EL CHACAL - Orlando Llath - E-Book

EL CHACAL E-Book

Orlando Llath

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Beschreibung

El demonio dentro de mí  Damián tiene apenas dieciséis años, pero ha vivido una condena desde la noche en que un ritual oscuro le arrebató su familia y lo ligó inseparablemente con un demonio en forma de tenebroso chacal. En medio de la travesía que les significa intentar separarse, se transforman el uno con la influencia del otro, y descubren a su paso secretos del plano de las almas, la juventud de Damián trastornada por el mal y los hechos perturbadores que los juntaron desde aquel horroroso ritual. 

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©️٢٠٢٤ Orlando Llath

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Diciembre ٢٠٢٣

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (٥٧١) ٣٤٧٦٦٤٨

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: ٩٧٨-٦٢٨-٧٦٣١-٧٥-٥

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Diego Santamaría García

Corrección de estilo: Julián Herrera Vásquez

Corrección de planchas: Ana María Sánchez Gutiérrez

Maqueta e ilustración de cubierta: Martin López Lesmes @martinpaint

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para Thomas, no estuve en el día de tu muerte, pero estarás conmigo toda mi vida.

Prólogo

Solo dos niños quedaron, hermanos atrapados en un llanto desgarrador que hubiera despedazado el corazón de cualquier ser humano. La ironía radicaba en que su captor no era humano. Golpeaban las puertas metálicas de las pequeñas jaulas en las que estaban encerrados con una urgencia frenética. Damián, el menor, se encontraba paralizado por el terror, mientras Emily, su hermana mayor de nueve años, luchaba por encontrar un atisbo de valentía en medio del horror. Las otras jaulas, que alguna vez estuvieron llenas de niños sumidos en el mismo estado que los hermanos, se vaciaron durante el transcurso de la noche. Era algo horrible: una anciana jorobada, su rostro en descomposición, llegaba y arrastraba a los niños por el pelo o por las piernas hacia lo desconocido. Los pequeños intentaban pelear, clavaban sus uñas en el suelo o mordían en un desesperado acto de resistencia. Todos los esfuerzos fueron en vano, los niños desaparecían por la puerta, y unos minutos después se desencadenaba un monstruoso grito de horror y desesperación que helaría la sangre incluso del más valiente. Después de esos horribles alaridos, llegaba el silencio, un silencio más inquietante que cualquier otro sonido.

—Tranquilo, Damián, tranquilo —murmuró Emily con ternura a su hermano, tratando de ser fuerte y de controlar su propio miedo. A pesar de que ella tenía solo nueve años y él apenas siete, su instinto protector se aferraba a la situación—. No te preocupes, todo saldrá bien.

—Pero quiero ir a casa —Logró balbucear Damián con esfuerzo, luchando por contener sus lágrimas y su temor abrumador.

—Vamos a ir a casa, no te preocupes —respondió Emily, evocando una sonrisa en medio de la angustia. Extendió uno de sus dedos por los pequeños agujeros metálicos de la jaula en un intento de tocar a su hermano, tratando de transmitir algo de consuelo a través del contacto.

La puerta se abrió con un chirrido y la anciana, horriblemente desfigurada, se aproximó a la jaula de Emily. Sin previo aviso, la abrió de un tirón y arrastró a la niña hacia afuera con una violencia que se reflejaba en sus ojos enloquecidos.

—¡No! —gritó Damián con una intensidad que casi desgarró su garganta—. ¡Déjala, déjala! —chilló mientras golpeaba la puerta de la jaula con todas sus fuerzas. Las patadas y empujones desesperados no lograron hacer ceder el seguro, hasta que, con un último esfuerzo, el cerrojo se rompió y la puerta se abrió.

El cuerpo de Damián cayó y logró amortiguar el impacto al apoyar las manos en el suelo. Sus palmas quedaron manchadas de sangre seca y suciedad, aunque eso era lo último en lo que estaba pensando. Se puso de pie y avanzó hacia la puerta, empujándola con cautela para asomar la cabeza hacia afuera. La noche había caído y la oscuridad parecía devorar el restaurante abandonado. Un peso inquietante llenaba el aire y cada sombra parecía cobrar vida propia. Damián siguió la única luz visible, que provenía del cuarto de la cocina al otro lado del pasillo. A medida que se acercaba a la puerta de la cocina, sus oídos captaron unos susurros espeluznantes que resonaban desde adentro. Eran palabras ininteligibles para él, pero fluían con un ritmo y constancia que parecían formar un lenguaje propio. Al abrir la puerta con cautela, su mirada se posó sobre la horripilante escena. La anciana estaba allí, en medio de la cocina, recitando palabras incomprensibles con una voz aguda y rasposa que cortaba el aire como un cuchillo. No obstante, lo que más llamó la atención de Damián fue lo que estaba frente a ella: Emily, su hermana, atada a una mesa de piedra antigua y cubierta de sangre coagulada. Costras de sangre ocultaban extraños glifos tallados en la piedra, y la niña estaba rodeada por los cadáveres de los niños que antes compartían su destino. El terror invadió a Damián y la impotencia lo inundó mientras observaba cómo la anciana se alzaba con un cuchillo de carnicero en la mano, dispuesta a poner fin a la vida de Emily. Sin pensarlo, impulsado por la rabia y el miedo, se abalanzó hacia la anciana, intentando detenerla con empujones y patadas. Sin embargo, sus esfuerzos resultaron inútiles ante la fuerza de la anciana. Con un rápido y siniestro movimiento del cuchillo, la anciana cortó la mejilla de Damián, dejando una herida que empezó a sangrar de inmediato. El dolor se mezcló con la tristeza y la rabia, alimentando una mezcla explosiva de emociones dentro de él.

—¡Te odio! —gritó Damián, liberando su ira y dolor acumulados en esas dos palabras.

¿La odias?

Un eco en su mente pareció responder a su odio. Era una voz misteriosa y profunda, que resonó en lo más profundo de su conciencia.

—Mucho —respondió Damián en su mente—, me está haciendo llorar, está haciendo llorar a Emi, mi hermanita. Deseo que sufra, deseo que muera —No se dio cuenta en ese momento, ni siquiera se tomó el tiempo de reflexionar si la voz era real, algo muy dentro de él le decía que lo era y en ese momento bastó—. ¿Quién eres?

Soy Zarrashel, y puedo ayudarte a cumplir tu deseo.

La oscuridad pareció envolver a Damián en ese momento, como si el mundo se hubiera detenido a su alrededor.

—¿Cómo? —preguntó el niño, sin estar seguro si estaba hablando en voz alta o solo en su mente.

Permíteme entrar…

susurró la voz apagada y dolorida.

Solo déjame entrar.

—Está bien. Puedes entrar —La decisión de Damián fue instantánea, casi instintiva

El tiempo volvió a moverse y la anciana con el cuchillo en alto se detuvo abruptamente. Las velas que iluminaban la habitación se apagaron, sumiendo todo en la oscuridad.

—¿Qué está pasando? —murmuró la anciana, desconcertada por el repentino cambio. La sangre en el suelo comenzó a volverse negra y a burbujear de manera inquietante, formando un espectáculo grotesco—. ¡No! A ti no te llamé —gritó una voz sombría que emergió de las profundidades—. Busco a mi ama, ¡busco a mi ama!

Una nube negra se alzó desde el suelo y se precipitó hacia Damián a una velocidad impresionante. Se infiltró en su cuerpo a través de la herida en su mejilla, como un animal voraz mordiendo su piel. Damián sintió un dolor agudo y desgarrador, como si su esencia estuviera siendo devorada.

—¡No! Los niños son sacrificios para mi ama —exclamó la voz sombría con desesperación —. No puedes llevártelos, no puedes.

En un instante, la oscuridad envolvió a Damián por completo. Las ventanas del restaurante estallaron con una fuerza aterradora, alertando a los vecinos cercanos que decidieron llamar a la policía.

—Oficial Everton, aquí —habló el policía por su comunicador mientras él y su compañera se aproximaban al restaurante. Sintieron la explosión y estaban a punto de entrar al lugar.

—Qué olor tan nauseabundo —comentó la mujer policía, arrugando la nariz ante el hedor a mariscos podridos y basura.

—Ven aquí —dijo el oficial Everton, apuntando hacia la tenue luz que provenía de la cocina. Ambos asintieron y avanzaron con sus armas listas para cualquier eventualidad. A medida que se acercaban, el hedor se volvía más fuerte, como si el aire mismo estuviera contaminado.

—¡Policía! ¡Quieto! —gritaron al entrar en la cocina.

El horrendo cuadro que se les presentó les hizo luchar contra las náuseas. Los cuerpos de los niños estaban esparcidos por el suelo, algunos mutilados de manera macabra. La sangre coagulada formaba costras por toda la habitación y, en medio de la escena, yacía el cadáver de la anciana, su piel y músculos arrancados para revelar los órganos y huesos que ahora estaban expuestos. La oficial, a pesar de su propio miedo, se acercó con valentía a la mesa vacía en el centro de la habitación. Emily ya no estaba allí. En su lugar, un niño pequeño yacía en un rincón, su respiración débil pero presente. La oficial corrió hacia él y revisó su pulso, consciente de la urgente necesidad de ayuda médica.

—Necesitamos una ambulancia —clamó la oficial, con la voz cargada de preocupación mientras su compañero llamaba por radio para pedir asistencia.

Capítulo 1

Tuvo que pasar varios meses en un centro especializado para la salud mental; no lograba recordar nada, lo que de cierto modo fue un alivio ya que esa noche tan horrible hubiera dejado loco a cualquiera. Nunca pudieron encontrar a sus padres, tal vez murieron o se olvidaron de él, según los doctores desarrolló trastornos mentales. Trastorno de personalidad sociopática, lo llamaron, además de esquizofrenia paranoide. Tuvo que tomar bastantes medicamentos. Todas las noches tenía pesadillas, algunas veces eran acerca de lo que pasó esa noche cuando lo encontraron en el restaurante, por lo general eran imágenes no muy claras que no lo ayudaban a recordar nada, sin embargo, las que más lo aterraban eran acerca de una enorme criatura con un cráneo de perro por cabeza y cuyo cuerpo no era más que un largo manto negro. No tenía piernas. Se deslizaba por el aire persiguiéndolo. Debido a su apariencia de perro lo apodó «el chacal». También estaba una horrible voz que le hablaba dentro de su cabeza. Sonaba profunda y muerta, y decía cosas como: Te consumiré desde adentro Damián, tu alma es mía, estás maldito y corrompido.

Gracias a la voz supo que Damián era su nombre. Las terapias y los medicamentos lo ayudaron, al menos lo suficiente como para aparentar ser normal. El Himdosil hizo que las pesadillas se fueran, de hecho, ya no soñaba. el Xanax ayudó con la aterradora voz en su cabeza, aunque de vez en cuando la escuchaba y lo peor de todo era que sentía algo, ahí adentro de él. Hubo muchos más medicamentos, como antipsicóticos: risperidona, zotepina, entre otros. Damián seguramente iba a pasar toda su niñez y adolescencia en un orfanato. Era un niño raro por lo que era bastante probable que nadie lo adoptara, prefería estar solo, retraído y alejado de los otros niños. Cuando lo sacaban del hospital psiquiátrico y lo llevaban al parque se quedaba sobre una colina viendo a la nada, en vez de jugar o divertirse. No obstante, tuvo suerte, aquella mujer policía que lo encontró, cuyo nombre era Camille, lo iba a visitar de vez en cuando y resultó adoptándolo. Ella nunca podría tener hijos, así que decidió darle todo el amor que podía a él.

El comportamiento de Damián no mejoró. Fue bastante raro durante su infancia, por más que ella tratara de agasajarlo y hacerlo feliz, él se mostraba frío e indiferente. No se puede negar que hubo momentos felices, pero en general su actitud era repelente a todo lo que a un niño quisiese. Era asocial y casi nunca mostraba alguna emoción. Incluso cuando se lastimaba o caía, rara vez lloraba. Camille pensó que era debido a los horribles medicamentos que tomaba para controlar su sintomatología, eso solo hizo que en ella despertara más amor y entendimiento hacia al niño. De parte de Damian no recibió nada, los abrazos y los besos se contaban con una sola mano, nunca le dijo un te quiero o la llamó mamá.

Cuando entró a la adolescencia, su comportamiento no mostró mejoría. Era solitario y retraído. Un nuevo mal surgió: visiones, o más precisamente, disociaciones. Siempre llegaban en los peores momentos. Eran horribles y siempre malignas. Cada vez que estaba enojado con alguien, se imaginaba golpeándolo, hiriéndolo o matándolo de las peores formas. Eran una serie de imágenes violentas que lo asaltaban, y cuando se detenían, lo dejaban ansioso y asustado.

¡Déjame salir!

Damián se despertó de golpe luego de oír ese grito, llevaba un par de días sin tomar su xanax y sus antipsicóticos se le acabaron. Decidió esperar un par de días para comprarlo con la esperanza de que la voz hubiese desaparecido y ya no se viese en la tarea de tomar el medicamento. Fue un error agarrarse a la esperanza.

El fin de semana había pasado sin acontecimientos memorables, se la pasó en casa leyendo comics de los X-men y viendo a su streamer favoritohacer un Speedrun de un juego retro. Sin embargo, era lunes y tenía que ir a la escuela. Damián se restregó los ojos. Sufría de heterocromía; uno de sus ojos era opacamente verde y el otro era café oscuro. Siempre se preguntaba por qué, pero no podía recordar qué fue después de esa noche en el restaurante y por qué su ojo derecho tomó ese color café. Se pasó la mano por la cara y sintió dolor. La cicatriz abultada en su mejilla derecha seguía doliendo luego de nueve años. Varias veces preguntó a los doctores por qué, pero nunca obtuvo una respuesta. Tomó un baño y se alistó para la escuela, no era que no le gustase la escuela, ese era el menor de sus problemas; ahí aprendía y le iba bien en las clases, sin embargo, lo que más detestaba era a sus compañeros. Desde muy chico los demás lo trataban como un marginado, comía solo, no lo elegían para jugar futbol o básquetbol, y nunca tenía pareja para los trabajos de ciencias. Los demás siempre decían que había algo extraño en él, era una constante que se repetía en todos los años escolares. Sus compañeros se burlaban de él, lo golpeaban, mientras él solo trataba de ignorarlos, no les prestaba atención, pero eso no funcionaba, ellos solo lo molestaban más. Esto hacía crecer algo dentro de Damián, una fuerza que le quemaba las entrañas y que estaba a punto de explotar, aunque nunca lo hacía. En esos momentos de rabia llegaban las imágenes, esas horribles disociaciones de muerte y destrucción que ni siquiera los medicamentos podían contrarrestar. Por fortuna ya casi llegaba el verano y saldría de vacaciones.

—¿Cómo dormiste? —su madre adoptiva entró a la cocina, ya estaba lista para empezar su día como oficial de la ley.

—Bien —respondió él sin alzar la mirada mientras comía una tostada con mantequilla.

—¿Ya no tienes pesadillas? —tomó asiento al frente de él.

—No, no tengo pesadillas, el himdosil no me deja soñar.

—Lo sé, cariño —dijo ella preocupada—, pero es por tu propio bien —Ella estiró sus manos por la mesa y trató tomar la mano de él, sin embargo, él la quitó con rapidez.

—Me voy, no debo llegar tarde —Agarró su mochila y salió de la cocina.

—No se te olvide comprar tu medicamento —dijo ella al verlo abrir la puerta—, no has tomado tu dosis de xanax ni de los otros medicamentos desde hace varios días y sabes que no debes dejar pasar los días.

—Sí —respondió sin muchas ganas, tal vez porque no le importaba su medicina o porque no quería seguir escuchándola, tal vez las dos.

—Recuerda que hoy llegaré tarde, en la noche tengo que cubrir a Gonzales. Te... —el sonido de la puerta cerrándose le quitó las palabras de la boca—. Quiero.

Damián caminó por el estrecho pasillo y bajó las escaleras, siempre con la cabeza baja, tratando de no llamar la atención.

Algunas veces, en momentos como esos, lograba entrar en un modo al que él llamaba como «piloto automático» podía pasar en ese estado durante horas y perderse en sus pensamientos, no tenía recuerdos de su anterior vida, no recordaba a sus padres ni donde vivía, ni a su hermana, ni siquiera recordaba que tenía una.

Llegó a la parada de autobuses casi al mismo tiempo que su bus. Subió y caminó por el interior buscando un asiento vacío, el bus estaba casi lleno, por fortuna logró ver un asiento desocupado y se apresuró a tomarlo, pero justo al momento de llegar, la anciana que estaba sentada al lado colocó su bolso de mano en el puesto vacío. Damián frenó en seco y la señora pareció no haber sentido su presencia a pesar de que estaba a un par de centímetros de ella.

—Disculpe —le tocó el hombro con delicadeza, ella volteó—, ¿podría tomar su bolso? Me gustaría sentarme.

La anciana lo miró con desdén y contestó con tono grosero:

—Niño, tú estás joven, puedes quedarte de pie.

—Sí, pero… este asiento es para personas, no para bolsos. ¿Podría levantarlo?

—Lo llevo en mis piernas todo el camino. Estoy cansada. Deja de ser perezoso y quédate de pie.

Las palabras de la anciana resonaron en la mente de Damián, desencadenando una creciente sensación de frustración. Sus dedos apretaron los bordes del asiento y sus dientes se mordieron con fuerza, creando una presión incómoda. La ira se apoderó de él, emergiendo como una ola incontrolable. Sin pensarlo, sin considerar las consecuencias, se encontró agarrando los pocos pelos blancos sobre la cabeza de la anciana. La violencia lo invadió y comenzó a golpearla repetidamente contra el asiento del frente. La fragilidad de la mujer contrastaba con la ferocidad de los golpes; la sangre manchaba el asiento y el cráneo se iba deformando con cada impacto. Damián estaba atrapado en una espiral de rabia, sus puños eran vehículos de su ira acumulada y su visión se nublaba por la furia. Sin cesar, siguió golpeando a la anciana hasta que su rostro se convirtió en una imagen irreconocible. Al final, la golpeó contra la ventana con una fuerza tal que la rompió. El cuerpo de la mujer cayó al suelo, mientras él ocupaba el asiento que estuvo peleando.

—Ya los hombres no son hombres —murmuró la anciana, su voz apenas una queja en medio de la violencia que había sufrido.

—¿Qué dijo? —Damián se sacudió, como despertando de un trance y se rascó los ojos con fuerza. Una de sus disociaciones había terminado abruptamente.

—Oye, niño —un hombre gordo y con labios grandes levantó la voz, Damián se dio vuelta para encararlo—, deja de molestar a la señora.

—Pero yo… —balbuceó, su voz apenas un susurro. Miró al hombre, que mantenía una expresión severa y ceñuda. Comprendió que seguir justificándose solo empeoraría las cosas. Bajó la cabeza y se retiró hacia la parte trasera del autobús. Durante el resto del viaje, Damián se sumió en sus pensamientos. Las disociaciones y las visiones que lo atormentaban se mezclaban con la confusión que sentía. Cada vez que se sentía menospreciado o pisoteado, las imágenes oscuras y violentas volvían a apoderarse de su mente. Eran una manifestación visceral de su rabia contenida, su deseo de venganza ante la impotencia. Como aquella vez en la fila, cuando una mujer se adelantó y su mente la castigó con una brutalidad imaginaria, tirándola al suelo y jalándole del cabello hasta arrancárselo. Llegó a la conclusión de que estas visiones eran su forma de liberar la ira reprimida, una respuesta a su debilidad emocional.

El letrero en la parte superior del bus se iluminó, Union High School, era su parada, presionó el botón de alarma para que el conductor se detuviera, no funcionó, no disminuyó la velocidad, volvió a presionar el botón, pero el conductor seguía avanzando, presionó varias veces mientras veía por la ventana como pasaban su estación.

—Oiga, estoy presionando el botón —dijo mientras se acercaba a la parta delantera—. ¿Por qué no paró?

—El botón de la puerta detrás está dañado —contestó el conductor sin desviar la vista del camino—, debiste tocar el de adelante.

—¿Cómo se supone qué hubiese sabido eso?

El conductor alzó la mano y palpó un letrero con la leyenda: el botón de la parte trasera se encuentra dañado, por favor presione el del medio o el de la parte delantera. Gracias.

—Ya… —Se mordió el labio apropósito con bastante fuerza—. ¿Podría parar? Necesito llegar a mi escuela.

El conductor alzó una vez más y palpó el letrero de al lado, este decía: solo puedo detener el vehículo en las estaciones. Gracias.

—Perfecto.

Capítulo 2

Pudo bajarse en la siguiente estación, aunque estaba bastante distante de su escuela. Al menos le permitía llegar corriendo.

Perdedor.

La voz resonó en su mente, y un vértigo lo invadió. Damián perdió el equilibrio, dando un par de pasos hacia atrás en un intento por no caer. Logró aferrarse a un poste de alumbrado público que evitó que se desplomara. La voz interna estaba de vuelta y no era un buen augurio. Después de cuatro días sin sus medicamentos, los síntomas comenzaban a regresar con fuerza. Había retrasado lo más que pudo la necesidad de comprar las pastillas, alimentando la esperanza de que quizás ya no las necesitaría, había sido un error confiar tanto en sí mismo. Apretó los dientes, sabía que debía conseguir sus medicinas, pero el tiempo era limitado. Tenía que llegar a la escuela sin más demora, por lo que se dispuso a correr para no llegar tarde.

Ralea.

La voz volvió a hacerse presente, llenando su mente con insultos. Damián cerró los ojos con fuerza y se esforzó por ignorarla, forzándose a seguir adelante. Llegó a la escuela sudando y con la piel enrojecida por el esfuerzo, pero al menos logró entrar. Aunque no pudo evitar las miradas burlonas y los comentarios hirientes de sus compañeros al verlo en ese estado.

Ya casi era hora de salir de la escuela, el muchacho estaba en clases de Historia; era su clase favorita. Cuando terminara la secundaria quería estudiar antropología y se especializaría en Arqueología. Soñaba con viajar alrededor del mundo estudiando civilizaciones antiguas y descubriendo más acerca del pasado.

—Ya casi es hora terminar, por favor vayan guardando sus cosas —ordenó el profesor. El profesor O´Donnel era en parte responsable del amor que Damián sentía por la historia, el hombre tenía una forma de explicar las cosas de una manera sencilla y fácil, cosa que siempre lo motivo a saber sobre lo que aconteció en el mundo antes de que él naciera.

Damián cerró su mochila al tiempo de que la campana dictaba que las clases terminaron. Al momento de colocarse su bolso en la espalda un estudiante pasó y con una fuerte palmada se la arrojó al suelo.

Patético.

Damián escuchó la voz una vez más, la ignoró y tomó su bolso del suelo, listo para salir del salón.

—Damián, ¿podría hablar contigo un momento? —dijo el profesor mientras arreglaba su escritorio.

—Claro ¿Qué pasa?

—Este sábado me reuniré con un grupo de estudiantes de grado superior para una expedición a las afueras de la ciudad. Sé que te gusta la arqueología ¿Por qué no nos acompañas? —Le mostró una gran sonrisa que arrugaba su cara cuadrada.

—¡Me encantaría!

—Muy bien, te enviaré todo a tu correo. Me alegra que vayas, hijo —Colocó su mano sobre el hombro del muchacho.

En el momento que puso su mano sobre él, una sensación horrible atravesó el cuerpo de Damián, como si una larga aguja caliente atravesara su dedo y llegara hasta su corazón. El sufrimiento vino acompañado con unas horrendas imágenes que iluminaban su cabeza como flashes de cámara; horribles imágenes de sangre, desmembramiento y asesinato. Los gritos ensordecedores hacían eco junto a las súplicas de las victimas por misericordia, casi podía sentir su dolor y el responsable de tan mórbidos actos era nada más que su profesor favorito. Cuando el cúmulo de imágenes se detuvo, Damián se encontró agitado, con el corazón latiendo rápido y la piel cubierta de sudor. Sus piernas temblaban y una sensación de pánico se apoderó de él.

—¿Damián? —lo llamó el maestro que ya se encontraba en la puerta—, vamos, tengo que cerrar el salón.

—S-sí, claro —respondió Damián con dificultad. Salir del aula fue un esfuerzo sobrehumano. Cada paso le costaba, como si estuviera luchando contra una fuerza invisible que lo empujara hacia atrás. Atravesó el umbral sin mirar al profesor y se sumergió en la marea de estudiantes que se dirigían hacia la salida. ¿Qué acababa de suceder? Esas imágenes despertaron un horror desconocido dentro de él. Una oleada de náuseas lo golpeó y le hizo buscar refugio en el baño. Empujó la puerta y entró en un cubículo, donde vomitó en el inodoro. Era la primera vez que experimentaba una reacción tan intensa. No pudo evitar pensar que las pastillas tenían algo que ver con esto. La omisión de su medicación desencadenó una ola de síntomas aterradores.

No me dopes, Damián. Tienes que huir, él te atrapará.

—Cállate —clamó apretando los dientes—. Cállate, maldita sea. —Comenzó a darse golpes en la cabeza en un intento desesperado de callar a la voz, en sus gritos y golpes no se dio cuenta que alguien entró al baño—. Déjame en paz —Estaba jadeando, sudando y con lágrimas en los ojos. Se limpió un poco el rostro y se puso de pie.

Huye.

Damián se puso de pie, quitó el seguro y abrió la puerta, después todo sucedió muy rápido, sintió un piquete en el cuello, un ardor y todo se puso negro.

Capítulo 3

El frío se filtraba por las rendijas de la madera, enviando un escalofrío a través de Damián. A pesar de que los meteorólogos pronosticaron una helada proveniente del norte, su espalda estaba empapada de sudor, pegándose a su suéter y a la mesa donde estaba acostado. A medida que se despertaba, los sonidos de unos pasos resonaron en sus oídos. Al abrir los ojos, su mirada se posó en los travesaños de madera que había sobre él. Sin recordar cómo había llegado allí ni dónde estaba, Damián luchó por mover la cabeza, que parecía estar atrapada bajo una fuerte presión. La sangre goteaba de una herida en su sien, y al intentar mover los brazos y las piernas, se dio cuenta de que estaba sujeto con correas de cuero que entumecían sus extremidades.

La presencia de alguien más en la habitación pasó desapercibida hasta que una tétrica voz resonó en el aire.

—¿Damián? —la voz era profunda, grave, con una extraña cadencia—, ¿despierto, hijo?

—¿Quién... quién está ahí? —Su voz emergió entrecortada por el miedo—, ¿qué está sucediendo? ¿Dónde estoy?

—¿No me reconoces, hijo? —La figura se acercó despacio—. Soy yo, el profesor O’Donnel.

La confusión y el miedo se entrelazaron en la mente de Damián mientras intentaba girar la cabeza para ver a su maestro. A la luz tenue de un viejo bombillo en el techo, finalmente pudo verlo...

—¡No puede ser!

Eso no era su maestro.

—¿Qué pasa Damián?, ¿no me reconoces? —esas dos preguntas vinieron acompañadas de una horrible risa, pero no tan horrible como el nuevo rostro del profesor O´Donnel. Los ojos de la criatura eran enormes, del tamaño de pelotas de béisbol, de un rojo carmesí que parecía sangre coagulada. La nariz había desaparecido, reemplazada por una boca monstruosa llena de dientes afilados y blancos como el hueso. Una pequeña lengua viperina se asomaba por las comisuras de la boca, y las facciones de la criatura eran desproporcionadas, horripilantes y amenazadoras. El horror que Damián sintió ante la figura no podía compararse con nada que hubiera enfrentado antes.

—No te asustes, hijo, soy tu profesor favorito.

—Suélteme, por favor se lo pido, suélteme —imploraba mientras jalaba las correas que amarraban su cuerpo.

—Me temo que no puedo hacer eso, no estaría bien.

—¿Qué es usted?, usted no es el profesor O´Donnel.

—¿Qué dices? Sí, soy yo —Se acercó un poco más a la mesa y con su horripilante mano con uñas largas y granos sobó la cabeza de Damian—. Desde siempre he sido así.

—¡No es cierto! —clamó lleno de valentía y horror por igual—, el profesor O´Donnel no es un monstruo.

Soltó una horripilante risa y luego dijo:

—¿Es que no sentiste lo mismo que yo cuando me tocaste?

—¿Qué? —inquirió alarmado, no entendía de lo que estaba hablando.

—Sí, esas imágenes de mis actos, que seguro viste cuando me tocaste. Yo hice todo eso —Dejó de sobar la cabeza del muchacho y dio media vuelta—, yo también pude sentir algo, lo que tienes adentro, fue una gran sorpresa. El pobrecito lleva tanto tiempo dentro de ti que grita con desesperación, pero hasta hoy pude sentirlo.

—¿De qué está hablando? —Ahora estaba tan confundido como aterrorizado, sin entender ninguna palabra.

—Oh, nene. No tienes idea de lo que está dentro de ti.

Caminó hacia una mesa en la lejanía y tomó una enorme aguja para tejer, luego regresó a donde Damián.

—¿Por qué hace esto? ¡Déjeme ir!

—Ya te dije que no puedo dejarte ir, eres muy importante —Hizo una pausa, parpadeando con sus enormes ojos—, bueno, tú no eres importante, pero lo que está adentro de ti sí lo es. Zarrashel, unido con un simple niño ¡Ja! —Su carcajada fue tan fuerte como el rugido de un león—, cómo caen los más grandes. Planeaba largarme cuanto antes de la ciudad, este lugar ya no es seguro para mí, pero no pude desaprovechar esta oportunidad.

—¿De qué está hablando? —sus palabras solo lo confundían—. ¿Quién es Zarrashel?

Soy yo.

La horrible voz dentro de su cabeza le habló.

Damián no supo cómo reaccionar. ¿La voz tenía nombre? ¿Qué era lo que tenía dentro de él? Estaba lleno de preguntas que sentía que iba a explotar, por lo que rogó por una explicación.

—Explíqueme, no entiendo nada de lo que dice.

—Oh, pobrecito. No sabes que tienes un demonio dentro de ti.

Damián no supo qué responder ante tal revelación. No la creyó, no quiso creerlo. ¿Cómo que un demonio? Esas cosas no existían. Su agitación no le ayudaba a procesar la situación de la manera correcta. Estaba seguro de que no era real, nada era real. Todo era una disociación debido a la falta de sus medicamentos. Creyó inocentemente que podría deshacerse de ellos y que su mente resistiría, cometió un grave error. Los químicos de su cerebro doblegaron la realidad hasta el punto en que todo parecía una pesadilla.

—No es real, no es real, no es real —repetía una y otra vez, tratando de despertar.

—Claro que es real, todo es real —Agarró la mano derecha de Damián, quien en su limitada posición trató de resistirse sin éxito—. Si no lo fuera, no sentirías esto —Apretó el dedo índice del muchacho e introdujo la aguja en la uña, primero con rapidez hasta que la punta llegó hasta la mitad. Luego, con firmeza y mortal lentitud, siguió hasta que tocó la matriz de la uña. Los gritos y los saltos que dio Damián eran incontrolables. Hubo un chillido que sonó más a un animal que a una persona; el dolor que sentía era horrible y persistente.

—Es curioso, solo hasta hoy pude sentir que tenías un demonio. En otras ocasiones te toqué y no pude sentir nada dentro de ti. Leí tu informe en la escuela y dice que estás medicado con fármacos antipsicóticos para tratar trastornos de la personalidad. Seguro que eso lo mantuvo dormido.

Sí.

Respondió la voz dentro de su cabeza.

Dio media vuelta y regresó a su mesa en un rincón del sofocante cuarto, dejando la aguja todavía enterrada en el dedo del muchacho.

—Suélteme, por favor, suélteme —suplicaba, empapado de lágrimas y sudor—, déjeme ir, se lo ruego.

—Ya te dije que no puedo dejarte ir, Damián. Tienes a alguien muy importante dentro y si mueres, el demonio dentro de ti también morirá —agarró un aparato similar al que usan los dentistas para abrir la boca de los pacientes—. Pero no hay prisa. No es como si me fueras a hacer algo.

—¿Por qué… por qué dice eso?

—Damián, hijo, no hay que ser muy inteligente para deducirlo —Llevó el implemento hasta su mesa—. En todo este tiempo no has hecho nada. No has escapado, ni él te ha ayudado. Te drogué en el baño. Un demonio hubiese contraatacado, peleado para no dejarse atrapar. Soy un Sinx, no soy un demonio poderoso. Si Zarrashel hubiese intentado ayudarte, yo no seguiría vivo —Le apretó la boca y con bastante violencia introdujo el aparato dental—. Por lo que pude observar cuando te toqué, Zarrashel lleva mucho tiempo en tu cuerpo. Las medicinas seguramente lo doparon y todo ese tiempo encerrado sin hacer nada afectó tu biología de alguna manera. Parece que tu organismo asimiló al ente sobrenatural o, mejor dicho, se fusionó. Es curioso cómo son las cosas. Un humano y un demonio conviviendo como uno solo. Parece una extraña simbiosis, curiosa, pero no es la primera vez que ocurre. —Dio media vuelta y regresó a la mesa.

Damián hizo un esfuerzo por liberarse, pero no pudo. Las correas eran muy fuertes. Desahuciado, giró la cara y comenzó a llorar. Fue en su mar de lágrimas cuando pudo ver a una criatura flotando junto a la mesa.

—Perdedor —dijo la criatura con la misma voz que escuchaba dentro de su cabeza.

Tenía una cabeza alargada en forma de perro, pero era solo el cráneo. Su cuerpo era una larga manta negra que flotaba en el aire. Sus brazos eran huesos blancuzcos con unas enormes garras como manos.

Damián no supo cómo reaccionar ante tal presencia a su lado. ¿Era eso lo que estaba en su interior? Era idéntico a la criatura que veía en sus sueños cuando era niño, aunque ahora en la realidad era aún más aterrador.

—Si me hubieses escuchado, no estarías en este problema, ralea.

Lleno de adrenalina y pánico, Damián recordó lo que el Sinx dijo y pudo formular una idea. Si él moría, el demonio también moriría. Por lo tanto, procedió a pedir socorro:

—¡Ayúdame! —chilló con dificultad debido al aparato en su boca.

Zarrashel no respondió, tan solo lo observó por unos segundos antes de alzar la cabeza y contemplar al Sinx que en ese momento tomaba unas tijeras de cirujano.

—No va a ayudarte —agarró unas tijeras, las abrió y cerró para comprobar que estuvieran afiladas—. No puede o tal vez —soltó de nuevo esa horrible risa—, no quiere.

Damián volvió a ver al demonio. Esa podría ser una posibilidad.

—Los altos demonios son, aparte de estúpidos, bastante orgullosos. Por eso cada vez hay menos de ellos, y por eso los parásitos y demonios de rango menor como yo seguimos vivos. Sabemos cómo movernos, no nos creemos mejores, solo buscamos repartir maldad —Alzó las afiladas tijeras, que brillaron con la poca luz dentro del sótano.

Damián contempló al demonio una vez más. Estaba allí, inmóvil. El muchacho se preguntó si en verdad no era capaz de hacer nada. El demonio o Zarrashel, como lo nombró su maestro, se mantenía inmóvil, sin ninguna expresión en su hocico.

El muchacho reventó en llanto. Estaba sin esperanza. No era religioso, no tenía fe. Nunca le había llamado la atención la iglesia ni esas cosas, pero si existían los demonios y el infierno, de igual forma debía existir un cielo y un Dios. Por lo tanto, lo único en lo que pensó fue en rezar:

—Por favor, Dios, te lo pido. Déjame ir, te lo ruego. Sálvame de esto…

—¿En serio estás orando? —el Sinx metió sus largos dedos en la boca del niño y le pellizcó la lengua—. ¿Quieres saber algo del cielo? —introdujo la afilada tijera dentro de su boca. Damián sintió el frío y el afilado metal presionando su lengua—. No existe.

Cerró las tijeras. Damián chilló de forma horripilante. Dio saltos en la mesa como si fuera víctima de un ataque epiléptico. Los cinturones que apretaban cada extremidad de su cuerpo y su cabeza se estiraron y contrajeron repetidas veces. El grito continuó hasta que la sangre llenó toda su boca y se vio obligado a expulsar el exceso. El líquido se derramó sobre su cuello. Por su parte, el Sinx soltó una silenciosa pero afilada risita.

El estado de shock llegó. Damián tenía leves espasmos y su visión parecía perdida, muerta. Tan solo observaba sin decir una palabra.

El Sinx regresó a la mesa de herramientas. Todavía no quería matarlo, por lo que pensó cuál sería su siguiente paso. Sacarle un ojo, cortarle los dedos de los pies, aplastarle los testículos con un martillo o meterle un cuchillo por el esfínter. Eran tantas opciones y, mientras pensaba en ellas, no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo detrás de él hasta que fue demasiado tarde.

Damián estaba sufriendo. Su cuerpo entró en modo supervivencia. Su corazón comenzó a latir muy fuerte para poder huir o pelear. Su cerebro envió órdenes a su cuerpo y sus músculos fueron inyectados con adrenalina, todo para no dejarlo morir. Sin embargo, había algo más, algo que su mismo sistema biológico reconoció como un método de ayuda para preservar su supervivencia. Algo que ni Damián ni Zarrashel sabían.

Desde el mismísimo núcleo de su ser, emergieron apéndices negros que surgían como sombras vivas. Estos apéndices se enroscaron alrededor del cuerpo de Damián como serpientes oscuras, llevando a cabo una metamorfosis que era una danza maldita entre lo biológico y demoniaco. Fue una sinfonía inquietante, como si el mismísimo tejido del tiempo y el espacio se retorciera para dar a luz a un ser único. Los huesos crujieron y se fracturaron, solo para reconstituirse en nuevas configuraciones, mientras las articulaciones se doblaban en direcciones imposibles. El cuerpo de Damián se distorsionó y mutó a medida que el proceso avanzaba, como una marioneta de carne que era remodelada por una fuerza oscura.

Los ojos, una vez llenos de confusión y miedo, se desvanecieron en la oscuridad, reemplazados por dos esferas blancas y muertas. Su cabello desapareció, consumido por las sombras que ahora lo abrazaban. La carne y los músculos se desvanecieron, dejando espacio para algo más oscuro y poderoso, un cráneo canino por cabeza, rodeado por una enorme y densa melena negra. Cada sensación, cada pensamiento, cada fragmento de identidad se disolvió y se reconfiguró en esta nueva forma.

La fusión entre el humano y la entidad demoníaca Zarrashel era una ceremonia impía en la que los límites entre lo natural y lo sobrenatural se difuminaban. El ser resultante estaba imbuido de una esencia que no podía ser definida en términos humanos.

—Sinx.

Fue una sola palabra, salió con tranquilidad de sus fauces. Aun así, la connotación que cargaba era como un agujero negro que tragaba todo a su alrededor. El demonio volteó muy despacio, no quería hacerlo, pero la presencia tras él era tan poderosa que estuvo obligado. Cuando lo vio, cayó en cuenta de dos cosas. Primero, que no era Zarrashel, al menos no en su totalidad. Era un ser mestizo con sangre de demonio y humano. Esto llevó al segundo descubrimiento: esa combinación lo hacía mucho más peligroso.