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¿Los fantasmas existen?, ¿y los fantasmas virtuales? Kiko está a punto de descubrirlo. Se pasa las horas pegado al teléfono móvil y navegando en internet mientras finge ser otro y molesta a Valeria, una compañera de clase. Pero llega un momento en que tiene que enfrentar las consecuencias de su comportamiento cuando su avatar virtual sale de la pantalla decidido a suplantar a Kiko... para siempre. Solo puede quedar uno. Este es un caso de «Los archivos del terror de J. X. Avern», investigador de fenómenos paranormales 2.0.
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Seitenzahl: 94
Veröffentlichungsjahr: 2025
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J.X. Avern
Saga
El fantasma virtual
Illustration: Rebecka Porse Schalin
Copyright © 2018, 2025 J.X. Avern and Saga Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728499481
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser. It is prohibited to perform text and data mining (TDM) of this publication, including for the purposes of training AI technologies, without the prior written permission of the publisher.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Vognmagergade 11, 2, 1120 København K, Denmark
J. X. Avern lleva años investigando sucesos sobrenaturales por todo el mundo. Vive en paradero desconocido y no existen fotos suyas.
Ni siquiera se sabe si es hombre o mujer.
Ahora, y por primera vez, publica sus famosos «Archivos del Terror»: para ponernos los pelos de punta, sí, pero también... para ponernos sobre aviso.
NADIE se había fijado en el monstruo que acechaba entre las últimas filas del autobús escolar. Era una criatura espantosa y horripilante, con un pelaje largo y blanco, unos ojos ardientes como tizones y unos dientes diseñados para desgarrar sin esfuerzo a su presa.
Esta vez, su víctima era una chica que viajaba en el autobús.
Se llamaba Valeria y tenía la cabeza apoyada sobre la ventanilla, mientras leía con entusiasmo la primera novela de Harry Potter. Estaba tan absorta en la lectura que no se dio cuenta de que el monstruo se le acercaba por detrás, resoplando, dispuesto a abrir sus fauces para engullirla.
Los demás niños tampoco se enteraron, enfrascados como estaban en sus teléfonos móviles y consolas portátiles.
El monstruo ya se encontraba en el asiento posterior al de Valeria. Se asomó por encima del respaldo y...
¡Valeria lanzó un grito de espanto!
—¡Aaaaaaah!
Kiko se echó a reír a carcajadas, al tiempo que se quitaba la máscara de yeti con la que le había pegado un susto de muerte a su compañera de clase.
—¡No tiene gracia, Kiko! —protestó Valeria, al borde del llanto—. ¡Te has pasado un montón!
Pero en lugar de disculparse, Kiko sonrió de oreja a oreja. Se le hincharon los carrillos cubiertos de pecas, como si fueran dos globos, y su nariz respingona se puso colorada de tanto reír. Entonces se dio la vuelta hacia el resto de sus compañeros y exclamó:
—¡Mirad, chicos, a Valeria le dan miedo los monstruos! ¡Y eso que ella es una ballena!
Los demás niños se echaron a reír, y Kiko, alentado por sus carcajadas, siguió metiéndose con Valeria sin ningún miramiento:
—¿Sabes, Valeria? El otro día me llamaron los ecologistas Amigos de las Ballenas. ¡Te están buscando para devolverte al mar!
Los compañeros de Kiko se partieron de risa una vez más. En el fondo, a algunos les dio pena Valeria por el mal rato que estaba pasando, pero prefirieron no intervenir para no meterse en líos. Además, si Kiko la había tomado tanto con ella, algo habría hecho.
Cuando se aburrió de burlarse de Valeria, Kiko regresó a su asiento, situado al fondo del autobús. Allí estaban Mario, Hugo, Pablo y Rodri, que eran sus mejores amigos. Lo recibieron con palmaditas en la espalda y pulgares hacia arriba, riéndose todavía de la broma con la máscara de yeti. Decidido a aprovechar el momento, Kiko pensó en contarles los planes que tenía para el verano.
Desgraciadamente, no le dio tiempo a hacerlo, ya que el autobús frenó en seco de repente y un fogonazo muy intenso los cegó a todos.
— TRANQUILOS, solamente ha sido un rayo — dijo la conductora del autobús, girando la cabeza para dirigirse al grupo—. Parece que se está preparando una buena. Ha caído muy cerca de la carretera, pero no nos ha dado. ¿Estáis bien, chicos?
Se oyó un «Sí» desganado, procedente de los asientos.
—En ese caso, vamos a reanudar la marcha.
Recuperada la normalidad, Kiko aprovechó para contar de una vez sus planes para el verano.
Quería lucirse un poco antes de que sus amigos perdieran el interés y se pusieran a hablar de otra cosa.
—Pues no sé vosotros, chavales, pero yo este verano me voy a la casa que tiene mi familia en la playa.
—Jo, qué suertudo —dijo Rodri—. Yo hace mil años que no voy al mar.
—Yo igual —añadió Hugo—. Mis padres están empeñados en ir siempre a la montaña.
—Menudo rollazo —intervino Pablo, compadeciéndose de su amigo—. Allí solo hay cabras y moscas y hace un frío que pela.
—¿Y dónde tiene esa casa tu familia, Kiko? —preguntó Mario.
—En Marbella, en primera línea de playa, dentro de una urbanización de lujo.
—Sí, claro, eso no te lo crees ni tú —replicó Hugo.
—Eso digo yo —terció Rodri—. Que yo sepa, no eres rico.
—Es de una herencia, ¿vale? —protestó Kiko, visiblemente enfadado, y luego se puso a improvisar sobre la marcha—: La casa era de una tía abuela que estaba forradísima y nos la dejó a nosotros porque quería mucho a mi madre, ya que siempre se acordaba de llamarla para felicitarla por su cumpleaños o por Navidad.
Los amigos de Kiko torcieron el gesto, sin creerse una sola palabra de lo que estaba contando.
—¡Os digo que es verdad! —insistió Kiko—. Si no, ¿de qué iba a tener yo estas fotos de la casa en mi perfil de WoopNet?
WoopNet era la red social más famosa del mundo. En ella, Kiko podía ser todo lo que siempre había querido. Un chico popular y triunfador, con una vida emocionante que despertaba la envidia de todos los demás. Allí se hacía llamar KingTroll, y tenía más seguidores de los que nadie podría aspirar a tener en el mundo real.
Kiko sacó el móvil y les enseñó a los chicos varias fotos de una mansión situada frente al mar, que había descargado previamente de internet. No había estado jamás allí, pero eso sus amigos ni lo sabían ni lo tenían que saber.
—Mirad. Esta de aquí es la terraza, y esta es mi habitación cuando vamos allí de vacaciones.
—¡Jo, tío! ¡Es enorme! ¿De verdad vas allí con tus padres?
—Ya te digo.
—¡Qué suerte, macho!
—Pues espera a que te cuente lo que hacemos allí —fanfarroneó Kiko—. Todos los años, mi padre alquila unas motos acuáticas y nos vamos juntos a perseguir delfines.
—¡Qué pasada!
—Y por las tardes, mi madre me lleva a dar una vuelta por el paseo marítimo y me compra todo lo que quiero.
—¡Ya podría aprender la mía!
—Y después...
Kiko siguió explicando sus planes durante un rato. Finalmente, llegó su parada y se bajó del autobús. Sus amigos se despidieron de él, muertos de envidia. ¿Quién iba a pensar que ese chaval de once años, en el que apenas se habían fijado hasta hacía unos meses, tendría una mansión digna de un futbolista?
En cuanto Kiko puso un pie en la acera, comenzó a llover. Fue una tormenta torrencial, y nuevos rayos surcaron el cielo. Por mucho que corriera, Kiko llegaría a su casa hecho una sopa.
Pero eso no era, ni de lejos, lo peor que iba a ocurrirle aquel día.
— QUÉ asco de lluvia —murmuró Kiko mientras dejaba su mochila en el tendedero.
También se le había empapado el móvil. La pantalla parpadeó, pero funcionaba.
Sin perder un segundo, se fue corriendo a su habitación para encender el ordenador. ¿Habría ocurrido algo importante? ¿Tendría solicitudes de amistad pendientes? ¿Habría algún tontaina conectado al que podría hacerle la vida imposible virtualmente?
Kiko estaba deseando comprobarlo.
El ordenador tardó un rato en encenderse. Ya tenía unos cuantos años, y encima Kiko no se molestaba demasiado en borrar los archivos basura ni en pasarle el antivirus. Para él, el ordenador no era más que una ventana al mundo exterior, desde la que podía hacer lo que le diera la gana sin ser visto ni reconocido.
Al fin pudo abrir el navegador y teclear la dirección de su red social favorita, WoopNet. Comprobó si tenía mensajes, menciones o solicitudes nuevas. No había nada interesante. Siguió trasteando un poco más, leyendo por encima los mensajes de otros usuarios, pero no tardó en aburrirse.
Entonces decidió recurrir a un plan infalible contra el aburrimiento. Entró en el perfil de Valeria, su compañera de clase, para ver qué chorradas había publicado últimamente. Así conseguía mucho material para burlarse de ella por los pasillos del colegio.
Tuvo que colarse con otro perfil, porque Valeria lo había vuelto a bloquear a causa de un comentario supuestamente ofensivo: «Valeria, la megagorda». Un comentario de lo más ingenioso, que ella, con su mal gusto, no había sabido apreciar.
Valeria acababa de leer otro libro y quería divulgarlo a los cuatro vientos. El tostón se titulaba El color de la magia. Su comentario, en letras rosas, decía: «Le doy cinco estrellitas. Me he reído un montón con él».
—Yo sí que me voy a reír —murmuró Kiko, y como quien arroja una piedra y esconde la mano, tecleó una rápida respuesta al comentario de Valeria: «En ocasiones veo... ballenas».
Kiko se partió de risa, a solas en su habitación.
Esperó una réplica, pero fue en vano. Valeria no se daba por aludida. Tendría que buscarle un mote más ofensivo. Tal vez debería...
¡Un momento! ¿Qué había sido ese ruido?
Había sonado como un..., como un golpetazo. Como si alguien —un loco demente, como los de los manicomios— estuviera arreando puñetazos en las paredes. Puñetazos muy fuertes, tanto como para que Kiko los oyera a pesar de llevar puestos los auriculares.
Se levantó del ordenador y se acercó a la puerta de su cuarto. Asomó ligeramente la cabeza, a un lado y a otro. El pasillo estaba vacío.
De repente, restalló un trueno y Kiko pegó un respingo. Volvió a meterse en su habitación, cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, con el corazón acelerado.
—Tranquilo, Kiko —se dijo—. Solo es una estúpida tormenta.
Pero entonces se oyó otro golpe que retumbó por toda la casa. Y otro más. Kiko no sabía qué estaba pasando. Y lo que era aún peor: los ruidos se acercaban a su dormitorio.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Entre golpe y golpe, Kiko creyó oír una respiración, seguida de unos murmullos furiosos. Hasta que...
No se oyó nada más.
Pasaron un par de minutos y los golpes no se repitieron. Menos mal. Kiko suspiró, ya más relajado, y regresó a su mesa. Seguramente habría sido el viento, una ventana mal cerrada o...
Pero se equivocaba.
El autor de aquellos golpes se encontraba ante su cuarto y abrió la puerta de par en par.
