El hijo inesperado del jeque - Carol Marinelli - E-Book

El hijo inesperado del jeque E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

La seducción del jeque… tuvo consecuencias para toda la vida. Khalid, príncipe del desierto, nunca había perdido el control, excepto una vez: durante su ilícita noche de pasión con la cautivadora bailarina Aubrey. Aquella noche se llevó la gran sorpresa de que ella era virgen, pero ni siquiera ese descubrimiento pudo compararse a la conmoción que Aubrey le causó cuando, ya estando de vuelta en su reino, ¡le contó que había dado a luz a un hijo suyo! Reclamar a su hijo era innegociable para el orgulloso príncipe, pero reclamar a Aubrey iba a ser un desafío mucho más delicioso…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Carol Marinelli

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hijo inesperado del jeque, n.º 2724 - agosto 2019

Título original: Claimed for the Sheikh’s Shock Son

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-329-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HABLARÁ usted en el funeral, Alteza?

Las preguntas de los paparazzi empezaron incluso antes de que el príncipe Khalid de Al-Zahan hubiera descendido de su vehículo.

El funeral de Jobe Devereux iba a celebrarse al día siguiente, y la prensa y la televisión se habían congregado a las puertas de su casa de la Quinta Avenida para captar las imágenes de quienes llegaban a ofrecer sus condolencias. Khalid había volado a Nueva York desde Al-Zahan y, a petición de la familia, había acudido directamente desde su avión privado a casa de Jobe. Para el funeral iría recién afeitado, peinado y con traje, pero aquella noche, recién llegado de un apartado lugar del desierto, no se había afeitado y vestía prendas oscuras. Khalid era un hombre impactante: alto y delgado pero fuerte, y a pesar de lo impresionante de su físico, se movía de un modo elegante y reposado hacia la casa que tan bien conocía, sin dignarse a responder todas aquellas preguntas, ya que tenía la mente en otra cosa. No solo acababa de perder un socio en los negocios, sino a una persona a la que valoraba y respetaba.

–¿Chantelle estará sentada con la familia?

–¿Habrá algún invitado inesperado?

–Alteza, ¿es cierto que el rey de Al-Zahan va a anunciar en breve su matrimonio?

La última pregunta sí que le llegó, aunque logró que no se notara. La presión que sufría en su país para que contrajera matrimonio era inmensa, y que esa presión le agobiara también allí, en Nueva York, el lugar que él consideraba su refugio, iba a resultar insoportable.

El ama de llaves abrió la puerta y al entrar resultó obvio que, aun antes del funeral, la muerte de Jobe había congregado a bastante gente. Había grupos aquí y allá charlando de pie con una copa en la mano, casi como si el funeral ya se hubiera celebrado.

Pero él no estaba allí para charlar, de modo que lo condujeron directamente al despacho de Jobe.

–Le diré a Ethan que está usted aquí –dijo el ama de llaves–. Está hablando con el senador.

–Dile que no hay prisa.

–¿Puedo ofrecerle algo?

–Estoy bien –contestó él, pero, cuando el ama de llaves ya salía del estudio, la llamó–. Barb, siento mucho tu pérdida.

La mujer le contestó con una sonrisa entristecida.

–Gracias, Khalid.

Era un alivio estar allí, lejos de las hordas. No estaba de humor para charla insustancial.

Resultaba curioso que una estancia que pertenecía a una casa que quedaba tan lejos de la suya pudiera contener tantos recuerdos. El globo terráqueo de Jobe siempre había ejercido en él una poderosa atracción. Ya era una antigüedad cuando lo compró, y le gustaba contemplar los países desaparecidos mientras su isla, separada de tierra continental, permanecía.

Y también allí, y de aquella misma licorera, había probado por primera vez el alcohol. En aquella mesa se había hecho el primer boceto del hotel Royal Al-Zahan, y ahora solo faltaba un año para la inauguración.

Un sueño imposible, nacido en aquel estudio.

Tomó en las manos un pesado pisapapeles y recordó a Jobe, extrañamente incómodo, pasándoselo de una mano a otra cuando él abrió la puerta del estudio.

–¿Quería verme, señor?

–¿Cuántas veces tengo que decirte que me llames Jobe? Hasta mis propios hijos lo hacen.

Pero él llamaba a su propio padre por su título, y tenía que inclinarse cuando entraba o salía, así que le costaba trabajo aceptar la informalidad con que se trataban los unos a los otros en la casa Devereux.

–Siéntate, hijo.

Aceptó el ofrecimiento, aunque hubiera preferido permanecer de pie. Estaba convencido de que iba a recibir una reprimenda. Tenía dieciséis años, llevaba casi uno en Nueva York, y Ethan y él habían descubierto los carnés de identidad falsos y las chicas.

–No hay un modo fácil de decirte lo que te tengo que decir –empezó Jobe tras aclararse la garganta–. Khalid, tienes que llamar a casa.

–¿Pasa algo con los mellizos?

Su madre estaba a punto de dar a luz.

–No. Tu madre dio a luz esta mañana, pero las complicaciones fueron con ella. No pudieron recuperarla, Khalid. Siento mucho decirte esto, pero tu madre ha fallecido.

Fue como si el estudio se hubiera quedado sin aire y, a pesar de que intentó no demostrarlo, sintió que no podía respirar. No podía ser. Su madre era una mujer tan vitalista que, a diferencia de su padre, siempre reía y amaba la vida… La reina Dalila era la razón por la que él estaba en Nueva York.

–Llama a tu casa –repitió Jobe–. Dile a tu padre que podemos irnos ahora mismo al aeropuerto y que yo te acompañaré hasta Al-Zahan.

–No –respondió él. Jobe no entendía que él tenía que llegar a bordo del avión real–. Pero gracias por el ofrecimiento.

–Khalid –Jobe suspiró, exasperado–, se te permite estar afectado.

–Con todo respeto, señor, sé bien lo que se me permite. Llamaré al rey ahora mismo.

Khalid esperaba que le dejase intimidad, pero, en lugar de eso, Jobe hizo algo que nunca se habría esperado: apoyó los codos en la mesa de caoba y ocultó la cara entre las manos. Así que le había resultado duro darle la noticia, y sentía la muerte de su madre y el dolor que iba a sufrir Hussain, su hermano de dos años, y los mellizos recién nacidos.

Entonces escuchó la voz de su padre.

–Alab –dijo, llamándolo padre.

Un error.

–Antes soy tu rey –le recordó–. No lo olvides nunca, ni siquiera por un instante, y sobre todo en los tiempos difíciles.

–¿Es verdad? ¿Madre ha muerto?

El rey le confirmó la noticia, pero también le dijo que encontraba consuelo en el hecho de que otro heredero se había salvado.

–Celebramos esta mañana que hay otro heredero al trono en Al-Zahan.

–¿Tuvo un niño y una niña?

–Exacto.

–¿Llegó a verlos? ¿Pudo tenerlos en brazos? ¿Sabía lo que había tenido?

–Khalid, ¿qué clase de pregunta es esa? Yo no estaba con ella.

Que ni siquiera se hubiera molestado en averiguar todo aquello le hundió, y un estremecimiento agónico se le escapó de los labios.

–No va a haber lágrimas –le advirtió su padre–. Eres un príncipe, y no una princesa. La gente necesita ver fuerza, y no a su futuro rey actuando como si fuera un campesino que gime y llora.

Jobe se acercó a él y le puso la mano en el hombro. Desconocía lo que se estaba diciendo, ya que la conversación era en árabe, pero su mano siguió allí posada aun después de que terminase.

–Lo siento, hijo. Lo superarás. Abe y Ethan también perdieron a su madre.

–Pero ellos le tenían a usted.

–Tú también me tienes, Khalid.

Y allí, en aquel estudio, lloró por su madre.

Durante un tiempo estuvo asustado, desesperado y triste, y Jobe se lo permitió. Él fue la única persona que lo vio llorar porque, ni siquiera siendo un niño, las lágrimas le estuvieron permitidas.

Pero para cuando el avión real llegó a buscarlo, la máscara estaba de nuevo en su sitio y jamás volvió a dejar de estarlo.

–¿Khalid?

No había oído entrar a Ethan, pero se volvió para ofrecerle sus condolencias a quien era su socio en los negocios y su amigo, aunque no se podía decir que estuviesen muy unidos.

Él no estaba muy unido a nadie.

–Gracias por venir, Khalid.

–Nunca habría dejado de asistir al funeral de Jobe.

–Me refiero a esta noche. Te lo agradezco. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

–Hasta pasado mañana.

–¿Tan pronto tienes que marcharte?

–Cada vez me necesitan más en casa.

–Bueno, me alegro mucho de que hayas venido.

–Déjate de cháchara y ve al grano. ¿Qué pasa?

–Mucho –admitió Ethan–. Y no puede saberse.

–Ya sabes que de mis labios no se sabrá.

La vida de Jobe Devereux había sido interesante, por decirlo de algún modo, y de ella se había hecho eco la prensa. Sus hijos, Abe y Ethan, lo habían visto todo.

O eso creían.

–Había una cuenta de la que no sabíamos nada.

Khalid escuchó el relato de cómo Jobe tenía debilidad por el juego y las mujeres de cabaret. Al parecer, aquellos largos fines de semana en los que se ausentaba no siempre los pasaba en los Hamptons. Muchos los pasaba en Las Vegas.

La Ciudad del Pecado.

–¿Tenía deudas?

–No, no hay deudas, pero no se trataba de algo ocasional. Había muchas mujeres y… un matrimonio del que no sabíamos nada.

–¿Un matrimonio?

–Entre su primera mujer y mi madre, resulta que estuvo casado con una tal Brandy durante setenta y dos horas.

–Historia antigua –Khalid de quitó importancia.

–Es posible, pero se trata de una historia antigua que puede resurgir mañana.

–La reputación de Jobe está por encima de todo eso –contestó Khalid con mesura, intentando echar aceite en aguas turbulentas–. Y la vuestra, también. Si fuera algo reciente, sí que podría ser difícil de asumir para su compañera actual. ¿Volvió con Chantelle antes de morir?

–En realidad no, pero estuvieron juntos de manera intermitente durante unos cuantos años.

–Ethan, todo el mundo tiene un lado oscuro –le respondió Khalid con tranquilidad–. Y que Jobe tuviese amantes, o que estuviera casado brevemente, no va a ser una gran sorpresa. Jobe llevó una vida intensa y todos sabemos lo mucho que le gustaban las mujeres.

–Las mujeres, sí –Ethan suspiró, y Khalid pudo ver su incomodidad. Ahora sí que iba a escuchar la verdadera razón por la que le habían pedido que fuese antes del funeral–. Durante los últimos cuatro años, mi padre estuvo enviando una suma mensual bastante considerable a Aubrey Johnson.

Aquello sí que era una sorpresa.

–¿Jobe tenía una aventura con un hombre?

Y en aquella sombría jornada, Ethan se echó a reír.

–No, Khalid. Jobe no era gay.

–Pero Aubrey es nombre de chico.

–No. Digamos que es unisex. Desde luego, Aubrey Johnson no es un hombre.

Y le entregó algunas fotos.

No, Aubrey no era un hombre. Y casi tampoco una mujer.

Aubrey Johnson tenía una espesa melena rubia y unos expresivos ojos azules, pero sus delicadas facciones quedaban un poco desdibujadas por un maquillaje muy elaborado, con pestañas postizas y los labios muy pintados de rojo. Su menuda figura aparecía embutida en una malla roja de lentejuelas.

Y nada más.

–¿Cuántos años tiene? –preguntó Khalid, y la desilusión se hizo palpable en su voz.

Jobe tenía setenta y cuatro.

–Veintidós. Es bailarina.

–Me imagino que no te refieres a bailarina en un salón de baile.

La siguiente imagen respondió a su pregunta. Aparecía junto a un grupo de mujeres con un vestido diminuto y muy revelador y mucho maquillaje.

–Parece ser que también es trapecista –añadió Ethan mientras Khalid seguía viendo fotos–. Aunque no muy buena. La señorita Johnson vive en un aparcamiento de caravanas, y es habitual de las mesas de juego. Cuando no está actuando, parece que mi padre y ella… –no pudo terminar–. Apenas tenía dieciocho años cuando empezaron los pagos.

¿En qué demonios estaba pensando Jobe?

Khalid no se podía creer que el hombre al que tanto admiraba hubiera mantenido una relación con alguien tan joven. No. No podía aceptar algo así de Jobe.

–¿Podría haber otra explicación?

–Si la hay, estamos haciendo todo lo posible por encontrarla –Ethan movió la cabeza–. Pero no la hay.

–¿No podría ser hija suya? –insistió Khalid, reticente a pensar lo peor.

–No. Mi padre era un hombre generoso y, de haber sabido que era su hija, nunca hubiera permitido que estuviese viviendo en un aparcamiento de caravanas. Y, si el dinero era por una razón benevolente, tenía fideicomisos y colaboraba con organizaciones benéficas. Pero los pagos a la señorita Johnson provenían de una cuenta oculta de cuya existencia no quería que nadie supiera nada.

–Es mejor que tú te hayas enterado antes de que acabara sabiéndose.

–Mira, si hay algún escándalo en ciernes, Abe y yo nos ocuparemos, pero no queremos que se sepa mañana en el funeral. Queremos que nuestro padre tenga una despedida digna.

–Por supuesto.

–Hemos entregado los nombres de estas mujeres a los de seguridad para que las mantengan alejadas de…

–No, no –lo interrumpió Khalid–. Tenéis que dejarlas entrar en el funeral.

–De ninguna manera. No vamos a convertir su despedida en un show de Las Vegas.

–Ethan, creía que me habías hecho venir para pedirme consejo.

–Sí, pero…

–¿Quieres tener una escena con las cámaras fuera de tu control?

–Por supuesto que no.

–Entonces, añade a esas mujeres a la lista de invitados. Si llegan, haz que los de seguridad las vigilen y yo les diré a los míos que estén pendientes también. Vosotros centraos en despedir a vuestro padre y no olvides que, si alguna aparece, será para presentar sus respetos, y a nadie debe negársele esa oportunidad.

–No –Ethan suspiró.

–Y deberás invitarlas a la celebración privada.

–¡No! Eso es solo para la familia y los amigos cercanos.

–No tengo que recordarte que debes mantener cerca a tus enemigos, Ethan.

–¿Y arriesgarme a que acabe convirtiéndose en un circo? –explotó Ethan, pero sabía que Khalid no ofrecía nunca un consejo sin reflexionar, así que acabó asintiendo–. Hablaré con Abe.

–Todo quedará aclarado –lo tranquilizó Khalid–. Es posible que tu padre guardase algunos secretos, pero era un buen hombre.

–Lo sé. Gracias por estar aquí. Para mi padre habría significado mucho.

–Es que tu padre significaba mucho para mí.

Y siguieron hablando de los detalles de cuanto iba a acontecer al día siguiente. El título de príncipe de Khalid se había suprimido en el servicio por expreso deseo suyo.

–¿Estás seguro de eso? –insistió Ethan cuando Khalid se disponía a marcharse.

–Completamente. Eso siempre fue lo mejor del tiempo que pasé aquí –admitió Khalid–. Nadie me trataba como un príncipe o como heredero de la corona. Aquí solo era Khalid. Mañana debes centrarte en recordar a tu padre. Yo me ocupo de los problemas que puedan surgir.

Ethan asintió agradecido, y ambos salieron del estudio.

–¿Y tú, Khalid?

–¿Yo, qué?

–Si todo el mundo tiene un lado oscuro, ¿cuál es el tuyo?

–No esperarás de verdad que te conteste a esa pregunta, ¿no?

Claro que no, porque en realidad nadie conocía a Khalid.

La prensa lo describía como un hombre al que le gustaba jugar con las mujeres, pero nada más lejos de la realidad porque él no jugaba.

A nada.

Sus emociones estaban siempre bajo estricto control y no permitía que nadie se le acercase, ni siquiera en la cama. Particularmente en la cama.

Había tomado la decisión de no tener harén. Detestaba ver cómo había sufrido su madre cuando su padre lo visitaba y cómo después la acusaba, cuando nacía otro niño, de que el problema por el que no podía darle otro heredero varón obviamente no era suyo.

Esos niños carecían de estatus y no eran considerados de la familia. Él no quería comportarse de esa manera, así que había rechazado el harén. Pero en Nueva York salía con mujeres sofisticadas y expertas que aceptaban la ausencia de ternura fingida.

Era solo sexo.

Su absoluta ausencia de afecto la pagaba con diamantes, regalos e incluso a veces, dinero puro y duro. Aquella noche, llevaba una buena cantidad en el bolsillo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

NUEVA York, La Ciudad de los Sueños. Y para Aubrey Johnson, la ciudad de lo que podría haber sido.

Ojalá estuviera allí en otras circunstancias. Ojalá hubiera puesto el pie en Manhattan para estudiar música como siempre había soñado, pero estaba allí para decir adiós al hombre que le había dado una oportunidad.

Una oportunidad que ella no había aprovechado.

El día apenas acababa de comenzar y ya estaba cansada. Había tenido una infección de oído y el vuelo desde Las Vegas había durado toda la noche, lo cual no había ayudado demasiado.

El funeral tendría lugar a mediodía, y aunque era un evento íntimo y de muy alto perfil al que ella no había sido invitada, le daba igual. Conocía algunos trucos e intentaría colarse, pero, si no lo lograba, presentaría sus respetos desde lejos.

Le parecía importante estar allí.

En los baños del aeropuerto, se quitó los viejos vaqueros y el top para sustituirlos por un vestido negro de cóctel que le había prestado una amiga. Le quedaba un poco grande, pero lo disimularía con el chal.

Tomó el tren y el metro y, siguiendo las instrucciones que le había dado su amiga, se encontró en Manhattan, en una calle muy concurrida un brillante día de primavera.

Por un momento se quedó con la cabeza echada hacia atrás contemplando ensimismada los altos edificios, pero pronto se vio zarandeada por un mar de personas que caminaban con rapidez. Entró en unos grandes almacenes y subió una planta para tomarse algo, que bien se lo merecía, pero tenía un presupuesto muy justo para pasar el día.

Había visto en la televisión que Jobe estaba muy enfermo, y en las últimas semanas había intentado ir ahorrando un poco, lo cual no había sido fácil, ya que la infección del oído le había impedido trabajar en el trapecio, y las propinas de las mesas que servía habían bajado. Aun así, había logrado comprar dos billetes baratos de ida y vuelta para que su madre y ella pudieran asistir al funeral.

Pero su madre se había negado a ir.

Stella adoraba Las Vegas y había vivido la ciudad intensamente, pero ahora apenas salía del porche de su caravana, y siempre que hubiera caído la noche.

Intentó alargar el café que se estaba tomando y, cuando se le acabó, se tomó el antibiótico y bajó las escaleras para ir a la zona de cosmética y probarse barras de labios en el dorso de la mano, hasta que la dependienta se le acercó para preguntarle si podía ayudarla.

–Eso espero –Aubrey suspiró–. En realidad, no sé qué estoy buscando. No suelo maquillarme.

No era cierto porque cada noche, cuando salía al escenario, llevaba una gruesa capa de maquillaje, pero, si su amiga tenía razón, la dependienta se ofrecería a maquillarla. Y así fue.

Pero Aubrey dudó. No le parecía bien.

–Solo me maquillo cuando me subo al escenario –admitió.

–Entonces, ¿busca un look más natural?

–Sí, pero… –Aubrey respiró hondo. La dependienta era poco más o menos de su misma edad, y sin duda esperaba que comprase algo después y ganarse con ello una comisión–. La verdad es que no puedo permitirme comprar nada –admitió.

La joven la miró un momento y después sonrió.

–Por lo menos eres sincera. De todos modos, déjame maquillarte. Con suerte la gente vendrá a mirar y las dos saldremos ganando –la sentó en un taburete alto–. ¿Dónde vas a ir? –preguntó–. ¿Un funeral? –supuso al verla de negro.

–Sí. Un amigo de la familia. Es un evento de alto copete y no quiero llamar la atención.

–Hoy debe de ser el día de los funerales. El de Jobe Devereux, el de… –se interrumpió al ver que a Aubrey se le coloreaban las mejillas–. ¿Es ese al que vas?

Jobe era la realeza de Nueva York, y, cuando Aubrey asintió, la joven supo a qué se iba a enfrentar exactamente.

–Entonces, pongámonos a trabajar. Por cierto, me llamo Vanda.

–Aubrey.

Vanda sacó varias planchas de pelo y le alisó el ondulado cabello rubio a Aubrey antes de estudiar su rostro.

–Tienes una estructura ósea increíble.

–Tendrías que conocer a mi madre. Tenía unos pómulos maravillosos.

–¿Tenía?

Aubrey no contestó. Su madre insistía en que no se hablase de sus heridas, e incluso estando lejos de Las Vegas prefirió no referir cómo los rasgos de su madre habían quedado devastados por el fuego.

–Bueno… –continuó Vanda mientras trabajaba–, dices que llevas maquillaje en el escenario. ¿A qué te dedicas?

–Hago un poco de todo. Bailo en algunos shows, soy trapecista y…

–¡Venga ya!

–Nada glamuroso, créeme. Un poco de todo y de nada.