El chaval de la cantera - Lluís Prats - E-Book

El chaval de la cantera E-Book

Lluís Prats

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Beschreibung

No se trata de triunfar. Se trata de intentarlo al máximo. Nico se dedica a jugar con la pelota en la plaza del pueblo sin ninguna preocupación. Pero no sabe que en tan solo unas semanas le pondrán su mayor sueño al alcance de su mano: recibirá una llamada del mejor club del mundo para hacer unas pruebas que le permitirían entrar en su cantera. El joven Nico no solo juega al fútbol: lo vive, lo respira, lo tiene en la cabeza todo el rato. Es eso lo que quiere el cazatalentos, a alguien que no solo sepa chutar, sino que también sepa observar y entender el juego al completo. Pero no será una experiencia sencilla para Nico, que vivirá muchos cambios bruscos que le afectarán a su vida y a su juego en el campo. Un libro muy recomendable para jóvenes deportistas, con énfasis en ciertos elementos más didácticos y pedagógicos, que se convierte en una gran propuesta para captar conceptos como el esfuerzo, el compañerismo, quererse y superarse.

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Lluís Prats

El chaval de la cantera

Ilustraciones de Eva Sánchez

Saga

El chaval de la cantera

 

Image en la portada: Shutterstock

Copyright ©2021, 2023 Lluís Prats and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728177167

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

No nos piden que triunfemos.

Nos piden que lo intentemos con todas nuestras fuerzas.

Nico Parra

1

Veintiuno, veintidós, veintitrés… Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve… Sesenta y cuatro, sesenta y cinco… Al llegar a ciento veintitrés, el chico se cansó de dar toques al balón sin que tocara el suelo y levantó la cabeza.

El reloj del campanario marcaba las tres y media y la plaza de Villanueva de los Infantes, en la provincia de Ciudad Real, estaba casi desierta. El calor era abrasador, pero él no lo notaba porque era enjuto y canijo como un espárrago silvestre. Eso era lo que su abuela Honoria le repetía los domingos que se juntaban todos a comer e intentaba atiborrarle de migas, unas migas que, en honor a la verdad, todavía no habían dado el fruto esperado.

El chiquillo miró a su espalda y se fijó en que unos oscuros nubarrones avanzaban deprisa cubriendo la sierra de Cazorla. En aquel instante alguien le gritó desde el otro extremo de la Plaza Mayor:

—¡Nico! ¡Nico! ¡Eh! ¡Nico Parra!

Se dio la vuelta y vio a un chico de su edad que corría resoplando bajo los soportales, y no porque fuera muy rápido, sino porque las migas con que le hartaba su abuela los domingos sí que habían dado el fruto esperado. El niño que corría hacia él era redondo como un garbanzo y redondos eran sus ojos vivarachos.

—Los veranos son aburridos si llegas tarde a jugar, Isidro —se quejó el niño que respondía al nombre de Nico.

—Sobre todo si has suspendido dos asignaturas —dijo el recién llegado frenando delante de él—. He tenido que terminar unas páginas de recuperación.

Nada más cierto. Isidro había hecho dos páginas de los deberes y después su madre le había dado permiso para salir a zascandilear.

—¡A ver si no rompéis nada! —le había dicho cuando salía por la puerta.

La verdad era que Nico esperaba a Isidro con anhelo y no porque fuera un buen jugador de fútbol. Al contrario, era lento como una tortuga y nunca marcaba un gol, pero era su mejor amigo y durante los veranos pasaban las tardes con Miguel y Laureano chutando la vieja pelota de trapo hasta que caía la noche.

—Para Reyes pediré una nueva —dijo Nico mientras empezaba otra vez a dar toques al esférico sin que tocara el suelo.

—¡A ver si es verdad! —exclamó Isidro empezando a perseguir la pelota.

Como si fuera un malabarista de circo, Nico Parra había levantado la pelota con el pie derecho, se la había hecho pasar por debajo de la otra pierna y, con el mismo pie y sin hacerse un nudo, la había subido hasta el pecho y después hasta la frente. Le había dado tres toquecitos, la había sostenido inmóvil durante unos segundos y después la había chutado hasta mandarla a la otra punta de la plaza en una parábola perfecta.

Cuando Isidro llegó a ella, intentó hacer lo mismo y, cuando más o menos lo consiguió y le dio un patadón, el balón fue a estamparse contra una casa. Exactamente contra la ventana del segundo piso, que explotó como si hubiera estallado una bomba; la pelota cayó al suelo rodeada de cristales hechos añicos, una imagen que la madre de Isidro no quería ver por nada del mundo. Un segundo más tarde una vecina salió por la ventana y les chilló:

—¡Niños! ¿Otra vez a las andadas? ¡Nico Parra! ¡Isidro, el de la peluquera! ¡Como os coja, os dejaré el culo como una tomatera!

—¡No hemos sido nosotros, señora Rebollo! —se excusó Nico.

—Pues entonces ¿quién?

—No estoy seguro, si quiere que le diga la verdad —mintió—. ¡Pero lo averiguaremos!

—Ya hablaré yo con vuestras madres, ¡granujas, que sois un atajo de granujas! —les amenazó sacando un puño por la ventana.

No era la primera vez que los vecinos de Villanueva se enojaban con Nico y su pandilla, ni tampoco era la primera vez que tenían que romper la hucha para pagar los desperfectos que ocasionaba su arte futbolístico.

Cuando la mujer desapareció para llamar por teléfono al cristalero aparecieron sus otros dos compañeros. Sacaron los vidrios que se habían quedado clavados en la pelota como si no hubiera pasado nada y estuvieron toda la tarde jugando a fútbol. ¿Qué otra cosa mejor podían hacer un viernes de agosto a más de treinta grados de temperatura?

Así estuvieron hasta las ocho y media de la tarde, cuando un airecito fresco empezó a bajar de la sierra y la barriga les dijo, a Isidro el primero, que había llegado la hora de cenar. Entonces los cuatro se remojaron en la fuente, bebieron un trago de agua y se fueron a casa con la promesa de reencontrarse al día siguiente a la misma hora.

En cuanto Nico entró por la puerta, se dio de bruces con su madre.

—Pero ¿de dónde sales tú tan sudado? —dijo—. ¡Dichoso fútbol! ¡Vas a pillar un catarro! ¡A la ducha directo!

Nico bajó la cabeza, entró en su habitación, dejó la pelota en la estantería que había debajo del póster de Cristiano Ronaldo y obedeció a su madre.

Estaban a finales de verano y se sentía especialmente contento. No porque el colegio estuviera a punto de empezar de nuevo, aunque era un alumno bastante aplicado, sino porque pronto empezarían los entrenos de fútbol. Jugaba con los alevines del Villanueva y la temporada anterior habían conseguido el subcampeonato comarcal de Ciudad Real.

Sí, el fútbol era su pasión desde que tenía tres años y su yayo Andrés le había regalado una pelotita de plástico que él había empezado a chutar para que rebotara contra el poyete de la alquería.

Ya tenía ganas de volver a verse con sus compañeros del equipo de alevines del Villanueva, muchos de los cuales habían pasado el verano en Alicante, Santa Pola o Asturias. Quería estar de nuevo a las órdenes del señor Montoya, su entrenador, que los motivaba como el que más y que a veces les hacía sentirse auténticas estrellas de fútbol, como si fueran los mismísimos Andrés Iniesta o Fernando Torres. Nico aún recordaba la visita que les había hecho Gonzalo Ripoll, hijo de Tomelloso y que jugaba en Segunda B con el Albacete, y cómo sintió que estaba a punto tocar el cielo cuando este le había dicho:

—Tú, chaval, pareces de alambre pero la tocas bien.

Esa noche de finales de agosto, antes de dormirse, Nico repasó mentalmente el nombre de los jugadores de la selección: Sergio Ramos, Iniesta, Juanfran…

Los miraba a todos en el póster que tenía en la pared junto al del mítico delantero del Madrid, Cristiano Ronaldo, y soñaba que algún día jugaría en un gran estadio delante de miles de espectadores. Ya se veía pegándole a la pelota para meterla por la escuadra o rematando en plancha mientras el portero se estiraba sin poder tocarla.

¡GOL!

* * *

El curso empezó como siempre, a mitad de septiembre, y Nico se reencontró con sus compañeros de clase que no habían pasado el verano en Villanueva. Empezaban sexto de Primaria y era el último año que pasaban en la vieja escuela, pues, al terminar el curso, comenzarían a cursar la ESO en el instituto.

Los días pasaron entre idas y venidas al colegio Arqueólogo García Bellido de Villanueva y, unas semanas después de empezar las clases, en las que se sentaba junto a su inseparable Isidro, se iniciaron los entrenos en el campo de fútbol. Al terminar el tercer día de entrenamiento, el señor Montoya, el entrenador con bigote de domador de circo y nariz de boniato, anunció al equipo:

—La semana próxima jugaremos un partido amistoso de pretemporada.

Eso siempre les gustaba a los jugadores que tenía a sus órdenes. Uno de ellos, Miguel Ceballos, un chico rubio y fuerte que jugaba de delantero centro, le preguntó:

—¿Contra quién?

—Contra los de Villamanrique.

Al oír al entrenador, dieciséis caras ilusionadas se mustiaron como la flor de un día.

—¿Otra vez contra los de Villamanrique? —se quejaron algunos.

—Sí —respondió el entrenador con una sonrisa enigmática—, pero esto no es lo más importante.

Después de decir aquello, el señor Montoya esperó unos segundos para ver cómo reaccionaban los dieciséis alevines que tenía a sus órdenes por segundo año consecutivo. Estaban todos sentados en los bancos del vestuario. Algunos aún llevaban un calcetín en el pie y otros se estaban quitando las botas cuando el hombre anunció solemnemente:

—El sábado vendrá un directivo de un club muy importante de Madrid a ver el partido.

El anuncio de aquello fue como si hubiera hecho explotar una bomba atómica, porque el vestuario se llenó de gritos de excitación y mil preguntas. El hombre las respondió como pudo pero, de hecho, lo único que sabía era que habían llamado del club por si podían acudir al próximo partido que jugara el infantil del Villanueva y él había respondido enseguida que sí.

Los niños no lo sabían pero eso era lo que hacían los observadores de fútbol base del club cada fin de semana: patearse todos y cada uno de los tres mil campos de fútbol de alevines, infantiles, cadetes y juveniles para ver si hallaban una perla que con suerte, diez años más tarde, debutara en Primera División.

Por eso, esa tarde Nico llegó a casa gritando:

—¡El sábado tenemos un partido muy importante! ¡El sábado tenemos un partido muy importante!

—¿Ah, sí? —Le sonrió su padre, que estaba poniendo la mesa—. ¿Contra quién?

—Contra el Villamanrique.

—Hombre, Nico —se rio abiertamente Pedro Parra—, tan importante no debe ser, ya jugasteis contra ellos meses atrás y solo es un amistoso, ¿no?

—¡Es importante porque vienen a vernos!

Su padre hizo cara de bajar de la luna y él le explicó:

—Viene un señor de Madrid a vernos.

—¿Un señor de Madrid? ¿Quién te ha dicho eso?

—Montoya.

—Se dice señor Montoya —le corrigió su padre.

—Todo el mundo le llama Montoya —replicó él.

—Pues tú, Nico Parra, como hijo mío, a partir de ahora le llamarás señor Montoya, ¿estamos?

—Sí, papá. —Bajó la cabeza.

—Y eso que ocurrió con la ventana de la señora Rebollo hace unos días…

—Papá…

—Nico…

—Fue sin querer. Isidro la rompió y…

—¿Y tú mentiste, verdad?

—Sí —reconoció Nico rojo como un tomate—. No quería que le castigaran.

—Pues que tampoco vuelva a suceder. Si algún día rompéis otra cosa, vais a decir la verdad, ¿entendido? Ya he hablado con el padre de Isidro y, como otras veces, pagaréis a medias el cristal. Aún te queda algo en la hucha, ¿verdad?

—Psí —murmuró él.

—Pues ya sabes.

—¡El cristal lo rompió él! —protestó Nico.

—Pero sois amigos, ¿no? Además ya sabes que en casa de Isidro no van muy sobrados.

Nico agachó la cabeza, de nuevo obediente. Las cosas en casa no eran como en la calle, donde todo el mundo hacía o deshacía según le parecía. En casa había cierto orden y las cosas eran un poco diferentes.

En cuanto terminó de contarles lo que les había comunicado el entrenador, el señor Parra miró a su hijo enarcando las cejas y solo le dijo:

—Pues juega bien y no te empaches de pelota.

2

Los alevines del Villanueva se pasaron el resto de la semana mordiéndose las uñas hasta que llegó el sábado, el día del partido contra los del Villamanrique. En el vestuario, el entrenador Montoya les dio unas instrucciones muy claras: que no se fijaran en la gradería, que jugaran como siempre, que se pasaran la pelota y no intentaran ser la guinda del pastel, que no driblaran demasiado para exhibirse y que si patatín y que si patatán.

Pero del mismo modo que las palabras del entrenador les entraron por una oreja les salieron por la otra. Durante buena parte del partido, los infantiles del Villamanrique y los del Villanueva tenían los ojos más pendientes de las gradas que del terreno de juego. Todos querían adivinar quién era el enviado por el equipo de sus sueños.

Quizás por eso las jugadas eran ridículas. Había chutes que dolían a los ojos, ojos que algunos espectadores se tapaban con las manos. Muchos de los jugadores intentaban cosas imposibles: hacer túneles al contrario, hacer sombreros a los defensores, tocarla de tacón y mil gansadas más que daban pena.

En las gradas del campo había unos cuarenta padres y madres, además de algunos aficionados que no se perdían ni un solo partido y que discutían tan acaloradamente como si estuvieran en una tertulia de la tele.

No pocos de ellos movían la cabeza con desaprobación y algunos de los más exaltados incluso gritaban a los jugadores:

—¡Pásala, alcornoque! ¡Pásala! ¿No ves a Ceballos solo? Eso, piérdela otra vez. ¡Pedazo de besugo!

Y otros iban aún un poco más allá:

—¡Eso! ¡Empáchate de pelota, cazurro! ¡A ver si pillas una indigestión, mamoncete! ¡Qué mierda de partido estáis jugando hoy!

En una de las jugadas, dos defensores del Villanueva intentaron alejar una pelota del área con tan mala suerte que se dieron un cabezazo el uno contra el otro y quedaron aturdidos en la frontal. Pero si esto hacían los del Villanueva, los del Villamanrique no se quedaban cortos y de las cuatro veces que chutaron a portería, en todas ellas la pelota terminó en la piscina municipal y tuvieron que sacar otra para reanudar el partido.

Nico no sabía exactamente qué hacer porque él era bastante disciplinado. Jugaba en el centro del campo y siempre le gustaba controlar la pelota, mirar a sus compañeros y pasarla bien. De hecho, prefería enviarla corta que hacer vaselinas. Jamás había hecho pases largos, que nadie sabía exactamente adónde iban a ir a parar.

Pero aquel no era un día para jugar con la cabeza, sino con el corazón, y los veintidós alevines corrían atolondrados detrás de la pelota. El único que intentaba mantener un poco la cabeza fría era él y quizás por esto la tocó poco; cuando faltaban veinte minutos para terminar el encuentro, el entrenador Montoya decidió sustituirle por otro centrocampista.

—Lo has hecho bien —le dijo cuando se sentaba en el banquillo—, pero me parece que hoy nadie tiene el día.

Entre los espectadores del pequeño estadio de Villanueva se encontraba un señor de cabello blanco que tomaba notas sin parar. Nadie le conocía pero se llamaba Leandro Haro y llevaba un montón de años viajando por todo el país en nombre del equipo de la capital buscando jóvenes promesas de fútbol.

Ninguno de ellos lo sabía tampoco, pero cuando el exfutbolista Haro lamía cuatro o cinco veces el Chupa Chups que le colgaba de la boca significaba que disfrutaba viendo a alguno de los jugadores. El hecho es que aquella tarde, en el campo del Villanueva, le había dado pocos lametones. Solo en una ocasión hizo más de cinco cuando vio cómo la movía alguno de los chicos que danzaban por el terreno de juego. El resto del tiempo se lo pasó bostezando, pues el partido terminó tal y como había empezado, con empate a cero.

En el momento en que el árbitro pitó el final, los veintidós chicos regresaron al vestuario mirando hacia las gradas para ver si descubrían a algún espectador vestido con los colores del equipo de Madrid y reconocían al cazatalentos. Pero a Nico eso le importaba un pimiento. Habían hecho uno de los peores partidos de su vida. Muchos de sus compañeros habían jugado tan excitados que habían querido hacer jugadas personales, con regates imposibles que habían terminado en falta o lanzando la pelota hacia las nubes como si quisieran cazar palomas.

Hasta que le habían sustituido, había hecho lo que su entrenador le había dicho: intentar organizar el juego, mirar adónde estaban sus compañeros y pasarla al que estuviera desmarcado sin abandonar el centro del campo. Pero aquel partido había sido un despropósito de principio a fin: los jugadores de ambos equipos habían sentido mucha presión al saber que un directivo de Madrid, según algunos el presidente del equipo de Primera en persona, se había acercado a Villanueva para ver a un puñado de infantiles jugar contra el Villamanrique.

Al entrar en el vestuario unos le echaron la culpa al árbitro, otros al terreno de juego, que estaba lleno de baches, pero Nico sabía que habían sido las ganas de chulear y de hacerse notar las que habían hecho que muchos se pasaran el encuentro chupando pelota.

Ninguno de ellos vio que al terminar aquel espectáculo deplorable y, mientras estaban en los vestuarios comentando el desastre de partido que habían hecho, el señor Montoya subió a las gradas y se sentó junto al hombre que había seguido el partido de pe a pa tomando notas en una libreta.

—Me parece que no han jugado demasiado bien —se excusó.

—Siempre ocurre cuando saben que viene alguien de la capital —suspiró el exfutbolista de Madrid—. Por esto aconsejamos que no les digáis nada.

—Lo siento, no tenía que haberlo hecho.

—No pasa nada.

—¿Y qué? ¿Algo interesante? —se revolvió nervioso el entrenador del Villanueva.

El señor Leandro Haro esbozó una media sonrisa y sacó otro Chupa Chups del bolsillo. Después observó el campo de tierra y dijo:

—Hombre. No ha sido el mejor partido que he visto en mi vida…

El señor Montoya escondió la cabeza un poco avergonzado.

—De todas maneras —añadió el cazatalentos—, hay un chavalín que me ha gustado.

—Sí —sonrió a medias el entrenador del Villanueva—, Ceballos es un buen delantero centro, le pega bien con la zurda, va bien de cabeza y…

—No, no —le interrumpió el ojeador—, el delantero centro no ha pasado ni una pelota. Como todos los demás, solo ha mirado al suelo o, como mucho, a tres metros por delante de él. Solo se ha dedicado a driblar a todos los oponentes que ha podido. Parecía que, en vez de evitarlos, fuera hacia ellos. El que me ha gustado ha sido un chaval esmirriado que tenías en el centro del campo y que has sustituido antes de que acabara este… espectáculo.

—¿Parra? —se extrañó el señor Montoya—. No lo hace mal del todo… ¡Pero no ha tocado pelota!

—Ha tocado cinco —dijo el señor Haro como si tuviera el partido grabado en la cabeza—. Pero no es cómo las ha tocado lo que me ha gustado, sino que estaba en el lugar que le correspondía, miraba adónde estaban situados sus compañeros antes de pasarles el balón y, lo más importante de todo, mira qué te digo, Montoya, no ha intentado regatear ni una sola vez. Tampoco ha perdido ni una pelota. Esto del fútbol, Montoya, es una cuestión de equipo y de generosidad, si no, las cosas no salen. Me entiendes, ¿verdad?

El entrenador del Villanueva asintió con la cabeza y, con esta lección de sentido común futbolístico, él regresó al vestuario, el señor Haro a Madrid y los dieciséis alevines del Villanueva a casa, a esperar que esa misma noche les llamara el presidente del equipo de Madrid para ficharles al día siguiente.

* * *

En Villanueva no se supo nada más de la visita del «directivo» hasta quince días más tarde, cuando una noche, antes de la hora de la cena, el mismo señor Leandro Haro, con los datos que le había facilitado el entrenador del Villanueva, llamó por teléfono a los Parra.

La madre de Nico descolgó el aparato y, al escuchar quién le hablaba y sobre todo qué le decía, sintió un pinchazo en las tripas mientras los ojos se le humedecían y su cabeza empezaba a dar vueltas y más vueltas. Se serenó durante unos segundos y fue al comedor, donde su hijo Nico, su hija Amaya y su marido Pedro se estaban zampando una tortilla de patatas.

—¿Qué te pasa? —le preguntó este último—. ¿A qué viene esta cara? ¿Quién es? ¿Es la yaya Teresa otra vez?

—No. Llaman de Madrid… —repuso ella—. Si son cosas de fútbol, yo no quiero saber nada de nada…

Al oírla, los tres pegaron un bote. El padre de Nico hizo un gesto con la mano para calmarles, se limpió la boca con la servilleta y caminó ceremoniosamente hacia el vestíbulo, donde cogió el teléfono sin que la camisa le llegara al cuerpo. Escuchó con atención todo lo que tenía que decirle el señor Haro, que se encontraba sentado en su despachito, situado en las oficinas de la Castellana y, cuando lo hubo entendido todo, se despidió y colgó el aparato.

Al darse la vuelta se encontró a los otros tres miembros de la familia con la servilleta colgada del cuello, el tenedor en la mano y unos ojos abiertos como platos.

—Le quieren ver jugar allí —logró articular tragando saliva—, en Madrid.

El grito que pegó Nico se oyó por todo el Campo de Montiel hasta los arroyos de Toril y de Peñaflor y, cuando su padre logró que se calmara, le explicó que el proceso de selección de nuevos jugadores pasaba por ir a Madrid para que le viesen jugar.

—Me ha dicho el señor Haro que si la cosa funcionara, te harían volver el sábado siguiente y, así, dos o tres veces hasta que los técnicos decidan si puedes probar suerte con los equipos de la cantera. Me ha dicho que de momento podrías interesarles. Si todo fuera bien, firmaríamos un contrato de formación. Allí hacen las cosas bien.

Eso era más de lo que Nico había soñado en toda su vida. Esa noche casi no pudo pegar ojo porque ya se veía vistiendo la camiseta del equipo de sus sueños y marcando goles a troche y moche. Pero, como le había dicho su padre, era mejor que no les contara nada a sus amigos. Se lo había dicho por dos motivos: el primero, porque no quería que los compañeros de su hijo se pusieran celosos, y el segundo pero más importante, porque no quería que a su hijo se le subieran los humos a la cabeza.

* * *

Así, dos semanas más tarde, a principios de noviembre, Nico y su padre realizaron el primer viaje a Madrid un poco a escondidas. Nico sentía un nudo en el estómago y era un manojo de nervios. Aparcaron el coche junto a los campos de entrenamientos de Valdebebas, donde jugaban las categorías inferiores del club. Entraron por la puerta de las instalaciones y un conserje les indicó dónde encontrarían los vestuarios. Comprobaron que el nombre de Nico, de Villanueva, estaba anotado en unas listas donde se encontraban los de los chicos convocados, que habían sido agrupados por categorías. Junto al nombre se indicaba en qué vestuario tenían que cambiarse.

Nico se dirigió a la puerta marcada con el número 3 con las piernas temblando. Se cambió junto a otros niños de su edad venidos de todas las provincias y que, como él, habían llegado con dolor de barriga para jugar un partidillo amistoso. En cuanto terminó de atarse sus viejas botas de fútbol, con los tacos bastante gastados, oyó el vozarrón de un entrenador vestido con un chándal que les llamaba y todos salieron del vestuario.

Al llegar al terreno de juego reparó en que este era de césped, muy diferente del campo de tierra de Villanueva. Lo segundo que le escamó fue que las viejas botas resbalaban como si fuera una pista de hielo y, por si eso fuera poco, observó que lo habían regado para que la pelota corriera como un rayo.

El mismo entrenador de barba recortada que les había hecho salir de los vestuarios repartió unos petos de color naranja a once de ellos y, después de consultar sus papeles, les organizó en dos equipos. A Nico le colocó en el de los chicos que no llevaban peto. Luego distribuyó a los muchachos por el terreno de juego y a él le colocó en el centro del campo. Después hizo lo mismo con los componentes del otro equipo y les dio unas instrucciones muy sencillas: