. Cuando se tiran en picada, que cierran las alas– Ariel gestualizaba con la mano, mostrando la caída –me acuerdo de unos videos que vi, un tipo se tiraba de un avión con el pájaro al lado. La velocidad que agarraba, impresionante–
—No hay pájaro más rápido. Los halcones en picada son como flechas–
—Eso me impresiona, es como un rayo que golpea–
—Sí, es bellísimo. Muy impresionante. La guía de Narosky e Yzurieta dice que esta es zona por la que transitan, pero nunca ví por acá. Puede que sobre las sierras veamos alguno, puede ser. Aunque deberíamos ir a zonas más escarpadas. Pero puede ser. Sería maravilloso–
—Maravilloso sería ver unas mujeres por acá– intervino Guillermo, levantando la voz –seguro que las espantaron a todas con esa charla. Me cago en todo–
—Me gustaría escucharlo hablar así cuando anda Piquillín… – soltó Ariel.
—Oh, el Piquillín no dice esas cosas– lo festejó Santiago, Guillermo estaba rojo.
—Las mujeres se alejan por la peste que traes– agregó Ariel, todos rieron.
—Todos apestamos bastante– convino Santiago –ayer soñé con una bañera, se los juro. Agua caliente, sales, unas velas aromáticas, no faltaba nada–
—El vasito de Whisky– Guillermo le guiñó un ojo.
—¿Dónde firmo?– se quitó la gorra para pasarse la mano por la amplia frente y los cabellos raleados; suspiró y se quedó en silencio un instante –¿Con qué nos encontraremos?–
José bajó la cabeza, limpió sus lentes, pestañeando velozmente. Ariel se enderezó en la silla y se removió inquieto. Guillermo se volvió para mirar a Santiago, pero no dijeron más. La preocupación era de todos.
Aún no se escondía el sol cuando ingresaron a la ciudad. No tenía el aspecto que recordaban, sino más bien un aire lóbrego y pesado, denso de una estática expectante y baja. Circulaban unos escasos vehículos, pocos transeúntes recorrían las calles, pero no se percibía un ambiente amigable. Cruzaron algunas miradas que se les devolvieron hostiles, sorprendieron observadores ocultos que los veían pasar con rostros de preocupación, e incluso vieron a unos pocos que gestualizaban ahuyentando el mal de ojo o con propósitos similares. A medida que avanzaban se cernía sobre ellos el manto de pesadumbre que dominaba el lugar y les oprimía el corazón.
—Ojo– dijo Santiago –hay mucha carga–
Sabían lo que significaba. Cada uno echó mano de sus protecciones e invocó a sus santos o protectores. A su sospecha de un suceso extraordinario unos días atrás, tomaban el ambiente enrarecido como una confirmación. En la soledad del camino, bajo un cielo estrellado y rodeados de verdores jóvenes, aquella ola que los sorprendió en medio de la noche no consiguió más que sacudirlos y desestabilizarlos, pero sin aferrarse ni perdurar. Asumían que José estaba acertado en sus especulaciones, que los pasó de largo sin mayores consecuencias porque no había nada a qué pudiera aferrarse esa tenebrosa energía que los golpeó. Que lo intentó, lo sabían con certeza, de la misma forma que sabían con alivio que no lo había conseguido. Aunque admitían que en ellos despertó un temor instintivo y arcaico que ya no los abandonó, porque entre todas las densas turbiedades que habían conocido y enfrentado en el transcurso de los años desde el quiebre, esto que habían vivido días atrás era distinto y nuevo, y lo temieron con justa razón.
En el ambiente de la ciudad sentían que esa energía había conseguido aferrarse y condensarse, y a medida que avanzaban, desterraban sus dudas al respecto, si quedaba alguna. Los rostros demacrados, el aire hostil con que los recibieron, las reacciones, los modos, todo lo que leían en la gente era el patente testimonio de aquello que aconteció. Si bien no eran capaces de arriesgar definiciones concretas al respecto, tenían una idea general y esperaban encontrar a quien pudiese orientarlos un poco más en esas cuestiones. También en los edificios y calles, en los vehículos u objetos más mundanos percibían el sucio rastro de esa ola, esa pulsación pestilente, como una miasma ideal para la proliferación de bajas entidades. De esas vieron algunas también.
Ariel se puso al frente del grupo, lo hizo sutilmente, mientras sus compañeros observaban alrededor, absorbidos por el sinfín de acciones y reacciones que con su paso iban desencadenando en los locales. Que a su vez provocaban respuestas claras en los viajeros, como la mirada hostil que crecía en el rostro de Guillermo, la lenta disminución de la presencia de José, el nerviosismo inquieto de Santiago. Más le valía ponerse pronto en control y dar oportuno freno a esa interacción.
En esto evaluaba también la gravedad de los acontecimientos. Si bien no era la primera vez que se encontraban en una dinámica grupal parecida, que llevaban ya su buen tiempo viajando juntos, nunca antes habían desembocado en ella tan prontamente. En ese sentido, Ariel era capaz de sostener su energía alta por más tiempo, se dejaba enredar menos por los embrollos mentales de este tipo o las bajas sensaciones invasoras, mientras que sus compañeros, tan sensibles como él, eran menos sólidos en ese sentido. Al ponerse al frente, la presión sobre los demás remitió.
—Santiago ¿La dirección?– le preguntó con voz firme, sin volverse.
—Una cuadra más y doblamos a la derecha– respondió el otro, sin enfocarse del todo.
Su atención se la llevaban una serie de figuras encapuchadas que marchaban en procesión por una calle lateral. Iban sahumando el frente de un predio bastante grande, lo que en otro tiempo fue una colonia de vacaciones o algo así. Entonaban cánticos o mantras que no llegaban a oir con claridad, aunque percibían claramente el esfuerzo que les exigía y el precio que se cobraba en ellos.
—Hey, a nuestros asuntos– los advirtió Ariel, su voz sonó cortante, despojada la alegre levedad de siempre –foco–
Ninguno respondió. Volvieron la atención al camino y a sus protecciones. Era una contingencia como tantas otras: para gente que se desenvolvía en su rubro, era crucial desarrollar y practicar este tipo de acciones. Normalmente se ocupaba Victoria, la líder de su grupo y la más capaz de todos; en su ausencia, la tarea recaía en aquel que estuviese más avispado al momento de la necesidad, y en acciones de esta naturaleza, ese solía ser Ariel. No se sentía a gusto desempeñando ese rol, pero lo ejercía con justeza cuando la necesidad apremiaba.
Doblaron la esquina según las indicaciones de Santiago. Mantuvieron un perfil bajo, evitando interactuar con nadie ni desviando su atención a asuntos ajenos. La tensión se mantenía palpable en el entorno, pero a medida que se desviaban de la ruta y se internaban en la calleja de tierra lateral, esa sensación remitió poco a poco y fue reemplazada por otra más densa y conflictiva. El paso que los llevaba a su destino era un camino poco transitado rodeado de árboles tupidos y veredas descuidadas, cubiertas de yuyos. Ahí la cerrazón albergaba energías más bien hostiles y definidas, mucho más concretas. Cuando se acercaron, las despertaron de su sutil letargo tentando sus naturales instintos, que las llevaron a reptar lentamente desde todas direcciones para hacer presa en ellos y cebarse en su energía.
—San Miguel, defiéndenos en la batalla…– murmuró Ariel; roto el silencio, los demás tomaron acción a su vez.
Guillermo develó los amuletos que portaba bajo las ropas, José canalizó Reiki, Santiago rezó por lo bajo. Cada uno movió energía elevada a su modo, cada uno se protegió por diferentes medios, y todos probaron ser efectivos, porque consiguieron mantener a raya a aquello que los amenazaba. Fue una disputa sostenida durante varios minutos. La oscuridad se condensó en volutas amenazantes que serpentearon desde las oquedades más estancas, su malintencionada búsqueda iba direccionada a las patas de los caballos, que percibieron con claridad la amenaza. De su temor se nutrieron velozmente y engordaron hasta cobrar formas más definidas, como siluetas negras de contornos vaporosos que recordaban a gordas garrapatas.
Ariel pensó en los raros opiliones, unos arácnidos sin abdomen, con las patas traseras proyectadas hacia atrás. Ese pensamiento dirigió su atención a las oscuridades y en ese intercambio les otorgó una forma a la que aferrarse, un anclaje al mundo de las ideas. Percibió su descuido y sonrió, y con un una expansión consciente de su energía más elevada, tributada por sus guardianes y protectores, consiguió contener la amenaza antes de verla concretada. Su yegua corcoveó un momento y se serenó.
—Disculpen, fui yo. Mala mía– les dijo a los demás, que habían visto esas formas tanto como él.
—Es muy denso– comentó Santiago por lo bajo –como una baba sucia–
—Nosotros peleando contra esta mierda y vos hablando del guiso de Ariel– soltó Guillermo, elevando la voz.
Todos rieron. Fue sumamente oportuno para quebrar el ambiente de tensión. También era algo que hacían intencionadamente y practicaban a consciencia.
—Bien que te comiste todo– rebatió el aludido, levantando la voz a su vez –después nos tenés media mañana esperando a que te entren los pantalones–
—Y mete panza cuando se baña– agregó Santiago, entre risas –se cree que no nos damos cuenta–
—Son unos culiados. Cuando tengan unos brazos así, me avisan– mostró el bíceps, musculoso.
—Encima aletea el palomo– agregó Ariel.
Siguieron bromeando y la invasión del ambiente mermó del todo. Las sombras reptantes perdieron definición y se devolvieron a los pozos estancos de donde emergieron. Aún sin la guía de Victoria, conocían bien los rudimentos de la actividad y se manejaban con suma soltura.
Llegaron hasta la casa de los amigos de Santiago unos minutos después. Una cabaña de apariencia acogedora, con un alto roble en el frente, amplio patio bien cuidado y una serie de amuletos dispuestos ordenadamente en los ingresos y esquinas. Unos carillones soltaban agradables sonidos, mecidos por la leve brisa nocturna.
Santiago bajó de su caballo y aplaudió frente a la reja cerrada. Alguien descorrió una cortina en la esquina de la ventana del frente.
—¡Soy yo, Tati!– le gritó Santiago.
Oyeron que descorrían unos cerrojos y la puerta se abrió. Salió una mujer joven cargando una beba de poco más de un año.
—Ay, ay, ay, Santi– se acercó y lo abrazó por sobre la reja –creí que te había pasado algo ¿cómo no avisaron nada?–
—Estamos bien Tati, estamos bien– no lo soltaba, y suspiraba por lo bajo –no nos pasó nada, gracias a dios–
—¿Cómo no avisaron? El Hugo estaba loco, quería salir a buscarlos y no lo dejé–
—Estamos bien, estamos bien– se zafó con esfuerzo y les dio un beso a ella y a la nena –nos robaron la radio hace un par de meses, mientras limpiábamos y no conseguimos otra. Te cuento después, no nos pasó nada–
—Sos un pelotudo– se limpió las lágrimas, él sonrió –pasen, pasen. Entren los caballos, pueden llevarlos atrás. Perdonen– les dijo a los demás –estaba preocupada. Soy Marce.. Tati. Esta es Emilia. Deciles hola– la nena se había asustado con tanto escándalo y escondía el rostro en el hombro de la madre –pero che, se asustó, pobrecita. Está bien Mili, es el tío Santi con los amigos–
—Hola Mili, soy José– le sonrió y la nena respondió enseguida, tímidamente, pero fascinada por el rostro bonachón.
Siguieron las presentaciones mientras ingresaban uno a uno llevando los caballos por las riendas. Descargaron su equipaje, se sacudieron el polvo del camino, atendieron sus monturas y pudieron suspirar con el alivio de llegar a un destino agradable. Por fin iban a poder descansar cómodamente, bañarse, cenar una comida elaborada, y quizás hasta ver una película.
Tati los hizo entrar de uno en uno. Los sahumó con palo santo antes de invitarlos a cruzar el umbral de la casa. Era un sitio de lo más agradable, adornado con maderas talladas, tejidos y todo tipo de artesanías locales que le daban un aspecto cálido y hogareño.
Ariel sintió de inmediato cómo bajaba la guardia. El ambiente positivo, la amenidad, el celoso resguardo que se notaba que mantenían los dueños de casa consiguieron darle ese sentido de seguridad que no disfrutaba en otros sitios. Vio en los rostros de sus compañeros el mismo alivio y sonrió. Santiago no exageraba cuando los describía como gente “de esa que vale la pena conocer”, y si bien esperaban la llegada de Hugo, no dudaba de la calidad de persona que encontraría.
Se sentaron en torno a una mesa redonda de madera y Tati les cebó unos mates mientras conversaban. Con toda autoridad les prohibió circular por la casa hasta que no estuviesen todos bañados, aunque muy democráticamente los hizo tirar unos dados hasta resolver el orden y los envió uno a uno a asearse. También estableció un límite de tiempo en la ducha, cosa que nadie se quede de más. A Santiago le rompió el corazón.
El primero fue José, lo siguió Guillermo, luego Santiago, y por último Ariel, que por ser el último se permitió algún que otro minuto extra. Cuando salió de la ducha, relajado y satisfecho, se tomó un rato para cepillarse a discreción la negra melena enrulada. Por demás estropeada por los días de viaje e intemperie, era lo que más lo contrariaba de su estilo de vida, pero cortarla no era una opción. Cada vez que se soltaba la cola de caballo, Santiago le decía que le recordaba a un homónimo de una banda icónica de sus tiempos, y hasta le cantaba, con su voz cascada:
Pensando en ti no puedo vivir
En mi mente estás
Te quiero para mí
Pensando en ti no puedo vivir
En mi mente estás
Te quiero para mí
A veces durante el canto bailaba un poco y luego saltaba con los pies juntos de un lado al otro, a lo que Guillermo no dejaba de sumarse, muerto de risa y a veces hasta seguían la canción a coro. Algún sentido tendría para ellos, pero como lo molestaban por demás, nunca se había interesado por sus explicaciones ni anécdotas.
Pensando esas cosas estaba, cuando oyó que la puerta se abría; el revuelo de Tati y Santiago evidenciaron el ingreso de Hugo, unos saludos, unas puteadas, unas risas y respuestas airadas. Se apuró a vestirse con la única muda limpia que le quedaba y acudió a la sala, donde ya volvían a conversar con normalidad.
—Hola, soy Ariel, un gusto– saludó a Hugo, tendiéndole la mano.
—Es el regreso… – masculló Hugo, con afectado asombro –Poooorque vos… – comenzó a cantar, y Santiago se sumó:
Porque vos
Se nota que no me querés
Se nota que ya no hay amor
Entonces ya no hay más que hacer
Y yo me dedico al alcohol
Y mientras cantaban abrazados, Guillermo bailaba encogiendo los hombros, José reía hasta las lágrimas y Tati bailaba con Mili en brazos, divertida también.
—¿Pero son todos igual de descerebrados o qué?– se indignó Ariel –esto fuiste vos, sorete de mierda– le dijo a Santiago, y comenzó a reír también –y vos, después de semejante falta de respeto, más vale que tengas algo para tomar– le dijo a Hugo, con plena confianza.
—Una cerveza, sí– le respondió, y Santiago no podía dejar de reír.
Así bromearon un poco más a costa de Ariel y se sintieron en confianza enseguida. Ariel los dejaba hacer, en verdad no le molestaba demasiado y tenía esa naturalidad para hacer buenas migas con desconocidos sin demasiado esfuerzo. También es cierto que notó sin sombra de duda el estado deplorable en que se encontraba Hugo. Más allá del evidente desgaste acumulado de los últimos días, lo afectaba algún mal de largo tiempo, si físico o de otra naturaleza, no pudo determinarlo a golpe de vista.
Cenaron bien. Comida caliente, bebida fría, e incluso un licor de aperitivo. Por un rato estuvieron a gusto, la mente alejada de las preocupaciones usuales y relajados de la forma en que se relajan los viajeros cuando encuentran un refugio seguro. Conversaron sobre banalidades, cómo inició la amistad de Santiago con Hugo y luego Tati, su emprendimiento de transporte turístico, la mudanza de ellos, el día del enorme desbarajuste y las temporadas que siguieron, la separación y el reencuentro. Una historia larga y llena de vicisitudes, la de ellos como las de tantos otros por esos días. Así la alegre charla devino en asuntos más serios y el tono se tornó sombrío.
Era tarde. Tati acostó a la nena, Hugo puso a calentar agua para té y café; todos estaban cansados pero ya no deseaban postergar más tiempo la charla que tenían pendiente.
—Hugo, estamos buscando a Victoria– le dijo Santiago, sin rodeos –nos separamos hace tres meses. Nos dejó terminando un trabajo, venía acá, eso nos dijo. Se fue con urgencia–
—Sí, la vimos en agosto, los primeros días– intervino Tati –la vi yo, en realidad. Hugo estaba en la sierra. Cruzamos dos palabras, la vi mal. No quiso quedarse, andaba a las corridas y no hablamos demasiado, vieron cómo es– todos asintieron –estaba enojada, buscaba a alguien que no encontró, no me dijo a quién. Pero sí me dijo que iba a ver si estaba en la Laguna Blanca. O sea, fue el mensaje para ustedes. Que iba a ver a Laguna Blanca y si no lo encontraba, que iba a seguir hasta el dique–
—Jodeme– se quejó Guillermo.
—Y que no sean culo chato y muevan enseguida– agregó –palabras textuales de ella–
—Me cago en todo– se quejó Guillermo nuevamente –otra vez lo mismo que el trabajo ese en Corti. Ni un día de paz eh, ni un día nos deja–
—Basta– lo cortó Ariel, el rostro grave –¿No dijo más?–
Hugo trataba de aguantarse la risa. Cuando Tati lo vio se tentó también. Se acercó a un cajón y sacó un papel. Se lo tendió a Ariel.
—Sí. Me dijo, textual “cuando Guillermo termine el berrinche, les das esto”–
No pudieron menos que reírse todos, aunque a Guillermo no le hizo tanta gracia. Ariel tomó el papel y lo estudió unos momentos.
—Es una dirección. Nos hizo un mapita– mostró –y estamos nosotros– señaló la caricatura de los cuatro caminando hasta el lugar señalado; no era difícil reconocer la ubicación, a unas veinte cuadras de la casa de Hugo y Tati –dice que pasemos por ahí antes de irnos. Leo textual: antes de irse pasen por esta casa. que ahí vive un iniciado de M, averigüen que yo no pude. Ya saben. Y sigan derecho al dique, los espero allá– plegó el papel –derecho al dique sin más…–
—¿Buscan a M?– intervino Hugo, algo tenso.
—Sí ¿Saben algo?– preguntó Guillermo.
—Que es un hijo de puta–
—¡Hugo! Habla bien– lo reprendió Tati –pasa que trabajaron juntos alguna vez y nunca se llevaron bien–
—El tipo es un hijo de puta– repitió, enojado –nos volvió imbéciles, no le venía una bien, siempre faltaba algo, siempre algo mal. Insoportable eh, de esos que si abren la boca se buscan la piña–
—¿Tan así?– preguntó José –Victoria siempre habló bien de él–
—Yo te digo lo que viví. Te reconozco que tiene una visión muy especial de las cosas, eso sí. Es bueno en lo que hace, pero también es un intenso. Si no aparece debe ser porque no se lo aguanta nadie–
—¿Y alguna idea de dónde pueda estar?– le preguntó Ariel.
—Hace unos cuantos meses que no lo vemos, que no quiere decir que no esté encerrado en la casa esa– respondió Tati –del alumno no sabía nada. Cerca, además–
—¿Noticias tampoco?–
—Lo que menos quiero es saber si…– comenzó Hugo, Tati lo cortó con un gesto.
—Sin noticias–
Se quedaron en silencio unos momentos. Tenían un aire entre pensativo, preocupado y malhumorado. Ariel miraba la nada y se formaba una idea general en la cabeza. Suspiró.
—Es por lo que pasó hace unos días– dijo finalmente –saben de qué hablo–
—La noche de la locura– murmuró Tati, un escalofrío recorrió su espalda.
—Nosotros estábamos en el campo. Nos pasó de largo– explicó Santiago –acá vemos que fue muy distinto… Hugo, tenés una colonia de inmundicia acá a media cuadra. Manifestaciones, se nos vinieron encima–
—Sí, ya sé, ya sé– apretaba los labios, angustiado –no pude. Sólo no pude sacarlos– tomó aire profundamente, tenía los ojos llorosos –no pude sacarlos. Casi me los llevo encima. Toda la comunidad está así, colonias de esas por todos lados y cuesta eh, cuesta sacarlas, por más que ya aflojó bastante. No saben lo que fue. Lo pasamos muy mal, muy mal–
Se le quebró la voz. Tati le pasó la mano por el hombro para calmarlo. Santiago también se le acercó y le dijo algunas cosas por lo bajo. Ariel se había levantado, estaba trazando protecciones sobre las puertas y ventanas. José hacía lo propio en la habitación de la nena. Había que cortar el potencial llamado, reforzar las defensas. Guillermo solo apretaba los puños, impotente.
Al cabo de unos momentos el ambiente se normalizó una vez más. Hugo se calmó. Inhaló profundamente, bebió un sorbo de café que ya se había enfriado, y tomó la palabra una vez más.
—Fue algo nuevo, eso ya lo saben. Como una ola que nos pasó por arriba. Nos sacó el aire, literal, nos sacó el aire. Creímos que había pasado algo acá. Cuando la vi a Mili y no podía…– se le quebró la voz nuevamente.
—Fue como un golpe que nos sacó el aire– continuó Tati –estábamos los tres acá cenando y nos golpeó. Imagínense cómo nos sorprendió, que no hubo un sonido ni un movimiento, y lo sentimos como un golpe de viento, algo parecido– asintieron todos, describía sus mismas vivencias –cuando calmamos a la nena y vimos que la casa estaba sana y no nos pasó nada, empezamos a sentir miedo, un miedo terrible– bajó la voz –Hugo reaccionó rápido y nos abrazó, pidió ayuda a los guardianes, oramos, y la sensación nuestra se fue calmando, pero piensen la inquietud que quedó–
—El ambiente se cargó con eso– continuó Hugo –se puso denso, bajo. Hicimos de todo para proteger la casa y que no avance…. Me acuerdo que estaba prendiendo unos sahumerios cuando empecé a escuchar gritos. Ya me había parecido y no lo atendí, estaba atento a lo nuestro. Pero cuando ordenamos un poco acá, ahí nos dimos cuenta que no era cosa de nuestra casa– otro suspiro profundo –uno ve cosas jodidas, sobre todo nosotros que nos dedicamos, pero lo del otro día, eso jamás, pero jamás, jamás… Abrí la cortina y vi tres tipos corriendo, uno llevaba una sombra pegada a la espalda, se veía clarita, como se ve esa taza de café. Los otros dos se sacudían la ropa, desesperados. Histéricos eh. Llenos de unas babosas que les trepaban por el costado, grandes– mostró con las manos, unos treinta centímetros –se las querían sacudir, pero no eran físicas. Por más que se refregaron, se sacaron ropa o se pegaron palazos entre ellos, no se sacaron ni una. Y se les fueron adentro. Cuando se dieron cuenta…– hizo una breve pausa, se miró con Tati un momento –no sé si sintieron algo. Pero las vieron, y el miedo que tenían… Los perdimos de vista. Nos quedamos pegados a la ventana, escuchando gritos, choques, corridas, de todo. Vimos pasar gente atacada por entidades, vimos cosas flotando, apariciones, del plano que se les ocurra, ya ni sé, cosas nuevas, cosas conocidas, y ni una que no fuese turbia y visible. Sobre todo eso, se veían con toda claridad. Uno se quedó parado en un techo por dos días, no hizo nada, una sombra ahí parada que hasta al sol se notaba, y esa cosa de que te seguía con la mirada…– hizo un gesto para ahuyentar el mal.
—Y el cielo– comentó Tati.
—El cielo, sí. El cielo se había puesto denso, les juro. Parecía una nube baja, pegajosa. Cuando vimos el cielo, no supimos qué pensar– se miraron –en realidad, sí. Pensamos que era el final. Fue peor que el veintisiete. Lo que vimos, las sensaciones, lo que pasaba afuera… creímos que no pasábamos la noche– se tomaban las manos, mientras Hugo continuaba su relato –cerramos las cortinas, nos encerramos con la nena y acercamos cada protección, cristal, sahumerio, talismán o amuleto que encontramos en la casa–
—La noche más larga que recuerde– susurró Tati.
—No pegamos un ojo, imagínense… Pero salió el sol. Y salió brillante el hijo de puta eh–
—Hugo–
—Y que brille el hijo de puta, que brille que no sé qué pasaba sino… El asunto es que cuando vimos que era de mañana, me asomé a la calle. Y había algunas personas andando, o acomodando cosas, pero parecía una de esas películas de zombis. Nos habían drenado a todos. Las ganas, la fuerza, los ánimos, todo. El ambiente era tan deprimente, tan falto de esperanza. Y con el sol que había, es raro. Fue raro entonces y me parece raro todavía, que con ese sol todo seguía tan jodido todavía– negaba con la cabeza, sin mirar a nadie –y no sé, creo que fue avanzando el día y algo se acomodó la cosa, la gente fue recuperando algo de energía, me parece, a fuerza de moverse. Hablé con un par de vecinos, estábamos todos en la misma, desorientados–
—Contales lo de la casa– dijo Tati, señalando hacia el lugar en cuestión.
—Ah sí. Cuando hablaba con uno de los pibes de acá al lado, pasó otra de esas cosas raras. Vieron ahí por donde pasaron ustedes, que me dijiste que está la inmundicia– se dirigió a Santiago, que asintió –ahí había una casa que la tiraron abajo, quedaron los cimientos, algo de mugre. Es un baldío ahora, y como se dieron cuenta, está cargado de cosas densas. Cuando estábamos con el pibe ahí en la vereda, a pleno sol de mediodía, una entidad se manifestó y se nos acercaba. Se notaba como una especie de silueta transparente que iba cerca del suelo. Estaba súper débil, eso sí, pero estaba ahí, a la luz del mediodía y la vimos clarita. Lucho le tiró un puñado de sal, que justo le estaba pasando a la vereda, y la hizo mierda. La sal tardó en llegar al suelo– los miró uno a uno, enfatizando el hecho –tardó en caer, como cuando la tiran al agua, que le cuesta bajar. No tan lento, pero medio así–
Sobrevino un momento de silencio estático. La revelación era notable, incluso en ese marco de eventos sobrenaturales. Los cuatro permanecieron pensativos durante algunos minutos, era mucho para procesar y sobre lo que pensar, porque dejaba en claro que la escala del suceso era inaudita, distinto a todo lo que conocían y más de lo que habían sospechado.
Fue José quien rompió el silencio.
—Las sensaciones eran de aislamiento, temor, sorpresa…– Tati y Hugo asentían –desamparo frente a lo inexplicable–
—Sí, tal cual–
—El temor permanece–
—Menos que en ese día, pero sí–
—¿Recuerdan algo parecido antes de eso?–
Se miraron, buscando uno la respuesta en el otro. Los demás los observaron con suma atención. Las percepciones de José no eran cosa para tomar a la ligera bajo ningún concepto. Tati tomó la palabra.
—Visto así, creo que sí. Las cosas en la casa no estaban bien, nosotros… –
—¿A qué viene la pregunta?– se incomodó Hugo.
—Tengo la impresión de que esto se estaba gestando– respondió José, sin rodeos –unos días antes nosotros tuvimos días muy tensos y se lo atribuí al trabajo que estábamos haciendo. Una limpieza en un lugar difícil para gente difícil. Visto en perspectiva, creo que ellos y nosotros ya estábamos sintiendo esas energías de forma intuitiva–
—Había algo raro, sí– corroboró Santiago –¿Te acordás, Guille, que te comenté?–
—También creo que deben haberlo sentido acá– siguió José –y no quiero sonar pesimista, pero me parece que persiste–
—¿Como remanente o decís que puede pasar otra vez?– preguntó Ariel.
—Ambas. Tengo la impresión de que puede pasar otra vez–
—¿Y qué hacemos?– preguntó Tati, visiblemente afectada.
—Lo de siempre. Primero, no alimentarlo– el tono de José era suave, pero demandaba atención, era una forma de expresarse que rara vez empleaba –los pensamientos que impliquen energía baja, hay que controlarlos a tiempo. Por su puesto que es difícil, pero por lo que nos ha contado Santi, saben cómo es el trabajo. Va para nosotros también– miró a los demás, que asentían gravemente –en segundo lugar, nos protegemos tanto como podamos y mantenemos armonizado, de nuevo, cosas del oficio. En tercer lugar, no se aíslen, esto háblenlo con los vecinos. Sobre todo eso, hablen. Hablen sobre la posibilidad de que esto se repita, y estén preparados para cuando pase. Si no pasa, mejor, obvio, pero por si acaso, prepárense para lo peor–
—Esperen lo mejor, prepárense para lo peor– corearon Ariel y Guillermo, una de las frases de cabecera de Victoria.
—Sí– continuó José –lo que nos lleva al siguiente punto. Tengo la impresión de que Victoria algo supo sobre esto. Que quizás se enteró de algo, y por eso se fue así a las corridas, sin explicar mucho. O en una de esas hasta fue solo intuición–
—¿Y qué les dijo?– preguntó Hugo.
—Algo de que tuvo un sueño raro y necesitaba meditar en soledad– respondió Ariel –dijo que nos encontraba en unos días y se fue. No nos quiso contar el sueño, porque eran cosas personales–
—¿No les llamó la atención que se fuera de esa forma?– se extrañó Hugo.
—A veces lo hace, no le dimos mucha bola– dijo Santiago –tampoco nos esperábamos lo que pasó–
—Esta vez tenemos que estar preparados– continuó José, para no perder el hilo –antes de irnos, vamos a limpiar esa vereda y si encontramos algo más acá cerca, también. Vos dirás Hugo. Luego vamos a limpiar a fondo su casa, si les parece bien, y a dejar protecciones nuevas–
—Sí, encantados– aceptó Tati.
—Mientras hacemos eso, ustedes hablen con sus vecinos, organícense, que corra esta información– continuó –si la deducción es buena, es cuestión de tiempo que se repita. Si no se repite, mal no vendrá tampoco. Podemos tomarnos el día de mañana para hacer eso y al siguiente ya nos vamos. Visitamos esa dirección, buscamos una radio de repuesto, y seguimos– miró a los demás, que asintieron en silencio –me gustaría encontrar a Victoria lo antes posible–
—¿Antes del 31?– preguntó Ariel.
—Estoy pendiente del 31, sí–
—¿El 31? Ah, Halloween– masculló Hugo, cayendo en la cuenta.
—Belthane. Los velos se desdibujan, es un día portal poderoso– le explicó Guillermo –esa noche deberían encender hogueras que duren hasta el amanecer–
—Son días de mucho movimiento– siguió José –y si conocen algún astrólogo confiable, no estaría de más consultar para saber si habrá algún evento particular que pueda potenciar a las energías bajas–
—Adela, está ahí cerca del santuario– dijo Tati –voy a ir apenas pueda–
—Van a tener días jodidos por delante– agregó Santiago, sacudiendo un poco a Hugo, que parecía abatido –pero van a estar bien, les vamos a dar una mano–
—Me da miedo el 31… pero vamos a estar bien, sí– dijo él –esto de alguna forma se los vamos a pagar muchachos–
—Sacá ese whisky que tenés en el estante y quedamos hechos–
Rieron un poco, aunque sin convicción. Hugo hizo eso mismo, sacó unos vasos, hielo, y acercó la botella. Los sirvió ceremoniosamente y brindaron. Bebieron en silencio, cada uno abstraído en los propios pensamientos.
No hablaron más esa noche. Tras beber, los dueños de casa se retiraron a su dormitorio y los huéspedes se acomodaron en una de las habitaciones, distribuidos en colchonetas en el suelo, con sus bolsas de dormir. Fue una noche reparadora, a pesar de todo.
Las aves cantaban enérgicamente, los horneros, benteveos y algún pájaro carpintero también. Más cerca, cantaban las calandrias y gorriones, graznaban los chimangos, incluso se hacían oír unos Taguató a lo lejos, que giraban lento bajo el hermoso sol. Y brillaba, brillaba fuerte el hijo de puta. Era una mañana primaveral hermosa.
Hugo se desperezaba gustosamente en el patio delantero y compartía unos mates con Ariel. Todavía era temprano y no habían querido despertar a los demás, así que salieron silenciosamente a disfrutar del bello día, atender los caballos y a charlar trivialidades por un rato. Que si convenía ralear las hojas de la huerta o esperaba un poco más, que si la arañuela le atacaba los tomates, que si la puerta del frente necesitaba un cambio de bisagras, que el camino, que los días, las noches, los tubos del carillón con o sin brillo y los llamadores de bambú que se rajaban.
Al rato apareció Santiago, con Mili en brazos. Se unió a ellos y conversaron un poco más. Que los días en White, que los días de cadetería en bicicleta, que el noviazgo con Marce, que las salidas de parejas, que Susana, que los días más fáciles, que la enfermedad, que la nostalgia, que un suspiro detrás de otro borraban poco a poco un dolor que se revivía ocasionalmente y había que desgastar así, como a pasadas de lija que suavizaran el alma.
Sobre el mediodía se les unieron los demás. Tati y José cocinaron empanadas de verdura, de pollo y de humita.
—Si sabía que preparaban empanadas, les carneaba un caballo para hacer unas salteñas– comentó Hugo.
—Te carneo a vos primero– le respondió ella; se los veía contentos.
Sacaron una mesa al patio y comieron al sol. Hacía un calor agradable, soplaba una brisa fresca, las calandrias se acercaban a reclamar migajas y el perro del vecino se les unió a presentar el reclamo propio. Jugaron a las cartas, alguno se tiró a dormitar bajo un árbol, alguno se sentó a leer un rato, alguno se permitió no hacer nada.