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El heredero del sultán E-Book

Alexandra Sellers

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Beschreibung

El heredero del sultán El jeque Najib irrumpió en la vida de Rosalind Lewis y reclamó los derechos del sultán sobre su hijo. Ella negó que el sultán fuese el padre del niño, pero su negativa chocó contra la incredulidad de Najib y sus besos sin clemencia. El peligro acechaba, y Najib se los llevó a su mundo exótico: un lugar lejano donde protección equivalía a matrimonio.Todas las noches, en los brazos de su marido el jeque, Rosalind pensaba que no podría seguir guardando su secreto. No sabía si su verdad le traería un final amargo o el verdadero amor.

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Seitenzahl: 136

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Alexandra Sellers. Todos los derechos reservados.

EL HEREDERO DEL SULTÁN, N.º 1165 - febrero 2013

Título original: The Sultan’s Heir

Publicada originalmente por Silhouette Books.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A., y Novelas con corazón es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

I.S.B.N.: 978-84-687-2666-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

Un silencio ominoso parecía pesar sobre las paredes de ladrillo y acero de la cámara acorazada. Tres hombres observaban al director del banco introducir la llave que abría la pesada puerta de hierro y los tres se miraron sin decir una palabra.

Todos eran jóvenes, de unos treinta años, pensó el director. Había algo raro en ellos, un aire de autoridad que resultaba inusual en personas tan jóvenes. Le recordaban a alguien, pero no sabría decir a quién. Entre ellos había un gran parecido físico y el más alto llamaba al difunto propietario de la caja fuerte su «primo».

–Hace cinco años que nadie la toca, por supuesto –dijo en voz baja.

No era algo inusual tras la devastadora guerra en Bagestan. Otras familias habían perdido las cajas fuertes de sus familiares o no sabían nada de ellas hasta que el banco se lo notificaba. Y, a veces, no recibían respuesta a esas cartas...

–Por aquí, señores –dijo entonces el director, sujetando la caja bajo el brazo.

Un empleado se quedó cerrando la puerta de la cámara mientras él los llevaba a través de un pasillo.

En silencio, se dirigió a la sala de conferencias y, con un gesto, instruyó a otro empleado para que abriese.

–Aquí nadie los molestará –murmuró.

Los tres hombres entraron, en silencio. Había tensión en el aire mientras el director dejaba la caja sobre una larga mesa de caoba, pero era una tensión diferente a la de otras personas que esperaban encontrar un tesoro familiar, una herencia inesperada... Entonces se preguntó qué habría en aquella caja.

–Nadie los molestará –repitió.

–Gracias –dijo uno de los hombres, sujetando la puerta con implacable amabilidad.

Con desgana, deseando ser parte del drama que intuía iba a desatarse, el director hizo un saludo con la cabeza y salió de la sala.

Najib al Makhtoum cerró la puerta y se volvió hacia sus acompañantes. Los tres hombres se miraron, en silencio. La luz del sol entraba por unas ventanas altas, iluminando sus facciones, tan parecidas. Los tres habían heredado de algún antepasado una frente ancha, pómulos altos y labios sensuales, pero cada uno tenía el sello individual de sus genes.

–Esperemos que esté aquí –murmuró Ashraf.

Como si esa fuera la señal, cada uno tomó una silla para sentarse alrededor de la mesa.

Alguien levantó la tapa de la caja y mostró lo que había en el interior... nada.

Los tres dejaron escapar un suspiro.

–Vacía –dijo Haroun–. Supongo que era demasiado esperar que...

–Pero tiene que haberlo dejado en alguna parte... –empezó a decir Ashraf.

–No está vacía –lo interrumpió Najib, señalando dos sobres que había en el fondo.

Najib y Haroun miraron a Ashraf y fue él quien alargó la mano para tomar los sobres. Uno era de color marrón, el otro blanco.

–Es un testamento –dijo, sorprendido–. Y esta es una carta dirigida al abuelo.

–¿Quién es el notario? –preguntó Najib–. ¿El viejo Ibrahim?

Ashraf le dio la vuelta al sobre marrón para leer el membrete.

–Jamal al Wakil. ¿Sabéis quién es?

Los otros dos negaron con la cabeza. Él arrugó el ceño.

–¿Por qué habría acudido a un extraño para hacer su testamento? –murmuró para sí mismo.

–Lee –dijo Najib.

Al hacerlo, la expresión de Ashraf se endureció.

–¿Qué es? –preguntaron los dos a la vez.

–Lego a mi esposa... –murmuró él, mirando a su hermano y su primo–. A mi esposa. Estaba casado.

–¿Con quién? –preguntó Najib.

–Rosalind Olivia Lewis. Una mujer inglesa. Tuvo que casarse con ella cuando estuvo en Londres... –Ashraf siguió leyendo en silencio–. Estaba embarazada.

–¡Alá! –exclamó Haroun–. Pero si hubiera un hijo, ella se habría puesto en contacto con la familia.

–Quizá no. ¿Tú crees que le contó la verdad antes de casarse?

–Espero que no –suspiró Najib.

Ashraf siguió leyendo y sacudió la cabeza, incrédulo.

–Debió habérselo contado. Escuchad... «y lego a mi hijo la Rosa de al Jawadi».

Los tres se quedaron en silencio durante unos segundos.

–¿Tú crees que lo tiene ella? –murmuró Haroun–. ¿Podría estar tan enamorado como para dárselo a esa mujer?

–Quizá pensó que sería más sensato dejarlo en Londres que traerlo a Parvan cuando estaba a punto de estallar la guerra –contestó Ashraf.

Najib tomó el sobre blanco y sacó algo que parecía una tarjeta. Pero era una fotografía y se encontró mirando los ojos sonrientes de una mujer.

–Es ella.

Era joven y muy guapa. Y lamentó entonces, sin saber por qué, que hubieran pasado cinco años. Lamentó no haberla conocido con aquel rostro joven y fresco.

–El niño tendrá cuatro años ahora –murmuró Haroun–. Dios mío...

–Tenemos que encontrarla. A ella y al niño –dijo Ashraf–. Antes de que lo haga nadie. Un hijo de Kamil y la Rosa de al Jawadi... ¿A quién podemos confiarle esta misión?

Najib seguía mirando la fotografía, sujetándola con ambas manos como para protegerla de algo. De pronto, se levantó y la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

–Yo lo haré.

Capítulo uno

–¿La señora Bahrami?

Rosalind miró, extrañada, al hombre que esperaba en la puerta. Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba así, pero estaba segura de no haberlo visto antes. No era el tipo de hombre al que resultase fácil olvidar.

–¿Por qué no me ha avisado el conserje de su llegada?

–No lo sé –dijo el extraño, de pelo y ojos oscuros. A pesar del traje de chaqueta y los zapatos italianos, estaba claro que era árabe; su aspecto y su acento lo delataban–. Estoy buscando a la señora Bahrami.

Ella apretó los labios. A pesar de los años y las diferentes facciones, el parecido era enorme.

–Usted...

–Por favor –la interrumpió él, como si intuyera que estaba a punto de negarlo–. Una mujer llamada Rosalind Lewis se casó con mi primo Jamshid Bahrami hace cinco años. ¿Es usted?

Su primo. A Rosalind se le encogió el estómago.

Najib al Makhtoum observaba el pelo rubio enmarcando un rostro ovalado, los ojos verdes... que lo miraban con cierto sarcasmo. No llevaba alianza.

–Sí, soy yo –dijo ella por fin–. Pero eso fue hace mucho tiempo. Además, ¿por qué quiere saberlo?

–Debo hablar con usted. ¿Puedo pasar?

–No, lo siento.

Najib impidió que cerrase la puerta.

–La familia de su marido...

–Me produce repulsión –Rosalind terminó la frase por él–. Y aparte la mano, por favor.

–Señorita Lewis... déjeme hablar con usted. Por favor, es muy importante.

Sus ojos eran del color del chocolate amargo y los labios carnosos mostraban signos de una naturaleza firme y apasionada. Si Jamshid viviera, probablemente su boca habría adquirido aquel gesto con los años, pero el recuerdo de una joven boca apasionada era todo lo que le quedaba.

–¿Quién es usted?

–Najib al Makhtoum –contestó él, con cierto aire condescendiente, como si no estuviera acostumbrado a tener que presentarse.

–¿Y quién lo envía?

–Tengo un asunto familiar que discutir con usted.

–¿Qué asunto familiar?

–La herencia de Jamshid. Soy uno de sus administradores –dijo el hombre–. Y le aseguro que esta visita es en su propio beneficio.

–Ya –murmuró Rosalind, incrédula–. Le concedo media hora, nada más –añadió, empujando un dinosaurio de peluche con el pie para abrir la puerta.

–¿Media hora con el representante de la familia de su difunto marido?

–Treinta minutos más de lo que ustedes me concedieron.

Najib arrugó el ceño.

–¿Se puso en contacto con nosotros?

Rosalind intentó fulminarlo con la mirada, pero tenía la impresión de que aquel hombre no se asustaba por nada. Parecía la clase de persona que disfruta de un reto.

–Pase al salón –le indicó, señalando una puerta.

Era más alto que Jamshid. Y más fuerte, de poderosa musculatura bajo el traje de chaqueta.

Najib miró alrededor. Era una sala grande, bien iluminada por un ventanal. Sobre la mesa de café había media docena de adornos y los sofás, hermosamente tapizados en seda, le daban un aire muy elegante.

Solo un par de cosas evidenciaban que había estado casada con un hombre árabe: una preciosa alfombra de seda tejida a mano y una antigua miniatura del palacio real de Parvan en Shahr-i Bozorg.

–Siéntese, señor Makhtoum –lo invitó ella, sin sonreír.

–Gracias –murmuró Najib, dejando el maletín sobre la mesa.

Rosalind iba descalza, con unos pantalones azules de algodón y camisa del mismo color. Y, de repente, al ver el maletín, se sintió vulnerable. Inconscientemente, escondió una pierna en el sofá, sujetando el tobillo con la mano.

–¿Qué puede querer su familia de mí después de tanto tiempo? –preguntó, un poco nerviosa.

–Primero debo confirmar los datos –dijo él, abriendo el maletín–. Usted es Rosalind Olivia Lewis y hace cinco años se casó con Jamshid Bahrami, ciudadano de Parvan que era, en ese momento, estudiante aquí en Londres. ¿Me equivoco?

–No. ¿Qué más?

–Usted tuvo un hijo con Jamshid.

Ella se irguió entonces, muy seria.

–Usted no...

–Lamento decirle que hemos recibido la noticia hace muy poco tiempo.

–¿Ah, sí? –preguntó Rosalind, incrédula.

Najib levantó una ceja.

–¿Había alguna razón para no informar a mi familia sobre su embarazo, señorita Lewis?

–Yo podría preguntar por qué Jamshid no le habló a nadie de mí antes de irse a la guerra –replicó ella–. Se marchó prometiendo que pediría la aprobación de su abuelo y que tendría a mi hijo en Barakat. Pero no fue así. Si no era importante para mi marido, ¿por qué iba a serlo para mí?

–Sin duda Jamshid debería...

–De hecho, –lo interrumpió Rosalind– le escribí una carta al abuelo de Jamshid poco después de saber que mi marido había muerto en la guerra.

–Mi abuelo murió unos meses después.

–Lo lamento. Siempre pensé que algún día podría decirle a la cara lo que pensaba de él.

–¿Está segura de que mi abuelo recibió esa carta?

Ella miró el tapizado naranja del sofá, sintiendo la vieja puñalada de angustia en el corazón.

–Claro que sí. Su abuelo recibió mi carta y creo que usted lo sabe. Y sabe también que me contestó diciendo que yo no estaba casada con Jamshid, que era una oportunista y una buscavidas que no podría saber cuál de mis muchos amantes era el padre de mi hijo. También decía que no recibiría un céntimo y que me quemaría en el infierno por insultar a un héroe de guerra. ¿Qué tiene que añadir a esa carta la familia de mi marido?

Capítulo dos

Aquello lo dejó helado. Najib al Makhtoum apartó la mirada y dejó escapar un suspiro.

–Yo no sabía nada –le aseguró. Lo había dicho en voz baja para enmascarar su exasperación–. Nadie lo sabía, aparentemente, más que mi abuelo. ¿De verdad decía eso en la carta?

–Decía eso, se lo aseguro. Han pasado cinco años y no recuerdo literalmente sus palabras, pero entonces el mensaje se me clavó en el corazón como una daga. Supongo que Jamshid me había mentido desde el principio, supongo que el matrimonio con una inglesa no significaba nada para él, pero yo lo creí. Lo amaba y pensé que él me amaba también. Estaba embarazada de su hijo y al saber que no se había molestado en hablarle de mí a su abuelo...

Rosalind no pudo terminar la frase. Además, contarle su vida al primo de Jamshid no serviría de nada. Y seguía sin saber qué quería de ella.

–Lo siento mucho –se disculpó Najib–. Me disculpo en nombre de mi abuelo... de toda la familia. Nosotros no sabíamos nada. Como he dicho, supimos de su existencia hace muy poco. Mi abuelo mantuvo esa carta en secreto.

Ella no sabía si creerlo, pero daba igual. Solo confirmaba de nuevo que Jamshid no le habló a nadie de su matrimonio con una joven inglesa.

–Pues ahora entenderá por qué no estoy interesada en nada de lo que usted pueda decirme. De hecho, no estoy interesada en seguir hablando, de modo que...

–Señorita Lewis, entiendo que esté furiosa. Pero, por favor...

–No lo entiende. Usted no sabe nada sobre mi vida y no sabe el efecto que ejerció en mí esa carta. No hace falta que me dé más explicaciones, señor al Makhtoum. Nada de lo que diga puede cambiar la historia. ¿Qué solía decir Jamshid? «Está escrito, se terminó».

–No se ha terminado –insistió Najib, con tono apasionado.

–¿Qué es lo que quiere?

Él se aclaró la garganta.

–Como sabe, Jamshid murió poco después de que empezase la guerra en mi país. Creíamos que había muerto sin testar, pero hace poco apareció su testamento en una caja fuerte. Mi primo le dejó la mayor parte de su herencia a usted y al niño.

Rosalind abrió la boca, atónita.

–¿Qué?

–Tengo aquí una copia del testamento, por si quiere leerlo.

–¿Jamshid me nombra en su testamento?

–Es usted la mayor beneficiaria.

Una mezcla de sensaciones amenazaba con ahogarla: miedo, sorpresa, alivio, angustia...

–¿Por qué nadie me dijo esto hace cinco años?

–Porque no sabíamos nada hasta hace diez días.

–¿Cómo podían no saber que Jamshid había dejado un testamento?

Estaba mirándolo fijamente, incrédula. Y, de repente, Najib entendió porqué Jamshid se había casado con ella a pesar de todo, aun sabiendo que su abuelo se negaría a aceptar ese matrimonio.

–No acudió a los abogados de la familia, sin duda porque aún no se lo había contado al abuelo –le explicó–. Hace poco hemos sabido que el bufete del notario que redactó su testamento fue bombardeado durante la guerra.

Rosalind recordó entonces haber visto en televisión los bombardeos en Barakat. Y cómo había llorado por la destrucción del país de su marido.

–¿Cómo han encontrado entonces ese testamento?

–Jamshid había dejado una copia en un banco del que tampoco sabíamos nada. El banco nos envió una nota hace poco, cuando venció el contrato de alquiler de la caja fuerte. Sin duda, mi primo había dejado una llave en el bufete de su abogado, esperando que la caja se abriese si él moría en la guerra.

Rosalind inclinó la cabeza y la cortina de pelo rubio cubrió parcialmente su rostro. Entonces sonrió. Y en esa sonrisa no había traza de cinismo. Parecía más joven, más inocente. Najib pensó que estaba viendo a la chica de la fotografía. La chica de la que Jamshid se había enamorado.

–Ya veo –murmuró–. Ojalá hubiera sabido esto hace cinco años.

–No fue culpa de Jamshid. Nadie podría haber imaginado tan trágica coincidencia. Su muerte, la muerte del abogado que firmó el testamento... Las guerras son así, señorita Lewis.

Rosalind estaba conmocionada. Cinco años de su vida reescritos en diez minutos. De modo que Jamshid no la había abandonado. Su amor no fue una mentira.

Najib se aclaró la garganta.

–En la caja también había una carta de explicación para mi abuelo.

–¿Y qué decía? –preguntó ella, con voz ronca.

–La tengo aquí. ¿Quiere leerla? Tengo entendido que habla usted nuestro idioma. Jamshid lo menciona en la carta.

Rosalind tomó el papel con manos temblorosas. Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que parpadear varias veces para leer las últimas palabras de su marido:

Abuelo, me avergüenza no haber encontrado el momento para hablarte sobre mi matrimonio en Inglaterra. Sé que tú deseabas que me casara con una mujer de mi sangre, pero Rosalind te encantará. Es una persona capaz de luchar contra cualquier eventualidad del destino y será una buena madre para nuestro hijo que, para mi gran alegría, está esperando en este momento. Creemos que será un varón. Si Dios no quiere que vuelva vivo de la guerra y que te enteres de mi matrimonio a través de esta carta, confío en que...

Rosalind no pudo seguir leyendo.