El ideal unificador en América Latina - José Paradiso - E-Book

El ideal unificador en América Latina E-Book

José Paradiso

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Beschreibung

"Quienquiera que emprenda la revisión de la trayectoria de América Latina desde los tiempos de la emancipación hasta el presente, no podrá dejar de advertir –y, seguramente, tampoco podrá dejar de sorprenderse– ante la continuidad del ideal unificador. Han sido doscientos años a lo largo de los cuales discursos, proyectos y experiencias concretas han dado testimonio de tal continuidad constituyéndose en un inequívoco rasgo de identidad de la región. Sin embargo, este rumbo no ha transcurrido sin alternativas cambiantes: hubo momentos en que las ideas y las iniciativas unificadoras adquirieron mayor intensidad y momentos de relativo eclipse. La secuencia es fácilmente perceptible, pero, en general, estamos más habituados a registrar tales fenómenos –la continuidad y las diferentes pulsaciones– que a ensayar explicaciones plausibles al respecto. Esta obra procura dar cuenta de la continuidad del ideal unificador en la región y presentar algunas hipótesis sobre causas de tal fenómeno, particularmente, de la dialéctica integración/fragmentación que lo acompañó durante casi dos siglos. Parte del supuesto de que la explicación de la continuidad tanto como de la sucesión de iniciativas asociativas debe buscarse en la interacción de factores políticos, económicos y culturales, cuya lógica sólo puede ser descifrada mediante un enfoque integrado de las ciencias sociales" (José Paradiso).

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Seitenzahl: 850

Veröffentlichungsjahr: 2025

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JOSÉ PARADISO

El ideal unificador en América Latina

Dos siglos de integración y fragmentación

Rector Emérito

Anibal Y. Jozami

Rector

Martín Kaufmann

Vicerrectora

Diana B.Wechsler

Secretario General

Dr. Horacio Russo

Secretario Académico

Ing. Carlos Mundt

Secretario de Investigación y Desarrollo

Dr. Pablo Miguel Jacovkis

Secretario de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil

Dr. Gabri el Asprella

Director editorial

Alejandro Archain

Edición y corrección

Sabina Ramallo

Directora diseño editorial y gráfico

Marina Rainis

Diseño de tapa y edición digital

Tamara Ferechian

Índice

Capítulo I. De la independencia hasta la década de 1870

Auge, declinación y ecos del ideal unificador

Capítulo II. Desde la década de 1870 hasta la Primera Guerra Mundial

Capítulo III. Los años veinte

Capítulo IV. 1930 y después

Primera pulsación integradora

Capítulo V. 1945-1960

En búsqueda del desarrollo

Capítulo VI. Los años sesenta

Segunda pulsación integradora

Capítulo VII. Dilemas y controversias

Capítulo VIII. Años de contrastes

La marea autonomista

Capítulo IX. Tercera pulsación integradora

Capítulo X. Revancha del laissez faire y regionalismo abierto

Capítulo XI. Giros (previsibles) del nuevo siglo

Retorno de la heterodoxia

Capítulo XII. Epílogo

Bibliografía

Sobre el autor

Capítulo I. De la independencia hasta la década de 1870

Auge, declinación y ecos del ideal unificador

Independencia y guerra

En rigor, este primer ciclo debería ser dividido en dos tramos: por un lado, desde 1810 hasta el fin de la guerra emancipadora y el fracaso de los dos grandes proyectos confederales y, por otro, desde este momento hasta la década de 1970. Las dos primeras décadas de vida independiente de los nuevos Estados hispanoamericanos fueron vertiginosas; vertiginosa la circulación de ideas y lenguajes políticos entre ellos, Europa y el norte de América, y vertiginosa la sucesión de acontecimientos externos e internos en los que se jugaba el destino del proceso emancipador: auge y derrumbe de los designios napoleónicos, protagonismo de las Cortes, restauración absolutista, trienio liberal y nueva restauración. En simultáneo, agotadoras rencillas internas alimentadas por intereses personales o proyectos organizadores alternativos: monarquías constitucionales o repúblicas plenas, centralismos o federalismo, etc.

Hubo dos momentos propicios (1810-1814 y 1820-1823) y dos momentos en los que la voluntad revolucionaria hubo de sobreponerse a circunstancias hostiles. Quien hiciera un cuadro de situación hacia 1815 no podía ocultar el escepticismo: un poderoso ejército despachado desde la metrópoli recuperaba el control de la casi totalidad de sus antiguas posesiones dejando como única resistencia a Buenos Aires. Desde allí, se planeó una ofensiva estratégica a través de los Andes, al tiempo que, en el norte, Bolívar volvía al continente para recuperar lo perdido. El triunfo de Rafael de Riego en España resultó un auxilio inesperado para los revolucionarios y abrió camino a una fugaz convergencia liberal de los dos lados del Atlántico. Pero su derrocamiento, merced a la intervención de los ejércitos de la Santa Alianza, rehabilitó los peores temores de los patriotas. La empresa de reconquista era algo más que el anhelo de Fernando VII y, sólo a la luz de tal posibilidad, podían entenderse muchas de las controversias sobre formas organizativas entabladas por las elites hispanoamericanas aun después de la victoria de Ayacucho y a pesar de las señales provenientes de Washington y Londres compitiendo entre sí.

Las dos décadas transcurrieron pues, bajo el signo de la tensión entre supervivencia y rumbo. Entre las necesidades de la guerra, las amenazas externas y los debates sobre formas de gobierno e instituciones.[1] Si la guerra apenas ocultaba las luchas interiores, las discrepancias organizativas no podían disimular las ambiciones personales. Durante todo ese tiempo, en la definición del rumbo estuvo presente el ideal unificador. Este ideal moraba en el espíritu y en los planes de buena parte de los líderes militares y civiles de la revolución. Ello tenía resonancias geográficas, históricas, políticas y culturales. América y “nosotros” americanos eran el modo habitual de identificación y autopercepción. Por el momento, una América sin los adjetivos que llegarían más adelante.[2] Una pertenencia que, en tiempos de capacidades escasas, se reflejaría en los naturales de un Estado al servicio de gestiones diplomáticas o responsabilidades gubernamentales o administrativas de otro y aun en la constitución del ejército que, al mando del general Sucre, dio en Ayacucho la batalla final de la guerra emancipadora. Existió, por entonces, “un mercado común de la libertad que comprendía a toda la región hispanoamericana para luchar por la independencia y para afianzarla y, dentro de él, circulaban los ejércitos, los recursos financieros y los dirigentes políticos e intelectuales sin que importara de dónde provenían”.[3]

Más allá de sus fuentes y del componente utópico presente en sus diversas expresiones, el proyecto unificador tenía fuentes de inspiración, propósitos concretos y criterios procedimentales para tornarse viable. La idea ya estaba presente en aquellos americanos que habían sido diputados a las Cortes durante los años de auge del constitucionalismo liberal en España y que pugnaron por la autonomía dentro de una comunidad hispanoamericana de naciones, pero que más adelante, tras el derrumbe de aquella tendencia y la restauración del absolutismo en la metrópoli, adhirieron a la independencia y, durante los primeros años de vida de los nuevos Estados, abogaron por una confederación o por la constitución de los Estados Unidos de Hispanoamérica. Tal vez el representante más conspicuo de esta corriente haya sido el ecuatoriano Vicente Rocafuerte quien, entre muchas actividades, fuera encargado de gestionar el reconocimiento de México en Gran Bretaña.[4] El mismo Rocafuerte sería parte de un grupo de hombres identificados como primeros republicanos, todos coincidentes en la adopción de formas políticas confederales.[5]

Ya al inicio del siglo, Francisco de Miranda, aquel incansable aventurero que llegara a seducir a la corte de Catalina de Rusia, convertido en el más activo precursor de la independencia y consecuente defensor de una visión federativa para el continente que aspiraba a liberar del estatus colonial y para el que proponía el nombre de Colombia, editaba la “Carta dirigida a los españoles americanos”. Había sido redactada en 1792 por el abate Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, uno de los prelados jesuitas que después de la expulsión de la Orden se volcó de manera activa a favor de la separación de España. Dirigiéndose al primer ministro británico William Pitt para persuadirlo de que apoyara diplomática y militarmente la causa de los españoles americanos, el exjesuita –lector entusiasta de Montesquieu y Adam Smith, de quienes tomara la consigna “libertad, propiedad, seguridad”– convertía su texto en uno de los primeros alegatos a favor de la emancipación.

Con frecuencia se menciona la “Declaración de los derechos del pueblo de Chile de 1810-1811”, obra de Juan Egaña y Martínez Rozas donde se propiciaba un programa confederal para los nuevos Estados como una de las primeras manifestaciones de la disposición asociativa:

Primero, que, siendo el principal objeto de un pueblo que trata de dirigirse a sí mismo, establecer su libertad de un modo que asegure la tranquilidad exterior e interior, los pueblos de América necesitan [reunirse en un congreso] para la seguridad exterior contra los proyectos de Europa, y para evitar las guerras entre sí, que aniquilarían estas sociedades nacientes. […] El día en que América, reunida en un congreso […], ya sea de sus dos continentes, o ya sea del sur, hable al resto de la tierra, su voz se hará respetable y sus resoluciones difícilmente se contradecirán.[6]

Los propósitos y la vía operativa para concretarlos eran claros: acción solidaria para defender la independencia en curso y evitar enfrentamientos entre ellos; valerse de la práctica de los congresos para coordinar el accionar conjunto y procurar hablar a una sola voz para hacerse un lugar en el mundo.

Estas formulaciones eran un reflejo más de la familiaridad de la generación de la independencia con las ideas y prácticas de la época y del conocimiento de las circunstancias internacionales en medio de las cuales impulsaban sus proyectos. En este sentido, algunos autores han sugerido que, en la idea confederal que suscribían muchos de sus miembros, podían encontrarse huellas de la influencia del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau. En particular, sus argumentos a favor de una sociedad internacional compuesta de confederaciones de pequeños Estados, impulsadas por los pueblos antes que por los soberanos, que de este modo se pondrían al abrigo de las ambiciones de las potencias más poderosas y neutralizarían las tendencias bélicas.[7]

A fines de 1813, en la Gazeta de Caracas se publicaba un artículo –atribuido a la inspiración de Bolívar, aunque firmado por su ministro de Estado–, propiciando la unión entre Nueva Granada y Venezuela. Después de preguntarse por qué entre ambas partes no podría hacerse una sólida unión y aun por qué toda la América Meridional no se reuniría bajo un gobierno único y central, se sostenía que los Estados americanos debían solidarizarse y formar un gran Estado que los librara de las rivalidades y odios que se producían entre los diversos y adversos Estados europeos. Una vez formada la gran nación americana, esta podría enfrentarse con Europa para defenderse y para establecer el equilibrio de los continentes. Para el autor, era menester constituir una fuerza capaz de resistir con suceso las agresiones que pudiera intentar la ambición europea, y el coloso de poder así constituido para oponerse a aquel otro coloso no podía surgir sino de la reunión de toda la América Meridional. La idea de equilibrios continentales presente en el documento constituye uno de sus rasgos más notables:

Después de ese equilibrio continental que busca Europa donde menos parece que debería hallarse –en el seno de la guerra y las agitaciones– hay otro equilibrio, el que nos impone a nosotros el equilibrio del universo. […] La ambición de las naciones de Europa lleva el yugo de la esclavitud a las demás partes del mundo, y todas estas partes debían tratar de establecer el equilibrio entre ellas y Europa para destruir la preponderancia de esta última. Llamo a esto el equilibrio del universo y debe estar en los cálculos de la política.[8]

Bolívar comenzaba a imponer su sello. Dos años más tarde, este exponente de “la razón ilustrada” vaciada en los textos de Montesquieu, Rousseau y Voltaire, desde su exilio momentáneo en Jamaica, respondía a los interrogantes de un caballero inglés deseoso de saber acerca del futuro de América mediante conjeturas “dictadas por un deseo racional y no por un raciocinio probable”.[9] Allí presentaba como un sueño grandioso “formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación, con un sólo vínculo que ligue las partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería tener un sólo gobierno que confederase a los diferentes Estados que hayan de formarse”.[10] Cierto que, más allá del “deseo racional”, el “raciocinio probable” informaba de las posibilidades reales de plasmar el ideal tratándose de climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos y caracteres desemejantes. Sin embargo:

¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuera para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios para tratar de discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de otras partes del mundo.[11]

Este sueño, que tomaba como ejemplo el célebre proyecto del abad de Saint-Pierre, “podría tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada”.[12]

Más al sur, otra de las grandes figuras de la independencia, el chileno Bernardo O´Higgins, mostraba hasta qué punto coincidían los puntos de vista de los jefes de la emancipación: presentaba un manifiesto convocando a un congreso “llamado a instituir una gran confederación de los pueblos americanos”[13] con el propósito de mantener la libertad política y civil. A fines de 1818, se dirigía al líder venezolano proponiendo una relación más estrecha entre ambos Estados, pues “la causa que defiende Chile es la de todo el continente”.[14]

Ideas y proyectos confederales proliferaron a lo largo de la década de 1920. En agosto de 1821, desde Filadelfia, el fraile dominico Servando Teresa de Mier, incansable promotor de la independencia de Nueva España, enviaba su texto “Memoria político instructiva” en el que propiciaba el establecimiento de tres repúblicas poderosas y decía:

como algunos quisieran, una con tres federaciones. La primera comprendería México, desde el istmo de Panamá hasta California, Texas y Nuevo México; la segunda, Venezuela y Nueva Granada en toda la extensión de su antiguo virreinato; la tercera, Buenos Aires, Chile y el Perú. Todas tres, enlazadas y unidas con la mayor intimidad posible y con la rápida comunicación que proporcionan los buques de vapor, presentarán una masa tan libre como enorme, muy capaz de oprimir el orgullo de la Europa, que tendremos a nuestras órdenes, lejos de recibir las suyas, con sólo encerrar nuestras producciones y recursos.[15]

Desde principios de 1822, el hondureño José Cecilio Del Valle editaba en la vecina Guatemala un periódico en donde, en su nota “Soñaba el abad de Saint-Pierre y yo también sé soñar”,[16] sostenía:

Ya está proclamada la independencia en casi toda la América, ya llegamos a esa altura importante de nuestra marcha política, ya es acorde en el punto primero la voluntad de los americanos. Pero esta identidad de sentimiento no produciría los efectos de que es capaz si continuaran aisladas las provincias de América sin acercar sus relaciones y apretar los vínculos que deben unirlas […]. La confederación más estrecha debe unir a todas las repúblicas del Nuevo Mundo. […] Si la Europa sabe juntarse en congreso cuando la llaman a la unión cuestiones de alta importancia, la América ¿no sabrá unirse en Cortes cuando la necesidad de ser o el interés de existencia más grande la obliga a congregarse?[17]

Para hacer posible esa unión, Del Valle propiciaba la convocatoria de un congreso general “más expectable que el de Viena” al que cada provincia enviaría sus diputados o representantes con plenos poderes, que se ocuparía de “trazar el plan más útil para que ninguna sea presa de invasores externos ni víctima de divisiones internas y para elevarlas al grado de riqueza y poder a que pueden subir”.[18] Los participantes debían celebrar un pacto solemne para socorrerse en caso de invasiones externas o procurar la solución pacífica de conflictos interiores, establecer los recursos humanos y financieros para cumplir esos objetivos y concertar un tratado general de comercio. De este modo:

se crearía un poder respaldado en catorce o quince millones de individuos que daría a los Estados débiles la potencia de los fuertes y prevendría las divisiones intestinas. […] Se unirían sabios que, teniendo a la vista el mapa político y económico de cada provincia, podrían meditar planes y discurrir medidas de bien para todas […]. Se comenzaría a crear el sistema americano o la colección ordenada de principios que deben formar la conducta política de la América... la América, mi patria y la de mis dignos amigos, sería al fin lo que es preciso que llegue a ser.[19]

No es extraño que el texto de Del Valle fuera mencionado por el argentino Bernardo Monteagudo para respaldar su propio pronunciamiento en favor de una federación general entre los Estados hispanoamericanos, elaborado poco antes de su asesinato en 1824. Lo suyo no sería sólo teoría. Dos años antes, como ministro de Relaciones Exteriores durante el protectorado de San Martín en Perú, había suscripto dos tratados: una liga militar peruano colombiana y un texto adicional al anterior que extendía la alianza a todos los pueblos hispanoamericanos y disponía la convocatoria de un congreso que se realizaría en Panamá o en Guayaquil. El artículo segundo de este acuerdo señalaba que “ambas partes se obligan a interponer sus buenos oficios con los gobiernos de los demás Estados de América –antes española– para entrar en este pacto de unión, liga y confederación perpetua” y el artículo tercero estipulaba que:

Luego que se haya conseguido este grande e importante objeto, se reunirá una Asamblea General de los Estados americanos, compuesta de sus Plenipotenciarios, con el encargo de cimentar de un modo el más sólido y establecer las relaciones íntimas que deben existir entre todos y cada uno de ellos, y que les sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete de sus tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de juez árbitro y conciliador en sus disputas y diferencias.[20]

En el ensayo redactado en Quito en 1824, Monteagudo volvía sobre su idea. A su juicio, ningún objetivo tenía tantos antecedentes entre quienes habían dirigido los asuntos públicos durante la revolución que constituir una liga general contra el enemigo común aunando sus recursos. Tal era “el negocio de más trascendencia que puede actualmente presentarse a nuestros gobiernos”[21] para atender a los intereses prioritarios de las flamantes repúblicas del Nuevo Mundo: independencia, paz y garantías. Acabar con todo vestigio de dominación española y no admitir ninguna otra exigía aunar los recursos. La metrópoli había sido derrotada en Ayacucho pero subsistían focos de resistencia y el deseo de reconquista con el auxilio de la Santa Alianza, “el peligro que nos amenaza”.[22] El encadenamiento de escollos y peligros que amenazaban a los nuevos Estados ponía en evidencia la necesidad de

formar una liga americana […], concluir un verdadero pacto que podemos llamar de familia que garantice nuestra la independencia […]. Esta obra pertenece a un congreso de plenipotenciarios […] para terminar la guerra con España; para consolidar la independencia y nada menos que hacer frente a la tremenda masa de poder con que nos amenaza la Santa Alianza.[23]

Monteagudo pensaba que un segundo interés de los nuevos Estados era el mantenimiento de la paz interna y a esto también debía concurrir la Asamblea. Durante los años que siguieran a la independencia, en ella podría depositarse la dirección de la política interna y externa de la Confederación, impuesta de la misión de “mitigar los ímpetus del espíritu de localidad que, en los primeros años, será tan activo como funesto”.[24]

En los días en que Monteagudo redactaba su texto, Bolívar ya había tomado la iniciativa de invitar a los gobiernos de la región a un congreso que habría de realizarse en Panamá. En rigor, en 1823, después del fugaz interregno imperial de Iturbide, Colombia y México firmaron el Tratado de Unión, Liga y Confederación perpetua rubricado por Miguel Santa María y Lucas Alamán. En el segundo artículo de este acuerdo, se hacía referencia a un “pacto perpetuo de alianza íntima y amistad firme y constante para su defensa común, obligándose a socorrerse mutuamente y a rechazar en común todo ataque o invasión que pueda de alguna manera amenazar la seguridad de su independencia y libertad”.[25] Al final del mismo, ambas naciones anunciaban el propósito de extender el acuerdo a los demás Estados de la América, antes española, y a convocar a una Asamblea General de Estados americanos, con representantes plenipotenciarios de cada país, que habría de reunirse primero en el istmo de Panamá y luego en la villa de Tacubaya en México.

Al momento de gestarse la idea bolivariana, sobre el movimiento emancipador, se cernían inquietantes amenazas: el absolutismo europeo lanzaba su ofensiva contra las ciudadelas liberales. En abril de 1823, siguiendo directivas –emanadas del Congreso de Verona– de poner fin a la experiencia constitucionalista española, el duque de Angulema, al mando de los denominados “Cien Mil Hijos de San Luis”, cruzaba los Pirineos y, en una campaña inesperadamente rápida, marchaba contra la capital para acabar con el régimen de Rafael de Riego. En las carpetas de los mismos funcionarios que habían emitido aquella directiva, figuraba como prioridad el respaldo a los planes de Fernando VIIpara recuperar las posesiones americanas.

La única noticia en cierto modo reconfortante vendría del norte del continente. Las intenciones de la Santa Alianza se contaban entre los principales motivos por los cuales el presidente James Monroe se presentaría ante el Congreso para enunciar los principios doctrinarios de política exterior que pasarían a identificarse con su nombre. Lo sustancial del mensaje establecía el derecho a la independencia de las colonias hispanas y el rechazo de las pretensiones de reconquista por parte de poderes europeos que deberían abstenerse de intervenir en el continente.[26]

Los alcances del proyecto del gran líder colombiano se vislumbran en el texto de las instrucciones que le fueran dadas a sus plenipotenciarios ante los países invitados a participar del Congreso de Panamá:

Nada interesa tanto en estos momentos como la formación de una liga verdaderamente americana. Pero esta Confederación no debe formarse simplemente sobre el principio de una alianza ordinaria para la ofensa y la defensa: debe ser más estrecha que la que se ha formado últimamente en la Europa contra las libertades de los pueblos [aquí se percibe la influencia de De Pradt]. Es necesario que la nuestra sea una sociedad de naciones hermanas, separadas por ahora por el ejercicio de su soberanía por el curso de los acontecimientos humanos, pero unidas, fuertes y poderosas para sostenerse contra las agresiones del poder extranjero. Es indispensable que V.S. encarezca incesantemente la necesidad que hay de poner desde ahora los cimientos de un cuerpo anfictiónico o asamblea de plenipotenciarios que dé impulso a los intereses comunes de los Estados americanos y dirima las discordias que puedan suscitarse en lo venidero entre pueblos que tienen unas mismas costumbres y unas mismas habitudes, y que por falta de institución tan santa, pueden quizás encender las guerras funestas que han desolado otras regiones menos afortunadas.[27]

Una mezcla de sentido de la realidad e idealismo normativo capaz de nutrir la idea de una “sociedad de naciones”.

En rigor, la idea de los congresos era una réplica de las prácticas con las que las potencias europeas diseñaban el orden posnapoleónico –desde Viena (1815) hasta Verona (1822), pasando por Aquisgrán (1818), Carlsbad (1819) y Trappau-Leibach (1820)–. Expresamente, en los preparativos del de Panamá, se señalaba que, en el tratamiento diplomático a los enviados plenipotenciarios al congreso, se seguirían “los métodos habituales de los congresos europeos”. Sólo que aquí adquirirían un sentido muy diferente. Al referirse a la iniciativa americana, el antiguo arzobispo de Malinas e interlocutor de Bolívar, el abate De Pradt, diría: “Allí terminará el sistema colonial americano, allí se fijará el derecho de gentes desconocido en Europa, allí, por fin, después de tantos congresos de los reyes contra los pueblos, habrá uno de los pueblos para ellos mismos y, en cierto modo, América será una lección y modelo para el mundo”.[28]

Después de largas gestiones que incluyeron discusiones en torno de quiénes debían ser invitados a participar, entre junio y julio de 1826, deliberaron en Panamá plenipotenciarios de Perú, Colombia, América Central y los Estados Unidos Mexicanos, y se acreditaron como invitados representantes de Gran Bretaña y Holanda. Se sucedieron diez reuniones al fin de las cuales surgió en forma definitiva el Tratado de Unión, Liga y Confederación perpetua. El objetivo del pacto era “sostener en común, defensiva y ofensivamente si fuera necesario, la soberanía e independencia de todas y cada una de las potencias de América contra toda dominación extranjera y asegurarse desde ahora para siempre los goces de una paz inalterable”.[29] En su artículo trece se establecía que, para fortalecer sus relaciones mediante un procedimiento institucionalizado, las Partes contratantes constituirían una asamblea general conformada con dos plenipotenciarios de cada una investidos de los poderes necesarios que habrían de reunirse cada año para “ajustar y concluir durante las guerras comunes”[30] y cada dos años en tiempos de paz.

Los firmantes se comprometían a resolver todas las diferencias que pudieran existir entre ellos en forma amigable y cooperar en la completa abolición del tráfico de esclavos. Los ciudadanos de cada una de las Partes contratantes gozarían de los derechos y prerrogativas de los ciudadanos de las repúblicas en que residieran prestando fidelidad a sus leyes. “Si alguna de las Partes contratantes variase esencialmente sus actuales formas de gobierno, quedará, por el mismo hecho, excluida de la Confederación y su gobierno no será reconocido”.[31] Finalmente, se decidía que la asamblea continuara sus negociaciones en la villa de Tacubaya, cercana a la ciudad de México y seguiría reuniéndose allí de manera periódica conforme las circunstancias lo exigieran. Según esta última disposición, en 1827 y 1828, se realizaron algunas conversaciones para asegurar la continuidad del Congreso en su nueva sede, pero sin que se produjeran avances efectivos, según muchos indicios, debido a una actitud por lo menos reticente de las autoridades mexicanas atribuida a la influencia que sobre el presidente Guadalupe Victoria ejercía el representante de Estados Unidos, por entonces opuesto a la consolidación de la iniciativa confederal.

La otra gran iniciativa unificadora del ciclo de la emancipación fue la que transcurrió en la antigua Capitanía General de Guatemala entre 1823 y 1839. En sus inicios, el proyecto le debió mucho al mencionado Del Valle y a su pericia para llevar las riendas de la política económica. Después de una guerra civil a la que puso fin el hondureño Francisco Morazán, este dedicó todo su empeño en dar consistencia y continuidad a la República Federal de Centroamérica, insuflándole un espíritu liberal progresista y resistiendo los particularismos separatistas de las unidades que la constituían.

Si bien la unidad respondía a las conveniencias de naciones de origen común que habían combatido simultáneamente para asegurarse los bienes de la libertad y la independencia, sirviendo a los objetivos generales de progreso material, paz y garantías colectivas; el propósito convivía con la consciencia de los enormes obstáculos que se interponían en su plasmación. Uno de los primeros en vislumbrarlos sería el argentino Mariano Moreno. Como secretario de la Junta de Buenos Aires había formulado algunas de las más agudas apreciaciones sobre la legitimidad y las dificultades del ideal unificador. En su trabajo de 1810, “Miras del Congreso”, señalaba:

Oigo hablar generalmente de un gobierno federativo como el más conveniente a las circunstancias y estado de nuestras provincias, pero temo que se ignore el verdadero carácter de este gobierno y se pida sin discernimiento una cosa que se reputará inverificable después de conocida. No recurramos a los antiguos anphictiones de Grecia para buscar un verdadero modelo del gobierno federativo […]. Puede haber confederación de naciones como la de Alemania y puede haber federación de una sola nación compuesta de varios Estados soberanos, como la de los Estados Unidos […]. ¿Dónde se formará esa gran dieta y cómo recibirán instrucciones de pueblos tan distantes para las urgencias imprevistas del Estado? Yo desearía que las provincias, reduciéndose a los límites que hasta ahora han tenido, formen separadamente la constitución conveniente a la felicidad de cada una; que llevasen siempre presente la justa máxima de auxiliarse y socorrerse mutuamente; y que reservando para otro tiempo todo sistema federativo, que en las presentes circunstancias es imposible y podría ser perjudicial, tratasen solamente de una alianza estrecha que sostuviese la fraternidad que debe reinar siempre, y que únicamente puede salvarnos de las pasiones interiores, que son enemigo más terrible para un Estado que intenta constituirse, que los ejércitos de las potencias extranjeras que se le opongan.[32]

Moreno había anticipado cuáles serían los peores enemigos de los nuevos Estados. Su diagnóstico fue certero: en esas pasiones interiores se incubarían las precipitaciones centrífugas, las semillas cuya germinación más inmediata resultaría en la fractura de la efímera Gran Colombia en tres secciones: Venezuela, Colombia y Ecuador cada una de las cuales seguiría su propio rumbo. En 1829, un Bolívar fatigado y decepcionado por el fracaso de un proyecto en el que se habían depositado tantas esperanzas, además de hostigado por implacables enemigos internos, debía aceptar la división colombiana procurando que transcurriera de la forma más ordenada posible.

Por más que se quiera evitar este evento –escribía a su antiguo edecán– todo conspira a cumplirlo. Muchos inconvenientes tiene en sí mismo, más ¿quién puede resistir el imperio de las pasiones y de los intereses más inmediatos? Yo no veo el modo de suavizar las antipatías locales y de abreviar las distancias enormes. En mi concepto, estos son los grandes obstáculos que se nos oponen a la formación de un gobierno y un Estado solo. Siempre hemos venido a caer en este escollo y toca a nuestro valor franquearlo con resolución. Fórmense dos gobiernos ligados contra los enemigos comunes y conclúyase un pacto internacional que garantice las relaciones recíprocas: lo demás lo hará el tiempo, que es pródigo en recursos.[33]

En el caso de las Provincias Unidas del Centro de América, el proyecto se prolongó durante una década. A principios de 1839, la obligada renuncia de Francisco Morazán selló su destino y abrió camino a la fragmentación en cinco unidades: El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Todas ellas signadas por un interrogante de viabilidad nacional que no logró anteponerse a las ambiciones locales, pero cuya legitimidad haría que recurrentemente reapareciera en la región la memoria de la experiencia inicial y la intención de retomar ese camino.

Una mezcla de desequilibrios económicos no ajenos al costo de las campañas emancipadoras, ambiciones de los jefes militares que las habían protagonizado, localismos y enfrentamientos entre regiones –por ejemplo, entre la sierra y la costa en Ecuador o los recelos por la hegemonía de Guatemala en América Central– nutrieron la discordia entre pueblos con similares hábitos y costumbres, pero también con discriminaciones étnicas. También contribuyeron a esto los choques político ideológicos entre liberales y conservadores o entre unionistas y partidarios de los derechos de las provincias, cuando no los intereses de países vecinos de mayor poder relativo o de potencias extra continentales –como fue el caso de las proyecciones mexicanas o del antagonismo entre Estados Unidos e Inglaterra en América Central–.

Ciertamente, el Brasil imperial no sólo se mantuvo al margen de iniciativas que eran exclusivas de las naciones de origen hispano, sino que con una de ellas –las Provincias Unidas del Río de la Plata– entabló una guerra por el control de la orilla oriental del Río de la Plata. Sin embargo, parece no haber faltado algún gesto de aproximación, como el que se desprendía de las instrucciones que la Corte de Río de Janeiro diera a su agente ante Buenos Aires en 1819 motivadas por la fugaz percepción de una amenaza común: era menester destacar que los intereses del reino eran iguales a los de otros Estados del hemisferio y se debían explicar los beneficios que se podrían lograr al conformar una confederación o una alianza ofensiva y defensiva con Brasil con el objeto de contrarrestar las combinaciones de la política europea.[34] En algún momento, representantes diplomáticos brasileños se unieron a los de México, a los de las Provincias Unidas del Río de la Plata y a los de Gran Colombia para obtener el reconocimiento de Gran Bretaña e incluso acordaron una estrategia común en caso de que este no se consiguiera.[35] Por otra parte, y no sin que mediaran discusiones entre los organizadores, Pedro I fue invitado a enviar representantes al Congreso de Panamá. Pero mucho más significativo, por lo que refleja de ideas que brotan aun en lugares inesperados, sería un informe sobre orientaciones de política externa de 1831, el mismo año de la abdicación de Pedro I en favor de su hijo y en el que se anticipan inevitables convergencias:

Si bien por mucho tiempo debemos continuar teniendo las mayores relaciones con el Viejo Mundo, conviene comenzar a establecer vínculos que en el futuro deben ligarnos estrechamente al sistema político de las asociaciones del hemisferio americano. Partes integrantes del gran Todo, adonde la naturaleza todo lo hizo grande, estupendo, sólo podremos ser pequeños, débiles y poco respetados, en tanto divididos. Tal vez se aproxime una nueva era en la que las potencias de América dejando sus divisiones intestinas, formen una extensa familia y sabrán, con el vigor de una liga robusta de tantos pueblos libres, repeler con dignidad y orgullo pretensiones injustas de infatuadas naciones extrañas.[36]

Fin de las guerras emancipadoras y después

Durante el casi medio siglo que siguió a la guerra de la Independencia, la vida interior de los nuevos Estados transcurriría dominada por la lucha de facciones a través de la que iría emergiendo una nueva configuración de poder. Si bien estas alternativas fueron decisivas en la fragmentación y el fracaso de las iniciativas unificadoras, los hilos asociativos no desaparecieron del todo. Las circunstancias que los activarían provendrían del vínculo de los nuevos Estados con el exterior, en particular, la percepción de amenazas de recolonización y las consecuencias de las pujas entre potencias centrales para proyectar su influencia en la región.

No hay muchos estudios que permitan identificar las diversas formas en que aquellas luchas interiores gravitaron sobre las relaciones entre los nuevos Estados. Por de pronto, toda vez que sectores desplazados del poder en un país buscaban refugio en territorios vecinos y desde allí organizaban operaciones para recuperar las posiciones perdidas, surgían motivos de animosidad y fricciones que obraban a favor de la fragmentación. Pero esa misma situación, en tanto enraizaba en choques del tipo liberales contra conservadores o unitarios contra federales, podía haber facilitado ciertas aproximaciones y entendimientos entre quienes expresaban la misma orientación política o ideológica en distintos países.[37]

Hubo en los años treinta una experiencia de unificación “por la fuerza” de dos de los nuevos Estados andinos. Se trató del proyecto liderado por Andrés Santa Cruz, antiguo general de los ejércitos bolivarianos quien, siendo presidente de Bolivia, se propuso constituir por vía de las armas la Confederación Peruano Boliviana que pretendió extenderse hacia Ecuador y que se dividió en tres Estados: Nor-Peruano, Sur-Peruano y Bolivia. La experiencia duró de 1836 a 1839, y en su transcurso Santa Cruz insinuó una serie de reformas administrativas destinadas a reorganizar el Estado y promover el crecimiento económico. Quienes se encargaron de frustrar este intento, que al parecer contaba con cierta aquiescencia de círculos británicos –por lo que podía significar la estabilización de una región con la que podrían hacerse buenos negocios–, fueron las autoridades chilenas y argentinas preocupadas por la amenaza que representaría para sus respectivos países la consolidación de un poder en sus fronteras al norte. El brazo ejecutor terminó siendo Chile, cuyos ejércitos derrotaron a Santa Cruz en lo que pasaría a llamarse la primera guerra del Pacífico.[38]

En esa misma década, fueron las autoridades mexicanas las que propiciaron distintas iniciativas destinadas a retomar la práctica de los congresos que no llegaron a prosperar. En una de ellas, en 1833, se le encomendó a un representante diplomático –Juan de Dios Cañedo– realizar gestiones ante los gobiernos de diversos países para convocar un congreso general que trataría los siguientes temas: reconocimiento de la independencia por parte de la exmetrópoli, concordato con la Santa Sede, concertación de tratados uniformes con potencias extranjeras, tratados de amistad y comercio entre las repúblicas participantes, providencias para evitar la guerra entre ellas, arreglos de fronteras y elaboración de un derecho público uniforme. En suma, una agenda que compendiaba los principales capítulos de política exterior de los nuevos Estados y, en tanto tal, reaparecería en posteriores convocatorias.

Si bien la atención de las elites dirigentes se concentraba en sus propias disputas, es fácil entender que la proximidad de la guerra de Independencia las hiciera especialmente sensibles ante episodios que podían interpretarse como señales de los designios de las antiguas metrópolis o de activación del fantasma de la Santa Alianza, aun cuando no faltaron discrepancias respecto de la verdadera entidad de tales amenazas.[39]

Testimonio de ello serían las declaraciones y resoluciones de reuniones colectivas y tratados suscriptos por representantes de esos nuevos Estados realizadas hasta la década de 1860 y calificadas por algunos autores como congresos políticos: el de Lima, en 1847-1848; el de Valparaíso realizado en 1857 y el segundo de la capital peruana, en 1864-1865, ocasiones en las que siempre estuvo presente la idea de acudir a la ayuda mutua para preservar la condición independiente. El presidente chileno Manuel Bulnes diría que las repúblicas del sur formaban un sistema político en el que todos sus miembros se resentirían si alguno de ellos era agredido violentamente por una acción externa. De este modo, era de interés solidario para cada una de las repúblicas del sur la independencia del resto”.[40] Debe señalarse que, más allá de urgencias coyunturales vinculadas con la defensa, en los pronunciamientos con que concluyeron todos esos encuentros no estuvo ausente la mención a la preservación del sistema republicano democrático y la necesidad de propiciar condiciones que favorecieran la prosperidad material mediante el aumento de vínculos comerciales, la constitución de sistemas normativos y el desarrollo de una infraestructura física para hacer los contactos humanos y comerciales más estrechos.

Las expediciones punitivas de potencias europeas reclamando el pago de deudas o eventuales perjuicios a bienes o personas –provocados por actos de los gobiernos tanto como para favorecer el despliegue de sus intereses comerciales– eran frecuentes y no pasaban desapercibidas para quienes se veían afectados por ellas de manera directa. Tal es el caso de la ocupación del puerto de Veracruz en 1838, la incursión francesa en el Río de la Plata en ese mismo año y la anglo francesa en el mismo lugar entre 1845 y 1848. Naturalmente, sin olvidar la ocupación de las islas Malvinas en 1833.[41]

A fines de 1847, en los países andinos corrían versiones de que, aprovechando la guerra entre Estados Unidos de Norteamérica y México, las autoridades españolas preparaban un plan de reconquista que incluía a Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico y partes de la antigua Gran Colombia. El principal instrumento de esta empresa parecía ser el general Juan José Flores que la había puesto en marcha con el propósito de recuperar el gobierno de Ecuador del que había sido desalojado, pero que por este camino facilitaba la intención española de conformar una gran monarquía encabezada por un príncipe de ese origen. Las noticias movilizaron a las autoridades de Perú, Bolivia, Chile, Colombia y Ecuador quienes convocaron al Congreso de Lima que sesionó entre diciembre de 1847 y marzo del año siguiente. Se retomó entonces la idea confederal fundamentándola en razones que superaban las circunstancias coyunturales. El resultado fueron dos tratados, uno de confederación y otro de comercio. En los fundamentos del primero se urgía la superación del aislamiento en medio del que se venían desenvolviendo los diversos países concertando medidas eficaces para proteger “su soberanía, sus instituciones, su dignidad y sus intereses”.[42] Las repúblicas americanas, ligadas por el vínculo del origen, el idioma, la religión y las costumbres, por su posición geográfica, por la causa común que habían defendido, por la analogía de sus instituciones y, sobre todo, por sus comunes necesidades y recíprocos intereses, no podían considerarse sino como “partes de una misma nación”.[43]

Además de las cláusulas referidas a la asistencia mutua, el tratado establecía que las repúblicas confederadas “adecuándose a los principios que aconsejan el derecho natural y la civilización del siglo”[44] arreglarían cualquier disputa entre ellas, en particular las relacionadas con límites territoriales, mediante procedimientos pacíficos. En el intercambio de opiniones y propuestas que motivó la preparación del tratado, se volvieron a mencionar la necesidad de comprometerse a mantener la forma democrática de gobierno y medidas de carácter práctico, tales como la posibilidad de que los productos naturales o manufacturados de cualquiera de las repúblicas confederadas sólo pagarían la tercera parte de los derechos de importación impuestos a los mismos productos provenientes de otra nación extranjera. Se establecía que, en materia de límites, se seguiría el criterio del uti possidetis iuris de 1810 –los trazados que existían al momento de la emancipación–. Se convenía que ninguno de los países confederados intervendría en los asuntos internos de otro ni permitiría que en sus territorios se realizaran preparativos destinados a conmover la paz interior de un vecino. Se decidía la formación de un Congreso de la Confederación compuesto de plenipotenciarios que se reunirían de forma periódica. Este cuerpo, sin limitar sensiblemente la soberanía de cada Estado, tendría algunas atribuciones importantes, sobre todo las destinadas a evitar o resolver por vía de la negociación conflictos que pudieran suscitarse entre ellos o con países extranjeros.[45]

Poco más tarde, las incursiones del filibustero esclavista norteamericano William Walker en las costas de México y América Central fueron una de las causas que impulsaron la convocatoria de una reunión realizada en Santiago de Chile entre representantes chilenos, peruanos y ecuatorianos. Por entonces, el peruano Manuel Castilla cumplía su segundo mandato presidencial (1853-1862) y volvía a respaldar activamente la iniciativa. De esta convocatoria –en paralelo, Benjamín Subercaseaux elaboraría su trabajo “Paz perpetua en América o Federación americana”–, resultaría un acuerdo de unión conocido como Tratado Continental abierto a otros países de la región. En las consideraciones del documento, se anunciaba la intención de:

estrechar las relaciones entre los pueblos y ciudadanos [de cada una de las Partes], quitando las trabas y restricciones que pueden embarazarlas y con la mira de dar, por medio de esa unión, desarrollo y fomento al progreso moral de cada una y mayor impulso a su prosperidad y engrandecimiento, así como nuevas garantías a su independencia y nacionalidad y a la integridad de sus territorios.[46]

El tratado contemplaba acuerdos sobre navegación, tratamiento recíproco de los ciudadanos nacionales, difusión de la enseñanza primaria y de conocimientos útiles, reconocimiento de títulos profesionales, sistema de moneda uniforme y normas aduaneras. En uno de sus artículos se obligaba a las Partes a no ceder ni enajenar a otro Estado o gobierno parte alguna de su territorio y, en otro, a impedir que en su territorio se preparasen empresas hostiles contra cualquiera de los otros o que “los emigrados políticos abusen del asilo maquinando o conspirando contra el orden establecido”.[47] Con esta disposición, se procuraba neutralizar un fenómeno frecuente que comprometía la estabilidad política en la región: los derrotados de un lugar que se instalaban en las vecindades para desde allí procurar retomar el poder. Por lo demás, la incursión de Walker motivó la formación de un frente militar centroamericano para rechazarla.

La década de 1860 llegaría acompañada de una cantidad de acontecimientos en los que muchos veían, una vez más, el retorno de antiguos temores, pero ahora más justificados: la reincorporación de Santo Domingo a la antigua metrópoli en marzo de 1861 no podía dejar de tener gran repercusión en países que, después de todo, llevaban pocas décadas de vida independiente. Testimonio de este impacto, sería la presentación del diputado chileno Justo Arteaga Alem en parte para promover una acción común de los Estados hispanoamericanos:

Creo que Chile está en el deber más que ningún otro país de ser el que inicie algo en el sentido de una protesta contra la anexión […] creo que este país que ha sido portaestandarte de la unión americana, de esa idea que impele a la defensa de la soberanía, de la independencia, de la autonomía de la nacionalidad americana debe ser el primero que, cuando esa autonomía se encuentre burlada […] proteste y tome la iniciativa en los Estados americanos para que unidos protesten en común contra tal anexión.[48]

No habían cesado las repercusiones del episodio dominicano, cuando se difundieron las noticias acerca del desembarco en Veracruz de tropas españolas, francesas y británicas para exigir el pago de la deuda mexicana. No fueron pocos los que vislumbraron en este hecho el constante espíritu anexionista de Europa, más cuando tal intervención se prolongó en la decisión de Napoleón III, apoyado por conservadores mexicanos opuestos a Benito Juárez, de imponer un régimen monárquico encabezado por Maximiliano de Habsburgo, empresa que se extendería hasta 1867. Sería el más audaz intento de una Francia consustanciada con la idea de equilibrio de poder para poner pie en América Latina frenando la expansión de Washington hacia el sur y asegurando a su país mercados y materiales para su comercio e industria,[49] aprovechando el hecho de que la potencia, cuya proyección se quería frenar, estaba concentrada en su guerra civil.

Fue en medio de estas circunstancias que se constituyó en la ciudad chilena de Valparaíso un movimiento intelectual y político conocido como Sociedad de Unión Americana presidido por el general de la independencia Gregorio de Las Heras y acompañado de un grupo de notables personalidades argentinas y chilenas. Esta sociedad tendría filiales en diversos países y su propósito principal era sostener la independencia americana y promover la unión de los diversos Estados de América. El documento fundacional de esta temprana evocación de una gran nacionalidad señalaba:

Lo que hace aparecer como imposible y quimérica la formación de una gran patria americana es que se le espera, se la exige naciendo de golpe y en un instante, con toda su gigantesca estatura, vestida con sus inmensas aguas, coronada con sus infinitos cielos y armada con sus omnipotentes instrumentos de trabajo, dar la voz de paz y justicia al mundo asombrado. Pero si esta es una bella visión que la industria, el comercio, la política, el arte y la ciencia, sirviendo a la democracia y siendo engrandecidos por ella, han de convertirse al fin en una realidad […]. Lo que se pretende, lo que esperamos, lo que se realizará ha de ser la formación gradual y sucesiva de esa gran nacionalidad que existe ya en los sentimientos, en las aspiraciones y en las ideas de casi todos los individuos y los pueblos americanos, y que empieza a recibir la forma concreta en las opiniones, en los planes, en los proyectos y aun en la política de algunos.[50]

Uno de los primeros emprendimientos de tal asociación, que alentaba la constitución de otras iguales en otros Estados del continente, sería encomendar a cuatro de sus miembros a preparar la ya citada colección de ensayos y documentos relativos a la unión y confederación de los pueblos hispanoamericanos.

Sólo un año después, una nueva amenaza hizo sonar las alarmas regionales, sobre todo las de los países del Pacífico: una flota española ocupaba las islas Chincha ubicadas frente a las costas peruanas y prolongaba sus incursiones en años sucesivos con ataques a los puertos del Callao y Valparaíso. A nivel de la gestión diplomática, vuelve a tomar forma la idea de convocar a un nuevo congreso. En enero de 1864, Perú asume la iniciativa que se plasmaría en Lima en noviembre de ese año con participación de representantes de Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Guatemala, Perú, San Salvador y Venezuela, quienes deliberarían hasta marzo de 1865. Los términos de la convocatoria, en la que no faltó la obligada mención al proyecto bolivariano de la década de 1820, dan cuenta de la vigencia en ciertas esferas latinoamericanas de ideales unificadores y aspiraciones de identidad:

Los resultados de la emancipación y la existencia del sistema democrático vendrían a ser, andando los tiempos, menos fructuosos de lo que debieran, si con la unión no se afirman las instituciones y con la solidaridad de miras, de intereses, de fuerzas, no se imprime al continente una fisonomía peculiar y se da respetabilidad a los derechos adquiridos a costa de tantas y tan variadas proezas ejecutadas en la santa guerra de la independencia. También se menciona la necesidad de “sistematizar nuestros asuntos esencialmente americanos […] organizando una familia que, conservando la unidad en las formas exteriores, adopte todas aquellas reglas interiores más conformes con la voluntad, los hábitos y los intereses de cada una de las repúblicas”. Tarea específica del congreso habría de ser “trabajar en el sentido de la unión americana, principio de civilización, de justicia, de progreso y de bienestar común”.[51]

Para esa ocasión, Justo Arosemena presentó a los participantes un estudio sobre la idea de liga americana en el que preveía la conformación de una asamblea de plenipotenciarios que actuaría como cuerpo permanente de gobierno con ejercicio de facultades claramente establecidas y capacidad para resolver las cuestiones que se le sometieran.[52]

El mismo espíritu y similares propósitos a los expuestos en la invitación se reflejan en las respuestas de aceptación enviadas por distintos países convocados. Resultado de la reunión, fueron dos instrumentos principales: el Tratado de Unión y Alianza Defensiva y el Tratado sobre Conservación de la Paz, a los que se sumarían dos acuerdos de gran importancia para la vida civil: el Tratado de Correos y el Tratado de Comercio y Navegación. La alianza comprometía a las Partes a defender su independencia e integridad territorial contra las agresiones, y llegaba al extremo de negarles el derecho, en nombre de la soberanía, de enajenar parte de sus territorios o someterse a protectorados. Para mantener la paz, cuando no pudieran resolver sus diferendos por medio de la negociación directa, se obligaba a emplear exclusivamente medios pacíficos para terminar con ellos, sometiéndolos a la sentencia de un árbitro cuyos dictámenes no podían apelarse. En cierto modo, como un eco de estos propósitos, en 1867 Chile, Perú, Ecuador y Bolivia firmaban un tratado sobre principios de derecho internacional.

El rechazo más enfático a los programas confederales desde la óptica de la afirmación de cada nacionalidad individual fue el de Argentina durante el gobierno de Bartolomé Mitre. En dos ocasiones, se manifestó sobre el tema. La primera, cuando al inicio de la década de 1860 recibiera la invitación para adherir al Tratado Continental suscripto en 1856. La cancillería porteña contestó que no hallaba motivos para admitir una amenaza a la América independiente, agregando:

La América independiente es una entidad política que no existe ni es posible construir por combinaciones diplomáticas. La América, con naciones independientes, necesidades y medios de gobierno propio, no puede nunca formar una sola entidad política. La naturaleza y los hechos la han dividido y los esfuerzos de la diplomacia son estériles para contrariar la existencia de esas nacionalidades con todas las consecuencias forzosas que se derivan de ellas.[53]

Para las autoridades de Buenos Aires, había que abandonar la idea de una unión con los propósitos y en la forma que se pretendía –los congresos–, pues ella era imposible e inconveniente. “Evitar el antagonismo con los pueblos de Europa y atraer por el contrario todas las fuerzas y elementos que poseen para desenvolver nuestros medios de prosperidad y poder […] y buscar la armonía con los Estados Unidos, lejos de excluirlos y ponerse en disidencia con ellos”.[54]

Esta posición fue ratificada pocos años después a raíz de la realización del Congreso Americano de Lima y por boca del propio presidente Mitre. Recordando su respuesta a la anterior iniciativa:

Decía yo que las repúblicas americanas eran naciones independientes que vivían su vida propia y debían vivir y desenvolverse en las condiciones de sus respectivas nacionalidades, salvándose por sí mismas o pereciendo si no encontraban en sí propias los medios de salvación. Que era tiempo ya de que abandonásemos esa mentira pueril de que éramos hermanitos y que como tal debíamos auxiliarnos enajenando recíprocamente parte de nuestra soberanía […]. Dejar de jugar a las muñecas de las hermanas, juego pueril que no responde a ninguna verdad, que está en abierta contradicción con las instituciones y la soberanía de cada pueblo independiente, ni responde a ningún propósito serio para el porvenir.[55]

Había una exagerada “susceptibilidad nacionalista” en los argumentos de las autoridades de Buenos Aires, ya que lo único que el tratado procuraba era mantener la integridad territorial de cada país comprometiendo a las partes a no ceder ni alienar bajo forma alguna a otro Estado o gobierno parte alguna de su territorio ni a permitir dentro de sus límites el establecimiento de una potencia extranjera.

De todos modos, debe decirse que esa no era la única voz proveniente de la República Argentina; los adversarios federales del centralismo porteño y quienes se opondrían a sus aventuras bélicas en el Paraguay, suscribían los proyectos americanistas. El caso más conspicuo sería el del caudillo Felipe Varela, que no sólo adhería a la Unión Americana proclamada en Santiago de Chile, sino que incorporaría la idea de la unión de las repúblicas de América del Sur en el programa de 1866 que acompañó y fundamentó su alzamiento contra el poder de Buenos Aires. El mismo espíritu animaría a Juan María Gutiérrez que, en 1861 en una carta a un colega chileno, escribiría: “Hacer un solo pueblo a todos los meridionales de América, darles fuertes intereses comunes, traerlos a la unidad que la independencia les ha arrebatado bajo muchos respectos, es un propósito que todos debemos aplaudir”.[56] Proponía comenzar esa tarea creando un derecho público mediante tratados, eliminación de barreras comerciales, y uniformando los derechos de los ciudadanos. En cuanto a eventuales congresos en que se reunieran las repúblicas de América del Sur, Gutiérrez sugería “constituirlos en Europa, compuestos no de diplomáticos sino de hombres de estudio, que se den cuenta de lo que es América y comparen lo que en ella pasa y la describan y reúnan en un solo cuerpo, en una publicación periódica, cuanto pueda interesar a su sociabilidad americana, etc.”.[57] Por otra parte, en lo que a la existencia o no de amenazas europeas se refería, había quienes disentían con el gobierno porteño: Domingo F. Sarmiento, por entonces ministro plenipotenciario, que había sido reconvenido por el presidente por su desempeño en la reunión de Lima en 1866, admitía que las situaciones de México, Santo Domingo y las islas Chincha partían de una tentativa hecha por las potencias europeas para recolonizar América del Sur.[58]

En la presentación de la recopilación de antecedentes sobre la Confederación de los Pueblos Hispanoamericanos, Benjamín Vicuña Mackenna señalaba que tanto como las iniciativas oficiales, una cantidad de brillantes hombres públicos de distintos rincones de la región habían contribuido a popularizar la idea de asociación. Contabilizaba once chilenos, casi igual número de peruanos, cuatro venezolanos, otros tantos argentinos, dos mexicanos, un neogranadino y un ecuatoriano. Recordaba, en particular, a su compatriota Pedro Félix Vicuña quien, mientras su país chocaba contra la Confederación Peruano Boliviana, había hecho un vibrante alegato en favor de la realización de un congreso que reuniera a todas las repúblicas hispanoamericanas. Comenzaba sus reflexiones, que versaban también sobre los principios que habrían de guiar sus constituciones políticas, mencionando todos los vínculos que ligaban a los países y tendían a estrechar sus relaciones: la identidad de origen, la religión, el idioma, usos y costumbres comunes y un mismo trayecto histórico; pero junto a ellos pesaban las circunstancias políticas y sociales que, abriendo el camino de innumerables rencillas internas y conflictos externos, comprometían su prosperidad y frustraban sus potencialidades económicas y comerciales.

Sólo la unión, sostenía Vicuña, podía lograr lo que ningún gobierno aislado conseguiría, y para ello nada más oportuno que un gran congreso americano constituido sobre bases igualitarias que podría tener por sede a la ciudad de Quito a la que convergerían uno o dos diputados de cada república, que se encargarían de dar forma a un código internacional que regiría sus relaciones y sobre el que descansaría una alianza ofensiva y defensiva de toda América “para hacerse respetar de las demás naciones del orbe y el agravio y el insulto hecho a una república, sería respondido por todas ellas uniendo sus esfuerzos y poder”.[59] Tal unidad daría respaldo a las reformas que imperiosamente reclamaba la región, ahorraría gastos provocados por enfrentamientos internos y externos y facilitaría el desarrollo de la agricultura, el comercio, las artes y la industria. El autor concluía sugiriendo que, admitida la posibilidad de tal Confederación, el gobierno chileno debería proponer al peruano someter sus diferencias a tal autoridad y, en caso de un convenio, suspender la guerra.[60]

Uno de los proyectos más elaborados sería el del argentino Juan Bautista Alberdi, por entonces exiliado en Valparaíso, presentado ante la Facultad de Leyes de la Universidad de Chile para obtener el título de licenciado. En “Memoria sobre la conveniencia y objetos de un Congreso General americano”, se comenzaba diciendo: “aplaudiré toda mi vida el sentimiento de aquellos Estados que sacan su vista del recinto estrecho de sus fronteras y la levantan hasta la vida general y continental de América”.[61] Como muchos contemporáneos, Alberdi conocía las ideas de Saint-Pierre y De Pradt y, también como muchos de ellos, contaba con que la similitud de instituciones, costumbres, ideas, elementos sociales, sentimientos, lenguas, le daban a los Estados hispanoamericanos una unidad moral sobre la que podía edificarse una unidad más amplia. Valoraba la tradición hispanoamericana en materia de congresos generales y el genio visionario de Bolívar, pero ponía énfasis en los nuevos capítulos a que debía abocarse el que ahora propiciaba. Su evocación del Libertador incluía un párrafo notable sobre ideas que muchos calificaban de utopías:

Hay utopistas negativos, como los hay dogmáticos, y esos son los espíritus escépticos, o mejor diré los espíritus sin vista. Si hay visionarios que ven lo que no existe, los hay también que no ven lo que todo el mundo toca: y no es la menos solemne de las utopías la que afirma que es imposible la realización de un hecho considerado practicable por el genio mismo de la acción y por el buen sentido de los pueblos […]. El gran hombre sabe que los grandes hechos se completan por los siglos: él emprende y lega a sus iguales la continuación de la obra.[62]

Alberdi creía que, antes que conquistas al modo tradicional, lo que podía amenazar a los nuevos Estados eran las apetencias económicas y comerciales de las potencias. Convencido de que el equilibrio continental sería resultado del aprovechamiento de sus ventajas comerciales, de navegación y de tráfico, Alberdi evocaba la reciente experiencia del Zollverein alemán: “La unión continental de comercio debe, pues, comprender la uniformidad aduanera organizándose poco más o menos sobre el pie que ha dado principio, después de 1830, en Alemania. En ella debe comprenderse la abolición de las aduanas interiores, ya sea provinciales, ya nacionales”.[63] Sugería el empleo de instrumentos que podían tener el rol de “un papel moneda americano y general”,[64] por medio del que se construirían los cimientos de un banco y un sistema de crédito regional; la consideración de normas para el desempeño profesional; la construcción de un vasto sistema de caminos internacionales; la centralización universitaria en ciencias morales y filosóficas de manera que un título expedido en cualquier universidad de la región habilitara en el resto; el impulso de la investigación científica, la producción literaria y las aplicaciones industriales. Por fin, sostenía que uno de los grandes objetivos del congreso, que podía tener por sede a la ciudad de Lima, debería ser la consolidación de relaciones pacíficas, para lo que era menester descartar el espíritu militar y cualquier tipo de paz armada, pactar algún tipo de programa de desarme general y establecer una judicatura de paz internacional donde los Estados dispuestos a hostilizarse pudieran conciliar sus intereses antes de recurrir a las armas.[65]

Sostenía que la frecuencia con que utilizaba la palabra “continental” en el curso del memorial no debía hacer pensar que creyera que habrían de participar de un congreso otras repúblicas distintas de las hispanoamericanas: “Menos que en la comunidad de su suelo, veo los elementos de su amalgama y unidad en la identidad de los términos que forman su sociabilidad […] considero frívolas las pretensiones de hacer familia común con los ingleses republicanos de Norte América”.[66]

No menos audaces y visionarias serían las formulaciones del chileno Francisco Bilbao quien, a mediados de 1856, desde París y conjuntamente con un grupo de residentes hispanoamericanos en la capital francesa, había hecho un llamado a la unidad de las repúblicas del sur del continente. Liberal de tonos radicales y testigo de las revoluciones europeas de 1848, Bilbao reflexionaba sobre el destino de la región frente a la declinación política y cultural de Europa y el ascenso amenazante de los Estados Unidos del Norte de América. Había llegado pues, para él, el momento histórico de la unidad sudamericana, la apertura de una segunda campaña que agregara la asociación de los pueblos a la independencia conquistada, desvaneciendo las pequeñeces nacionales para construir la Confederación del Sur. La propuesta concreta era conformar un Congreso Americano constituido por representantes de todas las repúblicas y cuyas resoluciones habrían de tratarse y convertirse en leyes en cada una de ellas. Los fundamentos se acompañaban de un listado de dieciocho temas entre los que se destacaban: instituir el principio de que todo republicano puede ser considerado ciudadano de cualquier república que habite; elaborar un proyecto de código internacional; abolir aduanas interiores y celebrar un pacto de alianza federal y comercial; unificar el sistema de pesos y medidas; crear un tribunal internacional de modo que no pueda haber guerra entre los miembros antes de esperar su fallo; instituir un sistema de educación universal; formar un libro americano; crear una universidad americana.[67]

Siempre computando figuras americanas que propiciaron programas unificadores, merece mencionarse al clérigo liberal peruano Francisco de Paula González Vigil, autor de “Paz perpetua en América o Confederación Americana” y al entonces neogranadino José María Samper quien, a principios de 1859, publicó “La Confederación Colombiana”. Allí, sostenía:

La civilización colombiana es una, la democrática, fundada en la fusión de todas las viejas razas en la idea del derecho. Tal es la obra que debemos conservar y adelantar, y es para ese fin de unificación que conviene crear la Confederación Colombiana. Las repúblicas denominadas Bolivia, Buenos Aires, Chile, Confederación Argentina, Confederación Granadina, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, San Salvador, Santo Domingo, Uruguay y Venezuela formarán bajo el nombre de Confederación Colombiana una asociación de Estados independientes pero aliados y mancomunados.[68]

El testimonio de figuras como Francisco Bilbao muestra bien que, hacia mediados del siglo, a la prevención respecto de ambiciones recolonizadoras, se le sumaba la cada vez más perceptible inquietud por el expansionismo territorial norteamericano. En rigor, esta amenaza ya había sido tempranamente vislumbrada por Servando de Mier en la década de 1820:

La libertad de la América criolla, había dicho el fray, está sujeta a una doble amenaza. Del otro lado del océano, la alianza antirrepublicana concertada en el Congreso de Viena […] que procura restaurar la hegemonía española sobre sus dominios americanos. [...] Hacia el norte, el crecimiento territorial y poblacional de los Estados Unidos amenaza con envolver bajo el argumento de la necesaria colonización, pero ya con el designio manifiesto de la expansión territorial que se hará sentir sobre lo que todavía los españoles llaman la Nueva España.[69]

Es probable que de Mier tuviera algún conocimiento de las tempranas ambiciones estadounidenses de adueñarse de Texas. Después de todo, ya en 1825, el presidente John Quince Adams encomendaba a Joel Poinsett, un diplomático de muy dañosa memoria en el sur del continente, la misión de presionar al gobierno mexicano para vender un territorio que consideraba indispensable para su seguridad y bienestar.[70] Desde el inicio de la década de 1840, Washington intensificó sus esfuerzos para hacerse de ese territorio, a lo que pronto le sumó la apetencia por la Alta California, siempre invocando la seguridad y las oportunidades comerciales.[71] Si se lo lograba mediante la negociación mejor, de lo contrario, siempre quedaba la alternativa de la guerra; guerra fue lo que impusieron las intrigas del presidente James Polk, secundado por el comodoro Robert Stockton, un oficial naval y acaudalado comerciante, fiel exponente del nacionalismo expansionista.

La suerte de México repercutió en el sur del continente revelando que el país que en algún momento se había mostrado como garante de la independencia y modelo a imitar podía convertirse en la principal amenaza. Nadie reflejaría esta mutación con la claridad que lo hiciera el colombiano José María Torres Caicedo en 1856: