El hijo oculto del magnate - Deseo y venganza - Jacqueline Baird - E-Book

El hijo oculto del magnate - Deseo y venganza E-Book

Jacqueline Baird

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 459 El hijo oculto del magnate Fue rechazada por romper las normas… La ingenua Phoebe Brown se enamoró del magnate Jed Sabbides después de que él la conquistara, la invitara a cenar y se acostara con ella. Pero cuando le anunció que estaba embarazada, Jed se quedó horrorizado. ¿No comprendía que para él ella sólo era una distracción agradable? Por desgracia, Phoebe perdió al hombre que amaba y al bebé… ¡Increíblemente, años más tarde, Jed descubrió que Phoebe tenía un hijo que se parecía mucho a él! Deseo y venganza Ella no estaba dispuesta a rendirse. Lucy Steadman no estaba dispuesta a dejarse intimidar por el poderoso italiano Lorenzo Zanelli. Tal vez él tuviera el futuro de la empresa familiar en sus manos, pero no pensaba someterse a sus demandas. Como artista, Lucy sabía ver lo que ocultaba la belleza; Lorenzo podía ser increíblemente apuesto, pero su alma estaba ennegrecida por el deseo de venganza. Y dejarse llevar por un hombre así significaría perder la cabeza y el corazón para siempre.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 459 - septiembre 2023

© 2010 Jacqueline Baird

El hijo oculto del magnate

Título original: The Sabbides Secret Baby

© 2011 Jacqueline Baird

Deseo y venganza

Título original: Picture of Innocence

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-1180-017-4

Índice

PortadaCréditos

El hijo oculto del magnateCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Epílogo

Deseo y venganzaCapítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Epílogo

Promoción

Capítulo 1

Jed Sabbides se movió en su asiento. El avión estaba comenzando a descender y no antes de tiempo. Cierta parte de su cuerpo reaccionaba ante la idea de que la encantadora Phoebe estuviera esperándolo en Londres. Él había pensado pasar tres semanas en Nueva York, pero había acortado su estancia un día y había reorganizado su agenda para que al día siguiente pudiera trabajar desde su despacho de Londres y así poder estar junto a ella.

El sábado por la noche tenía que estar en Grecia para celebrar el cumpleaños de su padre y con el nivel de frustración que sentía había decidido que pasar sólo una noche con Phoebe no sería suficiente... Tras un par de llamadas telefónicas el jet de la empresa de los Sabbides lo estaba esperando en el aeropuerto Kennedy. Por una vez, la diferencia horaria entre los dos continentes era una bendición.

Tenía el ceño fruncido. ¿Cuándo había cambiado su agenda por una mujer? Nunca... La respuesta hizo que se sintiera un poco incómodo y no pudo evitar pensar en la primera vez que vio a Phoebe...

Al salir del ascensor en la planta baja del hotel en el que se hospedaba mientras valoraba la posibilidad de comprar el establecimiento, Jed se fijó en la chica que estaba cruzando el vestíbulo y se detuvo un instante para observar su silueta femenina.

Su rubia melena ondulada caía sobre sus hombros. Su perfil era exquisito, y la falda negra y la blusa blanca que llevaba no servían para ocultar su silueta mientras caminaba sobre el suelo de mármol luciendo unas piernas que harían volar la imaginación de cualquier hombre.

Él la siguió con la mirada hasta que se metió detrás de la recepción y se dirigió con una sonrisa al siguiente cliente. Su sonrisa hizo que a él se le cortara la respiración. Se había sentido atraído por ella al instante, y su cuerpo había reaccionado. En aquel momento no salía con ninguna mujer y decidió que aquella chica era para él, sin contemplar la posibilidad del fracaso ni un instante.

Se acercó a la recepción y le preguntó si podría recomendarle un buen restaurante. Ella echó la cabeza un poco hacia atrás y él se percató de que de cerca era aún más guapa. Era una mujer con el rostro ovalado, la tez clara, los labios sensuales y los ojos azules y brillantes. Él sonrió y, cuando le sostuvo la mirada, ella se sonrojó. Más tarde, él se enteraría de por qué.

Phoebe, en griego, quería decir radiante. Y ella era así, bella, con un cuerpo perfecto y una mente ágil.

Jed le pidió que saliera a cenar con él esa noche. Sorprendentemente, ella rechazó la invitación diciéndole que no tenía permitido salir con los clientes, pero él consiguió que le contara que sólo trabajaba allí los fines de semana para incrementar sus ingresos mientras estudiaba Política e Historia en la universidad.

Él dejó la habitación que tenía en el hotel y regresó al día siguiente para volver a pedirle que cenara con él. Ella aceptó.

Nunca había conocido a una mujer capaz de rechazar sus invitaciones, y tener que esperar un mes para conseguir acostarse con ella había sido una experiencia completamente nueva.

Principalmente, porque Phoebe compartía la casa con otros tres estudiantes, dos chicas, Kay y Liz, y un chico llamado John, y no tenía privacidad. Pero también se negó a cenar con Jed en la suite que él mantenía en uno de los hoteles de su familia. Phoebe se excusó diciéndole que no se sentiría cómoda si la gente de la cadena de hoteles en la que trabajaba pensara que era una de esas mujeres que acompañaban a los hombres en su habitación durante unas horas.

Le faltaban unas cuantas semanas para cumplir los veintiún años y a Jed le preocupaba un poco que fuera tan joven. No estaba seguro de si sus temores eran pura modestia o de si, como la mayor parte de las mujeres, ella buscaba algo más de lo que él estaba preparado para ofrecerle.

Fue pura coincidencia que, una noche, al entrar en el Empire Casino después de que Phoebe lo dejara con un fuerte sentimiento de frustración, él se encontrara con un antiguo compañero de las partidas de póquer y obtuviera la solución a su problema. Al hombre acababan de eliminarlo del torneo World Serious Poker que se celebraba en el casino y mientras se tomaban una copa le contó que iba a viajar a los Estados Unidos y necesitaba a alguien que le cuidara su apartamento de Londres y a su gato, Marty, mientras él estaba fuera.

Jed se lo contó a Phoebe y le preguntó si estaba interesada en el trabajo. Le presentó a su amigo, y cuando el gato ronroneó y se restregó contra sus tobillos, ella aceptó.

Finalmente, Jed consiguió algo más que un beso de buenas noches. Pero incluso así ¡lo hizo esperar unos días más!

Phoebe lo sorprendió. Era virgen, la primera con la que él estaba, y sorprendentemente, la amante más apasionada y receptiva que había tenido nunca...

Eso había sucedido doce meses atrás. Era la primera vez en sus treinta años de vida que mantenía una amante tanto tiempo.

Hacía mucho que se había dado cuenta de que su principal atractivo para las mujeres era el dinero, y teniendo en cuenta que su padre se había casado por cuarta vez, no era nada sorprendente.

A Jed no le importaba. A los veinticinco años se había convertido en un multimillonario, primero jugando al póquer por Internet cuando iba a la universidad y después jugando en bolsa. Básicamente, era otra manera de apostar, pero al menos sacaba mayor partido de su mente privilegiada. Jed había terminado montando su propia empresa, J.S. Investments.

Además de mantener su empresa, su padre le había pedido que se uniera a la empresa familiar y enseguida se estaba encargando de la gestión de Sabbides Corporation, una empresa especializada en hoteles y en la industria del ocio. La empresa tenía mucho éxito, pero la relación de Jed con su padre era cada vez peor.

Si su padre le había enseñado algo a Jed, era que el matrimonio no era para él y que lo mejor era mantener su vida sexual apartada del negocio y de la familia. Ninguna relación le había durado más de ocho meses, hasta que conoció a Phoebe. Él no creía en el matrimonio y desde un principio se lo había dejado claro a Phoebe. Ella se había reído al oír sus palabras y le había dicho que el matrimonio era lo último que tenía en mente. Estaba dispuesta a iniciar su carrera profesional y a viajar por el mundo.

En la primera cita, cuando ella le preguntó a qué se dedicaba, él sólo le contó que era un hombre de negocios y que trabajaba en sus oficinas de Londres, Atenas y Nueva York. Pero más tarde, su amiga Liz le había dicho que en la prensa se referían a él como el Magnate Griego, un apodo que él detestaba.

Sin embargo, aquello no pareció impresionar a Phoebe. Durante el tiempo que habían estado juntos, ella nunca había hablado de compromiso, nunca le había pedido nada, y él estaba seguro de que no tenía ningún plan. No tenía de qué preocuparse. Durante un año o dos, mientras continuara la pasión, Phoebe era suya.

Siete semanas antes ella había finalizado su licenciatura, y la ceremonia de graduación había sido la semana anterior. Ella lo había invitado a la ceremonia y le había dicho que su tía también iría. Jed siempre había tratado de evitar conocer a la familia de las chicas con las que salía, y le había dicho a Phoebe que haría lo posible por ir. Puesto que ese día estaba en Nueva York, había tenido una buena excusa para no ir...

La mañana de la ceremonia había llamado a Phoebe para desearle suerte. Ella parecía contenta, sobre todo después de decirle que tenía una sorpresa especial para ella.

«Quizá, después de todo, no sea tan diferente a las demás», pensó con cinismo.

A menudo le compraba regalos, y ella le demostraba que estaba agradecida cuando se hallaban en la cama. Esa vez le había comprado una gargantilla de diamantes, porque se sentía un poco culpable por perderse su graduación. Además, llegaba un día antes de lo previsto y sabía que eso agradaría a Phoebe.

La idea lo hizo sonreír con anticipación masculina...

Cuando el avión aterrizó, Jed se levantó del asiento, se puso la chaqueta y se ajustó la corbata. Agarró el ordenador portátil y salió del avión despidiéndose de la azafata con una sonrisa.

Phoebe cerró el grifo de la ducha y salió de la cabina. Eran las nueve de la noche y quería acostarse temprano para estar descansada y preparada para cuando llegara Jed al día siguiente.

Al pensarlo, sintió un nudo en el estómago...

Se miró en el espejo y se cubrió su cuerpo delgado con una toalla. ¿Cuánto tiempo continuaría delgada?

Tenía que decirle a su novio, Jed, que estaba embarazada...

Jed Sabbides era un financiero con éxito y también con el poder que había detrás del emporio de Sabbides Corporation. Desde un principio, Phoebe había sospechado que era rico, simplemente por la seguridad que demostraba en sí mismo. Y por eso, en un principio se había mostrado recelosa. Él pertenecía a un mundo completamente distinto al de ella, pero Phoebe estaba enamorada por primera vez en su vida. Liz, su compañera de casa, le había contado que era extremadamente rico y había tratado de advertirle a Phoebe que él sólo pretendía que fuera su amante habitual en Londres...

Liz se había equivocado.

Era cierto que a los pocos días de mudarse al nuevo apartamento se habían convertido en amantes, pero no vivían juntos...

Jed la respetaba y cuando trabajaba en Londres se alojaba en la suite del hotel de lujo propiedad de Sabbides Corporation. Y el hecho de que Phoebe tuviera su propio apartamento le había permitido estudiar para superar con éxito el último año de carrera.

A pesar de que Jed fuera un hombre rico, ella consideraba que eran como cualquier otra pareja enamorada. Ocasionalmente salían al cine o a cenar, y cuando su relación se convirtió en algo más íntimo, él empezó a quedarse a pasar la noche con ella. Y a veces, incluso más de una noche. Jed había dejado algo de ropa allí a lo largo del año, pero no vivía en aquella casa. Viajaba mucho y Phoebe lo echaba de menos por las noches.

Jed casi nunca hablaba con ella del trabajo, pero ella no había tardado mucho en darse cuenta de que era adicto al trabajo y que pasaba el tiempo entre los dos continentes. Pero también le había comentado alguna vez que tenía una hermana mayor, casada y con dos niñas a las que él adoraba. Eso era buena señal, porque indicaba que le gustaban los niños. Phoebe estaba convencida de que querría a su bebé tanto como ella...

Phoebe había conocido a Jed cuando estaba alojado en el hotel donde ella trabajaba de recepcionista y, desde entonces, su vida había cambiado. Ella había levantado la vista la oír su voz grave, lo había mirado a los ojos y se había quedado prendada. Era el hombre más guapo que había visto nunca. Entonces, él le sonrió y ella experimentó algo que no había sentido jamás. Incapaz de mirar a otro lado, se sonrojó.

Doce meses más tarde todavía se excitaba al verlo o al oír su voz, e incluso a veces se sonrojaba.

Phoebe Brown, a lo mejor pronto Phoebe Sabbides, soñaba con el futuro. Agarró una toalla de lavabo del toallero, se inclinó y comenzó a secarse la cabeza.

–¡Ahhh! –gritó al sentir que alguien la agarraba del hombro–. ¿Qué diablos...? –exclamó mientras la giraban.

Dejó caer la toalla al suelo y miró a Jed.

–Jed... Eres tú.

–Eso espero –sonrió él–. ¿A quién más esperabas en tu baño? –se mofó.

Deslizó las manos por sus hombros para quitarle la toalla que cubría su cuerpo y la miró de arriba abajo con deseo.

–Llevo semanas soñando con esto –posó la mirada sobre sus pezones rosados–. Pero la realidad supera al más salvaje de mis sueños.

Phoebe echó la cabeza hacia atrás. Él se había quitado la chaqueta y la corbata y llevaba los primeros botones de la camisa desabrochados, mostrando una fina capa de vello oscuro y varonil.

–Ah, Jed... Te he echado mucho de menos –suspiró ella y se acurrucó entre sus brazos.

Jed inclinó la cabeza y la besó en los labios. Ella le rodeó el cuello con un brazo y se besaron de manera apasionada. Cuando se separaron para tomar aire, él se agachó y capturó uno de sus pezones con la boca para acariciárselo con la lengua.

–Cielos, Phoebe, no puedo esperar –se quejó.

Ella le acarició el cabello con una mano y metió la otra por la abertura de su camisa, desesperada por sentir el calor de su piel y los pezones erectos medio escondidos entre el vello rizado. Al ver el brillo del deseo en sus ojos marrones, ella deslizó la mano más abajo para acariciarle el miembro erecto a través de la tela de los pantalones.

Ella tampoco podía esperar... Nunca habían pasado tanto tiempo separados y el calor húmedo de su entrepierna era la muestra del potente deseo que sentía por él.

Jed le retiró la mano y la apoyó contra la pared mientras se bajaba la cremallera para liberar su miembro. Ella podía sentir el fuerte latido de su corazón contra su pecho y, por un instante, fue incapaz de moverse.

–Perdóname, Phoebe –dijo él–. Pero te deseo con locura.

–Yo también –murmuró ella, mientras él la besaba en los labios.

–¿Estás segura de que estás bien?

–Ahora mucho mejor. Sólo tengo que mirarte para desearte –admitió ella, encantada de que hubiera llegado por sorpresa.

–Sigue pensando en ello mientras te quito la ropa –dijo él, quitándose los pantalones.

Phoebe se agachó con intención de recoger la toalla del suelo, pero Jed la agarró de la muñeca para que se incorporara.

–No te molestes –dijo con una sonrisa sensual–. No la necesitas para lo que tengo planeado –se quitó el resto de la ropa.

Era perfecto. Tenía el cabello negro y un poco rizado. Sus ojos eran marrones y se oscurecían a causa de la pasión. Y su nariz estaba perfectamente colocada en la estructura de su rostro. Su boca era sensual, sus labios, perfectos y su mentón, prominente.

Phoebe podría pasarse la vida mirando su rostro, pero su torso desnudo era demasiado tentador y no pudo evitar deslizar la mirada por su cuerpo musculoso. Su miembro viril asomaba entre sus piernas poderosas...

–¿Te gusta lo que ves? –preguntó él, provocando que se sonrojara.

–Sí –lo amaba, y quizá había llegado el momento de darle la noticia. Pero antes de que pudiera encontrar las palabras adecuadas, él la tomó en brazos y la llevó hasta el dormitorio–. Espera, Jed... ¿No quieres tomar algo después del viaje? ¿Cómo es que has llegado una noche antes?

–Porque no podía esperar otro día más. Lo único que quiero para comer eres tú –la tumbó en la cama y se colocó a su lado.

Entusiasmada por el deseo que él mostraba hacia ella, Phoebe comenzó a acariciarlo y lo que pasó aquella noche no tenía igual. Él le hizo el amor despacio y con tanta pasión, que estuvo a punto de volverla loca de excitación, explorando cada curva de su cuerpo y seduciéndola hasta llevarla al clímax. Phoebe se sentía como si estuviera poseída y consiguió liberarse de toda inhibición sexual. Era como si ninguno de los dos consiguiera saciarse y necesitara más.

Finalmente, horas más tarde, agotada entre sus brazos pero incapaz de dormir, miró a Jed y se preguntó si su hijo se parecería a él. Se preguntó si el hecho de que él hubiera llegado antes de tiempo podía ser la sorpresa especial que él le había prometido y frunció el ceño. Era ridículo, pero ella se había hecho la ilusión de que fuera un anillo y había imaginado que Jed le pedía que se casara con él antes de que ella le dijera que estaba embarazada.

–Phoebe, ¿en qué piensas? ¿Qué pasa? –preguntó Jed.

Ella se incorporó y lo miró a los ojos.

–Nada. Me preguntaba si el hecho de que hayas venido antes de tiempo era la sorpresa que me prometiste. Si es así, he de decir que ha sido una gran sorpresa –lo besó.

–Me alegro, pero no –la tumbó bocarriba, salió de la cama y encendió la luz–. Quédate donde estás. Enseguida vuelvo –dijo él.

Phoebe lo observó salir desnudo de la habitación. Minutos más tarde, él regresó con una caja de piel negra en la mano.

–Siéntate, Phoebe. Por tu graduación universitaria –abrió la caja y le mostró una gargantilla de diamantes. Se la colocó en el cuello y la abrochó. Después, tras acariciarle los hombros y cubrirle los senos con las manos, añadió–: Y también por tu graduación en la cama –le pellizcó los pezones con suavidad–. No imaginaba que el sexo pudiera ser mejor, pero me he sorprendido. Y tú me has acompañado durante todo el camino, sorprendiéndome aún más, mi maravillosa desvergonzada.

–Gracias, Jed –murmuró ella–. La gargantilla es preciosa.

Phoebe miró las piedras que colgaban de su cuello tratando de no desvelar la pequeña decepción que sentía. Sin embargo, al ver los dedos de Jed acariciándole los pechos experimentó de nuevo una fuerte excitación sexual.

Lo rodeó por el cuello y lo besó en los labios.

–Y te quiero –dijo ella.

Phoebe se lo había dicho montones de veces, pero, de pronto, se percató de que Jed nunca se lo había dicho en inglés. Le había dicho que era preciosa y que le encantaba su cuerpo, y ella había supuesto que le había dicho «te quiero» en griego, el idioma que empleaba en los momentos de pasión. Sin embargo, ya no estaba tan segura...

Convenciéndose de que era una tontería, se colocó a horcajadas sobre su cuerpo y le hizo el amor hasta que ambos quedaron agotados.

Phoebe se despertó al sentir una mano sobre su pecho y la presión de un miembro erecto contra el trasero.

–Ah, Phoebe, me gusta tanto acariciarte... –le susurró Jed al oído.

Ella se desperezó y gimió al sentir que Jed le acariciaba la entrepierna con la otra mano.

Pero su estómago tenía vida propia y no estaba nada calmado. De forma apresurada, Phoebe se bajó de la cama y corrió hacia el baño.

–¿Qué pasa, Phoebe? –preguntó Jed.

Incapaz de contestar, ella cerró la puerta y abrió el grifo del lavabo. A lo mejor con un poco de agua conseguía calmar sus náuseas. No le sirvió de nada y dos segundos más tarde estaba de rodillas frente al retrete y obteniendo muy poco resultado.

Despacio, se puso en pie y tras tirar de la cisterna se volvió para mojarse el rostro y lavarse la boca. «Quizá si aprendo a moverme con más cuidado, evitaría las náuseas de la mañana», pensó mirándose en el espejo con una sonrisa. Todavía no le había cambiado el cuerpo. Tenía el aspecto de una mujer bien amada, y las marcas de la pasión sobre sus muslos y pechos eran la evidencia. También la gargantilla de diamantes que llevaba al cuello. Suspiró con alegría. No tenía ni idea de cuándo se lo pondría, pero era un regalo fantástico y la noche había sido increíble. Jed le había demostrado lo mucho que la deseaba de una docena de maneras distintas, incluyendo un par de ellas que nunca había probado antes.

–¿Phoebe?

Ella oyó que él la llamaba.

Decidió que era un buen momento para decirle que estaba embarazada.

–Voy enseguida –contestó ella, agarrando una toalla del armario y cubriéndose el cuerpo con ella.

–¿Por qué has tardado tanto? –preguntó él mirándola con deseo y humor.

Ella se fijó en su cuerpo musculoso, tumbado sobre la cama, y se percató de que estaba ligeramente excitado. Él gesticuló con el dedo para que se acercara.

–Estoy esperando para disfrutar del sexo mañanero –dijo él con una sonrisa.

Phoebe se estremeció. Él la deseaba. Jed la amaba, podía verlo en su mirada.

Dio un paso hacia él y sonrió.

–Estoy embarazada y pensaba que tenía náuseas –vio que se turbaba su mirada–. Pero no te preocupes, estoy bien –dijo ella, acercándose a la cama.

Él saltó de la cama y se puso en pie.

–¿Jed? –comenzó a decir ella, y se calló al ver que él se volvía hacia ella con una expresión de rabia en la mirada.

Jed permaneció un instante mirándola y, de pronto, pasó de ser un amante apasionado a un perfecto desconocido. Ella se estremeció de nuevo, pero a causa de un mal presentimiento.

Capítulo 2

Embarazada. Phoebe estaba embarazada. No era posible. Él había tomado todas las precauciones posibles, pero ¿y ella? Jed se hizo la pregunta y sintió que lo invadía la rabia mientras buscaba una respuesta aceptable. Contar hasta diez no funcionó, así que siguió contando antes de volverse para hablar con ella sin gritar.

–Estoy seguro de que crees que estás bien –dijo con cinismo, mientras trataba de controlar la furia que sentía–. Ahí de pie, con un collar de diamantes y embarazada. Supongo que ahora dirás que el hijo es mío.

No podía creer que se hubiera dejado llevar por la supuesta inocencia de Phoebe. Ella era como las demás, si no peor, porque había conseguido aquello en lo que otras mujeres habían fracasado.

–Por supuesto que es tuyo.

Él percibió asombro en su voz, pero lo ignoró.

–Sabes que eres el único hombre con el que he hecho el amor. Te quiero, y creía que tú me querías.

–Te equivocaste. No creo en el amor y por ello no quiero a nadie.

–¿Por qué te comportas así? –preguntó ella.

–¿Por qué? Porque no deseo que me engañen diciéndome que soy padre –dijo con sarcasmo–. Recuerda desde el principio. Siempre he utilizado protección. Entonces, tú sugeriste empezar a tomarte la píldora y yo, tonto de mí, debido a que eras virgen me dejé llevar por la tentación de disfrutar del sexo sin preservativo por primera vez en mi vida. Te presenté a mi médico privado, el doctor Marcus, y él te recetó la píldora anticonceptiva. Ni siquiera tenías que acordarte de ir a recogerla porque él quedó en que te las enviaría aquí. Por ese lado no ha podido haber ningún error, así que dime, ¿cuándo ha tenido lugar el embarazo?

–El fin de semana que estuvimos en París. Me olvidé de llevarme la píldora.

–Tenía que haberlo imaginado –Jed comprendió enseguida las artimañas de Phoebe–. Recuerdo que la única vez que discutiste conmigo en lugar de comportarte como la amante apasionada de siempre fue cuando regresé de pasar Semana Santa en Grecia. Te quejaste de que nunca te llevaba de viaje conmigo y de que sólo habías salido del país para ir a Bélgica en un viaje de un día. Ni siquiera conocías París, y por eso te llevé. ¿Ahora pretendes que crea que te dejaste la píldora por error y que no se te ocurrió mencionarlo en los tres días que estuvimos allí? Qué bien te ha venido –dijo en tono de mofa–. Eso fue a finales de abril y estamos a principios de julio... Debes de estar embarazada de dos meses.

–De nueve semanas –dijo ella.

–¿Por qué has tardado tanto en decírmelo? No me lo digas... Deja que lo adivine. Esperaste a terminar los exámenes y a licenciarte, pero no tenías intención de ponerte a trabajar, sino de vivir de manera lujosa a mi costa. Eres una mujer muy inteligente, Phoebe, y lo has hecho en el momento perfecto, pero a mí nadie me toma por tonto y si tu comportamiento descocado y espectacular de anoche en la cama tenía la intención de ablandarme para que me case contigo, no has tenido suerte. Ningún hombre espera que su amante se quede embarazada.

–No he sido tu amante. Nunca seré la amante de nadie. Creía que eras mi novio. Pensaba que...

Él la interrumpió.

–Basta, Phoebe, no finjas ser tan inocente. Fui yo quien te buscó este apartamento.

–Creía que estaba cuidando de la casa y de Marty.

–Así era, pero mi amigo me vendió la casa tres meses después de marcharse y dijo que podías quedarte con el gato. Al parecer, él ha encontrado otro tipo de felino con quien acurrucarse... Espero que sea menos malvada que tú.

–¡Malvada! –exclamó ella–. ¿Cómo puedes llamarme eso después de lo que hemos compartido?

–Fácilmente. Te he dado un coche, joyas, ropa... Podías tener todo lo que quisieras. Pero nunca te ofrecí un anillo de boda, y sabías que sería así desde el principio y estabas de acuerdo conmigo. Si en algún momento has pensado que podías atraparme con un hijo no planeado, piénsalo de nuevo.

Phoebe se dejó caer sobre la cama. Él no quería a su hijo y eso era como recibir una puñalada en el corazón. No podía mirar a Jed y respiró hondo varias veces. Finalmente admitió que llevaba engañándose desde el principio de su relación. Mientras que ella se había enamorado de él y lo consideraba su novio, él sólo la consideraba una amante y la trataba como a tal.

Todos los pequeños detalles del pasado cobraban sentido. No era de extrañar que Jed nunca le hubiera ofrecido que fuera a Grecia con él para conocer a su familia y amigos. Jed siempre tenía una excusa para no estar con ella cuando su tía Jemma iba a verla a Londres desde Dorset, y ella se lo había pedido varias veces.

Jed la había conquistado, la había llevado a cenar y se había acostado con ella. Le había regalado un coche una semana antes de Navidad. Ella había intentado rechazarlo, pero él había insistido en que lo aceptara diciéndole que le resultaría útil para regresar a su casa en vacaciones. Él no había podido pasarlas con ella porque siempre iba a Grecia durante las fiestas. Del mismo modo había insistido en que aceptara un broche seis semanas después de conocerse, un brazalete de diamantes el día que cumplió veintiún años en agosto, y en llevarla a comprar ropa de diseño y lencería.

Ella había aprendido que era más fácil aceptar sus regalos de manera agradecida que objetar. Pero nunca había conocido a ninguno de sus amigos, aparte del hombre a quien pertenecía originalmente el apartamento, y del doctor Marcus, con quien él había ido al colegio. Ella no había sido más que su amante en Londres. El fin de semana en París había sido el único viaje que habían hecho juntos. De pronto, una idea invadió su cabeza. Si él no la consideraba más que una amante, quizá no era la única. Era probable que tuviera otras en Nueva York y en Grecia, y quién sabía dónde más.

Phoebe encorvó la espalda y agachó la cabeza. Se pasó las manos por el cabello y pestañeó para contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos. ¿Cómo podía haber sido tan tonta y estar tan equivocada acerca de Jed, su primer y único amor?

Liz tenía razón y ella había estado demasiado enamorada como para reconocer la verdad...

Jed miró a Phoebe y vio que estaba destrozada. Por supuesto que, si estaba embarazada, se ocuparía de ella. Pero primero necesitaba que el doctor Marcus confirmara que Phoebe estaba embarazada y, puesto que él había estado fuera varias semanas, necesitaba confirmar que el hijo era suyo antes de pensar en casarse con ella. Ningún hijo suyo nacería fuera del matrimonio. Aunque el matrimonio significara el fin de su soltería.

No podía tratar con Phoebe en esos momentos. Necesitaba tiempo para pensar y tenía una reunión al cabo de una hora.

Se acercó a ella y colocó una mano sobre su hombro. Notó que ella se retiraba y se enfadó de nuevo.

–No tengo tiempo para esto –dijo él en tono cortante–. Tengo reuniones a las que no puedo faltar durante todo el día, y mañana por la noche tengo que estar en Grecia para el cumpleaños de mi padre.

Lo más importante para Jed era que su padre iba a jubilarse. Al día siguiente por la noche, él se convertiría oficialmente en el presidente de Sabbides Corporation, la empresa que llevaba dirigiendo extraoficialmente durante los últimos años. Phoebe no tenía por qué saberlo. Su negocio no tenía nada que ver con ella.

–Pero no te preocupes, hablaré con Marcus antes de marcharme. Es un doctor estupendo y muy discreto. Se ocupará de tu embarazo y yo pagaré por todo. Te lo aseguro.

Ella levantó la cabeza despacio y lo miró durante un largo instante.

–No estoy preocupada, y sé que el doctor Marcus lo hará –dijo ella.

–Bien –repuso Jed. Nunca había visto a Phoebe tan apagada. Quizá debía decirle algo. Pero no solía manifestar sus sentimientos y seguía en estado de shock, así que dijo sin más–: Necesito darme una ducha –y se metió en el baño.

Diez minutos más tarde, después de una ducha de agua fría, había tenido tiempo para pensar. Quizá había sido un poco duro con Phoebe. Se vistió y salió a buscarla. La encontró sentada en la cocina, con una taza de té en una mano y acariciando al gato que estaba en su regazo con la otra.

–Tengo que irme. Te veré esta noche y hablaremos de los arreglos necesarios.

Phoebe dejó la taza sobre la mesa y miró a Jed. Iba elegantemente vestido con un traje gris, una camisa blanca y una corbata de seda. ¿Cómo podía haber pensado que aquel hombre era su novio? Había cumplido treinta años el mes anterior y ella le había comprado una alianza del siglo XIX con forma de corazón. La había visto en una tienda de antigüedades y había pensado que él vería el simbolismo de su regalo, que ella le estaba entregando su corazón. ¿No era una tontería? Él sólo se había fijado en su cuerpo, y encima pensaba que ella lo había traicionado.

Él le había hecho pedazos el corazón al acusarla de haber planificado el embarazo para conseguir su dinero. El hecho de que Jed, el hombre al que amaba, pudiera pensar tan mal de ella indicaba que él no había llegado a conocerla bien. Mientras que ella pensaba que le había llegado al corazón, lo único que había sido para él era una mujer ardiente en la cama. Su amante...

Al decirle que su amigo el médico se ocuparía de su embarazo, como si la criatura que llevaba en el vientre no fuera nadie de importancia, ella supo que habían terminado. Para siempre.

Jed no quería tener un hijo. No entraba en sus planes... ¿Qué tipo de hombre era el que ni siquiera podía compaginar un bebé con su agenda de trabajo? Pero el trabajo era su vida y todo lo demás era secundario. La solución que le ofrecía era la de pagar al médico amigo suyo para deshacerse del bebé. El trabajo, el dinero y el poder que todo ello conllevaba eran su prioridad, y ella había sido una gran idiota al pensar que era de otro modo.

Phoebe oyó que se cerraba la puerta. Se puso en pie, entró en la habitación y se dejó caer sobre la cama. Con la cabeza contra la almohada comenzó a llorar por el amor que nunca tuvo y por la pérdida de sus ilusiones, hasta que finalmente se quedó dormida por puro agotamiento.

Phoebe se despertó sobresaltada y desorientada. Miró el reloj de la mesilla y vio que eran las tres de la tarde. ¿Qué estaba haciendo en la cama? Entonces, lo recordó todo...

Permaneció en la cama repasando todo lo que había sucedido desde que Jed llegó la noche anterior... Cómo había pensado que la manera apasionada en que habían hecho el amor confirmaba que él la amaba... Sin embargo, se percataba de que para un hombre moderno y atractivo como Jed, ella sólo había sido poco más que una esclava sexual, una mujer dispuesta a hacer todo lo que él le pidiera. Recordó todo lo que había acontecido el año anterior y se sorprendió ante su propia estupidez. Todos los regalos que él le había hecho no eran más que el pago por los servicios prestados.

Esa mañana, al decirle que estaba embarazada, había descubierto al verdadero Jed Sabbides.

Su manera de reaccionar la había dejado destrozada y, al recordar que él había dicho que esa misma noche hablarían de los arreglos necesarios, el pánico se apoderó de ella.

No se atrevía a quedarse allí. Jed tenía una fuerte personalidad y, en el fondo, ella no se fiaba de sí misma a la hora de enfrentarse a él si le sugería que abortara.

Tenía que marcharse del apartamento y alejarse de Jed. Tenía que recoger sus cosas... Saltó de la cama y se dirigió hacia la cómoda, tropezándose con el gato...

Jed Sabbides finalizó la conferencia que había mantenido con el otro lado del Atlántico. La reunión de las dos de la tarde que había mantenido con alguien en Nueva York había sido un éxito. Eran las siete de la tarde y había terminado de trabajar. Se pasó la mano por el cabello y pensó en Phoebe. Había conseguido no pensar en ella durante el día, pero ya no tenía excusa.

Se abrió la puerta del despacho y entró Christina, su secretaria.

–¿Me necesitas para algo más?

–No –contestó él–. Vete.

–Pareces cansado, Jed. Deja que te traiga un whisky y te daré un masaje en el cuello si quieres... Te ayudará a relajarte.

–El whisky vale, el masaje no –miró a su secretaria sorprendido de que ella le hubiese ofrecido darle un masaje. Debía de tener peor aspecto de lo que pensaba porque no era su estilo ofrecerle un masaje. Christina era una chica de cabello oscuro, atractiva y muy eficiente. Él se consideraba afortunado por tenerla. No había posibilidad de que Christina se quedara embarazada por error... Ella nunca cometía errores. ¿Y Phoebe? Era mucho más joven, y él había sido su primer amor. Quizá su embarazo había sido un verdadero accidente.

–Aquí tienes el whisky –Christina dejó el vaso sobre el escritorio y la botella a su lado. Después se colocó detrás de él–. ¿Estás seguro de que no quieres que te relaje la musculatura? –colocó las manos sobre su cuello.

–Sí –se encogió de hombros para que retirara las manos–. Márchate, Christina, estoy bien.

–De acuerdo –se agachó y le susurró al oído—. No olvides que mañana nos vamos a Grecia. Intenta descansar.

«Sólo está preocupada por mí», pensó él mientras ella cerraba la puerta. Entonces recordó lo poco que se había preocupado por Phoebe aquella mañana.

Agarró el vaso y bebió un largo trago de whisky. ¿Cuándo se había convertido en un demonio cínico y terco?

Nunca había deseado casarse, pero sabía que en algún momento le gustaría tener un hijo y un heredero para su fortuna. Había tenido una infancia feliz, con unos padres que lo querían y una hermana. La tensión entre su padre y él había surgido a partir de la muerte de su madre, cuando él tenía diecisiete años, y como consecuencia de los múltiples matrimonios de su padre. El más reciente, el tercero después de su madre, lo había contraído con una mujer más de treinta y cinco años más joven que intentaba conquistar a Jed cada vez que regresaba a casa.

Jed se terminó el whisky y se sirvió otra copa. No confiaba en las mujeres, excepto en su madre y en su hermana, y nunca había pensado en casarse. Pero también sabía que no permitiría que un hijo suyo fuera ilegítimo.

Phoebe, la bella y sexy Phoebe... ¿Sería tan duro casarse con ella? Él había sido su primer amor, y la idea de que ella hubiera estado con otro hombre era algo que no le gustaba ni contemplar. Bebió otro trago de whisky.

No creía en el amor, pero sí en la continuidad del apellido familiar. Si tenía que casarse, Phoebe era una buena candidata. No podía negar que la química que había entre ambos era fantástica. Él nunca había disfrutado de una relación sexual tan buena en su vida y, desde luego, no le apetecía prescindir de ella. Habían estado juntos más de un año, una buena señal para el futuro, y ella estaba embarazada de él.

Jed se terminó el whisky, descolgó el teléfono y pidió la limusina que utilizaba cuando no quería conducir. Se puso en pie tras tomar una decisión. Se casaría con ella. Sorprendentemente, no se sentía tan atrapado como en un principio.

Miró el reloj y vio que eran las ocho de la tarde. Llamó a Marcus y quedó con él para cenar. Era la única persona con la que podría hablar sobre la situación con sinceridad y confiaba en él. Jed no sabía nada acerca del embarazo y, aunque en el fondo no creía que Phoebe le hubiera sido infiel, prefería preguntarle a Marcus cuándo podría comprobarse la paternidad. A Phoebe no le pasaría nada por esperar un poco más para la boda.

Salió del despacho, cerró la puerta y tomó el ascensor hasta la planta baja.

Le contaría a Phoebe su decisión. Podía imaginar la cara que pondría ella al enterarse de que él estaba dispuesto a convertirla en una mujer honrada.

Después de la cena con Marcus le pidió al chófer que primero dejara a Marcus en casa y que después lo llevara al apartamento. Al llegar allí lo encontró vacío, excepto por la presencia del gato y de una nota que había sobre la mesa del recibidor.

Phoebe estaba tumbada en la camilla del hospital mirando al techo. Había llorado durante horas, hasta que ya no podía llorar más. Se sentía adormecida y vacía por dentro. Era totalmente ajena al ruido y al ajetreo del hospital. No sabía en qué hospital estaba, pero sí que la había atendido el doctor Norman.

Sólo podía oír la voz del médico diciéndole que había perdido al bebé, pero que no se preocupara porque montones de mujeres perdían a su hijo durante el primer trimestre. Ella era joven, estaba sana y podría tener más hijos.

Phoebe sabía que el doctor sólo trataba de consolarla, pero nadie ni nada conseguiría hacerlo. Se llevó la mano al vientre y pensó en que a pesar de que sólo sabía que estaba embarazada desde hacía diez días, ya había desarrollado amor y la necesidad de protección hacia la criatura que había llevado en el vientre.

Ya no. El bebé había muerto y se había llevado con él la confianza de su corazón. Su vida había cambiado drásticamente, porque independientemente de lo que pasara en el futuro, nunca olvidaría el dolor y la desesperación que había sentido ese día.

El médico le había dicho que debía pasar allí la noche y que le daría cita para hacerle un legrado la siguiente semana. También que debía descansar.

–Phoebe.

Al reconocer la voz de Jed volvió la cabeza. Él estaba en la puerta y la miraba con una mezcla de asombro y disgusto. Ella se preguntaba cómo no se había fijado nunca en lo frío y despiadado que podía ser.

–He hablado con el médico al entrar. Me ha contado lo que ha pasado. Lo siento mucho, Phoebe. Pero te aseguro que vas a estar bien, yo me encargaré de ello –dijo él, mirando a su alrededor–. No puedo creer que la ambulancia te trajera aquí y que tú me dejaras una nota para que diera de comer al gato. Deberías haberme llamado. O al doctor Marcus. Lo he llamado y he enviado un coche para que vaya a recogerlo. Llegará en cualquier momento y te sacaremos de este caótico lugar.

Cuando oyó mencionar al doctor Marcus, Phoebe cerró los ojos. «Si no hubiera pensado en que Jed iba a contratarlo, no me habría entrado pánico y no estaría aquí», pensó ella, reviviendo el fuerte dolor que había sentido en el vientre y que la había hecho caer. Se había levantado despacio y había decidido prepararse una infusión para tratar de calmar el dolor. Después, sentada a la mesa de la cocina, se percató de que algo iba mal. Se dobló por la cintura al sentir un dolor tan intenso que le cortó la respiración. De pronto, notó un líquido en la entrepierna y se levantó para ver que la sangre corría por sus piernas. Agarró el teléfono y llamó al servicio de urgencias, pero cuando llegó la ambulancia, supo que era demasiado tarde.

Había estado allí seis horas y, en ese tiempo, la pequeña vida que había en su interior había terminado. Abrió los ojos y miro de nuevo a Jed. El padre de la criatura. Nunca volvería a confiar en él...

Jed había tenido la arrogancia de sugerir que ella debería haberlo llamado. Vaya broma. Era casi medianoche y, evidentemente, no había tenido prisa en llegar allí. Estaba claro que ni ella ni su bebé eran tan importantes para Jed como su trabajo.

–No –dijo ella.

Ya no necesitaban al doctor Marcus. El pánico que había sentido, el gato y la esquina de la cómoda de cajones habían hecho el trabajo por Jed.

–No es un lugar caótico, sino un hospital público muy ocupado... El tipo de sitio que frecuentamos el común de los mortales. Y respecto a lo de irme a otro sitio, ya no tiene sentido. Ya he perdido al bebé. Deberías alegrarte ahora que se ha solucionado el problema.

–Santo cielo –dijo Jed al cabo de un momento.

Era culpa suya que Phoebe estuviera tumbada en aquella cama de hospital, y el sentimiento de culpabilidad que había experimentado cuando el doctor le contó lo sucedido, se intensificó.

–Phoebe –se acercó a la cama–. Nunca pensé en que ese niño fuera un problema, y siento que lo hayas perdido... Tienes que creerme.

Phoebe estaba pálida y Jed se sorprendió de la pena y el arrepentimiento que sentía al mirar a sus ojos azules. Unos ojos que ya no brillaban, apagados por la aceptación de lo que le había sucedido. Se sentía como un ogro.

Se sentó en la cama, se inclinó para besarla en la frente y le agarró la mano.

–Debes creerme, Phoebe –repitió él. Ella lo miró con frialdad y, entonces, añadió–: Nunca se me ocurrió que pudieras perder al bebé. Esta mañana estaba enfadado, pero, por la tarde, cuando me recuperé del shock, decidí que me gustaba la idea de que nos convirtiéramos en una familia. Iba a decírtelo esta noche.

«Qué fácil es decir eso ahora», pensó Phoebe, y sintió que él le apretaba la mano. Jed la miró y a Phoebe le pareció ver dolor y angustia en su mirada. Ella notó que la compasión se instalaba en su corazón.

No, no era posible. Jed no volvería a hacerla sentirse como una idiota.

–Era un detalle, pero no es necesario. He perdido al bebé –murmuró ella–. Pero míralo por el lado bueno, Jed. Te has ahorrado un montón de dinero.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Jed, tratando de contener la rabia–. Puedes acusarme de muchas cosas, Phoebe, pero no de ser mezquino. Prometo que podrías tener todo lo que quisieras.

Lo único que quería era recuperar al bebé y eso no era posible. Sabía que Jed era muy generoso con las cosas materiales, pero era el peor hombre que había conocido nunca a la hora de gestionar sus emociones. Eso si tenía emociones. Tenía un autocontrol increíble y era muy arrogante. Jed Sabbides siempre tenía razón...

–Sí, tienes razón –dijo Phoebe–. Es cierto que para ti no significa nada el coste de un médico privado.