El dios de nuestros padres - Aldo Cazzullo - E-Book

El dios de nuestros padres E-Book

Aldo Cazzullo

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Beschreibung

El Dios de nuestros padres es un libro apasionante y evocador que nos lleva a las raíces de nuestra cultura y nuestras familias. Nuestros padres estaban convencidos de que vivían bajo la mirada de Dios. Su existencia era tan cierta como la salida y la puesta del sol. Hoy hemos dejado de creerlo, incluso de pensar en ello. Y ya nadie lee la Biblia. En cambio, se trata de un libro soberbio que bien puede leerse como una gran novela. Aldo Cazzullo, uno de los grandes autores italianos contemporáneos, repasa con precisión y extraordinaria maestría lo que denomina como «la autobiografía de Dios». Desde la Creación, Adán y Eva, pasando por la historia de Jacob, Moisés o Judit, hasta la gran esperanza de la resurrección y de un salvador que viene a redimir a la humanidad para los cristianos, Jesús. Una obra magna que evoca historias de fascinación milenaria y regala al lector un relato que recorre la Biblia como nunca antes se había hecho. «Las páginas de la Biblia no son solo los cimientos de nuestra fe, son el origen de nuestra cultura. Aquel que quiera remontarse a las raíces de la identidad italiana, cristiana, occidental, en un momento u otro se topará con la Biblia. Y desde allí deberá empezar el recorrido […]. Emprendamos entonces este viaje juntos para descubrir, o volver a descubrir, la Biblia. Pero no debemos empezar desde el final, sino desde el principio. Cuando el mundo aún no existía y solo había el caos, sobre el cual aleteaba el espíritu de Dios. Todo está a punto de nacer. Dios está a punto de hablar. Escuchémoslo».

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Seitenzahl: 507

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

El Dios de nuestros padres. La «gran novela» de la Biblia

Título original: Il Dio dei nostri padri: Il grande romanzo della Bibbia

© 2024 Aldo Cazzullo

© 2024 HarperCollins Italia S. p. A., Milano

© 2025, de la traducción, Arianna Alessandro

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: Falcinelli&Co. / Riccardo Falcinelli

Imagen de cubierta: Miguel Ángel Buonarroti, La creación de Adán, fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, Palacios Vaticanos. Foto © Gobernación de la SCV-Dirección de Museos

Fotografía del autor: © Giulia Natalia Comito

Maquetación: MT Color & Diseño, S. L.

 

Para esta traducción se ha empleado la versión oficial de la Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española (2011).

 

ISBN: 9788410643314

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

1. La creación

DIOS,ADÁN,EVA,CAÍN,NOÉ Y BABEL

LA LUZ Y EL TIEMPO

Y LA MUJER LE DIO AL HOMBRE UNA VIDA

ABEL Y LA PRIMERA SANGRE

LA VIDA INFINITA DE MATUSALÉN

EL DILUVIO: MATAR A TODOS NO SIRVE DE NADA

EL PRIMER VINO Y UNA TORRE DEMASIADO ALTA

2. La fundación

ABRAHÁN,SARA,ISMAEL,ISAAC

«SERÁN BENDITAS TODAS LAS FAMILIAS DE LA TIERRA»

EL SEÑOR LLEGARÁ COMO FUEGO

SODOMA,GOMORRA Y LAS HIJAS DE LOT

AGAR E ISMAEL EN EL DESIERTO

EL SACRIFICIO DE ISAAC

LA DULCE REBECA

3. El hijo del amor

JOSÉ Y LOS SUEÑOS DEL FARAÓN

POR UN PLATO DE LENTEJAS

UNA NOVIA VELADA

EL HIJO DE LA MUJER AMADA POR JACOB

EL QUE LUCHA CON DIOS

JOSÉ ESCLAVO DE LOS EGIPCIOS

EL VICIO DE ONÁN Y LA LUJURIA DE JUDÁ

«ACUÉSTATE CONMIGO»

SIETE VACAS GORDAS Y SIETE VACAS FLACAS

«¡YO SOY JOSÉ, VUESTRO HERMANO!»

4. La liberación

MOISÉS CONTRA EL FARAÓN

SALVADO DE LAS AGUAS

«YO SOY EL QUE SOY»

LAS PLAGAS DE EGIPTO

LA MATANZA DE LOS PRIMOGÉNITOS

LA GUERRA DEL MAR ROJO, TRES MIL AÑOS DESPUÉS

EL MANÁ DEL CIELO

LOS DIEZ MANDAMIENTOS O, MEJOR DICHO, LOS NUEVE

JESÚS Y MOISÉS

EL ARCA DE LA ALIANZA

EL BECERRO DE ORO Y LOS CUERNOS DE MOISÉS

NO COMAS MURCIÉLAGOS Y LLEVA MASCARILLA

EL JUBILEO Y EL CHIVO EXPIATORIO

5. La conquista

MOISÉS,MARÍA Y JOSUÉ EN LA TIERRA PROMETIDA

EL PRIMER CENSO

DOCE EXPLORADORES EN LA TIERRA PROMETIDA

LA SERPIENTE DE BRONCE

BAAL, EL ENEMIGO DE DIOS

MOISÉS TAMPOCO ENTRARÁ EN LA TIERRA PROMETIDA

«VEN CON JOSUÉ A LUCHAR EN JERICÓ»

YJOSUÉ DETUVO EL SOL

6. El Señor de los ejércitos

SANSÓN,SAÚL,DAVID Y GOLIAT

TRESCIENTOS HOMBRES BEBIERON LLEVÁNDOSE EL AGUA A LA BOCA CON LAS MANOS

LA HIJA DE JEFTÉ

EL ACERTIJO DE SANSÓN

LAS PUERTAS DE GAZA

UNA HISTORIA TERRIBLE (QUE EL LECTOR SE PUEDE SALTAR)

UN REY PARA LOS HEBREOS

¿DÓNDE ESTÁ EL ARCA DE LA ALIANZA?

SAÚL, EL MÁS ALTO

DAVID, EL MÁS PEQUEÑO

LA CABEZA DE GOLIAT

LA BRUJA Y EL ESPÍRITU

7. El templo

DAVID Y BETSABÉ, LA REBELIÓN DE ABSALÓN,SALOMÓN Y LA REINA DE SABA

LA DANZA DE DAVID DELANTE DEL ARCA

EL MARIDO DE BETSABÉ

UNA VIOLACIÓN EN LA FAMILIA REAL

EL CABELLO DEMASIADO LARGO DE ABSALÓN

LA DESPEDIDA DE DAVID

EL JUICIO DE SALOMÓN

EL TEMPLO Y LOS TEMPLARIOS

8. Las matriarcas

LAS GRANDES MUJERES:DÉBORA Y YAEL,RUT,SUSANA,JUDIT,ESTER

LA ESTACA DE YAEL EN LA CABEZA DE SÍSARA

LA MUJER IDEAL: LA DULZURA DE RUT

LA FUERZA DE JUDIT

CÓMO ESTER SALVÓ AL PUEBLO JUDÍO

LA REINA SABE CÓMO HACERSE OBEDECER

SUSANA LES PLANTA CARA A SUS ACOSADORES

9. Amor y muerte

EL CANTAR DE LOS CANTARES Y QOHÉLET

«¡QUÉ BELLA ERES, AMADA MÍA, QUÉ BELLA ERES!»

«PORQUE FUERTE COMO LA MUERTE ES EL AMOR»

«TIEMPO DE GUERRA, TIEMPO DE PAZ»

10. El ángel y el diablo

HISTORIA DE TOBÍAS Y JOB

TOBÍAS, EL ÁNGEL Y EL PERRO

EL PEZ MILAGROSO

ASMODEO SE VA VOLANDO A LA REGIÓN DE EGIPTO

LA PACIENCIA DE JOB

DIOS APUESTA CON SATÁN

EL JUICIO A DIOS

11. La profecía

EZEQUIEL, LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y LA GRAN ESPERANZA DE JESÚS

ELISEO Y LÁZARO

EL VALLE DE LOS HUESOS VIVIENTES

Nota del autor y agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A mi madre, a mi padre y a todas las generaciones que vivieron bajo la mirada de Dios

Cita

 

 

 

 

 

«Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis;

y comprenderéis que yo, el Señor,

lo digo y lo hago».

DIOS

Prólogo

 

 

 

 

 

Volví a leer la Biblia en el lecho de muerte de mi padre. El 24 de octubre de 2023 estaba en el escenario de un teatro en Madrid cuando de repente tuve un presentimiento: le había pasado algo a mi padre. Al terminar la función volví a conectar el móvil y me encontré con varios mensajes de mi hermano en los que me pedía que regresara a casa enseguida. Regresé —los médicos me habían informado de que le quedaban unas pocas horas de vida— y hallé a papá sentado en la cama conversando con los enfermeros. Pensé que había sido una broma de mal gusto, pero todos los que estaban allí me aseguraron que ellos tampoco entendían lo que estaba pasando, que era algo inexplicable.

Mi padre siguió con vida solo dos meses más, que, sin embargo, nos vinieron muy bien, tanto a él como a nosotros, para despedirnos. Entre las muchas cosas que nos dijimos hasta el día de Nochebuena, cuando falleció, hay una que puede resultar especialmente útil para entrar en el espíritu de estas páginas.

Siempre les pregunto a las personas a las que entrevisto si creen en el más allá y cómo se lo imaginan. También mi padre quiso darme su respuesta:

—Aldo, el más allá existe.

—¿Estás seguro, papá?

—Seguro no, pero estoy convencido de ello.

Esa noche del 24 de octubre cuando estuvo a punto de morir, papá había sentido a su lado la presencia de su padre. No solo lo había visto, sino que había percibido su presencia. El abuelo Lorenzo, que pertenecía a la generación nacida en 1899 y había sido caballero de la Orden de Vittorio Veneto, trabajaba en el campo, y llevaba puesta la ropa de campesino la noche que mi padre lo vio. Delgado, con la camiseta interior blanca y los pantalones de trabajo sujetos con una cuerda que colgaba de la cintura. Le había dicho en dialecto piamontés:

—Eres mi pequeño, Giannino, no te voy a dejar solo. Vas a poder disfrutar un poco más de tus nietos.

Después había intercedido por él ante san Pedro, encargado de juzgar las almas.

Se trata evidentemente de una visión condicionada por el imaginario católico, pero precisamente este es el quid de la cuestión. Mi padre fue un católico practicante, ningún domingo faltó a misa, aunque para él la religión no era tan importante como lo era para mi madre. Por otro lado, mis abuelos pertenecían a una generación que no conoció las dudas que experimentaron mis padres. Mis abuelos estaban tan seguros de la existencia de Dios y del más allá como lo estaban de que el sol sale cada mañana y se pone cada tarde.

Nuestros abuelos y nuestros padres fueron las últimas generaciones convencidas de vivir bajo la mirada de Dios. Y de tener que rendirle cuentas de sus acciones.

Nuestra generación, la de los que tenemos ahora cincuenta años, fue la primera generación de agnósticos, de aquellos que sabían que no sabían. Le han seguido otras generaciones que ni siquiera han cultivado las dudas, que directamente han esquivado el problema. En tiempos de Internet, ya lo sabemos, pasado y futuro no existen, de manera que preguntarnos de dónde venimos y a dónde vamos ya no se acostumbra.

Por las mismas razones hoy se ha dejado de leer la Biblia. Yo mismo tenía un recuerdo lejano de ella, vinculado con las lecturas de la infancia y con mi pasión por la pintura, porque la Biblia inspiró a los más grandes artistas de la humanidad: desde los mosaicos de la Basílica de San Marco hasta las obras de Guttuso, desde Giotto hasta Chagall, para alcanzar su culmen con Rafael Sanzio y Miguel Ángel.

A lo largo de los días y las noches durante los cuales estuve velando a mi padre (aunque el peso mayor recayó sobre mi admirable hermano), la Biblia se convirtió para mí en una compañera excelente. Recuerdo un sábado por la noche —los sábados por la noche los hospitales se vacían, igual que ocurre con los hoteles de las estaciones de esquí en temporada alta, para dejar sitio a los recién llegados—, cuando leí una página poco conocida sobre el ritual de la alianza entre Abrahán y Dios. Abrahán prepara los animales para sacrificarlos, pero luego le sobrecoge un extraño letargo —en los hospitales, el descanso de los enfermos y de sus acompañantes se parece más al letargo que al sueño; nunca se llega a dormir profundamente— durante el cual Dios le visita, atravesando la oscuridad de la noche en forma de antorcha de fuego… Un fragmento evocador, de una potencia extraordinaria, tranquilizador e inquietante a la vez. No solo nos encontramos cara a cara con el misterio, sino que casi nos vemos con fuerzas para afrontarlo.

Aunque ya no me asusta tanto la muerte porque he entendido que forma parte de la vida, mentiría si dijera que la lectura de la Biblia me ha vuelto a acercar a la fe. Soy consciente de su importancia espiritual, de su valor religioso, claro está. Sin embargo, para mí la Biblia es, en primer lugar, una obra maestra de la literatura, una gran historia, una novela formidable. Con un único y verdadero gran protagonista: Dios.

Dios es el que crea, el que decide, el que habla, el que actúa. Siempre. Los hombres, inclusive los más grandes —el mismo Abrahán, pero también Noé, Moisés, David—, se mueven alrededor de él, existen porque él existe. Si lo siguen, prosperan; si lo ignoran, perecen.

La Biblia es la autobiografía de Dios. Por esa razón, muchos pensaron (y algunos siguen pensándolo) que la escribió él mismo, o por lo menos fue él quien la inspiró.

Sobre la Biblia se han publicado miles de libros. Igual que ocurre con todas las obras maestras, existe una «cuestión bíblica»: quién la escribió, cuándo, quién la tradujo, cómo hay que interpretarla… Pero yo no soy un biblista, y mi intención no es hablaros de estas cuestiones. Igual que cualquier obra maestra, también la Biblia ha ido cambiando a lo largo de los siglos, en función de las traducciones, según los lectores. Para nuestra sensibilidad actual, algunos episodios resultan desfasados, no acordes con los tiempos actuales, en algunos casos incluso terribles: esclavitud, poligamia, matanzas.

Pero hay un elemento que ha permanecido estable, que no ha cambiado: el argumento. La sustancia de la historia. La novela de la Biblia. Las vicisitudes que experimentaron los hombres que vivieron bajo la mirada de Dios, desde Adán hasta nuestros padres.

No se trata solo de las vicisitudes del pueblo hebreo, es más bien la infancia del hombre. Esos tiempos en los que el mundo era joven, en los que Dios nos hablaba, y quien quería podía escucharlo. Cuando Dios se manifiesta, a menudo lo hace con estas palabras: «Yo soy el Dios de tus padres». Ese libro nos suena familiar también a nosotros, que vivimos o creemos vivir en un mundo sin Dios. Resuena como una añoranza, una llamada, una voz paternal, que viene de lejos y se va lejos. Porque la Biblia, igual que toda gran obra, habla de nosotros. Y leerla, como estamos a punto de hacer, recorriendo las vicisitudes que en ella se relatan, no es solo una aventura espiritual. Es un disfrute para el alma y la mente.

 

 

Claro está que la Biblia es un libro sagrado. Es la obra fundacional de dos religiones. Biblia, que en griego significa ‘libros’, es un término que introdujeron los cristianos y que engloba tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Representa, por tanto, el libro fundacional del cristianismo. Pero sabemos que lo que los cristianos llaman el Antiguo Testamento anteriormente ya era la base de la religión judía. Y también sabemos que desempeña un papel importante para el islam, al ser una fuente indirecta, para citas y menciones, de su único libro sagrado: el Corán. Pero la Biblia no es solo un conjunto de normas y reglas. Es sobre todo palabras e historias. Con su palabra Dios crea el mundo. Y con las historias nos cuenta cómo es ese mundo. Cómo funciona el ánimo humano, qué vicios y qué virtudes nos caracterizan, cuál será nuestro destino. Nos cuenta con qué soñaron nuestros padres, dónde están ahora nuestros padres y qué es lo que nos espera a nosotros.

Las páginas de la Biblia no son solo los cimientos de nuestra fe, son el origen de nuestra cultura. Aquel que quiera remontarse a las raíces de la identidad italiana, cristiana, occidental, en un momento u otro se topará con la Biblia. Y desde allí deberá empezar el recorrido. Desde ese diluvio con el que Dios intentó, en vano, erradicar el mal. Desde la Torre de Babel que los hombres, en vano, se empecinaron en construir. Desde Jacob, que luchó con un ángel; desde José, que sabía interpretar los sueños; desde Moisés, que liberó a su pueblo de la esclavitud en Egipto, cruzó el mar Rojo y recibió de Dios los diez mandamientos, escritos con su propio dedo. Desde Sansón, que se mató a sí mismo junto con los filisteos. Desde David, que derrotó a Goliat. Y también desde esas grandes mujeres, como Judit, Yael o Ester, las cuales, al matar o al provocar la muerte de un hombre malvado, salvaron a millones de hombres justos; así como Susana, que, en un suceso de extraordinaria actualidad, consiguió que condenaran a sus dos acosadores. Por no hablar del himno al amor que representa el Cantar de los Cantares, el ángel que expulsa al demonio y salva a Tobías, el grito de dolor de Jacob y la gran esperanza de la resurrección. «Dios no ha creado la muerte —leemos en la Biblia— porque la justicia es inmortal». Incluso antes de Jesús, es el Dios del Antiguo Testamento quien promete la vida eterna: «Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de ellos, pueblo mío, comprenderéis que soy el Señor. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis […] y comprenderéis que yo, el Señor, lo digo y lo hago».

Emprendamos entonces este viaje juntos para descubrir, o volver a descubrir, la Biblia. Pero no debemos empezar desde el final, sino desde el principio. Cuando el mundo aún no existía y solo había el caos, sobre el cual aleteaba el espíritu de Dios.

Todo está a punto de nacer. Dios está a punto de hablar. Escuchémoslo.

1. La creación

 

DIOS,ADÁN,EVA,CAÍN,NOÉ Y BABEL

 

 

 

 

 

«Al principio, creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas».

No se me ocurre un arranque igual de memorable. «Toda la Galia está dividida en tres partes»: también el comienzo de Julio César es fulgurante, pero no tanto. «Llovía en las Langas; allí arriba, en San Benedetto, mi padre recibió su primer aguacero bajo tierra»: Beppe Fenoglio sabía cómo empezar una novela. Igual que Cervantes: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». Y Tolstói: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Melville fue aún más escueto: «Pueden ustedes llamarme Ismael».

Sin embargo, ningún arranque es como el de la Biblia.

No sé si realmente fue Dios quien la escribió. De lo que no cabe duda es de que está escrita como Dios manda.

«Dios dijo: “Exista la luz”. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena. Y separó Dios la luz de la tiniebla. Llamó Dios a la luz “día” y a la tiniebla llamó “noche”. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero».

 

 

LA LUZ Y EL TIEMPO

 

En el verano de 2023 pasé un día muy interesante en los subterráneos del CERN de Ginebra —el lugar más cercano al misterio nunca alcanzado por el hombre— en compañía de su directora general, Fabiola Gianotti. Haciendo colisionar partículas cada vez más pequeñas y a velocidades cada vez más altas, en el CERN han conseguido remontarse atrás en el tiempo hasta llegar a una millonésima de millonésima de segundo después del big bang, la gran explosión que dio origen al mundo. En el laboratorio se ha reproducido la temperatura que tenía el universo en el instante justo después del big bang, esto es, cien mil millones de veces más cálida que nuestros abrasadores veranos; de esta forma, han recreado las condiciones del universo primordial.

Sin embargo, no sabemos cómo se originó el mundo ni cómo la energía se convirtió en materia. La ciencia aún no ha podido dar con ese instante, y puede que no lo consiga nunca. Y si no sabemos el cómo, ya no digamos el porqué.

En la Biblia, antes del mundo no había nada, había el caos. Crear significa diferenciar, discernir, separar.

En primer lugar, Dios crea la luz y el tiempo. Y lo hace a través de su voz. Con la palabra. Es la voz de Dios la que crea la luz, le da un nombre —«día»— y la diferencia de la tiniebla, a la que da el nombre de «noche». Tras lo cual Dios sigue hablando.

«Y dijo Dios: “Exista un firmamento entre las aguas, que separe aguas de aguas”. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día segundo».

El primer día, Dios creó los cielos, es decir, el espacio cósmico que rodea la tierra: el universo. El segundo día, Dios creó el firmamento, esto es, nuestro cielo, para separar las aguas del mar de las aguas que recogen las nubes.

«Dijo Dios: “Júntense las aguas de debajo del cielo en un solo sitio, y que aparezca lo seco”. Y así fue. Llamó Dios a lo seco “tierra”, y a la masa de las aguas llamó “mar”. Y vio Dios que era bueno». El Señor ordena a la tierra producir brotes, plantas que engendren semillas y árboles frutales. «Pasó una tarde, pasó una mañana: el día tercero».

Dijo Dios: «Existan lumbreras en el firmamento del cielo, para separar el día de la noche y para iluminar sobre la tierra». Dios crea así los astros: el sol para regir el día y la luna para regir la noche y las estrellas. Para las antiguas civilizaciones, el sol y la luna eran deidades; en cambio, para los cristianos y los judíos son criaturas de Dios. San Francisco de Asís los llamará hermano y hermana. Los pintores representarán el sol y la luna a los dos lados de la cruz en la que está suspendida la figura de Jesús. El Señor dispone: «Sirvan para señalar las fiestas, los días y los años». Con el paso del tiempo aparecen el calendario lunar y el solar. «Y vio Dios que era bueno. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día cuarto».

«Dijo Dios: “Bullan las aguas de seres vivientes, y vuelen los pájaros sobre la tierra frente al firmamento del cielo”. Y creó Dios los grandes cetáceos y los seres vivientes que se deslizan y que las aguas fueron produciendo según sus especies, y las aves aladas según sus especies. Y vio Dios que era bueno». La primera criatura que se nombra en la Biblia es un monstruo marino. Una seña de la fuerza y de la potencia de la naturaleza primigenia. Y también una advertencia: Dios lo creó todo, incluidos los monstruos; y quiere que se hable de todo. Los monstruos pueden ser aterradores o maravillosos. Y, de hecho, Dios también los bendice a ellos: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad las aguas del mar»; sobre la tierra se multiplicarán las aves. «Pasó una tarde, pasó una mañana: el día quinto».

Hoy en día sabemos que, efectivamente, la vida se originó en el agua. De qué manera ocurrió sigue siendo un misterio. El italiano Giorgio Parisi, galardonado con el Premio Nobel de Física, me dijo un día que los planetas habitables podrían ser miles de millones; lo que en este momento no sabemos es si están habitados por seres inteligentes o solo por gusanos. De lo que no cabe duda es de que entre las primeras formas de vida que existieron en la tierra y los mamíferos pasaron miles de millones de años, a los que hay que sumar por lo menos otros doscientos millones de años antes de que hiciera su aparición el ser humano. A Dios, en cambio, le bastó con un día.

 

 

Y LA MUJER LE DIO AL HOMBRE UNA VIDA

 

Dios dijo: «Produzca la tierra seres vivientes según sus especies: ganados, reptiles y fieras». Y vio Dios que era bueno y dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra».

Al finalizar su viaje en el más allá, Dante Alighieri ve cumplido su deseo de contemplar el rostro de Dios; sin embargo, luego no consigue recordarlo. Todos sus esfuerzos por descender hasta lo más hondo del infierno, escalar las montañas del purgatorio y recorrer los cielos del paraíso se quedan en nada: las palabras del hombre no alcanzan a describir a Dios. Pero Dante sabe que lo ha visto; como ocurre cuando nos despertamos en medio de un sueño y no nos acordamos de lo que estábamos soñando, pero sabemos que hemos soñado. Sin embargo, hay algo de lo que Dante se acuerda: en el rostro de Dios vio «nuestra figura». Porque, como dice la Biblia, estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Nuestro rostro es el rostro de Dios. De esta forma, los hombres podrán reconocer a Dios en otros hombres; y nosotros podremos ver a Dios en los ojos de nuestros seres queridos.

«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó». Luego Dios dijo: «Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la superficie de la tierra y todos los árboles frutales que engendran semilla: os servirán de alimento».

Dios crea al hombre y a la mujer juntos, en condiciones paritarias, para que se amen y vivan en armonía entre ellos y con el resto de los seres vivientes. El hombre, entendido como el ser humano, es el encargado de custodiar la creación. Dios le encomienda esta tarea, pero el hombre no es el dueño, es más bien el protector de la creación. No tiene una propiedad, sino una responsabilidad.

Según una antigua tradición judía, nuestro mundo es fruto del vigesimoctavo intento de Dios, tras veintisiete mundos anteriores que no prosperaron. El destino del vigesimoctavo mundo depende de nosotros. «Esperemos que aguante», pensaría Dios para sus adentros al finalizar su obra maestra.

A los hombres y a las mujeres nos corresponde proteger la creación y perpetuarla, preservando la naturaleza y engendrando hijos.

La vida humana es más valiosa que la vida animal, pero esto no autoriza al hombre a no respetar a los animales, sino todo lo contrario. El hombre se alimentará de las plantas y los frutos. Al principio es vegetariano, incluso vegano, y solo después del diluvio universal se le permitirá comer carne.

«Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día sexto».

El séptimo día, Dios descansó.

Llegados aquí surge una pregunta: si la creación está terminada en seis días, ¿para qué añadir un séptimo día? Seis es un número imperfecto. Siete, en cambio, es un número primo, esto es, solo es divisible por sí mismo. Otra tradición judía cuenta que el séptimo día se creó la menucha, que no significa solo ‘reposo’, sino también remite a paz, serenidad, júbilo silencioso. El séptimo día no es el vacío: es la contemplación de la plenitud. «Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó».

A Dios le gusta el trabajo bien hecho, igual que a los artesanos más habilidosos y a los buenos obreros.

 

 

Sin embargo, el relato de los siete días no es el único relato bíblico de la creación. Según una versión más antigua del libro del Génesis, Dios creó el cielo y la tierra e inmediatamente después creó al hombre, incluso antes de que brotaran las plantas y cayera la primera lluvia. En este segundo relato, el papel del hombre es aún más importante.

«Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo». Su nombre es Adán. Los hombres son ben adam, ‘los hijos de Adán’.

Todos somos descendientes de Adán: los aristócratas y los plebeyos, los multimillonarios y los mendigos; somos todos iguales a los ojos de Dios.

Luego Dios plantó un jardín en Edén, a oriente, regado por cuatro ríos: el Pisón, el Gihón, el Tigris y el Éufrates. Los últimos dos ríos son muy conocidos: atraviesan Mesopotamia, la tierra de los sumerios, los asirios, los babilonios; es decir, la cuna de la civilización. Los primeros dos, en cambio, son ríos misteriosos. Flavio Josefo, el historiador que relató la guerra entre romanos y judíos, identifica el Pisón con el Ganges y el Gihón con el Nilo. En todo caso, se trata de uno de los muchos enigmas sin resolver de la Biblia.

En su jardín, el paraíso terrenal, Dios hace brotar del suelo toda clase de árboles, incluidos el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Luego toma al hombre y lo coloca en el jardín del Edén, y le advierte: «Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir».

Adán es como un niño, inocente. No conoce el bien y el mal, y no debe conocerlos. Es inconsciente del peligro. Y está solo.

«El Señor Dios se dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude”. Entonces el Señor Dios modeló de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo, y se los presentó a Adán, para ver qué nombre les ponía». El hombre le pone nombre a cada animal, convirtiéndose así en el ayudante de Dios, el coautor de la creación; sin embargo, «no encontró ninguno como él, que le ayudase».

«Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le sacó una costilla, y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán».

El Dios de este segundo relato de la creación es muy diferente del primero: es menos solemne, no transmite la idea de ser omnipotente y omnisciente. No parece que ya lo sepa todo. La creación no es hija de un diseño superior, sino el resultado de múltiples intentos. Es un Dios artesano: amasa la tierra como un alfarero; planta los árboles como un campesino; incide, corta, extrae y recose como un cirujano.

La mujer creada por Dios no puede ser considerada sencillamente una «ayuda» por el hombre, ni siquiera en la Biblia. De hecho, «abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». En el paraíso terrenal, Adán y su mujer Eva están uno al lado del otro, desnudos, sin sentir vergüenza.

Es ahora cuando entra en escena la «más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho»: la serpiente. Conocida como símbolo sexual, pero también como representación de una «sabiduría» alternativa, que va más allá de la moral, ajena al bien y al mal: la encarnación de la tentación por antonomasia.

La serpiente se entromete entre el hombre y Dios. Y le pregunta a Eva: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?».

Eva le dice la verdad: Podemos comer los frutos de todos los árboles del jardín, «pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”». La serpiente le contesta que no morirán, al contrario: Dios sabe que, si comieran ese fruto, se les abrirían los ojos, conocerían el bien y el mal y serían como él.

Entonces, Eva se percató de que el árbol era apetitoso y atrayente, y que el fruto era bueno de comer; así que lo comió, y también se lo dio a su marido, que también comió. Y efectivamente, se les abrieron los ojos y descubrieron que estaban desnudos, por lo que entrelazaron hojas de higuera para taparse.

El hombre pensaba que se iba a volver sabio, y se da cuenta de que no sabe nada, que ni siquiera se conoce a sí mismo. Creía volverse todopoderoso, y se descubre frágil, indefenso. Esto es, desnudo.

Luego Adán y Eva «oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa» y se escondieron entre los árboles.

¡Qué maravillosa es la imagen de Dios, en un día de primavera, paseándose entre los árboles que él mismo ha creado, disfrutando de la brisa!

Sin embargo, ese idilio está a un paso de quebrarse; el hechizo se va a acabar. La historia humana está a punto de empezar.

El Señor Dios llamó a Adán y le preguntó: «¿Dónde estás?». El hombre contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». Dios le replicó: «¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?».

Adán no lo niega, pero le echa la culpa a Eva. Eva también confiesa, pero culpa a la serpiente. Por eso Dios la maldice: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre tú y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón».

Incluso ahora que el idilio está roto y que todo parece derrumbarse, las palabras de Dios dejan entrever algo de esperanza. La posibilidad de un rescate, de una revancha: el lavado del pecado original, la derrota del mal, el castigo del instigador. Para los judíos, la mujer representa la comunidad de Israel; para los cristianos, es la Virgen, la madre de Jesús.

Sin embargo, estas interpretaciones vinieron después, como resultado de la búsqueda de una fuente de alivio, o por lo menos de consuelo.

Pero ahora Dios, tras la serpiente, también maldice a la mujer: «Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará».

Son palabras antiguas, que chocan con el sentir actual, aunque hasta no hace mucho les habrían sonado familiares a nuestros ancestros. Hoy en día la sumisión de la mujer al hombre se considera, justamente, como un legado de otros tiempos. Algunos biblistas abogan por una traducción más pudorosa: «Tu marido querrá dominar sobre ti»; algo que, desgraciadamente, sigue coincidiendo con la realidad, incluso en los países occidentales.

Queda sin resolver el misterio del parto. Si la naturaleza ha hecho el momento de la concepción tan placentero, ¿cómo se explica lo difícil, doloroso y arriesgado que es dar a luz un niño, continuar la creación? Con la cesárea, la ciencia moderna ha convertido el parto en una operación quirúrgica, a la que incluso se recurre en exceso. Sin embargo, el dolor del parto sigue siendo un enigma, igual que lo era para el hombre de la Biblia, el cual de hecho lo achaca a la maldición de un Dios ofendido y airado.

Adán, por su parte, tampoco se libra de unas palabras terribles. Dios le dijo: «¡Maldito el suelo por tu culpa! Comerás de él con fatiga mientras vivas». También la tierra participa de la maldición: «Brotará para ti cardos y espinas, y comerás hierba del campo. Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás».

 

 

Llegados a este punto, queda una cuestión por resolver: si al principio todo era puro y bondadoso, ¿por qué la serpiente tienta a la mujer? La culpable es la serpiente, eso es lo que siempre se ha pensado, identificando al animal tentador con el ángel de la muerte o con el diablo, como si el mal fuera algo exterior a nosotros, algo lejano, ajeno a los hombres. Sin embargo, queda abierta otra posibilidad: que el mal esté dentro de nosotros. La verdadera tentación es la soberbia, el egoísmo y el narcisismo. Es la ilusión de la eternidad y de la omnisciencia, que hoy en día se presentan con formas nuevas, como la clonación o la inteligencia artificial.

El hombre descubre al mismo tiempo el dolor y la muerte. Comprende que está desnudo, y toma conciencia de que debe morir.

En realidad, con la expulsión del paraíso terrenal empieza la gran aventura. Ignaro y aniñado en su vida en el paraíso terrenal, es posible que, a la larga, el hombre se hubiese aburrido. Fue la mujer quien lo arrojó al vórtice de las cosas y del tiempo. Fue la mujer quien le dio a la manivela para poner en marcha la milenaria historia humana. Fue la mujer quien le dio al hombre una vida.

«Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven. El Señor Dios hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió». Y como quedaba un árbol que no había sido tocado en el jardín del Edén, el árbol de la vida, cuyos frutos otorgan la inmortalidad, Dios intervino para protegerlo: «¡Que el hombre no vaya ahora a alargar su mano y tome también del árbol de la vida, coma de él y viva para siempre!».

Así el Señor Dios echó al hombre del paraíso terrenal «y a oriente del jardín de Edén colocó a los querubines y una espada llameante que brillaba, para cerrar el camino del árbol de la vida».

El hombre comió el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, y por eso ahora distingue lo justo de lo injusto, y sabe discernir entre el pecado y la expiación, la culpa y la esperanza; pero no ha comido del fruto del árbol de la vida, por lo que ha quedado excluido de la inmortalidad. Está condenado a morir. Peor aún: sabe que debe morir.

 

 

ABEL Y LA PRIMERA SANGRE

 

«Adán conoció a Eva, su mujer, que concibió y dio a luz a Caín». El verbo «conocer» en la Biblia tiene el significado de experimentar y poseer la realidad, por lo que también se refiere a mantener relaciones sexuales. Tras Caín nació otro hijo: Abel.

Caín es el primer agricultor y Abel el primer pastor. Caín es el primogénito, Abel es el segundo. Pero en la Biblia, a menudo, Dios prefiere los hijos menores a los mayores, como pasa con Jacob, José y David.

El Señor acepta de buen agrado las ofrendas de Abel, quien le obsequia con «las primicias de sus ovejas», pero desdeña «los frutos del suelo» que le ofrece Caín. Este último se lo toma muy mal y se va cabizbajo y abatido.

Dios le reprende: «¿Por qué te enfureces y andas abatido? ¿No estarías animado si obraras bien?; pero, si no obras bien, el pecado acecha a la puerta…». Dios presiente el crimen que Caín está planeando e intenta hacerle recapacitar diciéndole: El hecho de que yo prefiera a tu hermano no implica que te tenga manía. Pero las palabras de Dios no consiguen tocar su corazón.

Un día Caín invita a Abel a seguirle al campo, levanta la mano sobre él y lo mata. Tras el dolor y la muerte, irrumpen en la historia la violencia y el asesinato, mejor dicho, el fratricidio. El hombre comete el primer crimen, la tierra se estremece al recibir la primera sangre; de aquí en adelante serán innumerables las veces que volverá a estremecerse. Salvatore Quasimodo recordará este momento cuando, al presenciar las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, escribirá estos versos:

 

Hombre de mi tiempo, eres aún aquel

de la piedra y la honda. Estabas en la carlinga

con las alas malignas, los cuadrantes de muerte

—te vi— dentro del carro de fuego, en las horcas,

en las ruedas de tortura. Te vi: eras tú,

con la ciencia precisa dispuesta para el exterminio,

sin amor, sin Cristo. Has matado de nuevo,

como siempre, como tus padres mataron, como mataron

los animales que te vieron por vez primera.

Y huele esta sangre como la de aquel día

en el que el hermano dijo a otro hermano:

«Vamos al campo». Y aquel eco frío, tenaz,

llegó a ti, y llegó a tu jornada.

Olvidad, oh hijos, las nubes de sangre

que ascienden de la tierra, olvidad a los padres:

sus tumbas se hunden en el cenizal,

los pájaros negros, el viento, cubren sus corazones.

 

Entonces, el Señor le dijo a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Caín contestó: «No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?».

Es un respuesta enojada, grosera, arrogante. Pero Dios ya lo sabe todo, y sus palabras, más que reproche, transmiten desesperación: «Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo. Por eso te maldice ese suelo que ha abierto sus fauces para recibir de tus manos la sangre de tu hermano. Cuando cultives el suelo, no volverá a darte sus productos. Andarás errante y perdido por la tierra».

Solo entonces Caín entiende su culpa, y comprende que su pecado es demasiado grande para ser perdonado. Se siente perdido, se da cuenta de que tendrá que vagar solo por una tierra hostil e inhóspita, y se atreve a plantear una única objeción: «Cualquiera que me encuentre me matará». Efectivamente, en las culturas antiguas el fratricida estaba condenado a pagar con su vida. Pero Dios se apiada de Caín: «El que mate a Caín lo pagará siete veces». Otra vez el siete, el número perfecto.

Luego Dios somete a Caín a un ritual misterioso: «Y el Señor puso una señal a Caín para que, si alguien lo encontraba, no lo matase. Caín conoció a su mujer; ella concibió y dio a luz a Henoc. Caín estaba edificando una ciudad y le puso el nombre de su hijo Henoc».

No es una casualidad que el nombre de la asociación italiana que defiende la abolición de la pena de muerte sea Nessuno Tocchi Caino (Que nadie toque a Caín).

A medida que avanzamos en nuestro viaje, el misterio se hace más profundo y las preguntas sin respuesta se acumulan. En primer lugar: ¿por qué Dios aceptó las ofrendas de Abel y rechazó las de Caín? No hay respuesta: el Dios de la Biblia toma a veces decisiones incuestionables y arbitrarias que pueden parecer injustas. ¿Cuál es la señal que Dios pone a Caín? Llevamos milenios debatiendo sobre esta cuestión. En la Edad Media se pensaba que Caín fue desterrado a la luna, y que las manchas lunares —incluso Dante lo menciona en su obra— eran el reflejo de un haz de espinas atado a su espalda.

En los tiempos oscuros de la esclavitud, se decía que la «señal» era la piel negra, para justificar la infame trata de seres humanos: una interpretación falsa, que no tiene nada que ver con la Biblia. Otros piensan en una cicatriz, un tatuaje, la lepra. Pero la cuestión más interesante es otra: si Caín es el primer hombre, ¿quiénes son los que pueden matarlo en la tierra? Es cierto que a los ciento treinta años Adán tendrá otro hijo, Set, y luego vivirá otros ochocientos años, durante los cuales engendrará más hijos e hijas. Queda por entender por qué Caín temió por su vida, en una tierra que aún estaba despoblada. O tal vez no hay nada que entender: no todo en la Biblia es lógico, racional, comprensible. Con más razón en aquella edad de oro en la que la vida humana rozaba los mil años.

 

 

LA VIDA INFINITA DE MATUSALÉN

 

Caín tuvo una descendencia numerosa. Pertenecieron a su estirpe pioneros y ancestros, como Yubal, «el padre de los que tocan la cítara y la flauta», y Tubalcaín, el herrero, «padre de los que trabajan el cobre y el hierro». Lamec, en cambio, es un personaje que destaca en la Biblia por su violencia: «A un hombre he matado por herirme, y a un joven por golpearme. Caín será vengado siete veces, y Lamec setenta y siete».

Con los hijos de Caín empieza la aventura humana: la fundación de las ciudades, la artesanía, las artes, la música. Sin embargo, Dios presencia ese comienzo con cierto escepticismo. Porque la aventura humana incluye la violencia, la prevaricación, el afán de hegemonía y de poder. No es de extrañar que la estirpe de Caín fuera aniquilada por el diluvio. Nosotros no somos descendientes de Caín, sino de Set, el hijo que Adán tuvo tras la muerte de Abel.

Es una genealogía maravillosa. Vidas interminables, vejeces ajenas al paso del tiempo y que se asemejan a la inmortalidad, hasta que uno se apaga, «colmado de años». Una edad de serenidad, en la que la muerte no era más que un mal sueño. Set tenía ciento cinco años cuando engendró a Enós, y vivió hasta los novecientos doce años. Enós, por su parte, vivió novecientos cinco años. Su hijo Quenán, novecientos diez. Su hijo Malalel, ochocientos noventa y cinco. Y su hijo Yared, novecientos sesenta y dos.

Yared engendró a Henoc, que tuvo que ser especialmente bondadoso y devoto porque en la Biblia se comenta que «siguió los caminos de Dios», pero no llegó a morir, desapareció, «porque Dios se lo llevó». La vida de este hombre tan querido por el Señor fue inusualmente breve: apenas trescientos sesenta y cinco años. Su hijo Matusalén, en cambio, vivió hasta los novecientos sesenta y nueve años: un récord bíblico. De hecho, hoy en día para referirnos a alguien muy longevo decimos que «tiene más años que Matusalén», y nos imaginamos a una persona con una larga barba blanca. El hijo de Matusalén, Lamec, vivió setecientos setenta y siete años. Cuando engendró a su hijo Noé, había cumplido los ciento ochenta y dos.

Y aquí la historia vuelve a sonarnos familiar. Porque con Noé termina ese tiempo encantado, la humanidad vuelve a enfrentarse a la muerte. Y tras la gran prueba del diluvio universal, los patriarcas seguirán viviendo mucho tiempo, pero ya no tanto.

Hoy en día hemos vuelto a acariciar este mito de la inmortalidad. Clonación, trasplantes, inteligencia artificial. Elon Musk fantasea con la creación de cíborgs, unos superseres que tendrán un ordenador como cerebro y la Red como memoria, lo que los hará mucho más inteligentes que nosotros, sabrán muchas más cosas que nosotros. Cabe preguntarse por qué deberían obedecernos, en lugar de exigirnos obediencia. Antes de que falleciera a una edad casi bíblica, Henry Kissinger previno de que la crisis de las religiones y lo sagrado abriría el camino a los adoradores de la inteligencia artificial, a las sectas de devotos del cerebro perfecto.

Pero el verdadero objetivo de Musk es aún más ambicioso: la inmortalidad. Superhumanos que serán capaces de clonar sus cuerpos y trasplantar sus cerebros o, cuando menos, de injertar sus recuerdos y su conciencia, lo que les permitirá vivir para siempre. Y todo eso también gracias a la acumulación en unas pocas manos de enormes riquezas, inimaginables para los comunes mortales. Ciencia ficción, por supuesto. Para nuestros bisabuelos la idea de llegar a la luna también era ciencia ficción, igual que lo era para nuestros abuelos salir a la calle con un teléfono en el bolsillo, o más recientemente para nuestros padres la posibilidad de tener conectados entre sí todos los ordenadores, todos los móviles, a todas las personas.

A la espera de que se cumpla el sueño o la pesadilla de la inmortalidad, el ser humano que según las estadísticas ha tenido la vida más larga es Jeanne Calment, la decana de la humanidad, la abuela del mundo, que vivió hasta los ciento veintidós años.

Dios parecía haberse olvidado de ella.

Cuando murió, el 4 de agosto de 1997, los periódicos se esmeraron en publicar unos elegantes gráficos para recordarnos que Jeanne había presenciado la invención el teléfono, el automóvil y el cine. Nacida en 1875, ya era esposa en la época del caso Dreyfus, madre cuando el general De Gaulle iba a primaria, abuela antes de la Gran Depresión de 1929. Está claro que ella le había cogido el gusto, se había metido en el papel: dijo que había asistido al entierro de Victor Hugo, que había conocido a Van Gogh —«sucio y enfermizo»—, y que había visto bailar a Josephine Baker. Fue despedida con un funeral solemne.

Pero un equipo de investigadores rusos, dirigido por un genetista y un matemático, se interesó por el caso, partiendo de una premisa tan simple como cruel: ningún ser humano, excluyendo a Matusalén, puede vivir ciento veintidós años. La segunda mujer más longeva de la historia fue la estadounidense Sarah Knauss, la cual llegó a los ciento diecinueve años, tres menos que Jeanne Calment: una barbaridad. Las demás plusmarquistas fallecieron a muy poca distancia las unas de las otras: la japonesa Nabi Tajima a los ciento diecisiete años y doscientos sesenta días, la canadiense Marie-Louise Meilleur con ciento diecisiete años y doscientos treinta días, la jamaicana Violet Brown a los ciento diecisiete años y ciento ochenta y nueve días, la italiana Emma Morano a los ciento diecisiete años y ciento treinta y siete días… Las verdaderas decanas de la humanidad llegaron hasta el umbral del abismo, hasta su último aliento; y luego se apagaron, entregándose serenamente a la ley de la naturaleza. (Como era de esperar, ningún hombre ha conseguido llegar a los ciento diecisiete años).

Con estos supuestos, los científicos aguafiestas se pusieron a investigar. Jeanne Calment solo había perdido dos centímetros de estatura, lo que resultaba imposible. Las imágenes televisivas la muestran levantándose de la silla sin necesidad de ayuda, algo absurdo a esa edad (a veces, incluso a los cincuentones nos cuesta ponernos de pie). La piel de su cara no estaba tan arrugada como debería haber estado.

También había otros detalles no cuadraban. El archivo de Jeanne, con todos sus documentos, se destruyó. Entre la documentación perdida estaba el certificado de defunción de su hija Yvonne, oficialmente muerta por pleuresía en 1934. De ahí la hipótesis: la que habría fallecido de pleuresía era Jeanne Calment y la hija habría ocupado su lugar, para no pagar los exorbitantes impuestos de sucesión y seguir cobrando la pensión de la madre. Por consiguiente, Yvonne Calment habría muerto a los noventa y nueve años: una edad notable, pero en ningún caso récord.

Esto explicaría por qué, cuando en 1975 los funcionarios del municipio de Arlés le propusieron celebrar su centenario, ella se negó, mostrándose extrañamente inquieta. Luego, con el tiempo, aceptó el papel de decana de la humanidad, y empezó a contar esas anécdotas sobre Victor Hugo, Van Gogh y Josephine Baker, que hoy no sabemos si considerar prodigios o mentiras. Como era de esperar, los franceses reaccionaron indignados: que nadie ponga en duda a la abuela de la patria. Aún hoy, en la entrada ‘Jeanne Calment’, Wikipedia habla de la «mujer más vieja del mundo», al tiempo que menciona la investigación de los científicos rusos y las dudas que su caso ha suscitado en todo el mundo. Puede que todo esto se deba a que lo que está en juego no es solo el orgullo francés, sino el sueño de la humanidad de vivir eternamente o, cuando menos, sin un límite predeterminado. Como los patriarcas antes del diluvio universal.

 

 

EL DILUVIO: MATAR A TODOS NO SIRVE DE NADA

 

En ese tiempo la tierra estaba poblada por ángeles y gigantes. El hombre convivía con seres superiores, mucho más grandes y poderosos que él. La Biblia lo relata con estas palabras: «Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la superficie del suelo y engendraron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran bellas y se escogieron mujeres entre ellas». De la unión entre los hijos de Dios y las hijas de los hombres nacieron los gigantes.

Queda la duda sobre quiénes eran los hijos de Dios. Algunos biblistas los identifican con «los miembros del consejo de la corona de Dios», es decir, los ángeles. Pero ¿los ángeles tienen sexo? ¿Podrían ser los ángeles rebeldes, caídos del cielo en la tierra? Otras hipótesis los identifican con criaturas extraterrestres, las cuales, al juntarse con los nativos de la tierra, los aborígenes —ab origene, esto es, los que están aquí desde el principio, desde el origen—, dieron vida a la especie humana tal como la conocemos en la actualidad.

Son muchas las culturas antiguas en las que encontramos huellas o ecos del paso de seres inteligentes procedentes de otros tiempos o lugares. Podría tratarse de mitos o de sugestiones, una posibilidad, al fin y al cabo. Pero en la Biblia también representan un presagio funesto.

Porque Dios está airado con su criatura, su gran obra maestra, a la que le había confiado todo lo creado.

«Al ver el Señor que la maldad del hombre crecía sobre la tierra y que todos los pensamientos de su corazón tienden siempre y únicamente al mal, el Señor se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra y le pesó de corazón».

Podemos considerar cruel a un Dios que decide borrar al hombre. Pero también puede verse como la única forma de resolver el misterio del mal. Así lo expresó el gran novelista americano Cormac McCarthy: «He visto tantas maldades que no sé cómo Dios no apaga el sol y acaba con todos nosotros».

El hombre en sí mismo no es malo, en realidad. Claro está: hay personas malvadas, las sádicas son las peores, que disfrutan del dolor injustamente infligido a los demás. Pero son una minoría. El hombre no es malo, es egoísta. En la era actual de las redes sociales es narcisista (el egoísmo es reprobable, pero fecundo; el narcisismo, en cambio, es estéril: Narciso se enamora de su propia imagen, no puede poseerse a sí mismo, y muere). Pero es posible guiar al hombre hacia el bien, especialmente si esto le hace sentirse mejor.

En la obra de Gorki Los bajos fondos, estrenada en 1902 en el teatro de Stanislavski y que, con el título El hotel de los pobres, inauguró en 1947 el Piccolo Teatro de Milán —que ocupaba el edificio donde, durante la ocupación nazi en Italia, torturaban a los integrantes de la Resistencia—, podemos leer estas palabras: «¿Qué es el hombre? No es ni tú, ni yo, ni ellos… ¡No! Tú, yo, ellos, el viejo, Napoleón, Mahoma… ¡Todos juntos somos el hombre! ¡El hombre! ¡Qué palabra tan maravillosa! ¡Hay que respetarle, no humillarle con la compasión y la caridad!».

 

 

Gorki menciona a dos grandes figuras que, para su público, tanto el cristiano como el ruso, representan sendos enemigos: el profeta del islam y el emperador francés que invadió Rusia; y esta elección no es casual. Respetar al hombre ya sería mucho; sin embargo, no basta: al hombre deberíamos amarlo.

En la época del diluvio, el hombre era joven. El libro del Génesis relata la infancia de la humanidad, en la que al hombre le queda todo por experimentar, por probar, por equivocarse. Pero Dios ya está decepcionado. Desdeñoso. El hombre lo ha traicionado y Dios decide que su espíritu no podrá estar siempre con él.

Dijo, pues, el Señor: «Voy a borrar de la superficie de la tierra al hombre que he hecho, junto con los cuadrúpedos, reptiles y aves del cielo, pues me pesa haberlos hecho».

Pero, como ocurrirá en todos los momentos más oscuros de nuestra historia, queda un justo que merece salvarse. Según una antigua tradición judía, para cada generación hay treinta y seis Justos, de los que depende el destino de la humanidad. De ahí que los que no eran judíos y arriesgaron sus vidas para salvar a los judíos de la persecución nazi recibieran el nombre de los Justos de las Naciones.

En el momento del diluvio universal, cuando por la ira divina el mundo estuvo a punto de desaparecer, el Justo que salvó a la humanidad fue Noé. «Noé obtuvo el favor del Señor».

Noé tenía tres hijos: Sem, Cam y Jafet. Dios eligió a Noé y su familia para brindar un nuevo comienzo a la humanidad. Confió en él para recuperar la esperanza en aquella criatura que había concebido y que ahora quería exterminar, aunque no del todo.

 

 

Entonces, Dios le dijo a Noé: «Por lo que a mí respecta, ha llegado el fin de toda criatura, pues por su culpa la tierra está llena de violencia; así que he pensado exterminarlos junto con la tierra. Fabrícate un arca de madera de ciprés. Haz compartimentos en el arca, y calafatéala por dentro y por fuera».

Dios explica a Noé cómo debe construir el arca: una especie de casa flotante de tres plantas, de ciento cincuenta metros de largo, veinticinco de ancho y quince de alto, con un tejado y una puerta. Luego le avisa del acontecimiento terrible que está a punto de producirse: «Yo voy a enviar el diluvio a la tierra para exterminar toda criatura viviente bajo el cielo; todo cuanto existe en la tierra perecerá. Pero yo estableceré mi alianza contigo, y entrarás en el arca con tu mujer, tus hijos y sus mujeres».

Noé no solo se salvará a sí mismo y, por consiguiente, a la humanidad, sino que Dios le encomienda la misión que le corresponde al ser humano: proteger la creación. La misma misión que nos corresponde a nosotros, que debemos enfrentarnos a otro tipo de diluvio, esta vez provocado por el calentamiento global: el derretimiento de los glaciares, las inundaciones repentinas que arrasan con todo lo que encuentran, el aumento del nivel del mar.

Como si Noé fuera su ayudante, Dios le da instrucciones: «Meterás también en el arca una pareja de cada criatura viviente, macho y hembra, para que conserve la vida contigo». Una pareja de cada especie de aves, ganado y reptiles subirá al arca junto con Noé, el cual tendrá también que recoger alimentos que les sirvan de sustento a él y a todos los animales.

No está de más recordar que hasta ese momento tanto el hombre como los demás seres vivientes son vegetarianos. Por eso en el arca el león no devorará a la gacela, el zorro no hará presa de la gallina, el águila no se abalanzará sobre el conejo, la serpiente no aplastará al ratón. Será solo después del diluvio cuando los animales más feroces se volverán carnívoros. Incluido el más feroz de todos: el hombre.

 

 

Noé obedece y empieza a prepararse. Ya no es un jovenzuelo, al contrario, ha cumplido los seiscientos años: en la época de los patriarcas, un hombre de mediana edad. Dios lo apremia a entrar en el arca porque «dentro de siete días haré llover sobre la tierra durante cuarenta días con sus noches, y borraré de la superficie del suelo a todos los vivientes que he hecho». Noé se sube entonces al arca junto con su familia y todos los animales; es el mismo Dios quien, con gesto cariñoso, cierra la puerta detrás de ellos.

Según otra versión, el diluvio duró un año completo. «Reventaron las fuentes del gran abismo y se abrieron las compuertas del cielo. El agua se hinchaba y crecía mucho sobre la tierra y el arca flotaba sobre la superficie del agua».

Las aguas del cielo y las del mar se juntan: la creación está en peligro. La tierra está sumergida, el firmamento está a punto de derrumbarse. El mundo está a un paso de volver al caos primigenio, de que se lo trague la nada. Intentemos imaginar el sufrimiento de los que han sido engullidos por las aguas, y también la pena de los que se han salvado, el sentido de culpabilidad que los acecha por haber sobrevivido, el miedo a acabar como los demás.

«El agua se hinchaba más y más sobre la tierra, hasta cubrir las montañas más altas bajo el cielo». La muerte lo cubre todo, no se salva nadie. «Perecieron todas las criaturas que se movían en la tierra: aves, ganados, fieras y cuanto bullía sobre la tierra; y todos los hombres. Todo lo que exhalaba aliento de vida, todo cuanto existía en la tierra firme, murió».

Las aguas llenaron la tierra durante ciento cincuenta días. Entonces Dios se acordó de Noé y de los animales que permanecían encerrados en el arca con él. «Dios hizo soplar el viento sobre la tierra y el agua comenzó a bajar. Se cerraron los manantiales del abismo y las compuertas del cielo, y cesó la lluvia del cielo». El agua se fue retirando poco a poco, pero pasaron otros ciento cincuenta días hasta que el nivel descendió.

El arca se posó en la cima del monte Ararat, objetivo en nuestros días de numerosas expediciones en busca de sus restos; alguna incluso afirmó haberlos encontrado.

En realidad, el mito del gran diluvio lo encontramos en muchas culturas antiguas. Para los griegos, los únicos supervivientes son Deucalión y Pirra: por cada piedra que arrojaban a sus espaldas, un nuevo hombre o una nueva mujer nacía.

En la mitología mesopotámica, el superviviente se llama Utnapishtim, el cual se encierra en un navío en forma de cubo y calafateado, muy parecido al arca. La diferencia reside en que, en este caso, la ira divina no se debe a la maldad del hombre, sino al ruido que este produce, impidiendo a los dioses descansar.

Sea como fuere, la historia tiene un final feliz; de lo contrario, no estaríamos aquí.

 

 

Lo primero que Noé pudo divisar fueron las cumbres de las montañas. Después, abrió la claraboya que había en la pared del arca y soltó un cuervo, que salió volando y regresó. A continuación, soltó una paloma para ver si el nivel del agua había menguado, pero también la paloma regresó, al no encontrar un lugar seco donde posar su pequeña pata. Entonces Noé, como un experto cetrero, alarga la mano y agarra a la paloma para volver a meterla en el arca.

A los siete días, suelta nuevamente la paloma, y esta vez la paloma vuelve al atardecer con una hoja verde de olivo en el pico.

La vida había vuelto a la tierra.

Noé soltó una vez más la paloma, que ya no volvió.

Entonces Noé abrió de par en par la claraboya y vio que la tierra estaba seca.

Del arca salió la única familia superviviente, y con ella los animales que iban a repoblar el mundo y salvar la creación. Es una escena que ha inspirado a muchos pintores y escultores de todas las épocas. Hay una obra que destaca, un mosaico en el atrio de la basílica de Venecia que muestra al león saliendo del arca. El animal arquea la columna, se despereza, hoy diríamos que hace estiramientos, como si tuviera que recuperar el control de sí mismo antes de lanzarse a una carrera rápida y feroz. Es una escena llena de color, alegre, casi divertida, rebosante de vida, con olor a primavera, a renacimiento, a un nuevo comienzo.