El hombre de la cámara mágica - Pedro José Badrán Padauí - E-Book

El hombre de la cámara mágica E-Book

Pedro José Badrán Padauí

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Beschreibung

Retrata tu hotel y retratarás el universo. Así piensa el fotógrafo Tony Lafont, el protagonista de esta novela, un tipo que cree encontrar (o encuentra) en cada persona y en cada objeto trivial las señales de una verdad cósmica. De más está decir que esta obsesión absorbe su existencia. Por eso todo cuanto le importa transcurre en el hotel de Cartagena de Indias y sus alrededores. Las polaroids sacadas por Lafont son portales abiertos a los misterios que esconden las habitaciones desvencijadas, los trabajadores del establecimiento, sus ocasionales visitantes. Todos los personajes tienen su turno en esta danza, que a veces es macabra pero otras tiene su cuota de euforia –y lo más atrapante: suelen ser las mismas veces–.

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Seitenzahl: 288

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Pedro José Badrán Padauí

El hombre de la cámara mágica

 

Saga

El hombre de la cámara mágica

 

Copyright © 2015, 2022 Pedro Badrán and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726998092

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El inventario no recoge más que el mundo que se tiene al alcance de la vista y después han de sumarse también las cosas que uno no puede ver.

Cees Noteboom, En las montañas de Holanda

Diarios de hotel

Hay cosas buenas de estar enfermo. Por ejemplo, mirar el techo de esta habitación, las grietas y la pintura vieja, la pared descascarada, las figuras que dibuja la humedad, imaginar una vieja gotera que alguna vez cayó sobre esta pieza abandonada. El agua siempre busca por dónde correr. En eso se parece a los caballos. Cerca del techo donde la pintura se descascara hay un perfil de bruja que me mira de reojo. Más de una vez le he preguntado qué me miras y ella no responde, aunque a mí me gustaría que respondiera. A veces por la noche he pensado la respuesta. Pero no es que la bruja hable, sólo suelta una risita baja, un je je jé, que me asusta. Después la oscuridad se la traga y yo me río de la bruja y de mí mismo. Encima del marco de la puerta se levanta un elefante con cresta de gallo y pezuñas de cerdo. No sé si siga siendo un elefante, con la cresta y esas pezuñas. Pero la trompa y las orejas sí son de elefante. Es como observar nubes en el cielo y encontrar caballos y dragones. También caballos con la lengua afuera y las patas levantadas.

Me había acostumbrado al moho y al salitre, al olor de este colchón de rayas negras y rojas, al que se le salen las tripas por los costados, pero no a las figuras del techo, ni a las grietas de las paredes, ni al silencio que puede ser lo más ensordecedor. Zumban los oídos como asamblea de grillos y la cabeza arde. La fiebre es trance ingrato y si no me duermo me da por pensar más de la cuenta, de una manera bien extraña, con la mente, los huesos y la sangre caliente. Pensar lo que pensaba en otro momento cuando todavía era el muchacho recién llegado que vendía búhos de alambre para la buena suerte. Me esfuerzo por escuchar las olas del mar contra las rocas y no sé si las imagino o en verdad se estrellan en los espolones de allá afuera.

Lo mejor fue sentir a Centella, su galope en el pavimento de la avenida, como una caricia para mis oídos, como uno de los masajes de Karen, masajitos, dice ella, y el sonido de los cascos me alcanzaba en lo más hondo donde Karen no puede llegar con sus manos. Como esa botella de agua que me trajo, unos sorbos frescos en mi garganta raspada. Si algún día tengo dinero voy a comprarme un caballo como Centella y por las noches cabalgaré por la playa y luego mar adentro, un caballo en el mar buscando el horizonte, un caballo Jesucristo galopando sobre las aguas y yo de jinete, escuchando cómo suenan los cascos sobre la espuma.

Fue la malabarista la que me dio las señas de este hotel.

A ella la conocí en el parque Bolívar donde yo vendía mis búhos de alambre, pulseritas de hilo con la bandera colombiana, collares con bolitas de vidrio, ganchos y peinetas de carey. Todo para los turistas. Estaba sentado al lado de mi mercancía y ella lanzaba sus aros al aire, atrapaba uno con su mano derecha, soltaba el otro con la izquierda y luego volvía a agarrar el que venía cayendo.

Uno de los aros siempre estaba en el aire. Verde, rojo. Y azul.

Me gustaba más el verde porque el rojo y el azul estaban descoloridos. Todavía los estoy viendo y a veces sueño con ellos, y luego veo el brazo de la malabarista o el mío, entrando por el vacío de los aros. Todo lo que cabe allí. La malabarista me dijo que mirara a través de ellos, la muralla, la catedral, las palmeras del parque, el cielo. Y mientras lo decía me estaba mirando a través del aro.

Cuando terminó su número dio una vuelta entera, se inclinó como si estuviera en un circo e hizo una reverencia. En la espalda le vi el tatuaje: una mariposa negra con las alas desplegadas. Comenzó a pasar un bolso de tela y a decir muchas gracias, muchas gracias, respetable público, gracias por su colaboración. Le daban puras monedas.

Ahora nadie da billetes.

Se sentó muy cerca de mí, la espalda contra la base del monumento, la cabeza justo debajo de esa frase que decía Si Caracas me dio la vida, Cartagena me dio la gloria. Arriba estaba el caballo con una pata levantada. El jinete también se había quitado el sombrero pero nadie le daba un peso. Se notaba que había terminado de hacer cabriolas con su caballo y el pobre estaba pidiendo plata. La malabarista estaba al pie del pedestal y por un instante pensé que el caballo iba a soltar unos cagajones sobre su pelo amarillo.

Flaca, flaca. Con los huesitos de la clavícula que se notaban bajo la piel, culito de avispa, olía a tierra y a sudor. Le salían pelos de los sobacos y tenía algo de maquillaje, los labios pintados de rojo y una sombra azul en los párpados.

Le dije que no tenía dinero pero que le podía regalar un collar o una manilla.

O un búho de la buena suerte.

Se acercó toda fresca y le ofrecí un cigarrillo, el último que tenía, y le dije que nos lo fumáramos entre los dos. No se lo dije mirándola sino apartando la cara para hablarle, porque hacía rato que no me lavaba los dientes. A veces me metía al mar y hacía buches de agua salada, me soltaba el moño que siempre llevo amarrado con un caucho. El mar nunca estaba limpio. Una vez me metí bien adentro y descubrí una mancha de aceite. El agua y el aceite. Por eso no me había vuelto a enjuagar la boca en el mar. Y menos el pelo. Pero no me lo iba a cortar así estuviera sudando. Tampoco me importaba mucho lavarme los dientes porque también a la malabarista la boca le hedía. Lo supe cuando me dijo que a ella le gustaría caminar sobre una cuerda tendida entre las palmeras del parque.

—La palabra para eso se me olvidó. Mi hermana sí se sabía esa palabra. Algo así como equilibrista pero no es esa. Y ni modo de buscarla en un diccionario porque ni siquiera sé por qué letra comienza.

Antes trabajaba con un amigo cantante que se sabía todas esas cosas.

Cantábamos en los buses, él tenía una guitarra y yo un par de maracas. Una noche de Navidad entonamos una melodía bajo un edificio que se llama Eldorado y desde un quinto piso nos llovió un billete de veinte mil. Y un hombre se asomó al balcón y nos gritó: qué monstruos de la canción moderna, carajo, ni Raphael los supera, pero los veinte mil pesos son para que no sigan cantando y se vayan a joder a otra parte. Y obedecimos. Esa noche nos comimos un pollo frito y en la última presa mi amigo dijo que el mundo de la música era muy duro. A los pocos días nos abrimos y él se quedó con las maracas.

Pero tal vez ella no me estaba prestando atención. Sólo quería caminar sobre esa cuerda tendida entre las palmeras del parque. Cuando terminé el cigarrillo comencé a verla allá arriba, haciendo equilibrio con los brazos abiertos, casi como una crista redentora, mucho más arriba de la estatua. Y la gente acá abajo la miraba y ella encima del jinete con el sombrero lleno de monedas.

—No es un sombrero —corrigió ella— es un tricornio.

¿Un qué?

Un tricornio.

Le dije que iba a averiguar cómo se llamaban las personas que caminan sobre las cuerdas. Y un día, en la playa, le pregunté a un hombre calvo, pero él tampoco sabía la respuesta. Fue la vez que salí a vender billeteras acuáticas, el día que me empezó la cagalera.

Pasó un vendedor con un barril lleno de hielo, agua en botella, cerveza en lata y refrescos. Compramos una cerveza y empezamos a beberla. Pagamos con las monedas de ella y un billete de mil que yo tenía.

Las monedas sumaban más que mi billete pero a ella no le importó. Y a mí tampoco.

—A la gente no le gustan los malabares. Mejor dicho, sí le gustan pero nadie cree que deba pagar por verlos. Por muy buena que seas nadie te va a pagar bien.

Eso ya lo había oído antes.

Me bebía la cerveza más rápido que ella. Igual, no era que a ella le gustara. Le dije que con esa lata de cerveza haría un búho y cuando nos viéramos otra vez yo se lo regalaría. Pero ella estaba distraída. Miraba las mariamulatas del parque, negras, negrísimas, con las plumas que brillaban al atardecer. Compró una bolsa de agua con una moneda de doscientos pesos. Se tomó el último sorbo de la cerveza y dijo que se iba. Tomó los aros y pasó el brazo por ellos, hasta que se acomodaron sobre su hombro.

Rojo y azul. Y el verde en la mitad.

Le pregunté si iba a volver al día siguiente por el parque y me dijo que no. Cuando se estaba yendo volví a verle la mariposa tatuada en su espalda.

Algo raro debió cruzar por su mente, porque entonces se volteó, vino de nuevo hacia mí y me preguntó dónde me estaba quedando. Si no me lo pregunta yo no estaría ahora en esta habitación, mirando las figuras en el techo, y tampoco habría ido a la playa a vender billeteras acuáticas y a preguntar cómo es que se llaman esas personas que caminan sobre una cuerda. Tal vez ahora no tendría esta fiebre ni esta maldita diarrea y no estaría conversando con la bruja de la pared, oyendo el galopar de Centella por las noches. Ese es el orden de las cosas. A lo mejor tampoco habría conocido a Charlie ni sabría de Centella ni del Blaki, ni de los masajes de Karen, ni de toda esa historia de Tony Lafont. Lo que ahora quiero es que ese fotógrafo venga a sacarme la instantánea, para poder irme tranquilo de este hotel.

Y volveré a dormir en la calle como antes. Tal vez entonces ya se me haya pasado la churria.

No era la primera vez que iba a quedarme en la calle. Al fin y al cabo nunca hacía frío. Del mar venía esa brisa que movía las hojas de los árboles. Otras noches había dormido en ese parque y me gustaba escuchar la fuente de agua golpeando sobre la piedra. Sólo que a veces pasaba un vigilante, me veía dormido sobre el banco de cemento, me tocaba la cabeza con el bolillo y me decía: esto no es un hotel. Como si el parque fuera suyo.

O me pedía papeles que yo no tenía.

Al amanecer me lavaba la cara en el agua de la fuente. No llevaba mucho equipaje: mi morral de tela, con la mercancía y las herramientas, tres billetes de mil, ocho monedas de doscientos y tres de cien. Eso era todo. Unos días eran mejores que otros pero la malabarista tenía razón. Nadie sabe apreciar un trabajo artístico. Porque lo mío no es artesanía, ni siquiera arte, los búhos que yo vendo son objetos sagrados, casi milagrosos. Si alguien me compra un búho, la suerte le cambia.

Yo no me preocupaba por la suerte cuando la malabarista dijo:

—Te puedes quedar en un hotel que yo conozco, frente a la playa.

¿Un hotel?

—Charlie, el recepcionista, es amigo mío y no te va a cobrar. Al menos no te cobra la primera noche.

Y me dio una fotografía que sacó de su bolso.

Las luces del parque ya se habían encendido y pude ver el cangrejo sobre la roca. La verdad fue que me dio trabajo reconocer al animal porque la foto estaba descolorida. Pero algunas gotas de agua resplandecían sobre la imagen.

La malabarista me dio las señas y dijo que sólo tenía que caminar por la avenida un par de kilómetros. O tres. Soy malo para calcular, no como Charlie que se la pasa haciendo cuentas. Y dice que es bueno para los números. Alguna vez me dijeron que pesaba cincuenta y ocho kilos pero no sé cuántos son cuatro libras o siete kilómetros. Esta habitación tiene tres por dos. Eso fue lo que me dijo Charlie y yo le pregunté: ¿Y cuánto pesa esta habitación? Y él me respondió: eso depende de la temperatura.

—No se te vaya a olvidar mostrar la instantánea.

Yo quería darle un búho pero ella lo rechazó y entonces le regalé una manilla con la bandera colombiana. Se la puso en la muñeca izquierda. Quería que viniera conmigo y me acompañara pero se despidió cerca de la muralla rota. Hizo un puño con su mano derecha y sentí sus nudillos contra los míos. Me dijo que iba a caer en el hotel en un mes o dos, cuando encontrara a Tony Lafont.

¿A quién?

—A Tony Lafont, el fotógrafo.

Fue la primera vez que escuché ese nombre.

En ese momento ni me interesaba saber quién era él y tampoco me pregunté por qué la malabarista lo estaba buscando. Sólo quería recordar que el recepcionista se llamaba Charlie y que no me cobraría la primera noche en el hotel. De todas maneras, no pensaba quedarme mucho tiempo.

Tal vez debí decirle a la malabarista que la iba a acompañar a buscar a ese fotógrafo. Pero ella no me dio tiempo. Me dejó allí plantado. Y con las ganas que tenía de fumarme un cigarrillo con ella y de ver otra vez su mariposa tatuada en la espalda.

Me cubría el cuerpo con las sábanas, arrodillada yo sobre la cama y él diciéndome no mires la cámara, Claudia Soraya, no estoy aquí, sólo estás tú, sólo tú, pero piensa que alguien entra y te sorprende, así, así, tienes que entreabrir los labios, no me mires, no vayas a mirarme, y me divertía eso de ser modelo, jugar a la actriz, seguir sus indicaciones y casi enseguida contemplarme en las instantáneas reveladas, detenida para siempre, de alguna manera inolvidable y a la vez intrascendente, porque a decir verdad las fotografías no eran gran cosa, pero a Tony le tenía sin cuidado eso, porque siempre decía no se trata de hacer retratos tradicionales o postales del atardecer, yo estoy en otro cuento, algún día te diré lo que son mis instantáneas, y me leía un párrafo de su cuaderno, y no es que yo quisiera ser modelo o salir en la portada de una revista, sólo sabía que me gustaba el mar, sumergirme, bucear, caretear, nadar, flotar, pero sobre todo bucear y caretear, era otro planeta allí abajo, todo en silencio con alguna música de burbujas, el coral cerebro, las tortugas y los pulpos, las bailarinas de colores y las ballenas jorobadas que cantan en el océano, me gustaba el mar por dentro y por fuera, estar bronceada y verme esa parte de la piel resguardada del sol, bajo las delgadas tiritas del bikini, comparar las tetas blancas en el espejo con todo mi cuerpo moreno, cada vez más negro, regresar y lucir el bronceado, las trencitas con chaquiras de colores, el vientre que Tony llenó de arena cuando el bronceador se estaba acabando, había un delfín en la caja y una mujer con un sombrero de paja tendida en la playa y Tony le tomó una foto a la caja, instantánea número cuarenta y ocho, por acá no llegan ballenas, me dijo, y aunque alguna vez él me contara que de niño había visto delfines saltando sobre la superficie del mar, yo no le creí, quizás estaba tratando de impresionarme y le dije que debía conseguirse otra cámara, algo más profesional, estudiar fotografía, una cámara que incluso pudiera tomar fotos debajo del agua, yo misma lo acompañaría y tal vez trabajaríamos juntos, ¿has oído hablar de Jacques Cousteau?, y cuando le insistí con lo de la cámara, primero se quedó pensativo pero al rato me contestó con ese aire de suficiencia que se gastaba, lo importante no es la cámara sino el fotógrafo, y me dejó callada, qué podía decirle, de todas maneras yo nunca le iba a regalar una Canon y tal vez en uno o dos años se le pasaría esa obsesión por las instantáneas, ¿y es que tú te vas a pasar la vida tomando fotos?, no, no, sólo diez años, eso es lo que necesito, tres mil seiscientas cincuenta y dos fotos, y lo decía todo serio, no, no te lo creo, Tony, y él me dijo ya llevo cinco años pero no he tomado una foto todos los días, así que pueden ser doce años, ¿si me entiendes?, no, no lo entendía pero era mejor así, y todo empezó con un cojincito de champú que él me regaló y siguió con mi gancho para el pelo y las pulseras de coral, instantáneas de objetos personales, dijo, pero no quería que yo tuviera trenzas, te ves mejor con el pelo suelto, requeté reseco lo tenía, debía lavármelo, echarme un poco de ese rinse que se me había olvidado comprar, insertos, esa fue la palabra que utilizó, como un close up, pero no es lo mismo, ¿sí me entiendes?, como la pasta dental que ahora está de moda, a mí la que me gusta es Colgate, ¿sabes lo que es un inserto?, no, yo no sabía qué era un inserto, y mucho menos una disolvencia, pero le seguía la corriente y Tony me lo explicaba acercando su cámara para que los vellos púbicos, no los públicos, estuvieran en la foto, sólo basta una letra para cambiarlo todo, como la historia bíblica de Abram y Abraham, dijo él, o como la Purísima Virgen María, dije yo, ¿qué pasaría si le cambiáramos la R por la T?, y Tony se echó a reír y me llenó el vientre de arena, el ombligo, los muslos, inserto número dos de Claudia Soraya Rico, y yo posaba, a veces en el patio de los almendros o en la habitación 109 que era la mía, o en la 301, la del pintor, olorosa a trementina, llena de bocetos, óleos inconclusos, y no había acabado de instalarme cuando me cayeron nativos y turistas, huéspedes y muchachos del barrio que se morían por coronarme, invitarme a la playa y martillarme, así era como decían, martillar a las turistas, como ese amigo suyo que se llamaba Lascario Valverde y tenía mucha suerte con las gringas que llegaban al hotel, era huesudo y alto, se metía mar adentro, en lo hondo, detrás de las piedras, para que las mujeres se agarraran de su cuello y cuando ellas no alcanzaban tierra se abrazaban a su cuello y él aprovechaba para martillarlas, la noche de la fiesta Tony le tomó una foto bailando con esa sueca desabrida que se llamaba Christina Larsson, la que decía que los colombianos estaban locos y por eso le gustaba este país, todos están locos y el más loco es el fotógrafo, la escuché decir en buen español, y yo que quería aprender inglés, nunca pude, jelo míster, ¿jawaryú?, y fue cuando Tony me dejó sola en la mesa y se dedicó a tomar fotos, porque la sueca no bailaba bien y trataba de seguirle el paso a Lascario, tampoco era que Tony bailara bien, ni siquiera se quitaba la cámara para bailar, sólo para meterse al mar conmigo, como aquella noche, aquellas noches, ¿cuántas fueron?, ¿dos o tres?, no más de cuatro, creo que me estoy olvidando de contar, en todo caso cuando lo conocí me dije, necesito a alguien que pueda acompañarme a la playa o a la ciudad vieja, y este morenito tan gracioso me puede servir, lo pensé, qué culpa, aunque a él no le gustaba salir del hotel, hay un universo aquí dentro, un sistema solar con planetas que se pueden dividir en habitaciones, objetos y personajes, eso era lo que decía, la verdad es que tal vez no tenía plata para invitarme, lo único que quería era retratar a la gente con esa cámara Polaroid que nunca se quitaba, bueno, se la quitaba cuando nos metíamos al mar, ¿cuántas veces?, no, no puedo recordarlo, en todo caso la dejaba en la recepción o sobre las piedras, como esa última vez de madrugada, y dos días antes estábamos sentados en las canoas volcadas sobre la arena, y me había pasado el brazo, dejaba caer su mano sobre mi hombro izquierdo, mi piel delicada por tanto sol, ardían mi espalda y mis hombros pero no mi vientre, mirábamos el atardecer y volvíamos la cabeza para mirar el hotel, él decía algo y yo lo escuchaba, ajá, a veces me reía, ajá, y lo miraba, ajá, el perfil no lo favorecía mucho, tenía la nariz demasiado grande y unos pelillos sueltos en la barba, sus ojos gateados y el pelo revuelto, no tan churrusco ni apretado, y no tenía granos ni cicatrices en la cara, y me gustaba su forma de hablar, su piel acanelada, a veces se ponía más negro por el sol, la mirada y la sonrisa de dientes blancos, me estaba derritiendo por ese culicagado que pronunciaba palabras como insertos, close up, sinécdoque, panorámica, disolvencia y revelado, y otro montón de cosas que ya no recuerdo, primerísimo plano tal vez, Marlon Brando, Don Vito, Michael y Santino Corleone, ¿no has visto El Padrino?, ya me lo imaginaba dentro de mí aunque era yo quien lo dirigía, como a mí me gustaba, lo quería hacer después de mucho tiempo, metida en el mar, devorándolo, de alguna manera usándolo con algo de falso pudor, Tony, Tony Lafont, lafontony, el hombre de la cámara mágica, muchas gracias, porque yo viajaba por olvidar algo que no tiene caso siquiera mencionar y estar sola, sola, súper sola, tal vez encontrarme conmigo misma, aunque no creyera en eso, y cuando se lo conté Tony empezó a hablarme de un monje francés que había sido médico en Vietnam y había aprendido la doctrina zen, yo le tomé una foto, dijo, a él y a su mochila, la mochila del monje, es de las fotos que más me gustan, y el monje le había hablado del karma, del I Ching, de la reencarnación, y del sendero interior que había que recorrer para encontrarse con uno mismo, o con una misma, eso, algo así, pura mierda quizás, porque no sé si me encontré o me perdí en el hotel, tal vez ni lo uno ni lo otro, lo que puedo asegurar es que conocí a Tony Lafont y le escribí una postal a mi hermana, PD, conocí a un fotógrafo que se llama Tony Lafont y está más loco que una cabra, quiere fotografiar el universo con una máquina de instantáneas, ya te contaré, eso fue todo o casi todo porque hay más, era perfecta esa temporada, brisas de enero, creo, aunque ahora lo he olvidado, no, tal vez esa no sea la palabra, mejor decir todo se ha desvanecido, algo así, desdibujado, aunque no disuelto del todo, como la letra T de la palabra Hotel escrita en el muro de la entrada, y después un relámpago brilla en el horizonte oscuro del mar, como los ojos de Tony Lafont, la penúltima noche, felinos, sí, entre verdes y grises, como los de Fumanchú, el gato que vi cuando Tony me llevó a la recepción y me mostró el retrato de Madame Tricot, encima de los casilleros donde se guardan las llaves, el regato en el regazo que termina en el retrato, ¿te gusta?, ¿qué, el gato?, no, no, la expresión de la madame, ¿la expresión de la madame?, la verdad, Tony, es que me gusta más la cola del gato, yo ni siquiera estaba pensando en la expresión, ¿la cola?, sí, la cola del gato, ¿te imaginas Tony si las mujeres y los hombres tuvieran colas como los gatos, cómo las llevarían y cómo las adornarían, todas las cremas y ungüentos que habría que gastar para tener una cola distinguida?, menos mal que no tenemos cola, con el pelo me basta y no me lo he lavado hace tres días, me lo estaba acariciando en ese momento, una hebra que él también tocó, horquillas resecas, entonces fue cuando dijo que iba a conseguirme un cojincito de champú, ¿todavía venden cojincitos de champú?, le sacaría una foto, nunca había fotografiado un cojincito de champú, marca Silueta, en honor a ese francés que se le daba por hacer recortes del perfil de las cortesanas, dijo y yo no le entendí, y luego pronunció algo así como Silhouette, siguió con el gancho de carey y las pulseras de coral y la caja del bronceador con la mujer del sombrero de paja, instantáneas de objetos personales, anotó en su cuaderno, con fecha y hora, gancho para el pelo de Claudia Soraya Díaz Rico, y no hizo chistes con el Rico, como era la costumbre, Rico, Rico, como el caldo de gallina que venía en cajitas, me emputaba y me gustaba también, para qué lo voy a negar, todo dependía de quien hiciera el chiste, Rico, Rico, y antes o después fuimos a la playa a ver el atardecer y nos sentamos en las viejas y podridas canoas, ya no había pescadores en el barrio, pero las canoas seguían allí y caminamos sobre las rocas del espolón, cangrejos pequeños bañados por las olas, alcatraces y pelícanos que pasaban, el sol derritiéndose como yo, horizontes y crepúsculos que me gustaban, súper cursi, tal vez, estar allí, una muchacha que mira el mar, el atardecer, hasta que Tony hablaba, siempre hablaba más que yo, lo cual ya es mucho decir, todo mi trabajo puede reducirse a una sola foto, decía, o tal vez veinticuatro, una foto del hotel en cada hora del día, una foto de cada habitación a la misma hora durante trescientos sesenta y cinco días, todo cabe en esta cámara, te va a salir caro, le dije, el dinero se consigue, eso es lo de menos, ¿y cuántas fotos has tomado hasta ahora?, apenas llevo quinientas veintitrés, y ya debería tener unas setecientas cuarenta y dos, y miró el mar en silencio, respirando profundo y allí mismo me dieron ganas de besarlo, meterme con él bajo la canoa volcada sobre la playa, comérmelo, pero sólo caminamos, yo con las sandalias en la mano, pisando la arena mojada, hundiendo los pies, dejando que el mar los acariciara y él volviéndose de vez cuando para mirar el hotel y decirme, mira esta luz cayendo, ¿la ves?, sí, la estaba viendo y si él no me lo dice no la habría descubierto, todo hay que reconocerlo, porque Tony sabía mirar, ese resplandor en retirada ardiendo en las blancas paredes del hotel, por la noche se sentía el fogaje en los cuartos y, claro, era distinto cuando llovía y el sol se reflejaba en los charcos, no, no, yo no pude verlo en vivo y directo porque no llovió en esa temporada aunque él me mostró las instantáneas, charco I, charco II, charco III, y hojas caídas de los almendros, hoja I, hoja II, hoja III, pero también hoja I en el charco II, hoja IV en el charco III, y todo lo anotaba en su cuaderno.

En eso se la pasaba.

El hotel es como un cascarón vacío, a punto del escombro sin serlo todavía. Las paredes están descascaradas y las tejas se están cayendo a pedazos. Se puede mirar el cielo más allá de las vigas carcomidas. En las columnas se ven las varillas oxidadas como el costillar de una vaca muerta en la pradera. El viento hace golpear las ventanas contra las paredes y toda la noche se oye ese ruido, taquetá, taquetá. Me gusta ese ruido porque sé que es la brisa que viene del mar y no me siento tan solo en esta habitación. Taquetá, taquetá. Ventana contra pared. Taquetá, taquetá.

Pero si hay una gotera no puedo dormir. Por fortuna no llueve tanto. Una noche hubo un temporal y el cielo se llenó de nubes negras, como si fuera cayendo un velo negro sobre el mar. Y se desgajó uno de esos aguaceros que parecía que el mundo se acabara. Un diluvio de siete horas, con rayos y relámpagos. Nancy y Karen recogieron agua de lluvia en los calderos de la cocina. Y durante varios días siguieron cayendo goteras en los cuartos del segundo piso y en el bar-restaurante.

En este hotel ya no hay huéspedes, sólo inquilinos. A veces se asoman, saludan desde la puerta y preguntan: ¿ya se te pasó la cagalera? Y, claro, no puedo contestar que pasé una noche de perros, yendo al baño cada media hora, deshaciéndome por dentro, como si me rasparan la garganta y las tripas se quisieran salir desde el estómago. Todo desembocaba en el paladar, sabor de óxido viejo en la lengua, ganas de trasbocar, una serpiente reptando por mi estómago. Y a veces me desangraba porque la mierda venía en tonos rojizos como los gargajos de Charlie. No tenía fuerzas para levantarme pero me apoyaba en las paredes y a tientas encontraba el baño, debajo de la escalera. Allí me convertía en manantial de mierda líquida, cagadas cósmicas y siderales, récords mundiales, olímpicos y panamericanos. Y al regresar al cuarto las piernas no me obedecían pero veía el nueve caído, convertido en seis, y entonces reconocía mi cuarto y otra vez de cabeza al colchón, tratando de escuchar el rumor de las hojas de los almendros mecidas por el viento, los pasos de Nancy en el segundo piso, tal vez el maullido de una gata en celo.

Nancy es la mujer de Charlie y es ella quien me cuida la fiebre cuando Karen se va. Flaca, a punto de arrugarse como un pergamino, tiene la nariz ganchuda y una verruga cerca de los labios. Es de esos seres que se interesan por las medicinas y las enfermedades. A veces le duele todo y quiere que Charlie se compre unas gafas o se tome un jarabe para la tos. Le gusta el tema. Prepara tomas de toronjil y hierbabuena, y cuando alguien habla de remedios caseros o de enfermedades ella está atenta para meter la cucharada. Hace unos días entró a mi habitación y me dijo que los hombres eran unos cobardes cuando estaban enfermos. Me lo dijo como insultándome. Entonces me trajo un viejo sobrecama para que yo sudara la fiebre pero, apenas me dejó solo, lo arrojé al pie del colchón. Alguien le dijo una noche que la marihuana era buena para el reumatismo y Nancy pensó que tenía que fumársela pero Charlie le aclaró que debía machacar las hojas y las semillas, ponerlas en alcohol y frotársela en el cuerpo.

Una mañana, antes de enfermarme, le pregunté si la malabarista ya había encontrado al fotógrafo. No sé por qué le pregunté eso pero era como si empezara a pensar que mi churria acabaría cuando Tony Lafont regresara a este hotel para sacarme la foto. Y quizás sea eso lo mismo que piensen otros inquilinos. Ellos también quieren una última instantánea. Después Charlie podrá morirse de un ataque de tos y la malabarista seguirá haciendo sus números en el parque, sin preocuparse por encontrar otro fotógrafo como Tony Lafont.

También se lo pregunté a Charlie pero de otra manera. ¿Por qué la malabarista anda detrás de ese fotógrafo? Y Charlie me dijo: tal vez Tony deba contarle algo. ¿Y hace mucho que lo está buscando? Charlie se demoró en responder pero lo hizo sin dejar de fumar su calilla barata. Hace rato, compadre, y lo peor es que ni siquiera lo conoce. Y después de un silencio que aprovechó para soltar el humo agregó: ella lo va a encontrar, te lo aseguro, eso se da por descontado.

Yo esperaba que Charlie se equivocara y hasta puedo decir que una de las razones por las que me quedé a vivir en este hotel fue para poder decirle te equivocaste, Charlie, la malabarista no lo encontró, quién sabe qué será de la vida de ese fotógrafo, de todas maneras a nadie le importa. Y tal vez Charlie habría respondido: a mí me importa y a la malabarista también, a todos los del hotel nos importa eso. Y yo me quedaría callado o tal vez le sonreiría como un estúpido.

Ahora estoy de acuerdo con Charlie y menos conmigo mismo. De todas maneras, él y yo nunca sostuvimos esa conversación. Eso sólo ocurría en mi cerebro. O en la mente. Hay que saber diferenciarlos, me dijo mi amigo cantante. La mente es una cosa y el cerebro, otra. Pero a veces creo que no hay ninguna diferencia.

La noche que llegué al hotel pensé que era una de esas casas abandonadas donde a veces se meten los indigentes o los artistas callejeros como yo. Ni siquiera había luces en la avenida, todo estaba oscuro, pero adentro se escuchaban voces, una que otra risita de mujer y frases entrecortadas. La reja de la recepción estaba asegurada con dos candados y una cadena de hierro que se enroscaba como una culebra. Traté de abrirla, como queriendo que cediera para meter primero la cabeza y luego el cuerpo. Desde adentro alguien que salía del baño me dijo:

—La entrada es por el otro lado, por el corredor de los bañistas.

Era una voz de mujer.

Recorrí un pasillo encharcado y oscuro y llegué al patio donde estaban reunidos los inquilinos. Una ráfaga de luz me encegueció y yo levanté la mano para cubrirme.

Charlie estaba descamisado, sentado en su mecedor de madera, iluminándome con su foco de mano. Me preguntó si yo era hippie y le dije que sí pero que también era artesano y vendía búhos para la buena suerte y manillas de hilo con la bandera colombiana.

Los hippies ya no son como antes, dijo.

Le mostré la instantánea del cangrejo y él la examinó.