El corazón del guerrero del desierto - Lucy Monroe - E-Book
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El corazón del guerrero del desierto E-Book

Lucy Monroe

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Beschreibung

Podía intentar resistirse todo lo que quisiera, pero Asad sabía que solo era una cuestión de tiempo que la seductora pelirroja volviera a su cama El jeque Asad estaba dispuesto a hacer lo que tuviese que hacer para asegurar su legado en Kadar. Porque bajo el traje de chaqueta italiano latía el corazón de un guerrero del desierto. Iris Carpenter no salía de su asombro al ver al hombre que la recibió en Kadar; el hombre que le había roto el corazón seis años antes. Su aspecto era más impresionante que entonces e incluso más peligroso. Especialmente cuando los penetrantes ojos oscuros, tan ardientes como el sol del desierto, se clavaron en ella.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lucy Monroe. Todos los derechos reservados.

EL CORAZÓN DEL GUERRERO DEL DESIERTO, N.º 2186 - octubre 2012

Título original: Heart of a Desert Warrior

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1077-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

PARECE como si estuvieras a punto de enfrentarte a un pelotón de fusilamiento –las palabras de Russell, su ayudante de campo, detuvieron a Iris cuando se disponía a bajar por la gran escalera del palacio.

Intentando disimular una mueca ante el sin duda acertado comentario, Iris miró al becario con una sonrisa forzada.

–Y tú parece que tienes hambre.

–En serio, solo es una cena, ¿verdad?

–Por supuesto.

Solo una cena.

En la que iban a conocer a la persona que sería su contacto mientras estuviesen en Kadar: Asad, el primo segundo, o algo así, del jeque Hakim, el mismo jeque de una tribu beduina local, los Sha’b al-Najid. Asad era un nombre árabe común que significaba «león».

Un nombre muy apropiado para un hombre destinado a ser jeque, ¿no? No había ninguna razón para pensar que ese hombre fuera a ser su Asad.

Ninguna razón aparte de la opresión que sentía en el pecho desde que el jeque Hakim mencionó el nombre de su contacto. Desde que aceptó ese trabajo en Oriente Medio, Iris había tenido una premonición de la que intentaba librarse.

Pero era imposible.

–No estoy seguro del todo –dijo Russell–. Cenar no será un eufemismo para «secuestro y trata de blancas», ¿verdad?

Tan ridículo comentario hizo reír a Iris.

–Mira que eres tonto.

Pero sus piernas se negaban a moverse.

–Un tonto encantador, debes admitirlo. ¿Y quién no querría secuestrarme? –le preguntó Russell, haciéndole un guiño.

Con su pelo rojo y su pálida piel, podría haber sido su hermano pequeño. Ojalá, pensó. Su infancia hubiera sido menos solitaria con un hermano.

Sus padres no eran malas personas, pero no estaban interesados en ella. Se sentían completos estando el uno con el otro. Trabajaban juntos, se divertían juntos, viajaban juntos y ninguno de esos planes la incluía a ella.

Iris nunca había entendido por qué decidieron tener hijos y había decidido que su llegada al mundo debía de haber sido uno de esos accidentes provocados por algún fallo en el método anticonceptivo.

Aunque ellos nunca le habían dicho nada.

No podía imaginar qué habrían hecho con un hijo como Russell, que se negaba a pasar desapercibido. Por mucho que se pareciesen, Russell habría llamado la atención mucho más que ella.

En cualquier caso, parecían estar emparentados. Él tenía pecas y ella no, y sus ojos eran verdes en lugar de azules, pero los dos eran pelirrojos, como su madre, con la barbilla cuadrada como su padre y la piel tan pálida como las arenas blancas de Nuevo México.

Con un metro setenta y ocho, Russell era de estatura normal para un hombre; como ella, que medía un metro sesenta.

Los dos tendían a vestir como los típicos empollones de ciencias que eran, aunque esa noche Iris se había puesto un vestido de color azul turquesa y una pashmina negra. En lugar de la típica coleta, se había sujetado el pelo en un elegante moño e incluso se había puesto rímel y brillo en los labios, aunque ella casi nunca se maquillaba. Pero iba a cenar con un jeque y su familia, después de todo.

Dos jeques, se recordó a sí misma.

Russell llevaba su versión de lo que era un atuendo formal: pantalón caqui y camisa Oxford en lugar de la típica camiseta y los vaqueros.

Aun así, ninguno de los dos podía ser descrito como una belleza e Iris sonrió ante su burlona arrogancia.

–Ninguna persona sensata se molestaría en secuestrarte.

Russell rio, sin mostrarse ofendido. Pero también sin poder disimular cierta aprensión que tal vez ella le había contagiado.

Pero no iba a pasar nada, se decía. Ella ya no era una ingenua estudiante universitaria, sino una geóloga profesional que trabajaba en una importante empresa de prospecciones geológicas.

–¿Entonces por qué esa cara tan larga? –le preguntó Russell, subiendo otro escalón–. Sé que intentaste evitar este encargo.

Era cierto, pero se había dado cuenta de que era una tontería. No podría cimentar su carrera, como era su deseo, rechazando ofertas interesantes en Oriente Medio solo porque una vez hubiese amado a un hombre que provenía de esa parte del mundo. Además, su jefe había dejado claro que aquella vez no había escapatoria.

–Estoy bien, solo un poco cansada del viaje –respondió Iris, obligando a sus pies a moverse.

No iba a pensar que el jeque Asad era su Asad. En absoluto. ¿Qué posibilidades había de que fuera el hombre que le había roto el corazón seis años antes? ¿El mismo hombre al que no había esperado volver a ver jamás?

Mínimas, ridículas.

Su Asad había sido parte de una tribu beduina y, como había descubierto a última hora, destinado a ser jeque algún día.

No sería el mismo hombre. Iris rezaba para que no fuese el mismo hombre.

Si era su Asad, o más bien simplemente Asad porque nunca había sido suyo y tenía que dejar de pensar en él de ese modo, no sabía cuál sería su reacción.

Además, ella quería afianzar su puesto como geóloga en Coal, Carrington & Boughton y no podía rechazar un encargo basándose en razones personales. Y mucho menos cuando ya estaba en el país.

No iba a cometer un suicido profesional. Asad ya le había robado más que suficiente: su fe en el amor, su confianza en el futuro feliz y maravilloso que tanto había anhelado.

No iba a robarle también su carrera.

–¿Qué le dice el diamante a la veta de cobre?

El chiste de Russell interrumpió sus oscuros pensamientos.

Iris puso los ojos en blanco.

–Ese chiste es más viejo que la piedra. Y la respuesta es nada, los minerales no hablan.

Era un chiste malísimo, pero cuando Russell rio, Iris rio con él.

–Me alegra ver que sigues teniendo sentido del humor –la voz masculina, al pie de la escalera, no parecía divertida en absoluto.

De hecho, parecía irritado, pero Iris no tenía fuerzas para preocuparse por eso cuando el rico tono aterciopelado tenía el poder de acelerar su corazón y provocar escalofríos por todo su cuerpo. Cuando esa era la voz del hombre al que jamás creyó que volvería a ver.

Iris se detuvo en mitad de la escalera. Asad estaba mirándola, sus ojos de color chocolate tan intensos que sintió que se quedaba sin aire.

Había cambiado. Seguía siendo guapísimo y su pelo seguía siendo castaño oscuro, casi negro, sin una sola cana, pero en lugar de llevarlo corto como en la universidad, le llegaba casi hasta los hombros. Ese estilo debería haberle dado un aspecto más informal, menos formidable, pero no era así.

A pesar del traje de chaqueta italiano, parecía un guerrero del desierto: fuerte, capaz, totalmente seguro de sí mismo, peligroso.

La barba bien recortada aumentaba su atractivo… como si necesitase ayuda en ese departamento. Había ensanchado desde la universidad y su porte era el de un hombre poderoso. Con un metro noventa, siempre había tenido una presencia formidable, pero en aquel momento era un auténtico jeque del desierto.

Iris se obligó a sí misma a inclinar la cabeza a modo de saludo.

–Jeque Asad.

–¿Él es tu contacto? –murmuró Russell, recordándole que seguía allí.

Aunque no la ayudó nada. El joven becario no era competencia para Asad ni para los sentimientos que guardaba en su interior, en un rincón de su alma, donde los había enterrado cuando él la dejó.

Asad le ofreció su brazo, sin molestarse en mirar a Russell.

–Yo te acompañaré.

Iris tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para mover las piernas y, por fin, consiguió bajar los escalones que faltaban. Pero como no se atrevía a tocarlo, en lugar de aceptar su brazo pasó a su lado para dirigirse al salón donde había visto antes al jeque Hakim, su mujer y sus adorables hijos.

Si tenía suerte, el comedor estaría en la misma zona del palacio.

–¿Sabes dónde vamos? –le preguntó Russell, desconcertado.

–Me parece que Iris nunca ha dejado que la falta de pruebas irrefutables le impidiese seguir adelante.

Ella se dio la vuelta para mirarlo, la furia y el dolor contenidos durante tantos años saliendo inesperadamente a la superficie.

–Incluso los mejores científicos pueden malinterpretar una prueba –le espetó, intentando recuperar la compostura–. Pero tal vez no te importaría indicarnos el camino.

De nuevo, él le ofreció su brazo y, de nuevo, Iris lo rechazó, sabiendo que estaba cometiendo un error de protocolo imperdonable.

–Tan testaruda como siempre.

Y le gustaría darle una bofetada, lo cual era sorprendente porque ella jamás había sido una persona violenta. Nunca, ni siquiera en el pasado, cuando Asad le hizo tanto daño.

–Esa es nuestra Iris, inamovible como un monolito –bromeó Russell.

Asad lo fulminó con la mirada, pero, como si no se hubiera dado cuenta, el joven becario sonrió, ofreciéndole su mano.

–Russell Green, intrépido ayudante de geólogo. Aunque algún día seré un geólogo con mi propio laboratorio.

Asad estrechó su mano, inclinando ligeramente la cabeza.

–El jeque Asad bin Hanif al-Najid. Seré el guía de vuestro equipo y vuestro protector mientras estéis en Kadar.

–¿Personalmente? –exclamó Iris, incapaz de disimular la angustia en su voz–. No es posible.

–¿Por qué?

–Tú eres un jeque…

–Lo hago como favor a mi primo. No se me ocurriría encargarle esa tarea a otra persona.

–Pero es innecesario –insistió Iris. No sobreviviría a las siguientes semanas si tenía que pasarlas en su compañía.

Habían pasado seis años desde la última vez que vio a aquel hombre, pero el dolor que le había causado seguía tan fresco como si hubiera ocurrido el día anterior.

El tiempo debía curar las heridas, pero las suyas seguían sangrando después de tantos años. Seguía soñando con Asad, aunque ella llamaba pesadillas a las imágenes que veía en esos sueños. Había amado y confiado en él, creyendo que por fin iba a tener la oportunidad de formar una familia, que por fin tendría un respiro a la soledad de su vida.

Pero Asad había traicionado sus esperanzas completa e irrevocablemente.

–Me temo que eso no está abierto a discusión –dijo Asad.

Iris negó con la cabeza.

–Yo no…

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Russell.

Tenía que estar bien. Aquel era su trabajo, su carrera, lo único que le quedaba en la vida, lo único que le importaba y en lo que podía confiar.

Lo único que la traición de Asad le había dejado.

–Estoy bien. Y tenemos que reunirnos con el jeque Hakim.

Algo brilló en los ojos color chocolate de Asad, algo que parecía preocupación. Pero Iris no iba a creerlo, de ninguna manera.

Seis años antes, Asad no había sentido la menor preocupación al romper con ella y era absurdo pensar que iba a preocuparse cuando no eran mas que dos extraños con un breve pasado.

Sin decir nada, él se volvió y empezó a caminar en la dirección que ella había tomado antes de que la interrumpiera.

De modo que había acertado en aquella ocasión. A veces, su intuición daba en el blanco, al menos cuando no se trataba de juzgar a las personas.

–Asad nos ha contado que fuisteis a la misma universidad –la sonrisa de Catherine no contenía malicia alguna; al contrario, la miraba con un brillo de genuino interés en sus ojos azules.

Sin embargo, los recuerdos que evocaban sus palabras no eran felices para Iris, que tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír.

–Sí, es cierto.

–Qué curioso que os conozcáis.

Entonces, Iris había pensado que era el destino. Estaba estudiando árabe como segundo idioma, una práctica común entre los estudiantes de arqueología y geología, pero a ella le había parecido algo más.

Estudiar el idioma nativo de Asad había sido como un lazo entre los dos, como si el destino hubiese querido unirlos.

Lo había visto como una bendición después de diecinueve años sintiendo como si no hubiera un sitio para ella, como si no le importase a nadie. Había pensado que a Asad le importaba, convencida de que estaban hechos el uno para el otro. Y se había equivocado de manera espectacular.

Asad no la quería para siempre, incluso más allá de unos cuantos meses.

Y no era suyo, en ningún sentido.

–Fue una casualidad…

Asad se había acercado a ella en una reunión de estudiantes y cuando le pidió que saliese con él, Iris estuvo a punto de dar saltos de alegría.

–En el país de Iris no hay distinción de clases –dijo Asad, cuando estuvo claro que ella no iba a decir nada más.

–Ni distinción por edad o condición social –asintió Russell–. Yo conocí a la hija de un multimillonario en mi facultad.

Iris había conocido a un jeque árabe, aunque entonces no lo sabía. Entonces era simplemente Asad Hanif, otro estudiante extranjero de los muchos que había en la universidad.

–Era una chica muy simpática –estaba diciendo Russell–, pero no sabía cuál era la diferencia entre un sedimento y una roca ígnea.

–De modo que no era una amistad que pudiese prosperar –bromeó el jeque Hakim.

–Nuestra amistad sí prosperó –Asad miró a Iris como esperando a que ella le diese la razón, incluso después de que esa «amistad» se hubiera roto–. Aunque yo no sabía nada sobre geología e Iris no tenía el menor interés por la dirección de empresas.

–La amistad no duró y eso indica que nuestras diferencias eran más profundas de lo que creímos al principio –replicó ella, intentando que el comentario no sonase amargado o acusador.

Iris nunca se había considerado una buena actriz, pero esa noche estaba retando a Kate Winslet con su interpretación. Mientras tomaban unos aperitivos antes de la cena y durante el primer plato había intentado que ni su anfitrión, el jeque de Kadar, ni su mujer, que de inmediato había dicho: «Llamadme Catherine, por favor», notasen la angustia que sentía.

Asad dejó el tenedor sobre su plato de ensalada.

–Los jóvenes a menudo son insensatos.

–Tenías cinco años más que yo –le recordó Iris. Y mucha más experiencia.

Él se encogió de hombros, con ese gesto que conocía tan bien. Esa era su respuesta cuando algo no le interesaba demasiado o cuando no tenía una respuesta concreta.

–Espero que mis palabras no te hayan hecho creer que estoy interesada en retomar esa amistad –Iris sintió un escalofrío de angustia al imaginarlo–. No es así. Estoy aquí para trabajar –añadió, encogiéndose de hombros como había hecho él, aunque no le resultaba fácil mostrarse tan despreocupada.

Nunca había podido mostrarse indiferente cuando se trataba de Asad, pero daba igual. Estaba en Kadar para trabajar y luego volvería a su vida en Estados Unidos.

Y no pensaba volver a Kadar. Nunca.

Por muy lucrativo que fuese el contrato que le ofrecieran, aunque de ello dependiera un ascenso.

–Sería una pena haber venido hasta aquí y no disfrutar de la cultura local.

Los ojos de Asad se clavaron en los suyos. Iris recordaba bien esa mirada y su corazón se encogió. Después de todo lo que había ocurrido entre ellos y en la vida de Asad desde su ruptura…

–Seguro que vivir con tu tribu será la oportunidad perfecta para experimentar nuestra cultura –dijo Catherine, con una sonrisa dirigida primero a Asad y luego a Iris–. A mí me encanta alojarme con los beduinos en la ciudad de jaimas. Es un estilo de vida tan diferente… tan romántico –añadió, haciéndole un guiño a su marido al que el jeque Hakim respondió con una mirada de adoración.

Eran una pareja que se amaba tanto como se habían amado sus padres, pero que querían a sus hijos con igual, aunque diferente, intensidad. La propia Catherine se lo había dicho…

Pero entonces Iris se dio cuenta de algo.

–¿Vamos a alojarnos con la tribu del jeque Asad? –preguntó, sorprendida–. Yo pensé que nuestra base de operaciones estaría aquí…

En el precioso palacio árabe que seguía pareciendo un hogar a pesar de su tamaño y su ostentación.

–Nuestro campamento está más cerca de la región montañosa que vais a explorar –dijo Asad, con un inexplicable tono satisfecho.

Capítulo 2

ALOJAROS con los Sha’b al-Najid os ahorrará mucho tiempo y, sobre todo, muchos viajes –dijo el jeque Hakim.

–Pero…

–Os encantará –intervino Catherine–. Asad ha llevado a su tribu en una dirección diferente a la que tomó su abuelo, pero su modo de vida sigue pareciéndose al que tenían hace mil años. Será una experiencia asombrosa, te lo aseguro.

Para Iris sería como estar en el purgatorio, pero el campamento solo sería su base de operaciones, intentó decirse a sí misma.

–Seguro que será interesante –mintió–. El tiempo que pasemos allí, claro.

Catherine la miró, interrogante.

–No sé si te entiendo.

–Durante los trabajos de campo, mientras hacemos el tipo de prospección que Kadar ha pedido a CC&B, el equipo pasa la mayor parte del tiempo en una tienda de campaña en medio de ninguna parte –le explicó Iris.

En realidad, daría igual que la base de operaciones estuviera en el palacio o un campamento beduino.

–No vas a dormir en una tienda de campaña en medio del desierto con un cachorro por toda compañía –la voz de Asad, posesiva y autoritaria, no admitía discusión.

Y dejó a Iris perpleja. No entendía que se mostrase tan posesivo cuando era un hombre casado.

Pero debería haberlo imaginado.

Ella era la primera en admitir que juzgar a la gente no era su fuerte y, sin embargo, sintió un escalofrío de aprensión por la espina dorsal.

–No vamos a compartir el saco de dormir, solo la tienda –intervino Russell, sin duda intentando calmar cualquier sensibilidad conservadora.

Y estropeándolo aún más, pensó Iris.

Las facciones de Asad se habían convertido en una máscara más parecida a la de sus antepasados guerreros que a la de un hombre moderno. Y la mirada que lanzó sobre Russell hizo que su «intrépido» ayudante se encogiera en la silla.

–No es aceptable.

Solo tres palabras, pero pronunciadas con total autoridad y en un tono que Asad solo había usado una vez estando con ella.

Cuando le dijo que no había futuro para ellos.

Russell hizo una mueca, Catherine miró de unos a otros con gesto preocupado y el corazón de Iris se enco gió de pena mientras intentaba fingir indiferencia.

El jeque Hakim frunció el ceño.

–Mi primo tiene razón. No sería seguro ni apropiado que acampaseis de ese modo.

Iris veía su ruta de escape desapareciendo, pero no iba a rendirse sin luchar.

–Te aseguro que he hecho muchos trabajos de campo en Estados Unidos y en Europa y jamás he tenido el menor problema.

Pero no había estado nunca en Oriente Medio.

–Yo soy responsable de vuestra seguridad mientras estéis en mi país –insistió el jeque Hakim–. Asad tiene razón, que dos personas acampen en la montaña es inaceptable.

Asad la miraba con una expresión que Iris conocía bien. La había mirado con esa misma expresión cuando le dijo adiós.

–Como he dicho antes, yo me encargo de vuestra seguridad.

–Nuestra seguridad no es responsabilidad tuya.

–Al contrario, yo he decretado que lo sea –la sonrisa del jeque Hakim había desaparecido.

Y el jeque era un cliente muy importante. Estaba pagando una fortuna a CC&B por esa prospección, de modo que Iris tenía que aceptar que las cosas se hicieran a su manera. O rechazaba el trabajo o aceptaba las condiciones, incluyendo que Asad fuera su contacto con las tribus beduinas del desierto.

Pero Iris ya había aceptado que rechazar el trabajo no era una opción antes de salir de Estados Unidos.

–No tener un campamento móvil podría hacer que tardásemos más tiempo en la toma de muestras iniciales y las mediciones –le advirtió.

–La velocidad no es siempre lo más deseable –replicó el jeque Hakim, implacable–. Vuestra seguridad es lo primero.

–¿Se sentiría más cómodo si el jefe de la expedición fuese un hombre? –le preguntó ella, viendo una posible salida. Si el jeque respondía afirmativamente, su carrera no tenía por qué verse afectada, sencillamente sería una víctima de la situación. Todo el mundo sabía que en algunas partes del mundo no eran capaces de lidiar con mujeres profesionales–. Mi jefe podría enviar a un geólogo si lo prefiere.