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Un apasionante recorrido por las historias de animales y monstruos que acompañaron o desafiaron a los dioses vikingos. Desde que Odín creó el cosmos con el cadáver del gigante Ymir hasta la batalla apocalíptica del Ragnarok, docenas de criaturas acompañaron a los dioses vikingos o combatieron contra los héroes de las sagas nórdicas. El dragón del fin del mundo es un viaje revelador por las hazañas de monstruos y animales milenarios, protagonistas de fantásticas leyendas. Lobos que devoran estrellas, perros infernales o un terrible dragón que rodea el mundo se mezclan con el caballo de ocho patas de Odín, los cerdos de combate de los vanir o las cabras de seis cuernos de Thor. José Juan Picos propone un nuevo recorrido lleno de humor y de magia, esta vez por la historia y los mitos vikingos, para mostrarnos la profunda huella mitológica que aquellos guerreros cubiertos de acero y pieles dejaron en nuestras vidas. ¿Sabías que Bluetooth era un rey danés con una caries, que algunos de nuestros apellidos más comunes tienen un origen escandinavo, o que la influencia de los poetas vikingos está presente, no solo en las películas de Marvel, sino también en El señor de los anillos o Star Wars?
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Seitenzahl: 133
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Edición en formato digital: marzo de 2025
© José Juan Picos, 2025
© De las ilustraciones de cubierta e interior,
Karina Cocq
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Ediciones Siruela, S. A., 2025
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10415-98-0
Conversión a formato digital: María Belloso
Introducción Como las cabras de Thor
Los vikingos no eran vikingos
YGGDRASILLEl árbol de la vida
1. ¡Ay, qué vaca tan salada!
2. El primer dragón
3. Cizaña de rabo peludo
4. Piel de cisne
VALHALLAEl banquete de los elegidos
6. El cerdo de nunca acabar
7. Pulpo que relincha
8. Los ojos de Odín
9. Dientes, dientes
10. ¡Arre, gato!
11. Cerdos de combate
12. La gota vikinga
MIDGARDLa Tierra
13. Los ríos de Midgard
14. Bocados de Sol y Luna
15. Los tres pies del caballo
RAGNAROKEl destino de los dioses (y de los demás)
16. Pato que aúlla a la Luna
17. Ojo con los tobillos…
18. Los colmillos del fin del mundo
19. La estranguladora
20. El último quiquiriquí
Los griegos temían a sus dioses
porque despreciaban a los
«míseros mortales».
Sin embargo, muchos kilómetros al norte,
donde la vida era más dura
y los paisajes más sombríos que
en el luminoso Mediterráneo,
los vikingos parecían
tomarse a broma a
Odín, Thor y Loki.
Sus poetas inventaban
peripecias extraordinarias,
protagonizadas por
dioses, héroes y monstruos,
que igual te provocaban
escalofríos que carcajadas.
Eso sí, como en las leyendas griegas,
en la sagas vikingas aparecen
animales que los acompañaban
y criaturas a las que combatían.
Aquí te los presentaremos
y también conocerás
la influencia de aquellos antepasados
cubiertos con pieles
en nuestro tecnológico presente.
Hacía dos lunas que el invierno cubría el fiordo. La escarcha relucía en las mantas de musgo que protegían las naves largas, con sus mástiles y remos desmontados. Dura como el corazón de un lobo hambriento, la nieve deslumbraba. Dentro, en la cabaña comunal, ya no quedaban historias que contar y todos rumiaban ideas lúgubres ante sus jarras de cerveza y sus cuernos de hidromiel. En los siete meses de frío y aburrimiento que tenían por delante, iban a hartarse de ver las mismas caras noche tras noche.
—¿Os acordáis de Alvar Alvarson? —soltó, sin venir a cuento, Gudric Gudricson. Los demás gruñeron malhumorados. ¡Cómo no se iban a acordar! Desapareció con el primer temporal y lo encontraron con el deshielo. La nieve se lo tragó y la primavera lo devolvió al mundo como si fuera una mata de fresones.
—Le habían crecido tanto las uñas y las tenía tan moradas que parecían conchas de mejillones, ¡jojojojojo!
El resto dejó de sorber y lo miraron con cara de malas pulgas; alguno, con mueca de oso viejo y solitario, los más feroces. Otro soltó un eructo que sacudió las paredes. Era un aviso: «¡Cierra la bocaza, pedazo de trol!». Pero nada, como si no fuera con él.
—Estaba yo pensando en el Ragnarok… —continuó Gudric.
El apocalipsis vikingo, un pensamiento de lo más oportuno bajo las vigas ahumadas por el fuego invernal, que proyectaba sombras temblonas en las paredes. Un par de vecinos de Gudric Gudricson echaron mano a la empuñadura de sus largos cuchillos de caza. Pero él, ni caso.
—¿Os imagináis que los gigantes, los troles y los elfos negros les arrancasen a los muertos las veinte uñas y construyeran con ellas un barco larguísimo para que nos invadieran las hordas del caos, de la noche y del invierno eterno?
Cuando se sacudieron la modorra y descifraron el sujeto y el predicado de tan larga pregunta, los camaradas del sabidillo de Gudric fruncieron las cejas con interés y los cuchillos volvieron a sus fundas. No era mal comienzo para un cuento, así que más le valía que el resto fuese igual de bueno.
—A esa nave maldita la podríamos llamar… ¡Naglfar! —Un nombre de lo más propio: «Uña lejana», porque estaría hecha de uñas y vendría del otro mundo.
—¡A mí me molaría que Loki fuese el timonel! —añadió Erik Erikson. Nada menos que el dios loco y malvado, ¡pues menuda brújula!
—¡Y que manadas de lobos negros y rojos remasen como si el mundo se fuera a acabar! —dijo otro.
—¡Es que se va a acabar, idiota! ¡Por eso se llama Ragnarok! —lo corrigió su compañero de mesa mientras le soltaba una colleja.
La conversación se deslizó como un trineo sobre paisajes apocalípticos. Los barriles de cerveza se vaciaban a pares y los siervos no daban abasto para servir pan duro con cecina ni para echar leña seca al fuego. Cuando todos acabaron con la cabeza en las mesas y roncando como jabalíes, el poblado ya tenía un montón de sagas nuevas, algún dios recién creado y, ¡cómo no!, manadas de monstruos que te dejaban el pelo blanco si tenías la desdicha de tropezarte con ellos.
A ver, la mitología vikinga no nació así, claro… ¿o sí? El caso es que cuando uno conoce las sagas, que son las leyendas nórdicas, piensa que las ha inventado una horda de piratas borrachos en un festival del humor a bordo de un drakar sin timón en medio de una tempestad de rayos y truenos con olas como castillos amenazando sus cabezas tronadas. Y tan panchos, como si no fuera con ellos, igual que Gudric Gudricson.
Si los antiguos griegos ansiaban el orden, la armonía y la templanza, los vikingos surcaban como delfines el oscuro, gélido y tormentoso mar del caos. Los poetas Hesíodo y Homero catalogaron a los dioses griegos y definieron sus orígenes y peripecias. En cambio, se diría que los bardos del norte de Europa improvisaban sus cuentos por el puro placer de dejar boquiabierta a su audiencia, por muy exagerados y alocados que resultaran. O por eso mismo. Las leyendas nórdicas que hoy conocemos también fueron recopiladas, como los cantos de la Ilíada y la Odisea. Aparecen en dos catálogos, la Edda menor o prosaica, llamada así porque está escrita en prosa, no porque sea insulsa o vulgar; y la Edda mayor, compuesta en verso. El compilador de la primera fue un islandés del siglo XII, Snorri Sturluson, mientras que la segunda, del siglo XIII, permanece anónima. La diferencia con el trabajo titánico, y genial, de Homero es que nadie se ocupó de darles forma, por lo que las sagas aparecen deshilvanadas y toscas, aunque sobradas de imaginación. Ahí tenemos otra muestra de la esencia caótica de las leyendas norteñas frente al ansia sureña de armonía. Según Hesíodo, el cosmos, palabra que significa «orden», nació del impulso de Eros, que llenó de amor y vida la oscuridad infinita del caos original. En cambio, el universo vikingo lo creó una vaca sin cuernos lamiendo el hielo y la sal del vacío. Cualquiera pensaría que aquella gente estaba como los cencerros de las cabras de Thor…
—¿Thor tenía cabras?
Thor era el dios del pueblo, el más popular y querido del panteón vikingo. Marineros, pescadores, campesinos, artesanos y pastores confiaban en él más que en Odín, el señor de las élites guerreras y de los escaldos, los poetas nórdicos. En cuanto a las cabras de Thor, nos interesan dos. Mientras que Helio, el dios griego del sol, conducía un carruaje dorado con cuatro caballos resplandecientes y fogosos, del carro de guerra de Thor tiraban un par de cabras.
—Pero ¿cabras cabras?
Cabras. Al fin y al cabo, ¿qué se puede esperar de un dios guerrero que, en vez de lanza y escudo, como la sensata Atenea, empuña una herramienta para colgar cuadros?
Bromas aparte, la mitología nórdica nos ofrece un episodio admirable por el que merece todo nuestro respeto: el sacrificio brutal de Odín, padre de dioses y mortales. A pesar de su omnipotencia, se atrevió a reconocer que no lo sabía todo. Por eso se lanzó a buscar la fuente de la sabiduría. Y la encontró, pero pagó por ella: no le costó un riñón, pero sí un ojo de la cara. Por eso llevaba un parche. Si el rey de Asgard, señor del cielo y de la tierra, pagó por el conocimiento universal el precio de quedarse tuerto, ¿cómo podríamos renunciar nosotros a estudiar, a aprender y a conocer con entusiasmo, constancia, disciplina y entrega? ¿Cómo nos atreveríamos a despreciar la memoria, utilísima herramienta de estudio y fuente de vida (y de arte) gracias a los recuerdos? Generaciones de poetas griegos y vikingos memorizaron sus mitos para que llegaran hasta nosotros. Por suerte, unos y otros inventaron abecedarios —alfabeto y runas— para que hoy disfrutemos de tanta maravilla, aunque los griegos empezaron a escribir ocho siglos antes, por eso conservamos más textos.
En Animales divinos. Fauna mitológica de la Antigua Grecia, nos ocupamos, entre otros, de Argos, el perro más fiel de la literatura occidental; de Pegaso, el asombroso caballo alado; del discreto mochuelo de Atenea, o de las focas mediterráneas de Anfitrite, diosa de los mares tranquilos. Pero aquí conoceremos a un caballo con ocho patas, a dos gatos que trabajan como mulas, a un lobo que se quiere comer la luna, a un cerdo de combate y a las cabras de Thor, claro. Y también despertaremos a un par de dragones, ¿o qué sería de la mitología sin los escamosos guardianes de tesoros?
LA HUELLA MITOLÓGICA:
NUESTROS APELLIDOS
En recuadros como este conoceremos la insospechada influencia de la mitología vikinga en nuestras vidas. Por ejemplo, el origen de los apellidos españoles del siglo XXI. Gudric Gudricson, Alvar Alvarson y Erik Erikson son tres invenciones para ilustrar una teoría (hay otras) sobre su origen. Un patronímico es un apellido formado a partir del nombre del padre: Gudricson significa «Hijo de Gudric»; Alvarson, «Hijo de Alvar»; y Erikson, «Hijo de Erik». Así, los vikingos distinguían a los tocayos, aunque también recurrían a apodos basados en el aspecto o en el carácter: Erik Hacha sangrienta o Ragnar Calzones peludos. Erik el Rojo colonizó Groenlandia en el siglo X. Tuvo tres hijos tan audaces y pelirrojos como él: Thorvald, Thorsteinn y Leif el Afortunado, pioneros de la exploración de Norteamérica; su apellido era, claro que sí, Erikson. Snorri Sturluson, el escaldo recopilador de la Edda menor, era, por lo tanto, «hijo de Sturla», un legendario caudillo islandés.
Los historiadores consideran que la cuna de los visigodos, que reinaron en España del siglo V al VIII, fue la isla sueca de Gotland. De hecho, hasta 1973, los reyes de Suecia ostentaban el título de reyes «de los suecos, godos y vándalos». Los godos, por lo tanto, eran primos hermanos de los vikingos y trajeron a la península ibérica alguna costumbre común. Por ejemplo, los apellidos patronímicos. Así, Álvarez significa «hijo de Alvar(o)»; Gutiérrez, «hijo de Gutier»; y Enríquez, «hijo de Enrique». Como tarea, te dejo que deduzcas de dónde vienen Fernández, Martínez y Pérez…
Si viajas a Groenlandia, territorio autónomo del Reino de Dinamarca, observa dos precauciones: meter en el equipaje ropa de abrigo y no llamar «esquimal» a un esquimal. Estos amerindios no llevan nada bien ser conocidos como «devoradores de carne cruda», que es lo que significa ese gentilicio. Tampoco los llames skreling, como les decían los antiguos escandinavos, pues significa «bárbaro». Prefieren que los llamemos inuit, «el pueblo». Algo parecido podría pasar con los vikingos si quedase alguno fuera de las pantallas, los libros y los videojuegos. «Vikingo» es una antigua palabra nórdica que significa «pirata» o «saqueador». A lo mejor, los primeros norteños que saquearon las costas británicas te habrían palmeado la espalda entre risotadas por llamarles lo que eran, pues estarían orgullosos de ser unos forajidos. Pero no todos fueron así. Es más, ni siquiera hubo un pueblo al que podamos llamar vikingo. Lo hacemos por no complicarnos la vida, aunque, ya que estamos, te la voy a complicar dos o tres párrafos…
Escandinavia es la región continental europea más septentrional, y está compuesta por tres países: Dinamarca, Suecia y Noruega. A mediados del siglo VIII, ninguno de ellos existía. Los escandinavos se desperdigaban en granjas muy separadas unas de otras y lideradas por un caudillo con una escolta de guerreros. Los noruegos vivían encajonados entre los Alpes escandinavos y el mar; los daneses tenían olas por tres lados y oleadas de francos a caballo al sur. A los niños daneses y noruegos no les quedaba otra que mirar al océano; así que, cuando crecían, si eran hábiles con la espada, pero no tenían oficio ni beneficio, se echaban al Atlántico para ganar fama y enriqucerse de dos modos. Los pioneros fueron los noruegos, quizá los más vikingos de todos, que partieron en sus naves largas con cabezas de dragón para devastar las costas de Irlanda y Britania; se cebaron, sobre todo, con los monasterios, ricos e indefensos. Ya en el siglo IX, los daneses fueron detrás; empezaron pirateando, pero le cogieron gusto al clima inglés y a su geografía, con llanuras más fértiles que las suyas, ventosas y arenosas. Por eso fundaron colonias agrícolas, idea a la que se apuntaron los noruegos. Aunque estos flamantes campesinos no olvidaron nunca el manejo de la espada ni la tentación de un botín, quizá se tomaran a mal que hoy los llamásemos «piratas». Es más, los europeos medievales los conocían como «daneses», «hombres del norte», «extranjeros armados de furia maligna» y «paganos»; los musulmanes los llamaban «magos» porque eran infieles y supersticiosos, pero nadie los llamaba vikingos.
LA HUELLA MITOLÓGICA: BLUETOOTH
Llamamos bluetooth a la tecnología inalámbrica que permite conectar varios dispositivos entre sí. Su nombre nació de una novela histórica de 1941, The Long Ships («Los barcos largos»), del sueco F. G. Bengtsson. En ella aparece un personaje real, el rey Harald Blatånd, alias Bluetooth («diente azul»). El mote se debe a que tenía un diente morado por culpa de una caries (recuerda cepillarte los dientes con regularidad). Pues bien, en 1998, un ingeniero informático que leía la novela, Jim Kardach, se enteró de que Harald unificó Dinamarca y Noruega en el siglo X, así que le pareció de perlas usar el apodo para bautizar su protocolo unificador de dispositivos. De hecho, el símbolo de bluetooth es la combinación de dos runas vikingas: Hagall () y Berkana (), las iniciales de Harald Blatånd, alias Diente Azul.
Por su parte, los suecos vivían entre bosques y pantanos, así que levaron anclas hacia el este y fundaron factorías comerciales desde el Báltico hasta el mar Negro. Estos mercaderes nórdicos se llamaban varegos, es decir, «gente de palabra», o sea, poco vikingos. Después de fundar el reino medieval de Kiev, hoy capital de Ucrania, también los llamaron rus, origen del gentilicio ruso. Comerciando con pieles, ámbar y esclavos, alcanzaron la capital del imperio bizantino, Constantinopla, la actual Estambul. Como les gustaban el sol y la buena vida, muchos se enrolaron como mercenarios en la guardia imperial (hoy siguen veraneando, pero en Benidorm y Tenerife, aunque sin alistarse en la Guardia Real).
Sus paisanos del oeste de Europa, ávidos de aventuras y tesoros, abandonaban regularmente Inglaterra para arrasar el continente a su antojo: París ardió por los cuatro costados, saquearon la Sevilla musulmana en el 844 y subieron por la costa levantina. Una flotilla vikinga entró por el Ebro quince años más tarde para secuestrar al caudillo pamplonés García Íñiguez, que pagó setenta mil monedas de oro como rescate. Los hombres del norte saltaron a Italia y llegaron hasta Bizancio, donde cerraron el círculo al encontrarse con los varegos (el círculo fue uno de los símbolos más frecuentes de los mitos y del arte vikingos: uno de sus monstruos más aterradores, el dragón que da título a este libro, tenía esa forma). Hoy en día, Normandía y la capital de Irlanda, Dublín, aún se enorgullecen de su pasado vikingo; en Sicilia hubo reyes normandos que eran descendientes de piratas vikingos, aunque la huella griega en la isla ensombrece toda presencia posterior.
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