El dueño de su virtud - Miranda Lee - E-Book
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El dueño de su virtud E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

Al final de este año, ya no seré virgen Violet, una chica tímida y precavida, siempre había vivido apartada del mundo, pero ya estaba harta. ¿Sus propósitos para el Año Nuevo? Aceptar todas las invitaciones para ir de fiesta y encontrar a un hombre que le arrebatara la pureza. Y apareció Leo Wolfe, un productor cinematográfico de fama mundial, que era el poder, la riqueza y la atracción personificadas. Si había un hombre que pudiera apartar a Violet del camino de la virtud, era él. ¿Pero estaba ella preparada para seguirlo adonde quería llevarla?

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Miranda Lee. Todos los derechos reservados.

EL DUEÑO DE SU VIRTUD, N.º 2246 - julio 2013

Título original: Master of her Virtue

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3445-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Ya estás lista para marcharte, Violet? –le preguntó su padre desde la cocina.

–Un momento –contestó ella. Estaba contenta de que las vacaciones de Navidad hubieran terminado y poder volver a su vida en Sídney.

Mientras echaba una última ojeada a la habitación pensó que antes le gustaba la Navidad. Y también esa habitación, antes de que le llegara la pubertad y su mundo infantil cambiara para siempre.

Entonces, la habitación se convirtió en una prisión, bonita y con todas las comodidades, pero una prisión, al fin y al cabo.

–Es hora de irse, Violet –dijo su padre desde el umbral–. No vayas a perder el avión.

«¡No, por Dios!», pensó ella mientras se echaba al hombro una bolsa y agarraba una maletita. Cuatro días en casa de sus padres eran más que suficientes, no solo porque le evocaba muchos recuerdos, sino también por los interminables interrogatorios a los que, sin mala intención, la había sometido su familia, sobre todo el día de Navidad, sentados a la mesa, cuando los hijos de su hermana habían ido a bañarse a la piscina. ¿Qué tal le iba en el trabajo? ¿Y la escritura? ¿Y su vida sentimental?

Al final siempre llegaban a su vida amorosa o, mejor dicho, a su falta de ella.

Cuando les dijo, como hacía todos los años, que no salía con nadie, Gavin, su hermano, le preguntó con mucho tacto si era lesbiana. Los demás comenzaron a gritarle, sobre todo su cuñado Steve, casado con su hermana Vanessa. Todos se rieron cuando dijo que, si Violet era lesbiana, él era gay.

Después habían cambiado de tema. Pero al día siguiente, mientras ella estaba con Vanessa recogiendo la cocina, su hermana le había preguntado:

–Sé que no eres lesbiana, Vi, pero ¿sigues siendo virgen?

Violet le había mentido diciéndole que había perdido la virginidad en la universidad.

No estaban muy unidas ni había mucha confianza entre ellas. Vanessa era ocho años mayor y nunca habían estado en la misma onda.

De todos modos, le parecía increíble que su familia creyera que sus relaciones con el sexo opuesto le resultarían fáciles. Un grave y persistente acné había arruinado su adolescencia y, de ser una niña feliz y abierta, se había convertido en una chica tímida e introvertida. El instituto fue una tortura debido a las burlas y al acoso de sus compañeros. Era habitual que volviera a casa llorando.

Su madre le compró todos los productos que había en el mercado, pero ninguno le dio resultado. Lo que no hizo fue llevarla al médico. Y no se curó del acné hasta que la orientadora escolar la llevó a su doctora.

Esta le había prescrito una loción antibiótica y la píldora anticonceptiva para corregirle el desequilibrio hormonal que le provocaba el acné. Los granos habían ido desapareciendo, pero le dejaron cicatrices. Además, Violet se dedicaba a comer a todas horas para aplacar la ansiedad, por lo que había ganado mucho peso.

Al final resolvió ambos problemas con una dieta sana, ejercicio y sesiones interminables de rayos láser en las que se dejó la herencia de diez mil dólares que había recibido de una tía abuela.

Pero las cicatrices emocionales que le habían dejado los años de baja autoestima en una época crucial de la vida no se le curaron tan fácilmente. Le seguía faltando seguridad en sí misma y en su aspecto, y le resultaba difícil creer que resultara atractiva a los hombres. Dos le habían pedido una cita, pero ella los había rechazado.

Era cierto que ninguno de los dos poseía las cualidades que ella deseaba en un hombre: no eran guapísimos, ni siquiera encantadores. No se parecían a los irresistibles héroes de las novelas románticas que había devorado en las largas horas que pasaba en su prisión.

Violet miró las estanterías, en las que todavía había algunas de esas novelas. Llevaba años sin leerlas, ya que sus hábitos de lectura habían cambiado con el paso del tiempo.

En la universidad tuvo que leer a Shakespeare y a los clásicos, además de literatura inglesa moderna, que era en lo que se había licenciado. Y también leía las novelas no publicadas que le enviaba Henry, un agente literario que le pagaba por leerlas. Con el tiempo se convirtió en la ayudante de Henry, por lo que leía numerosos superventas de todo el mundo para estar al día.

De pronto sintió la necesidad de comprobar si aquellas novelas románticas le seguirían resultando tan fascinantes como antes. Dejó la maleta en el suelo y buscó en la estantería una de sus preferidas, que contaba la historia de un pirata que secuestraba a una noble inglesa de la que se enamoraba.

–Vamos, Violet –su padre estaba impaciente.

–Un momento –replicó ella mientras miraba la fila de libros.

Allí estaba: la reconoció con alegría.

–Buscaba algo para leer en el avión –dijo mientras la metía en la bolsa.

Despedirse de su madre era difícil, ya que siempre lloraba.

–No esperes hasta la próxima Navidad para venir, cariño –le pidió su madre.

–De acuerdo, mamá –respondió Violet.

–Prométeme que vendrás en Semana Santa.

–Lo intentaré, te lo prometo.

Su padre no habló durante el trayecto al aeropuerto. No hablaba mucho. Era fontanero, un hombre sencillo y bueno que quería a su esposa y a su familia, aunque su preferido era Gavin, que también era fontanero. Vanessa estaba más unida a su madre, en tanto que Violet... Ella era la rara de la familia en todos los sentidos.

No se parecía a ninguno de sus progenitores. Era mucho más alta y tenía más curvas que Vanessa y su madre y, aunque los ojos y el cabello castaños eran como los de su padre, este, al igual que su hermano, era bajo y delgado.

Pero no solo su aspecto difería del de su familia: también tenía un cerebro distinto. Poseía un cociente intelectual de ciento cuarenta, una estupenda memoria, una mente analítica y talento para escribir. El año anterior había abandonado sus intentos de escribir su primera novela al ser incapaz de pasar del tercer capítulo.

Pensaba que su capacidad para la escritura se hallaba más bien en su habilidad para poner en palabras originales y estimulantes sus pensamientos. En el instituto, sus redacciones habían sorprendido a sus profesores, que la animaron a participar en un concurso cuyo primer premio era una beca para estudiar en la Universidad de Sídney.

La ganó y se fue a estudiar a esa ciudad. Halló alojamiento en casa de Joy, una viuda a la que ayudaba a limpiar la casa y a hacer la compra a cambio de un alquiler simbólico. Aún así, su padre tuvo que darle dinero para llegar a fin de mes hasta que encontró el trabajo de lectora.

Violet se había dado cuenta de que no quería depender de nadie, sino valerse por sí misma. A pesar de su falta de seguridad en cuanto a su físico, se sentía segura en otros aspectos de su vida: hacía bien su trabajo, cocinaba bien y era buena conductora gracias a Joy, que le había prestado el coche para que se sacara el carné. No se había comprado un coche porque prefería ir a trabajar en autobús, ya que aparcar en la ciudad era muy complicado.

Si tuviera una intensa vida social, se habría comprado un coche. Pero no la tenía, lo cual la molestaba. No era que se quedara siempre sola en casa. Salía con Joy, que, a pesar de sus setenta y cinco años y la artritis que padecía, seguía llena de energía. Los sábados por la noche iban a cenar, normalmente a un restaurante asiático, y después al cine.

Violet estaba contenta con la vida que llevaba. Ya no era desgraciada ni estaba deprimida como años antes. Pero secretamente anhelaba salir con un hombre y hacer algo con respecto a su virginidad.

Sonrió con ironía al pensar en el libro que llevaba en la bolsa. Lo que necesitaba era un pirata sexy que la secuestrara y la violara antes de que se diera cuenta.

Por desgracia, era poco probable que sucediera en aquella época.

–No hace falta que te bajes, papá –dijo cuando llegaron al aeropuerto.

–Muy bien. Dame un beso.

Violet lo besó en la mejilla.

–Adiós papá. Cuídate.

Unos minutos después estaba sentada en la sala de espera leyendo la historia del capitán Strongbow y lady Gwendaline. Al embarcar ya había leído la mitad y cuando el avión comenzó a descender estaba en el último capítulo.

La historia era como la recordaba: una trama llena de acción, las escenas de amor muy explícitas y el protagonista muy sexy. Pero había una diferencia con respecto a su recuerdo: la heroína tenía una personalidad mucho más fuerte y no se dejaba dominar por el capitán tanto como Violet creía. Le hacia frente constantemente, y al comprobar que iba a tener relaciones sexuales con ella con su permiso o contra su voluntad, decidía no resistirse porque quería sobrevivir, no por miedo y debilidad. Y se enfrentaba a la prueba con valor, sin llorar ni suplicar, sino levantando la barbilla, desnudándose y haciendo lo que debía hacer.

Que el sexo con su captor resultara placentero dejaba perpleja a lady Gwendaline. Pero no era una víctima ni se mostraba débil. Era una superviviente porque tomaba decisiones que después llevaba a cabo.

Violet ahogó un suspiro mientras cerraba el libro y lo guardaba en la bolsa. Le gustaría ser tan valiente como la protagonista, pero ni siquiera se atrevía a salir con un hombre.

De pronto se dio cuenta de que no seguían descendiendo, sino que volvían a ascender, y muy deprisa. Antes de que tuviera tiempo de asustarse, se oyó la voz del piloto:

–Señoras y señores, les habla el comandante. Tenemos un pequeño problema técnico con el tren de aterrizaje. Habrán notado que hemos dejado de descender. Hemos tenido que ascender de nuevo y nos mantendremos a esta altura hasta haber solucionado el problema. Por favor, mantengan los teléfonos y los portátiles apagados. No hay motivo de alarma. Les mantendremos informados. En breve volveremos a descender.

Por desgracia, no fue así. Estuvieron esperando veinte tensos minutos y al final el comandante les dijo que tendrían que realizar un aterrizaje de emergencia.

Violet no entendió sus explicaciones porque el pánico se había apoderado de ella. Se produjo un tenso silencio mientras se disponían a aterrizar. A los más de ciento cincuenta pasajeros no les había tranquilizado la sangre fría del comandante ni que les hubiera asegurado que en la pista se habían tomado las medidas necesarias para cualquier emergencia.

La realidad era que podían morir todos.

Violet deseó no haber visto tantos documentales sobre accidentes aéreos. Los supervivientes decían que toda su vida les pasaba por la mente durante aquella experiencia cercana a la muerte. A ella no le sucedió lo mismo, ya que lo único que pensó en aquel momento fue que iba a morir virgen, sin saber lo que era el amor, el sexo ni la pasión.

Y todo por su culpa. Entonces se hizo una promesa: si sobrevivía, cambiaría y aceptaría cualquier cita que le propusieran.

También dejaría de ir a un gimnasio exclusivamente femenino, se vestiría más a la moda, se maquillaría, usaría perfume y joyas. Creería lo que viera en el espejo, no lo que le indicara su mente. Y se compraría un coche, pues lo iba a necesitar al salir más.

Ya era hora de olvidarse del pasado y de enfrentarse a un futuro muy distinto.

«Si tengo futuro», pensó.

Cuando el avión tomó tierra, rezó en silencio. Las ruedas derraparon un poco en la espuma que se había echado en la pista, pero se agarraron a ella. Todos los pasajeros comenzaron a reírse y a aplaudir, a abrazarse y a besarse.

Violet jamás se había sentido tan feliz. Tenía una segunda oportunidad, y no la iba a desaprovechar.

Capítulo 2

Leo estaba sentado en la terraza del piso de su padre, que daba al puerto, bebiendo una copa de vino tinto cuando oyó que sonaba un teléfono en el interior. No era el suyo, ya que siempre lo llevaba consigo.

–¡Henry, el teléfono!

No había llamado a su padre «papá» desde que se fue a Oxford a estudiar Derecho, y de eso hacía más de veinte años. Siempre habían estado muy unidos, pues la madre de Leo había muerto cuando él era muy pequeño y su padre no se había vuelto a casar.

Cuando Leo se fue a la universidad ya eran más amigos que padre e hijo. Henry propuso que se llamaran por el nombre de pila, y Leo lo aceptó de buen grado.

Iba a levantarse a contestar cuando el teléfono dejó de sonar, por lo que siguió bebiendo y disfrutando de la vista del puerto de Sídney.

Cuando, ocho años antes, Henry anunció que se iba a jubilar y a vivir a Australia, Leo se lo tomó con escepticismo. Su padre, al igual que él, era un londinense de pies a cabeza.

Henry era agente literario. Su esposa, que murió a causa de una meningitis a los treinta años, había sido escultora. Aunque no se había vuelto a casar, se le había relacionado con muchas mujeres a lo largo de los años, todas ellas artistas de un modo u otro: bailarinas de ballet, pintoras y, por supuesto, escritoras. ¿Cómo un hombre de sus gustos iba a ser feliz en Australia que, aunque ya no era el desierto cultural de antaño, no podía compararse con Londres?

Leo creyó que su padre se aburriría en seguida. Pero no había sido así. No se jubiló, sino que comenzó a trabajar desde su casa y representaba a diversos escritores australianos. Se había centrado en la novela negra y pagaba a una serie de lectores para que leyeran los manuscritos.

Uno de ellos había resultado ser una mina. Era Violet, una estudiante con la capacidad de distinguir el verdadero talento, así como de sugerir las correcciones que convertían un manuscrito prometedor en un superventas. Henry se tomaba muy en serio los consejos y opiniones de Violet, lo que se había traducido en una sucesión de superventas.

Pronto, la agencia literaria Wolfe se convirtió en la agencia a la que debía pertenecer todo escritor de novela negra.

Henry contrató a Violet como ayudante cuando esta acabó la carrera, y fue entonces cuando se compró el piso en el que en aquel momento se hallaba Leo.

A este le había impresionado la vivienda, y también Sídney, una ciudad preciosa, con un clima maravilloso y un montón de cosas que ver y hacer. No había tantos teatros y museos como en Londres, pero los restaurantes eran de primera, había buenas tiendas y las playas eran para morirse. Por no hablar del puerto.

Leo llevaba allí una semana disfrutando de lo atractiva que resultaba la ciudad para la gente procedente de la oscura y triste Inglaterra. Era estimulante ver brillar el sol en un cielo despejado.

Al menos a él le resultaba estimulante, ya que últimamente se encontraba algo deprimido porque su última película había fracasado en la taquilla, lo cual le había resultado muy duro después de haber hecho, en los diez años anteriores, varias películas seguidas que habían tenido mucho éxito.

Uno de los motivos por los que había aceptado la invitación de su padre de pasar la Navidad y el Año Nuevo con él había sido el de alejarse de los medios de comunicación. Cuando volviera a Inglaterra, esperaba que los críticos hubieran hallado a otro a quien lanzar sus dardos envenenados. ¡Su película no era tan mala!

Se estaba terminando la copa de vino cuando su padre entró en la inmensa terraza con la botella y una copa en la mano.

–¡No me lo puedo creer! –exclamó Henry mientras se sentaba y se servía vino.

Tenía la irritante costumbre de comenzar la conversación con una afirmación de ese tipo, de la que no ofrecía explicación alguna hasta que no le preguntaban.

–¿El qué?

Henry volvió a llenar la copa de Leo antes de responder.

–Ha llamado Violet, mi ayudante. Dice que va a venir a la fiesta de Nochevieja.

Leo sabía que Violet era muy inteligente y muy poco dada a las relaciones sociales. Henry le había dicho que, aunque no era fea, vestía muy mal, sin estilo y sin seguridad en sí misma como mujer. Lo acompañaba a comer o a tomar un café, pero nunca iba con él a las comidas con clientes ni a ningún otro tipo de reunión social.

Henry era un tipo muy sociable. En Londres, sus fiestas de Nochevieja habían sido legendarias. Violet nunca había ido a ninguna de ellas, ni siquiera cuando se fue a vivir a aquel piso, desde donde podían verse los famosos fuegos artificiales del puerto a medianoche.

Parecía que vivía con una viuda y que nunca había tenido novio, según Henry. Leo pensó que tal vez hubiera tenido una mala experiencia sexual que la impulsara a rechazar a los hombres.

–¿Le has dicho que es una fiesta de disfraces?

Henry había estipulado que los invitados deberían ir disfrazadas de un personaje de película.

–Sí, y no parece haberse inmutado.

–Es incluso más sorprendente –Leo pensó que tal vez su padre estuviera equivocado con respecto a la personalidad de su ayudante. Tal vez tuviera una vida amorosa secreta–. ¿Qué disfraz elegirá?

–Quién sabe, pero espero que alguno más imaginativo que el tuyo.

–Vamos, Henry, no esperarías que me pasara toda la noche con leotardos verdes y un sombrero con pluma.

–Serías un estupendo Robin Hood con tu cuerpo atlético.

Leo estaba en forma, pero tenía cuarenta años, no veinticinco.

–Creo que el personaje que he elegido me va mejor.

–¿Porque eres un mujeriego?

A Leo le sorprendió el comentario de su padre, ya que no se consideraba un mujeriego. Era cierto que se había casado dos veces y que siempre iba acompañado de una joven y atractiva actriz a todos los actos sociales a los que acudía.

Pero lo que nadie sabía era que no se acostaba con ellas. Ya no. Había aprendido de sus errores. La única mujer con la que se acostaba era Mandy, una divorciada de cuarenta años adicta al trabajo que tenía una agencia de actores en Londres y que era la discreción personificada sobre la relación exclusivamente sexual que mantenían.

–No soy un mujeriego –aseguró Leo, molesto.

–Claro que lo eres. Lo llevas en la sangre. Eres como yo. Quería mucho a tu madre, pero a veces pienso que fue una bendición que se muriera cuando lo hizo, porque no le habría sido fiel. La habría hecho desgraciada, como tú hiciste a Grace.

–No fui infiel a Grace –masculló Leo– y no la hice desgraciada.

Por lo menos hasta después de que él le pidiera el divorcio. Hasta entonces ella no se había dado cuenta de que no la quería y de que nunca la había querido, aunque no era eso lo que él creía cuando le pidió que se casaran. Pero entonces tenía veinte años y ella estaba embarazada. Había confundido el sexo con el amor.

Cuando Liam nació, Leo se enamoró de su hijo y trató de que el matrimonio funcionara por el bien del niño. Al final, al cabo de nueve años, pidió el divorcio a Grace. Comenzaba a interesarse por el mundo del cine y quería cambiar algo más que su profesión. No le gustaba ser abogado y ya no podía soportar hacer el amor con una mujer a la que no quería.

Grace no lo castigó y le concedió la custodia de Liam. Seguían siendo buenos amigos.

Pero Leo no había olvidado el dolor en sus ojos, y se prometió que no volvería a causar semejante dolor a otra persona. Y no lo había hecho, ni siquiera cuando se divorció por segunda vez.

–¿De verdad, Leo? Entonces, ¿cuál fue el problema? No me has explicado las razones de tu primer divorcio. Supuse que habría otra mujer.

–No la había. Simplemente dejé de querer a Grace.

–Siento haberte juzgado mal, pero podías habérmelo dicho.

–No quería hablar de ello. Supongo que me avergonzaba de mí mismo.

–No hay que avergonzarse de ser sincero. Así que no le fuiste infiel. Supongo que no pasó lo mismo en tu segundo matrimonio.

Leo se echó a reír con algo de amargura.

–La infidelidad fue un factor importante en ese divorcio, pero no la mía.

Henry frunció el ceño antes de llevarse la copa a los labios.

–¿Helene te fue infiel?

Leo volvió a reír.

–Lo dices como si fuera imposible.

Henry miró fijamente a su hijo: un hombre muy guapo, con mucho éxito y mucho encanto. Desde niño, a las mujeres les había resultado irresistible.

Su tía Victoria lo adoraba y le proporcionó el cariño y la atención de una madre, así como el amor por la música y el cine.

En las vacaciones de verano lo llevaba al extranjero para que conociera las maravillas del mundo y otras culturas. También le enseñó a escuchar, y por eso las mujeres lo encontraban tan atractivo, además de por su belleza, que era cosa de familia.

A Henry le parecía imposible que una mujer buscase a otro hombre estando con Leo.

–¿Con quién se acostaba esa tonta? ¿Con alguno de los actores protagonistas de sus películas?