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Nueve relatos confluyen en esta novela policial negra atípica, que gira alrededor de la figura del funcionario judicial Ulises Lopera. Un detective insólito y antiheroico para casos que a veces se inspiran en anécdotas y mitos urbanos escuchados por el autor. Los enigmas criminales a desentrañar se relacionan con distintos momentos en la vida de Lopera, desajustado pero sumergido en esa realidad. El humor ácido y algunos arrebatos místicos van a la par de una extraña comprensión afectuosa hacia los personajes, entre los cuales aparecen varios memorables (como la Margarita del título).
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Seitenzahl: 125
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Pedro José Badrán Padauí
Saga
Margarita entre los cerdos
Copyright © 2017, 2021 Pedro Badrán and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726998085
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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¿Dedicatoria?
Antes de irme a prestar servicio militar, mi abuela me regaló la cadena con esa cruz de hierro que se enfriaba en mi pecho. Era una cruz que apenas cabía en el puño cerrado de mi mano. A veces saltaba cuando yo hacía flexiones o trotaba sin la guerrera.
Me gustaba sentir su golpe de metal sobre la piel.
—Con esta cruz no te va a pasar nada —dijo y me echó una bendición tocándome la frente, el ombligo y los hombros—. Frótala todas las noches y verás cómo Jesucristo te protege.
Mi abuela y mi hermana lloraron cuando me despedí, pero mi padre dijo que en el cuartel iba a hacerme hombre.
—Ni se regale ni se niegue, pero sobre todo pórtese como macho —me dijo, antes de llevarme a la base militar del Veinte de Julio.
Aguanté todos los ejercicios y las humillaciones de los superiores y descubrí que tenía muy buena puntería. Aquello fue como un don inesperado que me hizo ganar el respeto de los demás. Un dragoneante me agarró buena voluntad y siempre me ponía de ejemplo entre mis compañeros, algo que a mí no me gustaba.
Después de dos meses me asignaron a un batallón en San José. Era zona roja y a nosotros se nos encargó patrullar los alrededores del pueblo, asediado por guerrilleros. En el batallón había un cabo antioqueño de apellido Giraldo que tenía una Biblia de pasta negra, protestante, y a veces me la prestaba para leerla por las noches.
El cabo había estado en combate y tenía una vieja cicatriz en el hombro que para nosotros valía más que una medalla. Pero tras pasar muchos meses en las selvas del Caquetá sufrió algo así como un estrés y por eso había comenzado a leer la Biblia. Ahora se sentía más calmado y quería convertirse en soldado profesional y servir a la patria.
Le gustaba recordar el salmo 23 y una noche me contó la historia de Nabucodonosor, un emperador que se volvió loco y se creía hombre lobo. Yo leí la historia de Nabucodonosor y también la del profeta Daniel en el foso de los leones. Y antes de dormirme frotaba la cruz de hierro, tal como me había dicho mi abuela. Y pensaba que un profeta como Daniel debía tener una cruz parecida.
Pero el hecho de leer la Biblia no me impidió ir a los bares y tomarme una cerveza con mis lanzas del batallón. El cabo Giraldo era quien nos instruía y sabíamos que con él estábamos seguros, aunque apenas tuviera unos pocos años más que nosotros. Mirábamos a las meseras de pelo indio, las agarrábamos y les preguntábamos cuánto valía una noche con ellas, pero no teníamos dinero con qué pagarles.
Los sábados por la tarde bebíamos sin el uniforme, así todos en el bar supieran que éramos soldados. Y tal vez en las otras mesas había guerrilleros, también vestidos de civil, haciendo inteligencia. Una vez entré al orinal a descargar la cerveza. Tuve que correrme para darle espacio a otro cliente que también venía a mear. Y el rabillo de mi ojo se cruzó con el rabillo del ojo del tipo, y ambos sonreímos. De inmediato intuí que era un guerrillero.
Una madrugada dos carros bomba estallaron en la plaza principal del pueblo y nosotros entramos en acuartelamiento, pero después de un tiempo todo volvió a la calma.
En el batallón se comentaba que mejor era morir que ser secuestrado por los guerrilleros, como les había pasado a los soldados de Las Delicias y Patascoy. Pero presentía que nada de eso me iba a suceder porque yo tenía esa cruz de hierro y mi abuela estaba rezando por mí. Entonces me dormía tranquilo.
Tres días antes de mi primer combate, el cabo me pagó una noche con una puta, cuarentona y rolliza. La mujer era más alta que yo, con las tetas caídas, los gordos y las cicatrices de viejos embarazos en la barriga. Parecía venir de otra parte porque su pelo era castaño y crespo, no negro y liso como el de las indias. Tenía además las caderas anchas y generosas.
Cuando estaba encima de ella, me levanté un poco para mirar su rostro, buscándole un poco el sentimiento. Tenía los ojos cerrados y una mano debajo de la cabeza. Con la otra me abrazaba por la espalda, sin mucha emoción. La cruz de hierro le golpeaba una y otra vez sobre las tetas y la barbilla, pero ella no decía nada. Tampoco parecía importarle. El caso es que me quedé dormido, así el cabo Giraldo me hubiera advertido que debía regresar a la base antes del toque de diana, que era como a las cuatro.
Entre sueños me acordé de esa orden y me vi corriendo desnudo para formar filas en el patio. Pero ni siquiera el cabo Giraldo parecía notar mi desnudez. Sólo yo. Desperté sudoroso, tal vez por el calor, tal vez porque la mujer me sofocaba con su cercanía y sus largos ronquidos.
Salí del cuarto, sin saber la hora, y llegué a tiempo al cuartel.
Cuando me estaba poniendo el uniforme, me toqué el pecho y noté que la cruz de hierro había desaparecido. Seguro la mujer se había quedado con ella. Ni modo de salir a buscarla.
Los días que siguieron fueron de mucha fatiga. La guerrilla había entrado en combate contra las fuerzas de despliegue rápido y probablemente en el curso de la semana tendríamos que prestar apoyo. A la enfermería de la base habían trasladado algunos heridos, uno de ellos con las tripas afuera. El hombre se las agarraba con las manos. Después lo montaron en un helicóptero y se lo llevaron.
—De seguro va a morirse —me dijo un lanza que estaba más azarado que yo.
A mí también me entró la desazón, por no decir otra palabra. Y pensé que por andar puteando con una gorda fea había perdido el amuleto que me protegía. Ni siquiera era una noche que mereciera recordarse. Y por culpa de esa maldita mujer yo iba a morir. Cuando entregaran mi cadáver, mi abuela preguntaría por la cruz de hierro que me había regalado. Y yo podía morir, pero en el más allá me dolería si mi pobre abuela se enterara del modo como había perdido su regalo.
En la carretera nos hicieron desplegar, separados por una distancia de casi cien metros. Caminamos unos dos kilómetros y vimos pasar un par de aviones Tucano. Una hora después escuchamos ráfagas invisibles que hacían eco contra las montañas. Parecían lejanas, como si no tuvieran nada que ver con nosotros. Pero a medida que avanzábamos comenzamos a oírlas cada vez más cerca y el olor del monte ya era menos intenso que el de la pólvora.
El cabo ordenó que nos tiráramos contra el pavimento caliente, pero no pudimos ver a nadie. Allí estuvimos un buen rato. Después nos dieron la orden de internarnos en las montañas, perseguir a los guerrillos y asegurar la zona.
Mi cabo Giraldo escogió a tres de nosotros y nos dijo que lo acompañáramos. El sol estaba bajando, pero todavía retumbaban los fusiles y los tiros detrás de los cerros. Divisamos los restos de una escuadra enemiga que se camuflaba entre matorrales. Nos disparó unas cuantas ráfagas. Tal vez estaban cubriendo la retirada de un comandante. O eso me pareció.
Mi cabo ordenó que subiéramos un poco más. Trepé unos metros y respondí a los fuegos. El enemigo tenía el sol de frente. A mí, en cambio, la silueta de los guerrilleros se me aparecía recortada sobre la cuesta. Uno de ellos subía la montaña y a veces volvía la vista para disparar. Le apunté. Disparé tal como sabía hacerlo. Y oí el grito del hombre que caía.
Seguí disparando.
Pero ya no había nadie en la montaña.
Esperamos un rato.
Mi cabo llegó hasta el hombre muerto. Entonces vi la herida. La bala le había entrado por la nuca. Cuando mi cabo le volteó el cuerpo, empujándolo con la pierna derecha, vi que el muerto llevaba una cruz de hierro, muy parecida a la mía, debajo de su guerrera.
El hombre era joven, de piel cobriza, y tenía los ojos abiertos. Me incliné sobre el cadáver, le cerré los ojos y luego, delicadamente, le quité la cadena y la guardé en mi bolsillo.
Abandonamos la zona con las últimas luces del atardecer.
Volví a dormir con mi cruz de hierro sobre el pecho. Y soñé que el muerto era yo y que el guerrillero venía a cerrarme los ojos. Cuando desperté en la madrugada, pensé que el enemigo también tenía una abuela que le había regalado esa cruz. Tal vez era la misma que yo había perdido y él la había encontrado en el cuarto de la mujer.
Durante muchas noches seguí soñando con el muerto. A veces lo veía caminar hacia mi cama, con su cuello ensangrentado. Venía a quitarme la cruz de hierro que me protegía. Una madrugada, con un grito de espanto, desperté a todos mis compañeros. Y un coronel me preguntó si necesitaba ayuda sicológica.
Por unos meses me olvidé del hombre muerto, su rostro ensangrentado, sus ojos abiertos y sus ansias nocturnas de arrebatarme la cruz de hierro. Aunque de vez en cuando soñaba con él, ya no me despertaba gritando. Incluso, en uno de esos sueños, el hombre y yo nos volvíamos amigos y nos prestábamos el amuleto. Él también tenía una abuela como la mía. Tal vez era la misma, y en el sueño él y yo éramos como hermanos.
Un mes antes de terminar el servicio, el muerto vino a visitarme. En el sueño me apuntó con su fusil y con voz de mando me ordenó que le entregara la cruz de hierro, porque la estaba necesitando. Yo se la entregué y él se la volvió a poner en el pecho.
Al día siguiente, fui a la misma loma donde había caído el guerrillo. El cielo estaba limpio, sin nubes. Azulito. Ya no olía a pólvora sino a monte, a hierba mojada. Enterré el amuleto en un hueco que cavé con mis propias manos.
Y le dije al muerto que no me jodiera más.
La verdad fue que nunca más volvió a aparecer en mis sueños.
Y pensé que cuando mi abuela preguntara por la cruz de hierro no le contaría lo que había pasado.
A Nino Portaccio no le gustaba trabajar ni para ladrones ni para mafiosos y menos para narcotraficantes. Se había retirado y ahora el hombre se daba su importancia. Entonces mi padre, que había sido su amigo de juventud, tuvo que secuestrarlo.
—Perdona la molestia, Nino, pero es que tú te has vuelto muy complicado. No es posible que un talento como el tuyo se desperdicie.
—No me jodas, Rigoberto, no quiero tener nada que ver contigo. Hace tiempo estoy retirado de este negocio. No tienes que venir a joderme la vida.
—Yo ahora sería tu socio.
—Te devolví tu parte como habíamos quedado. Yo invertí en una ferretería, tú te gastaste el billete en ese maldito carro que después estrellaste, y lo peor era que ni siquiera lo habías asegurado.
—No me recuerdes eso. Lo pasado es lo pasado, Nino. Es sólo por esta noche. No puedes ser tan miserable de negarle el favor a un viejo amigo.
—No soy miserable, simplemente que…
—Te vamos a dar tu porcentaje.
— ¿Y qué marca es la caja?
—No sé qué marca es, lo único que puedo decirte es que no es de teclado digital.
—Entonces es de las antiguas.
—Es de las antiguas, claro. El Fausto es el que tiene los datos.
—¿Fausto?, ¿quién es Fausto?
—Fausto es el novio de mi hija. ¿Te acuerdas de Marleny, mi hija mayor? Pues Fausto, el novio, es una abeja y tiene toda la información del abogado. Ni siquiera vamos a ir a una casa sino a una oficina del centro. Pan comido, Nino. Es sólo por esta noche.
—Ojalá el tal Fausto sea tan vivo como dices, porque la verdad tú… Mejor no digo nada, Rigo.
—No, dilo, estamos en confianza, no importa que mi hijo lo sepa.
—¿Este es el hijo tuyo? —preguntó con su voz de viejo fumador, clavándome la mirada tan intensamente que tuve que apartar el rostro.
—Ulises, se llama. Pero no se parece a mí.
—Sí, es igualito a la mamá. Menos mal.
—Mira, yo tengo que salir a cuadrar unas cosas, pero tú te quedas aquí. Te voy a traer todas tus herramientas. Por si acaso las necesitamos.
Fuimos hasta el sótano. Cuando Nino y yo bajamos los tres escalones, mi padre cerró la puerta de metal y desde afuera abrió la pequeña rejilla que estaba a la altura de su cara.
—A las once de la noche Fausto y yo pasamos a recogerte. Uli te hace compañía. Si necesitan algo llaman a Marleny, que está en su cuarto.
Y así fue como conocí al tal Nino Portaccio.
Era delgado y huesudo, con los ojos grandes y grises, la nariz larga y los labios delgados, casi como una raya en la cara. Se recostó en la cabecera de la cama y encendió un cigarrillo sin filtro. Fumó dos o tres, de seguido, escrutando el sótano de ladrillos grises y pelados. El olor de sus cigarrillos era desesperante. A veces tenía que subir los cinco escalones y abrir la rejilla de la puerta para que saliera el humo.
Al rato el prisionero cogió una revista de crucigramas que había al lado de la cama. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa.
—Mítico herrero. Siete letras.
—Vulcano —le dije al instante.
El hombre dejó a un lado el periódico y levantó la cabeza para verme.
—¿Tú sabes eso?
Asentí.
—Tengo un cuaderno lleno con los nombres de los dioses griegos y romanos.
El hombre se sentó al borde de la cama. Apagó el cigarrillo contra la suela de su zapato.
—¿Cuál es el dios de los ladrones?
—Hermes… O Mercurio en la mitología romana.
—Ah, yo pensaba que era Caco.
—Caco es un simple ladrón. Pero no sé si ese nombre es griego o latino.
—¿Cuántos años tienes?
—Trece.
Me escrutó con la mirada. Y luego, como si me leyera el pensamiento, dijo:
—Tienes doce, según mis cuentas tienes doce años.
—¿Cómo lo sabe?
—Me acuerdo cuando tu madre quedó embarazada. En esa época Rigoberto y yo trabajábamos juntos. Fue una buena época. Tu madre nos cocinaba. Ella tenía muy buena sazón.