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Historias donde hay ironía, fantasía, remordimiento y soledad. Para el final, una farsa en homenaje al gran Roberto Fontanarrosa y un mágico cuento infantil con bruja, brujita y búho.
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Seitenzahl: 150
Veröffentlichungsjahr: 2023
Guillermo Fernández Boan
Boan, Guillermo Fernández El club de la trampa : y otros relatos / Guillermo Fernández Boan. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4700-2
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
EL CLUB DE LA TRAMPA
LOS ADIOSES
EL BARCO NEGRERO
EL ROBO
I
II
III
IV
V
VI
VII
Epílogo
ALIVIO DE LUTO
UNO
DOS
TRES
HOMO HABILIS
I
II
III
IV
VIOLACIÓN
Epílogo
MARINA
TRINCHERA
EL DUELO
LA NIÑA DE LA ALDEA GRIS
I
II
III
IV
V
VI
VII
Buenos Aires – 1990
Los primeros tres meses no tuvimos problemas: Nos veíamos un par de horas después de la oficina, o cuando yo encontraba argumentos para salir de casa más temprano.
Entonces, la pasaba a buscar y nos íbamos a un hotel.
Los fines de semana, obviamente, ni pensábamos en vernos.
Es así como son estas cosas, uno empieza a salir con una compañera de trabajo y la relación puede durar una semana, un mes.
No se piensa en el después.
Pero con Mónica hacía ya un tiempo que estábamos en este asunto y la cosa parecía venir para largo.
A mi mujer ya no sabía qué decirle: ¿cuántas veces pueden aparecer reuniones fuera de la oficina con gente desconocida? ¿Cuántas veces puede dejar de funcionar un auto que antes nunca había tenido problemas mecánicos?
No es que piense, desde luego, que ella sospechara: ¿qué iba a sospechar una mujer chata como mi esposa? Pero lo cierto es que cada vez que la llamaba a última hora para recitarle prácticamente la misma excusa, era yo el que advertía menos convicción en mis palabras.
Por otra parte, Mónica, aunque sabía de mi situación familiar, ya no se conformaba con tener mal sexo, a las corridas, una o dos veces por semana.
Y yo tampoco, debo admitirlo.
En ese conflicto íntimo estaba hasta que un buen día, entre la pila diaria de correspondencia rutinaria, encontré un sobre marrón, de aspecto común y corriente, dirigido así:
“Sr. Gerente – Reservado”.
Lo abrí sin particular cuidado, como abro tantas otras promociones de cursos de capacitación, ofertas de aparatos de gimnasia, viajes al Caribe y demás.
Pero esta vez me quedé sorprendido por el contenido.
Tanto que recuerdo, como si fuera hoy, que cuando entró mi secretaria con un café le pedí que no me pasase llamadas hasta nuevo aviso.
En la carta se ofrecía a “Sres. Directores de Empresa y Ejecutivos” un servicio de excusas, coartadas, etcétera, para “evitar inconvenientes e interferencias en el manejo de situaciones privadas”.
Tras ofrecer ejemplos típicos de situaciones irregulares y formas de resolverlas a través de los métodos de “Soluciones Empresarias S.A.” –que así se llamaba la empresa en cuestión–, terminaba por proponer la concertación de una entrevista para aportar mayores precisiones sobre su sistema “único y registrado”.
Oculté la carta dentro de uno de tantos legajos que tengo en el escritorio y esperé ansiosamente que se hicieran las dos de la tarde, hora en la cual en la oficina hay un rato de paz.
Pero el reloj no marcaba aún la una y media cuando, sin poder ya contener mi ansiedad, cerré de un portazo la puerta de mi despacho y llamé al número de teléfono que aparecía al pie de la nota.
Media hora después entraba a un coqueto edificio de la City y me sentaba delante de quien se presentó como la licenciada Laura Marenco, directora de “Soluciones Empresarias”.
Laura Marenco era una cincuentona elegante, delgada, morocha de ojos claros, agradable y de atildados modales. Tras invitarme protocolarmente con un café, me contó los orígenes de su empresa, gestada como fruto de la charla informal de varios gerentes de una multinacional, entre los que ella se contaba.
“Ocurrió a los postres de una cena de trabajo –me dijo– en la que lo avanzado de la hora, lo copioso de lo que se había bebido y la mutua confianza que nos teníamos inspiró a muchos a confesar sus aventuras clandestinas”.
De la conversación –confió Marenco– surgió un problema común: A todos, pero especialmente a los que tenían parejas celosas o difíciles, se les hacía muy cuesta arriba pasar un rato agradable fuera de casa sin generar, paulatinamente, situaciones poco creíbles.
—Un buen día, siguió contándome Marenco, uno de estos gerentes con el que trabajábamos codo a codo hacía más de una década, había entrado a mi despacho para pedirme que llamase a su casa para cubrirlo en una “aventura”.
A esos efectos, solamente debía decirle a su mujer que tendríamos una prolongada reunión de negocios fuera de la oficina.
—Te darás cuenta –continuó exponiendo– que siendo yo directora del área comercial del grupo, ahí mismo entreví que, atrás de esto, podía haber un negocio.
Laura se reclinó en su sillón, juntó sus manos y levantó la vista como quien rememora situaciones vividas: –Al principio –prosiguió– el tema se resolvía al estilo de “Hoy por ti, mañana por mí”... porque no vayas a pensar que he sido una santa, confió con un adorable mohín.
—Pero cuando cada vez más compañeros de trabajo, amigos y luego amigos de esos amigos empezaron a pedirme ayuda (que no creas que era una gran gestión, muchas veces bastaba con hacer una sola llamada telefónica en el momento oportuno) era evidente que había encontrado lo que en marketing denominamos un “nicho de mercado”.
—De ahí a crear “Soluciones Empresarias”, hubo un solo paso, y acá estamos, concluyó entusiasta, levantándose, tomando de una caja un Montecristo número cuatro e invitándome con otro.
—No me imaginaba a una mujer fumando un Montecristo, dije sonriendo. Y ella, acercándome sinuosamente la llama de su encendedor, respondió:
—Querido mío, entonces te falta aprender mucho de lo que las mujeres somos capaces...
Luego volvió a sentarse y encendiendo su puro me animó a contar mi propia historia.
Hice entonces lo que, supongo, habrá sido un típico relato de mi relación clandestina con Mónica y de lo escaso que se nos hacía el tiempo para estar juntos, sin dar motivos de desconfianza a mi mujer.
Laura, que seguía con manifiesto interés mi exposición, se incorporó repentinamente, sacudió la ceniza del cigarro, puso una mano en mi hombro y me confió con tono pícaro:
—¿Qué pensarías, ahora que se acerca un fin de semana largo, si te digo de pasarlo con Mónica en una Estancia en la provincia, o en algún balneario de Chile, o donde quieras vos?
—Te diría que no, contesté rotundamente, prosiguiendo: –Me es imposible armar una cosa así... tendría que divorciarme, irme de casa, no sé...
Ella volvió a su sillón, apoyó sus codos en el escritorio, juntó doctoralmente las puntas de sus dedos y clavándome sus ojos azules me dijo, casi con soberbia:
—Nada es imposible para el Club de la Trampa.
—¿El Club de qué? –pregunté extrañado, generando en ella una franca risa.
—Es nuestro nombre extraoficial, dijo. –Lo puso uno de nuestros primeros clientes... y sin modestia te aseguro que nos define perfectamente.
—Bueno Carlos, continuó diciéndome en tono amistoso y poniéndome una mano en el antebrazo: Si yo te digo que es posible, es posible. Si me autorizás, te armo un esquema y pasas mañana a esta hora a verme. Sin compromiso alguno de tu parte. Si te conviene, lo ponemos en marcha. Si no, grandes amigos. Se levantó del sillón y extendiendo su mano tanto como su sonrisa me dijo: –¿Hecho?
—Hecho, contesté incorporándome y estrechándole la mano.
Salí de su oficina aún con el puro entre los labios.
Admito que esa noche, en casa, no podía evitar –mientras mi mujer dormía– quedarme mirando largamente el techo de mi habitación, pensando en Mónica, en el fin de semana, en la posibilidad que se me presentaba.
Al otro día, puntualmente, volví al despacho de Laura.
Me saludó afectuosamente, y a pura sonrisa me propuso la coartada: concurriría el siguiente fin de semana a un imaginario congreso de marketing en Brasil. San Pablo, más precisamente.
Obviamente, Mónica y yo éramos libres de irnos a donde nos viniera en gana: Soluciones Empresarias se ocuparía de darme un falso talón de embarque, moneda local (“Cosas para que tu mujer encuentre en los bolsillos del traje, si resulta ser de las que revisan”, dijo con un guiño), stickers de “Assist Card” para el equipaje, el diploma acreditando la asistencia al supuesto Congreso y hasta la factura del hotel donde –no menos supuestamente– me habría alojado durante mi estadía en San Pablo.
Todo me pareció bien, pero le hice notar que el tema del hotel no me convencía: ¿Cómo hacía si mi mujer me llamaba?
Laura se rio y levantándose del sillón me llevó del brazo hacia una sala contigua, donde dos empleados trabajaban frente a varios aparatos de teléfono y monitores.
—Está todo arreglado: El “hotel” solo existe en nuestra imaginación. Por eso elegimos lugares desmesurados como “sede” de estas actividades... hay cientos de hoteles en San Pablo, tantos nombres parecidos para buscar en las guías...
—El tema es así, prosiguió: –Cuando vos te vas al “Congreso” le dejás a tu mujer el teléfono que te voy a dar y la llamada suena acá. Los chicos la identifican previamente en la pantalla de sus computadoras y atienden en portugués. En el peor de los casos, si cuando le decimos que no estás tu mujer se pone pesada, siempre queda el recurso de decir: “Nao entendo espanhol”, “Eu nao comprenchi”, ¿Te das cuenta?, dijo lanzando una encantadora risita.
Le pregunté si mientras estaba afuera convenía que llamara a mi mujer y su negativa fue rotunda, acompañada por un gesto elocuente con las manos:
—Solamente si nosotros te lo pedimos. Por favor: Prometeme que no vas a hacer nada por las tuyas sin antes consultarnos. Para eso te damos también una línea directa donde te atendemos las veinticuatro horas, dijo alcanzándome una tarjeta.
—Tampoco se te ocurra –continuó– cambiar tus planes sin avisarnos. Si querés prolongar o incluso acortar tu viaje, todo bien, pero avisanos siempre a la hotline, para que nosotros adaptemos tu coartada: –No vaya a ser que tu mujer esté hablando con la recepción de “tu hotel en San Pablo”, y le digamos que saliste a cenar con otros empresarios, en el preciso momento en que vos estás abriendo la puerta de tu casa.
Laura se interrumpió, abrió el cajón de su escritorio, retiró una agenda de cuero marrón y la consultó: –Cuando nos llames identificate exclusivamente con el número de tu ficha personal, que es el doscientos diecisiete. No te lo olvides, me dijo con todo de admonición, porque nuestro personal no tiene otra forma de reconocerte. Te darás cuenta que, por tu privacidad y tu seguridad, yo soy la única que puedo relacionar tu número con tus datos personales.
—Veo que lo tienen todo pensado, dije, generando una efusiva reacción de Laura, que palmeándome los hombros me dijo:
—Este negocio solo es concebible con un ciento por ciento de eficiencia. Si no, no funciona. Hizo un silencio y prosiguió: –Creéme: Te sorprenderías de las tramas que hemos sido capaces de inventar.
Volvimos a sentarnos, acordamos el precio del servicio (alto, pero razonable por lo que ofrecían) y dos días después, un cadete que se identificó con una tarjeta suya, me entregó en la oficina, en sobre cerrado, toda la documentación de mi supuesto “Congreso” en San Pablo.
Debo ser honesto conmigo mismo: No recuerdo, nunca antes, haber estado tan tranquilo como los días que pasé con Mónica, en un SPA de Carmelo, a orillas del Río Uruguay.
Al volver a casa, después de entregar el diploma de asistencia a mi mujer –que con inocente orgullo le buscó un lugar adecuado en la biblioteca y hasta me propuso ocuparse de enmarcarlo– recordé el último pedido de la licenciada Marenco:
“Si considerás que la calidad de nuestro servicio fue acorde a tus exigencias, te voy a agradecer que al regresar nos mandés una carta. En nuestra constante búsqueda de excelencia, nada es mejor que recibir sugerencias, elogios y –por qué no– críticas de nuestros propios clientes”.
Dos días después, Laura Marenco llegó a su despacho en “Soluciones Empresarias” y encontró un sobre blanco, formato carta, que llevaba el número “217”, prolijamente escrito en letra menuda, como única identificación.
Se descalzó, se reclinó en su sillón, encendió ritualmente su Montecristo, y cruzando las piernas paladeó la lectura de la breve nota que contenía.
Decía así:
“Estimada Laura: Quiero describirte mi experiencia personal de este fin de semana con la mayor sinceridad de la que soy capaz: Todavía tengo el cuerpo cansado por la intensidad emocional –y sobre todo física– de los días que pasé No puedo sino agradecerme una y mil veces haberme animado a conocer el “Club de la Trampa”. En mi caso, puedo decir que has cumplido a la perfección lo que se me antojaba un sueño imposible cuando te lo propuse: Tomarme tres días completos de revancha, en mi propia casa, en mi propia cama matrimonial, de la infidelidad de mi marido”.
Los adioses eran distantes, flameados, húmedos.
Eran las manos de Clara agitando el pañuelo desde el muelle, mientras el vapor, remolcado por bufantes navíos de alta proa cortante, dejaba el puerto en un ritual que ella conocía de memoria.
Por fin, el buque era solo un suspiro de humo gris apelmazado en la distancia.
Como un pájaro adivinado a lo lejos. Adivinado más que visto.
Y así, Marcos se había ido.
Nuevamente.
Como siempre.
A él lo esperaban los mares de la India, las costas de Malaca con su embrujo de perfumes y esencias y sándalo y añil.
Posiblemente también lo esperasen mujeres hondas de cuerpos oscuros y fragantes.
A ella, a Clara, la esperaba la soledad de su casa, de su cuarto, de su cama.
La esperaban las sábanas bordadas por sus dedos obedientes. Olientes aún con el tibio aroma del amor prodigado de a trimestres, cuatrimestres, o semestres.
Marcos se había ido y desde la timonera la costa debía antojársele otra voluta de bruma. Otra cosa más de tantas que un barco vuelve distantes en su moroso sesgar de espumas.
A los hijos que los años trajeron, las décadas se los habían llevado, de uno en uno.
Sólo Clara, año tras año, estación tras estación, de gabán marrón, con su sólida pequeñez sobre el empedrado del muelle.
Sólo Clara y su mano alzada agitando el pañuelo.
Las paredes de la casa, la casa toda, desbordaban de recuerdos que Marcos traía de sus viajes.
Recuerdos que Clara conocía uno a uno. En su preciso lugar. En sus minuciosas fragilidades y sus desmesuradas solideces.
Uno a uno.
Las noches de Clara eran el abrigo de cuero de Marcos cruzado sobre su cama como un oso derrotado. Oliendo a sal y a tierra. A brea y almizcle. A distancia y herrumbre.
Las noches eran Clara abrazada a la bufanda de Marcos. Y en la estrujada bufanda –acremente impregnado en punto cruz– el aroma de Marcos.
El aroma curtido de la distante piel de Marcos.
Las noches de Clara eran mecerse en el ensueño como se mece todo lo que flota. La boya, el navío, el sueño mismo.
Y esa ensoñación le llegaba acunada en el perfume a tabaco y ron de Marcos alejándose.
Y eran sus noches, cada noche, como una singladura más.
Así fue hasta un día distinto a todos.
Hasta un día en el que Marcos llegó a la puerta con cosas inusuales.
Con valijas, con bultos y armatostes.
Objetos infrecuentes, aún para un hombre que jamás había traído a casa sino objetos infrecuentes.
Porque Marcos –tras casi cuatro décadas de otear el misterio de cien mares desde la alta timonera de los barcos– se había retirado.
Esa noche los dos cenaron frente a frente, como siempre. Conversaron frente a frente, como siempre.
Pero esta vez no era lo mismo.
Porque Marcos ya no se iría, como siempre.
Con su pesado calor reemplazaría las reliquias nocturnas con que Clara lo había imaginado presente año tras año.
Con su curtido abrazo sustituiría la mano de Clara, acostumbrada a buscarlo en vano desde el sueño.
Ya no volvería el orden obsesivo de las paredes de la casa.
Ni volvería el ritual inmutable de horarios con que Clara edificaba su jornada.
Tantas cosas de su vida no volverían, ahora que él había vuelto para quedarse.
Primero Clara pretendió alegrarse.
Luego solo pretendió mostrarse alegre.
Acostumbrada a la costumbre de esperarlo por meses, le pesaba comprender que ya no lo esperaría más.
Acostumbrada a contar uno a uno los días que restaban para su regreso, no podía asumir que ya no los contaría más.
Que ordenaría por vez última las cartas con extraños matasellos y texturas y formatos.
Clara quiso aceptarlo.
Quiso tolerar que se le volviese costumbre la costumbre de tenerlo por siempre a su lado.
Y lo soportó.
Clara era fuerte, decidida, inconmovible.
Un mes.
Dos meses.
Tres.
Hasta que un día no lo soportó más.
— — — —
El té cargado y tánico de los marinos, acostumbrados al ron de mala muerte, al tasajo y al tabaco negro, consiente volverse levemente arsenical sin resentir su húmeda fragancia.
Y así fue un día, y otro día, y otro más, hasta que dos semanas después, para Clara no hubo más Marcos.
El médico extendió el certificado gris con rutinaria desaprensión, lo dejó en las llorosas manos de Clara y se fue como había venido, sin decir palabra.
Hasta el lugar donde hoy reposa Marcos –y donde acaso alguna vez habrá de reposar la misma Clara– la acompañaron los hijos.
Y las mujeres de los hijos.
Y los hijos de los hijos.
— — — —
Ahora hay sol. La casa ha vuelto a ser lo que siempre fue.
El orden ha vuelto a ser el único que Clara consiente.
Ya nadie hay –ni habrá– para alterarlo.
¿Cómo contar por muerto a quien siempre estuvo ausente?