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Tomando como punto de partida la vieja leyenda judía del monstruoso gólem, un ser artificial fabricado por un rabino que le insuflaba la vida escondiéndole en la boca un pedazo de pergamino con una palabra mágica escrita en él, el maestro de la literatura fantástica Gustav Meyrink teje con total brillantez una novela poética y cautivadora que atrapa al lector desde el principio y ya no lo suelta. Son muchos los que han glosado las bondades de "El gólem", y en palabras de Jorge Luis Borges, uno de esas larga lista de notables enamorados de la obra del escritor vienés: "Novalis anheló alguna vez 'narraciones oníricas, narraciones inconsecuentes, regidas por asociación, como sueños'. Tan fácil es componer narraciones de esas como imposible es componerlas de modo que no sean ilegibles. "El gólem" -increíblemente- es onírico y es lo contrario de ilegible. Es la vertiginosa historia de un sueño. En los primeros capítulos (los mejores) el estilo es admirablemente visual; en los últimos arrecian los milagros de folletín (...). No sé si "El gólem" es un libro importante; sé que es un libro único".
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Seitenzahl: 496
Veröffentlichungsjahr: 2013
Gustav Meyrink
El gólem
Edición y traducción de Isabel Hernández
Gustav Meyrink.
Introducción
Bibliografía
El gólem
Sueño
Día
«I»
Praga
Ponche
Noche
Despierto
Nieve
Fantasmas
Luz
Necesidad
Miedo
Impulso
Mujer
Astucia
Tormento
Mayo
Luna
Libre
Fin
Créditos
GUSTAV MEYRINK: BIOGRAFÍA DE UNA OBRA
Si hay un autor del que pueda decirse que biografía y obra están estrechamente relacionadas entre sí hasta el extremo de llegar a confundirse una con otra por momentos, ese es Gustav Meyrink. Tal afirmación puede que resulte un tanto manida, pues en toda obra literaria quedan patentes, por lo general, huellas evidentes de la biografía de su autor, pero lo que es cierto es que en la obra de Meyrink no hay un solo elemento tras el que no puedan descubrirse reminiscencias de las experiencias vividas por él en las diferentes etapas de su vida.
Meyrink, que, en realidad, se apellidaba Meyer, nació el 19 de enero de 1868 en el hotel «Blauer Bock» («El carnero azul») de Viena, a la una y media del mediodía. Era hijo ilegítimo de la actriz bávara Maria Wilhelmine Adelheid Meyer1, de veintisiete años de edad, y del ministro de Estado de Württemberg, Gottlob Karl, barón de Varnbühler y de Hemmingen, de cincuenta y nueve, quien, en aquel momento, se encontraba en el cénit de su carrera política. El reconocimiento de un hijo ilegítimo hubiera supuesto para él el fin de la misma, por lo que su función como padre se limitó exclusivamente a la financiación de la educación del pequeño, el cual en ningún momento de su vida trató de entablar contacto con él, e incluso llegó a rechazar en 1919 la propuesta de entrar a formar parte de su familia. Pero tampoco hacia su madre, que lo educó sola, sintió Meyrink nunca un gran afecto. El futuro escritor siempre percibiría que su nacimiento supuso para ella en realidad un obstáculo y una limitación de sus libertades, de manera que a lo largo de toda su vida no faltaron entre ambos las tensiones y las disputas que poco a poco fueron acrecentando en él un odio visceral hacia su madre. Algunos años más tarde, para distanciarse de ella, el escritor decidió adoptar una variante del apellido de sus ancestros maternos, Meyerink.
Dadas estas premisas, su infancia debió de ser, en general, muy desgraciada. Por un lado, desde el punto de vista personal, el contacto con sus progenitores era nulo, pues su madre apenas tenía tiempo para él; por otro, desde el punto de vista social, Meyrink aprendió desde muy pronto lo que suponía tener un origen ignominioso en el seno de la sociedad de la época. Además, los contratos de su madre con diferentes teatros le obligaron a cambiar constantemente de lugar de residencia: entre 1874 y 1880 fue a la escuela en Múnich, de 1881 a 1883 fue alumno del Johanneum de Hamburgo, y tras concluir el bachillerato estudió en Praga, entre 1883 y 1888, la especialidad de banca comercial en la Academia de Comercio de esta ciudad. Pero más que estos traslados fue la falta de amor y de cariño lo que marcó de manera decidida la vida del futuro autor, reflejo de lo cual es el ingente número de personajes femeninos de características extremadamente negativas que aparecen por doquier a lo largo de su obra.
A pesar de la falta de atención familiar, los estudios realizados le permitieron sentar las bases para la vida propiamente burguesa con la que anhelaba llegar a obtener el reconocimiento social que siempre le había faltado. Junto con un sobrino del poeta Christian Morgenstern fundó en 1889 el banco Meyer & Morgenstern. Durante estos años, Meyrink cambia su aspecto físico y empieza a llamar la atención en la ciudad por sus llamativos trajes y sus muchas excentricidades, que pronto le otorgan la fama de ser un noble de origen ilegítimo y un snob. Entre las más conocidas se cuentan la adquisición de uno de los primeros automóviles que circularon por Praga, con el que atemorizaba a los transeúntes de las calles de la ciudad, así como su afición por los duelos. Durante estos años, Meyrink llegó a contarse entre los doscientos hombres más ricos de la ciudad, y era tenido por un gran conversador, ingenioso y erudito, al que Max Brod incluso llegó a atribuir cierta similitud con Johannes Brahms, del que se decía que no abandonaba un café sin antes disculparse ante todos aquellos clientes a los que no hubiera ofendido esa noche2. Esa forma de actuar, sin embargo, estaba en total contradicción con el hecho de que Meyrink, desde bien pequeño, no había dejado nunca de luchar contra sus muchos conflictos internos, y tampoco lo hacía con su carácter, introvertido por naturaleza. Fue precisamente el hecho de vivir inmerso en esta contradicción lo que le llevó a intentar suicidarse el día de la Ascensión de 1891. Por fortuna, el intento salió mal, aunque desde ese día su vida dio un giro radical y se adentró en un nuevo mundo que hasta entonces le había pasado desapercibido, pero que no abandonaría ya jamás: las ciencias ocultas. Él mismo describió ese momento con estas palabras:
[…] yo pensaba que los amoríos, el ajedrez y el remo eran lo único que tenía sentido en la vida. Como a quien marcaba mi destino aquellos presupuestos le depararon grandes preocupaciones, un buen día me dio tal latigazo que, de pura aflicción y otros sentimentalismos, decidí coronar mi joven existencia (entonces tenía veintitrés años) con ayuda de un revólver bulldog. Un ruido en la puerta de mi cuarto de soltero me hizo detenerme: el destino, disfrazado de mozo de librería, había metido por debajo del umbral un cuadernillo. Si hubiera tenido fuera un buzón, hoy no estaría vivo. Cogí el cuadernillo y lo hojeé. Contenido: ¡espiritismo, historias de fantasmas, brujería! Ese terreno que, hasta entonces, solo conocía de oídas despertó en aquel momento tal interés en mí que guardé el revólver en el cajón para una mejor ocasión posterior, y decidí no desterrar de mi vista mis tres viejos divertimentos, como había hecho con el arma, sino enviar el barco de mi vida a viajes de descubrimiento hacia aquel territorio del que el cuadernillo tanto hablaba. Me metí en el mar. En un mar sin orillas de libros de ocultismo3.
El folleto, que llevaba el llamativo título de «Sobre la vida después de la muerte», le salvó la vida y decidió de repente una nueva orientación de la misma, que no cambiaría ya hasta el final de sus días, a pesar de verse expuesto debido a ello a numerosas críticas que culminaron en una calumnia levantada por su propio cuñado, quien el 18 de enero de 1902 lo acusó de haberse servido del espiritismo para prosperar en sus negocios.
Aun a pesar de la fama de mujeriego que lo perseguía, Meyrink contrajo matrimonio en dos ocasiones: la primera en 1892 con Hedwig Aloisi Certl; la segunda, tras lo desdichado de esta unión, con Philomena Bernt en la ciudad de Dover en 1905, fecha en la que pudo por fin obtener el divorcio que su primera esposa le negaba. Con Philomena tuvo dos hijos: una niña, Felizitas Sybille, nacida en 1906 en Montreux, y un niño, Harro Fortunat, que vendría al mundo dos años después en Múnich, y que se suicidaría en 1932, tras haber sufrido un accidente de esquí que le causó una lesión incurable en la columna vertebral.
La vida de Meyrink a partir del momento en que entró en contacto con el ocultismo y las sociedades secretas puede dividirse en dos periodos bien diferenciados: el de los experimentos con las ciencias ocultas y el dedicado a los ejercicios de yoga. Un motivo constante en ambas fases es, en cualquier caso, la búsqueda del ser oculto que dirige nuestras vidas, una idea que él mismo definió de la siguiente manera:
El individuo no es un ser único, es un ser doble que, por poner un ejemplo, va en un coche: uno, el que lo guía, con la vista hacia delante, hacia el futuro; el otro, el «ser terrenal», con el rostro hacia atrás, hacia el pasado, y por ese motivo incapaz de conocer el futuro. El que conduce lleva el coche adonde le parece; el otro solo es el pasajero. Este, convencido de que el coche no le pertenece más que a él, cree poder viajar adonde le apetezca. Su desgracia es que cree que él mismo es quien conduce. No conoce al auténtico conductor, porque va sentado de espaldas a él. Si lo viera de repente, creería haber encontrado a Dios, y estaría aún más lejos que antes del verdadero conocimiento. Si le fuera posible charlar con el que conduce, entonces tendríamos algo parecido a la magia4.
Meyrink escribió estas palabras durante los últimos años de su vida, es decir, tras un largo periodo de vivencias personales relacionadas con las prácticas ocultistas, a partir de las que llevó a cabo también un buen número de experimentos concretos, como el uso del hachís para inducir visiones, la manipulación de los resultados de los duelos con huevos enterrados bajo arbustos de saúco, la autocuración de enfermedades supuestamente mortales, el envío de mensajes telepáticos a su esposa y un largo etcétera. Sus conocimientos ocultistas le dieron incluso la posibilidad de hacer una última visita después de muerto a algunas personas por él escogidas5. Asimismo hay documentos que atestiguan las actividades de Meyrink como miembro de diversas logias y asociaciones: en 1892 recibió el grado de S I de una sociedad francesa, en 1897 fue admitido como miembro de la Orden de los Iluminados con el nombre de Dagobert, y es sabido que también tuvo contactos con algunas sociedades inglesas. No obstante, tanto los muchos experimentos, como la fundación en 1891 de la logia bautizada como «La estrella azul» no deben llevar a pensar que el autor aceptara ciegamente estas creencias, sino más bien todo lo contrario, pues fue enormemente crítico con el espiritismo y el ocultismo practicados en su época, y que él consideraba como una manifestación degenerada de las ciencias ocultas, que se había expandido igual que una «epidemia espiritual» y que cualquiera se creía capacitado para practicar.
Durante estos años su vida tampoco fue un camino de rosas: una demanda por adulterio le costó la cárcel durante catorce días. Meyrink afirmó siempre su inocencia y, tras ser puesto en libertad, demandó a un oficial por falso testimonio. No obstante, una vez confirmada la calumnia, la libertad le duró poco, pues en esos mismos días llegó la acusación de estafa de su cuñado por haber vendido supuestamente a una clienta unos valores que no eran tales. Las habladurías y las sospechas que circulaban por Praga acerca de que Meyrink estaba en bancarrota y de que utilizaba el espiritismo para sus estafas y engaños, así como de que en ocasiones se había hecho pasar por hijo del rey Luis II para conseguir notables beneficios, salieron todas a colación en el juicio. Al final, pudo demostrarse que la clienta era una falsa testigo contratada por el cuñado y Meyrink fue puesto en libertad. Le habían dado la razón, pero las duras sesiones del juicio público y los dos meses y medio de reclusión minaron sin remedio su salud, su negocio y su reputación, de modo que, aunque el tribunal lo absolvió de los delitos de los que se le acusaba, la sociedad de Praga no fue capaz de hacer lo mismo y quedó excluido de ella desde ese mismo momento.
Fue precisamente el fracaso de su vida burguesa lo que llevó a Meyrink directamente a la literatura, animado por su amigo, el escritor Oskar Schmitz (1873-1931), uno de los intelectuales más críticos con la Alemania Guillermina, miembro de la bohemia muniquesa. Empezar a escribir no le resultó nada difícil, sino todo lo contrario, pues las circunstancias vitales, así como su propia situación emocional, dieron a Meyrink alimento suficiente para la crítica y la sátira. No es de extrañar, pues, que iniciase rápidamente una colaboración con la revista Simplicissimus6, donde publicó su primera narración: El soldado apasionado (Der heiße Soldat). Los trabajos que continuó publicando en ella fueron siempre elogiados por autores de la talla de Karl Kraus o Erich Mühsam, lo cual dice mucho de los primeros pasos de Meyrink en el mundo de las letras. Y lo cierto es que su éxito literario comenzó con sus publicaciones para esta revista, aunque también tuvieron una acogida muy positiva las editadas en Marzo (März). El éxito de sus escritos fue tal que ya en 1903 se editó un volumen con una amplia selección de ellos, el cual alcanzó un total de 85.000 ejemplares vendidos y al que siguieron otros tres en un espacio de tiempo relativamente breve7. Una selección de sus sátiras fue traducida al ruso en 1919.
Las colaboraciones de Meyrink para esta revista denotaban cierto gusto por lo macabro y lo surrealista, algo que hacía difícil encontrar los límites entre la sátira y el relato fantástico. Sus sátiras atacaban sin piedad la doble moral de la sociedad burguesa de la monarquía austrohúngara y le granjearon, sobre todo por sus invectivas contra el ejército, una merecida fama entre los intelectuales liberales, al tiempo que se ganó también, como no podía ser de otra forma, las críticas de los nacionalistas. Entre las más conocidas se encuentran las tituladas Sarajevo (Sarajewo) y Carnoglobina (Schöpsoglobin): en la primera, el autor describe una guerra ficticia, en el transcurso de la cual los ejércitos austrohúngaros toman por asalto la ciudad de Sarajevo, una acción a través de la que se pone de manifiesto que el cuerpo de oficiales es el auténtico causante de la decadencia del imperio; en la segunda, un científico descubre una vacuna que inocula el patriotismo y se la inyecta a simios, que transforman su comportamiento, un claro reflejo de los hábitos de los que usualmente hacían gala los militares. Los escritos se difundieron como la pólvora, seguramente porque ambas sátiras daban en el blanco al dibujar a la perfección la situación social y política de los momentos anteriores a la Primera Guerra Mundial.
La publicación de estos textos, no obstante, arreció las críticas contra el autor. La persona de Meyrink, sobradamente conocida, ofrecía además muchos aspectos que atacar, de manera que las críticas a menudo no tenían como objeto la obra, sino simplemente la propia persona del autor, de quien muchos querían vengarse. Aunque con el tiempo Meyrink fue inclinándose cada vez más hacia lo fantástico, de manera que la sátira como forma literaria pasó en su obra a un segundo plano, no por ello pudo evitar que las críticas contra su persona continuaran, y tal vez sea precisamente a la acumulación de opiniones negativas sobre él mismo a lo que se deba en parte el olvido en el que cayó su obra durante un largo periodo de tiempo.
En 1904, coincidiendo con su traslado a Viena, Meyrink fue nombrado redactor jefe del periódico El buen Agustinus (Der liebe Augustin)8, un diario absolutamente independiente, tanto en el aspecto económico como en el de opinión, que pronto dejó de editarse debido precisamente a su falta de financiación. En 1905, no obstante, abandonó la ciudad y pasó dos años enteros viajando sin parar, hasta que se asentó definitivamente en Múnich. Al igual que en Praga, donde Meyrink había mantenido contactos con el grupo de los conocidos como «Jóvenes de Praga», entre los que se contaban Paul Leppin, Richard Teschner y Oskar Wiener, entabló aquí contacto con un amplio círculo de literatos, entre los que se encontraban Egon Friedell, Roda Roda, Ludwig Ganghofer y Ludwig Thoma, y frecuentó los círculos más destacados del momento, situados principalmente en los cafés Stefanie y Luitpold, a los que acudían entre otros Erich Mühsam, Frank Wedekind, Kurt Martes y Heinrich Mann. Aquí, tras el fracaso del periódico vienés, Meyrink se propuso fundar él mismo una revista, que llevaría el nombre de Gante (Gent) y vería la luz en septiembre de 1913, y con la que se proponía golpear directamente a la cara al gusto imperante en el Múnich de la época; pero el proyecto no pasó de contactos diversos con posibles fuentes de financiación y colaboradores, y nunca llegó a hacerse realidad.
Su primer gran periodo de producción literaria gira, por tanto, en su práctica totalidad en torno a escritos de este tipo, periodísticos, ensayos y prosa breve, y alcanza su punto álgido y final con la publicación de su primera novela, El gólem (1915). Con ella se abre su segundo gran periodo de producción literaria, en el que disminuye su actividad para la revista, lo cual, evidentemente, supuso también una reducción de sus ingresos, que trató de paliar realizando algunas traducciones de obras de Dickens entre los años 1909 y 1914. Como hecho anecdótico y muy representativo de la personalidad de Meyrink, cabe mencionar su afirmación de haber realizado estas traducciones sirviéndose del «dictáfono», un aparato inventado por Edison en 1907: sus conocimientos de inglés le permitían leer el texto inglés original e irlo traduciendo en voz alta al alemán y recogiéndolo simultáneamente en este aparato. El editor, Kurt Wolff, acostumbrado a las exageraciones del escritor, nunca creyó que Meyrink realizara las traducciones de esa forma, al igual que tampoco creía en la existencia de tal aparato. En cualquier caso, afirmaciones como estas permiten encontrar a un Meyrink que, a pesar de su inclinación por el ocultismo, no perdió nunca el sentido de lo pragmático ni tampoco la conciencia crítica, pues allí donde los relatos de Dickens le resultaban demasiado pesados, retocaba el texto o eliminaba los pasajes sin más. Que el trabajo intensivo en la obra del inglés no pasó sin dejar huella es algo que puede percibirse asimismo en la lectura de El gólem.
Es precisamente también durante este periodo cuando Meyrink da sus primeros pasos en la composición de obras teatrales. Las primeras son solo narraciones escritas con anterioridad que reelabora para la escena. Más tarde, a partir de 1911, empieza una colaboración con Alexander Roda Roda (1872-1945), a quien conocía del Simplicissimus, que da como resultado un total de cuatro comedias. Pero las diferencias entre ambos por los royalties que debían corresponder a cada uno llevaron a Meyrink a tomar la drástica decisión de dejar el teatro, si bien mantuvo hasta 1914 un encargo del ballet de San Petersburgo e incluso acarició la idea de fundar un teatro de marionetas. Diversos proyectos que tampoco dieron frutos y que Meyrink planeó durante este periodo fueron, entre otros, un ensayo titulado «Libro de los venenos. Un tratado nada botánico» y la colaboración en un volumen de parodias, en el que Kurt Wolff le había invitado a participar y que hubiera podido ser para él una buena posibilidad de criticar duramente a Sigmund Freud, Friedrich Hegel, Heinrich Mann, Rudolf Steiner o Karl May, con cuyas ideologías no comulgaba en absoluto.
Wolff supo también aprovechar sus excelentes conocimientos sobre las ciencias ocultas para que elaborara informes sobre manuscritos que llegaban a la editorial Fischer o que otras editoriales ofrecían a Wolff para su publicación. Además de como lector, Meyrink trabajó también como editor para varias casas editoriales, entre las que destacan Barth y Propyläen por la calidad de sus publicaciones. Entre 1921 y 1924 editó para Rikola diversos volúmenes de la serie «Novelas y libros de magia», todos los cuales acompañó siempre de una introducción.
Incluso el Ministerio de Asuntos Exteriores trató de aprovechar sus conocimientos de ocultismo para llevar a cabo el proyecto de una película planeado como respuesta a la propaganda inglesa, pero el proyecto nunca se llegó a realizar. Asimismo se le propuso para investigar el papel de la masonería en el origen del conflicto bélico, y se le envió una caja llena de materiales a tal fin, la cual desapareció de forma misteriosa, lo que impidió que pudiera iniciarse la investigación.
En lo que se refiere a su producción literaria, el ocultismo se refleja en ella de una forma diferente a la de otros autores que recogen también en sus obras fenómenos de carácter sobrenatural: si E. T. A. Hoffmann había tratado en sus textos el fenómeno del mesmerismo, E. A. Poe el del magnetismo y Villiers de l’Isle Adam el del espiritismo, para Meyrink no existe un solo objeto de curiosidad intelectual, sino muchos: espiritismo, alquimia, astrología, teosofía, parapsicología, yoga, cabalística, tao y un largo etcétera. Tal vez esto, unido al uso por vez primera de la forma larga de la novela, fuera el elemento causante de las muchas dificultades que Meyrink encontró durante el proceso de redacción de El gólem. Como primera prueba documental de que estaba trabajando en la novela ya en 1907 se ha conservado una carta a Alfred Kubin, fechada el 19 de enero de ese mismo año, en la que solicitaba su colaboración para ilustrar el texto y le prometía enviarle al cabo de unos días las primeras veintiséis páginas. La correspondencia posterior entre ambos es una buena prueba documental de las muchas dificultades que Meyrink experimentó durante el proceso de redacción y de negociación con diversas editoriales, a través de las cuales trataba de obtener mejores condiciones económicas. La colaboración con Kubin no tuvo lugar debido precisamente a la constante insatisfacción del autor con los capítulos de su obra, que, a menudo, rehacía hasta tres y cuatro veces seguidas. Inspirado, no obstante, por las ilustraciones que había hecho para El gólem, Kubin escribió una novela propia, El otro lado (Die Andere Seite), que publicó en 1909.
Y es que la influencia de la prosa breve, a la que Meyrink estaba acostumbrado y que dominaba a la perfección, le impedía constantemente el desarrollo de una forma de mayor extensión como lo era la de la novela, hasta el extremo de que el influjo de sus muchos años de experiencia con esta forma menor se percibe a lo largo de toda ella, tanto en los pasajes de contenido satírico como en la homogeneidad de la propia obra que, a veces, da la impresión de ser un montaje de episodios, un conglomerado de relatos breves, en cada uno de los cuales es posible identificar diferentes tramas argumentales. A ello se une además la fusión de ficción y autobiografía presente también en todo el texto, en el que Meyrink introduce conocidas escenas de la época: la historia del ladrón y asesino Babinski, de la que se reeditaron doce versiones diferentes entre 1862 y 1880, y que era sobradamente conocida por todo posible lector de la novela; o la del erudito doctor Hulbert, jefe de una banda de mendigos y ladrones, conocida en Praga por el nombre de «Batallón» y que se había convertido en toda una leyenda en la ciudad, así como la del músico que amenizaba sus veladas con su cítara, Lojsitschek, y que en la novela aparece como el tabernero del mismo nombre. De los personajes, algunos recuerdan también a diversos miembros del círculo de los Jóvenes de Praga: los dos amigos de Pernath, Vrieslander y Zwakh, son reminiscencias de los pintores y escultores Richard Teschner y John Jack Vriesländer. El poeta Oskar Wiener también aparece mencionado con unos versos de su poema Sobre el último día(Vom letzten Tage). Y cuando al final de la obra el nombre de Pernath es confundido con el de Pascheles o Pereles, Meyrink está haciendo con ello una clara referencia al editor de «Sippurim», una legendaria colección praguense9.
Meyrink pensaba tener concluida la novela en 1908; en este sentido al menos se expresaba en una carta a su editor Albert Langen, quien le había recordado que debía enviarle un manuscrito para el Simplicissimus, en la que le pedía ocho días de plazo en los que pensaba poner fin a la obra. Los ocho días, no obstante, se convirtieron finalmente en cinco años. Aun con todo, un primer resultado del largo periodo de composición fue la publicación en 1911 del primer capítulo en la revista Pan. El fragmento, que en la versión final llevaría el título de «Praga», apareció con el nombre de «El chamarilero Wassertrum». La publicación de este extracto iba acompañada asimismo del anuncio de una novela sobre el gueto titulada La piedra de las profundidades (Der Stein der Tiefe), que Meyrink pretendía publicar primero en Inglaterra.
Tras la lectura de este primer capítulo, Kurt Wolff se puso en contacto con Meyrink para preguntarle si querría publicar la versión alemana de esa novela en su editorial. A una segunda petición en enero de 1912 le siguió la firma de un contrato en marzo de ese mismo año, por el que Meyrink se comprometía a tener lista la obra para el 1 de febrero de 1913. El plazo fijado lo sobrepasó aún en siete meses, de modo que la novela no estuvo terminada hasta mediados de septiembre, aunque al menos pudo ver la luz a finales de año en una preimpresión de la revista Hojas blancas (Weisse Blätter). La edición en forma de libro fue un auténtico éxito, con el que Meyrink se hizo famoso, pero no rico. El contrato que había firmado no le garantizaba ningún porcentaje en las ventas, sino tan solo la cantidad total de 10.000 marcos, de manera que los muchos beneficios generados por la novela fueron en su práctica totalidad a manos del editor. Wolff, ausente de la editorial debido a la guerra, había delegado todo lo relativo a ella en su lector, Georg Heinrich Meyer, quien se convirtió en un genio de la publicidad, que supo poner en práctica las ideas más novedosas a fin de promocionar la novela. Meyer inundó el país con anuncios en periódicos y carteles de color rojo chillón en las calles, e inició una campaña publicitaria desconocida hasta entonces para un libro y que supuso el comienzo de la práctica de los anuncios de novedades editoriales en la prensa. La consecuencia de su habilidad fue que hasta 1931 se vendieron un total de 191.000 ejemplares, 150.000 solo en el periodo comprendido entre 1915 y 1920. Aunque el éxito de Meyrink no se tradujo para él en una mejora excesiva de su situación económica, sí le permitió comprar una casa en 1920 a orillas del lago de Starnberg, a la que bautizó con el nombre de «Casa de la última farola». A causa de las deudas y a que su popularidad iba cada vez más en descenso, debido seguramente a su alejamiento de los círculos literarios de Múnich, tuvo que venderla en 1928, aunque continuó viviendo en ella hasta su muerte, acaecida el 4 de diciembre de 1932, acelerada seguramente por el suicidio de su hijo Harro, hecho que lo sumió por completo en el mundo del ocultismo del que tanto gustaba. Su esposa Philomena lo sobrevivió treinta y cuatro años y falleció el 14 de octubre de 1966. Sus obras, como no podía ser de otro modo, fueron prohibidas en 1933.
Cabría preguntarse si el éxito tan precipitado de su primera novela no conllevó para Meyrink más consecuencias negativas que positivas, sobre todo si se tiene en cuenta que El gólem, básicamente, defiende una visión del individuo que está en radical contradicción con el espíritu mercantilista de la época. Por lo que se refiere a su producción literaria, es evidente que sí supuso una clara cesura, pues tras haber estado luchando durante años por conseguir afianzarse en la forma mayor de la narrativa, Meyrink escribió en los años inmediatamente posteriores otras dos novelas de características similares que aparecieron en la editorial de Wolff en ediciones de treinta y cincuenta mil ejemplares respectivamente: El rostro verde (Das grüne Gesicht) en 1916, y La noche de Walpurgis(Walpurgisnacht) en 1917. Estas dos obras han sido valoradas de forma muy diferente: para algunos críticos conforman una trilogía con la primera, mientras que otros critican el estilo empleado en ellas, en ocasiones demasiado complejo y casi onírico, una extrapolación del que diera merecida fama a El gólem, pero de calidad inferior. Del análisis de ambas se deduce que, con su primera novela, Meyrink había creado una especie de modelo estándar del género, del que se derivarían posteriormente las demás, pues los motivos se mantienen de manera constante, y lo mismo sucede con la técnica narrativa utilizada, con la que se tiende a dar visos de realidad a lo fantástico, y que parece evidentemente obligada por el tratamiento de lo psíquico en cada uno de los textos. Además, a partir de este momento, todo lo relacionado con el ocultismo es tratado sin tapujos en sus novelas, en las que la sátira pasa a ocupar un segundo plano. Todas ellas están claramente determinadas, además, por el estudio intensivo de escritos místicos y de contenido esotérico, así como de todo tipo de fenómenos parapsicológicos a los que Meyrink se sometió, pero sobre todo por la idea de que cualquier individuo puede entrar en su subconsciente si sabe cómo hacerlo. Cada una de las obras que se suceden a partir de este momento tiene como trasfondo una idea concreta: si en El gólem era la Cábala, el yoga lo será en El rostro verde, el vedismo en La noche de Walpurgis, el taoísmo en El dominicano blanco y la alquimia en El ángel de la ventana oeste. Para la plasmación literaria de cada uno de estos principios ideológicos el autor utiliza un discurso ocultista y un narrador que mantiene el discurso siempre con la misma retórica del maestro que, con calculada oscuridad, va configurando su discurso esotérico, cargado de elementos pedagógicos que deben hacer que el lector despierte y comprenda el mensaje. Todos ellos culminan de alguna forma en un intento de disolución de los límites establecidos entre poesía y verdad, es decir, en la verificación de los textos ficcionales a través de un empirismo pseudocientífico, experimentos en los que puede leerse cómo Meyrink, consciente o inconscientemente, pues durante los últimos años de su vida no fue muy capaz de discernir entre realidad y ficción, trabajaba en la construcción de su propio mito.
De ser esto así, no es difícil entonces que surja la pregunta respecto de si sus obras fueron en realidad una entelequia o si verdaderamente tuvo lugar una identificación del autor con los personajes de sus novelas. La respuesta a esta pregunta no resulta difícil en absoluto, pero tal vez la forma en que pasó los últimos meses de su vida permitan una interpretación al respecto, pues tanto el dolor por la pérdida de su hijo, como su propia muerte acaecida apenas medio año después en circunstancias un tanto ominosas, parecen confirmar la suposición de que el autor había acabado huyendo sin más de la realidad para refugiarse en el mundo oculto de los propios libros. Las palabras con las que su mujer describe el momento de su muerte en una carta fechada el 21 de febrero de 1934, confirman la idea de que Meyrink falleció en la absoluta convicción de adentrarse con la muerte en el más allá, exactamente igual que los personajes de sus novelas:
El 2 de diciembre a las once de la noche me dijo literalmente: ahora me voy a morir, por favor, no trates de quitármelo de la cabeza, el paso que voy a dar es demasiado grande e importante […] quiero llegar firme y consciente. Y así de firme y lúcido, sin quejarse de nada, sin pestañear, esperó la muerte. Sus ojos brillaban cada vez más y más, y a las seis y media de la mañana del domingo 4 de diciembre respiró por última vez. Sentimos una alegría conmovedora porque un espíritu tan grande se hubiera desprendido del cuerpo con tanta armonía. […] Por su muerte, y también por la muerte de mi hijo, cuyo camino él siguió, casi con alegría. […] Me siento tan extrañamente dichosa por estar unida con ellos «al otro lado» y me alegro porque cada día que pasa me acerco más a ellos10.
Es evidente que este todo en sí mismo que conforman tanto su biografía como su obra hacen de Meyrink uno de los autores más destacados del fin de siècle, uno de los periodos más interesantes y desconocidos de la literatura alemana que, a día de hoy, tal vez por ser testimonio también de un mundo en crisis, está despertando desde hace ya algunos años un inusitado interés a todos los niveles. La situación cultural y social de este periodo de transición, determinado por la simultaneidad de una visión de modernidad y progreso y otra de fin de una época, en la que se aunaban la conciencia de disolución del pasado con la esperanza de un nuevo comienzo, situó a los hombres del momento ante nuevos retos sociales, políticos y culturales. Las oscilaciones entre la sensación de fin de época y un esperanzador optimismo conllevaban para los individuos un alto nivel de inseguridad, que trataba de compensarse, sobre todo, concentrándose en el momento presente, sin mirar mucho más allá. Desgarrado por las tradiciones y los cambios constantes, por la constatación de los acontecimientos del pasado y la fe en el progreso, el hombre de los años finales del siglo se sentía dominado por una constante sensación de temor, originado por todas estas ambivalencias imperantes, pero sobre todo por las transformaciones que tenían lugar en los ámbitos más diversos, y que encontraron, como no podía ser de otro modo, un amplio reflejo no solo en conceptos teóricos, sino también en las artes plásticas y la literatura. Y ello seguramente debido a que los nuevos avances supusieron una aceleración del ritmo de vida que acabó con la conciencia burguesa, de manera que un distanciamiento del pasado y la conciencia de un nuevo comienzo se pusieron claramente de manifiesto en la reorientación que tuvo lugar en los diferentes ámbitos de las ciencias y las artes, no de un modo simultáneo, pero sí durante un espacio de tiempo relativamente breve, el que se tardó en dejar atrás un siglo e iniciar otro. Pero esta aceleración extrema, desconocida hasta el momento en tal medida, había de influir necesariamente en la psique de los hombres de la época, que se vieron obligados a aceptarla con mayor o menor celeridad, hasta el extremo de que algunos de estos cambios influirían de manera decisiva en la nueva forma de concebir el mundo. Así, por ejemplo, inventos como la fotografía o el cine se popularizaron rápidamente y surtieron un efecto enormemente positivo sobre los individuos, hasta el punto de llegar a convertirse pronto en parte integrante de la cultura de masas. Ello sin olvidar por supuesto que algunos inventos de esos años, como los rayos X, hicieron posible «ver lo invisible», algo impensable tan solo unas décadas atrás, pero muy en sintonía con el gusto de la época por penetrar en todo lo oculto.
A la aceleración del desarrollo de la cultura de masas contribuyó también sobremanera el desarrollo de las grandes ciudades, provocado por la transformación de la situación social a consecuencia del aumento del proletariado empleado en las industrias, el nacimiento de los movimientos obreros, la emancipación, la urbanización y la organización creciente de los distintos grupos sociales en las más diversas asociaciones. La mujer empezó a tener un papel mucho más activo en la sociedad, condicionado por las transformaciones de carácter económico y social, y las convenciones y las formas de vida tradicionales empezaron a cuestionarse con la tecnificación, la metropolización y la incipiente masificación subsiguiente a ellas. Aunque hubiera sido de esperar el fenómeno contrario, todo ello trajo consigo una mayor individualización que la literatura supo recoger muy pronto haciendo del «yo», de su esencia, el centro de atención prioritaria y el eje central de toda observación. El «yo» objeto de atención fue «diseccionado» en todas sus facetas y componentes, pues ya no interesaba como unidad, sino en sus diferentes aspectos, como resultado de las transformaciones recientemente experimentadas, y también como consecuencia directa de las teorías psicoanalíticas desarrolladas por Sigmund Freud.
En cuanto a la forma literaria, el giro hacia lo individual, hacia el interior del individuo, conllevó también la disolución de los contornos estructurales y la inclinación hacia unos textos de carácter fragmentario. El uso de técnicas como la combinación de impresiones sensoriales, el monólogo interior o el fluido de conciencia trataron de revivir en las obras el aluvión de sentimientos del yo, con los que se confirmaba la unidad entre el hombre y el mundo, así como la disolución de las fronteras entre el exterior y el interior, entre sentimientos y elementos, entre consciente y subconsciente.
En el uso de estas técnicas se percibe asimismo un cambio de la perspectiva narrativa, pues el narrador omnisciente retrocede y es sustituido por un narrador en primera persona o por nuevas formas narrativas que hacen posible la fijación de una perspectiva, a través de la cual el lector tiene acceso ilimitado a los sentimientos y pensamientos de los distintos personajes.
La consecuencia directa de estos cambios tanto en el quehacer cotidiano como en el centro de interés de las artes y, por ende, de la literatura, condujeron también a una búsqueda del sentido de la vida, cuestionado a pesar de todos los avances y conquistas conseguidas en los distintos ámbitos de la ciencia. Fue precisamente esta búsqueda la que dio pie a un inusitado interés por los fenómenos místicos, ocultistas y suprasensoriales, por medio de los cuales el hombre trataba de encontrar una respuesta adecuada a los acuciantes problemas en los que vivía inmerso. Ello despertó asimismo la curiosidad por el conocimiento de las filosofías orientales y por la religiosidad en general, por la Cábala judía, la parapsicología y el espiritismo en todas sus formas, para el estudio y práctica de las cuales se fundaron numerosas sociedades y hermandades secretas. Estas ciencias ocultas fueron la base sobre la que se asentaron muchas de las obras de autores de literatura fantástica publicadas durante el fin de siglo, en especial las de Meyrink, pues con ellas supieron dar alimento al interés creciente por los fenómenos y manifestaciones sobrenaturales, por la espiritualidad y el espiritismo, así como por el resto de religiones desconocidas.
La literatura fantástica escrita en lengua alemana es un campo aún sin estudiar. Tal vez ello se deba al olvido en el que injustamente cayeron tanto Meyrink como sus contemporáneos, cuyas obras fueron perseguidas y tachadas sin motivo de «literatura popular», como el polo opuesto a la literatura del modelo clásico-idealista, así como al hecho de que el peso del Romanticismo y de los elementos de orden fantástico que aparecen en las obras de los autores de este periodo hayan supuesto desde siempre un freno demasiado grande a la hora de analizar las obras del periodo del cambio de siglo por sí solas, esto es, sin caer en la comparación constante con los modelos románticos o los de los autores de lengua inglesa.
Y es que fueron precisamente los escritores románticos quienes, en el marco de las convulsiones sociopolíticas de la Revolución Francesa, que conmovió a toda Europa, supieron fijar por escrito la desconfianza del hombre en las fuerzas que ordenaban su mundo, tanto en el Estado como en la Iglesia, la nobleza y el clero, desatando con ello un horror hasta entonces desconocido ante un mundo que estaba a punto de destruirse. Los escritores románticos, con E. T. A. Hoffmann a la cabeza, dieron forma en sus textos al caos como una realidad que podía presentarse en cualquier momento, y dejaron que el hombre viera su cara destructiva. Para ello, volvieron su mirada al desconocido y enigmático mundo de la Edad Media, en el que ya los alquimistas habían buscado la materia primigenia, la piedra filosofal, y en el que solo el individuo instruido en las artes ocultas podía ser capaz de volver la materia a su estado primitivo. Fijaron su mirada, por tanto, en el estudio de las artes esotéricas desarrolladas ya por el hombre medieval y adoptaron sus doctrinas, según las cuales el conocimiento del mundo parte de cuatro premisas sobre las que está sólidamente edificado: 1. el mundo no solo tiene un origen material, sino que también lo tiene en la conciencia; 2. todo ser es el único responsable de su madurez, lo que, a un tiempo, es el fin de toda creación; 3. existe una relación causal entre cantidad y calidad; 4. es imprescindible el conocimiento del último camino que conduce al hombre a su capacidad creadora. Estos cuatro puntos, aunque en clave, de forma críptica, están presentes en las obras de todos los autores de narrativa fantástica, tanto del siglo XIX como del XX, y aunque aparecen revestidos evidentemente de una forma literaria, condicionan en todo momento los caminos de los diferentes protagonistas de la narrativa de todo el periodo.
Y es que los años del fin de siglo presentaban demasiadas similitudes con los años vividos por los pensadores románticos, ahora como consecuencia de otra revolución, esta vez la industrial, con los numerosos cambios que trajo consigo a todos los niveles. La literatura supo hacerse eco rápidamente de los miedos tanto individuales como colectivos de los seres inmersos en la transformación hacia un mundo industrial y capitalista. Ello, unido al análisis exhaustivo del yo, al interés por todo lo psicológico y sus manifestaciones, así como por la mística y los fenómenos extrasensoriales contribuyeron de manera decidida al aumento de la literatura fantástica. Su éxito vino subrayado además por los mencionados procesos de modernización social que tuvieron lugar en el cambio de siglo y que provocaron grandes desilusiones y un cambio manifiesto en la visión del mundo de los individuos del momento, los cuales supieron ver en lo fantástico un mundo opuesto a lo cotidiano, que percibían como amenazado. Un mundo alternativo es, pues, el que supieron reflejar en sus obras autores como Gustav Meyrink, Hanns Heinz Ewers, Karl Strobl, Paul Leppin o Alfred Kubin, capaces de dar a amplios sectores de público unos textos que se leían con entusiasmo y que alcanzaron por ello tiradas impensables tan solo unas décadas atrás, llegando a constituirse rápidamente en paradigmas del género.
Lo fantástico cuestionaba la realidad, lo cotidiano y lo conocido desde todo punto de vista, a través siempre de la aparición de un acontecimiento inexplicable o de una criatura sobrenatural. Su presencia perturba las relaciones intrínsecas de la realidad y provoca temor, pues las leyes vigentes en la sociedad no son de aplicación para ellos. Estas situaciones de «imposibilidad» son características del género, así como su ambigüedad, pues los autores no quieren conducir al lector hacia una confirmación ni hacia una negación de lo sobrenatural, sino dejar la puerta abierta a su propia decisión, igual que lo son también la indecisión propia de los protagonistas y la realidad fáctica del acontecimiento aparentemente sobrenatural que se describe en el texto. En función de si la indecisión se decanta en una u otra dirección, el texto adquirirá un matiz mágico o terrorífico, pero en cualquier caso abandonará ya el ámbito de lo fantástico.
La literatura fantástica exige, por tanto, que se cumpla una premisa básica: que el texto obligue al lector a considerar el mundo de los personajes como un mundo real, y que ello le obligue a adoptar una posición concreta respecto a este mundo, rompiendo así la situación de indecisión. Pero esto no resulta siempre fácil de realizar, pues la literatura fantástica desarrolla una dialéctica de carácter negativo que, en la práctica totalidad de los casos, conlleva que todo intento de progreso termine en catástrofe, que lo que se cree que tiene sentido lo pierda, que la esperanza se convierta en desesperación, y también que se pierda la fe en cualquier posible ideal. Aun siendo esto así, la literatura fantástica contribuyó como ninguna otra a moldear la conciencia de los individuos de una época que llegaba al punto final de su desarrollo histórico-cultural, y que quedaba con ello expuesta a vivir en un pasado que se hundía irremisiblemente en la oscuridad ante el temor de un futuro aún desconocido para todos. De ahí que los autores reflejen con tanta frecuencia en sus textos esas visiones oníricas de un mundo oscuro, incomprensible incluso en algunos casos, como las que presenta Meyrink en esta novela.
El gólem fue, sin duda, uno de los mayores éxitos del género y contribuyó sobremanera a su auge. Hasta dónde pueden reconocerse en ella el espíritu del fin de siglo y las características paradigmáticas de la literatura fantástica es algo que el lector debe descubrir por sí solo, pues como buen autor de narrativa fantástica, Meyrink trató siempre de no salir de su característica ambigüedad. El éxito de la novela fue tal que autores como H. P. Lovecraft y muchos otros contemporáneos maestros del género lo leyeron con gran interés. Lovecraft incluso mencionó a Meyrink en diversos pasajes de su ensayo Supernatural Horror in Literature (1945) en relación con la literatura fantástica influida por la Cábala, de la que El gólem era para él sin duda el mejor ejemplo11. Incluso Max Brod, el gran amigo y editor de la obra de Franz Kafka, supo ver en los relatos de Meyrink el «nonplusultra de la literatura moderna»12, y puso siempre de relieve su ingeniosa construcción del mundo fantástico, así como su uso soberano del lenguaje, afirmación compartida por más de un crítico del momento y que el lector actual puede comprobar en toda su vitalidad.
Las novelas de Meyrink tienen una relación mucho mayor con el esoterismo y el ocultismo que sus relatos breves, escritos antes de que el autor empezara a tener contacto con el mundo de las ciencias ocultas. Praga, la ciudad que sin duda más marcó al autor, y que, aun no siendo el escenario principal de todos los textos, sí resulta reconocible siempre en un segundo plano, cuenta precisamente con una larga tradición en lo que a las ciencias ocultas se refiere. Esta inclinación data ya de la Edad Media, aunque fue en tiempos del emperador Rodolfo II (1552-1612), un monarca ilustrado y humanista, muy interesado por las ciencias alquímicas, cuya corte fue el punto de encuentro de la práctica totalidad de alquimistas y charlatanes de todos los países europeos13, cuando alcanzó uno de sus primeros momentos de esplendor. Durante esos años se fundaron todo tipo de sociedades secretas, de gremios esotéricos, y se llevaron a cabo un sinfín de prácticas relacionadas con el esoterismo y la transustanciación. Al amparo del emperador, los seguidores de estas doctrinas pudieron desarrollar libremente sus teorías y exponer sus puntos de vista, pero tras la muerte del regente la iglesia católica, enemiga acérrima de todas las artes ocultas, consideradas como «magia negra», persiguió desesperadamente este tipo de actividades, lo que terminó por dar lugar a la fundación de logias y sociedades secretas que seguían existiendo aún en época de Meyrink, cuando, por las circunstancias ya mencionadas, volvieron a experimentar un nuevo momento de esplendor. La ciudad había comenzado a desarrollarse en los albores de la Edad Media en torno a los dos castillos situados a ambas orillas del Moldava con el asentamiento de una colonia de artesanos y mercaderes predominantemente judíos. En 1253, Wenceslao I aglutinó todos los burgos de la margen derecha, rodeó de murallas su recinto y otorgó a todo el conjunto, que en su mayor parte estaba poblado por alemanes, la categoría de ciudad: así fue como se formó la Ciudad Vieja de Praga. En 1257, Otocar II formó otra ciudad con los burgos de la orilla izquierda: sería esta la segunda ciudad de Praga, a la que en 1338 se le otorgó el privilegio de erigirse en comuna. Ya en el siglo XIII el centro de la ciudad judía se había constituido en torno a la Nueva Sinagoga. Decisivos para el desarrollo del gueto fueron la promulgación de los derechos civiles de 1287 y la construcción de una muralla en torno a él en 1230. Pero las murallas ofrecían solo una seguridad relativa, por lo que ya muy pronto tuvieron lugar las primeras persecuciones de judíos: en 1389, en ausencia del rey, fueron asesinadas más de tres mil personas en el interior del gueto. Nunca se llegó a expulsar de él a los judíos, pues suponían una buena fuente de ingresos económicos, pero no dejó de haber ataques y persecuciones constantes.
Praga alcanzó su máximo esplendor en época del emperador Carlos IV, quien la nombró capital del imperio, fundó la Universidad e inició la unificación de los burgos de ambas orillas, que quedó verificada en 1518 en un solo municipio, la denominada Ciudad Nueva. Tras un periodo de decadencia hacia la segunda mitad del siglo XVII, resurgió un siglo más tarde gracias a la actividad arquitectónica de la nobleza y de la Iglesia. El gueto perdió su independencia en 1849, y los judíos no adquirieron derechos totales de ciudadanía hasta 1861, momento en el que tuvo lugar un éxodo masivo hacia el exterior del gueto. A consecuencia de ello, solo continuaron viviendo en él grupos marginales, lo que trajo como inmediata consecuencia un empeoramiento de las condiciones higiénicas, pues nunca se había instalado un sistema de canalización, así como un aumento de la criminalidad, que tuvo lugar también de forma exponencial. Debido a ello se ordenó en 1893 el saneamiento del gueto, que fue demolido casi por completo: solo seis de las nueve sinagogas originales permanecieron en pie. Pero precisamente la imagen de decadencia y la arquitectura de la vieja judería había sido lo que había seducido a muchos escritores, entre ellos Meyrink, quien había conocido el gueto antes del saneamiento, de manera que fue esta Praga medieval la que se convirtió rápidamente para ellos en una fuente de inspiración, pues la vieja ciudad, con su aspecto espectral y fantasmagórico, ofrecía el trasfondo perfecto para el desarrollo de novelas y relatos fantásticos y de misterio.
Aunque no pueda deducirse por las descripciones de sus obras, la Praga de la época de Meyrink era la capital del reino de Bohemia y, tras Viena y Budapest, la tercera ciudad en importancia de la monarquía austrohúngara regida por el emperador Francisco José. Contaba con un total de 230.000 habitantes distribuidos en ocho distritos: a la derecha del Moldava, la Ciudad Vieja, que circundaba la antigua judería, y que tras el saneamiento se convertiría en la nueva Josefstadt: las antiguas casas medievales fueron sustituidas por modernos palacetes de alquiler, que le dieron un aspecto mucho más acorde con su posición de capital y la hicieron digna de llevar el nombre del emperador. Lindando con la Ciudad Vieja se encontraba la Ciudad Nueva. Al otro lado del río se hallaban los barrios de Malá Strana (la Ciudad Pequeña) y del Hradschin (el Castillo); hacia 1900 se incorporaron también a la ciudad los barrios de Wischerad, Holeschowitz-Bubna y Lieben. Por entonces Praga había rebasado sus propios límites, de forma que, contando la periferia, su población sobrepasaba los 600.000 habitantes. Además, la intensa inmigración de población bohemia había convertido la antigua ciudad eminentemente alemana en una capital casi exclusivamente checa con una minoría de germanohablantes, judíos más de la mitad de ellos, concentrados en la Ciudad Vieja y la Josefstadt, de manera que en el centro de la ciudad la lengua dominante era el alemán, y en el resto el checo. En la obra de Meyrink la ciudad adquiere carácter protagonista, con fuertes visos de realidad, pues en ella quedan patentes las dificultades de una ciudad no exenta de problemas políticos que la intensa vida cultural era incapaz de paliar: las revueltas contra la burguesía liberal, protagonizadas por estudiantes provenientes en su mayoría de zonas bohemias muy sensibilizadas con la cuestión nacional, las revueltas de los obreros contra la explotación capitalista y las revueltas de los checos contra la dominación política y económica de los alemanes14.
Y es que el paso del tiempo había convertido a Praga en una ciudad que aglutinaba en sí los pueblos más diversos, de lo cual había surgido una simbiosis, no libre de tensiones, que atraía a aventureros y buscadores de fortuna, alquimistas y espiritistas de toda condición. Para la literatura fantástica del fin de siglo, la ciudad ofrecía una atmósfera sin igual, al mezclarse en ella lo nuevo y lo viejo, y dar la impresión de ser una ciudad en la que se había detenido el tiempo, hecho que la rodeaba de un aura fascinante. Además, no podía ser de otro modo, pues la ciudad de Praga se ofrecía como pocas para el ejercicio de todo tipo de prácticas esotéricas, en las que se buscaba la antropomorfización de la apariencia de realidad a través del arte. Y ello debido a que Praga, como el resto de territorios eslavos, no había experimentado en su mundo conceptual definido por los mitos astrales asiáticos ninguna ruptura de la trascendencia durante el proceso de cristianización, como sí había sucedido en el mundo clásico y en el germánico.
La descripción que Meyrink hace de Praga en su novela El gólem es una de las más logradas que se conocen. Durante un paseo, similar al descrito en la propia obra, el mismo autor experimenta la atmósfera fantasmagórica de la ciudad que habría de transformar su vida y definir su obra literaria, y comprueba que, al igual que un ser vivo, parece incluso llegar a dominar a sus habitantes. Esta descripción, recogida en un breve escrito sobre Praga, se extiende por el conjunto de su producción literaria:
Ya entonces, mientras paseaba por el viejo puente de piedra que, pasando por encima de las aguas calmas del Moldava, conduce hasta el Hradschin, con su castillo que exhala la sombría arrogancia de los viejos linajes de los Austrias, me sobrecogió un profundo terror para el que no fui capaz de encontrar explicación alguna. Desde aquel día ese miedo no me abandonó jamás durante todo el tiempo (una buena parte de mi vida) que viví en Praga, la ciudad con el corazón que late en secreto. Jamás se ha apartado de mí; todavía hoy sigue resurgiendo cada vez que pienso en Praga o sueño con ella de noche. […] Praga conforma y conmueve a sus habitantes como si fueran marionetas, desde el primero hasta el último aliento. […] el latido secreto de la ciudad va lavando todos los nombres, creando leyenda tras leyenda. Durante horas paseaba a la luz de la luna por la Ciudad Pequeña, el barrio que está al otro lado del Moldava, el corazón de Praga, y siempre me perdía15.
La descripción de Meyrink expresa con claridad ese carácter de la ciudad que parece vivir en cada una de sus piedras y de sus gentes, y que para él personifica una transición entre lo real y lo sobrenatural, haciendo con ello también honor a su propio nombre: «Praha», «umbral». Esto, precisamente, es lo que la ciudad representa en su novela: un umbral entre la realidad y el más allá, o lo que es lo mismo, y esta afirmación vale en especial para el gueto judío, un puente diabólico, un escenario fantasmagórico, de pesadilla. Praga y el gueto sirven, por tanto, a Meyrink para explicar el estado de sus personajes y por qué actúan de la forma en que lo hacen: el gueto con sus peculiares edificios y calles simboliza lo terrenal, la oscuridad que es necesario superar para poder llegar a un conocimiento más profundo y penetrar en una esfera más amplia de la conciencia, en un ámbito en cierto modo sobrenatural. Es decir, que la Praga sinuosa e inabarcable en la que el individuo se pierde con facilidad, guiado siempre por fuerzas desconocidas, representa y personifica en realidad la búsqueda de un yo, que en esta novela está representado a la perfección en la figura de su protagonista, Athanasius Pernath.
Los primeros datos sobre la transmisión de la leyenda del gólem en fuentes judías datan de época talmúdica, de entre el 200 y el 500 d.C., cuando el sabio Rawa creó a un ser que envió por algún motivo a su ayudante Raw Sira, quien, viendo que el enviado no era capaz de hablar, se percató al instante de que era un ser artificial y lo destruyó. Pero es en el siglo XII, en los escritos de la Cábala, cuando aparece por vez primera la denominación de «gólem» para un individuo nacido de forma artificial. La creación de este gólem está estrechamente relacionada con la de Adán, cuando este, aún sin terminar, carecía todavía de alma, como muestra, precisamente, de la fuerza creadora divina, que ha de ser siempre necesariamente superior a la del hombre. En cualquier caso, ya desde sus primeros momentos, es posible comprobar cómo la leyenda ve en este personaje las características propias del motivo del siervo, finalidad única con la que es creado este ser.
La base para el desarrollo de la leyenda tal como la trasmite la tradición literaria la conforman dos personalidades destacadas del siglo XVI: el rabino polaco Elijahu de Chelm y el rabino del gueto judío de Praga Jehuda Löw Ben Becadel. Ambos dieron forma a una criatura de estas características para que les sirviera como criado: el primero le dio vida escondiéndole en la boca un pedazo de pergamino en el que el rabino había escrito anteriormente una palabra, el segundo le pegaba el pedazo de pergamino en la frente. Fue precisamente esta última, la leyenda del rabino Löw, la que más se popularizaría hasta llegar a ponerse por escrito en el siglo XIX ya con las características propias de una leyenda bien desarrollada y conformada por la transmisión oral. Que fuera precisamente esta variante la que encontrara mayor difusión tiene de seguro mucho que ver con la ciudad de Praga como importante punto de encuentro de diferentes corrientes migratorias de judíos, provenientes del este y del sur de Europa, así como de Rusia.
La comunidad judía que allí residía era una de las más florecientes y cultas de la época. El rabino Löw, estudioso de la Cábala y la doctrina judía, muy interesado en las tradiciones, cuentos y leyendas de su pueblo, era un exponente claro de esta amalgama cultural. La leyenda cuenta que, mediante el estudio de las escrituras sagradas a través de la Cábala, el rabino logró descifrar la palabra que Yahvé había utilizado para dar el don de la vida: «emet», verdad. Fabricó entonces, con la intención de demostrar a los cristianos que ellos también contaban con una criatura sobrenatural dispuesta a defender a los judíos frente a sus ataques, un pequeño hombre de arcilla tomada de las orillas del Moldava e introdujo en su boca un papel en el que había escrito esa palabra; el muñeco de arcilla creció así hasta convertirse en un ser de gran tamaño y la vida animó sus miembros. Para lograrlo, el rabino había llevado a cabo los ritos precisos mencionados en la Cábala necesarios para dotar de vida a la criatura, colocando también en su frente un papel con la palabra que había de darle la vida. Sin embargo, como Löw no era Dios, no dotó a esta criatura de alma, por lo que no pasó de ser una marioneta animada sin voluntad propia, caracterizada por una extraordinaria fuerza y por su obediencia ciega al rabino. Para que la criatura actuara siempre así, el rabino debía retirar el papel con la palabra escrita antes de caer la noche; de lo contrario, el gólem escaparía a su control. Un sábado olvidó retirarlo a la hora señalada y la criatura se transformó en una fuerza autónoma y aniquiladora, que consiguió destruir todo el gueto judío antes de que alguien lograra retirar el papel. El rabino, viendo que no podía controlar al ser al que él mismo había dado vida, decidió destruirlo borrando la primera «e» de la palabra escrita en su frente, y dejando escrita la palabra «met», muerte. Löw escondió entonces al hombre de arcilla en un lugar secreto, el piso superior de la antigua sinagoga de la ciudad, y destruyó el papel, al tiempo que vaticinó que, si alguna vez el pueblo judío volvía a encontrarse en alguna situación complicada, aparecería un rabino iluminado por Dios, capaz de descifrar la palabra mágica, un rabino mucho más sabio que él, que volvería a insuflar vida al gólem para salvar con él a su pueblo de sus tribulaciones.
La leyenda está basada en el personaje real de Jehuda Löw Ben Becadel, líder de los judíos de Praga que había llegado a tener muy buenas relaciones con el emperador Rodolfo II. Este distinguió al rabino con concesiones a los judíos haciendo que de este modo se convirtieran en el blanco de las envidias y la ira del resto del pueblo. De aquí precisamente es de donde surge la leyenda, pues cuando en 1580 la cólera del pueblo se lanzó contra los judíos haciendo que estos no pudieran salir de las murallas de su barrio, fue cuando el rabino Löw decidió dar vida a un gólem como arma defensiva. Los documentos prueban que en vida de este Jehuda, el gueto judío fue destruido por completo; sin embargo, jamás se halló prueba alguna de que existiese en algún momento algo similar al gólem, a pesar de las muchas investigaciones llevadas a cabo16, tanto en la sinagoga donde vivió Löw, como en la denominada Colina de la Horca, donde la tradición dice que se enterró al gólem. No obstante, en la memoria de las gentes quedó el recuerdo de que un día, en un acceso de furia porque el rabino se olvidó de su deber, el gólem empezó a deambular furioso por el gueto con la sola intención de destruir todo aquello que encontrara a su paso. La novela de Meyrink tiene su origen en el conjunto de leyendas de la Cábala judía sobre la creación artificial de vida mediante el poder evocador de la palabra. Pero con Meyrinkla leyenda evoluciona y va a más, pues el ser artificial de la novela vuelve a la vida cada treinta y tres años y vive en una habitación sin acceso situada en algún lugar del laberinto del gueto de Praga. Se habla, pues, de un gólem que sigue vivo, que habita en una celda del gueto, sin puerta y con una ventana enrejada, y que, tras un periodo de tiempo regular, sale de allí y deambula por las calles provocando la histeria y el terror entre quienes lo encuentran. Se mencionan otras leyendas también interesantes, como la del famoso asesino en serie Babinski, y la de la Casa de la Última Farola, una casa en la calle de los Alquimistas, que solo pueden ver algunos afortunados en días de niebla, y que desempeña un importante papel en la interpretación de la obra.
