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¿La madre de su hijo… iba a llevar su corona? El príncipe Konstantin no podía olvidarse de Emma Carmichael, quien desapareció después de que él tuviera que romper la relación por un contrato matrimonial que había firmado. Cinco años después, se encontraron inesperadamente y se quedó atónito; Emma tenía un hijo e, indudablemente, era de él. Emma quería que Konstantin entrara en la vida de su hijo, pero recelaba. Ella no había tenido más remedio que alejarse porque la familia de él la había considerado indigna de ser su princesa y si bien esa reunión había avivado las llamas de la pasión, ¿podía confiar en que esa vez el vínculo fuese tan fuerte que demostrara que todo el mundo había estado equivocado?
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Seitenzahl: 213
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2021 Lucy Monroe
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El heredero oculto del príncipe, n.º 188 - junio 2022
Título original: His Majesty’s Hidden Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-730-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Emma entró en su banco, en el centro de Santa Fe, con su hijo agarrado de la mano. Ese mes había habido un problema técnico con el pago automático de las nóminas y su empresa había tenido que darle un cheque. Ese tipo de recados con un niño de casi cinco años no era lo que más le divertía. Además, ya trabajaba de contable y prefería que Mickey hiciera algo que le divirtiera cuando estaban juntos.
Se había acostumbrado a estar con ella cuando trabajaba de cuidadora de niños para pagarse los estudios universitarios. Había estado con él desde que nació. Al año anterior habían tenido que adaptarse los dos porque había terminado los estudios por fin y había encontrado un empleo con un sueldo aceptable.
–¿Cuánto falta, mamá?
Era un calco de su padre biológico y algunas veces le desesperaba que se pareciera tanto. Cualquiera que conociera al príncipe, lo vería reflejado en Mickey.
–Un poco más –Emma sonrió a su hijo–. Solo hay tres personas por delante de nosotros.
–¿Luego podemos tomarnos un granizado?
A su hijo le encantaban los granizados, aunque siempre acababa manchado de arriba abajo.
Emma suspiró para sus adentros por lo que se avecinaba, pero asintió con la cabeza.
–¡Bien!
–No grites, estamos en un sitio cerrado.
–De acuerdo, mamá –concedió su hijo con resignación.
Se oyó un revuelo y Emma se dio la vuelta. Un grupo de hombres impecablemente vestidos y evidentemente poderosos estaba saliendo al vestíbulo.
Uno de los escoltas que los acompañaba discretamente le resultó conocido. Él giró la cabeza y ella lo reconoció un segundo antes de que sus ojos se encontraran con los ojos marrones del hombre que había estado segura de que no volvería a ver… el príncipe Konstantin de Mirrus, el hijo segundo del exrey de un pequeño país y el hombre que le había roto el corazón y había abandonado a su hijo. Él abrió los ojos como platos al reconocerla también.
Los recuerdos de la última vez que se vieron se adueñaron de ella como si fuesen una película espantosa que no podía dejar de mirar.
Los dos se conocieron en la universidad. Él tenía veintitrés años y le faltaba un curso para sacar el máster en Administración de Empresas. Ella tenía diecinueve años y estaba en el primer curso de esa carrera. Se chocaron en un pasillo, a ella se la cayeron los libros y él se los recogió. Sus miradas se encontraron y para ella fue como si la hubiese atropellado un tren. No sabía que era un príncipe ni que los hombres que lo observaban a una distancia prudencial eran sus escoltas.
Él sonrió y sus dientes resplandecieron bajo sus maravillosos ojos marrones. Media alrededor de un metro noventa y le sacaba casi una cabeza aunque ella midiera un respetable metro setenta. Era guapo y musculoso y ella se había quedado sin respiración, y sin habla.
A él, que ella no pudiera hablar, pareció gustarle.
–Supongo que esto es tuyo –había comentado él entregándole los libros.
Ella se había limitado a asentir con la cabeza y tomarlos.
–¿Eres nueva?
Estaban a finales del primer semestre, pero ella había vuelto a asentir con la cabeza.
–¿Quieres salir a tomar algo conmigo?
–Sí –había conseguido contestar ella.
Si bien ese recuerdo era agridulce, los que llegaron después fueron los más que le dolieron. Habían salido juntos durante casi un año y se habían ido a vivir juntos, en contra de la opinión de sus padres, el verano después del primer curso. Aunque le había contado desde el principio que había firmado una especie de contrato medieval para acabar casándose con la hija de otro rey, Kon había actuado en todo momento como si no pudiera vivir sin ella. Había sido atento, cariñoso e increíblemente apasionado. Emma se había hecho ilusiones por su comportamiento, no por sus palabras. Hasta que llegó el mazazo.
–¿Qué has dicho? –le había preguntado ella sin poder creérselo ni entenderlo.
–Mi padre quiere que cumpla el contrato –había contestado Kon–. Tenemos que romper y vas a tener que irte a vivir a otro sitio.
–No, no puedes decirlo en serio…
–Emma –había replicado Kon en un tono apesadumbrado–, ya sabías que esto iba a pasar.
–No –ella había sacudido la cabeza gritando por dentro–. Quieres hacer al amor todos los días, quieres hablar conmigo cuando estamos separados, no quieres casarte con otra…
Cuando le pidió que fuera a vivir con él, ella había pensado que ese contrato no era un inconveniente y él no había vuelto a hablar de él. Ella se había obligado a pasarlo por alto y a concentrarse en el presente. Amaba a Kon y aunque él no había usado ese verbo nunca, sus actos hacían que ella creyera que era tan necesaria para él como lo era él para ella.
–No se trata de que quiera casarme con ella. Hice una promesa y tengo que cumplirla.
–¿Qué? Firmaste un contrato hace cinco años, cuando todavía eras un niño.
–Espero que no. Tú tenías la misma edad cuando empezamos a salir.
Ella ya tenía veinte años, pero, al parecer, no había aprendido nada. Él tenía veinticuatro y tampoco había aprendido gran cosa si iba a casarse con una mujer a la que no amaba por el honor y la empresa de su familia.
Había llorado y no se sentía orgullosa al acordarse de que le había rogado que se lo pensara mejor. Sin embargo, el príncipe Konstantin había permanecido frío y distante. Le había ofrecido que viviera un año en el piso sin pagar renta, pero a ella le había parecido una especie de pago por los servicios prestados y se había dado cuenta de que habían acabado de verdad.
El corazón se le había desintegrado por un estallido de dolor. Se marchó esa misma noche y volvió a casa de sus padres con el rabo entre las piernas.
Las cosas tampoco salieron bien con ellos, pero esos recuerdos no iban a atosigarla en ese momento. Dejó de darle vueltas a la cabeza y se concentró en el presente, en el contacto de la mano de su hijo, en las voces de los demás clientes del banco…
Por orgullo, debería ser la primera en desviar la mirada al saber lo que se avecinaba. Su alteza real jamás querría reconocer que la conocía. Ella ni se planteaba la posibilidad de que no la reconociera. Ni su examante tenía tan mala memoria.
Sin embargo, no podía apartar la mirada. Habían pasado más de cinco años, pero el corazón se le había desbocado solo de verlo y sus ojos se embebían de él como una planta sedienta del agua… pero ella no estaba sedienta de él. Había pasado la página de Konstantin. En realidad, había aprendido a odiarlo y más tarde había aprendido a que se desvaneciera ese odio. No tenía más remedio. Las espinas de la amargura se le clavaban en el alma todos los días.
Hacía yoga, hacia meditación, no odiada…
Sin embargo, en ese instante, le costaba recordar lo que era la paciencia, la compasión y la tolerancia al verlo tan seguro de sí mismo y despreocupado.
–Mamá…
La voz de su hijo consiguió lo que no había podido hacer su fuerza de voluntad y dejó de mirar a la rata real.
–¿Sí, chiquitín…?
–No soy chiquitín –su hijo frunció el ceño, como había hecho su padre–. Soy un niño.
Mickey estaba en una fase en la que no admitía expresiones de ternura. Ni chiquitín, ni cariño… Casi ni siquiera toleraba el diminutivo Mickey en vez de Mikhail, su verdadero nombre de pila.
–Sí, eres un niño pequeño maravilloso.
–¡Tengo casi cinco años!
Él lo exclamó en un tono ofendido por decirle que era pequeño. Ella tuvo que sonreír a pesar de lo alterada que se sentía por haber visto al donante de esperma.
–Tienes cuatro años y tres cuartos –le corrigió ella para apaciguarlo–. Además, por muy mayor que seas para tu edad, siempre serás mi chiquitín.
–Y el mío, creo.
Konstantin había cruzado muy deprisa el enorme vestíbulo del banco.
Sin embargo, no entendía que lo hubiese hecho cuando había conseguido una orden de alejamiento que le impedía acercarse a menos de veinte metros de él. Entonces, captó lo que había dicho y quiso darle un puñetazo. ¡Era una rata inmunda!
Naturalmente, Mickey era suyo y ella había intentado decírselo, pero él la había mantenido a distancia y eso había hecho que su vida y la de su hijo fuesen mucho más complicadas.
–Lárgate, Konstantin –le ordenó ella con rabia.
Emma apretó los dientes. Haberlo llamado por su nombre le parecía demasiado personal, pero también le parecía que no habría llevado bien que lo hubiese llamado príncipe rata.
–No voy a largarme a ningún lado –él señaló a Mickey, quien los miraba fascinado–. Es mi hijo y me lo has ocultado durante años.
Emma sintió una oleada abrasadora, pero supo una cosa. Por fin iba a decir lo que quería decir, pero no lo haría cuando un grupo de ricos ejecutivos y clientes del banco estaban mirándolos.
–Es mi papá. Este hombre es mi papá.
Mickey tiró de la mano de su madre y su voz se oyó en todo el vestíbulo. También se oyeron murmullos de sorpresa, pero Emma no les hizo caso, como tampoco hizo caso al hombre que la miraba como si el techo le hubiese caído sobre la cabeza.
–¿Se parece al de las fotos?
Mickey desvió los ojos color chocolate hacia los del príncipe y luego volvió a mirarla.
–En las fotos no parece tan… enfadado –contestó Mickey con la voz temblorosa–. ¿No le gusto?
–Claro que me gustas. Eres mi hijo –el tono de Konstantin pareció más bien mareado–. ¿Le has enseñado fotos mías? –le preguntó a Emma.
Ella no supo si estaba enfadado, aliviado o indiferente y asintió con la cabeza.
–Pero no me has dicho nada de él…
–¿Tenemos que hablarlo aquí?
A ella le gustaría no tener que hablarlo en absoluto. Ya se había hecho a la idea de que Mickey no conocería a su padre hasta que fuese mayor de edad y pudiera pedir una prueba de ADN.
En ese momento, la escena parecía sacada de una novela de terror, era su peor pesadilla.
–Iremos a mi hotel.
–Ni hablar.
Ella no era tan tonta, sabía que él tenía estatus diplomático y no iba a correr ningún riesgo.
–Puedes venir a nuestra casa dentro de una hora, cuando haya terminado lo que tengo que hacer.
–No voy a perderos de vista ni un minuto.
–Entonces, puedes seguirnos mientras termino –replicó ella con sarcasmo.
–No seas ridícula. Tenemos que hablar.
–Yo tengo que ingresar el cheque y luego tengo que comprar comida.
–Mis empleados pueden ocuparse de las dos cosas.
–¿Crees que iba a entregar el cheque de mi nómina a tus empleados?
Ella no iba a permitir que volviera a hacerle daño, y mucho menos a su hijo.
Él dio un respingo como si le hubiese dado el puñetazo que quería haberle dado antes.
–¿Por qué no?
Emma hizo un esfuerzo para sonreír con naturalidad a su hijo.
–Mickey, demuéstrame que eres un niño mayor y quédate en la fila. Yo estaré ahí.
Ella señaló un punto, donde pensaba ir con Konstantin para que su hijo no los oyera.
–¿Vais a estar los dos? –le preguntó su hijo.
Emma asintió con la cabeza.
–Muy bien, mamá. Aquí estaré.
Mickey sacó pecho y ella se retiró en silencio hasta el punto que había señalado.
–Porque no me fío lo más mínimo de ti –le susurró Emma a Konstantin–. No me fío de que no vayas a tirar el cheque a la papelera para hacerme más daño, no me fío de que no vayas utilizar la información del cheque para saber quién es mi empleador y hacer que me despida, no…
–Me hago una idea. Crees que soy un monstruo.
–No, solo una rata real que me ha hecho daño de maneras inesperadas y no volveré a cometer el error de no esperármelas otra vez.
Él se dio la vuelta, volvió al grupo de hombres trajeados y le dijo algo a uno de ellos. De repente, Mickey y ella se encontraron en una ventanilla e ingresó el cheque en un minuto.
–Si le das la lista a Sergei, se ocupará de hacer la compra.
Uno de los escoltas se acercó y asintió con la cabeza.
–Muy bien –suspiró–, pero tengo un presupuesto de setenta y cinco dólares y si compra marcas más caras, no voy a pagarlas. Además, la verdura, carne y lácteos tienen que ser orgánicos –Emma miró a Sergei con el ceño fruncido–. Puedes encontrarlos a mejor precio en…
Emma le dio el nombre de una de las tiendas donde compraba la comida más sana para su hijo con el presupuesto más bajo.
–Me ocuparé –aseguró Sergei.
–Dame tu número de teléfono y te mandaré la lista –replicó ella.
Una vez resuelto el asunto, Emma salió del banco al sol de Santa Fe.
–¿Qué haces en Nuevo México? –le preguntó ella a Konstantin.
No había previsto darse de bruces con un príncipe en el sitio que había elegido para vivir por ser más barato y acogedor para una vida familiar.
–Una operación minera –contestó él como si fuera evidente.
–Pero…
–Sabes que lo minerales son un recurso muy importante para este Estado.
–Lo sé ahora.
Ella había ido a Santa Fe para empezar de cero y solo se había fijado en las empresas donde podría trabajar. Había elegido Santa Fe, y no otro sitio de Nuevo México, porque tenía muchas galerías de arte y una comunidad artística muy boyante. Había trabajado esporádicamente con alguna de ellas desde que se mudó de Seattle, pero la fuente de ingresos principal había sido cuidar los hijos de una pareja adinerada con una agencia inmobiliaria. Luego, cuando empezó a buscar un empleo, no acudió a ninguna empresa de minería.
Había tardado casi cuatro años en volver a llevar una vida aceptable, sin que su hijo y ella vivieran al día, y no iba a permitir que Konstantin lo estropeara todo.
Se había sacado un título intermedio, pero era un título. Sin embargo, había tenido que cambiarse de nombre para quitarse el estigma de la orden de alejamiento que le había impuesto él. Le había dolido quitarse el apellido de sus padres adoptivos, había sido una Sloan desde solo unos meses después de nacer. Sin embargo, ellos se habían desentendido de ella y había cambiado su apellido y el de su hijo por el suyo de nacimiento; Carmichael. Lo único que tenía de unos padres biológicos que no conocería nunca.
Tuvieron un drama en el coche. Mickey no quería que su padre fuese en otro coche y gritó y lloró. Era normal en un niño de su edad, pero a Emma le llegó muy hondo. A ella también le escocieron los ojos mientras le explicaba que Konstantin se reuniría con ellos en su casita.
–Iré con vosotros –intervino Konstantin mientras rodeaba el coche.
Ella lo miró, miró el utilitario de diez años e intentó asimilar lo que había dicho. ¿Iba a ir con Mickey y ella? Su escolta se opuso, pero él no le hizo caso, abrió la puerta trasera y ayudó a Mickey a que se sentara en su silla de seguridad.
Emma, con las manos temblorosas, se dirigió a él por encima del coche.
–Puedes ir con tu escolta, Mickey se calmará.
Su hijo ya no lloraba porque creía que Konstantin iba a ir con ellos, pero estaba cerrando los cincos puntos del arnés. Luego, cerró la puerta de Mickey y rodeó el coche para hablar con ella.
–Me lo has ocultado.
El tono acusatorio podría haberle dolido si lo que había dicho fuera verdad, pero no lo era.
Ella bajó la voz, pero también empleó un tono acusatorio.
–Me expulsaste de tu vida para casarte con otra mujer.
–¡Lo hiciste por despecho! –exclamó el príncipe sin hacer ningún esfuerzo para bajar la voz.
–¿Despecho? ¿Quieres engañarte? –le preguntó ella en voz baja–. Intenté llamarte y rechazaste mis llamadas; intenté verte y conseguiste una orden de alejamiento contra mí. ¿No te acuerdas?
–No quiero engañarme. No solicité una orden de alejamiento, es más, no querría ser un cero a la izquierda en la vida de mi hijo.
–Nadie lo diría a juzgar por cómo me trataste.
Él había dejado muy claro que sí quería ser un cero a la izquierda en la vida de ella y no se había enterado de que tenía un hijo precisamente por ese motivo.
–Deberías haberlo intentado con más ahínco –replicó él.
Era muy típico de que diera por supuesto que ella tenía unas posibilidades que él le había negado. Vivía en un mundo tan raro que, seguramente, se creía todo lo que estaba diciendo.
–¿Qué quieres decir con más ahínco? Te llamé y te mandé mensajes, pero bloqueaste mi número. Te fuiste de nuestro piso y no me dieron otra dirección –ella lo había intentado pero el administrador del edificio y el portero se habían mantenido firmes–. Te escribí y nunca me contestaste, ni siquiera llegué a saber si recibías mis cartas y correos electrónicos.
Había sido infernal y cuando consiguió ponerse en contacto con alguien de su familia.
Una sombra de remordimiento cruzó el rostro de Konstantin, que miró a su hijo a través de la ventanilla. El niño los miraba con avidez aunque no podía oír lo que estaban diciendo.
–Hablaremos de eso más tarde.
–Qué buena idea –replicó ella sin disimular el sarcasmo.
Emma intentó protestar cuando él volvió a rodear el coche hasta la puerta del acompañante, pero él sacudió la cabeza.
–Le dije que iría con vosotros y lo haré.
El príncipe se montó en su coche y se puso el cinturón de seguridad como si ese fuese su medio de transporte habitual.
Mickey hablaba con su padre mientras Emma conducía, pero su hijo hacía una pausa cada ciertas frases para obtener la confirmación de ella. «¿Verdad, mamá?» era una de sus frases favoritas cuando estaba nervioso. La cantidad de veces que empleó esa frase durante el trayecto hasta su casa, en las afueras de Santa Fe, indicaba lo nervioso que estaba a pesar de la apariencia de seguridad en sí mismo. Se parecía mucho a su padre y le dolía cada vez que lo constataba.
Cuando llegaron a la casa, un poco destartalada, que había comprado hacía un mes, Konstantin no pareció impresionado.
–¿Es tu casa? –le preguntó Konstantin.
–Acabamos de venir –contestó Mickey–. Ahora tengo mi cuarto y mamá va a poner una zona de juegos en el patio de atrás cuando tenga bastante dinero.
Konstantin hizo un sonido como si se hubiese atragantado, pero sonrió a Mickey.
–Me gustaría ver tu cuarto.
–De acuerdo. ¿Te parece bien, mamá?
–Claro –contestó ella mientras apagaba el motor del coche–. Vamos adentro.
Konstantin se quedó parado en cuanto entraron en la sala y miró alrededor.
–¿Aquí es donde vivís mi hijo y tú? –preguntó él con lo que a ella le pareció cierto desdén.
–Sí –Emma apretó los dientes y miró a su hijo–. Es la casa que le gusta a mi hijo y se siente orgulloso de que sea su casa. Piensa antes de hablar, Konstantin. Mejor dicho, alteza.
–Antes me llamabas Kon –replicó él con el ceño fruncido.
–Antes éramos amigos.
También habían sido amantes, pero no iba a decirlo delante de su hijo.
–Pronto seremos algo más. Llámame Konstantin si quieres, pero no me llames por mi título.
Dicho lo cual, fue al pasillo con Mickey. Las dos horas siguientes fueron una auténtica revelación. Konstantin no debería haberse portado tan bien con Mickey. No tenía experiencia con los niños. Era un príncipe y un magnate, no un padre, pero fue paciente con el niño y no se desesperó cuando se puso pesado.
–Creo que es la hora de comer –Emma sonrió a su hijo–. ¿Tienes hambre, Mickey?
–¡Me llamo Mikhail! –exclamó el niño.
Emma dio un respingo por el grito, pero Konstantin se quedó completamente quieto.
–¿Lo has llamado como yo? ¿Por qué?
Ella retrocedió aunque él no se había acercado. No tenía una respuesta que quisiera darle delante de Mickey. No lo había hecho porque quisiera homenajear a Konstantin, pero sí había creído que su hijo se merecía algo de su padre y eso había sido lo único que había podido darle.
–A comer –insistió ella sacudiendo la cabeza.
–Porque eres mi papá –intervino Mickey–. Mamá dice que me parezco mucho a ti.
–¿De verdad?
Konstantin la miró fijamente antes de mirar a Mickey otra vez.
–Sobre todo cuando me pongo cabezota.
–¿Como para ir a comer?
–No quiero que te marches.
Menudo lío. Ella no había dudado nunca de que Mickey necesitara a su padre, pero no había podido dar con él. En ese momento, el príncipe Konstantin Mikhail de la casa de Merikov estaba allí en carne y hueso y Mickey no quería dejar de estar con él. La firmeza se afianzó dentro de ella. Fuera lo que fuese lo que tuviera pensado Konstantin, iba a tener un papel muy importante en la vida de su hijo a partir de ese momento… aunque ella tuviera que acudir a los medios de comunicación para abochornarlo. Tiana, la que había sido reina de Mirrus, cuñada de Konstantin y la mujer que le había amenazado con quitarle a su hijo, ya estaba muerta. Había llegado el momento de que dejara de hacer las cosas por miedo a la familia de Konstantin.
–No voy a marcharme –afirmó Konstantin.
–¿Quieres comer con nosotros?
–Sí, gracias. ¿Qué queréis? Le diré a Sergei que vaya a buscarlo.
Sergei se había mantenido cerca, pero en una habitación distinta a la de ellos. Los otros escoltas estarían vigilando la puerta delantera y trasera para evitar amenazas y la presencia de paparazis.
–Gracias por la oferta, pero Mickey tiene que comer ahora mismo o se pondrá furibriento y es mejor que eso no ocurra.
–¿Furibriento? No conozco esa palabra.
–Es una mezcla de furioso y hambriento.
–Yo también puedo ponerme furibriento –le reconoció Konstantin a Mickey con una sonrisa–. Vamos a tener que comer algo.
–Comeremos todos como una familia, ¿verdad, mamá? –preguntó Mickey con nerviosismo.
–Sí, comeremos juntos. ¿Vas a ayudarme a hacer unos sándwiches?
–¿Y papá…?
Mickey miró a Konstantin como si le preguntara si le parecía bien. El príncipe asintió con la cabeza y tragó saliva como si le costara contener la emoción.
–¿Y papá también nos ayudará?
A Emma le escocieron los ojos y odió a Konstantin como no lo había odiado nunca por todo lo que no le había dado a Mickey.
Konstantin la miró y algo debió de ver porque se sobresaltó como si le hubiese pegado.
–No sé si Konstantin habrá hecho un sándwich alguna vez. Puedes enseñarle a extender la mayonesa –contestó ella con una sonrisa para tranquilizarlo.
Emma insistió en hacer sándwiches también para los escoltas, lo que significaba que tendría que comprar más comida con el dinero reservado para casos de emergencia, pero no podía hacer otra cosa. Konstantin intentó convencerle de que sus escoltas no necesitaban que ella les diera de comer, pero no le hizo caso. ¿Qué sabría él de lo que necesitaban las personas normales? Vivía en un mundo enrarecido y no tenía ni idea de lo que era ser un hombre normal y corriente.
Cocinar con su examante en su diminuta cocina fue una auténtica prueba para Emma. Él no dejaba de rozarse con ella y de alterarle los sentidos… y lo peor era que, seguramente, él ni siquiera se daría cuenta de lo que estaba haciendo.
Emma sacó un gazpacho que había hecho el día anterior y lo sirvió para que todo el mundo lo tomara con los sándwiches. Hacía calor y la sopa fría sería refrescante, aunque debería haber sido la cena de Mickey y ella para dos días de la semana siguiente.
–Papá, te gustará –le aseguró Mickey a Konstantin–. Mamá es la mejor cocinera.
–Antes no sabía ni poner el agua a hervir.
–Aprendí…
Cuando estaba embarazada y sola. Konstantin frunció el ceño como si ella lo hubiera dicho en voz alta, y era posible que lo hubiese hecho porque nunca había sabido disimular. Su padre le tomaba el pelo y siempre decía que sabía si le había gustado un regalo solo con ver la cara que ponía cuando lo abría.
Algunos días echaba tanto de menos a sus padres que le dolía. Sin embargo, ellos, como Konstantin, la habían expulsado de sus vidas cuando no fue lo que habían querido que fuera.
–Pareces triste. ¿Qué pasa?
¿Se lo preguntaba él? Como si no pudiera imaginárselo a grandes rasgos por lo menos.
–Mamá se pone así –intervino Mickey–. Dice que los recuerdos no son siempre alegres, pero que siguen siendo nuestros. No pasa nada si alguna vez lloro cuando me acuerdo de Snoopy.
–¿Quién es Snoopy?
–Era el perro de la familia para la que trabajaba.
–¿Trabajabas…? –le preguntó él.
Ella no le hizo caso y empezó a preparar los platos.
–No eres su sirvienta. Pueden venir a recoger su comida si te empeñas en darles de comer.
–¿Crees que no se merecen comer? –le preguntó ella con sorna.