El día de la mudanza - Pedro José Badrán Padauí - E-Book

El día de la mudanza E-Book

Pedro José Badrán Padauí

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Beschreibung

Mudarse de casa a veces significa cambiar de vida para siempre. El hijo y la hija de una familia que se mudó hace mucho tiempo, cuando ellos eran chicos, recuerdan lo que ocurrió en esos meses. Lo hacen con el tono de los sobrevivientes de un tsunami. Todo el movimiento de objetos entre la casa vieja y la casa nueva estaba a punto de desencadenar transformaciones decisivas al interior de la familia. Más de veinte años después de que se publicara la novela breve de Pedro Badrán, tan celebrada en Colombia, ahora como nunca podemos sentir cercano su mundo de monstruos invisibles en los rincones del hogar.

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Seitenzahl: 89

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Pedro José Badrán Padauí

El día de la mudanza

 

Saga

El día de la mudanza

 

Copyright © 2001, 2022 Pedro Badrán and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726998146

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Sobre la pasta dura del álbum hay un paisaje pintado. Una montaña con pico nevado, un manantial al pie de la montaña, una llanura con pastos verdes por donde corre el manantial. Las ramas de los árboles son delgadas y frías. Se presiente la nieve pero todavía no es el invierno.

 

La primera foto es la de ellos dos. Mi madre tiene su vestido blanco de encajes. Mi padre está detrás, como un ángel detrás de otro ángel, pero apenas aparece su rostro y sus ojos miran hacia otra parte como si no estuviera seguro de lo que está haciendo. Mi padre es un ángel inseguro.

 

Ya tienen la casa pero todavía no están todos los muebles. Las baldosas son verdes y rojas, cuadradas, pero aquí en la foto parecen rombos. En la segunda foto ellos dos bailan un vals que en la amarilla quietud de la imagen ha dejado de escucharse. La foto de este baile es pequeña. Mis abuelos no aparecen. Hay otra foto que no está aquí. Mi abuelo con el rostro adusto lleva a mi madre hacia el altar.

 

En la primera fotografía —pero sobre todo en la mirada de la novia— se adivina la promesa de una casa, no sólo un lugar sino también un tiempo, una colección de objetos, de voces y de seres que estarán en la memoria por siempre, unos hijos que más tarde evocarán las figuras de la alfombra y los cuadros colgados en las paredes cuando la casa, todavía edificada pero ya abandonada en un más allá siempre presente, sólo exista en el recuerdo, fragmentada en la colección de fotos amarillas que la familia mirará con la certeza del despojo y el lugar común de la nostalgia. La novia la dibuja, la conjuga en potencial y futuro, mezcla lo que será y lo que dejará de ser y aún lo que no siendo también existirá como proyecto.

 

En el instante de esta foto —la novia sonríe mira el elevado ponqué, y deja que la mano del tenso y ceremonioso novio (vestido con saco de solapas anchas, los ojos un poco desplazados hacia un destino, tal vez un lugar o un origen que no puede precisarse) guíe la suya, la una sobre la otra— la casa es apenas una página en blanco a la espera de una colección de objetos y de voces que la novia intuye o selecciona; ha pensado ya en las baldosas de la sala y asegura que serán distintas a aquellas de la terraza donde jugarán los niños que el vientre con un fervor discreto pero no desapasionado, ambiciona y presiente. La sala será rectangular, alargada, y en las paredes se colgarán pinturas, gobelinos, una última cena, un paisaje de verdes montañas y cumbres coronadas de nieve; en esta otra pared, un poco más alto, con una pequeña repisa de madera, estará el Sagrado Corazón de Jesús con su mano herida y abierta, y muy cerca de la imagen, una vela encendida; alguna vez, en los primeros años que serán siempre los más felices, querrá colgar una Gioconda pero alguien le dirá que ese cuadro trae mala suerte, que si tiene una hija no podrá casarla porque tal es la maldición que la pintura genera, y ella —tan celosa de los anatemas— se decidirá por otros motivos: un alegre bebedor que en su inmediato lenguaje será siempre el viejo borrachín, y un príncipe Baltasar que será traducido como el niño sobre el caballo. En una tarde próxima —la novia de esta foto todavía lo ignora— enseñará esa pintura a su pequeño hijo, mientras lo carga sobre su brazo izquierdo —el dedo estará levantado— sin saber que en ese momento ella también reproduce un antiguo motivo pictórico.

A mano izquierda, la sala se desviará hacia un cómodo estudio con una biblioteca empotrada en la pared. El modelo de tal estancia está en su cabeza pero ella sabe que será imposible reproducir el viejo estudio de la casa de sus padres, podría sí tener allí el globo terráqueo, los atlas y las enciclopedias, los diccionarios empastados, el descuadernado Larousse. Sería tranquilizante ver a su marido sentado en ese estudio, leyendo un periódico o resolviendo un crucigrama mientras ella tendida sobre un largo sofá ojearía una revista llamada Buen Hogar, acaso Vanidades. Imagina ese sofá de un color pardo, un Luis XIV o Luis XV, el par de sillones, la alfombra persa con un tigre de Bengala, una mesa de centro —hay unas en formas ovaladas que te quedarían divinas— una mesa esquinera, un par de repisas para colocar los vasos, un seibó de patas torneadas. No será fácil decidirlo pero en uno o dos años esas mesas sostendrán dos patos de porcelana, un elefante con la trompa levantada, una pareja de viejos campesinos, jarrones de Murano, ceniceros, huevos de piedra, portarretratos en marcos dorados, una bailarina con los brazos levantados, y aunque la novia tendrá que esperar un tiempo la moda de las matas y los arbustos en la misma sala, ya presiente ella el cambio de decoración, la modificación de los colores y de los mismos cuadros, la proliferación de extraños objetos, la irrupción de los helechos frondosos al lado de las antigüedades. Algo cambiará en las mesas, en el marco de los retratos y en el vestuario mismo pero mientras esas tendencias no estén legitimadas, ella optará por dejar los helechos y las enredaderas y también las pequeñas materas colgantes que tienen hojas en formas de corazones en los predios del patio. Allí tal vez —si ella consentía— su marido colgaría la jaula de los pájaros, el turpial que los despertaría en las mañanas y que sus hijos mirarán enternecidos y que tiempo después ya no recordarían. La sala —si eso fuera posible— tendrá una puerta de madera bien labrada con un pomo dorado. Por allí podrían entrar al dormitorio: un amplio cuarto con una cama de madera y un crucifijo en la pared, encima de la cabecera. La cama será amplia —sus hijos se tenderían en ella, jugarían y saltarían en las mañanas de domingo— con dos mesitas de noche a cada lado y sobre ellas sendas lámparas que casi nunca se encenderán. De las mesillas, al conjuro de la necesidad, se abrirían dos o tres cajones, ella guardaría allí velas y fósforos (cortarían la luz eléctrica en las noches y tal vez uno de sus hijos lloraría, entonces ella abriría ese pequeño cajón y a tientas sacaría la vela y los fósforos y colocaría aquélla en un candelabro de aluminio), un libro de oraciones, un rosario, una pequeña estampa de José Gregorio Hernández, otra de la Virgen del Perpetuo Socorro; en una caja estarían los recibos de luz y agua, y en otra más pequeña, forrada tal vez de un terciopelo ajado, se depositarán las agujas, los botones, las correderas, las muestras de las telas; al lado de ésta, un cofre de madera que regalará a su hija y también allí todas las cosas que nunca se decidiría a botar porque, pensaría, en algún momento pueden ser importantes y casi siempre resultan serlo luego de ser arrojadas del íntimo lugar donde han reposado por años. En otro cajón estarían las medicinas, los remedios para los niños, Asawin y Commel, un termómetro, una crema llamada Numotizine, un frasco de Vick Vaporub, sobres de Mejoral y Sal de Frutas Lúa, ungüentos, merthiolate, algodón, alcohol antiséptico, Benzetacil, Tetraciclina, Tromasin. Ella desearía nunca abrir ese cajón pero sabe que la enfermedad visitará a los niños, que toserán en las noches, que tendrán golpes en la frente, amígdalas inflamadas, raspaduras en las rodillas, fiebres con pequeños delirios. Imagina también dos cajones en la mesa paralela, serán del dominio del esposo, allí guardará papeles, documentos, escrituras, un libro de contabilidad, una pistola descargada, un estuche, una revista, una caja con estampillas.

 

Así también tendrán que repartirse el clóset empotrado en la pared: un territorio para sus vestidos, sus sedas y sus más íntimos encajes; otro lugar para las blancas camisas del esposo, sus pantalones, sus medias, sus blancos pañuelos marcados con las iniciales FG, letras que se entrelazarán en el bordado y formarán algo así como una marca estimada. Ella abrirá ese clóset, sus rincones llenos de florituras, un lugar para las blancas sábanas, y desde entonces calificará como anacrónico el viejo escaparate de su madre —con espejos en las hojas de las puertas y bolitas de naftalina en el interior— que se disponía de manera triangular sobre la esquina de las paredes del amplio cuarto —una hipotenusa de madera con sus dos catetos de concreto— de tal manera que en un oculto más allá, donde ella nunca se escondió, se acumulaba el polvo del tiempo y de la calle, y era entonces necesario mover el armatoste para pasar una escoba que espantaba las motas, el mugre y los huevos de lagartijas y salamanquejas. El clóset tendría también un espacio casi inalcanzable, un lugar elevado donde se guardarían las grandes y pesadas valijas de cuero, los álbumes de la familia —y este sería el primero—, juguetes ya superados, vajillas que nunca se sacarían, ni siquiera en ocasiones especiales, pero sobre todo el verde cofrecillo de metal donde guardaría sus joyas, las gargantillas antiguas que su propia madre había heredado de la abuela, los collares, las cadenas, las perlas, los rubíes y los zafiros, los dijes y las sortijas con incrustaciones diamantinas, los semanarios, las pulseras y otras prendas que vendrían a posarse sobre su cuerpo, algunas de las cuales tendría que pagar a plazos. Hasta ese lugar tendrá que empinarse ella, y bajará las valijas y el mismo álbum que aquí se narra un día que la sonrisa de esta foto no presiente pero que está tal vez en la insegura mirada del novio, y entonces ella desocupará el lugar y sentirá detrás de sí los ojos de su hija a quien apenas podrá explicar el motivo y las causas, el antiguo dictamen que originará la más persistente de todas sus caídas.