5,49 €
Una historia porteña de amor y desamor. De ilusión y desilusión. En la Buenos Aires de la última década del siglo XX. Escrito por Guillermo Fernández Boan.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 233
Veröffentlichungsjahr: 2024
GUILLERMO FERNÁNDEZ BOAN
Fernández Boan, Guillermo No me busques, amor / Guillermo Fernández Boan. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4825-2
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
There’s an unceasing wind that blows through this night
and there’s dust in my eyes, that blinds my sight
and silence that speaks so much louder than words
of promises broken.
Sorrow – 1987
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
Epílogo
Table of Contents
Buenos Aires, 1998
En el Estudio, unos cuantos estaban locos de amor por Beatriz, mi secretaria. Desde el cadete hasta algunos arquitectos.
Los más inspirados sostenían que en su armoniosa silueta no hubiese sorprendido encontrar la propia firma de Botero, y me consta que justificó desde un apurado —pero a mi juicio impecable— bosquejo a mano alzada, hasta una prolija acuarela cuyo autor atesoraba en el altillo de su casa, en Olivos. (Esto último según versiones que nunca puede llegar a confirmar).
¿Y qué decir de Beatriz?
Para varios no era tan linda, sino más bien algo desabrida, al estilo de esos pueblos costeros de mala muerte a los que salva del abandono una playa espectacular.
Para otros, entre los cuales alguna vez me conté, era “average”. No era divina, por cierto, pero tampoco estaba mal: pelo castaño, ojos claros, nariz aguileña, en fin...
Una tarde de marzo, después que Carlos Christensen, mi socio, logró recuperar el aliento tras la visión –no por repetida menos angelical— de su impactante figura, me dijo, mirándome pensativamente por sobre los anteojos:
—Martín, ¿vos qué opinás de esta chica?
No pude disimular del todo lo deliberado de mi silencio, levanté la taza de café y apurando el trago le pregunté a su vez:
—¿Qué opino de lo que tantas veces hemos opinado, o qué opino de algún otro aspecto novedoso?
Carlos se rio. Me dirigió una mirada inquisitiva y me respondió seriamente:
—No, esta vez no.
Se arqueó hacia atrás en la silla y continuó su alocución:
—La noto cambiada. La veo esperanzada, como el que está por emprender algo, un viaje, un curso... una relación. No sé.
Terminó de decir esto y me miró atentamente. Bajé la vista. Inmediatamente, volví a levantarla molesto porque Carlos pudiera haber notado mi gesto, que en ese momento se me antojó avergonzado aunque, sin duda, ha de haber sido imperceptible.
—Mirá, le dije. Creo que está como siempre.
—No, no, dijo Carlos caviloso. No es así Martín. Esta chica está cambiada. Si no se trata de algo del estilo de algún proyecto que tiene en mente, es —y acompañó la expresión realizando con ambas manos un elocuente gesto esférico— que alguien ha llegado al Paraíso y nosotros todavía no lo sabemos, concluyó entre doctoral y pícaro.
—Che, dejate de joder, le dije, no pudiendo evitar reírme. Vos siempre con la ideé fixe.
Carlos alzó su taza, apuró un sorbo de café y volvió a mirarme:
—Martincito: algo hay. Haceme caso pibe.
—Bueh, dije yo levantándome, por qué no hacemos algo por nuestra vida y revisamos los papeles que nos mandó Morton Greenfeld.
—¿Mandó algo?, dijo Carlos sorprendido, —Acá yo nunca me entero de nada, rezongó burlonamente apoyando la taza en su mesa de trabajo.
—Se trata de velar por nuestro Estudio, le dije palmeándole afectuosamente el hombro, para lo que tenemos que esmerarnos en mirar otras cosas que el derrière de Beatriz: Los documentos llegaron ayer y yo mismo te dejé una nota en tu tablero.
—Así sea, sonrió Carlos. La vida, como a Odiseo con las sirenas, nos impone constantes renuncias y sacrificios. Tras lo cual se levantó para revisar los papeles de quienes se contaban, desde que instalamos el Estudio quince años atrás, como uno de nuestros mejores clientes.
De esa forma logré cambiar de tema, cuando la insistencia de Carlos ya me resultaba, si no sospechosa, molesta. Porque ¿cómo cuernos hacía para decirle que, esa misma noche, yo salía con Beatriz?
Con Carlos Christensen nos llevamos poco menos de un año, ya que él cumplió cuarenta y dos en abril y yo los cumplo en marzo del año próximo. No me olvido del día de su cumpleaños porque es poco después del mío y a él su mujer se ocupa de recordarle ambos. Si así no fuera, las dos fechas nos pasarían sin pena ni gloria.
Nos conocimos en la Facultad de Arquitectura de la UBA hace más de veinte años, cursando una especialización en Interiorismo.
Si hubiésemos sido dos jovencitas, seguramente recordaríamos el día exacto en que nos vimos por vez primera, en qué lugar preciso estábamos, las prendas que llevábamos, lo que nos dijimos cuando nos presentaron y toda esa clase de cosas que juzgamos intrascendentes pero que —por algún motivo— el otro sexo incorpora a su base de datos y luego retiene por siempre jamás.
Como terminamos la carrera con menos de un mes de diferencia y coincidió que para ese entonces ya teníamos un par de pequeños clientes en común, nuestro Estudio nació, como bien dijo Carlos alguna vez, como “hijo natural” de la relación que manteníamos, tan cordial en lo personal como resultó luego tornarse fructífera en lo profesional.
Empezamos de la nada, en el departamento de huéspedes que quedaba sobre la cochera de la casa de los viejos de Carlos, en Martínez. Todavía están allá arrumbados antiguos tableros de dibujo, reglas paralelas, compases, escalímetros, frascos de tinta china y lapiceros milimetrados Rotring. Hasta queda una goma eléctrica —porque borrar las láminas no era cosa sencilla—. Y la realidad es que nosotros, en ese entonces, aunque ya técnica y legalmente éramos arquitectos, aún éramos muy inexpertos en unos cuantos aspectos de la vida.
Demasiado chicos, pienso a veces rememorando aquellos comienzos.
Cierto es también —y no fue mérito nuestro—que aprovechamos años buenos de la Argentina, porque entre aquellos que temían que al gobierno de Raúl Alfonsín le siguiera otro golpe de Estado —y por las dudas se hacían construir algo fuera de las fronteras—, hasta los que hicieron eso mismo cuanto, contra unos cuantos pronósticos, vino el gobierno de Carlos Menem, el recordado “Turco”, lo cierto es que el Estudio trabajó mucho y bien. Después, los años de estabilidad económica nos permitieron proyectar viviendas unifamiliares importantes en countries, inclusive para aquellos que ya tenían algo propio en la Ciudad de Buenos Aires y se construían algo parecido en Pilar, Pinamar, o donde la moda se los indicara.
—“Martín, lo nuestro es proyectar, proyectar y construir”, repetía Carlos, como un mantra, cada vez que recibíamos alguna encomienda descabellada. Y éstas iban desde el encargo del que tenía un hijo adolescente enamorado de la hija adolescente de algún otro y los “papis” le ponían todo: el auto, la vajilla, el viaje de bodas, la casa, etcétera, hasta el sesentón —que los hubo— que le regalaba una casa a estrenar a su sobrina (que no era —precisamente— su sobrina, pero eso no era tema de nuestra incumbencia, al fin de cuentas).
Por eso, básicamente, lo que más nos atraía era todo aquello que tuviera un sólido respaldo inversor detrás.
No nos agradaba quedar a medio cobrar nuestros honorarios profesionales, pero menos aún —después de tantos años de lograr merecido prestigio en el mercado— nos agradaba encontrar, en una estructura abandonada, un desvencijado cartel de obra llevando nuestros nombres.
En realidad, dentro del natural reparto de funciones que se da en cualquier asociación humana, Carlos era el que tenía la presencia y el physique du rôle para decirles no. Yo, a su lado, me limitaba a asentir en silencio. Es que él era tan doctoral para pincharles el globo, que los tipos se iban del Estudio tal y como habían venido, pero satisfechos.
A veces, debo admitir, nos costaba esperar a que cerrasen la puerta de salida para desternillarnos de risa. Pasaba bastante seguido.
En realidad, cuanto más insólita la encomienda, más seguido ocurría: Carlos me miraba desde la otra punta de la mesa, rodeado de la habitual parafernalia de un arquitecto en su despacho, y ni bien los frustrados clientes acababan de retirarse, levantaba su severo índice izquierdo y decía cosas del estilo de: —“Un nuevo coitus interruptus se suma al desconcierto universal”.
Eran tiempos lindos. Muy lindos.
Yo me pagué la carrera trabajando en la oficina de arquitectura de la Casa Central del Banco Provincia en la ciudad de Buenos Aires.
Fue allí donde, muy de pibes, nos conocimos con Claudia.
Ella estaba estudiando auditoría, y venía todas las tardes para cumplir un rutinario control de costes de proyectos. Verla y saber que era para mí fueron dos conceptos que abarqué con un solo pensamiento, mientras ella pasaba serenamente entre los pesados tableros de dibujo con esa mirada dulce, cauta y reposada que siempre la acompañó.
Como fuera que haya sido, por esos milagros que sin duda se han de dar frecuentemente, pero la fuerza de la estadística nos asigna individualmente sólo una o dos veces en toda la existencia, parece ser que ella sintió lo mismo.
Nuestro primer encuentro al margen de la rutina del trabajo —encuentro que no podré olvidar sin importar el tiempo que pase— fue a última hora de una tarde terriblemente fría de agosto. Ella había entrado de la calle, con un abrigo gris oscuro, bufanda a rayas hasta el piso, morada de frío. Yo estaba —circunstancialmente— solo, terminando de pegar con cemento de contacto, a las apuradas, la maqueta de una nueva sucursal del Banco.
—Fijate que heladas tengo las manos, Martín. Me dijo acercándose.
Inadvertidamente, inducido por la oportunidad de tener sus manos entre las mías, mi deseo de darle algo de calor me hizo olvidar que las tenía insalvablemente pegajosas.
Dos minutos de quietud, con sus ojos en los míos (que también estaban en los suyos) nos unieron para siempre. Y esto dicho en el más literal de los términos.
Luego, estuvimos dos años de novios y en el ochenta y uno, cuando yo estaba ya a punto de recibir mi título, nos casamos.
A fines del ochenta y dos nació Martina, a la que intento educar en soledad desde que, diez años después, Claudia, que jamás nos había dado sino amor, nos hizo —involuntariamente desde luego— algo muy feo: Se murió de cáncer de pulmón.
Y no había antecedentes familiares, predisposición de ninguna índole, agresión del entorno, emoción violenta. Nada que pudiera decirnos que lo ocurrido se había debido a esto o lo otro.
Fue, ni más ni menos —y tardé mucho en aceptarlo— solamente porque tuvo que ser. Un fruto del mismo azar que nos había llevado a conocernos. Pero de todas formas ocurrió, y desde que se lo detectaron, ya no hubo vuelta atrás.
Por suerte hoy la arquitectura prescinde, entre tantas otras cosas, de los pegamentos. Las maquetas son virtuales y se diseñan con la asistencia de programas de computación. Solo los escolares —y Martina aún lo es— siguen cargando en sus mochilas pomos de pegamento.
Yo, como un déjà vu ineludible, no soporto ya sentir manos pegajosas. Ni las mías ni las de nadie.
Es mi única inconfesada fobia, y la tengo desde el día que Claudia enfermó.
Esa fobia vino acompañada de otra sensación, que no llego a calificar pero que sin duda también está dentro de mí: Desde entonces no me interesó salir formalmente con nadie más. Nunca.
No porque no me lo aconsejaran amigos, parientes, conocidos y —últimamente—hasta la misma Martina, (que —dicho sea de paso— está viéndose demasiado seguido con un compañero del secundario).
¿Buscar una relación con la que pudiera reemplazar a Claudia?
¡Caramba! ¿Cómo y con quién voy a reemplazar a Claudia? Me preguntaba una y otra vez. No es posible. No puede ser posible.
Por eso, es extraño —lo reconozco— lo que sucedió con Beatriz. Y más raro aún me resulta hoy, martes diez de marzo, cuando paso delante de ella cada vez que entro y salgo de mi despacho sin poder olvidar que esta noche, a las diez en punto, espera que la pase a buscar por su casa.
Terminé de trabajar algo después de las siete y media de la tarde, que en Buenos Aires —a esta altura del año— ya está anocheciendo. Estábamos solos, porque en el Estudio, después de las seis de la tarde no queda nadie.
No porque a nuestro equipo de colaboradores, gente leal y trabajadora, le interese irse temprano a casa.
No.
Resulta que, desde que empezamos con el que fue nuestro primer empleado —que era dibujante, cadete, mozo, secretario y todo lo que a uno se le pueda ocurrir—, hasta el día de hoy, que ya somos más de dos docenas de personas repartidas en tres plantas de un edificio de oficinas frente a Plaza San Martín, con Carlos nos planteamos que teníamos que tener lo que luego se impuso en Buenos Aires como “happy hour”.
Nuestro propio y personal momento.
Un par de horas para nosotros dos.
Para cambiar ideas, para planear y descartar cosas.
Para reírnos de los demás y —por qué no— para reírnos de nosotros mismos.
O sea que, cada día, cuando se cumplían las seis de la tarde, y si alguna entrega urgente no nos apremiaba, al que no se iba por propia voluntad, prácticamente lo echábamos sin demasiada consideración.
Eran ya entonces, como dije, más de las siete y media del final de la tarde cuando Carlos entró a mi oficina con dos pesados vasos de cristal y una botella de whisky, diciendo:
—Pibe, se largó. Corré esos papeles que en medio de tu habitual desorden no tengo donde apoyar nada.
Abrí una pequeña heladera que tengo en mi despacho, saqué una retorcida cubetera metálica y puse dos piedras de hielo en mi vaso.
—No seas infantil, me dijo Carlos, alzando los ojos con simulado disgusto. ¿Cómo le vas a poner hielo a un “pure malt”?
—No jodas, le contesté sirviéndome una generosa medida. Probé el whisky (Carlos tenía una formidable colección de escoceses de malta pura) y le dije:
—Éste está verdaderamente rico, “smooth”, apreciando el aroma después de haber dado un buen sorbo.
—Viste Martín, que yo te traigo del bueno. Y vos lo estropeas aguándolo. Dijo Carlos mirándome sobre sus lentes con mueca de reproche.
Los siguientes instantes fueron de silencio, absortos ambos en el brillo acuoso y acaramelado de la bebida y en el aroma a almizcle de la Syke Island Malt que Carlos había seleccionado para el momento.
Instante que el propio Carlos interrumpió con una tronante exclamación: —¡Ah!, che, recién hablé con Laura y te esperamos esta noche en casa. Vení que el goulash de Laurita no es para despreciar y después juegan Argentina-Brasil, que me parece que esta vez a los negros nos los comemos crudos.
No era infrecuente que los martes ellos me invitaran a cenar, sobre todo desde que Martina salía a bailar con el pibe éste.
—“Te dicen que van a bailar, huevón”, se reía Carlos burlón.
Por eso no pude evitar turbarme cuando le dije: —Esta noche no puedo, discúlpenme.
Sobre todo, porque después de decirle “no puedo” sabía que me iba a preguntar por qué y no quería mencionarle en absoluto a Beatriz.
Carlos fue desconcertante, sin embargo. Me miró y me dijo simplemente:
—Bueno, si no podés, no podés. Vos te lo perdés y mi mujer te va a putear porque le despreciaste el goulash.
—No se lo desprecio, le dije, como disculpándome, lo que pasa es que…
—Ya sé, dijo Carlos levantándose y palmeándome el hombro: Salís con una mina.
—No, no. —Me excusé bajando la vista desconcertado—, ignorante por completo de que podía haber pasado para que pudiera saber o intuir algo.
—Mierda, espetó Carlos: —Salís con un marinero, entonces.
—Dejame de joder. Está bien, confesé mirándolo y mordiéndome el labio inferior, salgo con una chica.
—Ah, tigre, —se puso jocoso Carlos— tené cuidado donde la llevás, a ver si en las penumbras te cruzás con Martinita……
—No seas cruel, le dije casi escupiendo el trago de whisky, recién tiene quince años.
—¿Y el novio?, me preguntó Carlos con cara divertida.
—No es el novio, gruñí, es solo un amigo, y tiene, qué sé yo, seis, siete meses más que ella.
—¡Ah!, dijo Carlos sirviéndose otra medida y apuntándome con una mano, como quien refuerza con gestos lo que va a decir:
—Es la edad en la que las hormonas bullen descontroladas…
—Qué sé yo, dije encogiéndome de hombros, siempre los ves chicos.
—Sí querido, concluyó Carlos paternalmente, y ellos. ¿Sabés hace cuánto que se ven grandes?
—En fin, terminé, sirviéndome otro whisky, esta vez sin hielo.
—Bueno, dijo Carlos con expresión de curiosidad: Se podrá saber por lo menos con quién salís, ¿no? Mirá que Laura me lo va a preguntar.
—A ver, le respondí, es una amiga. Iremos al cine, a comer capaz, después me vuelvo para casa.
—Bueno pibe, dijo Carlos levantándose y terminando su vaso de un trago, van a ser las ocho y media, yo me voy a casa, juego un rato con las nenas, me como MI goulash, después me como TU goulash, un cafecito y veo el partido.
—Hasta mañana, le dije reclinándome en el sillón y haciéndole un saludo con dos dedos, a guisa de venia.
Carlos se fue canturreando, como era su costumbre.
El Estudio quedó a oscuras, con el cono de luz de mi lámpara de pie como única fuente de iluminación.
Hice girar el escaso sorbo de whisky que quedaba en el vaso, di una lenta mirada alrededor de la estancia y pensé.
Pensé en Martina, ya saliendo con alguien, una relación que por mucho que significase hoy para ella, dudosamente tuviese larga vida. Pero, me dije también, después de esta habría otra y otra, y otra más.
Vino a mi mente la imagen —no tantos años atrás—, cuando trenzas al viento terminaba de subir la escalera del tobogán de la plaza Lima y se lanzaba con el rostro desorbitado de alegría: Yo ya no podría detenerla.
Pensé en Claudia, en el día en que la abracé hasta su último aliento, para luego quedarme afuera con Martina, llorando como dos locos, mientras Carlos se ocupaba de mantener alejados a los inoportunos que querían consolarnos.
Pensé en mí: Con la soledad de estar sin ella desde entonces.
Pensé en la mentira que dicen los que dicen que el tiempo alivia las cosas.
A mí el tiempo no me había aliviado en absoluto, ni me había hecho olvidarla.
A todos los fines, Claudia acababa de irse de mi vida. Casi como Carlos recién de la oficina.
Apuré el último trago de whisky.
Puse la mano en el teléfono.
A punto estuve de llamar a Beatriz y suspender la salida.
—¿En serio no querías que nos viésemos?, me preguntó mirándome fijamente desde el otro lado de la mesa, cuando terminé de contarle.
—No. No. Le dije. No pienses que no quería verte.
—Ya sé, dijo Beatriz: te sentías mal, nada más.
Me quedé mirándola. Era mucho menos tonta que lo que —ahora me era muy evidente— aparentaba ser en el Estudio.
Desde que la había pasado a buscar por su casa, escasamente una hora atrás, me habían sorprendido su madurez, su capacidad reflexiva.
Me habían sorprendido y a la vez me habían preocupado. Porque, sinceramente, la había invitado a salir pensando más en sus caderas que en sus opiniones.
Y ahora era yo, que casi podía ser el padre —pensamiento atrozmente cursi, pero que no pude evitar al escucharla— el que estaba en silencio mientras Beatriz hablaba sobre la vida, sobre su vida, sobre la forma de encarar positivamente todo lo malo que nos haya sucedido.
La interrumpí:
—Beatriz. Sos muy inteligente. Realmente es un placer escucharte.
—Es que vos arquitecto, me respondió —pese a habérselo pedido aún no me llamaba por mi nombre— seguramente te fijaste en otra cosa para invitarme, ¿no?
No pude evitar sonrojarme ni desviar la vista.
—No te preocupes, dijo ella agarrándome un instante el antebrazo: Cargo con mi trasero como quien carga con una maldición.
—¿Cómo?, le pregunté riéndome. Hasta me pareció que una señora mayor de la mesa de al lado se había sorprendido por el comentario de Beatriz.
—Sí, continuó ella. Tengo una amiga que tiene los ojos más hermosos que te puedas imaginar, no ojos relativamente vulgares como los míos. Cada vez que sale con alguien le dicen que tiene ojos hermosos y —viste— los ojos son como reflejo del alma… En fin, de los ojos se puede pasar a cosas más espirituales. Pero yo… ¿Decime cómo hago para conseguir que una charla pase sin escalas desde el tujes hasta el cerebro? Se rio haciendo con la mano el mismo gesto elocuente que esa misma tarde había hecho Carlos.
Me quedé mirándola. Cada vez la veía más bonita.
—En este momento, y conmigo, no te costaría conseguirlo: Posiblemente hoy me esté haciendo más falta un buen cerebro que una buena cola, dije.
—Pero no viniste acá por el cerebro, dijo ella a su vez, mirándome con recatada picardía.
—No. Pero atrás de semejante cola bien puede esconderse un gran cerebro, concluí.
Se rio con ganas. Ya era evidente que la señora mayor de al lado estaba prestándonos atención, ante lo cual la miré severamente de soslayo haciéndola recuperar la compostura.
—Martín, me dijo por fin, nombrándome por vez primera: —Si es un piropo, es el más chancho que me hayan dicho alguna vez.
—Disculpame, le dije riéndome.
Bajó la vista. Estuvimos como cinco minutos en silencio, terminando la comida. Estábamos en un restaurante en la Recoleta, porque ahora que la movida se ha trasladado a Puerto Madero o atrás de las canchas de polo, todavía se puede comer tranquilo en algunos lugares del barrio de la Recoleta.
Era esa la única y sorpresiva condición que me había puesto Beatriz cuando le propuse cenar juntos: —No quiero ir a un lugar donde te conozcan. No me haría feliz que me hubieras invitado para lucir que te levantaste a tu secretaria.
Recordando ese pedido, dejé los cubiertos y le pregunté:
—¿Todavía pensás que te invité para jactarme de que me había levantado a mi secretaria?
—No, me respondió. Me invitaste porque te sentís solo y porque te atraje. No lo intelectual que pueda parecerte ahora: vos sabés lo que te atrajo de mí y yo lo acepto.
—Aunque te cueste creerme, lo que pudo haberme atraído ahora ya ni me importa, le dije.
—Vamos, dijo ella con un adorable mohín.
—Está bien, admití: —Digamos que lo que me atrajo pasó a un segundo plano. La “Mujer” —aquí acompañé mi expresión alzando la mano en gesto triunfal— ha derrotado al “Culo”.
Ella tosió, atragantándose, y expresó sin esconder el efecto que le causaban los disparates que estaba diciéndole:
—Decís cada cosa, vos.
La miré y le dije: —Me interesa mucho tu forma de ser.
—Che, ¡tampoco que me estudies como a un bicho bajo la lupa!, exclamó con mal disimulada seriedad.
Me detuve a mirarla y repentinamente me encontré muy lejos de ahí. Como el que hubiera abierto la puerta de un desván detrás del cual se abrían infinitos caminos, senderos, espacios sin límite que invitaban a recorrerlos uno a uno.
Una sensación que me molestaba comparar con la única otra con la que podía compararla.
No sé exactamente cuánto tiempo estuve en ese estado, seguramente segundos, pero Beatriz pudo percibirlo y tomándome del antebrazo me preguntó: —¿Te sentís mal?
—No, respondí. Me siento extraño. Me siento muy cómodo, más de lo que pensé que podía estar cuando te pasé a buscar.
—Ah…, dijo ella seriamente, como hablando consigo misma. Luego bajó la vista y siguió comiendo mientras yo, que había dejado los cubiertos sobre mi plato, la miraba en silencio.
Tras unos minutos, Beatriz percibió mi inmovilidad y me preguntó: —“¿No comés más?”—, sacándome de mi ensimismamiento.
—Te miraba, le dije.
—Sí, me di cuenta, ¿por?, preguntó ella.
—Por nada, contesté.
—Nadie mira por nada, reprochó con seriedad.
—Mirá, Beatriz —le dije— cuando terminemos de cenar, mejor te llevo hasta tu casa, no me siento muy bien.
Me clavó la vista, con una expresión en la que se mezclaban la confusión y el enojo, y me espetó: —Ahora sí que no te entiendo... Acabás de decirme que te sentís muy cómodo.
No dudé al responderle: —Es precisamente eso lo que me pone mal. Uno puede sentirse cómodo con alguien después que sale varias veces, que lo conoce mejor, que empiezan a aparecer las afinidades…
Me interrumpió secamente: —Martín ¿quién te hizo creer semejante boludez?
Me quedé mudo.
Ella continuó: —Si no te vas a entender con una persona, pasan mil años y no te entendés. Si te entendés, podés entenderte antes de haber cruzado una sola palabra, ¿o no es así?
La miré, admirado. No pude decirle nada. Ella interrumpió el curso de cualquier pensamiento que pudiese estar teniendo en ese momento:
—Te voy a proponer una mejor idea: hay un lugar en Zona Norte desde donde podemos tomar un café mirando el río. Sobre todo esta noche, que hay una luna hermosa.
—Bueno, asentí, si tenés ganas de ir.
—Te invito yo, me contestó, agregando: —Un café es lo más que puedo ofrecerte con lo que me pagan los dos arquitectos jovatos para los que trabajo.
—¿Jovatos?, le pregunté, riéndome ante su comentario.
—Jovatos, pero un encanto, me dijo con expresión cariñosa.
Me quedé en silencio, ella continuó animada:
—Siendo más precisa, me señaló, vos Martín, sos un encanto.
—Bueno…, bufé, bueno……
—Bueno ¿qué?, preguntó ella divertida.
—Que vos, Beatriz, también sos un encanto, terminé.
— — —
Cinco años de viudez, más los dos que nos había insumido la enfermedad de Claudia implican muchos cambios, sobre todo para quien nunca fue noctámbulo.
Literalmente tuve que dejarme navegar por Beatriz desde Libertador al bajo, por calles empedradas que desconocía, curvas, matorrales de largas varas que permitían intuir la cercanía del agua. Sitios en donde nunca había entrado.
Por fin, cuando ya se escuchaba el rumor del río, nos desviamos a la izquierda y allí entre palmeras despeinadas y escuálidas, nos encontramos con un lugar insólitamente acogedor.
La mayoría de las mesas estaba ocupada por grupos de amigos. Gente toda bastante más joven que yo.
Nuestra llegada pareció llamar la atención, posiblemente —no pude evitar pensar—por nuestra evidente diferencia de edad.
Nos sentamos en la última mesa libre junto a un ventanal al río.
Pedí un café. Beatriz un whisky.
—Bueno, —le dije mirando alrededor nuestro— ya estamos acá.
Se rio, encendió un cigarrillo y aspiró el humo profundamente, como si ansiara llenarse de la fragancia del tabaco.
—Siempre hacés comentarios divertidos, Martín. Lo noté desde que empecé a trabajar con ustedes.
—¿Por qué “divertidos”?, pregunté.
—Por la forma en que dijiste “ya estamos acá”, me dijo. —Parecés un chico abriendo un juguete nuevo.
Me sentí turbado. —¿La estás pasando bien?, pregunté.
—¿Vos?, repuso ella volviendo a aspirar con avidez el humo de su cigarrillo.
—Yo pregunté primero, le dije.
—Sí, contestó, envuelta en una nube. No puedo negar que la estoy pasando bien. Pero no sé por qué me hacés tantas preguntas.
Se creó entre los dos un silencio incómodo. Beatriz fumaba sin hablar, su rostro, pálido de luna miraba hacia el rio.
Creo que no fueron más de diez segundos pero yo los sentí como si hubiesen sido diez minutos.
Por fin me resolví a hablar:
—Beatriz, yo estoy acostumbrado a dialogar, a reunirme, en fin, a estar con gente de mayor edad que vos.
—Ajá. Se limitó a decir ella mirándome inquisitoriamente y encendiendo su segundo cigarrillo.
—Entonces, continué, estar con vos es algo que me descalabra, que a veces me encuentro como que no supiese qué decirte, que me confunde toda esta situación……
Me interrumpió:
—No te hagás tanto rollo Martín ¿Sabés lo que es “hacerse rollo”, no?
Hice un gesto afirmativo.