El hombre invisible - H.G. WELLS - E-Book

El hombre invisible E-Book

H G Wells

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Beschreibung

Esta es la historia de Griffin, un joven y ambicioso científico que, tras perder a su padre, se zambulle en su trabajo y descubre la fórmula para la invisibilidad. Así se convierte en El hombre invisible, pero esta nueva condición le trae más problemas que ventajas en la fría y sucia ciudad de Londres. Las circunstancias llevan a Griffin a cometer una serie de crímenes que despiertan un apetito de sangre y, con él, un nuevo deseo: desatar un Reinado del Terror. ¿Quién más que un Hombre Invisible para cometer los crímenes más atroces y salir impune? Novela esencial de uno de los padres de la ciencia ficción

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Título original: The invisible man

Autor: H.G. Wells

HISTORIA DE LA PUBLICACIÓN

Fue publicada como novela en 1897, antes de eso salía en la revista Pearson’s Magazine, por entregas.

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-58-3

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Coordinador de colección: María Fernanda Medrano Prado

Adaptación y traducción: María Fernanda Carvajal

Corrección de estilo: Alvaro Vanegas @alvaroescribe

Corrección de planchas: Daniela Cortés

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño @art.davidrolea

Ilustraciones internas: David Avendaño @art.davidrolea

Diseño y diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Primera edición: Colombia 2022

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

CAPÍTULO I

LA LLEGADA DEL HOMBRE DESCONOCIDO

El desconocido llegó un día invernal de principios de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y una nevada densa, la última del año; llegó a pie desde la estación del tren de Bramblehurst. Llevaba en la mano enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de pies a cabeza y el ala de su sombrero de fieltro le tapaba parte del rostro y solo le dejaba al descubierto la punta de la nariz. La nieve se había ido acumulando sobre sus hombros y sobre la pechera de su atuendo, y había formado una capa blanca en la parte superior de su carga. Más muerto que vivo, entró tambaleándose en la fonda Coach and Horses y, después de soltar su maleta, gritó:

—¡Un fuego, por caridad! ¡Una habitación con un fuego! —Golpeó el suelo, se sacudió la nieve junto a la barra y siguió a la señora Hall hasta el salón para concertar el precio. Sin más presentaciones y un par de soberanos sobre la mesa, se alojó en la posada.

La señora Hall encendió el fuego, lo dejó solo y se fue a prepararle algo de comer. Que un cliente se quedara en invierno en Iping1 era un golpe de suerte inesperado y aún más si no era de esos que regatean. Así que la mujer estaba dispuesta a mostrarse a la altura de su suerte. Tan pronto como el tocino estuvo casi listo y cuando había convencido a Millie, la apática criada, con unas cuantas expresiones escogidas con destreza, llevó el mantel, los platos y los vasos al salón y se dispuso a poner la mesa con esmero. La señora Hall se sorprendió al ver que el visitante todavía seguía con el abrigo y el sombrero, a pesar de que el fuego ardía con fuerza. El huésped estaba de pie, de espaldas a ella, y miraba fijo cómo caía la nieve en el patio. Con las manos, enguantadas todavía, cogidas en la espalda, parecía estar sumido en sus propios pensamientos. La señora Hall se dio cuenta de que la nieve derretida goteaba en la alfombra y le dijo:

—¿Me permite su sombrero y su abrigo para que se sequen en la cocina, señor?

—No —contestó él sin volverse.

Estaba a punto de repetir la pregunta, insegura sobre si lo había oído.

Él se volvió y, mirando a la señora Hall de reojo, dijo con énfasis:

—Prefiero tenerlos puestos.

La señora Hall se dio cuenta de que llevaba unos grandes anteojos azules y de que por encima del cuello del abrigo le salían unas amplias patillas, que le ocultaban el rostro por completo.

—Como quiera el señor —contestó ella—. La habitación se calentará enseguida.

No contestó y apartó de nuevo la vista de ella; y la señora Hall, dándose cuenta de que sus intentos de entablar conversación no eran oportunos, dejó a prisa el resto de las cosas sobre la mesa y salió de la habitación. Cuando volvió, él seguía allí, como una estatua, encorvado, con el cuello del abrigo levantado y el ala del sombrero calada goteando, le ocultaba el rostro y las orejas. La señora Hall dejó los huevos con tocino en la mesa con considerable énfasis y le dijo:

—La cena está servida, señor.

—Gracias —contestó el forastero, pero no se movió hasta que ella cerró la puerta. Después se abalanzó sobre la comida en la mesa con un ansia voraz.

Cuando volvía a la cocina por detrás del mostrador, la señora Hall oyó un ruido que se repetía a intervalos regulares. Era el batir de una cuchara en un cuenco.

—¡Esa chica! —dijo—, se me había olvidado, ¡si no tardara tanto!

Y mientras terminaba ella de batir la mostaza, reprendió a Millie por su lentitud excesiva. Ella había preparado los huevos con tocino, había puesto la mesa y había hecho todo mientras que Millie –¡valiente ayua!– solo había logrado retrasar la mostaza. ¡Y había un huésped nuevo que quería quedarse! Llenó el frasco de mostaza y, después de ponerlo con cierta majestuosidad en una bandeja de té dorada y negra, la llevó al salón.

Llamó a la puerta y entró. Mientras lo hacía, el visitante se movió tan deprisa que apenas pudo vislumbrar un objeto blanco que desaparecía bajo la mesa. Parecía estar recogiendo algo del suelo. Dejó la mostaza sobre la mesa y advirtió que el visitante se había quitado el abrigo y el sombrero y los había dejado en una silla cerca del fuego. Un par de botas mojadas amenazaban con oxidar el guardabarros de acero. Se dirigió hacia ellas con resolución.

—Supongo que ahora podré llevármelos para secarlos —dijo con una voz que no daba lugar a una posible negativa.

—Deje el sombrero —contestó el visitante con voz amortiguada. Cuando la señora Hall se volvió, él había levantado la cabeza y la estaba mirando.

Estaba demasiado sorprendida para poder hablar. Sostenía un pañuelo blanco –que había traído consigo– para taparse la parte inferior de la cara, de modo que la boca y la mandíbula quedaban ocultas, de ahí el sonido apagado de su voz. Pero esto no fue lo que sobresaltó a la señora Hall. Fue el hecho de que una venda blanca cubría toda su frente, allá donde los anteojos no llegaban, y otra le cubría las orejas. No se le veía nada excepto la punta rosada de la nariz. El pelo negro, abundante, que aparecía entre los vendajes, le daba una apariencia muy extraña, parecía tener distintas coletas y cuernos. La cabeza era tan diferente a lo que la señora Hall había imaginado, que por un momento se quedó paralizada.

Él continuaba sosteniendo el pañuelo con la mano, en ese momento se dio cuenta la señora Hall, todavía enguantada, y la miraba a través de sus inescrutables anteojos azules.

—Deje el sombrero —dijo a través del trapo blanco.

Cuando sus nervios se recobraron del susto, la señora Hall volvió a dejar el sombrero en la silla, al lado del fuego.

—No sabía…, señor —empezó a decir, pero se detuvo, turbada.

—Gracias —contestó seco, mirándola, y luego a la puerta y luego de nuevo a ella.

—Haré que los sequen enseguida —dijo y se llevó la ropa de la habitación.

Cuando salía por la puerta, volvió a mirar la cabeza vendada y a los anteojos azules; él todavía se cubría la cara con el pañuelo. Al cerrar la puerta, tuvo un ligero estremecimiento, y en su cara se dibujaban sorpresa y perplejidad. «¡Vaya!, nunca…» iba susurrando mientras se acercaba a la cocina, demasiado preocupada como para pensar en lo que Millie estaba haciendo en ese momento.

El visitante se sentó y escuchó cómo se alejaban los pasos de la señora Hall. Miró atento hacia la ventana, antes de deshacerse del pañuelo para seguir comiendo, y entre bocado y bocado, continuó mirando hasta que, sujetando el pañuelo, se levantó y corrió las cortinas, dejando la habitación en penumbra. Después se sentó a la mesa para terminar de comer tranquilo.

—Pobre hombre —decía la señora Hall—, habrá tenio un accidente o sufrio una operación, pero ¡qué susto me han dao todos esos vendajes!

Echó más carbón en la chimenea y colgó el abrigo en un tendedero.

«Y, ¡esos anteojos!, ¡parecía más un buzo qui’un ser humano!». Tendió la bufanda del visitante. «Y hablando to el tiempo a través dese pañuelo blanco…, quizá tenga la boca destrozá», y se volvió de repente como alguien que acaba de recordar algo: «¡Dios mío, Millie! ¿Toavía no has terminao?».

Cuando la señora Hall volvió para recoger la mesa, su idea de que el visitante tenía la boca desfigurada por algún accidente se confirmó, pues, aunque estaba fumando en pipa, mientras ella permaneció en la habitación, no se quitó la bufanda que le ocultaba la parte inferior de la cara, ni siquiera para llevarse la pipa a los labios. Sin embargo, no se trataba de un descuido, pues ella lo vio mirando cómo se consumía el tabaco. Estaba sentado en un rincón de espaldas a la ventana. Después de haber comido y de haberse calentado un rato en la chimenea, hablaba de forma menos agresiva. El reflejo del fuego daba a sus anteojos una cálida animación que no habían tenido hasta ahora.

—El resto de mi equipaje está en la estación de Bramblehurst —comenzó, y preguntó si cabía la posibilidad de que se lo trajeran a la posada. Después de escuchar la explicación de la señora Hall, dijo:

—¡Mañana!, ¿no puede ser antes?

Y pareció disgustado cuando le respondieron que no.

—¿Está segura? —continuó diciendo—. ¿No podría ir a recogerlo alguien en carreta?

La señora Hall aprovechó estas preguntas para entablar conversación.

—Es una carretera demasiado empinada —dijo como respuesta a la posibilidad de la carreta. Después añadió—: Allí se volcó un carruaje hace poco más de un año y murieron un caballero y el cochero. Pueden ocurrir accidentes en cualquier momento, señor. ¿No es así?

Sin inmutarse, el visitante contestó «Tiene razón» a través de la bufanda, sin dejar de mirarla con sus anteojos impenetrables.

—Y, sin embargo, toma mucho tiempo recuperarse de uno, ¿no cree usted, señor? Tom, el hijo de mi hermana, se cortó el braso con una huadaña al caerse en el campo y, ¡Dios mío!, anduvo tres meses en cama. Aunque no lo crea, cada vez que veo una huadaña m’acuerdo de todo aquello, señor.

—Lo comprendo perfectamente —contestó el visitante.

—Estaba tan grave, que creía qu’iban a operarlo.

De pronto, el visitante soltó una carcajada. Tan abrupta que pareció empezar y acabar en su boca.

—¿En serio? —dijo.

—Desde luego, señor. Y no es pa tomárselo a broma, sobre to los que nos tuvimos que ocupar de él, pues mi hermana tiene niños pequeños. Había que estar poniéndole y quitándole vendas. Y me atrevería a decirle, señor, que…

—¿Podría darme unos fósforos? —dijo de repente el visitante—. Se me apagó la pipa.

La señora Hall se interrumpió al instante. Le parecía grosero por parte del visitante, después de todo lo que le había contado. Lo miró un instante, pero, recordando los dos soberanos, salió a buscar los fósforos.

—Gracias —contestó, cuando se los entregó, y se volvió hacia la ventana. El gesto la desalentó. Era evidente que los vendajes y las operaciones eran un tema sensible para él. Después de todo, ella no había querido «insinuar nada», pero aquel rechazo había conseguido irritarla, y Millie sufriría las consecuencias aquella tarde.

El forastero se quedó en el salón hasta las cuatro, sin permitir que nadie entrara en la habitación. Durante la mayor parte del tiempo estuvo quieto, fumando junto al fuego. Dormitando, quizá, en la creciente oscuridad.

En un par de ocasiones pudo oírse cómo removía las brasas, y por espacio de cinco minutos se oyó cómo caminaba por la habitación. Parecía que hablaba solo. Después se oyó cómo crujía el sillón: se había vuelto a sentar.

1 Iping es un pueblo situado al este de Chithurst, en el condado de West Sussex.

CAPÍTULO II

LAS PRIMERAS IMPRESIONES DEL SEÑOR TEDDY HENFREY

Eran las cuatro de la tarde, estaba oscureciendo, y la señora Hall hacía acopio de valor para entrar en la habitación y preguntarle al visitante si le apetecía tomar una taza de té, cuando Teddy Henfrey, el relojero, entró en el bar.

—¡Dios me ayude, señora Hall! ¡No hace tiempo pa andar por ahí con unas botas tan ligeras!

La nieve caía ahora con más fuerza.

La señora Hall asintió. Se dio cuenta de que el relojero traía su caja de herramientas y se le ocurrió una idea.

—A propósito, señor Teddy —dijo—. Me gustaría que revisara el viejo reló del salón. Funciona y suena bien, pero la’guja no hace más que señalar las seis.

Y, dirigiéndose al salón, entró después de haber llamado.

Al abrir la puerta, vio al visitante sentado en el sillón frente al fuego. Parecía estar medio dormido y tenía la cabeza vendada inclinada hacia un lado. La única luz que había en la habitación era el resplandor rojo que salía de la chimenea –que iluminaba sus ojos como las señales adversas de tren, y dejaba su rostro en la oscuridad– y la poca luz que entraba por la puerta. La señora Hall no podía ver con claridad, además estaba deslumbrada, ya que acababa de encender las luces del bar. Pero por un momento le pareció ver que el hombre al que estaba mirando tenía una enorme boca abierta, una boca increíble, que se tragaba casi la mitad del rostro. Fue una sensación momentánea: la cabeza vendada, los lentes monstruosos y ese enorme agujero debajo. Enseguida el hombre se agitó en su sillón, se levantó con brusquedad y se llevó la mano al rostro. La señora Hall abrió la puerta de par en par y, una vez entró más luz en la habitación, pudo ver al visitante con claridad. Ahora una bufanda ocupaba el lugar del pañuelo y le cubría el rostro. La señora Hall pensó que seguro habían sido las sombras.

—¿Le importaría qu’entrara este señor a’rreglar el reló? —dijo, mientras se recobraba del susto.

—¿Arreglar el reloj? —dijo mirando a su alrededor con torpeza y con la mano en la boca—. Por supuesto —continuó. Esta vez hizo un esfuerzo por despertarse.

La señora Hall salió a buscar una lámpara, y el visitante se levantó y estiró. Al volver la señora Hall con la luz, el señor Teddy Henfrey dio un respingo, al verse en frente de aquel hombre recubierto de vendajes.

—Buenas tardes —dijo el visitante al señor Henfrey, que se sintió observado con intensidad, como una langosta, a través de aquellos lentes oscuros.

—Espero —dijo el señor Henfrey— que no sea una molestia.

—De ninguna manera —contestó el extraño—. Aunque creía que esta habitación era para mi uso personal —dijo volviéndose hacia la señora Hall.

—Pensé, señor —dijo la señora Hall—, que le gustaría que el reló...

—Por supuesto —dijo el extraño—, por supuesto, pero, por lo general, me gusta que se respete mi intimidad y no se me moleste. Sin embargo, me agrada que hayan venido a arreglar el reloj —dijo, al observar cierta vacilación en el comportamiento del señor Henfrey—. Me agrada mucho.

El señor Henfrey había tenido la intención de disculparse y retirarse, pero las palabras del extraño lo tranquilizaron.

El visitante se volvió y, dando la espalda a la chimenea, cruzó las manos en la espalda, y dijo:

—Ah, cuando el reloj esté arreglado, me gustaría tomar una taza de té, pero, repito, cuando terminen de arreglar el reloj.

La señora Hall se disponía a salir, no había hecho ningún intento de entablar conversación con el visitante, por miedo a quedar en ridículo ante el señor Henfrey, cuando oyó que el forastero le preguntaba si había podido solucionar algo sobre su equipaje. Ella dijo que había hablado del asunto con el cartero y que un porteador se lo iba a traer por la mañana temprano.

—¿Está segura de que es lo más rápido, de que no puede ser antes? —preguntó él.

Con frialdad, la señora Hall le contestó que estaba segura.

—Debería explicar ahora —añadió el forastero— lo que antes no pude por el frío y el cansancio. Soy un científico.

—¿De verdá? —repuso la señora Hall, impresionada.

—Y en mi equipaje tengo distintos aparatos e instrumentos muy importantes.

—No cabe duda de que lo serán, señor —dijo la señora Hall.

—Comprenderá ahora la prisa que tengo por reanudar mis investigaciones.

—Claro, señor.

—La razón por la que vine a Iping —prosiguió con cierta intención— fue… el deseo de soledad. No me gusta que nadie me moleste, mientras trabajo. Además, un accidente…

—Lo suponía —se dijo la señora Hall.

—Necesito tranquilidad. Tengo los ojos tan débiles, que debo encerrarme a oscuras durante horas. En esos momentos, me gustaría que comprendiera que una mínima molestia, como por ejemplo el que alguien entre de pronto en la habitación, me disgustaría mucho.

—Claro, señor —dijo la señora Hall—, y si me permite preguntarle…

—Creo que eso es todo —dijo el forastero, con un tono que indicaba que la conversación había terminado. La señora Hall entonces se guardó la pregunta y su simpatía para mejor ocasión.

Una vez que la señora Hall salió de la habitación, el forastero se quedó de pie frente a la chimenea, mirando, según el señor Henfrey, cómo arreglaba el reloj. El señor Henfrey quitó las manecillas, la esfera y el mecanismo del reloj e intentaba hacerlo de la forma más lenta y silenciosa posible. Trabajaba manteniendo la lámpara cerca de él, de manera que la pantalla verde arrojaba una luz brillante sobre sus manos, así como sobre el marco y las ruedecillas, dejando el resto de la habitación en penumbra. Cuando levantaba la vista, parecía ver pequeñas motas de colores. De naturaleza curiosa, se había extendido en su trabajo con la idea de retrasar su marcha, y tal vez entablar conversación con el forastero. Pero el forastero se quedó allí de pie en silencio y quieto, tan quieto que estaba empezando a poner nervioso al señor Henfrey. Parecía estar solo en la habitación, pero, cada vez que levantaba la vista, se encontraba con aquella figura gris e imprecisa, con aquella cabeza vendada que lo miraba con unos enormes anteojos azules, entre un amasijo de puntitos verdes. A Henfrey le parecía todo muy misterioso. Durante unos segundos se observaron el uno al otro, hasta que Henfrey bajó la mirada. ¡Qué incómodo! Le habría gustado decir algo. ¿Qué tal si le comentaba sobre el frío excesivo que estaba haciendo para esa época del año?

Levantó de nuevo la mirada, como si quisiera fijar su objetivo.

—Este clima… —comenzó.

—¿Por qué no termina de una vez y se marcha? —le contestó la figura rígida sumida en una rabia, que apenas podía dominar—. Todo lo que tiene que hacer es colocar la manecilla de las horas en su eje, no crea que me está engañando.

—Desde luego, señor, pasé por alto... —Y, cuando el señor Henfrey acabó su trabajo, se marchó. Lo hizo muy indignado. Maldita sea, se decía mientras atravesaba el pueblo con pasos torpes, ya que la nieve se estaba derritiendo. Uno necesita su tiempo para arreglar un reloj. Y seguía diciendo: ¿Acaso no se le puede mirar a la cara? Parece ser que no. Solo alguien que se esconde de la policía usaría tantos vendajes.

En la esquina con la calle Gleeson vio a Hall, quien hace poco se había casado con la posadera del Coach and Horses y ahora conducía el carruaje de Iping a Sidderbridge siempre que la gente lo requiriera. Hall venía de allí en ese momento, y parecía que se había quedado un poco más de lo normal en Sidderbridge, a juzgar por su forma de conducir.

—¡Hola, Teddy! —le dijo al pasar.

—¡T’espera un tipo raro en casa! —le contestó Teddy.

—¿Qué dices? —preguntó Hall, después de detenerse.

—Un tipo muy raro se hospeda esta noche en el Coach and Horses —explicó Teddy—. Ya lo verás.

Y Teddy procedió a darle una descripción detallada del extraño personaje:

—Parece un disfraz, ¿no? A mí me gusta ver la cara de la gente que tengo en mi casa —le dijo, y continuó—, pero las mujeres son así de confiadas, cuando se trata de extraños. Se ha instalao en tus habitaciones y no ha dao ni siquiera un nombre, Hall.

—¿Qué m’estás diciendo? —le contestó Hall, que era un hombre bastante aprehensivo.

—Sí —continuó Teddy—. Y ha pagao por una semana. Sea quien sea no te podrás librar de él antes que se cumpla una semana. Y, además, ha traío un montón d’equipaje, que le llegará mañana. Esperemos que no sean maletas llenas de piedras.

Le contó a Hall la historia de cómo un forastero había estafado a una tía suya que vivía en Hastings. Después de escuchar todo esto, el pobre Hall se sintió invadido por las peores sospechas.

—Vamos, levanta, vieja yegua —dijo—. Creo que tengo qu’enterarme de lo qui’ocurre.

Teddy siguió su camino mucho más tranquilo después de haberse quitado ese peso de encima.

Cuando Hall llegó a la posada, en lugar de «enterarse de lo que ocurría», lo que recibió fue una reprimenda de su mujer por haberse detenido tanto tiempo en Sidderbridge, y sus tímidas preguntas sobre el forastero fueron contestadas de forma rápida y cortante; sin embargo, la semilla de la sospecha había arraigado en su mente.

—Ustés las mujeres no saben na —dijo el señor Hall resuelto a averiguar algo más sobre la personalidad del huésped en la primera ocasión que se le presentara. Y después de que el forastero, sobre las nueve y media, se hubiera ido a la cama, el señor Hall se dirigió al salón y estuvo mirando los muebles de su esposa uno por uno, solo para demostrar que el forastero no era el amo del lugar, y se detuvo a observar con desprecio una hoja con cálculos matemáticos que el forastero había dejado. Cuando se retiró a dormir, dio instrucciones a la señora Hall de inspeccionar el equipaje del forastero cuando llegara el día siguiente.

—Ocúpate de tus asuntos —le contestó la señora Hall—, que yo m’ocuparé de los míos.

Estaba dispuesta a contradecir a su marido, porque el forastero era decididamente un hombre muy extraño y ella tampoco estaba muy tranquila. A medianoche se despertó tras haber soñado con enormes cabezas blancas como rábanos, con larguísimos cuellos e inmensos ojos azules. Pero, como era una mujer sensata, no sucumbió al miedo y se dio la vuelta y siguió durmiendo.

CAPÍTULO III

LAS MIL Y UNA BOTELLAS

Así fue como llegó a Iping, como caído del cielo, aquel extraño personaje, un veintinueve de febrero2, cuando comenzaba el deshielo. Su equipaje llegó al día siguiente. Y era un equipaje que llamaba la atención. Había un par de baúles, como los de cualquier hombre corriente, pero, además, había una caja llena de libros, de libros gruesos, algunos con una escritura ininteligible, y más de una docena de distintas cajas y cajones embalados en paja, que contenían botellas, según pudo comprobar el señor Hall, al remover entre la paja con curiosidad. El forastero, envuelto en su sombrero, abrigo, guantes y en una especie de capa, salió impaciente al encuentro de la carreta del señor Fearenside, mientras el señor Hall charlaba con él y se disponía a ayudarle a descargar todo. Al salir, no se dio cuenta de que el señor Fearenside tenía un perro, que en ese momento olfateaba las piernas al señor Hall.

—Dense prisa con las cajas —dijo—. He estado esperando demasiado tiempo.

Bajó los escalones y se dirigió a la parte trasera de la carreta con ademán de coger uno de los paquetes más pequeños.

Nada más verlo, el perro del señor Fearenside empezó a ladrar y a gruñir y, cuando el forastero terminó de bajar los escalones, el perro se abalanzó sobre él y le mordió una mano.

—Oh, no —gritó Hall, dando un salto hacia atrás, pues les temía a los perros.

—¡Quieto! —gritó a su vez Fearenside, sacando un látigo.

Los dos hombres vieron cómo los dientes del perro se hundían en la mano del forastero, y después de que este le lanzara una patada, vieron cómo el perro daba un salto y le mordía la pierna, escucharon cómo se le desgarraba la tela del pantalón. Entonces, el látigo de Fearenside alcanzó al perro, y este se escondió, quejándose, debajo de la carreta. Todo ocurrió en medio segundo y solo se escuchaban gritos. El forastero se miró rápidamente el guante desgarrado y la pierna, e hizo como si fuera a inclinarse sobre esta última, pero se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos a la posada. Los dos hombres escucharon cómo se alejaba por el pasillo y subía las escaleras con prisa, hacia su habitación.

—¡Bestia! —dijo Fearenside, agachándose con el látigo en la mano, mientras el perro lo miraba desde abajo de la carreta—. ¡Será mejor que m’obedezcas y vengas aquí!

Hall seguía de pie, mirando.

—Lo mordió —dijo Hall—. Será mejor que vay’a ver cómo s’encuentra —Subió detrás del forastero. Por el pasillo se encontró con la señora Hall y le dijo—: Lo mordió el perro del carretero.

Subió y, como la puerta estaba entreabierta, irrumpió en la habitación. Las persianas estaban bajadas y la habitación a oscuras. El señor Hall creyó ver una cosa muy extraña, lo que parecía un brazo sin mano se agitaba hacia él y lo mismo hacía una cara con tres enormes agujeros blancos. De pronto recibió un fuerte golpe en el pecho y cayó de espaldas; al mismo tiempo le cerraron la puerta en las narices y echaron llave. Todo ocurrió con tanta rapidez, que el señor Hall no tuvo tiempo de ver nada. Una oleada de formas y figuras indescifrables, un golpe y, por último, la conmoción de este. Se quedó tendido en la oscuridad, preguntándose qué podía ser aquello que había visto.

Un par de minutos después se unió al grupo de gente que se había formado frente a la puerta del Coach and Horses. Allí estaba Fearenside, contándolo todo por segunda vez; la señora Hall le decía que su perro no tenía derecho alguno a morder a sus huéspedes; Huxter, el tendero de enfrente no entendía nada de lo que ocurría; y Sandy Wadgers, el herrero, juzgaba los hechos; había también un grupo de mujeres y niños que no dejaban de decir tonterías:

—A mí no m’hubiera mordío, seguro.

—No está bien tener ese tipo e perro.

—Y entonces, ¿por qué lo mordió?

Al señor Hall, que miraba y escuchaba todo desde los escalones, le parecía increíble que algo tan extraordinario le hubiera ocurrido en el piso de arriba. Además, tenía un vocabulario demasiado limitado como para poder expresar todas sus impresiones.

—Dice que no quiere ayúa e nadie —contestó a lo que su mujer le preguntaba—. Será mejor que terminemos de‘escargar el equipaje.

—Habría que desinfectarle la herida —dijo el señor Huxter—, antes que s’inflame.

—Lo mejor sería pegarle un tiro a ese perro —dijo una de las señoras que estaban en el grupo.

De repente, el perro comenzó a gruñir de nuevo.

—¡Vamos! —gritó una voz enfadada. Allí estaba el forastero embozado, con el cuello del abrigo subido y con la frente tapada por el ala del sombrero—. Cuanto antes suban el equipaje, mejor.

Una de las personas que estaba curioseando se dio cuenta de que el forastero se había cambiado de guantes y de pantalones.

—¿Le ha hecho mucho daño, señor? —preguntó Fearenside y añadió—: Siento mucho l’ocurrido con el perro.

—No fue nada —contestó el forastero—. Ni me rozó la piel. Dense prisa con el equipaje —Y maldijo entre dientes, según afirma el señor Hall.

Tan pronto como el primer cajón se encontraba en el salón, según las propias indicaciones del forastero, este se lanzó sobre él con extraordinaria avidez y comenzó a desempaquetarlo, sin tener consideración por la alfombra de la señora Hall, que se llenaba de paja. Empezó a sacar distintas botellas del cajón, frascos pequeños que contenían polvos, botellas pequeñas y delgadas con líquidos blancos y de color, algunas alargadas de color azul con la etiqueta de «veneno», unas de panza redonda y cuello largo, botellas grandes, unas blancas y otras verdes, con tapones de cristal y etiquetas blanquecinas, botellas taponadas con corcho, con tapones de madera, botellas de vino, botellas de aceite; y las iba colocando en fila en cualquier sitio, sobre la cómoda, en la chimenea, en la mesa que había debajo de la ventana, en el suelo, en la librería. En la farmacia de Bramblehurst no había ni la mitad de las botellas que había allí. Era todo un espectáculo. Uno tras otro, todos los cajones estaban llenos de botellas, y, cuando los seis cajones estuvieron vacíos, la mesa quedó cubierta de paja. Además de botellas, lo único que contenían los cajones eran unos cuantos tubos de ensayo y una balanza empaquetada con cuidado.

Después de desempacar los cajones, el forastero se dirigió hacia la ventana y se puso a trabajar sin preocuparse lo más mínimo de la paja esparcida, de la chimenea medio apagada o de los baúles y demás equipaje que habían dejado en el piso de arriba.

Cuando la señora Hall le subió la comida, él ya estaba tan absorto en su trabajo, vertiendo gotitas de las botellas de ensayo, que no se dio cuenta de su presencia hasta que barrió la mayor parte de la paja y puso la bandeja sobre la mesa, quizá con cierto enfado, debido al estado en que había quedado el suelo. Entonces volvió la cabeza y, al verla, la llevó de inmediato a su posición anterior. Pero la señora Hall se había dado cuenta de que no llevaba las gafas puestas, las tenía encima de la mesa, a un lado, y le pareció que en lugar de las cuencas de los ojos tenía dos enormes agujeros. El forastero se volvió a poner las gafas y se dio media vuelta, mirándola de frente. Iba a quejarse de la paja que había quedado en el suelo, pero él se le anticipó:

—Me gustaría que no entrara en la habitación, sin llamar antes —le dijo en ese tono característico de exasperación.

—Toqué, pero al parecer…

—Quizá, pero en mis investigaciones que, como sabe, son muy importantes, la más pequeña interrupción, el crujir de una puerta…, hay que tenerlo en cuenta.

—Desde luego, señor. Usté puede encerrarse con llave cuando quiera, si es lo que desea.

—Es una buena idea —contestó el forastero.

—Y tod’esta paja, señor, me gustaría que se diera cuenta de…

—No se preocupe. Si la paja le molesta, anótemelo en la cuenta —Y murmuró unas palabras que a la señora Hall le sonaron como maldiciones.