El crimen del Puerto del Lobo - José Soto Díaz - E-Book

El crimen del Puerto del Lobo E-Book

José Soto Díaz

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Beschreibung

Valerio, un anciano de Guadix, narra sus peripecias amorosas durante su juventud, una época marcada por el sangriento suceso en el que una cuadrilla de gitanos asesinó al guardia civil Cristobal Ortega y al corneta Eugenio Guzmán. Sobre el suceso se generaron varias versiones que los lugareños difundieron hasta confeccionar un recuerdo popular impregnado de fantasía, magnificaciones y despojado de rigor histórico. El crimen del Puerto Lobo es una novela histórica que revive los enigmas que todavía hoy circulan sobre los asesinatos que marcaron a toda una generación a principios del siglo xx.

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Primera edición digital: febrero 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: José Soto Díaz Maquetación: Álvaro López Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Verónica Sarria

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 José Soto Díaz © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18261-89-3

José Soto Díaz

El crimen del Puerto del Lobo

Diario de un Consejo de Guerra

A Antonia Díaz Sánchez y Antonio Soto Cobo. In memoriam.

Basada en hechos reales.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Nota del autor

1. Reminiscencias (a modo de prólogo)

2. Exilio

3. De permiso

4. El clan de los Tartaja

5. Muerte en la sierra

6. Detenciones

7. Cuerda de presos

8. Ramón

9. María

10. A coger el

trébole

11. Elevación del proceso a Plenario

12. La reconstrucción de los hechos

13. El Consejo de Guerra: constitución de la sala y primeras sesiones

14. El Consejo de Guerra: informe fiscal y de las defensas. La sentencia

15. Adiós, María

16. La justicia del cuco

17. Campaña pro indulto

18. Sentencia firme y más peticiones de indulto

19. Indulto

20. La justicia se cumple

21. Despedida de Matilde

22. Epílogo

Mecenas

Contraportada

Nota del autor

 

Apreciado/a lector/a:

Para que puedas tener una noción lo más cabal posible de lo que se narra en este libro, considero preciso, por si no las conocieras, ponerte al tanto de algunas cuestiones importantes que te sitúen en el espacio y en el tiempo.

Soy de Válor, localidad y municipio en la provincia de Granada. El municipio está formado por tres núcleos de población desde 1940: Válor, Nechite y Mecina Alfahar, en la comarca de la Alpujarra, encontrándose la mayor parte del término municipal en el Parque Nacional de Sierra Nevada.

Desde la casa donde nací y viví hasta los dieciocho años se ve Ugíjar, a unos cinco kilómetros hacia el sudeste en línea recta, ciudad de importancia capital en esta historia y cuyo solo nombre despierta en mi memoria gratos recuerdos de juventud. Si desvío la mirada ligeramente hacia la izquierda veo la luna llena brillando sobre la sierra de Gádor y un atardecer de verano inunda todos mis sentidos. Si sigo mirando un poco más hacia la izquierda, vuelvo a ver la luna, roja, enorme, casi puede tocarse, sobre la cará de Mairena. En mi mente aparece entonces el frío, las castañas, las historias y leyendas que contaban los mayores al amor de la lumbre.

Una de esas historias es el crimen del Puerto del Lobo, de la cual, en aquellos tiempos, yo no sabía distinguir si se trataba de realidad o ficción, puesto que cada cual la contaba a su manera añadiendo detalles de su propia cosecha, y en la mayoría de los casos, salvo personas muy mayores, nadie sabía en qué tiempo habían sucedido los hechos. Posteriormente vi en Nechite las tumbas de los guardias asesinados.

En 1973 emigré a Cataluña. Pasó el tiempo fugazmente y aunque siempre he leído mucho, dejé bastante de lado una afición de juventud: la escritura ociosa, recreativa, aquella hecha por gusto, cambiada por otra más seria, menos placentera y plena de gerundios. Si encuentras algún capítulo algo pesado será consecuencia de la deformación profesional.

Hasta que me jubilé. Y realmente es jubiloso poder hacer lo que la obligación no te ha permitido casi ni intentar. Poco antes había descubierto un artículo sobre aquel crimen. Comencé a investigar. Podía hacer un ensayo. No, mejor una novela. Y después de mucho buscar y leer, lo conseguí. Una novela que trata sobre el crimen del Puerto del Lobo. Una novela donde conocerás cómo se produjeron los acontecimientos, la investigación, el Consejo de Guerra, el resultado del juicio. Pero hay más. Si cierras los ojos puedes trasladarte a la Granada o incluso a la España de hace un siglo: conocerás las vivencias y amores de Valerio, uno de los principales protagonistas, la carestía de la vida, el problema de la emigración, el trato a la infancia, la discriminación de la mujer, los problemas sociales y políticos en Cataluña, la Tercera Internacional, la apasionada discusión de la pena de muerte o, incluso, los toros. Pero el libro contiene temas aún más interesantes. Adelante, es tuyo.

1. Reminiscencias (a modo de prólogo)

 

Por la ventanilla de mi departamento en el coche-cama veo pasar el color otoñal de la campiña francesa y sus campos de vides desnudas de hojas y sarmientos. Hoy comienza el invierno. Me esperan muchas horas de viaje en soledad de París a Granada, con transbordo en Madrid. Durante los últimos cinco años, en las largas distancias, Marie y yo hemos viajado en tren. Antes recorríamos Europa con mi viejo Tiburón del 68, aparcado ahora en el garaje de casa en el Camino de Ronda, porque solo lo utilizo en la ciudad y alrededores. El pasado mes de julio regresamos a nuestra tierra y en este último viaje a Francia he venido solo. Marie ya no está. La echo de menos. A Maguí la he dejado con unos amigos, no podía recorrer cuatro mil kilómetros acompañado de una gata. También ella me echará a faltar, como yo a ella. Hay ocasiones en que los imponderables se imponen sobre los proyectos más realistas y, por más que se intente, resulta en vano luchar contra las circunstancias del momento. He vuelto a la capital francesa para ordenar algunos asuntos que tenía pendientes y mi estancia se ha prolongado durante un mes. Todo un mes sin ellas. Ahora regreso a España definitivamente. La edad, que lo trae y lleva todo, no perdona.

Antes de emprender el viaje me he provisto de un cuaderno y varios bolígrafos que no gastaré. Los colecciono. Aunque mi vista ya no es la que era y los recuerdos surgen como a borbotones, deslavazados, sin orden ni concierto, creo que aún podré rememorar y escribir algunos sucesos ocurridos en mi juventud.

Lo primero que me viene a la memoria es una conversación con mi abuela materna pocos días antes de su muerte en el verano de 1908. Me contó una historia, unos hechos de los que, a su parecer, se desprendía una especie de magia cuyo incierto resultado debía terminar en algo grande para la familia o para un miembro concreto de ella. Para mí. Mirad.

—Aquella noche fue increíble, Valerio, extraordinaria. Más que eso, mucho más. Milagrosa, diría yo. Imagínate, en este mismo salón. La mesa grande engalanada con la mejor mantelería, la vajilla de porcelana y la cubertería de plata. Hacía años, bastantes, que no celebrábamos así la Nochebuena. Estábamos de luto. Entonces, como ahora, porque el color del vestido podrá cambiarse, mas el luto del alma nunca se quita. Pero, aun así, era el momento de la celebración. Todo tiene su momento oportuno. «Un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar; un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para estar de luto y un tiempo para saltar de gusto». Sí, eso dice la Biblia, hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo. También el refranero popular tiene su dicho, «cada cosa en su tiempo y los nabos en Adviento». Aquí estaba yo sentada, enfrente la silla vacía. A mi derecha, en ese lado de la mesa, Eduardo, mi pequeño Eduardo, que vino cuando ya no esperábamos, como un regalo tardío que de improviso llega del cielo. Por entonces, él tenía tu edad. A su lado, Manuel, el primogénito, quien a sus veinticuatro años hacía dos que había cantado misa. Una alegría que su padre no pudo disfrutar. Al otro lado de la mesa, frente a los dos hermanos, un cuadro arrobador. Por un lado, la personificación de la belleza. Esbelta, hermosa, blanca como el nácar y ojos de esmeralda, bajo una inmensa y ampulosa mata de caoba. Era Valeria, mi niña, con veintidós años, junto a su esposo, un joven de cuidado aspecto, pelo castaño claro y ojos del color de la miel, que la contemplaba embelesado. Para San José los casó Manuel. Fue su primera boda.

—¿Y en qué consistió el milagro, abuela?

—Eso ocurrió más tarde. Después de cenar terminamos de acicalarnos. Los últimos retoques. Valeria estaba radiante, hermosa y redonda, pero esbelta, a pesar de su redondez. En la puerta nos esperaba un coche tirado por cuatro caballos. La iglesia no se hallaba lejos, pero de noche, y teniendo en cuenta el estado de Valeria, no iríamos andando. ¡Ay, me estoy adelantando a los acontecimientos! Antes has de saber lo que preguntó Eduardo a su hermana mientras cenábamos y la conversación que continuó después.

—¿Puedo ser el padrino? —le dijo.

—Claro que sí. Nadie de la familia se ha ofrecido hasta ahora y mamá será la madrina. Además, por parte de Torcuato no hay familiares que puedan serlo —contestó Valeria.

—No puede ser. Es imposible. No tiene suficiente edad —intervino Manuel.

—Sí puede ser, aunque no tenga la edad, y tú lo sabes mejor que nadie. Solo es necesario que el padrino esté bautizado, haya hecho la primera comunión y recibido el sacramento de la confirmación. Además, siempre ha existido la costumbre de que los menores puedan ser padrinos, a pesar de las recomendaciones de la Iglesia. Cuando se da ese caso, aparte de los requisitos que he señalado, únicamente es preceptivo que el sacerdote lo autorice, y creo que no hace falta recordarte quién es el cura. Nuestro hermanito solo tiene diez años, pero es muy formal, reúne todas las condiciones necesarias y no estará solo, puesto que madre es la madrina.

—Pero…

—No hay pero que valga. Tú nos casaste, así que tienes la obligación de bautizar a tu sobrino cuando llegue. Nacerá para Reyes, según nuestros cálculos. Es nuestro primer hijo y en una ocasión tan importante, en la que participamos todos, no vas a dejar a tu hermano fuera por un simple detalle.

—Está bien, tú ganas. ¡Lo que tú no consigas…! —Y Manuel reía beatíficamente.

—¿Y cómo se llamará? ¿Torcuato, como su padre, Manuel, como mi hermano, o Eduardo, como yo?

—Si es niña se llamará Valeria —señaló su joven marido.

—Y si es niño —dijo Valeria—, sintiéndolo mucho por todos vosotros, incluido el padre de la criatura, el primer nombre que lleve será Valerio, como su abuelo, nuestro padre, que en paz descanse.

—Ya lo sabía —dije a mi abuela tras escuchar el relato de la conversación—. Mi madre ha comentado en más de una ocasión que me llamo Valerio por el abuelo.

—Sí, y su decisión fue del gusto de todos. Pero aquí no acaba la historia. Aunque la iglesia no estaba lejos, fuimos en coche, excepto Manuel, que salió antes para hacer los preparativos de la Misa del Gallo. Cuando llegamos al templo, en el mismo momento de traspasar el umbral, Valeria sintió un pinchazo doloroso. Posó las manos sobre su barriga, como sujetándola, y continuó caminando, cogida de la cintura por su esposo, hasta que pudo apoyarse en un banco. Entonces notó que un líquido templado recorría sus piernas. No podía ser, aquello no era orina. Había roto aguas. Faltaban pocos minutos para las doce de la noche, hora en que debía comenzar la misa. Pensamos en llevarla al hospital, pero todo sucedió muy deprisa, ya era demasiado tarde. Torcuato gritaba buscando entre la feligresía alguien con conocimientos adecuados para la ocasión y no encontró uno, sino dos, un médico y una comadrona. Valeria fue llevada en volandas a la sacristía y al poco rato se sintió el llanto de un recién nacido. Había un nuevo ser sobre la tierra, mi primer nieto. Allí estabas tú. Era la medianoche del día 24 de diciembre. Pronto hará once años.

La abuela se moría. Hablaba sin cesar, lúcida, consciente de lo que decía y rodeada de toda la familia. Sin embargo, la historia la contaba para mí, con palabras de persona mayor, como si yo también lo fuese. Era muy culta, algo poco corriente en aquella época, por lo que había palabras y frases que a mis diez años no alcanzaba a comprender del todo, aunque, a pesar de ello, quedaron grabadas en mi mente. Entre otras muchas cosas, me dijo que el día de mi nacimiento brilló una estrella. Ni entonces ni nunca llegué a comprender lo que quiso decir, ni de qué estrella se trataba.

No, no sé qué estrella brillaría en Granada la Nochebuena del año de Nuestro Señor de 1897, la noche en que nací. Mis padres estaban afincados en Guadix, cuna de todas las ramas de la familia, pero decidieron ir a Granada a pasar las navidades en compañía de mi abuela materna que vivía en la calle Gracia con sus dos hijos. El parto se adelantó y yo, como Jesucristo, vi la luz, inesperadamente, en un lugar distinto al previsto por mis progenitores.

Me bautizaron dos días después en la cercana iglesia de Santa María Magdalena, donde vine al mundo. Me impusieron los nombres de Valerio, Manuel, Eduardo, Esteban de la Natividad, aunque ahora en el pasaporte figure que soy francés y me llamo Valery.

Nadie puede elegir cómo será su vida, si con buena o mala estrella. Yo no me quejo de la que me ha tocado vivir, a pesar de los avatares pasados y de no haber satisfecho las expectativas suscitadas en algunos miembros de la familia. Por mi nacimiento en un templo y por la fecha y hora del suceso, tanto mi madre como la suya me auguraban un futuro en la jerarquía religiosa de obispo hacia arriba, aunque, en palabras de mi abuela, también podría ser un simple sacerdote aspirante a la santidad.

Como he señalado, Guadix es la cuna de mi parentela. Además, absolutamente todos los miembros de la misma han nacido allí. Todos menos yo, por lo que alguien podría deducir que quien esto escribe es la oveja negra de la familia y seguramente acertaría. Pero no os confundáis, que eso no tiene por qué ser forzosamente malo. Es diferente.

En cualquier caso, a pesar de todo lo ocurrido, jamás renegaré de mis orígenes, no puedo, ni quiero. Digo esto, porque desde el día 31 de marzo de 1939 estoy fuera de España, exiliado. Y si el exilio en sí mismo no fuese suficiente causa de desazón, por ciertas circunstancias, me veo con el nombre escrito a la manera francesa y usando un apellido que no es el mío. Pero así seguiré hasta el momento de mi muerte. Solo al final cambiaré lo que haya de cambiar o dejaré escrito para que se cambie.

Las cosas podrían haber sido de otra manera, pero lo que ocurrió ya no tiene vuelta atrás y, en honor a la verdad, jamás me he arrepentido de mi trayectoria vital durante los cuarenta y dos años que viví en España.

Este pequeño introito que escribo en un cuaderno sin estrenar, camino de Granada, será la introducción de un libro que ya está escrito. Su contenido quedó plasmado hace muchos años en cuadernos semejantes a este en el formato y diferentes en el color, apagado por el paso del tiempo. Ese libro relata la historia de ciertos hechos, ajenos unos y personales otros, que sucedieron mientras cumplía el servicio militar. Hechos que influyeron decisivamente en el devenir de mi existencia, contribuyendo a encaminarla por unos derroteros que jamás habíamos imaginado ni mi familia ni yo. Después de tanto tiempo encontré aquellas libretas olvidadas en un rincón de la casa de mis padres en Guadix. Cuando llegue a Granada escribiré a máquina su contenido o, al menos, la mayor parte de él.

Desde que abandoné el territorio español han pasado cuarenta años y, afortunadamente, en España se inicia tímidamente una nueva democracia, a pesar de surgir del propio sistema dictatorial y de estar tutelada por los poderes de la dictadura, vigentes aún tras la muerte de Franco.

Mal que les pese a algunos, hace un año se promulgó la nueva Constitución y parece que los españoles tienen auténtica voluntad de llegar a establecer una cordial, pacífica y democrática convivencia política después de cuatro décadas carentes de libertades. El pueblo, siempre por delante de los poderes establecidos, quiere libertad, libertad sin ira; dejar de tener miedo; ponerse al nivel de las naciones vecinas. Países como Francia, Italia, Alemania o Gran Bretaña que, a pesar de haber padecido la Guerra Mundial, nos llevan treinta años de adelanto, como suele decir el propio pueblo. Pero dejemos ese tema, que hoy no toca y excede la historia que realmente nos interesa: la de unos asesinatos cometidos en Sierra Nevada en 1919 y el subsiguiente Consejo de Guerra que se llevó a cabo en Granada contra los asesinos confesos.

Antes de entrar de lleno en el relato de la historia, quiero dejar constancia de algunos detalles más sobre el exilio. Conozco a muchas personas exiliadas que no han vuelto nunca a España, bien por haber muerto en tierra extranjera, bien porque no han tenido posibilidad mientras vivió el dictador, ni fuerzas después. Ninguno de esos es mi caso. Desde 1939 no volví a pisar suelo español hasta 1961, hace dieciocho años, pero mi vuelta no fue la del hijo perdido al que la madre patria acoge amorosamente en su seno, ni mucho menos. Llegué como uno de tantos turistas extranjeros que por entonces empezaban a invadir nuestras playas y ciudades. Un francés felizmente casado, acompañado siempre de mi querida esposa Marie.

Si algo sentí en ese primer viaje, fue no poder ver a mi padre, fallecido un año antes, pero aún vivían mi madre y sus dos hermanos. Tanto ella como mis tíos murieron en la década de los años sesenta. En esa época no faltaba ninguno de mis once hermanos. Actualmente ya nos han dejado dos de ellos. En cuanto al resto de la familia, me resulta difícil contabilizarla. Forman un pequeño ejército.

Nunca tuve problema alguno con las autoridades del régimen, ya que en Guadix pasaba por ser uno de los muchos veraneantes foráneos y tanto mi esposa como yo ocultamos en el pueblo nuestra verdadera identidad hasta el advenimiento de la democracia, pero ni siquiera entonces cambiamos la documentación. Oficialmente, seguimos siendo franceses. Pero no, ahora que recuerdo, no es así, a veces se me olvida. Marie puso en regla todos sus papeles. No hace mucho, pero lo hizo.

Además, un individuo llamado Cecilio, que decía ser mi enemigo, también murió años después. Creo que su muerte se produjo por un acceso de rabia al enterarse que desde hacía tiempo yo pasaba las vacaciones en Guadix. Su sangre envenenada por el rencor, el odio y el alcohol, junto a la impotencia de no poder volarme la tapa de los sesos a lo largo de varias décadas, algo que había jurado ante testigos al terminar la guerra, y todo ello unido a la sensación de sentirse corrido y engañado durante tantos veranos, le reventó el corazón. Su único hijo, que ya rondaba la cuarentena, probablemente era descendiente mío, algo que siempre sospeché, pero nunca supe con seguridad. Es posible que tal sospecha también anidara en la cabeza de aquel hombre y de ahí su odio hacia mí. El hijo era pelirrojo.

Para terminar este breve prefacio, resta decir que durante la Guerra Civil yo trabajaba en el Diario de Almería. Anteriormente lo había hecho en El Defensor de Granada, pero lo dejé al comenzar la guerra. Es más, tuve suerte. En esas fechas estaba en Guadix pasando unas cortas vacaciones, de lo contrario, de haber estado en Granada, lo más probable es que me hubiesen fusilado como hicieron con algunos de mis compañeros de trabajo, entre ellos el director del diario, Constantino Ruiz Carnero.

A lo largo de los tres años de contienda conocí e hice amistad con diversas autoridades y personalidades republicanas, gracias a las cuales y a algunos buenos amigos del bando opuesto, puedo decir que sigo vivo.

Con este libro solo pretendo dejar constancia de unos hechos que viví de cerca y, al mismo tiempo, homenajear a todas las buenas personas, luchadoras por la justicia y el bienestar común, que se cruzaron en mi camino, aquellas que, con su ejemplo y en ocasiones con el sacrificio de su propia vida, sembraron la semilla para que España evolucionase hacia una sociedad más equitativa y justa.

De París a Granada, 22 de diciembre de 1979.

2. Exilio

 

«¡Fundad escuelas, difundid la cultura, fomentad el bien, borrad toda injusticia, libertad al hombre de la miseria, de la ignorancia, de la esclavitud moral, poned alma y cerebro donde no hay más que instinto y pasión! ¡La escuela derribará la horca!».

—Valerio, Valerio.

Al tiempo que pronunciaba mi nombre, José María Galán me zarandeó ligeramente. Desperté con ojos de cansancio.

—¿Qué ocurre?

—Hemos llegado.

—Ya era hora. Se me estaba haciendo pesado el viaje y, para colmo, tenía una pesadilla. Soñaba con lo que decía el maestro Ruiz Carnero en su artículo «¡Escuela y no patíbulos!», en el que apelaba a la educación como remedio para evitar la delincuencia. Hace casi veinte años. Pero el sueño se convertía en algo horroroso. ¡Se alzaban patíbulos por todas partes!

—Pobre Constantino —terció el señor Cañas—, no habían transcurrido tres semanas del comienzo de la guerra cuando lo fusilaron.

—Pues llegó la hora de abrir los ojos —dijo el hermano de Fermín, el héroe de Huesca—, el barco está atracando en Beni Saf. Con suerte, mañana nos trasladarán a Orán, creo que allí tienen retenido a mi hermano Francisco.

El día 31 de marzo de 1939 llegó a Argelia el Guardacostas V-31 de la Flotilla de Vigilancia y Defensa Antisubmarina de Almería. Este buque, anteriormente bou de arrastre llamado Arrecife, zarpó del puerto de esa ciudad andaluza tres días antes, el martes 28, haciendo escala en Cartagena, donde recogieron más candidatos al exilio. Entre el «afortunado» pasaje se encontraba el que hasta noviembre del año anterior fuera jefe del XXIII Cuerpo de Ejército de la República, teniente coronel José María Galán Rodríguez; el entonces gobernador civil de Murcia, que también lo fue de Almería desde el 11 de abril al 17 de noviembre de 1938, Eustaquio Cañas Espinosa; y el que escribe esto, de profesión periodista y de nombre Valerio. Y, precisamente, en mi condición de periodista anduve, durante todo el transcurso de la guerra, entre Almería y la zona oriental de la provincia de Granada, cubriendo las noticias del frente.

Hacía meses que se veía venir el desastre total en la zona republicana, pero yo, como otros muchos, me resistía a creerlo. Cuando comprendí que la República estaba irremisiblemente perdida fui a casa de mis padres en Guadix para comprobar el ambiente que se respiraba en la ciudad accitana y, de paso, cerciorarme de que mi familia no corría peligro. Eran de derechas de toda la vida y varios de mis hermanos falangistas camisas viejas con indudable influencia en Granada, por tanto, no había nada que temer.

A pesar de la importancia de mis padres y la aventajada posición política de mis tíos y algunos de mis hermanos en el nuevo régimen, yo no estaba seguro. Mi situación era de riesgo de muerte inminente. Tenía que exiliarme, era la única solución viable. Había trabajado como periodista en diarios leales al poder legalmente establecido, principalmente en el Diario de Almería, que durante la guerra se convirtió en el órgano oficial de difusión del Partido Comunista, lo que para los jerarcas del bando golpista suponía ser afín a las ideas del enemigo. Pero no me exiliaba solo por esa razón, sino por ser ese tipo de periodista que jamás había hecho concesión alguna a la doblez, a la noticia fraudulenta y al amarillismo. Chocaba, por tanto, frontalmente con la forma de actuar de algunos sublevados, pero también, en muchas ocasiones, con determinadas autoridades republicanas, a pesar de ser bien aceptado por la mayoría de ellas en reconocimiento a la objetividad con que realizaba mi trabajo. La propaganda política en el periódico la hacían otros que, salvo algunas excepciones, no eran profesionales de la prensa. Además, había otra razón más inmediata y de mucho más peso que hacía aconsejable el exilio. Mi madre me la comunicó el mismo día que llegué a Guadix:

—Tu hermano Torcuato ha telefoneado y dice que en pocos días estarán aquí. No sé cómo decirte el resto, porque me ha dejado muy preocupada.

—¡Vamos, mamá, explica todo lo que te ha contado, que me tienes en vilo!

—Ha dicho que si para cuando ellos lleguen no has desaparecido te puedes dar por muerto. Que ni siquiera él podrá salvarte, porque su amigo Cecilio ha jurado hacer que te fusilen en cuanto te vea. Y si no consigue que lo hagan las nuevas autoridades, ha vuelto a jurar que él mismo te pegará un tiro. Así que ya lo sabes, lo mejor es que pongas tierra de por medio, que ese bestia es capaz de eso y de más.

—Sí, ese tal Cecilio es un malnacido que debería estar ardiendo en el infierno. Una mala influencia para tu hermano. No entiendo cómo puede ser su mejor amigo. En cambio, siente un gran odio hacia ti. Al menos eso es lo que cuentan algunas personas que han oído lo que va hablando por las tabernas. Me resulta difícil comprender la razón de tanta inquina. No sé qué puede tener en tu contra si jamás os habéis relacionado ni para bien ni para mal, por tanto debe de ser envidia porque nunca ha podido llegar a tu altura. Todo el mundo habla mal de ese elemento. Dicen que es una mala persona y que maltrata a su mujer —dijo mi padre, apretando los puños.

«De aquellos polvos, estos lodos», pensé.

Desde Ugíjar vino a recogerme una buena amiga, Matilde. Con un Fiat 514 L emprendimos viaje a esa ciudad alpujarreña por la carretera del Puerto de la Ragua. Esta vía de comunicación entre el Marquesado y la Alpujarra fue construida durante la guerra y a pesar del poco tiempo transcurrido presentaba muchos socavones por efecto de la lluvia y la nieve, lo que hizo que el viaje fuese bastante incómodo.

No me extrañó que Matilde viniese sola, era sobradamente resuelta para eso y mucho más. Yo la conocía bien. Sus cinco hermanos estaban en el frente y ella cuidó de sus padres y casa mientras duró la guerra.

Permanecí un día en Ugíjar, donde había pasado muy buenos ratos durante los tres últimos años. Al día siguiente Matilde me llevó a Almería. Allí esperaban los amigos que gestionaron el viaje en el V-31, mis buenos compañeros, especialmente Galán, que se desvivió por hacerme un hueco en el barco.

El 1 de abril de 1939, cuando en España se proclamaba la victoria por el ejército de Franco, yo me encontraba en Orán. Al llegar a la ciudad norteafricana, mi mente, embotada por las emociones de los últimos días, comenzó a rememorar situaciones y vivencias pasadas. En mi cabeza se repetía, machaconamente, la frase: «¡Indulto denegado! ¡Indulto denegado!».

No es que me hubiesen denegado indulto alguno. El indulto que aparecía en la nebulosa de mi mente, aquel que nunca llegó a hacerse realidad, era de otros tiempos. Hacía cerca de veinte años Granada se negó a vestirse de luto. El pueblo granadino no quería que el pendón negro se enseñoreara de tan hermoso lugar, porque en aquellos días, pretendidamente modernos e innovadores, resultaba muy incongruente el bárbaro uso de la pena de muerte, y más mediante garrote vil. Era una auténtica ignominia para la ciudad. Pero la movilización de los granadinos pidiendo el perdón no consiguió los resultados esperados. Lo que había de suceder, sucedió, y el cumplimiento de la justicia, inexorable, vistió a Granada de negro.

3. De permiso

 

El 10 de octubre de 1919 era viernes y comenzaba un permiso de diez días, razón por la que debería haber salido del cuartel después de desayunar. Sin embargo, en lugar de irme, continué archivando algunos papeles que quedaron pendientes el día anterior. No me gustaba dejar el trabajo a medias ni pasarle el marrón a otro.

—¡Valerio! —desde el archivo oí la voz del sargento.

—A sus órdenes, mi sargento —dije, cuadrándome, al verlo entrar por la puerta.

—¿Cómo es que sigues aquí? En tu mesa tienes el pase. El día 20 te quiero ver al toque de diana.

—Muchas gracias, mi sargento. A sus órdenes.

—Valerio, déjate de agradecimientos y sal pitando, que tu tío el capitán te espera en la puerta con el coche en marcha.

—Voy. Hasta el día 20, mi sargento. —Tras recoger el pase y mi macuto volví a saludar y salí del juzgado militar.

Después de año y medio de mili podía decirse que yo era la mano derecha del sargento. No quisiera parecer soberbio, pero la confianza depositada en mí por el suboficial se debía a mi diligencia y buen hacer en la prestación del servicio.

Al salir del gobierno militar quedé sorprendido. No solo me esperaban mi tío Eduardo, capitán de caballería, y su esposa, que con eso ya contaba, también estaba mi tío Manuel, el cura, al que no veía desde antes de mi entrada en filas, a pesar de vivir en Granada. En todo ese tiempo, tampoco había tenido contacto con nadie de mi familia en Guadix.

—A sus órdenes, mi capitán —saludé militarmente a mi padrino de bautismo.

—Descansa, soldado, saluda a tus tíos y sube, que emprendemos la marcha.

—Bien. ¿Dónde vamos? —pregunté, una vez acomodado en el coche.

—A Ugíjar, pasando por Motril, Adra y Berja. Más bien, parando en esos pueblos, porque pasar pasaremos por muchos otros —respondió el capitán.

—La ruta la he preparado yo. La he estudiado con todo detalle —intervino enfáticamente su joven esposa, a la que yo llamaba por su nombre en lugar de tía o tita, como era habitual—. La primera parada formal —continuó— será en Motril, allí podrás cambiarte de ropa, antes solo haremos paradas técnicas para echar agua al radiador o, si es preciso, gasolina, aunque creo que no será necesario.

Yo la escuchaba boquiabierto porque mi tía Alba era un encanto en todos los aspectos. Además, poseía una exótica belleza y un dulce, cuidado y amplio verbo que era pura seducción. Sin embargo, la atención que le prestaba no se debía tanto a su seductora voz o a la contemplación de su bello rostro como a la tensión que me producía ir junto a mi tío Manuel. Me sentía observado y estaba seguro de que en cuanto tuviera ocasión comenzaría a interrogarme. No me equivoqué, a la primera pausa de su cuñada aprovechó para meter baza.

—No te preguntaré por tu vida militar, pues estoy informado perfectamente y sé que tus superiores te tienen en gran estima. También me han dicho que no has querido hacer curso alguno de ascenso.

—Estoy haciendo el servicio militar, tío —dije con cierta sequedad, producida por la tensión y posiblemente por un atisbo de rencor inconsciente, y proseguí—. La milicia profesional no me interesa y eso es sabido por toda la familia desde siempre. De haber querido ser militar habría solicitado el ingreso en la academia como hizo el tío Eduardo. En cuanto al sacerdocio, por ahora, tampoco me acaba de convencer. Siento defraudarte, pero cuando entré en el seminario nadie me preguntó lo que quería ser, al contrario, tanto mi madre como tú me aconsejasteis que si alguien se interesaba por mi futuro contestase que era pronto para saber lo que sería de mayor.

—Cierto, pero llegaste al diaconato y todos contábamos con que a esta edad ya serías sacerdote. Tu madre se llevó un disgusto tremendo cuando se enteró de tu deserción, porque eso es lo que hiciste, desertar de Dios. Y ella no fue la única decepcionada. Yo también me sentí muy afectado, mentiría si lo negase.

—Solo subdiácono, tío. Si hubieses hablado con el rector, te habría informado de mis razones para dejar el seminario. También podías haberme escuchado, puesto que intenté hablar contigo en varias ocasiones.

—Hablaba a menudo con él, pero nunca me dijo nada al respecto. Supongo que creería más fluida la comunicación entre nosotros. Contigo no hablé del asunto porque pensé que sería un capricho pasajero. Ya veo que me equivoqué. Sin embargo, hay cosas que no entiendo, porque, vamos a ver, si no quieres ser militar ni sacerdote será porque te atrae más el mundo de las leyes. No creas que no estoy enterado de que al mismo tiempo que realizabas los estudios religiosos también cursabas la licenciatura de Derecho. Ha sido una sorpresa para toda la familia y especialmente para tu madre. Era de ver cómo le cambió la cara cuando lo supo. Estaba muy dolida contigo, la desilusión fue muy grande, pero desde ese momento sé que comenzó a perdonarte y, al ver su felicidad, también te he perdonado. La noticia me la dio el rector de forma indirecta. Pensaba que yo lo sabía. Deberías haber sido tú el que nos lo dijera.

—Pues sinceramente, no sé de qué hablas. Porque, una de dos, o nadie se molesta en escucharme o simplemente mis asuntos no os interesan a ninguno. Es posible que sea un poco brusco hablando, pero me enerva que se me achaquen culpas que no me corresponden, puesto que sobre ese tema he hablado tanto en casa como contigo, así que no entiendo cómo dices que no sabíais que estudiaba Derecho. Pero tampoco estoy interesado especialmente en su ejercicio, al menos como abogado. Me gusta el Derecho y, por ahora, me ha servido para hacer la mili en el gobierno militar y no en África.

El tío Manuel reía socarrón.

—Bueno, creo que hubo una confusión. ¡Mea culpa! Pensamos que cuando hablabas de Derecho te referías al Canónico, como asignatura de tus estudios eclesiásticos, y no a la licenciatura en la Universidad. Y eso de que la carrera te ha servido para ocupar un puesto en el gobierno militar, no sé, habría que preguntarle al capitán que tan diligentemente conduce este automóvil, creo que conoce a tu comandante.

—A mí que me registren —dijo Eduardo—. No sabía absolutamente nada, y en nada he intervenido. Valerio se ha debido buscar la vida solo como se la buscó con la carrera de Derecho. Además, poco podía hacer yo estando como estaba en Melilla. El comandante se ha llevado una gran sorpresa al enterarse de que Valerio es mi sobrino.

Mi tío Manuel, contrariado por la sinceridad de su hermano, recondujo su lenguaje incisivo y pomposo, dulcificando el tono del discurso:

—Bien, ahora lo importante es que, una vez pasadas las fiestas a las que vamos, Valerio se reencuentre con la familia, porque su madre, como he dicho, parece que lo ha perdonado y si no lo ve pronto se va a morir del disgusto. Bueno, es una forma de hablar, porque por un enfado de esa naturaleza, si no se ha muerto ya, no creo que se muera. Además, no puede morirse por tales causas teniendo otros diez a los que cuidar, sin contar al cuñado. A tu padre, digo —sentenció el cura.

—O sea, que esto ha sido una encerrona —observé.

—Más o menos —confirmó el capitán—, pero aún no nos has dicho a qué te dedicarás cuando acabes el servicio.

—Lo primero, doctorarme en Derecho, para lo cual tendré que ir a Madrid, ya que aquí, por ahora, no se puede cursar. Cuando termine, Dios dirá, aún no lo he pensado. Es posible que me dedique a la enseñanza de las leyes, aunque tampoco he descartado totalmente continuar al mismo tiempo con la vida religiosa.

El tío Manuel quedó satisfecho, por lo que cesó el interrogatorio. Mientras tanto, el Ford T del capitán continuaba a buena marcha camino de Motril, donde mi joven y bella tía, en total complicidad con su marido, había planeado pernoctar, por más que su cuñado opinase que era una pérdida de tiempo y dinero. Yo estaba de parte de la pareja. No había prisa por llegar.

El día 11 nos dedicamos a hacer turismo a lo largo de la costa hasta llegar a Adra, donde comimos una parrillada de pescado y marisco como solo se come en esa ciudad marinera, puerto de la Alpujarra.

—Esto es pecado de gula. ¿Es que no hay comida más humilde en este pueblo? —objetaba mi tío, el cura.

—Este tipo de comida es la habitual. Incluso los pobres la comen, porque es lo que hay, productos del campo y del mar. Todo muy sano y riquísimo, así que comed sin reparo que no es pecado, es pescado. —Alba reía por el juego de palabras que acababa de inventar.

—No sé, no sé, debería plantearme salir más de Granada. Que sea lo que Dios quiera —dijo el ascético tío Manuel, santiguándose.

—Por cierto —continuó mi locuaz y erudita tía—, ¿sabéis que Adra es la ciudad más antigua de la provincia de Almería y una de las más antiguas de España? Según cuentan los historiadores, ya existía en el siglo VIII antes de Cristo. Los griegos la llamaron Abdera y los fenicios Abdrath, y su gastronomía era famosa en tiempos de los romanos, especialmente por la fabricación de garum con vísceras de atún.

Ante tal efusión de sabiduría, el discreto y moderado tío Manuel miraba a su cuñada con condescendencia y, para alivio suyo, al caer la tarde llegamos a Ugíjar, donde durante los días siguientes tendrían lugar la feria y fiestas en honor de su patrona, la Virgen del Martirio. Cada año venía de Guadix una representación de la familia, cuando no la familia entera, a casa de unos parientes lejanos a pasar las fiestas y, en reciprocidad, estos amigos acudían siempre que podían a las de Guadix.

Con los hijos mayores de los parientes alpujarreños, Paco y Pepe, el primero dos años mayor que yo y el segundo de mi misma edad, me había unido una gran amistad cuando éramos niños, lo mismo que con Matilde, hermana de estos, tres años más joven, pero aquella amistad quedó solo en la memoria desde el momento en que ingresé en el seminario. Hacía cerca de once años que no veía a ninguno de ellos. Matilde debía rondar los ocho la última vez que la vi. Ahora con diecinueve cumplidos sería imposible reconocerla. Aquella niña delgaducha de melena trigueña y azul cielo en la mirada ya no sería la misma, seguramente era toda una mujer. Efectivamente, así era y no tardé en comprobarlo, aunque esto me sirvió para confirmar algo que ya sabía de antemano, que la conocía bastante bien, al menos de vista, cuestión que no mencioné en absoluto. Me limité a bailar con ella y a hablar de cuestiones sin importancia. En pocas palabras, a pasarlo lo mejor posible. Consideré que no era momento propicio ni oportuno para interesarme por cuestiones que no me incumbían, a pesar de que Matilde ejercía sobre mí un magnetismo difícil de eludir.

Pero no solo me dediqué a bailar con Matilde. En los pocos días que estuve en Ugíjar pude conocer en directo ciertos aspectos de la vida cotidiana de la gente del pueblo. Por ejemplo, los padres de Matilde comentaron a mis tíos que la feria del año anterior se celebró sin contar con la oposición de lo más florido de la población. Tal resistencia a la celebración de las fiestas se produjo por miedo a que se extendiese la gripe y, efectivamente, a la vista de los resultados, quedó demostrado que quienes así pensaban tenían razón. Por fortuna, la pandemia ya había pasado con su inmenso rastro de muerte y desolación.

El día 13 fuimos a la feria. Allí pude observar en directo los regateos en las compraventas de ganado. Algo tan habitual como sencillo atraía con fuerza mi atención, lo que se debía, sin duda, al hecho de haber estado casi toda la vida internado en un colegio. La mayoría de mis conocimientos provenían de los libros y no de la vida real, del trato con los demás. Me faltaba mucho por aprender y era consciente de ello. Los negocios se celebraban en la ribera del río. Allí se reunían gentes de toda la comarca e incluso de fuera de la misma. Compradores y vendedores, cada uno a lo suyo, como Juan Utrera y su familia, lo mismo que otras muchas familias y clanes haciendo sus negocios. También había una o dos parejas de la Guardia Civil cumpliendo su cometido de velar por el respeto a la ley y la seguridad de todos.

Tras las fiestas, el día 16, marchamos a Almería, prometiendo mis tíos que volverían a Ugíjar el 1 de noviembre, día en que se casaba Paco, el mayor de los hijos de aquellos amigos. Yo no les prometí nada, a pesar de mi antigua amistad con el futuro contrayente, puesto que no sabía si me darían permiso en el cuartel. En Almería pasamos lo que quedaba del día y parte del siguiente dedicados a hacer turismo gastronómico, acompañado de las consabidas protestas de mi tío el cura, y a visitar monumentos, aquellos que años después vería a diario, incluso bajo el fuego de las ametralladoras y el estallido de las bombas: la alcazaba y las murallas del Cerro de San Cristóbal, la catedral de la Encarnación y el santuario de la Virgen del Mar, su patrona.

La tía Alba no solo era una conversadora amena, sino que, además, poseía un amplísimo caudal de conocimientos sobre ciudades, pueblos y construcciones de todo tipo. Durante la excursión en Almería fue detallando la historia de los monumentos que veíamos, dejándonos realmente asombrados. De sus explicaciones aún recuerdo que aquella ciudad fue fundada por el califa Abderramán III en el siglo IX; que la alcazaba existía desde hacía mil años y que tanto el santuario de la patrona como la catedral fueron construidas en el siglo XVI. Pasamos allí la noche y el día 17 pusimos rumbo a Guadix, dando por terminada la excursión.

Cuando me presenté en el cuartel el día 20, no comuniqué al sargento que poco después iba a necesitar al menos tres días de permiso para ir a la boda de un amigo. Con anterioridad no habría tenido reparo alguno en pedírselo, pero ahora que conocía la amistad entre el comandante del juzgado militar y mi tío, el capitán, no lo haría, me resultaba violento pedir favores. En modo alguno iba a permitir que alguien pudiera pensar que por mi parentesco con un militar me aprovechaba de la situación, pero eso no era lo más importante, lo que realmente importaba era mi pensamiento. Si me daban permiso debía ser por mis propios méritos, no por influencias ajenas. En consecuencia, prefería no ir a la boda.

4. El clan de los Tartaja

 

El 30 de octubre, recordando mi estancia en las fiestas de Ugíjar, pensaba lo rápido que pasan dos semanas. Al día siguiente saldrían mis tíos de nuevo hacia la antigua Ulisea para asistir a la boda de mi amigo Paco. Yo no podía ir, ¡qué pena! Se me había «olvidado» solicitar el preceptivo permiso. Aún estaba en estos pensamientos cuando un compañero me dijo que me presentara ante el sargento.

—A sus órdenes, mi sargento. ¿Da usted su permiso? —saludé, desde la entrada del despacho.

—Pasa y lee lo que dice el periódico, mira.

«¿Una pareja de civiles asesinados?».

El Defensor de Granada comenzaba la noticia entre interrogantes, ante la extrañeza de que algo así pudiera haber ocurrido en la provincia, y continuaba: «En Ugíjar (Granada) se ha encontrado asesinada una pareja de guardias civiles que habían salido en persecución de una banda de gitanos, autores de diversos robos de caballerías».

—¿No eres tú de por allí? —dijo el sargento, levantando el lado derecho del mostacho, mueca habitual en él cuando hablaba con sorna.

—No, mi sargento, soy de Guadix.

—¡Ah! Ya no me acordaba —continuó el sargento, repitiendo la mueca, pero esta vez con los dos lados del poblado bigote—, de Ugíjar es tu novia.

—No tengo novia, mi sargento.

—No me extraña, quién te va a querer. Entonces es tu amiga especial, ¿no? Bueno, a lo que íbamos. Lo que dice el periódico ya lo sabíamos aquí desde ayer, puesto que recibimos un despacho de la Comandancia de la Guardia Civil informando sobre lo ocurrido. Toma, échale un vistazo.

El jefe de la línea de Ugíjar de esta Comandancia, en telegrama de hoy, me da cuenta que en el día de ayer fue asesinada una pareja de aquel puesto, compuesta del guardia primero y corneta Cristóbal Ortega Rojas y Eugenio Guzmán Gamero, en el sitio llamado Puerto del Lobo, término de aquella ciudad, por los gitanos Juan y Marcos Utrera Cortés, hermanos conocidos por el apodo de Tartaja, naturales de Laujar (Almería), un hijo del primero y dos gitanas que le acompañaban, llevándose consigo los armamentos y cartucheras de los mismos, y dos mulas, una roja y otra negra, robadas en Canjáyar (Almería), la madrugada de dicho día.

Por fuerzas de esta Comandancia se practican incesantes gestiones para su busca y captura, y salgo inmediatamente para dirigir el servicio, y del resultado daré cuenta.

Tengo el sentimiento de participarle a V.S., para su debido conocimiento.

Tras leer el telegrama que firmaba el comandante Torres Soto de la Guardia Civil, me disponía a decir algo, pero el sargento continuó hablando.

—Habrá que estar atentos en los próximos días, Valerio. Vamos a entrar en acción y no podemos defraudar a nadie. Creo que será un caso difícil y trabajoso. Quiero que te adelantes a los periodistas y recabes toda la información que puedas, porque sé por experiencia que en los primeros momentos nadie tiene conocimiento exacto de lo que ocurre y cada cual dice lo que le parece. Así que ya puedes arreglártelas como mejor te parezca, pero mañana has de estar en Ugíjar informándote de primera mano de todo lo ocurrido. Tienes tiempo hasta el día 4. Te presentas a mí en cuanto llegues, sea la hora que sea, con un informe pormenorizado sobre lo que averigües. Quiero saber lo que dice la gente de allí, porque los informes oficiales, tanto del juzgado como de la Guardia Civil, nos llegarán por conducto reglamentario.

—A sus órdenes, mi sargento.

«Qué casualidad», pensé. Mueren dos guardias civiles y el sargento me manda en plan periodístico al lugar de donde procedían, al sitio en el que se celebraba en aquellos días una boda a la que no tenía intención de asistir a pesar de estar invitado. Algo no me cuadraba, era la primera vez que se me ordenaba una cosa así. Por otra parte, yo seguía con mis pensamientos, dándole vueltas a la cabeza. En los pocos días que estuve en Guadix, mi madre quedó convencida de que volvería a la senda religiosa, pero a mí no me quedaba nada claro y pensaba que con el tiempo se acostumbraría si no era así. Tenía que vivir mi vida y no hacer las cosas solo para dar gusto a los demás. Además, con casi veintidós años mi contacto con las chicas no había ido más allá de las reuniones en la parroquia durante los veranos y de algunos paseos y excursiones en compañía de multitud de jóvenes. Ahora era diferente. Todos los días pensaba en Matilde. Aquella chica era… Me resultaba difícil definirla, pero en tan solo cuatro días que estuve con ella sentí unas sensaciones que nunca antes había experimentado. Y eso que nos besamos una sola vez. No era mi novia, como decía el sargento, aunque me gustaría que lo fuese. Alguno de mis tíos se debió ir de la lengua.

Bien entrada la tarde, el sargento me envió al gobierno civil a recoger documentación. No era habitual ir a esas horas, pero la urgencia del caso lo requería. Tras hacerme cargo de la valija que me tenían preparada, vi un grupo de personas a las que identifiqué de inmediato como periodistas. Los seguí.

Eran las ocho de la tarde cuando el gobernador civil tomó la palabra. Lo hizo directamente y sin preámbulos, en el mismo momento en que llegó al salón donde esperábamos:

—Todos sabemos la razón por la que ustedes están aquí a estas horas. Me consta que esta tarde se les ha entregado el comunicado que con fecha de ayer fue remitido por el primer jefe accidental de esta Comandancia de la Guardia Civil, señor Torres Soto. A día de hoy solo puedo transmitirles que dicho comandante salió ayer mismo para el lugar de los hechos, tras haber adoptado las medidas necesarias para dar alcance a los autores de los crímenes. Quiero expresar mi más rotunda condena —continuó el señor Giménez Canga-Argüelles— por el asesinato de estos dos servidores públicos y mi más sincera expresión de gratitud hacia el benemérito cuerpo y, especialmente, un sentimiento de conmiseración para dos buenos hombres, dos buenas personas que han sucumbido víctimas del cumplimiento de su deber.

—Señor gobernador, ¿cuándo se prevé que haya nueva información sobre estos lamentables sucesos? —preguntó un joven periodista.

—Durante los próximos días seguiremos informando de cuantas noticias se produzcan al respecto. No obstante, deberán entender y ser comprensivos si en algún momento no podemos informar como quisiéramos, dada la naturaleza de los hechos y el posible secreto de sumario que suponemos se establecerá por el juez instructor.

Esa misma tarde marché a casa de mi tío Manuel, donde pasé la noche, y al día siguiente, cuando aún no había amanecido, vinieron a buscarnos mi tío Eduardo y su esposa. El viernes 31 de octubre, al atardecer, llegamos a Ugíjar.

El Día de Todos los Santos se celebró la boda de mi amigo Paco. En realidad, más que una boda parecía un funeral debido a la tristeza que reinaba en el pueblo a causa de la muerte de los dos guardias, suceso que se había convertido en el centro de todas las conversaciones. Después de la ceremonia religiosa, la familia ofreció el clásico convite, pero no hubo baile por respeto a los difuntos. La mayor parte del tiempo estuve hablando con Matilde, puesto que mi amigo Pepe tenía mejores asuntos con que entretenerse.

Durante el día de la boda, Matilde y yo hablamos de muchas cosas, excepto de la misión que se me había encomendado. Intenté iniciar el tema disimuladamente y se hizo la desentendida cambiando de conversación, en vista de lo cual le pregunté directamente, pero a ella no le apetecía hablar de ese asunto. Al día siguiente, camino del cementerio, no tuve necesidad de decir nada.

—¿Qué día llegasteis a Guadix después de iros de aquí? Porque tengo entendido que fuisteis a Almería —me preguntó.

—El 17 por la tarde. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada en particular, pero supongo que recordarás qué ocurrió hace poco más de un mes, a la entrada del otoño.

—Pues si no eres más explícita…

—Vaya por Dios. ¿Tengo que recordarte cómo entró el otoño?

—Ah, sí. Supongo que te refieres a los temporales de lluvia acompañados de intenso frío que hubo a finales de septiembre y primeros de octubre. Ya recuerdo, daba la sensación de estar en pleno invierno. ¿Por qué lo dices?