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Es Navidad en Londres. La esposa del inspector Peterson, de Scotland Yard, se dispone a cocinar una oca extraviada tras un incidente callejero. Al eviscerar al animal, encuentra una enorme sorpresa en su buche. Todo un reto para Sherlock Holmes.
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Seitenzahl: 279
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
El carbunclo azul.
La banda de lunares.
El pulgar del ingeniero.
El aristócrata solterón.
La diadema de berilos.
La finca de Copper Beeches.
Notas
El carbunclo azul
Títulos originales: Te Adventure of the Blue Carbuncle; Te Adventure of the Speckled Band;Te Adventure of the Engineer’s Tumb; Te Adventure of the Noble Bachelor;Te Adventure of the Beryl Coronet; Te Adventure of the Copper Beeches, 1892
Traducción: Esteban Riambau Saurí y Amando Lázaro Ros
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: julio de 2025
REF.: OBDO513
ISBN: 978-84-1098-375-5
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
“¡OH, SEÑOR, ES USTED PRECISAMENTE EL HOMBRE
QUE ANSIABA ENCONTRAR”.
DE A. CONAN DOYLE
ABÍA VISITADO a mi viejo amigo Sherlock Holmes la segunda mañana después de Navidad, con la intención de expresarle mis buenos deseos, como es propio de esta época. Estaba recostado en un sofá, con un batín de color morado, un estante con pipas a su alcance a su diestra y un montón de arrugados periódicos de la mañana, evidentemente recién revisados, cerca de la mano.
Junto al sofá había una silla de madera y del ángulo del respaldo colgaba un sombrero de fieltro duro muy ajado y de aspecto vergonzante, raído por el uso y además agrietado en varios lugares. Una lupa y un fórceps sobre el asiento de la silla sugerían que el sombrero había sido colgado de esta guisa con fines de observación.
—Está usted atareado —dije—. Tal vez interrumpo.
—En absoluto. Me alegra disponer de un amigo con el que puedo comentar mis resultados. El asunto es perfectamente trivial —señaló con el pulgar el viejo sombrero—, pero hay puntos relacionados con el mismo que no carecen totalmente de interés, y que incluso son instructivos.
Me senté en la butaca y me calenté las manos ante el crepitante fuego, pues había caído una fuerte helada y en las ventanas se acumulaba una buena capa de hielo.
—Supongo —observé— que, pese a su aspecto hogareño, este objeto guarda relación con alguna historia macabra, que es la clave que le guiará a la solución de algún misterio y al castigo de algún crimen.
—No, no. Nada de crimen —protestó Sherlock Holmes, riéndose—. Tan solo uno de esos incidentes ínfimos y caprichosos que ocurren cuando se tienen a cuatro millones de seres humanos, todos ellos dándose empellones unos a otros, en el espacio de unos pocos kilómetros cuadrados. En medio de las diferentes actitudes y reacciones de un enjambre tan denso de humanidad, cabe esperar cualquier combinación posible de acontecimientos, y que se presente más de un problemilla que resulte chocante y extraño sin llegar a ser criminal. Ya hemos tenido al respecto alguna experiencia.
—Sí —puntualicé—, hasta el punto de observar que de los últimos seis casos que llevo anotados tres han estado exentos de crimen en el sentido legal.
—Precisamente. Usted alude a mi intento de recuperar la fotografía en el caso de Irene Adler, al trueque de identidad en el de la señorita Mary Sutherland y a las tribulaciones de Hugh Boone, el hombre del labio retorcido. Pues bien, no dudo de que este asuntillo pertenecerá a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el mandadero?
—Sí.
—Este trofeo le pertenece.
—Es su sombrero, pues.
—No, no. Él lo encontró. Su propietario nos es desconocido. Le ruego que lo examine, pero no como un sombrero maltrecho, sino como un problema intelectual. Sin embargo, le voy a contar primero cómo llegó aquí. Apareció el día de Navidad, por la mañana, en compañía de un ganso gordo y hermoso que, no me cabe la menor duda de ello, en estos momentos se está asando ante el fuego hogareño de los Peterson. He aquí los hechos:
»Hacia las cuatro de la madrugada del día de Navidad, Peterson, que como sabe es un hombre muy formal, volvía de una fiestecilla y se encaminaba a su casa a lo largo de Tottenham Court Road. Ante él vio, a la luz de una farola de gas, un hombre más bien alto, que caminaba con paso un tanto vacilante y que llevaba un ganso blanco terciado sobre su hombro. Al llegar a la esquina de Godge Street, se produjo un altercado entre este desconocido y un grupito de alborotadores. Uno de estos derribó el sombrero de nuestro hombre, ante lo cual este alzó su bastón para defenderse y, al hacer con él un molinete por encima de su cabeza, rompió el cristal del escaparate que tenía detrás. Peterson se había adelantado, corriendo, para proteger al desconocido contra sus asaltantes, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y al ver que un hombre uniformado y de aspecto oficial corría hacia él, echó a correr y desapareció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. También los alborotadores habían huido al aparecer Peterson, de modo que este quedó dueño del campo de batalla y también del botín de su victoria, en forma de un sombrero maltrecho y del más impecable de los gansos navideños.
—Que sin duda devolvió a su propietario.
—Mi querido amigo, ahí radica el problema. Es cierto que una etiqueta atada a la pata izquierda del ave llevaba escrito en letra de imprenta «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que las iniciales «H. B.» son legibles en el forro de este sombrero. Pero, puesto que hay miles de Baker y unos cuantos centenares de Henry Baker en nuestra ciudad, no es fácil devolverles algo que alguno de ellos haya perdido.
—¿Que hizo, pues, Peterson?
—Me trajo el sombrero y el ganso la misma mañana de Navidad, sabiendo que hasta el más pequeño problema tiene interés para mí. El ganso lo retuvimos hasta esta mañana, cuando aparecieron signos de que, a pesar de la ligera helada, sería mejor comerlo sin retrasos innecesarios. Por consiguiente, Peterson se lo ha llevado para cumplimentar en él lo que es el destino final de un ganso, mientras yo continúo conservando el sombrero del caballero desconocido que perdió su comida navideña.
—¿Y no han puesto ningún anuncio los Baker?
—No.
—Entonces, ¿con qué pista podremos determinar su identidad?
—Tan solo por lo que podamos deducir.
“LOS ALBOROTADORES HABÍAN HUIDO AL APARECER PETERSON”.
—¿A partir de su sombrero?
—Exactamente.
—¡Usted bromea! ¿Qué puede averiguarse a partir de ese sombrero viejo y raído?
—Tenga, Watson, aquí tiene mi lupa. Ya conoce mis métodos. ¿Qué puede deducir en cuanto a la personalidad del hombre que ha usado esta prenda?
Tomé el andrajoso objeto entre mis manos y lo examiné a fondo, no sin cierta desgana. Era un sombrero negro de lo más corriente, con la usual forma redonda, duro y muy castigado por el uso. El forro había sido de seda roja, pero ahora estaba muy descolorido. No estaba el nombre del fabricante. No obstante, se veían las iniciales «H. B.» garabateadas en un costado. Tenía un pequeño bucle en el borde del ala para sujetar una cinta de seguridad, pero esta faltaba. Por lo demás, estaba resquebrajado, más que polvoriento, y también manchado en algunos lugares, aunque parecía que se había hecho algún intento para ocultar las zonas descoloridas, aplicándoles tinta.
“¿QUÉ PUEDE AVERIGUARSE A PARTIR DE ESE SOMBRERO VIEJO Y RAÍDO?”.
—No puedo ver nada —dije, devolviendo el sombrero a mi amigo.
—Muy al contrario, Watson. Usted puede verlo todo. Falla en cuanto a razonar a partir de lo que ve. Es demasiado tímido a la hora de exponer sus inferencias.
—Entonces, le ruego que me diga qué es lo que puede usted inferir a partir de este sombrero.
Lo alzó y lo contempló de aquel modo introspectivo tan característico en él.
—Tal vez sea menos sugerente de lo que pudiera haber sido —manifestó—, pero con todo hay unas cuantas inferencias que son bien claras, y unas cuantas más que representan como mínimo una fuerte dosis de probabilidad. Que el hombre tenía una alta capacidad intelectual es, desde luego, obvio solo con verlo, así como también que tuvo una posición bastante acomodada en los tres últimos años, aunque ahora está pasando una mala temporada. Era previsor, pero ahora lo es menos que antes, lo cual señala un retroceso moral que, acompañado por el declive de su fortuna material, parece indicar alguna mala influencia, probablemente la bebida, que le está afectando mucho. Esto explicaría el hecho evidente de que su esposa haya dejado de amarle.
—¡Por favor, Holmes!
—No obstante, ha conservado cierto grado de dignidad —prosiguió, ignorando mi exclamación de protesta—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se encuentra en muy baja forma, es de mediana edad y tiene cabellos grises que se ha cortado hace pocos días y que trata con una loción a base de lima. Estos son los hechos más patentes que cabe deducir a partir de su sombrero. Además es extremadamente improbable que hayan instalado ninguna luz de gas en su casa.
—Desde luego, está bromeando, Holmes.
—Ni en lo más mínimo. ¿Es posible que ni siquiera ahora, después de darle estos resultados, pueda usted deducir cómo fueron obtenidos?
—No me cabe la menor duda de que soy un estúpido, pero he de confesarle que me siento incapaz de seguirle. Por ejemplo, ¿cómo ha deducido que este hombre era un intelectual?
Como respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero que le cubrió holgadamente la frente y se asentó hasta el puente de su nariz.
—Es una cuestión de capacidad cúbica —contestó—. Un hombre con un cerebro tan voluminoso bien debe de tener algo en él.
—¿Y el declive de su fortuna?
—Este sombrero tiene tres años. Estas alas planas y curvadas en el borde eran la moda de entonces. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en el ribete de seda y en el excelente forro. Si ese hombre pudo comprarse un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha tenido otro, puede decirse con certeza que ha sufrido un revés de fortuna.
—Desde luego, esto queda claro, pero... ¿de dónde saca lo de que es previsor y lo del retroceso moral?
Sherlock Holmes se echó a reír.
—He aquí la previsión —contestó, apoyando el dedo en el pequeño bucle al borde del ala—. Esto nunca se vende con el sombrero. Si ese hombre colocó uno, es señal de una cierta previsión, puesto que se salió de lo corriente al tomar esta precaución contra el viento. Pero puesto que, como vemos, ha desaparecido la cinta de seguridad y no se ha molestado en sustituirla, es obvio que muestra ahora menos previsión que antes, lo cual es una prueba bien clara de un carácter que se debilita. Por otra parte, ha procurado disimular algunas de estas manchas en el fieltro, retocándolas con tinta, y esto es una señal de que no ha perdido por completo su sentido de la dignidad.
—Ciertamente, su razonamiento es plausible.
—Los demás detalles, como el de que es de mediana edad, que tiene los cabellos grises, recientemente cortados, y que usa una loción a base de lima, se consiguen con un examen detenido de la parte inferior del forro. La lupa revela un gran número de puntas de cabello limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Todas tienden a adherirse y hay un olor inequívoco a loción de lima. Este polvo, como observará, no es el polvillo arenoso y gris de la calle, sino el polvo pardusco y blando de una casa, y demuestra que ha pasado largo tiempo colgado entre cuatro paredes. En cuanto a las señales de humedad en el interior del sombrero, son una prueba positiva de que el portador suda copiosamente y, por tanto, no se le puede considerar ni mucho menos en la mejor forma.
—Pero su esposa... Usted ha dicho que ella dejó de amarle.
—Este sombrero lleva semanas sin ser cepillado. Cuando yo lo vea a usted, mi querido Watson, con el polvo de toda una semana acumulado en su sombrero, y cuando su cónyuge le permita salir en semejantes condiciones, temeré que también usted haya tenido la desdicha de perder el afecto de su señora esposa.
—Pero podría tratarse de un hombre soltero...
—No, pues llevaba a su casa el ganso como oferta de paz para su mujer. Recuerde la etiqueta que había en la pata del ave.
—Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo diantre deduce que no han instalado el gas en su casa?
—Una mancha de sebo, incluso dos, podrían ser obra de la casualidad, pero cuando veo no menos de cinco, pienso que el individuo en cuestión debe de mantener frecuente contacto con sebo en plena combustión; es probable que por la noche suba por la escalera con su sombrero en una mano y una vela que gotea en la otra. Sea como fuere, una luz de gas no causa manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho?
—Pues sí, todo ello es muy ingenioso —dije, riéndome—, pero puesto que, como usted acaba de decir, no se ha cometido ningún crimen y no se ha causado más daño que la pérdida de un ganso, todo esto a mí me parece un despilfarro de energía.
Sherlock Holmes había abierto la boca para replicar, cuando la puerta se abrió de golpe y Peterson, el mandadero, irrumpió en el apartamento con las mejillas arreboladas y la cara del hombre aturdido por el asombro.
—¡El ganso, señor Holmes, el ganso!
—¡Vaya! ¿Qué le ocurre? ¿Acaso ha vuelto a la vida y ha salido, batiendo las alas, a través de la ventana de la cocina?
Holmes se enderezó en el sofá para obtener mejor vista del rostro excitado de aquel hombre.
—¡Juzgue usted mismo, señor! ¡Vea lo que mi esposa ha encontrado en su buche!
“¡VEA LO QUE MI ESPOSA HA ENCONTRADO EN SU BUCHE!”.
Tendió la mano y mostró en el hueco de su palma una piedra azul, de brillo centelleante, de tamaño algo menor que el de una alubia, pero de tal pureza en su resplandor que chispeaba como un foco eléctrico en la oscura cavidad de su mano.
Sherlock Holmes se sentó, profiriendo un silbido.
—¡Por Júpiter, Peterson! —exclamó—. A esto se le llama encontrar un tesoro, a fe mía. Supongo que sabe lo que ha hallado.
—¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! Corta el vidrio como si este fuera masilla.
—Es algo más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
—¿No se tratará del carbunclo azul de la condesa de Morcar? —exclamé yo.
—Precisamente. Bien, tengo que estar por fuerza al corriente de su forma y tamaño, teniendo en cuenta que últimamente he leído cada día en el Times el anuncio referente al mismo. Es un ejemplar absolutamente único y su valor solo puede ser objeto de conjeturas, pero la recompensa de mil libras ofrecida por él no llega, desde luego, a una vigésima parte de su valor en el mercado.
—¡Mil libras! ¡Dios misericordioso!
El mandadero se dejó caer en una silla y nos miró a los dos alternativamente.
—Y tengo razones para saber que existe un trasfondo de consideraciones sentimentales que inducirían a la condesa a desprenderse de la mitad de su fortuna con tal de recuperar la gema.
—Si no recuerdo mal —observé—, desapareció en el hotel Cosmopolitan.
—Exactamente el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de haberlo sustraído del joyero de la dama. La evidencia contra él era tan abrumadora que el caso ha sido enviado al tribunal. Creo que aquí tengo algunos detalles.
Revolvió entre sus periódicos, examinando las fechas, hasta que por fin alisó uno de ellos, lo dobló y leyó el párrafo siguiente:
«Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de veintiséis años y de profesión fontanero, ha comparecido ante el juez bajo la acusación de haber sustraído del joyero de la condesa de Morcar, el 22 del mes corriente, la valiosa gema conocida como el carbunclo azul. James Ryder, primer conserje del hotel, hizo su declaración en el sentido de que él acompañó a Horner al vestidor de la condesa el mismo día del robo, a fin de que pudiera soldar el segundo barrote de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció junto a Horner un rato, pero después le llamaron a otra parte. Al volver, descubrió que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el pequeño estuche de tafilete en el que, como después se supo, la condesa solía guardar su joya, se encontraba vacío sobre la mesa del tocador. En el acto, Ryder dio la alarma y Horner fue detenido aquella misma tarde, pero la piedra no pudo ser hallada ni sobre su persona ni en su vivienda. Catherine Cusack, camarera de la condesa, declaró haber oído el grito de disgusto de Ryder al descubrir el robo, y que entró enseguida en la habitación, donde lo encontró todo tal y como había descrito el último testigo. El inspector Bradstreet de la división B explicó, en su declaración sobre el arresto de Horner, que este opuso una frenética resistencia y proclamó su inocencia en los términos más enérgicos. Al presentarse contra el detenido la evidencia de una anterior condena judicial por robo, el magistrado se negó a tratar sumariamente el delito y lo remitió al tribunal de justicia. Horner, que había dado señales de una intensa emoción durante la vista, se desmayó al llegar esta a su conclusión y fue sacado de la sala».
—¡Hum! —profirió Holmes, pensativo, arrojando a un lado el periódico—. Esto en cuanto atañe al tribunal y a la policía. La cuestión que ahora debemos resolver nosotros es la secuencia de acontecimientos que lleva de un joyero robado, por un extremo, hasta el buche de un ganso en Tottenham Court Road, por el otro. Como puede ver, Watson, nuestras pequeñas deducciones han asumido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra. La piedra ha salido del ganso, y el ganso procedía del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y todas las demás características con las que yo le he aburrido. Por consiguiente, ahora debemos dedicarnos muy en serio a encontrar a este caballero y a dilucidar qué papel ha desempeñado en ese pequeño misterio. Para hacerlo, debemos intentar primero los medios más sencillos, y estos radican indudablemente en un anuncio en todos los periódicos vespertinos. Si esto falla, recurriré a otros medios.
—¿Y qué dirá?
—Deme un lápiz y ese trozo de papel. Veamos: «Hallados en la esquina de Goodge Street un ganso y un sombrero de fieltro negro. El señor Henry Baker podrá recuperarlos si se presenta a las 6:30 de esta tarde en el número 221B de Baker Street». Claro y conciso.
—Mucho. Pero ¿lo verá él?
—Seguro que no deja de echar un vistazo a los periódicos ya que, para un hombre pobre, la pérdida fue onerosa. Sin duda, le asustó tanto su mala suerte al romper el escaparate, así como la proximidad de Peterson, que solo pensó en la huida, pero desde entonces debe de haber lamentado profundamente el impulso que le movió a dejar caer su ave. Además, la publicación de su nombre llamará la atención a alguien que le conozca y se lo dirá. Aquí lo tiene, Peterson; corra a la agencia de publicidad y encargue que esto aparezca en los periódicos de la tarde.
—¿En cuáles, señor?
—Pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, el Saint James’s, el Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
—Muy bien, señor. ¿Y esta piedra?
—Ah, sí... Yo guardaré la piedra. Muchas gracias. Otra cosa, Peterson. Cuando vuelva, compre un ganso y déjelo aquí, pues debemos entregarle uno a este caballero en lugar del que ahora la familia de usted está devorando.
Cuando Peterson se hubo marchado, Holmes alzó la piedra y la sostuvo contra la luz.
—Es una bonita pieza —dijo—. Vea cómo resplandece y centellea. Desde luego, es el núcleo y foco del crimen. Toda piedra de valor lo es. Son los cabos predilectos del diablo. En las joyas más grandes y más antiguas, cada faceta puede corresponder a un hecho sangriento. Esta piedra todavía no tiene veinte años. Fue descubierta a orillas del río Amoy, en el sur de China, y es notable por tener todas las características del carbunclo, excepto que su tonalidad es azul en vez de roja como la del rubí. A pesar de su juventud, tiene ya una historia siniestra. Han tenido lugar dos asesinatos, un lanzamiento de vitriolo, un suicidio y varios robos por culpa de estos cuarenta gramos de carbón vegetal cristalizado. ¿Quién imaginaría que un juguete tan lindo pueda ser un proveedor de clientes para el patíbulo y la prisión? Voy a encerrarlo en mi caja fuerte y a escribirle unas líneas a la condesa para decirle que lo tenemos en nuestro poder.
—¿Cree que ese hombre llamado Horner es inocente?
—No me es posible decirlo.
—Pues entonces, ¿imagina que ese otro, Henry Baker, tuvo algo que ver con el asunto?
—Creo mucho más probable que Henry Baker sea totalmente inocente, sin la menor idea de que el ganso que transportaba tuviese un valor considerablemente tan alto como si hubiera sido de oro macizo. Esto, sin embargo, lo determinaré mediante una prueba muy sencilla, si nuestro anuncio tiene respuesta.
—¿Y no puede hacer nada hasta entonces?
—Nada.
—En ese caso, yo continuaré mi ronda profesional. Pero volveré por la tarde, a la hora que usted ha mencionado, pues me agradaría ver la solución de un asunto tan enmarañado.
—Me alegrará mucho verle. Ceno a las siete y creo que hay una becada. A propósito, en vista de los recientes sucesos, tal vez deba pedirle a la señora Hudson que examine su buche.
Me retrasó una de mis visitas y eran algo más de las seis y media cuando volví a encontrarme en Baker Street.
Al aproximarme a la casa de Holmes, vi a un hombre alto tocado con un gorro escocés y que, con una levita abrochada hasta la barbilla, esperaba fuera, en el brillante semicírculo proyectado por el abanico luminoso de una ventana sobre la puerta. En el momento de llegar yo, se abrió la puerta y los dos fuimos acompañados al aposento de Holmes.
—El señor Henry Baker, ¿no es cierto? —dijo Holmes, abandonando su butaca y saludando a su visitante con la fácil cordialidad que tan bien sabía asumir—. Le ruego que se acomode en el sillón junto al fuego, señor Baker. La noche es fría y observo que su circulación sanguínea está mejor adaptada para el verano que para el invierno. Ah, Watson, llega usted en el momento oportuno. ¿Es este su sombrero, señor Baker?
—Sí, señor. Es, indudablemente, mi sombrero.
Era un hombre corpulento, de hombros curvados, una cabeza voluminosa y un rostro ancho e inteligente, que terminaba en una barba puntiaguda de pelo castaño entreverado con gris. Un toque rojizo en la nariz y las manos, junto con un leve temblor en su mano extendida, recordaban la suposición de Holmes referente a sus hábitos. Su raída levita negra la llevaba abotonada de arriba abajo, con el cuello vuelto hacia arriba, y sus huesudas muñecas sobresalían de las mangas sin señal de puños o camisa. Hablaba con una dicción lenta y algo entrecortada, eligiendo con esmero sus palabras, y daba la impresión de ser un hombre culto y leído al que el destino hubiera deparado un mal trato.
—Retuvimos estas cosas durante unos días —explicó Holmes—, porque esperábamos ver un anuncio suyo que nos diera sus señas. No acierto a comprender por qué no publicó uno.
Nuestro visitante dejó escapar una risita, con una expresión avergonzada.
—Últimamente los chelines no han acudido a mí con tanta abundancia como solían antes —repuso—. No me cabía duda de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado consigo tanto mi sombrero como el ganso, y no estaba dispuesto a gastar más dinero en un vano intento para recuperarlos.
—Es muy natural. A propósito, en lo que se refiere al ganso, nos vimos obligados a comerlo.
—¡A comerlo!
En su excitación, nuestro visitante se levantó a medias de su asiento.
—Sí, pues de no haberlo hecho no habría sido de utilidad para nadie. Pero tengo la impresión de que este otro ganso que hay en el aparador, que pesa más o menos lo mismo y está perfectamente fresco, cumplimentará igualmente bien sus deseos, ¿no es así?
—¡Oh, ya lo creo, ya lo creo! —contestó el señor Baker con un suspiro de alivio.
—Desde luego, todavía conservamos las plumas, las patas, el buche y otras partes de su ave, de modo que si usted desea...
Entonces el hombre dejó escapar una sonora carcajada.
—Tal vez fuesen útiles para mí como reliquias de mi aventura —dijo—, pero, esto aparte, no acierto a ver qué servicio pueden prestarme los disjecta membra de mi difunto conocido. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones al excelente ganso que veo encima del aparador.
Encogiéndose levemente de hombros, Sherlock Holmes me dirigió una aguda mirada.
—Aquí está su sombrero, y allí su ganso —dijo. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde consiguió el otro animal? Soy bastante aficionado a las aves de corral y pocas veces he visto un ganso mejor criado.
—No faltaría más, señor —contestó Baker, que se había levantado y se había metido bajo el brazo su recién recuperada propiedad—. Unos cuantos frecuentamos la taberna Alpha, cerca del museo; durante el día, como comprenderá, se nos suele encontrar en el propio museo. Este año, nuestro buen anfitrión, llamado Windigate, fundó un club del ganso, mediante el cual, y con el pago de unos pocos peniques cada semana, cada uno de nosotros recibiría una de estas aves para Navidad. Pagué debidamente mis peniques y el resto ya le es familiar. He contraído una gran deuda con usted, señor, pues un gorro escocés no es lo adecuado ni para mis años ni para mi seriedad.
Con una cómica pomposidad en su actitud, nos dedicó a los dos una solemne reverencia y se retiró.
—Y con esto hemos terminado con el señor Henry Baker —dijo Holmes, cuando el hombre hubo cerrado la puerta tras él—. No hay la menor duda de que nada sabe acerca del asunto. ¿Tiene apetito, Watson?
—No mucho.
—Entonces le sugiero que convirtamos nuestra cena en recena y sigamos esta pista mientras está todavía caliente.
—No faltaría más.
Hacía una noche desapacible, por lo que nos pusimos nuestros abrigos y nos enrollamos bufandas alrededor del cuello. Afuera, las estrellas brillaban fríamente en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes brotaba en forma de humaredas que parecían procedentes de otros tantos pistoletazos. Nuestras pisadas resonaban secamente y con fuerza mientras atravesábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street y Harley Street, y después Wigmore Street para salir a Oxford Street. Un cuarto de hora después nos encontrábamos en Bloomsbury, en el Alpha, una pequeña taberna en la esquina de una de las calles que conducen a Holborn. Holmes empujó la puerta del bar privado y pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara rubicunda que llevaba puesto un delantal blanco.
“CON UNA CÓMICA POMPOSIDAD EN SU ACTITUD, NOS DEDICÓ
A LOS DOS UNA SOLEMNE REVERENCIA Y SE RETIRÓ”.
—Su cerveza ha de ser excelente si es de tanta calidad como sus gansos —observó Holmes.
El hombre pareció sorprendido.
—¿Mis gansos?
—Sí. Hace tan solo media hora estaba hablando con el señor Henry Baker, miembro de su club de los gansos.
—Ah, sí, ya caigo. Pero sepa, señor, que no son mis gansos.
—¿No? ¿De quién son, pues?
—Le compré dos docenas a un vendedor de Covent Garden.
—¿Sí? Conozco a varios. ¿A cuál se refiere?
—Se llama Breckinridge.
—A ese no le conozco. Bien, a su salud, tabernero, y prosperidad para su negocio. ¡Buenas noches!
Y, abrochándose el abrigo, al salir a la helada intemperie, prosiguió:
—Y ahora en busca de Breckinridge. Recuerde, Watson, que, aunque dispongamos de una cosa tan hogareña como un ganso en el extremo de esta cadena, tenemos en el otro a un hombre que con toda certeza conseguirá siete años de presidio a no ser que podamos establecer su inocencia. Es posible que nuestra investigación no haga sino confirmar su culpabilidad, pero en todo caso nosotros poseemos una línea de investigación que le ha pasado por alto a la policía y que una singular fortuna nos ha puesto entre las manos. Vamos a seguirla hasta llegar al amargo final. ¡Rumbo al sur, pues, y a paso rápido!
Cruzamos Holborn, bajamos por Endell Street y, atravesando un zigzag de míseras cabañas, llegamos al mercado de Covent Garden. Uno de los mayores puestos de venta ostentaba el nombre de Breckinridge, y el propietario, un hombre de aspecto desmañado, rostro perspicaz y patillas recortadas, ayudaba a un muchacho a colocar los postigos.
—Buenas noches. Un tiempo muy frío —dijo Holmes.
El vendedor asintió y dirigió una mirada interrogativa a mi compañero.
—Veo que ha vendido todos los gansos —continuó Holmes, señalando los mostradores de mármol vacíos.
—Mañana le podré proporcionar quinientos.
—Esto no me sirve de nada.
—Bueno, tengo dentro algunos un poco marcados por la llama del gas.
—Es que yo vengo recomendado.
—¿Por quién?
—Por el propietario del Alpha.
—Sí, le mandé un par de docenas.
—Eran unas aves de primera. ¿Dónde las había conseguido usted?
Observé, sorprendido, que esta pregunta provocaba un arrebato de cólera en el vendedor de volatería.
—Vamos a ver, señor —dijo, con la cabeza inclinada a un lado y las manos en la cintura—, ¿qué anda usted buscando? Hable claro de una vez.
—Le estoy hablando bien claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró al dueño del Alpha.
—Pues bien, no pienso decírselo, ¿estamos?
—Bueno, no se trata de un asunto importante, pero no veo por qué se ha de acalorar así por una cosa tan insignificante.
—¿Acalorarme yo? También usted se acaloraría, seguramente, si le importunaran tanto como a mí. Cuando yo he pagado mi buen dinero por un buen artículo, con esto debería terminar la cuestión, pero no. Todo es: «¿dónde están los gansos?» y «¿a quién vendió usted los gansos?» y «¿cuánto quiere por los gansos?». Al oír tanto jaleo, uno pensaría que son los únicos gansos que existen en el mundo.
—Yo no tengo la menor relación con nadie que haya hecho indagaciones —contestó Holmes, con indiferencia—. Si usted no nos quiere decir nada, la apuesta queda cancelada. Esto es todo. Pero yo siempre estoy dispuesto a sustentar mi opinión en materia de aves de corral, y he apostado cinco libras a que el ganso que comí había sido criado en el campo.
—Pues entonces ha perdido sus cinco libras, ya que no fue criado en el campo —replicó el vendedor.
—Ni soñarlo.
—Le digo que sí.
—No lo creo.
—¿Cree usted saber más que yo sobre aves de corral, cuando vengo tratando en ellas desde que era un crío? Le digo que todos los gansos vendidos a la taberna Alpha se habían criado en la ciudad.
—Nunca conseguirá que yo lo crea.
—¿Quiere apostar algo, pues?
—Sería como robarle el dinero, pues sé que me asiste la razón. Pero me jugaré un soberano con usted, solo para que aprenda a no ser obstinado.
El vendedor de volatería se permitió una risita.
—Tráeme los libros, Bill —dijo.
El muchacho le entregó un librito pequeño y delgado y un volumen grande y grasiento, dejándolos juntos bajo la lámpara colgante.
—Veamos ahora, señor Sabihondo —dijo el comerciante—. Yo creía haber terminado mis gansos, pero antes de acabar comprobará que todavía queda en mi tienda alguien que ha hecho el ídem. ¿Ve este librito?
—¿Y bien?
—Es la lista de mis proveedores. ¿Lo ve? Pues bien, aquí en esta página están sus nombres, y los números que siguen indican dónde se encuentran sus cuentas en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues bien, es una lista de mis proveedores de la ciudad. Fíjese ahora en ese tercer nombre. Léamelo.
—Señora Oakshott, 117, Brixton Road, 249 —leyó Holmes.
—Exactamente. Y ahora busque la referencia en el libro mayor.
Holmes encontró la página indicada.
—Aquí está: «Señora Oakshott, 117, Brixton Road, proveedora de huevos y aves de corral».
“LÉAMELO”.
—Sigamos. ¿Cuál es la última entrada?
—El veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y medio cada uno.
—Esto es. Ya lo ve usted. ¿Y debajo?
—«Vendidos al señor Windigate del Alpha por doce chelines».
—¿Qué puede decirme ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente acongojado. Sacó un soberano de su bolsillo, lo arrojó sobre el mostrador y se alejó de allí con el aire del hombre cuyo disgusto es demasiado profundo como para expresarlo con palabras. A cierta distancia de allí, se detuvo bajo una farola y se rio de aquella manera espontánea y silenciosa que en él era peculiar.
—Cuando vea a un hombre con las patillas recortadas así y con el periódico de color rosa asomando en su bolsillo, siempre podrá arrastrarlo a una apuesta —me dijo—. Me atrevo a afirmar que si le hubiera puesto delante cien libras, ese hombre no me habría dado una información tan completa como la que le ha sugerido la idea de que me estaba ganando una apuesta. Pues bien, Watson, sospecho que nos estamos aproximando al final de nuestra búsqueda, y el único punto que nos queda por determinar es si debemos visitar a la señora Oakshott esta misma noche o si lo aplazamos para mañana. Por lo que ha dicho este insolente individuo, está bien claro que, además de nosotros, hay otros a los que este asunto les lleva de cabeza, y yo debería...
Sus palabras quedaron interrumpidas por un fuerte griterío procedente del puesto de venta que acabábamos de abandonar. Al dar media vuelta, vimos a un sujeto de baja estatura y rostro ratonil de pie en el centro del círculo de luz amarilla que proyectaba la lámpara oscilante, mientras Breckinridge, el vendedor, enmarcado por la puerta de su tenderete, amenazaba fieramente con los puños a aquella endeble figura.
—¡Estoy harto de todos ustedes y de sus gansos! —vociferaba—. ¡Lo que deseo es que se vayan todos juntos al infierno! ¡Si vuelve a importunarme con sus tonterías, le soltaré el perro! Si viene la señora Oakshott, contestaré a sus preguntas, pero usted, ¿qué pinta en el asunto? ¿Acaso le compré a usted los gansos?
