El engañoso bien de las palabras - Jorge Cela Trulock - E-Book

El engañoso bien de las palabras E-Book

Jorge Cela Trulock

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Beschreibung

Una reina que solo come espárragos del desierto del Goby, un otoño que llega pero no pasa, urogallos que torturan a escribientes reales..., cuentos hilarantes que juegan con el fantástico y el esperpento. Historias cargadas de humor que harán las delicias de todos los amantes de la buena literatura.

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Jorge Cela Trulock

El engañoso bien de las palabras

 

Saga

El engañoso bien de las palabras

 

Imagen en la portada: Shutterstock

Copyright ©2016, 2023 Jorge Cela Trulock and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728375082

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

EL PICO DEL UROGALLO

Para mis hijos, Jorge y Camilo

El pico del urogallo asomaba por encima de la T más alta del navío. Se recortaba en el cielo azul, por donde hacía bien poco pasó Fernando con su avión camino del desierto para caer una y otra vez en poder del moro. Así lo relataban las cartas, ya con el tiempo convertidas en documentos, de la señora francesa, elegante, con algunos años de más para ella, pero que para los amigos y allegados no le sobraban. Había perdido juventud, claro, pero había ganado en otras cosas, mientras el marido volaba hacia el desierto para quizá volver a salvar a su amigo español, el primo del que esto escribe, según las susodichas cartas.

Fueron todos los tiempos unidos en ese momento en el que la mano se echa a volar con la palabra, siempre la primera, a buscar lo que el futuro nos va trayendo en forma de tiempo ya ido, de momentos vividos quizá, de momentos imaginados quizá, de momentos siempre vivos en algún tiempo. La mano que se escapa por las rejas del ventanuco para ver si el aire, siempre libre, se pega a la piel o a la esperanza. En algún pueblo de oriente, que según dicen son tan sabios y todo eso de las culturas milenarias, piel y esperanza es lo mismo, sus sonidos son iguales, sus significados son iguales. El aviador cayendo cada dos por tres, unas veces el aviador español, otras el francés, y cuando uno caía, el otro, al enterarse, cogía el avión y se iba a por el otro y lo rescataba heroicamente por la noche de entre las jaimas de los moros en pleno desierto, por el día, cambiándolo por unas monedas, entonces pesetas o francos, hoy sería euros de factura española o euros de la France, a lo imperial. Y aquellas vidas tan distintas, uno iba para tonto y otro ya era escritor. Fue fácil lo de que uno ya era tonto y el otro escritor, por las fechas de las cartas, después fueron llamados pomposamente documentos por los que aquellos escritos estudiaron, también ayudaron a descifrar sus cacúmenes las conversaciones con la viuda, quien, por cierto, no llegó a conocer a la viuda del otro, esto es, de alguna forma la colega.

Todo iba ocurriendo, ahora mismo, entonces, mezclándose la verdad con la mentira o la realidad con lo otro, mientras Luis oía con interés las palabras que no llegaban a pronunciarse y las entendía lo suficiente como para contárselo a Manolo. Luis, el cartero, así lo conoceremos de ahora en adelante. Manolo, el revolucionario, el condenado a muerte, y de ahí no pasó, entre otras cosas porque era menor de edad cuando cometió sus revoluciones. Miraban cómo iba saliendo el relato por los aires y cómo las palabras se iban colocando en su sitio, entre los libros de la estantería, los periódicos de la mesa, los cuadros de las paredes. El cuadro de Antonio, el cuadro de Pepe, el cuadro de la Chunga, entre los libros La Regenta, de Leopoldo Alas, La flor de las acacias, de Jorge Cela, escritores distintos entre ellos, distintos al aviador francés Saint-Exupéry, autor del príncipe de los aires. De Burdeos al Sahara hay una tirada, ya lo creo. Las distancias que la tierra y el aire y el tiempo colocan entre dos cosas. Cuando se hace un hueco, cuando termina algo, cuando se abre el puente, cuando el día acaba y la noche se presenta con el túnel abierto a nada. Es el momento de pedir que lo nuevo aparezca a cada instante. Ya habéis llegado, de acuerdo, ¿y qué? Todo se tiene que ir cumpliendo en el corazón, en los ojos, en el tacto sobre la piel, sobre la piel, sobre el pan nuestro, poco importa que sea de Hermógenes, de Casablanca, de Cala Millor, de la tahona “La espiga de oro” para que sea el pan nuestro de cada día, si no nos meten el que les quedó sin vender. El viento abre también sus huecos cuando se lanza enérgico contra las praderas de uñas de león, verdes, más verdes otras, llenas de agua, carnosas de agua, como el dromedario y el camello, los que no conviene olvidar sobre el mostrador al salir del bar. Tengo que inventar el movimiento continuo de la palabra mientras los bañistas se arriman al rincón del sol que más calienta, a la pared que mejor les defiende del viento.

Manolo, mientras Luis y yo andábamos de juerga literaria, estaba en capilla, condenado a muerte, condenado a muerte con nueve más, algo habrían hecho para los otros pero, la pena de muerte no, la muerte nunca, porque además, a lo mejor, como les ocurre a los árabes, según dicen, Dios está esperando a que lleguen para colmarles de bondades, de dulces, de esperanzas conseguidas, huríes que quitan el hipo, y entonces la pena se convierte en la llave que te abre todos los beneficios de la vida eterna. Pero allí estábamos los tres, o los cuatro, o todos, cumpliendo el papel asignado por el hombre, por Dios, por la política, por la sociedad, por la economía. Veíamos, dice el cielo azul de frío, raso, estrellado, del invierno de la meseta norte.

Había gaviotas, dice Manolo, que llegaban desde el mar, desde alguna charca cuando descansan de sus grandes viajes en busca de lo bueno, y les decíamos adiós con las manos que se nos helaban al sacarlas más allá de las rejas a volar en esos atardeceres, en esas noches de invierno.

Luis y yo, vestidos de ejecutivos menores, saludábamos con educación a los aviadores, a sus santas esposas, a las autoridades del ministerio que, al fin, nos habían autorizado a echar por televisión la información de nuestra fiesta. Eran tiempos, como todos, de redactar instancias y sonreír a las autoridades. Llevábamos la gorra en las manos y les dábamos la vuelta, para un lado, para otro, mientras llegaba el veredicto del mandamás, del padre de la novia, mientras el moro aceptaba el presente para liberar al aviador detenido.

Las líneas de los caminos se juntan de pronto, los norteamericanos les llaman junction, y hasta hay lugares que se llaman Junction Creeck o Junction Peak, o algo parecido, lugares respetables, sin duda, que salen en las terribles películas de las terribles televisiones, uniones de caminos, uniones de recuerdos, de vidas que no nacieron paralelas como las de Plutarco para poderse algún día unir o juntar hasta que la muerte les separe hombres o mujeres o cosas parecidas. Uno esperaba la noticia de la sentencia que seguro que sería rigurosa, quizá la más rigurosa porque así son las penas contra los delitos inventados, los que el pensamiento inventa. Entonces el dictador no consentía que nadie se saliera del plato, todos los gatos quieren zapatos, pues tampoco. La libertad, dicen los doctos, termina donde empieza la libertad del otro, ¿no será del potro? Lo malo es cuando el otro es todo: juez, parte, dueño de la palabra, y quiere ser también dueño del pensamiento. Uno veía cómo las gaviotas volaban sin necesidad de conocer la libertad, sin conocer la palabra libertad, porque ellas son la misma libertad. Un rayo de la historia le llevó a vivir lo que ya entonces no era más que el futuro hecho esperanza, hecho vida para vivir.

Repito la historia tontamente, sin necesidad de mirar para atrás, porque lo que no está delante no existe. Repetimos la historia, eso que se dice de tropezar siempre en la misma piedra. No fue verdad lo del aterrizaje en la luna, alunizaje, precisarán los sabios de hace nada. No fue verdad tampoco que amaneciera entonces con la súbita aparición del sol por detrás de la montaña, donde está el pico de la Golodrina, otros dicen del Urogallo, no fue verdad que un seis de agosto muriera el inventor de la bondad. Nada lo fue, y la vuelta sobre esas cosas a nada conduce ahora que los niños infinitos, aunque lo de la natalidad marcha mal, según algunas oeneges, juegan en la calle, entre la calle, entre los árboles, en la tierra del solar entre las latas y la basura, en el agua de la piscina.

Mientras tú y yo cumplíamos con nuestros deberes lo mejor posible. Aquella sentencia horrible de muertes para todos, una para cada uno, empezó a colarse por las cabezas de los allí reunidos. Las palabras cambiaban las miradas, las hacían huir de los ojos de los otros y se refugiaban, es un decir, en los vasos con refrescos, con vinos de la fiesta. Mi mujer me miró, Luis me miró. Manolo por entre el cuadriculado de la reja, empezó a sentir la muerte. Mira que se lo tenía dicho su madre, también los amigos. La política no podía dar para tanto, no podía pedir tanto, no podía prohibir tanto. El carcelero, después de decirles las palabras que vuelan con la noticia, se escondió detrás de la vuelta del pasillo, donde estaba seguro, donde pensaba de pronto, como antes no había hecho, en sus hijos, en la parienta y en el comedor con la mesa en medio, las sillas alrededor, el aparador, el alargado cromo con la Sagrada Familia, estaban ahí mismo, en esta revuelta del pasillo, tan lejos de casa tan cerca, tan cerca de los condenados que quería dejar amistosamente, que se habían hecho casi amigos en un momento.

Podía volar el pensamiento desde aquella tarde noche de las malas noticias, podían volar las palabras hasta hoy porque aquello aún no ha muerto, aquello, como lo otro, como lo de más allá, todo queda en el aire para siempre almacenado en los pliegues del cerebro del tiempo, de los años almacenados en sí mismos, entre los recovecos de los cuerpos de los vivos listos para revivirlos, soñarlos, odiarlos o lo contrario. Vamos, que acordarse el carcelero del cromo con la Sagrada Familia como si fuera un modelo, por ejemplo de convivencia que si lo era, con los pliegues de las túnicas rojas, moradas o verdes, por aquí y por allá. Y ahora se juntan todas las escenas, aquella cuando el camarero toreaba al cliente con su figura para no ser arrollado con bandeja y todo, o aquella en la que del escote de una mujer surgió una flor grande como un conejo que se salía, que subía, o aquella en la que el catedrático con cara de circunstancias decía: la pena de muerte, contra el muro no hay quien luche, la novela no es mala, lo peor es el título en estas circunstancias, se juntan aquellas escenas con las del avión cayendo, aunque no la llegáramos a ver nosotros, cayendo a la arena del desierto, la playa sin algas, se juntan también en una apretada albóndiga como las de Dorita, la bella canaria ida, con todas las cosas que han pasado, que están pasando en estos momentos en que escribo esto y estamos esperando a que llegue el pintor con su hermana.

Las palabras fluían y fluirán eternamente por las gárgolas (palabra culta pero no ajena a Miguel, nieto de cinco años de Macufa) gota a gota que forman en la caída aquellas cosas que te digo quedamente al oído, mezcladas con lo nuestro, cuando las fuerzas de los músculos, cuando el músculo del tango está dormido, fallan. No me va quedando más que el concepto de las ganas, de los deseos y las palabras que los arropan. Las fuerzas se van al tiempo que el amor crece cuando se hacen los huecos ante la vista. La piel. Ajeno estaba el carcelero de todo lo que luego sucedería y que el tiempo, siempre a favor de la vida, de que el niño aprenda, de que el viejo muera, llegará, pasará mejor, con las bondades que desde la esperanza se hace realidad.

Entonces ya se mezclaba lo que en el pensamiento se creaba o se vivía, las cosas. El aviador que usaba cositos, según su mujer, en lugar de calzoncillos y que empleaba al tío segundo más joven que él en vigilar su casa cuando iba el pintor a arreglar la mancha del techo de la cocina, la casa donde se supone que debían estar o haber estado los breves escritos del aviador francés destinatario o remitente de aquellas cartas entre los amigos del aire y de las alas, como ellos mismos quizá dijeran, con las que entretenían sus vidas cuando la comida no costaba apenas dinero para algunos y todo se daba como por encanto, quizá no se había salido del paraíso terrenal, el que veían desde el cielo en sus correrías. Manolo, el preso, los pudo ver pasar al lado de las gaviotas aquella noche en la que el carcelero de lengua fácil le anunció, bien es verdad que con tristeza, la mala nueva de su muerte no lejana, cuando Luis acababa de dejar el carterón de cartero y se disponía a vender libros entre los innumerables amigos que su tesón hacía. Iban aquellas vidas, quizá como todas, haciendo sus caminos paralelos, ajenos unos de otros, no amigos, no enemigos. Otro preso, en otro lugar, veía la estrella Polar y contaba las fugaces, muchas en agosto, por San Lorenzo, quizá también hacia finales de julio, coincidiendo con determinados fenómenos, según los astrónomos. Es posible que por estas fechas, las señaladas en los documentos de los aviadores, según el abogado que nos hablaba de esas cartas cedidas por la viuda del francés para su estudio, por esas fechas que decíamos a lo mejor está el día que tengamos la esperanza en la mano, hecha realidad se suele decir, esto es, todo estará conseguido, todo estará también perdido, sustituiremos la vida por la muerte y los hechos que reflejan las palabras nos confundirán aún más.

Detrás de cada ventana, de todas las ventanas, está la vida que no se esconde, que se reserva, entre los visillos, recuerdo de doña Carmen, que cercenan la luz del sol violento del verano. En Salamanca y en La Manga, que se cuela en forma de cuadrados, los que forman las ventanas cuadriculadas de PVC, de aluminio, las menos de madera, las menos de cristales emplomados, los cuadrados que se oblongan al escurrirse colcha abajo de la cama, que se deforman del todo en el sillón que da frente al televisor. Los visillos que se alteran al menor soplo del vientecillo, de brisa casera, de corriente. Detrás está la vida con sus palabras, su orden. La personas no están o no cuentan. El molinillo se encuentra junto a la pared del fondo, alicatada hasta el techo. Un florero con tres girasoles inmensos de los chinos descansa sobre una mesa, al lado de una jaula con un periquito, verde, azul, mil colores, está solo, pero se mira a un espejo algo más grande que él.

Dijo que para septiembre estará el libro en la calle y entonces podremos enterarnos de todo lo ocurrido. En los avances que de lo contado en el libro nos hacía el abogado a Luis, a Manolo y a mi, podíamos casi ver, de lo bien relatado, como sonaba el avión de uno de ellos, el del francés, Antonio se llamaba. Era un avión de un solo motor, quizá fuera nada más que una avioneta, el motor sonaba raramente, parece que le llaman a ese ruido ratear, de ahí que la avioneta, contaba, empezó a ratear, querido Fernando, le contaba el francés al amigo español que Fernando se llamaba, primo del que esto cuenta, primo o sobrino segundo, el avión rateaba e iba perdiendo altura, pero el motor aun tiraba del aparato, algo bamboleante, y de entre todo el amarillo del desierto, amarillo pico mirlo, hacia el este, por eso quizá me tapó un poco la visión el relumbrar del sol, apareció una mancha oscura, sería un oasis pensé, y hacia el me fui, aterricé como pude, aquello se llamaba, mejor o peor traducido, las aldeas de Taray, en alguna lengua árabe, bereber, tuareg, o alguna otra que mi incultura me niega. Era un lugar apacible, si así se puede decir con la amenaza constante del amarillo de la arena todo alrededor de aquella isla, con la amenaza constante del azul del cielo, guardián del sol durante el día, guardián de la luna en las noches negras y frías. Estaba preso más de la naturaleza que de los vecinos que miraban con asombro el avión medio enterrado en la arena.

Por la noche vio pasar las gaviotas que también veía Manolo por entre las rejas, o Luis por encima de las acacias en flor del paseo, o yo al asomarme a la terraza. Eran las mismas gaviotas que nadie nos podía quitar. Quizá fueran patos salvajes, Manolo, que viajan y viajan para que los veamos y estudiemos sus costumbres. Se me venían a la boca, como ese aire de comida que mal se digirió, las palabras del tonto de Nofrito, el hijo de su padre que anda más por Houston que por estas tierras por lo de su enfermedad. Heredó lo malo, Nofrito, pero no un cierto saber estar que los negocios y las cárceles le enseñaron al padre.

Ese día tenía que cuidar la casa mientras un electricista, que al parecer se llamaba Hortensio, el masculino de Hortensia, vecino de Lugo, pero que vive en la plaza de Cieza, ponía un dispositivo para que aun quitando los plomos, ahora se llaman diferenciales, sonaran los timbres al oprimir los botones, dos, uno en cada puerta. Casi un milagro de la electrónica, ya no se llama electricidad. Muy alejado estaba esto de Taray pero ninguno, ni el que estaba preso de la naturaleza, ni preso del cuidado de una casa, hubiera podido negar que de alguna forma algo les tocaba, algo le tocaba a cada a uno del otro, como si quisieran ser parientes en algo, unas células difíciles de calificar que volaban a algún lugar, un deseo por conocer la libertad, una esperanza puesta en la vida. Cualquier cosa de las que ocurren un día cualquiera. El electricista me pedía opinión sobre dudas del trabajo, yo le ayudaba a decidir lo que él proponía. Estaba ocupado en rebuscar por cajones y estantes si hubiera algo comestible olvidado, un pitillo que fumar, los ingleses eran los más exóticos y ,aunque sabían peor, luego se podía comentar que el tabaco inglés tiene esto o lo otro, o sabe así o asá. Las chocolatinas no aparecían o no habría.

El que se cumpla la esperanza a lo mejor tiene que ver con la muerte. La espera continua, que no tiene descanso, que nunca para mientras el corazón sigue latiendo, claro. Un poco antes de las penumbras, al atardecer, todavía se distingue un hilo negro de uno blanco, llega la música, paradójicamente suave, una voz y un piano que acompaña la cosa de la tarde que puede surgir, quizá la melancolía. Un día que pasa, según pasa sencillamente, sin calor, sin frío, sin alegrías, sin nada. La música, tan débil, tan acompasada, y el corazón juega con un punto de algo que pasa de la izquierda a la derecha de su pequeñez. Llega lo que nadie sabe, lo que nadie espera. Ni siquiera las gaviotas ni las golondrinas, alguien dice, ahí va Pepe de recogida en la bicicleta, inexplicable frase nacida del surrealismo de la vida, mientras todos los barcos se concentran en la mar para hacer buena la canción.

Aun tendrían que pasar unos cuantos años, quizá doce, quizá catorce para que aquellas vidas se juntaran por el hecho casual de que una novela ganara un premio. Justo el día, catorce años después, en el que se hiciera pública esa sentencia de carácter político, aunque en algunos casos podría estar manchada de sangre, cosa en la que todos conveníamos que eso no, sangre no, muerte no, tampoco heridos, pero por ningún lado.

La chocolatina invisible pudo ser, como dicen los estrategas, si es que lo dicen y si esa profesión existe, el momento cero. En algún pueblo dicen que todas esas cosas son una tontería. La verdad es que todos los momentos son cero. Luis miraba para otro lado, quizá estuviera muy afectado y aquellos personajes de la fiesta también lo estaban. Las caras de circunstancias. No, el título de la novela no se podía decir, dijo el de la televisión, cuando se conectara con la emisora. Era demasiada la semejanza, los muertos de la sentencia y la del título, en el ministerio no querían que se dijera. Dichosas las muertes que se le ocurrió poner al escritor, en aquel momento cero, en el título de la jodía novela. Y todos los presos tan distantes detrás de las rejas, y los aviadores del desierto. Nada, no se podía decir, nada de publicidad, decía el representante de aquellas autoridades que nunca debieron existir. Fue un día, como otro cualquiera, aquel de los Santos inocentes, aniversario de la muerte o del nacimiento de tantos y tantos inocentes idos.

Tampoco el jeque del oasis estaba dispuesto a nada. Con el tiempo ya hemos visto cómo actúan los mandamases y todos los que ocupan su puesto por razones de violencia sobre su prójimo, aquello de a tu prójimo como a ti mismo, una mierda. Perdíamos en aquellas disquisiciones la presencia del otro en nuestros corazones. Supimos los tres de los tres precisamente un día, inocentes de nosotros, pero después ya se sabe lo que pasa, ojos que no ven corazón que no siente, aunque la presencia de los otros si el corazón, el que decíamos que no siente, está vivo y tierno no deja de mirar por sus ojos lo que los ojos de la cara no ven, no pueden, por la lejanía del lugar, por la lejanía de las distancias, incluso de los olores de las carnes olorosas de los que se quieren. Estaba en la búsqueda de la chocolatina y todas las auroras boreales con los retratos de los más queridos iban pasando, van pasando una y otra vez por delante de los ojos del corazón. Estaba en la fiesta del premio de aquel día aciago y lo mismo. Entonces Manolo, como los otros nueve manolos, no era más, no era más que noticia, que tres o cuatro palabras entre un conjunto de palabras de una conversación.

Tuvimos que dejar a un lado todo lo de los aviadores, lo de los condenados, y mirarnos a las manos, las que esto escriben, las que aquello limpian, las que con ellas juegan, pequeñas, las manos, con la pala y el muñeco en la arena de la playa, mientras se hacen mayores, mientras crecen en este día de julio, doce, quizá, o trece, no doce, cercana la llegada de la Virgen por la mar, rodeada de flores y de barcas y los australianos se curan de las cornadas en el hospital de Pamplona. Son los días que van pasando, los necesarios para que termine de llegar la salud, las aguas que restañan las heridas y grietas que con el tiempo se van haciendo en las carnes.