Unos guantes viejos - Jorge Cela Trulock - E-Book

Unos guantes viejos E-Book

Jorge Cela Trulock

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Beschreibung

Esta novela de Jorge Cela Trulock que es a la vez un soliloquio, y por momentos se parece mucho a un ensayo, se desarrolla en las tierras de Palencia, Castilla y León. El narrador de esta historia se conecta con su infancia en búsqueda de refugio mental para fugarse del presente gris que lo tiene prisionero.En ese ambiente, el ensombrecido protagonista de "Unos guantes viejos" empieza a recordar su vida y a repasar los sueños febriles que lo proyectaron en distintas direcciones. -

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Jorge Cela Trulock

Unos guantes viejos

Novela

Saga

Unos guantes viejos

 

Copyright © 2009, 2022 Jorge Cela Trulock and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374740

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

UNOS GUANTES VIEJOS

Para vosotros, los míos, todo.

 

¿A quién le hablo yo? Después de pasar por el túnel, antes de llegar al precipicio o al muro, quizá pueda decir algunas cosas. Podría haber estado enamorado de la palabra, viví de ella, pero es posible que tampoco sirva. Y a la imagen y a su primer proveedor, los ojos, dejó de servir. Ahora la palabra empieza a tambalearse. La levitación, tantas veces soñada, tantas veces vivida, nadie podrá decir que nunca levité, su posibilidad está comprobada por mí, no es posible. Hasta en sueños, que era normalmente cuando se producía la levitación, ha indicado, he sido avisado, que no es posible. Acaso en su sumo grado de fe y dadas ciertas circunstancias podría ocurrir, pero no es el caso. Pero el caso es que con tanta historia de la levitación, del volar a ras de suelo, de bajar escaleras sin rozarlas, se me ha quedado un dolor, digo yo que será de eso, en las plantas de los pies nada agradable. Ahora me dicen que puede ser de la edad, de la urea, los cristales..., de la artritis, del reuma, de infinidad de cosas. Son las disculpas que se buscan cuando ya se tiene esa edad, o esos cristales, o esos reumas, o esas artritis, o simplemente esos dolores de no levitar.

¿A quién hablo yo? Perdido. Miro los ojos eternos, hondos, imperturbables, negros, vivos, casi esquivos, del niño, y los lagrimales, los míos, se anegan sin llegar a verter la sal de la vejez, bueno de la medio vejez.

Ya sé que los coches que marchan por la calle suenan igual que siempre, que este bolígrafo con que escribo funciona muy bien. Sé tantas cosas.

Cielo gris o testamento. ¿Cielo gris o testamento? Poco importa. Lo importante es el aparato dónde ahora digo lo que digo. Siempre ocurre lo mismo, las culpas se las lleva quien anuncia lo que no debía haber anunciado.

Por ejemplo, ayer entró la primavera. Hoy al mediodía tendremos 20 grados, graos, como decía la voz de la portavoz, el genio de la vulgaridad, como decía Joselito –el grande–, la reina de los mares, piélago de opresión y de oleajes, etc. 20 grados. Pongámosle 20 grados por el día, como en los concursos, y esperemos la vuelta del enano, de los enanos, de todos los enanos que en el mundo han sido.

¿A quién hablo yo? Verás, es muy fácil, tú escribes, cuentas lo que tengas que contar y verás como te entienden.

Pero no, no se entiende, ni siquiera se entiende la explicación de que escribas, verás como no se entiende. Tampoco la palabra, ¿será posible? Tampoco la palabra, el penúltimo deseo, sirve para algo.

Sólo me quedas tú, quizá vosotros, quizá no, para poder sobrevivir a tanto peso que por la espalda me quiere dominar. Como María Cristina me quiere gobernar. Son las cosas.

Ya no hablo, ya no sé pronunciar palabra alguna. Todas son falsas también. No quieren decir lo que deben decir, expresar. Dejemos, pues, la palabra, que empieza a dejar de existir. O podría decir qué duda cabe, qué duda cabe, así hasta la resurrección de la carne.

Por la ventana, a través del cristal todo está gris: el otoño poco cordial. La habitación, la de siempre, ya sabes, junto a la puerta principal condenada. Pueden ser las doce o la una y cuarto. Poco importa. Sólo se oye el rumor interior de los aperos de la limpieza que acaso funcionan solos, y desde fuera llega el fragor suave del tráfico.

No quiero saber nada de nada. Por el conocimiento llegó la peste. Aquí un conocimiento, aquí un sindicalista de mi pueblo. El conocimiento poco puede ayudar, porque además nada quiere ayudar. El rumor se cuela por el interior y las venas no protestan, se unen a la caravana de dóciles que son o que están. Cuando termine de dormir todo lo dormible me sentaré aquí, en esta silla, delante de esa ventana para ver si llueve, o hace sol, o algo.

Abro el mapa y viajo. Hay sitios donde quizá no haya vida o los hay donde lo que sea. La vista, los ojos deambulan por las tierras altas de Palencia y no veo en el mapa lo que espero: el águila ratonera en el medio cielo dando vueltas a la búsqueda de comida, el ratoncillo, claro, el lebrato, la perdiz; o haciendo círculos hasta que llegue el mejor momento para atacar a la víctima. Si la rapaz subiera y subiera podría quizá distinguir, dicen que tienen buena vista, aquella iglesia románica que señala el mapa. Es un llano. Verde el suelo, de los yerbajos, de los árboles, pocos, en la distancia. O gris de la tierra, de las piedras, del agua.

La vista se expande por los valles, se recata ante las piedras de algún vericueto, se olvida en el interior de los propios estómagos del viajero que no ha viajado.

Tierras de Palencia, lejanas y cercanas, algo así como Bangkok, pero en seco, tan desconocidas, tan cercanas. Igual da. De donde están no se moverán; a esperar mejores ocasiones: románico de Palencia; tierra sobre tierra; vida sobre muerte.

Estoy viendo sus pardos, sus verdes; intuyendo en la lejanía las montañas del norte. Por la ventana, por el vidrio de los ojos, el límite de la pequeña vida, acuosa, gris, esperanzada. No podré salir de donde estoy, de lo que soy, pero mi propio amor, mi propia caridad me deja algún resquicio para que entre lágrima y lágrima se escurra alguna sonrisa.

¿Cómo es posible? Ayer, aún de niño, me enamoré de algún aspecto de la vida y queda, claro que queda, algo de amor, pero el maligno acecha, y la caspa, como dice Federico, te puede anegar. Era, por ejemplo, ir de excursión, leer hasta las tantas por la noche, estar sobre aviso para encontrar, entre tantas cosas, quizá no buenas, alguna alegría. Un bocadillo de chorizo con pan blanco, una calificación, siempre inmerecida, algo mejor de lo normal, un estado de ánimo inconsciente pero grato; sin saber su causa, gozando del afecto. Entre las líneas de aquellas lecturas te veía aparecer. ¿Era un pamela blanca? ¿Era un traje rojizo? Quizá entonces nadie había nacido a aquello. Un poco de bruma aún tapaba, quizá tan sólo atenuaba, la posibilidad de ver, de contemplar la exultante entrada de toda tú al volver la calle, en la esquina, un día del principio del verano, cuando nunca las cosas podrían ser más bellas.

Tierras de Palencia, así deberéis ser. A ellas voy siempre, con el pensamiento, hacia lo desconocido. Los cristales de los ojos de la ventana no me dejan ir más allá. Tampoco la ayuda aparece, se esconde; existe, pero se esconde. Es vergonzosa, tímida o arisca al primer pronto.

Debemos ir todos a dejar que los ojos salgan a pasear por sus llanos, sus pequeñas elevaciones, a orillas del río o del canal. Debajo de las nubes blancas, de los cielos grises, de los cielos azules; arriba el aire inmenso limpio hoy, sucio mañana. Las ratoneras navegan suaves, no se oponen al deambular de los ojos, dos, cuatro, seis, todos. Venir (venid se dice), venir a ver el espectáculo nunca visto, inexistente. Está solamente en los ojos, mientras está, mientras queremos que esté, mientras perduran los colores entre las telas de los ojos, infinitos, grises, verdes, inmensos, huidizos, azules; cuadrados, rectangulares, circulares, ahuevados; hasta que duelen los ojos de tanto ver.

Ensucio este papel porque no importa, es un cuaderno heredado de los hijos. No ha habido que gastar dinero alguno. La crisis es la crisis. Y los gobernantes... Dios los ampare.

Tampoco hago mal a nadie. Como los débiles me refugio en la libertad de la palabra. !Qué jocosa imbecilidad!

Todo está gris, el tiempo sigue así. Quieto, apenas la copa de un pino verde y las ya amarillas de algunos árboles de hoja caíble (caduca, dicen los libros botánicos que se llama a los árboles que pierden las hojas por el camino) se mecen levemente. No hay, pues, movimiento o apenas. Sí el rumor de los coches invisibles, de algunas máquinas de desconocida utilidad. Las ventanas tendrían que tener quizá rejas contra los ruidos. Es así y nada más que así el principio de un largo fin de semana, de muertes y heridos e inútiles comidas malas, caras y urgentes. Es así. Lo previsto según los datos, similares, que del año pasado se recuerdan en los informes oficiales. Pero no voy a ir por ese camino, aunque por todos los caminos se va a las tierras de Palencia. No, las estadísticas hay que dejarlas para el que no se come el medio pollo, Adolfo, un suponer.

Sólo el ruido dice que hay vida o que hay algo por delante de los ojos o del vidrio del vaso de la infusión de manzanilla, buena para todo el organismo y mala para el espíritu. El cuerpo, la carne, cuando empezara a manifestarse torpemente debería cerrar su propia espita por donde transcurren los hálitos y humores vitales. Te cierro y te mueres. RIP. Nunca mejor decidido, dicho y ejecutado.

El caso es que según los sabios, Salemón –y no Salomón– como decía el Pili, cantaor y vendedor de cortes de traje por los años 60 a la cabeza, la infusión de manzanilla hasta llega a resucitar a los muertos. Estaba muerto. La funeraria llamando a la puerta, le dieron una infusión de manzanilla y no al tercer día, ni al segundo, ni al primero, al instante, oiga, al instante se empezó a mover y los de la funeraria dijeron que dejarían el caso a los jurídicos de la muerte organizada para que cobraran o gestionaran el cobro del viaje hecho por demás, por la resurrección, un viaje huero al fin y al cabo.

Iba el coche por una carretera pequeña, de un solo sentido, aunque parecía infinita. Los árboles, falsos plátanos, a izquierda y derecha, formaban un túnel acogedor, nada ecológico por otra parte, porque nada quiere decir esa palabra. El coche iba, ¿el de la funeraria?, y veíamos que el túnel de hojas y troncos de los árboles no tenía fin, quizá el camino, la pequeña carretera fuera infinita, sin duda en ese instante en que cualquiera puede parar todos los relojes.

El coche iba, decíamos, pero no iba. Quieto, parado, como decían en Cebreros, quieto, parado, porque paramos el reloj. Los árboles con su tejadillo sobre la carretera nos resguardaban. Quizá es que el coche ya no quería funcionar. El muerto resucitado, el auto inmóvil, los relojes quietos; la vida toda por delante, aunque nada nos enseñe alguna luz, alguna esperanza, de que puede ser verdad: la vida por delante.

¿Para quién? Quizá ni hasta para los niños rodeados de virus, según dice la ciencia. Es corriente oír: ¿cómo está tu hijo? Toquemos madera, hace un cuarto de hora que no tiene fiebre. Nos estamos merendando el mundo por las patas y no sabemos digerirlo. Algo falla. El túnel se va oscureciendo, o la vida va perdiendo su sentido, o nadie sabe lo que pasa.

Toda la basura que hemos ido produciendo y que seguimos produciendo está siendo nuestro legado a los que vienen por detrás. Yo ya tengo la jubilación y a poco... ya está todo arreglado. La fábrica va bien porque produce hombres chorizo que es lo se lleva, no puedo temer porque me desaparezca el puesto de trabajo; si yo estoy bien todos están bien y si no...

Al amanecer nace la esperanza, con la luz, con el sol todo se coloca cerca de la esperanza, delante. El pensamiento está despejado. Hay solución para todo. Pero según va avanzando el día, sobre todo a media tarde, con la ida de la luz, con la vuelta de los horrores, de las tinieblas, de los miedos, parece que los ojos del interior no aciertan a ver poco más que algo de pesimismo. El corazón empieza a llorar hacia las otras vísceras. Es verdad que es otoño, es verdad que es primavera, es verdad que es verano, es verdad que es invierno, todo es verdad. También es verdad que la vida empieza a fallar por delante, es verdad que el luchador algunas veces pierde fuerzas. Es verdad. Y no es cuestión de muchas cosas que no se tienen pero que tampoco se desean. La tarde va avanzando, sola. La ves avanzar. Ahora es un brillo de la puerta del cuarto que ha desaparecido, ahora es un dolorcillo pasajero en un lado, cosa que hace unos segundos no existía, ahora es la misma confirmación de que estás vivo aún. Por la noche parece que echan una película horrible de policías y violencia, de las bonitas: un espejo donde mirarte.

El tiempo va pasando aunque muy despacio. La vista se tropieza en el aire con el tiempo, con los segundos que desaparecen. Es así. Quedan, ¿dónde quedan? En la carne de uno para ir ajándola. Por los segundos de los segundos, amén.

La luz de la ventana no invita ni a entrar ni a salir. La acción está recluida en una cajita de un centímetro cúbico, casi nada, y dentro de ella tengo que vivir, casi ni una lágrima cabe, tampoco hace falta más.

Ya que viajar es imposible porque ya no hay trenes, ni aviones, ni coches, ni burros, me entretengo viajando con un mapa. Aquí haremos un alto. Después de este río, ¿te acuerdas?, nos pilló una tormenta con vientos, seca, que nos llevaba la moto, entonces todavía existían, de un lado a otro de la carretera. LLamaremos primero para que nos reserven ese hotel que ya no existe. Haremos, pues, un viaje en nada, a ningún lugar, algún día infinitamente lejano, y mientras lo dejaremos todo en la cabeza, de ahí no se va nada, ahí nada se pierde, aunque tampoco sirva para mucho. Al lado del centímetro cúbico.

El vacío del cráneo de vez en cuando se salpica de pequeñas basuras. Es una estancia inmensa que se ha quedado vacía. Unicamente hay unas cuantas cagarrutas que no molestan apenas. Las palabras se gastaron, desaparecieron por algún pequeño agujero, se comieron a sí mismas hasta desaparecer. No quedan, no, por lo menos ahora no se las ve. Eran palabras. ¿Existieron? Quizá no. Y no fue lo primero y no fueron las palabras el principio. El tan cacareado en el principio fue... Ha podido cambiar todo, demasiado, con el tiempo. El horrible devenir que vacía las cabezas de todo, de casi todo.

Por más que vuelva los ojos nada encuentra la mirada. Ven, pero nada pueden mirar. Y no es un desierto, no el vacío del mar, no es, tampoco, el espacio solo que deja el viento. Es el imposible deseo cuando puede que la esperanza esté a punto de desaparecer o haya desaparecido ya. Puede que sea que la vida se está acabando, no la tonta vida de la naturaleza tan ensalzada por los innecesarios ecólogos. Puede que el decorado haya cambiado tanto que se salga de donde los ojos pueden ver. Puede que sea un aviso de que la no acción esté pronta, de que se va acercando engañosamente sin avisar, sin hacer ruido a la caja vacía de la cabeza, al lado del centímetro cúbico.

¿Y qué dirá? ¿Qué es lo que podrá decir? Acaso, deja todo y levita por esa nada que va intuyéndose: los escalones romos, sin aristas, el cielo gris o azul, dos formas de predisponer, conducir, influir, para poder llegar al final glorioso de serlo holmes, del director de cine siempre, y en todo los casos dispuesto a demostrar que el cine es una mierda, que no tiene que ver con ningún arte, porque no tiene más que artificio, guiones, y niega el azar, el ramalazo, etc. Tampoco merece tanto la pena.

Pero a lo que íbamos: podría ser una buena razón o una buena ocupación levitar sin esperanza, sin nada, nada. Llegar al negro, el perfecto color inexistente, ¿eso es la muerte? Ya no queda palabra alguna. ¿Qué quiere decir, entonces, ratón o merienda o bicicleta? No hay contestación. Un leve rumor, un leve olor, una leve inercia. Los ojos quieren cerrarse. Ya.

El viento se levantó... Y el cielo estaba gris, no demasiado, incluso algo luminoso. Hubo que buscar entre todas las posibilidades del laberinto un camino. A cada esquina se presentaban diferentes vericuetos entre los que había que seleccionar el mejor. (No debe usarse opción, ni alternativa por ser palabras estúpidas y políticas; tampoco idóneo, por lo relamido, ni ubicado porque suele usarse incorrectamente. ..; ni grao, se me olvidaba, en lugar de grado, como decía o incluso todavía dirá si es que no ha pasado por alguna escuela nocturna de la parroquia la imperfecta portavoz de la parroquia y demás golfos de la politimierda.)

Detrás, por encima, iba el pensamiento que intentaba tirar del cuerpo para que navegara por ahí. Para que dejara de pensar. Todo a un lado. Y el cuento se acaba. Excepto que las golondrinas jóvenes todavía no habían emigrado a pesar de haber pasado el tiempo de la emigración. Alegraban tanto como las bocinas de los coches en un tapón, por su vuelo y por la extrañeza que producía ver a destiempo su presencia.

Quizá no sepan el camino. Es difícil saberlo. Se ponen los ojos en el monte lejano y los ojos, las golondrinas de los ojos, se acercan lo más que pueden o sencillamente dirigen sus reflejos hacia lo oscuro del monte. Por el camino se podrían ver tejados, patios interiores, vacas rumiando. Pero esos rayos de vista golondrina no se interesan más que por la mancha lejana de los montes. En ellos hay vida, un regato se precipita por una falda en cuña de la tierra, los pájaros andan por allí, un grano de hierba, un pequeño escarabajo, un rabo de lagartija todavía inquieto, un ínfimo arenal para restregar los parásitos. Arriba está el águila, abajo, entre el follaje, quizá el invisible conejo.

La vista navega por el aire camino de todo eso que está en la tierra lejana, cercana, en el aire, en el corazón, en las manos que se hunden en el deseo que se cumple en la tierra del pensamiento, que vuela con las golondrinas, con las miradas de los ojos al lado de los pájaros.

No, miras por la ventana y no hay monte, ni pájaros, ni miradas. Puede que esto sea un lado de la felicidad que se alcanza o puede que sea el camino para alcanzar la felicidad que la tierra, hundido en ella, pueda proporcionar.

No, la ventana no está en la fachada de la casa, está en los ojos, y al mirarse para adentro alcanzas todo: corazón corazón, tierra tierra, pájaro pájaro, agua agua, y la vida, siempre la vida, tan poco y tanto.

¿Te acuerdas que naciste para príncipe? Nadie te lo dijo, pero se veía. Era algo que estaba ahí. No se necesitaba volver la mirada para adentro, dejar el blanco sólo entre los párpados, para que se pudiera comprobar en la propia carne. Luego, sencillamente, sin trabajos ni sobresaltos fueron desapareciendo poco a poco las originarias pinceladas azules de la sangre. No hubo caídas vertiginosas. El caer fue lento, ya lo dije, muy lento, pero todo llega, hasta la pequeña dolencia, el íntimo desasosiego que te dice que algo anda raro por algún lado. Y la casa de enfrente ya no tiene la alegría, si la tuvo, de otras veces o de otros tiempos. Un centímetro para afuera o para adentro de la frente está escrita la vida, pero no es fácil leer, quizá sea imposible, vamos, una mierda.

La lucha, si aún quedan fuerzas, para que no se pierdan las últimas cosas, pocas, que quieres conservar para siempre, para que estén a nuestro lado, siempre, nuestro siempre, amor, una cucaracha, mejor una mariquita, las de ponte el velo y vete a misa, un calzador, mejor un bolígrafo de cuatro colores, y las cosas buenas que se han sabido guardar del desgaste de cada día. Pequeñas cosas y tampoco demasiado queridas. Ahora me levanto de la silla mientras las palomas y los pájaros comienzan a volar. Estaban tomando el sol suave del invierno en el alféizar de la ventana, muy cerca de estas líneas, de este cuaderno, de esta pluma, de este aparato. Alegran como una furtiva mirada, como una engañosa sonrisa, como un movimiento de cabeza, todos los instintos de los niños que afloran, que emergen de entre sus carnes, sus tierras, sus humedades. Unas formas de hablar, de comunicarse, una leve muestra de su magisterio, nunca del todo entendido.

De pronto ves una luz en ningún lugar, pero se ha visto, que acaso quiera enseñarte el camino de la esperanza y de una cierta alegría. Seguro que es así y a lo peor no se comprende. Es una luz, un resplandor, un medio rayo, que desaparece, pero el caleidoscopio de los ojos cuando se cierran quieren representarlo. Los ojos cerrados no ven nada. Los colores, vivos, apagados, surgen al rato impresos en el telón interior de los párpados cerrados. Algunas veces se hacen vistosos: azules, rojos, amarillos, a veces intensos, rabiosos, a veces apagados y quizá más delicados, oscuros: morados, casi negros.

Está muy cerca. Apenas hay cosas alejadas; de lo que existe sólo existe lo que existe en el pensamiento, no hay mucha distancia hasta uno, hasta uno mismo. Están tan cerca que puedes casi tocarlas con las manos.

El viaje a las tierras de Palencia, es un ejemplo, es algo previsto, se va a hacer enseguida, está proyectado, esta ahí... Pero quizá nunca pase de estar ahí, al lado, mañana, al otro. Quizá es que no exista Palencia o sus tierras, como decía el otro.

El pensamiento todo lo domina dentro de él. Fuera es distinto, escurridizo, el teléfono no funciona, comunica, las cartas, ¿llegan? Los pensamientos, el pensamiento, el pensar, la materia donde se aposenta la palabra llega a todo.

Piensas, pensemos, que estás en Cercedilla, o en Amsterdam, o en Viladesuso, o en Alcocebre, o en Nueva York, o en Palencia, ya que hablábamos de esa ciudad, y estás. El pensamiento te ayuda, quizá sea el refugio más grande que puedas encontrar, utilizar. Te enseña sus calles, las tiendas, cosas de por el sitio que estás. El pensamiento te engolosina y viajas, efectivamente, sin viajar. Sentado, casi comiendo o al menos rumiando, la galleta, el pensamiento, la huida imposible. Sin tener que aguantar la espera nerviosa de la vuelta, el autobús, ¿te acuerdas del autobús, dónde se cogía, lo que valía?, y la extraña moneda que nada ayuda. Es un túnel, que no está muy oscuro, ciertamente, que se podría comprar con dinero, que lo normal es que no traiga complicaciones..., pero lo malo es cuando se quiere estar en mañana siendo hoy, como siempre ocurre. Lo malo es cuando se quiere alcanzar lo inalcanzable. Volver antes de ir, borrar la noche que aún no ha llegado por miedo a no dormir. Son las cosas que a diario pueden ocurrir.

Abres los ojos y estás donde estabas. Un humo levísimo te nubla la vista. ¿Será acaso la neblina de alguno de esos lugares que en esta mañana de otoño inunde nuestra visión?, ¿o será que lo casi imposible se te esté figurando que es imposible?

No puede ser que sea siempre igual. No pueden ser los ríos sin ojos que los vean. No puede ser que no haya caridad. Sólo. Amor. Sólo. Delante de esta neblina que tamiza la luz del sol, que hace casi gris el azul suave del otoño, que hace casi castaño el amarillo que muere en el otoño, que hace que suene el teléfono para decirte cualquier cosa: que hay un hotel que no es caro, cosas.

¿A qué suena el mar cuando no se está en el mar? Ese encanto irrepetible que se busca en la playa al atardecer y que de cuando en cuando, sólo de cuando en cuando, se vuelve a oír, quizá ni eso, a sentir. Y la luz quiere hacerse después de la neblina de las primeras horas: entre el amanecer, al alba, y lo que sigue. El desayuno, los lavatorios, la ida al trabajo. Y se te queda la luz en un lugar de dentro; sólo un fulgor, pálido, escondido, incierto, estandarte de la esperanza, en algún lugar.

Dentro del agua, entre las aguas del mar, del baño, del lago, del río, de espaldas ves los botes de cosas en las estanterías cercanas, gel, colonia, pintura, estropajo, agüitas, esperanzas, lacas, etcéteras. No, todavía en este tiempo, no sé qué pasa, no se ven las cigüeñas. Todo llegará.

Puede que sea verdad que Palencia existe en algún lugar, fuera del mapa, en las ansias del corazón que se consuelan, mientras tanto, vemos la tierra, la casa, el río con la montaña al fondo, entre nubes, en los pensamientos del corazón, siempre en la delantera de nuestras vidas.

Te tengo abandonado –el relato–, te tengo abandonada –la escritura–. Han pasado días y días. Estuvimos en Palencia y existe, pero la niebla nos tapó la posibilidad de ver los largos, mejor, quizá, los extensos paisajes. Era una nube de humo inmensa, de oriente a occidente, hasta donde alcanzaba la vista. Todo de derecha a izquierda, íbamos hacia el norte: una nube negra, gris oscura para ser más preciso. Parece humo, sería mucho humo. Se acerca. Nos acercamos. Un telón difícil de imaginar. Pero, oye, estaba allí. Aquí la niebla. Aquí el cielo despejado. Una línea: una sucesión de puntos. Un punto: la intersección de dos rectas. Nada en total: una línea. Pasada la niebla. Antes de pasar el cielo despejado: poco sol porque el otoño avanzado es así. Una visión difícil de imaginar, de pensar.

Nos acercábamos. Tuvimos que encender las luces porque la casa lo exigía. No teníamos más casa que esa. Y una lavadora y un sofá y seis sillas que tenían un buen sentar a pesar de tener sólo tres patas, a pesar del gato, según decía Antón.

A través del cristal, ahora sí es a través, amigos, se ven las casas difuminadas por la niebla, quizá hoy no haga tarde de paseo, son ya las once de la mañana. ¿Dónde está la justicia? ¿En manos de la injusticia? ¿Dónde está la caridad? ¿En manos de los ricos? ¿Dónde está la salud? ¿En manos de los oficinistas?

Acabo de arreglar la pulsera, parece que no ha quedado mal. Lo de Maastrich a su lado es una chapuza. Los niños esperan la llegada de la verdad en forma de emociones y regalos. Las únicas cosas que existen, la esperanza, la emoción, el carrito con un caballo de verdad. Un caballo que nunca existió de cartón, algo marrón, que sabía a alguna cosa cuando se masticaba.

Quedó allí, atrás, no está delante. Por entre los puntitos de la niebla lo estoy viendo. Real, exacto; lo puedo casi tocar. Es verdad, es el presente, no hay que mirar para atrás. ¿De qué estaré hablando?

Dejaré todo tal como esté y me iré por entre la niebla hasta que se acabe y quede por la espalda la nube en el horizonte. Será un buen indicio, una señal propicia.

O nada será como se piensa, como se desea. Por entre la niebla aparecerán los jinetes con las armas de la destrucción. Tú solo contra ellos. Nadie te protegerá, porque la salud no existe, y sí la enfermedad, únicamente; porque la caridad o el amor no existen, y sólo la barbarie. Bebamos, bebamos, no para nuestra alegría, sí para calentar las bilis y los malos humores de la destrucción y la barbarie: pincha las ruedas del coche de tu vecino; rompe el cristal y la luz de la farola, como cuando niño en Tuy; destroza y quema la papelera, grita y aúlla para demostrar tu poca bondad, para demostrar la enseñanza negativa de los colegios; quema, destruye, chilla, pincha: ese es el camino que te han enseñado los tuyos, tus compañeros, tus padres, tus abuelos, tus profesores, tus ministros.

Se deshizo la niebla mientras surgía este discurso. Y todo se hizo luminoso en el exterior, en el campo, en la ciudad, en el cielo, pero los ojos no querían ver, no tenían nada que ver que fuera grato, sencillo: árbol, papel, lagartija, humo. Nada había. Un recuerdo, un hilo que si lo siguiera se podría hacer grande, como una pantalla, pero había que tener ganas. El hilo no molestaba, entre los ires y venires de los pensamientos huidizos y seguros. No molestaba, quizá anduviera cerca de cuando, ¿de cuándo?, sin gran interés pero si con gran parsimonia, me deslizaba por el tobogán de algunas estéticas. Por ejemplo sería bonito tocar la trompeta de pronto, sin necesidad siquiera de trompeta, pero no pudo ser, los carrillos, por el interior de la boca al soplar, al hincharse, dilataban algunas cosas de esas paredes y producían un dolor casi gozoso, porque ahí mismo estaba el sonido que no quería llegar, pero que ahí mismo estaba y, como digo, al lado del dolor, podríamos decir ya gozo, en las cavidades internas se producían algunos prólogos de dulzuras exquisitas... pero no. El dolor se hacía intenso y decididamente cambiaba de instrumento, ¿que te parece ahora el piano?

Algo tenía que escoger, piano, trompeta, derecho, nada. El haz de posibilidades, como decía Conde, era casi infinito. Hoy con la incultura reinante se dice alternativas, opciones y otras miserias regocijadas. El haz, la madre que los parió, era infinito, pero faltaba la matrícula para aquellos que nada querían hacer, que nunca quisieron hacer algo. No existía. Todo estaba montado en la lógica, decían. Cuando la lógica no existe, desde el momento que hay guerras que todos alimentamos, y robos en los que todos participamos. No había, no, una ventanilla cerrada, sin nadie detrás, sin ni siquiera esas sombras luminosas que despiden los cristales rugosos, en cuya parte superior dijera claramente, por ejemplo: ventanilla de inscripción para aquellos que no quieren hacer nada. Un cartel un poco largo pero suficientemente claro. Con un toque de diseño, como ahora dicen entre aburridos y analfabetos, se podría haber conseguido un bello cartel, de Medellín o de Cali, sin acento. Las cosas.

Pero nos hemos dejado atrás el piano y la trompeta, dos instrumentos por excelencia, a tenor de lo que dicen los periódicos. Excepto, el segundo, para aquellos que andan siempre con el güito de la aceituna en la boca.

Hay que seguir un poco, para que el trece entrometido o entremetido en la línea anterior no lleve todo este conjunto de cosas a algún lugar irrecuperable en los fondos de los fiordos del aparato.

Es una promesa. Te lo prometo. Así lo haré, hasta terminar. Ahora el valor y la alegría y otras cosas para llegar a la meta final. Si el tiempo estuviera en las manos todo sería más sencillo. Le daría vueltas a algo y me pondría en cuatro o en cinco meses por delante y el asunto estaba arreglado. Todo acabado, rematado, y la promesa cumplida. Debo seguir a un ritmo pausado pero seguro.

El cielo está gris, hoy si que está gris, no es niebla, es tontuna del clima, nadie sabe si abrirá o todo lo contrario. Déjame que te lo cuente despacio entre las sábanas templadas. Con las ligeras fibras del hilo rondando algo de los pies, de las pantorrillas, del empiece de los brazos. Estoy prisionero de este aparato que no me deja equivocarme, que me enseña constantemente las torpezas que puedo cometer. Pero el acuerdo con el aparato se cumplirá. Ya lo creo, o quizá no, pero lo procuraré.

A la caída de la tarde empezará la enseñanza deportiva aristotélica de cada día, más o menos. Las piernas pueden perfectamente, pero ya sienten el regustillo del caminar, algo indescriptible que luego se traduce cartesianamente en que es lo mejor para dormir, para dejarse de tonterías, o para olvidar por unas horas a los pequeños gusanos que nos gobiernan. Nos quitarán hasta el último céntimo, pero nunca podrán arrancarnos el insulto agarrado al cerebro y no expresado. Como decíamos hace algunos años, cuando niños, en el infierno se verán, pero mientras con el dinerito en Suiza se ríen de todos, mientras el paro sube, sube y sube como la espuma, para que no se diga que no somos los primeros en algo, en gerifaltes miserables, ladrones de mucha monta, machos de pelo en pecho ante el débil. ¿Y dónde está la justicia?, ¿y el rubor? Poco importa que sea el pobre el que sufra, porque el pobre que se joda, según palabras de las autoridades políticas, militares, económicas, religiosas y judiciales. Hay que conservar las elites impolutas, sin contaminación, para que podamos seguir marchando.

Luego vendrán las niñas y el crío, seguro, para descontaminar. Serán, si llegan, momentos de lucha, de cansancio, pero sin impurezas, cielos abiertos, manos al aire, brazos limpios, dientes prestos para la presa. Las crías nunca engañan, como el algodón. Serán tiempos de trabajos y de bonanza.

Dejar (dejad, cursimente) que los prohombres del régimen, como los de todos los regímenes, anteriores y los que puedan llegar, nos sigan engañando con sus promesas, con sus sonrisas, con sus manitas por el hombro. Somos así los de a pie, los que decimos que inventen ellos, que roben ellos, que manden ellos. (No sé, ¿para que está el de las alturas, el impoluto aunque se embarre, el más listo aunque sea la incultura andante, el demócrata aunque la sangre le tire al monte, entre los gamos, los conejos, las avecillas del monte, y otras purezas?)

Estamos listos, estamos aviados, aviaos, como diría si no fuera tan fina la voz por excelencia, aquella que daba el parte de su jefe, por la gracia de Dios, cuando las vacas, como los gatos, quieren zapatos, pero la basura comunitaria nos prohíbe vivir; pero el lechero del sur ya tiene empleados a todos los suyos. Es lo que se llama ahora la mierda cautiva. Si vota le pagaremos con una catalina, si no nos vota también le pagaremos con una catalina. Ni peor ni mejor, que la multinacional las produce lo mismo para una cosa que para otra. Así debe ser. El pobre, ya lo dijeron... desde Maquiavelo pasando por Richelieu hasta nuestros días. Los de hoy no hay que citarlos porque son poca cosa, aprendices de miserias, pero si con grandezas que exhibir.

Lo mejor es dormir y callar, dormir y callar, como en el cuento, y procurar no ver tanta basura, taparse los ojos para evitar tanta contaminación de amoralidad, ni siquiera ya de inmoralidad. Dormir y callar. ¿Merece la pena contar estas cosas para que las lean, al final, cuatro analfabetos que a lo que más que han llegado es a pronunciar la pe con la a pa, de partido, de per, de perdido. ¿Merece la pena levantar un solo dedo para poner una letra en algún lugar, cuando un presidente de los 18 que tenemos con sólo abrir la boca hace que la gente deje de comer? La roña se va arrastrando por la acera en busca de comida, de trabajo. Las ronchillas se levantan al paso de los miserables, engañados desde que la madre los parió. Ya tienen los ojos pitañosos, casi cerrados de tanta injusticia. No ganarás un pleito, no levantarás cabeza, deberás rendir pleitesía a aquel que te mira desde lo alto; tantos: desde subdirector general para arriba: una caterva innumerable, cobradores de impuestos y derechos de pernada. Muchacho, muchacha, paga unas entradas para que te den un piso y, a lo mejor, te engañan. Déjalo todo, no hagas nada, aprende la nada oriental y espera que te llegue la muerte. Mientras, los fabricantes y los mercaderes de armas inspiran las noticias que te llegan. Los poros también admiten lo que les echen. Es imposible la lucha. Admite lo inadmisible o muere, porque luego vienen los del 18 y hacen el tonto como cualquiera, y además el viaje es muy largo.