El cantor en la orilla - Gabriel Josipovici - E-Book

El cantor en la orilla E-Book

Gabriel Josipovici

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Beschreibung

La tradición literaria inglesa nos ha legado una profunda obra crítica, que en muchos sentidos logra cautivarnos del mismo modo que su ficción. Por su camino han transitado escritores tan disímiles como Samuel Johnson, Virginia Woolf, W.H. Auden y David Lodge. Dentro y fuera de esa tradición se encuentra Gabriel Josipovici. Nació en Niza y se considera un escritor judío, pero ha destinado gran parte de su vida a la academia (trabajó en las Universidades de Sussex y Oxford) a estudiar a Shakespeare y Proust, a la par de escribir novelas, relatos y piezas teatrales. En El cantor en la orilla se condensan los focos de interés crítico de Josipovici, que son, a la vez, sus pulsiones vitales: dedica tres ensayos a una conmovedora interpretación narrativa de la Biblia, analiza los poemas de abatimiento del romanticismo y recorre empáticamente los tormentos y ansiedades de Kafka en sus diarios. Reflexiona –a través de la lectura de Kierkegaard, Borges o Proust- sobre su propia labor como escritor, y presenta obras más desconocidas, como las novelas del escritor israelí Aharon Appelfeld o los cuadros de Andrzej Jackowski. En cada uno de esos textos intenta cortar la delicada línea que separa el arte de la vida, derribar el mito que pregona que los pesares del artista son distintos y superiores, y expone que detrás de la abstracción que ha caracterizado a una parte del arte moderno también se enfrentan los grandes dilemas de la humanidad. Pero, por sobre todo, en El cantor en la orilla yace una sed insondable de hallar en el arte aquello que parece escondido, aquello que no es consuelo ni ilusión, y que bien podríamos denominar como realidad.

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El cantor en la orilla

Gabriel Josipovici

Editorial Roneo

Santiago de Chile

The Singer on the Shore: Essays 1991-2004

Gabriel Josipovici

© Editorial Roneo

© Gabriel Josipovici

© De la traducción, Daniel Barros

De las ilustraciones: Rembrandt van Rijn c.1628, 1660, c.1665, c.1669

Primera edición: junio de 2019

Publicada en acuerdo con Johnson & Alcock Ltd.

ISBN 9789563651324

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

www.roneo.cl | [email protected]

Santiago de Chile

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Para Dick y Ally

&

Para Ornan y Num

PREFACIO

Los ensayos recopilados en este libro fueron escritos, casi en su totalidad, como respuesta a solicitudes específicas: por casas editoriales para escribir introducciones a obras que admiraba; por editores, para contribuir en volúmenes sobre temas específicos que me interesaban; por instituciones que me invitaban a dictar una charla. Me gusta la idea de una colección miscelánea y disfruto la lectura de esas colecciones en autores que admiro: un libro completo sobre un solo tópico tiene el aura de la artificialidad, mientras que un ensayo, por su parte, nunca es artificioso, y así lo entendió Montaigne (o así debería): un essai, un intento que debe conservar su oscilación y cualidad momentáneas. Así es como me parece ahora (aunque quizás piense distinto el próximo año).

Al mismo tiempo, un volumen de estos essais, debería ser más que la suma de sus partes. Debería transmitir al lector la “firma secreta” que, según Proust, conserva correctamente el tesoro más importante del arte, aquello que no puede ser encontrado en ningún otro pasaje del autor, y que emerge entre los diferentes essais de un artista, sean estos piezas de música, bocetos, pinturas, libros o ensayos. Ningún artista debería, sin embargo, intentar resumir cuál es esta firma secreta, así como ninguno debería intentar ser lo que piensa que “es realmente”: esa es la receta de la autoparodia, un tópico que trato en “El cantor en la orilla”.

Por esa razón me he resistido a hacer ajustes en los textos (excepto para corregir algún error o alguna evidente torpeza de estilo). Eso significa que he mantenido las charlas en su formato original, contrariando la idea de quitar el motivo por el cual las escribí; eso ha significado, inevitablemente, que existieran ciertas repeticiones, puesto que el repertorio de ejemplos es naturalmente limitado. Si hubiera intentado eliminarlos, sin embargo, hubiese producido un libro completamente distinto, y habría quedado con la sensación de haber perdido mucho y ganado muy poco.

Al mismo tiempo, el lector quizás podrá entender mejor algunos asuntos cuando sean analizados en diferentes contextos. Estoy pensando, por ejemplo, en la discusión sobre la contingencia en “La Biblia abierta y cerrada” y en el ensayo sobre Borges, o sobre la paciencia en el ensayo sobre Noche de reyes o en el que escribí sobre los cuadros de Andrzej Jackowski. Me gusta también la idea de volver a los mismos tópicos de formas ligeramente distintas, como sucede en “Abatimiento”, así como en el ensayo sobre Borges y el que escribí sobre Kierkegaard y la novela. Con esto sugiero que el crítico, a diferencia del académico, no intenta desarrollar una tesis o traer al mundo una verdad, sino que, más parecido a un artista, debe luchar por articular algo que es complejo de decir con palabras. Como dice Eliot en los Cuatro cuartetos, es algo que se pierde y se encuentra para perderse nuevamente. Aquello revela que el proyecto del crítico es un viaje en el cual tanto este como el lector se embarcan en conjunto, y no un terreno que debe ser examinado por un especialista en el “campo”.

Los ensayos que siguen no son, por cierto, los únicos trabajos que realicé entre 1991 y 2004, y ni siquiera pertenecen a las formas predominantes de escritura. Sin embargo, me dediqué a ellos de la misma manera que lo hice con las novelas, relatos y libros que escribí en esa época, y uno o dos de ellos me parecen mejor logrados (en el sentido que logré estar más cerca de lo que quería decir) que en aquellas obras más extensas.

Una anotación final: el último ensayo consiste en la charla inaugural que di como profesor de inglés en la Universidad de Sussex, donde pasé mi vida profesional. Dudé de incluirlo en mi anterior volumen de ensayos Text and Voice: Essays 1981-1991, puesto que sentía que era demasiado personal. Me parecía que esta vez encajaba mejor y lo incluí, aunque la charla fue dictada en marzo de 1986.

Gabriel Josipovici

Lewes, 1 de enero de 2005

LA BIBLIA ABIERTA Y CERRADA

La Biblia es, de principio a fin –desde “En un principio Dios creó el cielo y la tierra” hasta el decreto de Ciro que ordenaba el regreso de los exiliados a Jerusalén, desde la genealogía de Mateo hasta el final del Apocalipsis–, una serie de narrativas, o más bien una narrativa única construida a partir de muchas piezas. La narrativa era, claramente, la forma con la que los antiguos pueblos semitas se explicaban el mundo, al igual que los griegos del tiempo de Homero y los llamados pueblos primitivos de todo el mundo. Pese a eso, nuestra cultura mantiene un problema con la narrativa. ¿Qué significa?, nos preguntamos. ¿Qué trata de decirnos? Si el libro en cuestión es un texto sagrado, el problema se vuelve aún más agudo, puesto que nuestras propias vidas podrían depender de aquello. Necesitamos sentir que estamos tratando con un texto cerrado, en el sentido de que su significado pueda ser comprendido y traducido con claridad a otros términos. Sin embargo, la Biblia, como toda narrativa (aunque, como pretendo demostrar, incluso más que la mayoría), es abierta, es decir, se resiste a ser traducida a otros términos y reclama no tanto ser comprendida, sino más bien vivida, por enigmático y ambiguo que esto parezca.

Permítanme que intente complementar esta oposición, bastante rígida, entre lo abierto y lo cerrado mediante algunos ejemplos que tengo en mente. Me limitaré por el momento a la Biblia hebrea, que los cristianos llaman el Antiguo Testamento. En lugar de argumentar sobre este punto en términos generales, permítanme llevarlos directamente a algunos ejemplos específicos. Cuando ya ha quedado claro que David se ha convertido en un líder rebelde, y que no será persuadido para volver a la corte, Saúl entrega su hija, Mical –quien había sido esposa de David– a un tal Paltí, el hijo de Lais (I Sam. 25:44). No volveremos a escuchar de este hombre, que tampoco había sido mencionado anteriormente, sino hasta después de la muerte de Saúl y de su hijo Jonatán; cuando Abner, el comandante del ejército de Saúl, realiza intentos de paz con David, ahora rey en Hebrón. David, sin embargo, solo estará dispuesto a escucharlo si Abner le entrega a Mical. Este no es, por supuesto, un cuento romántico de dos amantes que se reencuentran; Mical representa la sucesión de Saúl, al igual que Is-boset, único hijo sobreviviente de Saúl y ahora aferrado al reinado de Israel. Abner y David lo saben bien. Sin embargo, como el poder ahora descansa en David, no hay nada que Is-boset pueda hacer al respecto:

Entonces Is-boset envió, y la tomó de su marido, Paltiel el hijo de Lais. Y su marido fue con ella, siguiéndola y llorando hasta Bahurim. Y le dijo Abner: “Anda, vuélvete”. Y él se volvió (2 Sam. 3:15-16).1

Nunca más volveremos a escuchar de este Paltí o Paltiel. Es un simple peón en el juego entre Saúl y David y entre David y la descendencia de Saúl; un pequeño eslabón en la cadena de la historia que se desenvuelve en la Biblia hebrea, que es la historia de las relaciones de Dios con Israel. Hubiese sido más fácil que el narrador dijera: “Y David tomó de nuevo a su esposa Mical, hija de Saúl, a quien Saúl había dado a Paltí, el hijo de Lais”. Pero no. El narrador elige darle vida momentáneamente a este hombre, hacer de su dolor (ya sea orgullo herido o amor angustiado), algo más palpable. Pero luego lo hace desaparecer: “Y le dijo Abner: ‘Anda, vuélvete’. Y él se volvió”.

¿Qué conclusión debemos sacar? ¿Cuál, nos preguntamos, es el papel silente de Paltí en la historia de las relaciones de Israel con Dios? ¿Cuánta importancia, si es que existe alguna, debemos atribuirle? En una novela podríamos dejar pasar estas preguntas (aunque no hay dudas de que si la novela se convirtiera en objeto de estudio, tarde o temprano, serían formuladas), pero en un texto sagrado como la Biblia, la falta de una respuesta es profundamente problemática, tan problemática que alguien, en algún punto, buscará responderlas. De momento, no quisiera involucrarme en ese asunto, sino pasar a otro ejemplo. El capítulo 38 del Génesis se refiere a Judá y a su nuera Tamar. Judá entrega en matrimonio a su primer hijo, quien muere poco después; luego a un segundo hijo, quien también muere. Ansiosa por proteger la vida de su hijo menor, se lo niega a Tamar, aunque por derecho, debería dejarlo casarse con ella. Luego, Tamar se viste como una prostituta de templo y aborda a Judá, cuando va en camino a guiar su rebaño. En el encuentro, ella se embaraza. Y cuando su suegro la lleva a la corte, ella lo acusa y demuestra que él es el padre. Una vez que esto sale a la luz, Judá no intenta esconderse, “por cuanto no le he dado a Sela mi hijo. Y nunca más la conoció” (38:26). Ella da a luz a mellizos, Fares y Zara, y con ese nacimiento termina el capítulo. Luego retornamos a la historia del hermano menor de Judá, José. En el capítulo 46, leemos que entre quienes fueron con Jacob a Egipto, estaban los hijos de Judá, Sela y Fares, y los hijos de Fares, Hezrón y Hamul. Mucho después, en Los Números, sabremos que los faresitas, los selaítas, los hezronitas y los hamulitas siguen siendo fieles a su cometido (26:20-21). Después, en el Libro de Rut, sabremos que el hijo de Obed, Jessé, es padre de David y es también un descendiente de Fares. Finalmente, al comienzo del Nuevo Testamento, Mateo nos cuenta que “Judá engendró de Tamar a Fares y a Zara; y Fares engendró a Esrom (…) y Obed engendró a Jessé; y Jessé engendró al rey David; y el rey David engendró a Salomón (…) y Jacob engendró a José, marido de María, de la cual nació Jesús, el cual es llamado, el Cristo” (Mat. 1:1-16).

En ambas instancias, mediante la breve historia de Paltí y en la historia de Judá y Tamar, podemos decir con seguridad que la Biblia no satisface nuestras expectativas de cómo debería estar construida la narrativa y, especialmente, de cómo debería estar construida la más importante de todas las narrativas. Si buscamos un común denominador, podemos decir que la narrativa, en ambos casos, es demasiado abierta para nuestra comodidad. Ningún profesor de escritura creativa que se precie de tal, permitiría hoy en día a un estudiante que introduzca a un personaje como Paltí solo para desecharlo. Deseamos que se lo desarrolle, o bien, que se lo elimine. La Biblia no lo hace. ¿Se debe esto a la torpeza del escritor, o a que algo no se ha incluido en nuestro texto?

El segundo ejemplo, parece un caso evidente de escritura torpe. ¿Por qué el capítulo sobre Judá se transforma en la historia de José? Si el punto central es que mientras José se imagina a sí mismo como el centro del universo, no era, más que un mero actor secundario en la gran historia de Israel, una historia en la que Judá y sus hijos estaban llamados a jugar el papel más importante, ¿por qué, entonces, no se lo deja en claro? ¿Acaso los escribas o compiladores no se dieron cuenta de esto? ¿O simplemente, no lograron vincularlas? ¿O acaso carecieron del talento para integrar las historias de José y Judá?

Nuestra frustración podría ser descrita a partir de ambos ejemplos, debido al fracaso de los escritores para contar una historia como debiera ser contada. Ahora bien, desde una perspectiva más neutral, podríamos decir que esa frustración proviene del extraordinario recelo de los escritores. Consideramos que este recelo no solo es desconcertante, sino intensamente frustrante. Deseamos sacudirlos, gritarles: “¿Qué están intentando decir, patanes? ¿Cuál es el sentido? Si Paltí juega un papel en esta historia, entonces, por el amor de Dios, ¡dígannos cuál es! Si el nacimiento de los mellizos de Judá es tan importante, ¡entonces no lo dejen de lado, al final del capítulo, para pasar a algo completamente diferente!”.

En el pasado, las estrategias adoptadas por los lectores para lidiar con esta frustración han sido varias. Tan pronto como el texto fue considerado como sagrado, como la palabra de Dios, los lectores o bien llenaron los silencios elaborando historias para desarrollar su sentido, o bien, exploraron la psicología de los protagonistas, completando las vidas interiores de los personajes, por así decirlo. En líneas generales, la primera de estas aproximaciones derivó en el midrash hebreo y las elaboraciones narrativas del cristianismo temprano, mientras que la segunda llevó a la exégesis protestante. En tiempos de la Ilustración, cuando el texto se comenzó a estudiar como cualquier otro, como un producto del hombre, ya sea que el impulso inicial haya venido de Dios, o que se haya desarrollado a partir de necesidades sociales, los silencios del texto empezaron a atribuirse a errores de los escritores o a lagunas de la tradición. Pero ¿y si partiéramos desde el otro extremo y nos preguntáramos, por decirlo así, qué es lo que nuestra frustración tiene que decir sobre nosotros como lectores? ¿Qué sucedería si comenzáramos asumiendo que el texto (para no hablar de los autores) sabe exactamente lo que hace, y que somos nosotros quienes nos encontramos a la deriva, ya sea porque carecemos de las herramientas críticas para hacerle justicia, o porque nos falta la altura de mente y espíritu para reaccionar como el texto lo exige?

En vez de responder directamente a esta pregunta, quedémonos un momento más con nuestra frustración. Veamos otros dos ejemplos de la forma narrativa de la Biblia, observemos cómo los lectores tempranos, tanto cristianos como judíos, lidiaron con ella, y veamos qué es lo que tiene esto para enseñarnos sobre las características de la narrativa bíblica y la naturaleza de sus lectores.

Tras su exilio del Jardín del Edén, Adán y Eva tuvieron dos hijos, primero Caín y después Abel. Caín, se nos dice, era un “labrador de la tierra”, mientras que Abel era un “pastor de ovejas”. Resulta que Caín trae “el fruto de la tierra” como ofrenda al Señor, mientras que Abel trae la primicia del rebaño. Después se nos dice: “Y miró el Señor a Abel y a su presente; y a Caín y a su presente no miró. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante” (Gen. 4:4-5). Todos sabemos lo que pasa después: Caín se enfurece, el Señor lo reprende, pero esto no lo detiene de “levantarse contra su hermano” ni de que mientras conversan en el campo, mate a Abel. El Señor le pregunta dónde está su hermano, y él responde: “No lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (9). Tras esto, el Señor lo maldice, y lo hace “un fugitivo y un vagabundo (…) en la tierra” (12). Caín responde misteriosamente a la maldición del Señor: “Grande es mi iniquidad para ser soportada” (13), pero no tiene otra opción que la de aceptar su suerte. Caín se asentó en la Tierra de Nod, al este del Edén, donde se casa, engendra hijos y construye una ciudad llamada Enoc, por su hijo mayor. Mientras tanto, Adán y Eva tienen otro hijo, Set, para remplazar al asesinado Abel.

Desde un comienzo, los comentaristas fueron puestos a prueba por esta cruel narración. Los comentaristas judíos tradicionales sentían que un regalo no debía rechazarse arbitrariamente. El rechazo de un regalo debía estar justificado. Entonces, ¿qué hizo mal Caín? ¿Quizás le ofreció a Dios porciones inferiores de la cosecha, en tanto que Abel escogió lo más selecto del rebaño? ¿O la ofrenda de Abel fue aceptada al ser ofrecida con el corazón abierto, mientras que Caín resentía cada ofrenda entregada a Dios? ¿O era Caín, quizás, inherentemente malvado? La Septuaginta, versión griega de la Biblia hebrea, está tan segura de que aquello está relacionado con un sacrificio equivocado, que traduce el Génesis 4:7, “Y si el bien hicieres, ¿no serás enaltecido? Y si no hicieres el bien, el pecado está a la puerta”, como “Si has traído el (sacrificio) apropiado, pero no lo has dividido de forma apropiada, ¿acaso no has pecado?”. Esta era la visión del filósofo judío y platónico Filón de Alejandría: “No es apropiado ofrecer lo mejor que ha sido creado a uno mismo –escribe–, y lo segundo mejor al Omnisciente”. El Midrash Tanhuma, una compilación medieval temprana de midrash rabínico sobre la Torá, comenta: “Y Caín le trajo al Señor una ofrenda del fruto de la tierra”: “¿Qué implica? El fruto ordinario (en lugar de los primeros frutos reservados para Dios)”. En cambio, San Juan, en su primera epístola, favorece la noción de que Caín era inherentemente malvado:

Así puede verse –escribe– quiénes son los hijos de Dios y quiénes son los hijos del diablo; quienquiera que no haga el bien no es de Dios, ni el que no ama a su hermano. Porque este es el mensaje que habéis escuchado desde un principio [el Libro del Génesis]: que debemos amarnos los unos a los otros y no ser como Caín, quien era el Malvado y asesinó a su hermano (1 Juan 3:10-12).2

San Agustín combina estas dos aproximaciones:3 sostiene que Caín hizo el sacrificio equivocado al dejar lo mejor para sí mismo, y construye, a partir de ese episodio, el argumento completo de su Ciudad de Dios. Según San Agustín, Caín, el constructor de ciudades, es el ancestro de los hombres de Tebas y Roma. Argumenta que en aquellas conglomeraciones de hombres en las que cada uno persigue su propio bien, lo que adquiere tu vecino significa una pérdida para ti; Abel es el ancestro del modo de vida cristiano, de aquella ciudad de Dios donde lo que damos, lo volvemos a recibir multiplicado por mil, y en donde, como escribe Dante, “en su voluntad está nuestra paz”.

Este argumento es poderoso y sugerente tanto para la filosofía de la historia como para la percepción psicológica de las motivaciones de los hombres. Lamentablemente, no tiene base alguna en la historia bíblica. No hay nada en el texto hebreo que sugiera que Caín hizo el sacrificio equivocado o que fuera inherentemente malvado. No obstante, esto es intolerable para nosotros, porque la conclusión sería, entonces, que Dios se ha comportado de forma arbitraria al aceptar el sacrificio de Abel y condenar el de Caín. Esta es, desde luego, la posición que adoptan aquellos que rechazan la Biblia por considerarla un libro malvado y pernicioso. Por el momento, sin embargo, quisiera quedarme con aquel lector que de alguna manera cree y confía en el Dios de la Biblia, pero que no puede entender aquello que lee en el Génesis 4. Para tal lector, debe haber una razón para las acciones de Dios, porque, de no ser así, el libro carecería de sentido. Por eso, este lector busca explicaciones como las que he descrito.

Revisemos otro ejemplo mucho menos desconcertante que la historia de Caín y Abel, pero aun así instructivo. Al final del Génesis 11, tras una lista de las genealogías de Shem, el hijo de Noé, se nos cuenta que:

Taré engendró a Abram, y a Nacor y a Harán; y Harán engendró a Lot (…) Y tomaron Abram y Nacor para sí mujeres: el nombre de la mujer de Abram fue Sarai, y el nombre de la mujer de Nacor, Milca, hija de Harán… (Gen. 11:27-9).

Taré toma a Abraham, a Lot y a sus esposas y “salió con ellos desde Ur de los Caldeos, para ir a la tierra de Canaán; y vinieron hasta Harán, y se asentaron allí” (31). En Harán, Taré muere. “Ahora –leemos al comienzo del siguiente capítulo (aunque la división por capítulos, recordemos, es una adición editorial del medioevo)– el Señor había dicho a Abraham: ‘Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré’”. Le promete a Abraham innumerables hijos, y que hará de sus descendientes una gran nación en la que toda la tierra será bendecida. “Y se fue Abraham, como el Señor le dijo; y Lot fue con él; y era Abraham de setenta y cinco años cuando partió de Harán” (Gen. 12:1-4).

Por supuesto, esta es la historia fundacional de Israel, el pueblo sagrado de Dios. Este es el momento en el que aquellos que más tarde serán llamados israelitas (por el nombre que el ángel da al nieto de Abraham, Jacob) se separan de los otros hijos de Shem. La historia no termina en la Biblia hebrea, sino hasta varios miles de páginas después, cuando el decreto de Ciro, rey de Persia, envía a los exiliados israelitas de vuelta a la que ahora es su tierra (2 Crónicas 36:23).

La pregunta es: ¿por qué Abraham? Los rabinos leyeron atentamente el texto buscando una respuesta y, al no encontrarla, juntaron algunas pistas en la Biblia. Al comienzo del capítulo 11 se cuenta la historia de la Torre de Babel. El rey de Babel era Nimrod. Nimrod era un adorador de ídolos y un aventajado astrólogo.4 Había predicho el nacimiento de Abraham, “y fue claro para él que un hombre nacería en su día, quien se levantaría contra él y triunfalmente desmentiría su religión”. Entonces, envió un decreto ordenando la matanza de todos los niños varones, pero la esposa de Taré salió de la ciudad y dio a luz en una cueva, que de inmediato fue inundada por el resplandor del sol. Taré ató su capa alrededor del niño y lo dejó a merced del Señor. El niño comenzó a llorar y “Dios envió a Gabriel para darle leche de beber, y el ángel la hizo fluir desde el dedo meñique de la mano derecha del niño, y él chupó de allí hasta que tuvo diez días”. Entonces se levantó y salió de la cueva. Afuera, se admiró de la belleza de las estrellas y decidió que eran dioses y que las adoraría. Pero al amanecer desaparecieron y él pensó: “no las adoraré, porque no son dioses”. Lo mismo sucedió con el sol y la luna. Entonces Gabriel apareció nuevamente, y le dijo a Abraham que él era el mensajero de Dios, y lo llevó a una fuente donde le lavó las manos y los pies, y le oró a Dios. Más tarde, Nimrod lo capturó y lo arrojó a una hoguera ardiente por haber negado la divinidad de los ídolos que él adoraba. Abraham, sin embargo, se mantuvo imperturbable en su fe, y fue sacado milagrosamente sano y salvo de las llamas. A fin de cuentas, dicen los rabinos, Abraham fue tentado diez veces, y diez veces se resistió, porque Dios estuvo siempre con él.

Es posible que los rabinos que compilaron estas historias estuviesen influenciados tanto por los reportes de la niñez de Jesús, encontrados en los evangelios gnósticos –algunos de cuyos rasgos sobreviven en Mateo y Lucas–, como por las historias de los primeros años de Moisés al comienzo del Éxodo. Aunque también es posible que estas historias, como las asociadas al niño Jesús, hayan surgido del mismo ambiente cultural. En ambos casos se atribuyen rasgos deslumbrantes al protagonista, y en ambos casos, es fácil ver por qué. Como en el caso de Caín y Abel, la pregunta de por qué X es elegido (y no es elegido Y) se responde asegurando que X tenía cualidades asombrosas (la principal de ellas, es la habilidad de reconocer al Dios verdadero y de que este, a su vez, lo reconozca). Mientras que Y tenía defectos notables, el principal de ellos, su negación a reconocer al Dios verdadero.

Llegaré a los Evangelios a su debido tiempo. Por el momento, permanezcamos en la Biblia hebrea. En ambas historias, la de Caín y Abel y la de Abraham, estamos lidiando con el problema de la elección. ¿Por qué fue Abel elegido y Caín rechazado? ¿Por qué fue elegido Abraham? En ningún caso la elección puede ser explicada –ni teológica ni moralmente– por el texto tal como está escrito. Para explicarlo, debemos asumir la incompetencia por parte de los escritores, la desaparición de piezas cruciales de información, o bien debemos salirnos del texto e inventar un escenario en el que cobren sentido las, aparentemente, arbitrarias elecciones de Dios.

Como hemos visto, el problema de la elección afligió profundamente a los rabinos y cristianos tempranos. Se convirtió, como todos sabemos, en una fuente mayor –si no la fuente mayor– de controversia en tiempos de la Reforma. Escritores del mundo entero –desde católicos hasta luteranos y calvinistas–, estudiaron la Biblia, y en especial el texto clave de la Biblia sobre el problema de la elección, la Carta de Pablo a los Romanos, buscando una respuesta a la pregunta: ¿quién es elegido? (y su consecuencia: ¿cómo saber si yo he sido elegido?). Por causa de esta pregunta, se libraron guerras y miles fueron brutalmente asesinados, al mismo tiempo que se escribió la poesía más hermosa en el curso de los siglos xvi y xvii. Aunque la Ilustración puso fin a la sangre, la persistente importancia de la Carta a los Romanos en la teología protestante demuestra que sigue siendo un asunto central en el pensamiento cristiano. A la luz de esto, puede parecer frívolo sugerir que la pregunta ha sido formulada de manera equivocada, pero eso haré. Qué pasaría si en vez de forzar al texto bíblico para que nos entregue una explicación, nos preguntáramos: ¿por qué la elección, en la Biblia hebrea, parece ser tan arbitraria?

La respuesta, podría sugerir, es que la Biblia hebrea es ante todo realista. Es realista en su reconocimiento de la condición humana, y es realista en su reconocimiento de cómo hombres y mujeres responden a dicha condición. Ella parte de la premisa de que es un hecho de la vida que algunos sean más afortunados que otros; de que los padres, por ejemplo, amen a algunos de sus hijos más que a otros. Esto puede no ser justo, pero ¿por qué debería ser justa la vida? La Biblia hebrea, aceptando esta premisa, prefiere concentrarse en esta pregunta: ¿cómo respondemos ante la injusticia de la vida? ¿Cómo respondemos al privilegio de ser escogidos, de ser el hijo favorito, por ejemplo, y cómo respondemos a la decepción del rechazo, de no ser el favorito de los padres? En el caso de Abraham la respuesta es inmediata y ni siquiera requiere palabras: Dios le exige a Abraham dejar su ciudad, hogar y familia para enfrentar un futuro incierto, y él obedece al instante. No podemos ni debemos preguntar por qué, ya que quizás ni el mismo Abraham lo sabía. Quizás existe un momento en la vida de cada uno en el que llega un llamado de cierto tipo, al que respondemos o no. Por supuesto, no existe la certeza de que el llamado provenga de Dios, o de que sea genuino. Esta es la pregunta que atormentó a Kierkegaard, quien respondió a un llamado en su adultez temprana y pasó el resto de su vida reflexionando si acaso se había equivocado, intentando explicarse por qué había hecho lo que hizo. Sabemos que bajo condiciones extremas la gente toma decisiones que, en algunos casos, como los de Gandhi o Nelson Mandela, posteriormente parecen heroicas, pero debe de haber millones de personas que también han tomado decisiones semejantes y que no son confirmadas así por eventos externos. En el caso de Caín, la respuesta también es inmediata. Invadido de celos, mata a su privilegiado hermano y luego se sacude de la responsabilidad: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Una lectura apropiada del Génesis 4 deberá reconocer la ira, e incluso la angustia de Caín. De hecho, no es difícil reconocerla, pues, ¿quién no ha sentido tal ira y angustia?, incluso si su ira no lo ha hecho actuar como Caín. La respuesta de Caín a Dios tampoco es difícil de entender, y de hecho ya hemos visto un ejemplo de tal respuesta en la Biblia misma. Cuando Dios, en el Jardín, le pregunta a Adán si ha comido del fruto prohibido, responde: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Gen. 3:12). Más tarde en el Génesis, encontramos un ejemplo mucho más elaborado de envidia fraternal: José, el preferido de su padre, se vuelve intolerablemente arrogante para sus hermanos, una arrogancia que José lleva al extremo, cuando les cuenta un sueño en donde ellos lo homenajeaban con reverencia. Como Caín, los hermanos planean matarlo, pero esta vez el plan sale mal y, en la larga secuela del asesinato frustrado, los hermanos llegan, gradualmente, a una comprensión distinta de su actuar. Es Judá quien llega más cerca de admitir su culpa (ya lo hemos visto admitiendo ser culpable en la historia de Tamar) y aceptar que el hecho de que los padres amen a sus hijos en distinta medida es la manera como funciona el mundo (Gen. 44:33). Con este reconocimiento de su parte, se hace posible un desenlace más cómico que trágico, porque, en efecto, sucede que en Egipto tanto los hermanos como el padre se arrodillan ante José. Incluso esa situación, como he dicho, es solo temporal, puesto que en una perspectiva más amplia –una perspectiva reservada solo para Dios y para el lector paciente–, la descendencia de José se arrodillará a su vez ante la de Judá.

Volvamos a Abraham. El misterio de la elección de Abraham se funde con el misterio de la elección de los israelitas. La vieja rima lo dice todo: “Qué extraño de Dios/ elegir a los judíos”.5 No hay razón para ello. Pero, de nuevo, buscar una razón para aquello es una búsqueda equivocada. El punto importante es: ¿cómo reacciona uno al favor de la elección? Podría haber sido cualquiera; le pasó a Abraham. Podría haber sido cualquier grupo; les pasó a los israelitas. ¿Cómo lo enfrentará Abraham? ¿Y los israelitas?

De hecho, el segundo libro de la Biblia, el Éxodo, se ocupa precisamente de esa pregunta. Es una exploración de cómo Israel responde al llamado, cómo llega, en el curso de muchas aventuras, a comprender que lo importante no es –como en la tradición filosófica griega– conocerse a uno mismo, sino caminar por el sendero de Dios; no preguntarse el sentido del llamado, sino responder a él. Esta es una lección difícil de entender y, en cierto sentido, nunca se la comprende por completo.

Recordemos que en el Libro del Éxodo hay un punto de división entre el momento del cruce del mar Rojo y la canción de victoria de Moisés. Pero aquella división no es tan evidente. Tan pronto como los israelitas son libres, con el ejército egipcio ahogado detrás de ellos, comienzan a añorar la seguridad de su vida previa, en la que, aunque esclavos, al menos sabían que no morirían de hambre ni de sed:

Toda la congregación de los hijos de Israel deambuló por los desiertos de Sin (…). Y acamparon en Refidim; y no había agua para que el pueblo bebiese (…) Y el pueblo tuvo sed; y murmuró contra Moisés, y dijo: “¿Por qué nos hiciste salir de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestro ganado?”. Y Moisés clamó a Dios, diciendo: “¿Qué haré con este pueblo? Están listos para apedrearme” (Exod. 17:1-4).

La Biblia hebrea, tal como he señalado, lidia con la realidad; y la realidad es que somos débiles e inseguros; que deseamos la claridad y la certidumbre y nos es difícil seguir adelante sin ellas. Pero eso es precisamente lo que debemos hacer, salvo que deseemos pasar nuestras vidas como esclavos o autómatas, obedeciendo órdenes a cambio de la comodidad de sabernos protegidos del frío, del hambre y del peligro. Y aunque somos débiles e inseguros, Dios está ahí, para escuchar nuestros quejidos y ayudarnos si nos dirigimos a él. Pero esta ayuda está sujeta a que actuemos de ciertas maneras. Al final del Éxodo, da la impresión de que el pueblo de Israel ha aprendido esas lecciones. Ya están listos para recibir las leyes de Dios. El Levítico puede empezar. Sin embargo, y como la historia posterior de los israelitas mostrará, incluso, armados con las leyes y preceptos del Levítico, las tentaciones de la certidumbre y la esclavitud nunca estarán lejos.

Ya podemos regresar a mis ejemplos iniciales para preguntarnos si es que acaso la apertura que he planteado –y que hasta ahora he discutido en términos negativos– puede ser vista bajo una luz diferente si confiamos en el texto en lugar de criticarlo por no adecuarse a nuestras expectativas.

En ambos ejemplos, el lector moderno está desorientado por la reticencia de la narrativa. Esto a menudo tiene que ver con la brevedad, pero no necesariamente. El texto puede ser prolijo y aun así negarnos información sin la cual no podemos seguir adelante. Deseamos que el texto diga más, que explique, que tome posición, pero ¿qué pasa si esta ausencia de explicación, esta falta de toma de posición, fuese, tal como la inexplicabilidad del llamado o el misterio del amor paterno, una parte de lo que trata este libro y no una debilidad o falta? La irrupción repentina y desconcertante de Paltí en la historia, sin decir nada, llorando tras su esposa hasta Bahurim antes de regresar, siempre sin hablar, incluso cuando debería, nos ayuda a estar atentos al hecho de que la historia está llena de figuras silenciosas; meros nombres en listas genealógicas, y cada una, sin lugar a dudas, con su propia vida, dolores y alegrías. Aún más, esto nos pone al tanto de que, incluso, cuando la historia que se cuenta es la de los israelitas, hay otras historias en las que podríamos haber entrado de no ser en esta. En otras palabras, tal como las distintas historias de elección nos alertan sobre la contingencia de la vida –no tenía que haber sido yo, pero lo soy–, así también la historia de Paltí nos alerta sobre la contingencia de las historias, incluso historias que, como esta, comienzan con la creación del mundo.

Incluso eso no es completamente cierto, pues hace que la contingencia suene demasiado a relatividad. La relatividad es un concepto bastante acotado, al menos en abstracto. Aquella señala que hay otras maneras de ver las cosas aparte de las propias, otros mundos aparte de los nuestros. Podemos aceptar eso con facilidad y permanecer encerrados en nuestro mundo, simplemente imaginando otros mundos como el nuestro, solo que, de alguna manera, diferentes. La contingencia, por su parte, es radical. Experimentarla, es experimentar la fragilidad de la vida y también su milagro: esto, ahora, y nada más. La contingencia descentraliza, y el episodio de Paltí demuestra cómo la Biblia es un libro radicalmente descentralizado: parece ir en línea recta desde Adán, pasando por David hasta el exilio y el retorno, pero cada cierto tiempo abre ventanas a otros paisajes, aun cuando, como aquí, sea solo por un instante. De esta manera, se nos hace sentir que no somos –como José se imaginaba a sí mismo– el centro del universo, sino solo una pequeña parte de él.

Por supuesto, como la misma historia de José y sus descendientes demuestra, es una locura que nos imaginemos en el centro, porque lo que es central un día, puede ser periférico al siguiente. Y si Judá y su línea triunfaron en el largo plazo, ¿quién sabe si esto se mantendrá como cierto en un plazo más largo? Por eso, el narrador no nos alerta de este hecho al describir el triunfo de José, porque hacerlo sería sugerir que estamos fuera del tiempo y por sobre él. Pero eso, para la Biblia hebrea, es cometer una locura imperdonable: la locura de Adán y Eva, la locura de los constructores de la Torre de Babel. Es el deseo de ser como Dios.

La mayoría de las narrativas con las que estamos familiarizados –es decir, las novelas– se atribuyen la responsabilidad de alcanzar conclusiones claras. Esto es lo que nos atrae de ellas. En el ejemplo famoso de Sartre, en las primeras páginas de La náusea, abro las páginas de una novela y me sumergen en la vida del héroe. Él camina por una calle; su vida, como la mía, está abierta ante él; pero sé, porque de esto tratan las novelas, que tarde o temprano este hombre se involucrará en una aventura, una en que su vida adquirirá un significado. De otra manera no habría nada que la novela pudiera hacer. Esa es su tarea, pero también es un engaño. Un engaño magnífico, pero aún así, un engaño. Mientras leo la novela, siento que la vida tiene un significado, y, por tanto, mi vida también tiene un significado; en cierto sentido, yo soy el centro del universo.

La novela clásica, no obstante, no es la única forma de narrativa. En un famoso ensayo, Walter Benjamin trazó un duro contraste entre la narrativa del narrador oral y la del novelista. Mientras el narrador es el vocero de la tradición, la novela es la expresión del individuo solitario. El narrador no está interesado en el carácter ni en la moral, sino en la narrativa pura. Podemos ver, desde nuestra perspectiva, que la novela crece a partir del midrash y la alegoría, mientras que las historias del cuentacuentos son similares a la narrativa bíblica. Solo ocasionalmente en nuestra tradición occidental, alguien ha desafiado el poder de la novela, a un poder que emana de la capacidad de proveernos de la ilusión de estar en el centro de una aventura, de que nuestras vidas están empapadas de significado. Sartre y Camus hicieron esto en sus primeras novelas, pero podemos regresar a los orígenes de la novela y ya descubrir un desafío en formación. Rabelais, Cervantes y Sterne, con sus estilos tan diferentes, cuestionaron las suposiciones de la novela clásica, y, en nuestro propio tiempo, Proust lo hizo en En busca del tiempo perdido. De hecho, esta es la única narrativa extensa que conozco que opera bajo el mismo principio que la Biblia y lo hace, como la Biblia, por su interés en la realidad. Creemos haber entendido quién es Saint-Loup, para solo descubrir algunas páginas después que estábamos equivocados. Sin embargo, mil páginas después descubrimos que nuestra primera impresión era la correcta, y siempre existe la posibilidad de que este veredicto también sea posteriormente cuestionado. En otras palabras, tanto en Proust como en la Biblia, la narrativa es un medio de mostrarnos cómo son las cosas en lugar de hacernos sentir mejor. La apertura de la Biblia hebrea es, como en En busca del tiempo perdido, difícil de digerir. Requiere la voluntad de quedarse en la incertidumbre y a menudo sentiremos que es un mundo injusto; pero eso mismo, después de todo, es lo que se exige a todo hombre y mujer en la Biblia hebrea, y es lo que se le exige a la nación de Israel.

Por cierto, hay lugares en la Biblia hebrea en donde esta apertura se pierde, donde se nos asegura que el bien triunfará y el mal será destruido; que el mundo de Dios es uno justo y relativamente simple. Pero esto tiende a encontrarse en los libros proféticos y en algunos de los salmos, así como en el trabajo del cronista. Lo que siempre ha sido considerado como el centro de la Biblia hebrea, la Torá (Pentateuco), y los libros de los Jueces y Samuel, son siempre “abiertos” según la manera en la que he descrito el término.

Pero, ¿qué hay de la Biblia cristiana? Parecería a primera vista que opera con principios directamente opuestos a los de la Biblia hebrea. Críticos modernos como Northrop Frye y Frank Kermode han argumentado, de hecho, que la Biblia cristiana es el ejemplo supremo de un texto cerrado.6 Comienza con la Creación y termina con el Apocalipsis. Y el Libro del Apocalipsis culmina con el mandato de no añadir ni sustraer una palabra a lo que ha sido escrito. Jesús se veía a sí mismo y era visto por los evangelistas y los escritores de las epístolas como la piedra angular del arca, la que une a las dos partes y da sentido a lo que vino antes. La noción de la figura, tan central en la teología y arte medieval, la idea de que lo que era sombra en el Antiguo Testamento se hace realidad en el Nuevo Testamento, ya era parte del mensaje de Jesús a sus discípulos: “Porque como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena; así estará el hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón de la tierra” (Mat. 12:40). Esto significaba que donde antes no había manera de pararse fuera del tiempo y por sobre él, ni de entender la historia esencial de la humanidad, ahora existía un camino: la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios. Provistos de tal creencia, los cristianos podían afirmar la comprensión de sí mismos y del universo, del pasado y futuro.

Este era un mensaje extremadamente poderoso. El significado es repentinamente introducido donde antes solo había órdenes; introduce certeza donde antes solo existía la ambigüedad y la incertidumbre de la vida humana. Un profeta podrá predicar, pero ¿quién podrá decir si trae la verdad? El éxodo de Egipto puede ser celebrado como un avance, pero ¿cómo afecta el presente? Ahora, sin embargo, la certeza y el significado estaban a la mano de quien tenga ojos para ver. Un buen ejemplo del poder de este mensaje puede encontrarse en el episodio del eunuco etíope en Hechos 8. “Un hombre de gran autoridad”, está sentado en un carruaje leyendo “Esaías el profeta”, esto es, Isaías:

Y el espíritu dijo a Felipe: ‘Acércate y júntate a ese carro’. Acudiendo Felipe, le oyó que leía al profeta Isaías, y dijo: ‘Pero ¿entiendes lo que lees?’. Él dijo: ¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare?’ y rogó a Felipe que subiera y se sentase junto a él. El pasaje de la escritura que leía era este: Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca… Y el eunuco (…) dijo: ‘Te ruego que me digas, ¿de quién dice este profeta esto, de sí mismo o de algún otro?’. Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús. Y yendo por el camino, llegaron a cierta agua, y dijo el eunuco: ‘Aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado?’. Felipe dijo: ‘Si crees de corazón, bien puedes’. Y respondiendo dijo: ‘Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios’. Y mandó detener el carro; y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco; y le bautizó (Hechos 8:29-38).

Si esta fuera la norma, los lectores no cristianos tendrían el derecho a sentirse decepcionados. Pero no la es. Los libros del Nuevo Testamento, y los Evangelios en particular, si bien dan la espalda –de cierta manera– a todo lo que representaba la Biblia hebrea, de otra manera están profundamente empapados de su espíritu, y como los creadores del canon cristiano reconocían, forman un continuo con ella. El tipo de apertura que he estado explorando en la Biblia hebrea descansa en el corazón del Nuevo Testamento. Quisiera terminar echando un vistazo a dos grandes ejemplos de lo que podríamos llamar el modo narrativo bíblico, el modo de la apertura, en el Nuevo Testamento.

La Biblia, como ya he dicho, es ante todo un libro realista. En El libro de Dios7he descrito el patrón que siguen muchas de las vidas de los personajes claves en la escritura: comienzan como un cuento de hadas y, en algún momento, se encuentran ante una realidad abrumadora. Esto sucede con Adán, nacido en el Jardín del Edén, que crece inmortal, y después (como descubriría) solo por una transgresión momentánea y ligera se encuentra, repentinamente, exiliado para siempre y obligado a una vida diferente y dura, con la perspectiva de la muerte siempre ante él; le sucede a Jacob, quien se sale con la suya hasta el día en que despierta y se encuentra con que ha estado esclavizado siete años, no por su amada Raquel, sino por su hermana Lea; le pasa a David, quien lleva una vida afortunada desde el momento en que emerge como un joven pastor que derrotó al gigante Goliat hasta la muerte de Saúl y su ascensión al trono, quien un día ve una mujer a la que desea, envía a que la busquen, duerme con ella y, repentinamente, toda su vida se vuelve trágica: se encuentra cometiendo no solo adulterio, sino asesinato por encargo, a lo que sigue la muerte de su hijo pequeño, después la muerte de otro de sus hijos luego de que este viola a su hermana, y, finalmente, la muerte de su hijo favorito, Absalón, en una desdichada rebelión contra su padre. Y le pasa a Jesús:

Entonces llegó Jesús con ellos a un lugar llamado Getsemaní, y dijo a sus discípulos: ‘Sentaos aquí, mientras yo voy allí y oro’. Y tomando a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: ‘Mi alma está muy triste, hasta la muerte, quedaos aquí y velad conmigo’. Yendo un poco más adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: ‘Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres’. Vino luego a sus discípulos, y los halló durmiendo (Mat. 26:36-40; cf. Marc. 14:32-7).

Este texto pertenece a Mateo. Jesús, quien parece haber estado al tanto de su destino al menos desde su bautismo, y quien es, de todas las figuras de la Biblia (por razones obvias), el que parece más seguro de sí mismo, se encuentra repentinamente “muy triste y muy angustiado” (lupeisthai kai ademonein) (en Marcos él es descrito como ektham-beisthai, ‘dolorosamente asombrado’ y ‘muy angustiado’).Confiesa su angustia a los discípulos en quienes más confía, pero luego se aleja para hablar con Dios. Y por primera vez ruega ser liberado de su llamado, tal como había rogado Moisés y muchos de los profetas. Incluso al decir esto, sin embargo, acepta que el mundo puede tomar un camino que entre en conflicto con sus propios deseos. “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres”. Diecinueve palabras en griego y todo ha acabado. Dios no responde, como sí lo hace a Moisés e Isaías, pero de momento la crisis está en el pasado. Finalmente, nos damos cuenta de que incluso Jesús ha aprendido la dolorosa lección de Freud: “aún lo que es doloroso podría, no obstante, ser verdad” (Auch das schmerzliche kann wahr sein). Una lección que todos desearíamos no tener que aprender jamás.

Juan no menciona este episodio, y uno puede ver el porqué: su Jesús no podía contemplar dudas, ni ver su deseo en conflicto con lo que debe suceder. Lucas, por su parte, lo explica detalladamente: Jesús le ora a Dios para “quitar de mí esta copa”:

Y apareció un ángel para fortalecerle. Y estando en agonía, más intensamente oraba, y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra… (Lucas 22:43-4).

Esto es un desastre. Lucas introduce al ángel para darnos seguridad, para hacernos sentir que Dios está en control todo el tiempo; después añade las gotas de sudor para jugar con el ambiente. El resultado es el opuesto al que deseaba: la intensidad de Marcos y Mateo se desvanece y nos quedamos con la escena de una mala obra de teatro.

El poder de la narrativa de Mateo emana de la combinación de dos elementos que ya hemos visto en juego en la Biblia hebrea: la aridez de la narrativa, su negativa a comentar la acción desde fuera del tiempo y sobre él; y (lo que se sigue de esto) su representación del hombre como un ser existente en el tiempo; su rechazo de la teología. Esto es lo que he llamado “apertura”. Es abierto porque estamos obligados, mientras leemos, a experimentar la angustia de Jesús, su sensación de que lo que desea y lo que debe ser no son uno ni lo mismo, y su sensación de no saber cómo resultarán las cosas. Sin embargo, tras un instante, acepta las cosas como deben ser. Pero esta aceptación sería ilusoria si Jesús tuviese (y si nosotros tuviésemos) la seguridad de que todo sería, al final, para mejor. A esto me refiero con apertura; solo a partir de dicha apertura, la notable aceptación de Jesús puede ser entendida como lo que es: un gesto de confianza. Lucas hace lo que hemos visto a Agustín y al midrashim hacer con las narrativas del Antiguo Testamento: nos lleva a un punto aventajado desde el que podemos mirar hacia abajo, seguros de que todo es para bien, de que el mundo tiene sentido después de todo, y que nosotros podemos saberlo. La narrativa de Mateo nos niega esto, ella permanece abierta hasta el final y por lo tanto nos demuestra lo que significa la confianza.

Hay otro momento en los Evangelios donde este choque entre el deseo profundo del individuo por no sufrir y “lo que debe ser” entran en conflicto. Y allí nuevamente la diferente manera en que los evangelistas tratan la escena es muy reveladora. Así es como Marco y Mateo nos lo presentan:

Y cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: ‘Eli, Eli, ¿lama sabactani?’. Esto es: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’. (…) Jesús, habiendo clamado una vez más a gran voz, entregó el espíritu (Mat. 27:46,50; cf. Mar. 15:34,37).

Y Lucas:

Cuando era como la sexta hora, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Y el sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Y habiendo dicho esto, entregó el espíritu (Luc. 23:44-6).

Como en la descripción de Lucas del Getsemaní, la naturaleza misma toma parte en la realidad, asegurándonos que ella tiene un significado cósmico; a Jesús se le permite “clamar”, pero la sustancia de lo que dice se elude, presumiblemente, por ser muy impactante y negativa. En su lugar, cuando a Jesús se le atribuyen palabras, es piadoso y afirmador: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Juan también omite la tensión humana, como podríamos esperar, y cierra la escena con Jesús mismo asentando su significado: “Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, él dijo: ‘Está consumado’, y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:30).

Uno puede notar el problema que se les presenta a los evangelistas. Aunque siguen adelante para describir la Resurrección (o, al menos, la tumba vacía), la vida de Jesús no puede terminar con palabras de desesperación. El hecho de que estas palabras hayan sido bien conocidas por todos los judíos, debido a que abren el Salmo 22, no habría sido suficiente para anular el horror, porque aun más que en el jardín, aquí Jesús parece dudar. Como Marcos y Mateo nos lo presentan, el momento de la muerte no es tranquilo, no hay resignación. Jesús siente que Dios, en quien había confiado, lo ha abandonado.

La escena nos sorprende y nos impacta. Aún más: ella abre un abismo que ningún razonamiento, y ninguna teología, podrán cerrar jamás. Es como si la narrativa pura fuese una barra de acero alrededor de la cual la razón y el entendimiento flamearan desesperadamente. Así es como fue, sentimos, y así es como es. Intentamos buscarle un sentido, pero todo lo que podemos hacer es reiterar: así es como fue, así es como es.

Es notable que un documento religioso deba colocar la narrativa por sobre la teología –la realidad por sobre el consuelo–, de esta manera. No obstante, la Biblia lo hace. Y lo hace, me parece, porque reconoce que, al final, lo único que puede sanarnos y consolarnos no es la voz del consuelo, sino la voz de la realidad. Así es como el mundo funciona, señala, no es ni justo ni equitativo. ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Cómo vas a vivir para estar contento y satisfecho? La Biblia no contiene respuestas, sino solo varias maneras de responder a estas preguntas. Y desde Adán hasta Jesús, confía constantemente no en la enseñanza –ni en la prédica, ni tampoco en la razón–, sino en la única forma humana que puede transmitir la verdad de que somos más de lo que podremos alguna vez comprender, la única forma es que ella es abierta; es la narrativa pura.

Leer narrativa es lo más fácil de leer en el mundo, pero cuando parece haber tanto en juego, cuando lo que buscamos son respuestas y certidumbre, leer mal es fatalmente fácil. La historia de la interpretación bíblica puede considerarse la historia de estas malas lecturas. Pero la historia de las comunidades religiosas, tanto judías como cristianas, es un cuento totalmente diferente, porque lo que vemos en la liturgia de la fe judía y cristiana es el testimonio vivo de la bendición conferida al colocar la lectura comunitaria por sobre la necesidad de interpretar, y la confianza en que la lectura en voz alta es la clave para una vida buena. Pocos de nosotros pertenecemos hoy a tales comunidades, pocos de nosotros tomamos parte en la liturgia. Pero todos podemos conseguirnos una Biblia y simplemente comenzar a leer.

ESPACIOS VIBRANTES

En su gran ensayo sobre la lectura Journées de lecture,8 que escribió como prólogo a su traducción del pensamiento de Ruskin sobre la lectura, Sésamo y lirios, Proust anota una serie de puntos absolutamente fundamentales que no han sido, lamentablemente, tomados en cuenta por lectores profesionales posteriores, esto es, por críticos y académicos. Cada página del ensayo, incluyendo los apartados e inserciones posteriores, está repleto de observaciones que, cuando son correctamente entendidas, parecen a la vez obvias y revolucionarias. Al principio, por ejemplo, comenta:

Debo admitir que cierto uso del indicativo imperfecto –ese tiempo cruel que retrata la vida como algo al mismo tiempo efímero y pasivo, que, en el acto mismo de retraer nuestras acciones, las reduce a una ilusión, aniquilándolas en el pasado sin dejarnos, al contrario del tiempo perfecto, con el consuelo de la actividad– ha permanecido en mí como una fuente inagotable de tristeza misteriosa. Hoy puedo haber estado pensando por horas sobre la muerte; pero solo necesito abrir un volumen del Lundis de Sainte-Beuve y alumbrar esta sentencia de Lamartine (se refiere a Madame d’Albany: “Nada en ella recordaba entonces [rappelait]… Ella era [c’était]una mujer pequeña… etc.” para sentirme al instante invadido por una profunda melancolía (57-8).

Como en tantos pasajes de En busca del tiempo perdido, esta idea golpea al lector como una cuestión ligeramente cómica y, a la vez –cuando pensamos en ello–, absolutamente cierta. Mucho antes que Sartre y Barthes, Proust entendió que toda narrativa nos tiene bajo control, y que la naturaleza de esta posesión depende mucho más de cómo algo está narrado, que sobre qué está narrado. Tardíamente en su vida, Proust empezaría su ensayo en defensa de Flaubert,9 un autor por el que admite no prestar mucha atención, pero al que se siente llamado a defender contra sus detractores académicos, haciendo una afirmación similar:

Me quedé perplejo, debo admitirlo, al ver tratado como alguien de pocas dotes literarias a un hombre que, mediante un uso completamente personal y original del passé défini, del passé indéfini, del participio presente, de ciertos pronombres y preposiciones, ha renovado nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant, con sus categorías y sus teorías del conocimiento y de la realidad del mundo externo.10

¿Por qué pensar que la muerte nos deja por completo imperturbables, mientras que la lectura de una narrativa expresada en lo imperfecto nos causa la más profunda melancolía? ¿Por qué el trabajo de Flaubert con la sintaxis y la gramática es el equivalente a la revolución filosófica de Kant? ¿En qué sentido podemos decir que “ha renovado nuestra visión de las cosas”? En busca del tiempo perdido explora estas preguntas en el contexto de la vida como un todo, no solo en términos de sintaxis y gramática. Su tema central es la manera en que los eventos externos pueden llevarnos de golpe a reconocer cómo son las cosas, algo que ni siquiera el pensamiento más concreto conseguirá. Marcel se ha cansado de su vida con Albertine y decide terminar su relación. Llega a casa, determinado a decirle que el romance ha llegado a su fin y que debe dejar su casa para siempre, pero descubre que ella ya se ha ido. El golpe cambia su vida y sus sentimientos. Ahora reconoce que no puede dejarla ir, que ella significa más para él que cualquier otra cosa en su vida, y que sus pensamientos anteriores eran completamente irrelevantes, afirmado por el hecho de que sabía que Albertine era suya con seguridad. Sin embargo, una vez que ese hecho es destruido por su partida, es como si su mismo cuerpo hubiera entendido algo que permanecía escondido, o como si su cuerpo hubiera adquirido voz donde antes solo la mente tenía la palabra. O como si otra vez, muriera la abuela de Marcel. Llora por ella, se lamenta, pero lentamente se recupera. Entonces un día, años más tarde, se agacha para atarse un zapato y es como si su abuela –que solía hacer esta tarea por él cuando era un niño–, hubiera estado enterrada en los pliegues de su cuerpo y resucitara de repente. Esta violenta sensación de su presencia, de su vitalidad, lo sacude hasta lo más profundo, y trae consigo la sensación igualmente poderosa de su muerte, del hecho de que ella ya no está. Inesperada y súbitamente, Marcel se retuerce en una agonía mayor a la que nunca imaginó.

Así, justamente, el uso de un tiempo verbal, de una preposición o de una conjunción en el libro que leemos, nos obliga a ver realidades de las que hasta entonces nos habíamos protegido, o que jamás hubiéramos experimentado de ser dejadas a nuestros propios pensamientos. Por esto, continúa Proust en su maravilloso ensayo, los grandes escritores prefieren libros antiguos, “los clásicos”, a aquellos de sus contemporáneos, porque los libros antiguos abren ante nosotros mundos desaparecidos; ellos no solo poseen la belleza que su creador les infundió,

ellos reciben otra belleza, más conmovedora, del hecho de que su sustancia, y me refiero al lenguaje en el que fueron escritos, es como un espejo de la vida. Algo de la felicidad que uno siente al caminar por una ciudad como Beaune, que ha conservado intacto su hospital del siglo xv, con su pozo, su lavadero, el panel pintado de su techo de madera, los gabletes del tejado quebrados por buhardillas.

En medio de la bullente ciudad moderna, un fragmento del pasado que ha desaparecido sigue aquí, milagrosamente presente. Así es como los trabajos de literatura antigua contienen “todas las adorables formas de lenguaje que ya no existen, los rasgos persistentes de un pasado que no recuerda a nada en el presente, y cuyos colores el tiempo, al pasar sobre ellos, solo ha sido capaz de acentuar” (52-3). Por esto es que ningún buen escritor se satisface con antologías, con morcieux choisis,