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Doce relatos componen este volumen con el que el divertido y paradójico Gilbert Keith Chesterton dio a conocer al Padre Brown. Este cura católico, de aspecto insignificante y candoroso, tiene un cerebro privilegiado y una intuición singular para leer en los recovecos del corazón humano. Pero su bondad natural, le impiden juzgar y condenar: descubre el crimen, pero intenta «salvar» al criminal. Un libro rebosante de ingenio, humor y belleza literaria, de un autor cuya influencia ha llegado hasta Borges.
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Seitenzahl: 438
Veröffentlichungsjahr: 2017
Gilbert Keith Chesterton
El candor del Padre Brown
Traducción:Alfonso Reyes
Presentación y apéndice:Vicente Muñoz Puelles
Presentación: GILBERT KEITH CHESTERTON
I. La cruz azul
II. El jardín secreto
III. Las pisadas misteriosas
IV. Las Estrellas Errantes
V. El Hombre Invisible
VI. El honor de Israel Gow
VII. La forma equívoca
VIII. Los pecados del príncipe Saradine
IX. El martillo de Dios
X. El ojo de Apolo
XI. La señal de la espada rota
XII. Los tres instrumentos de la muerte
Apéndice: El Padre O’Connor y el Padre Brown
Créditos
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) nació en Kensington, Londres. En su Autobiografía (1936) cuenta el acontecimiento de forma jocosa: «Obligado por la autoridad y la tradición de mis mayores, he llegado a aceptar supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante ningún experimento ni juicio personal, y me he convencido a mí mismo de que nací el 29 de mayo de 1874 en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la pequeña iglesia de St. George».
Chesterton fue un hombre corpulento. Medía 1,93 metros y pesaba unos 134 kilos. Durante la Primera Guerra Mundial, una mujer le preguntó por qué permanecía en Londres y no estaba fuera, en el frente». «Si me mira de lado, verá como sí estoy en el frente», replicó, refiriéndose a su voluminoso vientre.
Era también un hombre pintoresco. Vestía capa y un sombrero arrugado, y llevaba un estoque en la mano y un puro entre los labios. Cuando se dirigía a un lugar, tenía cierta facilidad para olvidar su objetivo por el camino, y con frecuencia se veía obligado a enviar un telegrama a su mujer desde algún lugar equivocado y remoto, para preguntarle dónde se suponía que debía estar, a lo que ella siempre contestaba: «En casa». Tras convertirse al catolicismo, Chesterton adoptó la costumbre de trazar el signo de la cruz con el cigarro, antes de iniciar el dictado.
La producción de Chesterton fue tan imponente como su aspecto físico. Escribió alrededor de 80 libros, centenares de poemas, unos doscientos cuentos e innumerables artículos y ensayos. En sus obras abundan las paradojas. Por ejemplo, escribió: «Los ladrones respetan la propiedad. Solo desean hacerla suya para respetarla mejor» y «Los cuentos de hadas van más allá de la realidad, no porque nos digan que los dragones existen sino porque nos dicen que pueden ser vencidos».
Entre sus novelas destacan El Napoleón de Notting Hill (1904), El hombre que fue Jueves (1908) y El regreso de don Quijote (1927). Su creación más popular, sin embargo, son los cincuenta y tres relatos que tienen como figura principal a un sacerdote católico, el Padre Brown, y que tras ser publicados en revistas británicas y estadounidenses fueron recopilados en cinco libros: El candor del Padre Brown (1911), La sabiduría del Padre Brown (1914), La incredulidad del Padre Brown (1926), El secreto del Padre Brown (1927) y El escándalo del Padre Brown (1935).
El personaje, de aspecto insignificante, aparece por primera vez en «La cruz azul», primero de los relatos de El candor del Padre Brown, bajo esta descripción: «el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como un budín de Norfolk, unos ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar».
Esa insignificancia es engañosa, ya que el Padre Brown suele resolver los crímenes más inexplicables gracias a su conocimiento de la naturaleza humana y a su capacidad para ponerse en el lugar del asesino y planear y ejecutar mentalmente sus crímenes. En esto se diferencia de su predecesor Sherlock Holmes, que prefería el método deductivo. En «La cruz azul», al ser preguntado acerca de cómo un cura ha podido adquirir el conocimiento de tantos horrores, el Padre Brown contesta:
«¿No se le ha ocurrido a usted pensar que un hombre que casi no hace más que oír los pecados de los demás no puede menos que ser un poco entendido en la materia?».
Para crear el personaje, Chesterton se inspiró en el Padre John O’Connor (1870-1952), cura párroco de Bradford, Yorkshire, que influyó decisivamente en su conversión al catolicismo, y que en 1937 tuvo la humorada de publicar un libro titulado El Padre Brown de Chesterton.
«La literatura es una de las formas de la felicidad. Quizá ningún escritor me haya deparado tantas horas felices como Chesterton», escribió Jorge Luis Borges.
Vicente MUÑOZ PUELLES
A Waldo y Mildred d’Avigdor
Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich1 y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir. No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqueta de color gris claro, un chaleco blanco, y llevaba un sombrero de paja con una cinta gris azulada. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacía presumir que aquella chaqueta gris ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentin, jefe de la policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la detención más importante del siglo.
Flambeau estaba en Inglaterra. La policía de tres países había seguido la pista al gran criminal de Gante a Bruselas, y de Bruselas a Hoek van Holland2. Y se sospechaba que trataría de pasar desapercibido en Londres, aprovechando el bullicio causado en aquellos días en la ciudad por la celebración del Congreso Eucarístico3. Probablemente viajaría como clérigo menor o como secretario relacionado con el Congreso. Pero Valentin no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.
Hacía ya muchos años que este coloso del crimen de repente dejó de tener al mundo en zozobra; y cuando cesó su actividad, como a la muerte de Rolando4, puede decirse que hubo una gran quietud en la tierra. Pero en sus mejores días —es decir, en sus peores días—, Flambeau era una figura tan imponente e internacional como el Kaiser5. Casi diariamente los periódicos de la mañana anunciaban que había logrado escapar a las consecuencias de un delito extraordinario, cometiendo otro peor. Era un gascón6 de estatura gigantesca y gran acometividad física. Y se contaban las historias más salvajes sobre sus arrebatos de humor atlético: un día cogió al juge d’instruction7y lo puso boca abajo «para despejarle la cabeza»; otro, se le vio corriendo por la Rue de Rivoli con un policía bajo cada brazo. Si bien, para ser justos, hay que decir que esta fuerza fantástica solo la empleaba en ocasiones como las descritas, indignas pero no sanguinarias. Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y masivos. Cada uno de sus robos era una forma nueva de delinquir y constituía una historia en sí misma. Fue él quien lanzó el negocio de la Gran Compañía Tirolesa de Londres, sin contar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro, y ni una gota de leche, aunque sí con algunos miles de suscriptores. Y a estos los servía con el sencillísimo procedimiento de trasladar a sus puertas los frascos que los lecheros dejaban junto a las puertas de los vecinos. Fue él quien mantuvo una extensa y estrecha correspondencia con una joven, cuyas cartas eran invariablemente interceptadas valiéndose del extraordinario truco de fotografiar los mensajes en un tamaño increíblemente pequeño en el portaobjetos de un microscopio. Pero la mayor parte de sus hazañas se distinguían por una sencillez abrumadora. Cuentan que una vez repintó, aprovechándose de la soledad de la noche, todos los números de una calle, con el solo fin de hacer caer en una trampa a un forastero. No cabe duda de que él es el inventor de un buzón portátil que solía apostar en las bocacalles de los tranquilos suburbios, por si los transeúntes distraídos depositaban algún giro postal. Últimamente se había revelado como acróbata formidable; a pesar de su gigantesca mole, era capaz de saltar como un saltamontes y de esconderse en la copa de los árboles como un mono. Por todo lo cual el gran Valentin, cuando recibió la orden de buscar a Flambeau, comprendió muy bien que sus aventuras no acabarían en el momento de descubrirlo.
Y, ¿cómo arreglárselas para descubrirlo? Sobre este punto las ideas del gran Valentin estaban todavía en proceso de fijación.
Había una cosa que Flambeau, a pesar de su arte para disfrazarse, no podía ocultar, y era su enorme estatura. Valentin estaba pues decidido, en cuanto cayera bajo su mirada vivaz alguna vendedora de frutas de desmedida talla, un granadero, o una duquesa medianamente desproporcionada, a arrestarlos en el acto. Pero en todo el tren no se había encontrado con nadie que tuviera aspecto de ser un Flambeau disfrazado, como tampoco un gato podría ser una jirafa disfrazada. Respecto a los viajeros que iban con él, estaba completamente tranquilo. Y la gente que había subido al tren en Harwich o en otras estaciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un empleado del ferrocarril, pequeño él, que se dirigía a la última estación de la línea. Dos estaciones más allá habían recogido a tres horticultores, a una señora viuda, diminuta, que procedía de una pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote católico romano, muy bajo también, que venía de un pueblecito de Essex. Al examinar, pues, al último viajero, Valentin renunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reír: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como un budín de Norfolk8, unos ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarístico había sacado de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas como topos desenterrados. Valentin era un escéptico del más severo estilo francés, y no sentía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir compasión, y aquel triste cura bien podía provocar lástima en cualquier alma. Llevaba un paraguas enorme y destartalado que se le caía constantemente. Parecía que no lograba distinguir entre sus billetes cuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía una cosa de legítima plata «con piedras azules». Esta curiosa mezcolanza de vulgaridad, condición de Essex, y santa simplicidad divirtieron mucho al francés, hasta la estación de Tottenham, donde el cura logró bajarse, quién sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar a por su paraguas. Cuando le vio volver, Valentin, en un rapto de buena intención, le aconsejó que, en adelante, no anduviera contando a todo el mundo lo del objeto de plata que traía. Pero Valentin, con quienquiera que hablara, parecía estar tratando de descubrir a otro, y a todos, ricos y pobres, hombres o mujeres, los consideraba con mucha atención, calculando si medirían seis pies. Porque Flambeau medía seis pies y cuatro pulgadas9.
Valentin se apeó en Liverpool Street, enteramente seguro de que hasta ese punto el delincuente no se le había escapado. Se dirigió a Scotland Yard10 para regularizar su situación y pedir ayuda en caso de necesidad. Luego encendió otro cigarrillo y se fue a dar un largo paseo por las calles de Londres. Mientras caminaba por las calles y plazas, más allá de Victoria, se detuvo de pronto. Era una plaza elegante, tranquila, muy típica de Londres, llena de accidental quietud. Las casas que la rodeaban eran grandes y espaciosas, y parecía un lugar próspero y a la vez deshabitado; el pradito verde que había en el centro parecía tan desierto como una verde isla del Pacífico. De las cuatro calles que circundaban la plaza, una era mucho más alta que las otras, como formando un estrado, y la línea por ese lado estaba cortada por uno de esos admirables disparates de Londres: un restaurante que parecía extraviado en aquel sitio y venido del barrio de Soho. Era un objeto absurdo y atractivo, lleno de tiestos con plantas enanas y persianas con rayas blancas y amarillo limón. Aparecía en lo alto de la calle, y, según la forma habitual de construir en Londres, un tramo de escaleras subía desde la calle hasta la puerta principal, casi a manera de una enorme escalera de salvamento sobre la ventana de un primer piso. Valentin se detuvo, fumando, frente a las persianas blancas y amarillas, y se quedó un rato contemplándolas.
Lo más increíble de los milagros es que acontezcan. Unas cuantas nubes se juntan en el cielo y asemejan un ojo humano que nos mira fijamente; en el fondo de un paisaje confuso, se alza un árbol que parece un signo de interrogación. Yo mismo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson11 muere en el instante de la victoria; y un hombre llamado Williams da la casualidad de que asesina a otro llamado Williamson12; ¡una especie de infanticidio! En suma, la vida posee cierto elemento de coincidencia fantástica, que la gente acostumbrada a contar solo con lo prosaico nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe13, la prudencia debería contar siempre con lo imprevisto.
Aristide Valentin era profundamente francés, y la inteligencia francesa es, especial y únicamente, inteligencia. Valentin no era «máquina pensante» —insensata frase, hija del fatalismo y el materialismo modernos—. La máquina solamente es máquina por cuanto no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y, al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos, tan admirables que parecían cosa de magia, se debían a la lógica, al pensamiento francés claro y lleno de sentido común. Los franceses electrizan al mundo no lanzando una paradoja, sino creando un lugar común. Y llevan el lugar común tan lejos como puede verse en la Revolución francesa. Pero, por lo mismo que Valentin entendía el uso de la razón, comprendía sus límites. Solo alguien que no sabe nada de motores puede hablar de motores sin gasolina; solo el ignorante en cosas de la razón puede creer que pueda razonarse sin sólidos e indiscutibles primeros principios. Y en este caso no había sólidos primeros principios. A Flambeau le habían perdido la pista en Harwich y, si estaba en Londres, podría encontrársele en toda la escala que va desde un vagabundo alto que recorre los arrabales de Wimbledon, hasta un alto toast-master14 en algún banquete del «Hotel Métropole». Cuando solo contaba con noticias tan vagas, Valentin solía tener una opinión y seguir un método que le eran propios.
En casos como este, Valentin se fiaba de lo imprevisto. En casos como este, cuando no era posible seguir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamente, el proceso de lo irracional. En vez de ir a los lugares más indicados —bancos, puestos de policía, centros de reunión—, Valentin asistía sistemáticamente a los menos indicados: llamaba a las casas vacías, se metía por los cul de sac15, recorría todas las callejas bloqueadas de escombros, se dejaba ir por todas las calles transversales que le alejaban inútilmente de las arterias céntricas. Y defendía muy lógicamente este procedimiento absurdo. Decía que, de tener algún indicio, nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta de toda noticia, aquello era lo mejor, porque al menos existía la probabilidad de que la misma extravagancia que había llamado la atención al perseguidor hubiera impresionado con anterioridad al perseguido. El hombre tiene que empezar sus investigaciones por algún sitio, y lo mejor era empezar donde otro hombre pudo detenerse. El aspecto de aquella escalinata, la misma quietud y curiosidad del restaurante, todo aquello conmovió la romántica imaginación del policía y le sugirió la idea de probar fortuna. Subió las gradas y, sentándose en una mesa junto a la ventana, pidió una taza de café solo.
Aún no había almorzado. Sobre la mesa, los restos de otros desayunos le recordaron su apetito; pidió entonces un huevo escalfado, y procedió, pensativo, a endulzar su café, sin olvidar en ningún momento a Flambeau. Pensaba en cómo Flambeau había escapado en una ocasión gracias a unas tijeras de uñas; en otra, gracias a un incendio; otra vez, huyó con el pretexto de pagar una carta falta de franqueo; y otra, al poner a la gente a mirar por el telescopio un cometa que iba a destruir el mundo. Y Valentin se decía, con razón, que su cerebro de detective y el del delincuente eran igualmente poderosos. Pero también se daba cuenta de su propia desventaja: «El delincuente —pensaba sonriendo— es el artista creador, mientras que el detective es solo el crítico». Y levantó lentamente su taza de café hasta los labios..., pero la separó al instante: había echado sal al café en vez de azúcar.
Examinó el objeto en que le habían servido la sal: era un azucarero, tan claramente destinado al azúcar como lo está la botella de champán al champán. No entendía cómo habían podido servirle sal. Buscó por allí algún azucarero ortodoxo...; sí, allí había dos saleros llenos. Tal vez reservaran alguna sorpresa. Probó el contenido de los saleros, era azúcar. Entonces extendió la vista en derredor con aire de interés, buscando algunas otras huellas de aquel singular gusto artístico que llevaba a poner azúcar en los saleros y sal en los azucareros. Salvo un manchón de líquido oscuro derramado sobre una de las paredes empapeladas de blanco, todo lo demás aparecía limpio, agradable, normal. Llamó al timbre.
Cuando el camarero acudió presuroso, despeinado y algo torpe todavía a aquella hora de la mañana, el detective —que no carecía de gusto por las bromas sencillas— le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello estaba a la altura de la reputación de la casa. El resultado fue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.
—¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clientes estas bromitas? —preguntó Valentin—. ¿No les resulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y el azúcar?
El camarero, cuando acabó de entender la ironía, le aseguró, tartamudeando, que no era tal la intención del establecimiento, que aquello era una equivocación inexplicable. Cogió el azucarero y lo contempló, y lo mismo hizo con el salero, manifestando un creciente asombro. Al fin, pidió excusas precipitadamente, se alejó corriendo, y volvió pocos segundos después acompañado del propietario. El propietario examinó también los dos recipientes, y también se manifestó muy asombrado.
De pronto, el camarero soltó un chorro inarticulado de palabras.
—Yo creo —dijo tartamudeando— que fueron esos dos sacerdotes.
—¿Qué sacerdotes?
—Esos sacerdotes que arrojaron la sopa a la pared —dijo el criado.
—¿Arrojaron la sopa a la pared? —preguntó Valentin, figurándose que aquella era alguna singular metáfora italiana.
—Sí, sí —dijo el criado con mucha animación, señalando la mancha oscura que se veía sobre el papel blanco—. La arrojaron allí, a la pared.
Valentin miró con aire de curiosidad al propietario. Y este satisfizo su curiosidad con el siguiente relato:
—Sí, caballero, esa es la verdad, aunque no creo que tenga ninguna relación con esto de la sal y el azúcar. Dos sacerdotes vinieron muy temprano, en cuanto abrimos la casa, y pidieron sopa. Parecían gente muy tranquila y respetable. Uno de ellos pagó la cuenta y salió. El otro, que era más pausado en sus movimientos, estuvo algunos minutos recogiendo sus cosas, y al cabo salió también. Pero antes de hacerlo tomó deliberadamente el tazón (no se la había bebido toda), y arrojó la sopa a la pared. Yo y el camarero estábamos en el interior, así que apenas pudimos llegar a tiempo para ver la mancha en la pared y el salón ya completamente desierto. No es un daño muy grande, pero es una gran desvergüenza. Aunque quise alcanzar a los dos hombres, ya iban muy lejos. Solo pude advertir que doblaban la esquina de Carstairs Street.
El policía se había levantado, puesto el sombrero y empuñado el bastón. En la completa oscuridad en que se movía, estaba decidido a seguir el único indicio anormal que se le ofrecía; y el caso era, en efecto, bastante anormal. Pagó, cerró de golpe tras de sí la puerta de cristales, y pronto había doblado también la esquina de la calle.
Por fortuna, aun en los instantes de mayor fiebre conservaba alerta la vista. Algo le llamó la atención frente a una tienda, e inmediatamente retrocedió unos pasos para observarlo. La tienda era un almacén popular de comestibles y frutas, y al aire libre estaban expuestos algunos artículos con sus nombres y precios, entre los cuales destacaban un montón de naranjas y otro de nueces. Sobre el montón de nueces había un tarjetón que ponía, con letras azules: «Naranjas finas de Tánger, dos por un penique». Y sobre las naranjas una inscripción semejante e igualmente exacta, decía: «Nueces finas de Brasil, a cuatro la libra». Valentin, considerando los dos tarjetones, pensó que aquella forma de humor no le era desconocida, por su experiencia de hacía un momento. Llamó la atención del frutero sobre el caso, y este, de rostro bermejo y un aire estúpido, miró a uno y otro lado de la calle como preguntándose la causa de aquella confusión. Y, sin decir nada, colocó cada letrero en su sitio. El policía, apoyado con elegancia en su bastón, siguió examinando la tienda y al fin exclamó:
—Perdone usted, señor, mi indiscreción: quisiera hacerle a usted una pregunta referente a la psicología experimental y a la asociación de ideas.
El caribermejo comerciante le miró de un modo amenazador. El detective, blandiendo el bastoncillo en el aire, continuó alegremente:
—¿Qué hay de común entre dos anuncios mal colocados en una frutería y el sombrero de teja de alguien que ha venido a pasar a Londres un día de fiesta? O, para ser más claro: ¿qué relación mística existe entre estas nueces, anunciadas como naranjas, y la idea de dos clérigos, uno muy alto y otro muy pequeño?
Los ojos del tendero parecieron salírsele del rostro, como los de un caracol. Por un instante parecía que iba a arrojarse sobre el extranjero. Y al fin exclamó, iracundo:
—No sé lo que tendrá usted que ver con ellos, pero, si son amigos suyos, dígales de mi parte que les voy a romper la cabeza aunque sean párrocos, como vuelvan a tirarme las manzanas.
—¿De veras? —preguntó el detective con mucho interés—. ¿Le han tirado a usted las manzanas?
—Como que uno de ellos —repuso el enfurecido frutero— las echó a rodar por la calle. De buena gana le hubiera cogido, pero tuve que entretenerme en arreglar otra vez el montón.
—¿Hacia dónde se encaminaron los párrocos?
—Por la segunda calle, a mano izquierda, y después cruzaron la plaza.
—Gracias —dijo Valentin, y desapareció como por encanto.
Pasadas dos calles se encontró con un guardia, y le dijo:
—Guardia, oiga, se trata de un asunto urgente, ¿ha visto usted pasar a dos clérigos con sombrero de teja?
El guardia trató de recordar.
—Sí, señor, los he visto. Por cierto, que uno de ellos me pareció ebrio: estaba en mitad de la calle como atontado...
—¿Por qué calle se fueron? —le interrumpió Valentin.
—Tomaron uno de aquellos ómnibus amarillos que van a Hampstead16.
Valentin exhibió su tarjeta oficial y dijo precipitadamente:
—Llame usted a dos de los suyos, que vengan conmigo en persecución de esos hombres.
Y cruzó la calle con una energía tan contagiosa, que el pesado guardia se echó a andar también con obediente agilidad. Antes de dos minutos, un inspector y un hombre en traje de paisano se unieron al detective francés.
—¿Qué se le ofrece, caballero? —preguntó el inspector, con una sonrisa con la que se daba importancia.
Valentin señaló con el bastón.
—Ya se lo diré a usted cuando estemos en aquel ómnibus —contestó, escurriéndose y abriéndose paso por entre el tráfago de la calle. Cuando los tres, jadeantes, se encontraron en el imperial del amarillo vehículo, el inspector dijo:
—Iríamos cuatro veces más de prisa en un «taxi».
—Es verdad —le contestó el jefe plácidamente—, siempre que supiéramos adónde vamos.
—Pues, ¿dónde quiere usted que vayamos? —le replicó el otro, asombrado.
Valentin, con aire ceñudo, continuó fumando en silencio unos segundos, y después, apartando el cigarrillo, dijo:
—Si usted sabe lo que va a hacer un hombre, adelántesele. Pero si usted quiere descubrir lo que va a hacer, vaya detrás de él. Extravíese donde él se extravíe, deténgase cuando él se detenga, y viaje tan lentamente como él. Entonces verá usted lo mismo que ha visto él y podrá usted adivinar sus acciones y obrar en consecuencia. Lo único que podemos hacer es llevar la mirada alerta para descubrir cualquier objeto extravagante o cualquier cosa que se salga de lo común.
—¿Qué clase de objeto extravagante?
—Cualquiera —contestó Valentin, y se hundió en un obstinado mutismo.
El ómnibus amarillo recorría las calles del norte. El tiempo transcurría, inacabable. El gran detective no podía dar más explicaciones, y acaso sus ayudantes empezaban a sentir una creciente y silenciosa desconfianza. Acaso también empezaban a experimentar un apetito creciente y silencioso, porque la hora del almuerzo había pasado ya, y las inmensas calles de los suburbios del norte de Londres parecían alargarse cada vez más, como las piezas de un infernal telescopio. Era aquel uno de esos viajes en que el hombre no puede menos de sentir que se va acercando al término del universo, aunque enseguida se da cuenta de que simplemente ha llegado a la entrada del parque de Tufnell. Londres se deshacía ahora en miserables tabernas y tristes matorrales y más allá volvía a renacer en elegantes calles con ostentosos hoteles. Parecía aquel un viaje por trece ciudades consecutivas. El crepúsculo invernal comenzaba ya a vislumbrarse —amenazador— frente a ellos; pero el detective parisiense seguía sentado sin hablar, mirando a todas partes, no perdiendo detalle de las calles que ante él se desarrollaban. Ya habían dejado atrás el barrio de Camden, y los policías iban medio dormidos. De pronto, Valentin se levantó y, poniendo una mano sobre el hombro de cada uno de sus ayudantes, dio orden de parar. Los ayudantes dieron un salto.
Bajaron por la escalerilla a la calle, sin saber con qué objeto los habían hecho bajar. Miraron alrededor, como tratando de averiguar la razón, y Valentin les señaló triunfalmente una ventana que había a la izquierda, en un café suntuoso lleno de adornos dorados. Era la zona reservada para las comidas importantes. Había un letrero: Restaurant. La ventana, como todas las de la fachada, era de vidrio esmerilado nevado. Pero en medio de la ventana había una rotura grande, negra, como una estrella entre los hielos.
—¡Al fin hemos dado con un indicio! —dijo Valentin, blandiendo con furia el bastón—. Aquella ventana rota.
—¿Qué ventana? ¿Qué indicio? —preguntó el inspector—. ¿Qué prueba tenemos para suponer que eso sea obra de ellos?
Valentin casi rompió su bambú de rabia.
—¿Pues no pide una prueba este hombre, Dios mío? —exclamó—. Claro que hay veinte probabilidades contra una de que no tenga nada que ver con ellos. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿No ve usted que estamos en el caso de seguir la más nimia sospecha, o de renunciar e irnos a casa a dormir tranquilamente?
Empujó la puerta del café, seguido de sus ayudantes, y pronto se encontraron todos sentados ante un almuerzo tan tardío como helado. De vez en cuando echaban una mirada a la ventana rota. Pero no por eso veían más claro el asunto.
Al pagar la cuenta, Valentin le dijo al camarero:
—Veo que se ha roto esa ventana, ¿eh?
—Sí, señor —dijo este, muy preocupado con darle el cambio, sin hacerle mucho caso.
Valentin, en silencio, añadió una propina considerable. Ante esto, el camarero se puso comunicativo:
—Sí, señor; una cosa increíble.
—¿De veras? Cuéntenos usted cómo fue —dijo el detective, como sin darle mucha importancia.
—Verá usted: entraron dos curas, dos párrocos forasteros de esos que andan ahora por aquí. Pidieron alguna cosilla de comer, comieron muy quietecitos, uno de ellos pagó y se fue. El otro iba a salir también, cuando advertí que me habían pagado el triple de lo debido. «Oiga usted», le dije al hombre, que ya iba por la puerta, «me han pagado ustedes más de la cuenta». «¿Ah, sí?», me contestó con mucha indiferencia. «Sí», le dije, y le enseñé la nota... Bueno, lo que pasó luego es inexplicable.
—¿Por qué?
—Porque yo hubiera jurado por la santísima Biblia que había escrito en la nota cuatro chelines, y me encontré ahora con la cifra de catorce chelines.
—¿Y después? —dijo Valentin lentamente, pero con los ojos llameantes.
—Después, el párroco que estaba en la puerta me dijo muy tranquilamente: «Lamento enredarle a usted sus cuentas; pero es que voy a pagar por la ventana». «¿Qué ventana?». «La que ahora mismo voy a romper»; y rompió aquel bendito cristal con su paraguas.
Los tres lanzaron una exclamación de asombro, y el inspector preguntó en voz baja:
—¿Se trata de locos huidos?
El camarero continuó, complaciéndose manifiestamente en su extravagante relato:
—Me quedé tan espantado, que no supe qué hacer. El párroco se reunió con su compañero y doblaron por aquella esquina. Y después se dirigieron tan de prisa hacia Bullock Street que no pude darles alcance, aunque eché a correr tras ellos.
—¡Rápido, a Bullock Street! —ordenó el detective.
Y salieron disparados hacia allá, tan veloces como sus perseguidos. Ahora se encontraban entre callecitas enladrilladas que tenían aspecto de túneles; callecitas oscuras que parecían formadas por la espalda de todos los edificios. La niebla comenzaba a envolverlos, y aun los policías londinenses se sentían extraviados por aquellos parajes. Pero el inspector tenía la seguridad de que iban a desembocar en cualquier zona del parque de Hampstead.
Súbitamente, una ventana iluminada por luz de gas apareció en la oscuridad de la calle como una linterna. Valentin se detuvo ante ella: era una confitería. Vaciló un instante y al fin entró, hundiéndose entre los brillos y los alegres colores de la confitería. Con toda gravedad y mucha parsimonia compró hasta trece cigarrillos de chocolate. Estaba buscando el mejor medio para entablar un diálogo; pero no necesitó comenzarlo.
La señora de cara angulosa que le había despachado sin prestar más que una atención mecánica al elegante aspecto del comprador, al ver destacarse en la puerta el uniforme azul del policía que le acompañaba, pareció volver en sí, y dijo:
—Si vienen ustedes por el paquete, ya lo remití a su destino.
—¡El paquete! —repitió Valentin con curiosidad.
—El paquete que dejó ese señor, ese señor párroco.
—Por favor, señora —dijo entonces Valentin, dejando ver por primera vez su ansiedad—, por amor de Dios, díganos usted con todo detalle de qué se trata.
La mujer, algo inquieta, explicó:
—Pues verá usted: esos señores estuvieron aquí hará una media hora, bebieron un poco de menta, charlaron y después se encaminaron al parque de Hampstead. Pero al rato, uno de ellos volvió y me dijo: «¿Me he dejado aquí un paquete?». Yo no encontré ninguno por más que busqué. «Bueno —me dijo él—, si luego aparece por ahí, tenga usted la bondad de enviarlo a estas señas». Y con la dirección me dejó un chelín por la molestia. Y, en efecto, aunque yo estaba segura de haber buscado bien, poco después me encontré con un paquetito de papel de estraza, y lo envié al sitio indicado. No me acuerdo bien adónde era, era por Westminster17. Como parecía ser algo importante, pensé que tal vez la policía había venido a buscarlo.
—Sí —dijo Valentin—, a eso vine. ¿Está cerca de aquí el parque de Hampstead?
—A unos quince minutos. Y por aquí saldrá usted derecho a la puerta del parque.
Valentin salió de la confitería precipitadamente, y echó a correr en aquella dirección; sus ayudantes le seguían con un trotecito de mala gana.
La calle que recorrían era tan estrecha y oscura que al salir al aire libre se asombraron de ver que había todavía tanta luz. Una perfecta cúpula celeste, de un verde pavo real, se hundía entre los árboles dorados y el fondo violeta subido. El verde brillante era ya lo bastante oscuro para dejar ver, como unos puntitos de cristal, algunas estrellas. Todo lo que aún quedaba de la luz del día caía en reflejos dorados por los alrededores de Hampstead y por aquellas cuestas que el pueblo gustaba de frecuentar y recibían el nombre de Valle de la Salud. Los obreros, endomingados, aún no habían desaparecido; quedaban, ya borrosas en la media luz, unas cuantas parejas por los bancos, y allá, a lo lejos, una muchacha se mecía gritando en un columpio. En torno a la sublime vulgaridad del hombre, la gloria del cielo se iba haciendo cada vez más profunda y oscura. Y, desde lo alto de la cuesta, Valentin se detuvo a contemplar el valle.
Entre los grupitos sombríos que parecían ir deshaciéndose en la distancia, había uno, ennegrecido entre todos, que no parecía deshacerse: un grupo de dos figuras vestidas con hábitos clericales. Aunque estaban tan lejos que parecían insectos, Valentin pudo darse cuenta de que una de las dos figuras era más pequeña que la otra. Y aunque el otro hombre estaba algo inclinado, como hombre de estudio, y cual si tratara de no hacerse notar, a Valentin le pareció que bien medía seis pies de talla. Apretó los dientes y, removiendo su bastón con impaciencia, se encaminó hacia ellos. Cuando logró acortar distancias y las dos figuras negras se agrandaron, como con la ayuda de un microscopio, notó algo más, algo que le sorprendió mucho, aunque, en cierto modo, ya lo esperaba. No sabía quién era el más grande de los dos, pero no le cabía duda respecto a la identidad del más pequeño: era su compañero de tren de Harwich, aquel curé18pequeñín y regordete de Essex, a quien él había aconsejado no andar diciendo lo que traía en sus paquetitos de papel de estraza.
Hasta aquí todo se presentaba muy racionalmente. Valentin había logrado averiguar aquella mañana que un tal Padre Brown, que venía de Essex, traía consigo una cruz de plata con zafiros, reliquia de considerable valor, para mostrarla a los sacerdotes extranjeros que venían al Congreso. Se trataba sin duda de aquel «objeto de plata con piedras azules», y el Padre Brown era indudablemente el propio y diminuto paleto que venía en el tren. No había nada de extraño en que Flambeau descubriera lo mismo que Valentin había descubierto. Flambeau lo había descubierto todo. Nada de extraño tenía pues el hecho de que al oírle Flambeau hablar de una cruz de zafiros, se le ocurriera robársela: aquello era lo más natural del mundo. Y de seguro que Flambeau se saldría con la suya, teniendo que habérselas con aquel pobre cordero del paraguas y los paquetitos. Era el tipo del hombre con quien todo el mundo puede hacer su voluntad, atarlo con una cuerda y llevárselo hasta el Polo Norte. No era de extrañar que un hombre como Flambeau, disfrazado de cura, hubiera logrado arrastrarlo hacia el parque de Hampstead. La intención delictiva era manifiesta. Y el detective compadecía al pobre curita desamparado, y casi despreciaba a Flambeau por encarnizarse en víctimas tan indefensas. Pero cuando Valentin recorría mentalmente la serie de hechos que le había llevado al éxito de sus pesquisas, en vano se atormentaba tratando de descubrir en todo el proceso el menor atisbo de razón. ¿Qué tenía en común el robo de una cruz de plata y piedras azules con el hecho de arrojar la sopa a la pared? ¿Qué relación había entre esto y el llamar nueces a las naranjas, o pagar de antemano los cristales que se iban a romper? Había llegado al término de su caza, pero no sabía por qué caminos. Cuando fracasaba —y pocas veces le sucedía—, solía dar siempre con la clave del enigma, aunque perdiera al delincuente. Aquí había cogido al delincuente, pero la clave del enigma se le escapaba.
Las dos figuras se deslizaban como moscas sobre una colina verde. Aquellos hombres parecían enfrascados en animada charla y no se daban cuenta de adónde iban; pero el caso es que se encaminaban hacia lo más agreste y apartado del parque. Sus perseguidores tuvieron que adoptar las poco dignas actitudes del cazador al acecho, ocultándose tras los matojos y aun arrastrándose escondidos entre la hierba. Gracias a este desagradable procedimiento, los cazadores lograron acercarse a la presa lo bastante para oír el murmullo de la discusión; pero no lograban entender más que la palabra «razón», frecuentemente repetida en una voz chillona y casi infantil. En una ocasión, la presa se les perdió en una pendiente entre una densa maraña de matorrales. Pasaron diez minutos de angustia antes de que lograran verlos de nuevo. Los dos hombres reaparecieron en lo alto de una colina que dominaba un anfiteatro con vistas a una hermosa y solitaria puesta de sol. En este imponente, aunque descuidado lugar, había debajo de un árbol un banco de madera, desvencijado. Allí se sentaron los dos curas, siempre discutiendo con mucha animación. Todavía el suntuoso verde y oro era perceptible en el horizonte; pero ya la cúpula celeste había pasado del verde al azul pavo real, y las estrellas se destacaban más y más como sólidas joyas. Con señas, Valentin indicó a sus ayudantes que procuraran acercarse por detrás del árbol sin hacer ruido. Allí lograron oír las palabras de aquellos extraños clérigos.
Tras haber escuchado unos dos minutos, se apoderó de Valentin una duda atroz: ¿acaso había arrastrado a los dos policías ingleses hasta aquellos nocturnos campos para una empresa tan loca como la de buscar higos entre los cardos? Porque aquellos dos sacerdotes hablaban realmente como verdaderos sacerdotes, piadosamente, con erudición y compostura, de los más abstrusos enigmas teológicos. El curita de Essex hablaba con la mayor sencillez, de cara hacia las nacientes estrellas. El otro inclinaba la cabeza, como si fuera indigno de contemplarlas. Pero no hubiera sido posible encontrar una charla más clerical e ingenua en ningún luminoso claustro de Italia o en ninguna sombría catedral española.
Lo primero que oyó fue el final de una frase del Padre Brown, que decía:
—... que era lo que en la Edad Media querían decir con aquello de «los cielos incorruptibles».
El sacerdote alto movió la cabeza y repuso:
—¡Ah, sí! Los modernos infieles apelan a su razón; pero ¿quién puede contemplar estos millones de mundos sin sentir que hay todavía universos maravillosos donde tal vez nuestra razón resulte irracional?
—No —dijo el otro—. La razón siempre es racional, aun en el limbo, aun en el último extremo de las cosas. Ya sé que la gente acusa a la Iglesia de subordinar la razón; pero es al contrario. La Iglesia es la única que, en la tierra, hace de la razón un objeto supremo; la única que afirma que Dios mismo está sujeto a la razón.
El otro levantó la austera cabeza hacia el cielo estrellado, e insistió:
—Sin embargo, ¿quién sabe si en este infinito universo...?
—Infinito solo físicamente —dijo el curita agitándose en el asiento—; pero no es infinito en el sentido de que pueda escapar a las leyes de la verdad.
Valentin, detrás del árbol, crispaba los puños con muda desesperación. Ya le parecía oír las burlas de los policías ingleses a quienes había arrastrado en tan loca persecución, solo para hacerles asistir al chismorreo metafísico de dos viejos y amables párrocos. En su impaciencia, no oyó la elaborada respuesta del cura gigantesco, y cuando pudo oír otra vez, el Padre Brown estaba diciendo:
—La razón y la justicia imperan hasta en la estrella más solitaria y más remota: mire usted esas estrellas. ¿No es verdad que parecen como diamantes y zafiros? Imagínese usted la geología, la botánica más fantástica que se le ocurra; piense usted que allí hay bosques de diamantes con hojas de brillantes; imagínese usted que la luna es azul, que es un zafiro gigantesco. Pero no se imagine usted que esta astronomía frenética pueda afectar a los principios de la razón y de la justicia. En llanuras de ópalo, como en escolleras de perlas, siempre se encontrará usted con la sentencia: «No robarás».
Valentin estaba por cesar en aquella actitud violenta y alejarse sigilosamente, confesando aquel gran fracaso de su vida; pero el silencio del sacerdote gigantesco le impresionó de un modo que quiso esperar su respuesta. Cuando este se decidió, por fin, a hablar, dijo simplemente, inclinando la cabeza y apoyando las manos en las rodillas:
—Bueno; yo creo, con todo, que ha de haber otros mundos superiores a la razón humana. Impenetrable es el misterio del cielo, y ante él humillo mi frente.
Y después, siempre en la misma actitud, y sin cambiar de tono de voz, añadió:
—Vamos, deme usted ahora mismo la cruz de zafiros que trae. Estamos solos y puedo destrozarle como a un muñeco.
Aquella voz y aquella actitud inmutables chocaban violentamente con el cambio de asunto. El guardián de la reliquia apenas volvió la cabeza. Parecía seguir contemplando las estrellas. Tal vez no entendió. Tal vez entendió, pero el terror le había paralizado.
—Sí —dijo el sacerdote gigantesco sin inmutarse—, sí, yo soy Flambeau.
Y, tras una pausa, añadió:
—Vamos, ¿quiere usted darme la cruz?
—No —dijo el otro; y aquel monosílabo tuvo una extraña sonoridad.
Flambeau depuso entonces su actitud clerical. El gran ladrón se retrepó en el respaldo del banco y se echó a reír.
—No —dijo—, no quiere usted dármela, orgulloso prelado. No quiere usted dármela, célibe borrico. ¿Quiere usted que le diga por qué? Pues porque la tengo yo en el bolsillo de mi pecho.
El hombrecillo de Essex volvió hacia él en la penumbra una cara que debió de reflejar el asombro, y con la tímida sinceridad del «Secretario Privado», exclamó:
—Pero ¿está usted seguro?
Flambeau gritó con deleite.
—Verdaderamente —dijo— es usted tan divertido como una farsa en tres actos. Sí, hombre de Dios, estoy enteramente seguro. He tenido la buena idea de hacer una falsificación del paquete, y ahora, amigo mío, usted se ha quedado con el duplicado y yo con la alhaja. Una estratagema muy antigua, Padre Brown, muy antigua...
—Sí —dijo el Padre Brown alisándose los cabellos con el mismo aire distraído—, ya he oído hablar de ella.
El coloso del crimen se inclinó entonces hacia el rústico sacerdote con un interés repentino.
—¿Usted ha oído hablar de ella? ¿Dónde ha podido usted oír hablar de ella?
—Bueno —dijo el hombrecillo con mucha candidez—. Ya comprenderá usted que no voy a decirle el nombre. Se trata de un penitente, un hijo de confesión. ¿Sabe usted? Había logrado vivir durante veinte años con gran comodidad, gracias al sistema de falsificar los paquetes de papel de estraza. Y así, cuando comencé a sospechar de usted, me acordé al punto de los procedimientos de aquel pobre hombre.
—¿Sospechar de mí? —repitió el delincuente con curiosidad cada vez mayor—. ¿Tal vez tuvo usted la perspicacia de sospechar cuando vio que yo le traía hacia estas soledades?
—No, no —dijo Brown, como quien pide excusas—. No, verá: comencé a sospechar de usted en el momento en que por primera vez nos encontramos, debido al bulto que hace en su manga el brazalete de la cadena que suelen ustedes llevar.
—Pero ¿cómo demonios ha oído usted hablar siquiera del brazalete?
—¡Qué quiere usted; nuestro pobre rebaño...! —dijo el Padre Brown, arqueando las cejas con aire indiferente—. Cuando yo era cura de Hartlepool19 había allí tres con el brazalete... De modo que, habiendo desconfiado de usted desde el primer momento, como comprenderá quise asegurarme de que la cruz quedaba a salvo de cualquier contratiempo. Y hasta creo que me he visto en el caso de vigilarle, ¿sabe? Finalmente, vi que cambiaba los paquetes. Y entonces, mire usted por donde, yo los volví a cambiar. Y después, dejé el verdadero por el camino.
—¿Que lo dejó usted? —repitió Flambeau; y por primera vez el tono de su voz ya no era tan triunfal.
—Le explico cómo fue —continuó el curita con el mismo tono de voz—. Regresé a esa confitería y pregunté si me había dejado por allí un paquete, y di ciertas señas para que lo remitieran allí en el caso de que apareciese después. Yo sabía que no me había dejado nada, pero cuando regresé a buscarlo, lo dejé realmente. Así, en vez de correr con el valioso paquete, a estas horas lo han enviado a casa de un amigo mío que vive en Westminster —y luego añadió amargamente—: también esto lo aprendí de un pobre sujeto que había en Hartlepool. Tenía la costumbre de hacerlo con las maletas que robaba de las estaciones; ahora el pobre está en un monasterio. ¡Oh, tiene uno que aprender muchas cosas!, ¿sabe usted? —prosiguió sacudiendo la cabeza con el mismo aire del que pide excusas—. No puede uno menos de portarse como sacerdote. La gente viene a nosotros y nos lo cuenta todo.
Flambeau sacó de su bolsillo un paquete de papel de estraza y lo hizo pedazos. No contenía más que papeles y unas barritas de plomo. Saltó sobre sus pies revelando su gigantesca estatura, y gritó:
—No le creo. No puedo creer que un patán como usted sea capaz de eso. Yo creo que trae consigo la pieza, y si se resiste a dármela..., como verá, estamos solos, la tomaré por fuerza.
—No —dijo con naturalidad el Padre Brown; y también se puso de pie—. No la tomará usted por la fuerza. Primero, porque realmente no la llevo conmigo. Y segundo, porque no estamos solos.
Flambeau se quedó suspenso.
—Detrás de este árbol —dijo el Padre Brown señalándolo— hay dos forzudos policías, y con ellos el detective más notable de la Tierra. Me preguntará usted que cómo vinieron. ¡Pues porque yo los atraje, naturalmente! ¿Que cómo lo hice? Pues se lo contaré a usted si se empeña. ¡Por Dios! ¿No comprende que, trabajando entre delincuentes, aprendemos muchísimas cosas? Desde luego, yo no estaba seguro de que usted fuera un delincuente, y nunca es conveniente hacer un escándalo contra un miembro de nuestra propia Iglesia. Así que me propuse antes probarle a usted, para ver si a través de la provocación se descubría de algún modo. Es de suponer que cualquier hombre hace algún aspaviento si se encuentra con que su café está salado, y si no lo hace es porque tiene buenas razones para no querer llamar la atención de la gente. Cambié, pues, la sal y el azúcar, y advertí que usted no protestaba. Cualquier hombre protesta si le cobran tres veces más de lo que debe. Y si se conforma con la cuenta exagerada, es porque le importa pasar inadvertido. Yo alteré la nota, y usted la pagó sin decir palabra.
Parecía que todo el mundo estuviera esperando que Flambeau, de un momento a otro, saltara como un tigre. Pero, por el contrario, se estuvo quieto, como si le hubieran apaciguado con un conjuro; la curiosidad más aguda le tenía como petrificado.
—Pues bien —continuó el Padre Brown con pausada lucidez—, como usted no dejaba rastro a la policía, era necesario que alguien lo dejara en su lugar. Y adondequiera que fuimos juntos procuré hacer algo que diera motivo para que se hablara de nosotros a lo largo de todo el día. No causé daños muy graves, por lo demás; una pared manchada, unas manzanas por el suelo, una ventana rota... Pero, en todo caso, salvé la cruz, porque hay que salvar siempre la cruz. A estas horas está en Westminster. Y lo que no comprendo es cómo no la ha interceptado usted con el «silbido del asno».
—¿El qué? —preguntó Flambeau.
—Vamos, me alegro de que nunca haya usted oído hablar de eso —dijo el sacerdote con una muequecilla—. Era una atrocidad. Ya estaba yo seguro de que usted era demasiado bueno, en el fondo, para ser un «silbador». Yo no hubiera podido en tal caso contrarrestarlo, ni siquiera con mis propias «marcas»; no tengo bastante fuerza en las piernas.
—Pero ¿de qué me está usted hablando? —preguntó el otro.
—Hombre, creí que conocía usted las «marcas» —dijo el Padre Brown agradablemente sorprendido—. Ya veo que no está usted tan envilecido.
—Pero ¿cómo diablos está usted al cabo de tantos horrores? —gritó Flambeau.
La sombra de una sonrisa cruzó la cara redonda y sencilla del clérigo.
—¡Oh, probablemente a causa de ser un borrico célibe! —repuso—. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar que un hombre que casi no hace más que oír los pecados de los demás no puede menos que ser un poco entendido en la materia? Además, debo confesarle que otra condición de mi oficio me convenció de que usted no era un sacerdote.
—¿Y qué fue? —preguntó el ladrón, anonadado.
—Que usted atacó la razón; y eso es mala teología.
Y como se volvió en este instante para recoger sus paquetes, los tres policías salieron de entre los árboles en penumbra. Flambeau era un artista, y también un deportista. Dio un paso atrás y saludó con una cortés reverencia a Valentin.
—No; a mí, no, mon ami20 —dijo este con nitidez argentina—. Inclinémonos los dos ante nuestro maestro.
Y ambos se descubrieron con respeto, mientras el curita de Essex hacía como que buscaba su paraguas.
1 Ciudad de Inglaterra, en el condado de Essex, situada en la costa sudeste a unos 120 km de Londres.
2Gante, ciudad de Bélgica, situada a 60 km de Bruselas, en la confluencia de los ríos Lys y Escalda. Hoek van Holland es una ciudad costera de Holanda que está situada a unos 30 km de Rotterdam.
3 Este dato sitúa la época de la acción. Este Congreso Eucarístico celebrado en Londres tuvo lugar en 1908.
4 Héroe del cantar de gesta francés del siglo XI Chanson de Roland(Canción de Rolando o Cantar de Roldán). El poema narra la batalla de Roncesvalles (718), en la que Rolando, sobrino de Carlomagno, muere a manos de los musulmanes por culpa de la traición de Ganelón.
5 En alemán, «emperador». Ese es el título que se aplicó a los tres emperadores del II Reich alemán. Chesterton se refiere concretamente a Guillermo II, que lo fue de 1888 a 1918, y a quien se aplicó por antonomasia el título de Kaiser.
6 Natural de Gascuña, antigua provincia francesa, en la zona del sudoeste de Francia comprendida entre el río Garona y los Pirineos.
7 «Juez de instrucción». (En francés en el original).
8 Condado del este de Gran Bretaña, entre el golfo de Wash y el mar del Norte. Se refiere a una especie de bizcocho relleno de carne o fruta típico de esa región.
9 Es decir, más de 1,90 m. El pie anglosajón tiene 12 pulgadas (aprox. 30,5 cm).
10 Forma coloquial de referirse a la Metropolitan Police Service (Policía Metropolitana de Londres), establecida por Robert Peel en 1829.
11 El almirante Horatio Nelson (1758-1805) murió en la batalla de Trafalgar el mismo día en que la flota inglesa vencía a la franco-española a la altura del cabo Trafalgar.
12 Tenga en cuenta el lector que «son» significa hijo.
13 Edgar Allan Poe (1809-1849), escritor y poeta estadounidense, está considerado como el «padre de la novela policíaca» por sus cuentos analíticos (publicados en esta misma colección).
14 El que dirige los brindis.
15 «Calle sin salida». (En francés en el original).
16 Barrio al noroeste de Londres que tiene un gran parque.
17 Abadía gótica al oeste del antiguo Londres (Westminster significa «monasterio del oeste») que ha dado nombre al barrio actual, donde se encuentra la sede del Parlamento inglés y los palacios de Buckingham y Saint-James.
18 «Cura». (En francés en el original).
19 Ciudad de Inglaterra en la costa del mar del Norte. Su iglesia es del siglo XII.
20 «Amigo mío». (En francés en el original).
