La Planta - Guillermo Fernández Boan - E-Book

La Planta E-Book

Guillermo Fernández Boan

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Beschreibung

La búsqueda de un geólogo desaparecido en la selva se convierte, para el protagonista, en un encuentro a muerte con un desconocido ser carnívoro… del reino vegetal. Aquí, la posibilidad de salvar la propia vida dependerá de la capacidad de reaccionar ante lo inesperado, porque "nadie tiene un amigo en la selva". Advertencia: El desarrollo de la trama no la hace adecuada para ser leída por menores de edad.

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Ähnliche


GUILLERMO FERNÁNDEZ BOAN

La Planta

Fernández Boan, Guillermo La planta / Guillermo Fernández Boan. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4826-9

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

A la memoria de M’nembe

Tabla de contenido

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

I

Calor.

Insoportable. Como el pañuelo, grasiento a costa de barrer tanto sudor inmundo.

Humedad, que descendía desde cada poro de la cabeza y buscaba abrirse camino bajo la camisa. Como un gusano con miles de patitas húmedas que brotara repulsivamente de la frente y bajase, bajase, bajase...

¿Pero que podía absorber este trapo arrugado y mugriento? El gusano salía otra vez de millones de poros dilatados y recomenzaba su camino hacia el vientre. Hacia el charco del ombligo en el medio del vientre.

No me afeitaba desde que había salido de Manaus en el Diadif, uno de los tantos vapores destartalados y coloridos que remontan el río Amazonas.

Intentaba reconstruir los pasos de Nunes, del que nada se sabía desde cinco meses atrás.

¿Y por qué estaba yo detrás de Nunes?

Porque Nunes no tenía a nadie. Como tampoco yo tengo a nadie.

Esa era la razón. Ese era el motivo no confesado ni admitido de este viaje a ninguna parte.

Los intentos previos de la Compañía para rastrearlo en poblados o caseríos cercanos, ya fuese río arriba o río abajo, habían fracasado.

Todos.

Alguien tenía que salir a buscarlo en medio de la selva, dijeron una tarde de mayo, en una habitación descascarada y mohosa.

Los dos ventiladores –que colgaban del techo como arañas polvorientas– batían catinga, silencio y miseria.

Algunos bajaron las cabezas. Otros musitaron excusas.

Sentí que –de algún modo– ya fuera mirando al piso o hacia los lados, todos me miraban.

Entonces alcé la mano y me ofrecí. Más para dejar de sentirme ahogado con su angustia de cobardes, que por puras ganas de meterme otra vez en la selva.

Al verme, todos exhalaron su grosero alivio.

Algún imbécil sonrió, incluso. Como liberado de un compromiso o de una deuda.

Cerré el puño para volarle los dientes. Hoy, tanto tiempo después, aún no sé por qué me contuve.

– – –

Con Nunes no éramos amigos.

Trabajábamos en la misma sección de la Compañía, conocíamos algo de la selva. No más que muchos. Seguramente menos que algunos otros.

Pero los demás tenían hijos, mujeres, queridas. Alguien que los esperaba al finalizar la jornada.

Los demás se iban y volvían.

Nunes no.

Tampoco yo.

Cuando nadie nos espera con un plato caliente sobre la mesa, cuando nadie prepara el reproche –real o fingido– si no nos encuentra en casa a la hora de comer lo que sea que nos haya puesto dentro del plato, es como si todo diese lo mismo.

¿Se hace tarde, acaso, para aquel a quién nadie espera?

No.

No se hace tarde.

Nunca se hace tarde para quienes –entonces y ahora– estábamos y siempre hemos estado solos.

Un barco más infame acaso que el nuestro se acercó bajando la corriente hacia Manaus.

Desbordaba de caras sonrientes e idiotas. De vestimentas coloridas. De frutas. De aves de corral que estiraban sus cogotes pelados desde las cañas que conformaban su precario encierro. De canastos.

De algún mono apresado por una cadena, que nos saludaba tan mecánicamente como los miserables que atiborraban el vaporcito.

Ahora los de nuestra gabarra también los saludaban, gritando no menos imbécilmente que aquellos, en un incoherente diálogo de estribor.

A mí, que a nadie gritaba, que a nadie saludaba, solo el sudor me perseguía. Goteando sobre la ropa adherida a la piel, sobre la cubierta gastada y verdinosa de la mísera barcaza, sobre todo lo que encontraba a su paso.

– – –

En toda mi vida no he hecho ni dejado hacer un sólo amigo.

No dejo nada a mis espaldas.

No dejo a nadie atrás esperando mi regreso.

Por eso estaba allí, sudando en medio del río marrón. Del río que corría en medio de la más absoluta y asfixiante de las selvas.

Por eso. Y por Nunes. El cual hacía cinco largos meses del que nada se sabía.

– – –

Me incorporé aprovechando el movimiento del vapor y de los brazos catingosos que se agitaban y tomándome de la toldilla subí al techo en un solo movimiento enérgico.

Uno de los viajeros, de aspecto no menos miserable que el resto, me ofreció una mano. Mano que no acepté ni agradecí.

Sabía entonces –siempre supe– que cuando realmente necesite una mano no la tendré.

Ahora me había sentado en la sobrecubierta dejando colgar mis piernas.

El sol se estaba poniendo entre los árboles, corriente arriba.

Pero más que en el sol, el crepúsculo se percibía en el bullicio de millones de seres invisibles que crotoraban en las márgenes del río.

Pensé que, como en la Compañía y en el barco, allí en la costa indescifrable tampoco nadie encuentra amigos.

Ahora pasaba otra barcaza más junto a la nuestra, empujando centenares de troncos sobre los cuales se afanaban negros esmirriados, escuálidos, contrahechos, armados con varas.

Vi saltar algo del agua amarronada y aferrarse con ahínco del tobillo de uno de los miserables.

Éste, con una mueca de terror que no llegué a apreciar acabadamente (pero pude percibir en sus ojos desmesuradamente abiertos, desorbitadamente blancos) desapareció entre los troncos, en un remolino tan marrón y ávido como el río que se lo devoraba.

De nuestro abigarrado grupo brotó un murmullo primero y luego un agitar de manos, dedos, exclamaciones, movimientos, abrazos, gemidos…

Los que trabajaban en los troncos no se inmutaron. Prosiguieron saltando y acomodando la jangada con sus varas, más largas que ellos mismos, como si nada hubiese sucedido.

Es que es tal como digo: nadie tiene un solo amigo en la selva.

II

En Itupiruba el vapor hizo otra de sus desagradables escalas.

En dos anteriores, ya había descendido para comenzar desde allí la búsqueda de Nunes. Pero tras pocas horas de sondeo entre misérrimos palafitos y de avanzar unos cientos de metros por senderos selváticos que se interrumpían sin conducir a nada, había regresado a la orilla del río, a la espera de la siguiente nave.

Así, cuando la barcaza se acercaba otra vez a la costa, yo aún dudaba entre bajar nuevamente o continuar a bordo hasta el siguiente puerto.

Aclaro que utilizo la voz “puerto” como una expresión convencional. Eso no era en modo alguno un puerto, salvo a los efectos de la escala.

Porque no sé si he dicho ya –no, no lo he dicho, pienso mientras pico tabaco negro y recargo mi pipa de arcilla– que nadie sabía en qué lugar había descendido Nunes, ese día que Nunes se bajó de un barco, seguramente repulsivo como éste, cinco meses atrás.

Casi seis ya.

Pero varios de los que no aceptaron sumarse a la búsqueda me habían recomendado remontar algo más el río. Todos los que ahora imaginaba con una cuchara en la mano, escuchando con indiferencia las quejas de sus mujeres o queridas y oliendo la bosta que su descendencia cagaba en bastos pañales de linaza, amarillenta y sucia como este mismo atardecer.

Y yo también me cagaba: en sus consejos, como tantas otras veces me había cagado en sus propias caras.

Y no lo hacía por intuición, seguramente.

Porque lo que habría de sucederme en mi viaje no era algo que le hubiese ocurrido a alguien que presumiese de intuitivo.

Simplemente había puesto pie en tierra porque no soportaba ya el sudor, el río, la turba miserable y costrosa que cubría cada lugar disponible de la barcaza.

Pero –recuerdo hoy– si algo motivó en definitiva que decidiera hacer pie en esa escala barrosa y no en cualquier otra parte, fue porque nadie, absolutamente nadie, sabía dónde había tocado tierra Nunes.

Decidí entonces proseguir desde allí. Desde el caserío de Itupiruba. Menos un poblado que un conjunto casual de ranchos.

Una docena de techos de caña, acaso. Treinta o cuarenta personas con ropa que alguna vez había sido colorida, gastada a fuerza de innumerables lavados contra las piedras mojadas de la orilla.

Algunos de los que vagaban por la costa a la espera del arribo de estos vaporcitos ofrecían una nervuda mano morena para descargar los avíos y provisiones, a cambio de una moneda.

Otros, se habían acercado simplemente a mirar. O a arrebatar acaso, como monos, algún bulto desatendido que pudieran llevarse a la carrera hacia el fondo de la selva.

Lugar donde vivían –precisamente– como viven los monos.

Deliberadamente, saqué el revolver de reglamento que siempre llevo conmigo y lo coloqué visible y reluciente en el cinto.

Sentí de inmediato un particular murmullo contenido, miradas que se desviaban, risas nerviosas y desportilladas enmarcadas en labios retorcidos.

Todos habían visto lo que había querido que todos viesen.

Posiblemente pensaban –si es que acaso razonan y no actúan por elementales impulsos de atracción y repulsión– que sería yo capaz de darles muerte a la menor provocación.

En eso se equivocaban por completo: de ellos no necesitaba la menor provocación.

– – –

No era conveniente seguir viaje durante la noche. Casi tan inconveniente, por cierto, como lo era hacerlo de día.

Pero en algún momento se imponía desplazarse y de dos males se elige siempre el que se percibe menor.

A pocos pasos del lugar donde había tocado tierra la barcaza –que ahora se alejaba humeante– una pareja de inescrutable edad me ofreció techo.

Miré alrededor. No tenía opciones a la vista.

Por la promesa de cinco reales a la mañana siguiente obtuve un recinto con una cama que había visto mejores tiempos, una puerta de caña, una ventana que podía cerrarse con una cortina de tejuelas de uruk, una lámpara de resina, y lugar para guardar lo poco que había traído conmigo.

Más tarde, una jovencita delgada, solo cubierta con gastada camisa ajena que permitía adivinar sus pezones firmes y violáceos, apareció solícita. Traía consigo un trozo de carne de procedencia inimaginable, una lata de cerveza enfriada en la orilla del río, y una cesta con frutos.

Era más tarde aún –sobre medianoche– cuando esa misma jovencita entró a mi cuarto a ofrecerme los placeres que escondía su cuerpo lozano.

Pero otra cosa era la que yo estaba buscando, no la firmeza de su carne.

No había venido hasta este infierno de calor grasiento para hundirme entre sus fragantes cantos.

Rebusqué en mi morral un sobre de papel de manteca, dentro del cual conservaba –entre algunas otras cosas que presumí habrían de servirme en algún momento– dos fotos de Nunes.

Una, totalmente ajada, donde se lo veía de cuerpo entero.

La otra amarillenta, pero intacta, que seguramente había sido despegada de algún documento o formulario que Nunes tenía en la Compañía, pues aún presentaba restos de un sello azul en una de sus esquinas.

Sin soltarlas, levanté las fotos hasta la altura de su rostro.

Junto a ellas tenía en mi mano una cadena que parecía de oro sin serlo (en realidad tanto importaba, entonces y allí, que lo fuese o no).

La niña sonrió.

Yo permanecía atento a su mirada y a su sonrisa, que me revelarían lo que seguramente ocultasen sus palabras.

Ella no sonreía ante la cadena dorada. Sonreía al ver las fotos de Nunes.

Fue suficiente. Mañana habría de indagar lo que pudiese.

Guardé las fotos en el sobre y, alzándole el pelo enmarañado y renegrido, puse la cadena en torno de su cuello.

Ella no había dejado de sonreír con sus curiosos dientes. Pequeños, níveos, misteriosamente perfectos.

Posiblemente hubiese ido a dar a ese paraje llevada –y luego abandonada– por un tratante de carne blanca. O hubiera fugado de un hogar no menos salvaje que la selva misma.

Tuve un impulso. Solté dos botones de su camisa y acerqué la lámpara de aceite a sus pechos breves, oliváceos, temblorosos.

Sus pezones, efectivamente, eran firmes, protuberantes como pequeños volcanes de renegrido añil.

La dejé cubrirse. He dicho que no buscaba inundar su humanidad con borbotones de savia amarga, los que seguramente recibiría con ya acostumbrada resignación e indiferencia.

Podía haberlo hecho Nunes.

Pero él venía a la selva a hacer una prospección geológica y a enviarnos un informe. Informe que nunca se había recibido. En su solitario periplo era admisible este tipo de comercio tan urgente como fugaz. Para el caso, poco más que una masturbación asistida.

Yo, por el contrario, no debía hallarme allí: no venía sino a intentar averiguar cuál había sido el destino de Nunes.

Aunque –debo admitirlo hoy, que estoy esperando el crepúsculo entre las cuatro paredes de mi estancia– ni en mis más atroces delirios de alcohol y soledad podría haber imaginado lo que me estaría deparado saber de su destino.

III

Acostado en la hamaca, mirando el techo de paja iluminado apenas por el trepidante murmullo de la lámpara de aceite de dendé, recordaba los botones encarnados en los que hacían cúspide los senos de la jovencita.

No estaba sorprendido por haberlos imaginado acertadamente.

Era esta una materia en la que rara vez andaba mal rumbeado.

Un pecho no resultaba atractivo a la mirada masculina por su volumen, como erradamente se suponía –y se cree aún hoy– en una sociedad donde “más” y “mejor” se suponen sinónimos.