El ladrón de recuerdos - Michael Jacobs - E-Book

El ladrón de recuerdos E-Book

Michael Jacobs

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Beschreibung

Un encuentro fortuito con Gabriel García Márquez cuando el escritor ya andaba perdido en las regiones oscuras de su memoria, aviva el deseo de atravesar Colombia navegando el río Magdalena, desde su desembocadura en Barranquilla a su nacimiento en los Andes. El río de la vida lo llamó Gabo, una arteria fluvial que conocía bien y al que alude en sus memorias: "Lo recuerdo todo sobre el río, absolutamente todo", le confesó con los ojos brillantes a Michael Jacobs. Con la misma pasión, el autor remonta sus aguas sumergiéndose en la magia macondiana de sus aldeas ribereñas, en sus personajes insólitos pero, también, en un paisaje moral arrasado por las FARC, en cuyas garras cae el autor, y las milicias paramilitares. El río como arteria de vida, como alma de Colombia donde fluye la memoria del pasado y los recuerdos, pero también la destrucción o la esperanza. Jacobs observa y participa, registra ese fluir con un estilo tamizado de ternura, humor y empatía con quien sufre. Sus embarradas aguas también son el reflejo de la memoria personal y un viaje íntimo a la extrañeza del olvido.

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SOBRE EL AUTOR

MICHAEL JACOBS (Génova, Italia, 1952 - Londres, Inglaterra, 2014)

Historiador de arte, escritor, viajero, amante de Andalucía en particular y de España y el mundo iberoamericano en general, fue uno de los grandes escritores de viajes en la larga tradición del género en Inglaterra y un hispanista ferviente, digno discípulo de Gerald Brenan. Se consideraba a sí mismo «un inglés excéntrico» que llevó a su prosa los mismos elementos con los que había definido a su maestro Norman Lewis (colega y amigo de su padre): «Lucidez, exhaustividad, ausencia de pretenciosidad y una preferencia por la vida vivida al margen de los círculos literarios».

En 1999 se instaló en el pueblo jienense de Frailes donde reposan sus cenizas. Por ese particular Macondo pasaron Sara Montiel o su amigo Cees Nooteboom y lo retrató con ternura en La fábrica de luz. Cuentos desde mi pueblo andaluz (Ed B, 2010). «Es el libro que yo debería haber escrito —dijo Chris Stewart, autor del celebrado Entre limones— pero ese granuja de Michael Jacobs se me adelantó». Exploró con pasión el arte y la gastronomía española en títulos como Andalucía, 1990; Between hopes and memories: A Spanish Journey, 1994; En el resplandor del palacio fantasma: viaje de Granada a Timbuktú, 1996; y La Alhambra. A su otra pasión, Latinoamérica y, particularmente, Colombia, dedicó Ghost train throught the Andes, 2006, The Andes, 2010 y, su último trabajo, que ahora traducimos como El ladrón de recuerdos. Viaje por río a través de Colombia, 2012, publicado dos años antes de su prematura muerte.

SOBRE EL LIBRO

Un encuentro fortuito con Gabriel García Márquez, cuando el escritor ya andaba perdido en las regiones oscuras de su memoria, aviva el deseo de atravesar Colombia navegando el río Magdalena, desde su desembocadura en Barranquilla a su nacimiento en los Andes. El río de la vida lo llamó Gabo, una arteria fluvial que conocía bien y al que alude en sus memorias: «Lo recuerdo todo sobre el río, absolutamente todo», le confesó con los ojos brillantes a Michael Jacobs.

Con la misma pasión, el autor remonta sus aguas sumergiéndose en la magia macondiana de sus aldeas ribereñas, en sus personajes insólitos pero, también, en un paisaje moral arrasado por las farc, en cuyas garras cae el autor, y las milicias paramilitares. El río como arteria de vida, como alma de Colombia donde fluye la memoria del pasado y los recuerdos, pero también la destrucción o la esperanza. Jacobs observa y participa, registra ese fluir con un estilo tamizado de ternura, humor y empatía con quien sufre. Sus embarradas aguas también son el reflejo de la memoria personal y un viaje íntimo a la extrañeza del olvido.

Un libro valiente, original y conmovedor, lleno de aventura e historia, en el que paisaje y memoria se unen sutilmente.

ROBERT MACFARLANE

…extraordinarios personajes encontrados a lo largo del río, muchos de ellos “dramatis personae” como salidos de un cuento de su admirado maestro Gabriel García Márquez.

CEES NOOTEBOOM

Toda escritura de viaje aspira a convertir el desplazamiento físico en un viaje del alma, pero solo los mejores libros lo hacen. El ladrón de recuerdos es uno de ellos.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Divertido, intrigante y elegíaco por turnos, El ladrón de recuerdos es una memoria de viaje exquisita.

JOHN LEE ANDERSON

El curioso impertinente más gracioso, mágico y profundo de hoy en día.

IAN GIBSON

El ladrón de recuerdos

Viaje por río a través de Colombia

Título original: El ladrón de recuerdos. Viaje por río a través de Colombia

Título de la edición original: The Robber of Memories. A River Journey Throught Colombia, © Granta Publications, 2012

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: junio de 2018

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones bajo acuerdo de Granta Books

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del texto: herederos de Michael Jacobs

© de la traducción: Martín Schifino

© de la maquetación y el diseño gráfico:

Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación y versión digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN formato ePub: 978-84-17594-00-8 | IBIC: WTL; 1KLSC

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

EL LADRÓN DE RECUERDOS

VIAJE POR RÍO A TRAVÉS DE COLOMBIA

-

MICHAEL JACOBS

-

TRADUCCIÓN DE MARTÍN SCHIFINO

-

COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

Nº10

ÍNDICE

Prólogo. El escritor recuerda

Primera parte. Un verano remoto

Segunda parte. Río arriba

Tercera parte. Los desaparecidos

En memoria de Brendan Jacobs (1920-2011)

«…y se dio cuenta de que el río padre de La Magdalena, uno de los grandes del mundo, era sólo una ilusión de la memoria.»

El amor en los tiempos del cólera

PRÓLOGO EL ESCRITOR RECUERDA

Aun hoy recuerdo los ojos del gran escritor como los vi aquella noche, primero llenos de vida, después por turnos pensativos, vacíos o cansados, mientras los músicos tocaban sin reparar en ello, agasajándolo continuamente con los vallenatos de su juventud caribeña. Por un momento tuve la certeza de que se había quedado dormido. Su cabeza llevaba un rato sin marcar el compás de la música, y sus párpados carnosos parecían bien cerrados. Me quedé sentado a su lado como un acólito tímido y sobrecogido, sudando por el entusiasmo y el calor. Entonces noté que no dormía en absoluto. Tenía los ojos entreabiertos y me clavaba una mirada socarrona, como si se preguntara quién era yo. Por unos instantes, me dio la sensación de haberme vuelto él mismo en su juventud, mientras él se había convertido en un viejo caimán que me miraba adormilado y casi invisible desde la orilla de un río tropical, con los ojos asomando del agua turbia y captándolo todo.

Lo había visto por primera vez la noche anterior. Era enero de 2010, y acababa de empezar un festival literario en la ciudad costera de Cartagena de Indias. Algunos conocidos del circuito internacional de festivales habían entrado en contacto con amplios sectores de la endogámica elite social de Colombia. Todo conato de debate intelectual se había esfumado a la caída de la noche, cuando el colorido pueblo colonial mostraba su alma hedonista en una serie casi ininterrumpida de fiestas. Los juerguistas más curtidos acababan en el Bazurto Social Club, un famoso local nocturno en un barrio lleno de expatriados, prostitutas, turistas con poco dinero y amantes del cutrerío encantador.

Recalé allí un poco antes de medianoche. Los bebedores se desbordaban hasta la calle, como buscando cobijo de los animados ritmos africanos de champeta que palpitaban en la sala interior de techos altos. Entré. Me abrí paso entre bailarines trenzados en abrazos eróticos, dejé atrás a los estudiantes amontonados que bebían cerveza y por fin llegué a la barra. Unos cuantos editores y periodistas jóvenes se habían reunido allí para charlar y beber ron. Uno de ellos, un amigo inglés, me dijo que echara un vistazo al fondo del bar.

—Cuando veas quién vino, no te lo vas a poder creer —dijo con una sonrisa beoda.

Al fondo, entre unas cuantas personas sentadas a una mesa larga, reconocí a un poeta granadino, a su esposa, la novelista de éxito, y a un periodista cultural afincado en Madrid que acababa de publicar un libro de memorias literarias titulado Egos revueltos. A continuación lo vi a él, sentado junto al poeta, pero sin hablar con nadie, totalmente quieto, mirando el aire lleno de humo. El legendario escritor colombiano.

Su bigote era inconfundible, al igual que su tupido cabello rizado y con entradas, sus gafas grandes y oscuras, sus ojos hundidos. Pero nada más ver esa cara casi tan icónica para mí como la del Che Guevara pensé que se trataba, no de quien todos creían, sino de un doble, un impostor, alguien contratado para prestar un toque paródico a aquella velada literaria. Bien podía ser una de esas estatuas vivientes que pasan horas inmóviles para atraer la atención de compradores y turistas. Apenas se movía, haciéndolo solo cuando los inevitables admiradores se acercaban con timidez para pedirle un autógrafo o expresar su devoción. Entonces el brazo se activaba brevemente y una sonrisa seca aparecía en su cara, como si hubieran echado una moneda en un recipiente dispuesto a sus pies.

Bien pensado, su presencia a esas horas en un bar popular poco tenía de sorprendente. Era un hombre del pueblo, amante de los bajos fondos, con el encanto de una estrella del fútbol. Lo más notorio era que por fin hubiera vuelto a Cartagena. Casi se trataba de la reaparición del Mesías. Aunque tenía una casa en el centro colonial, apenas abandonaba su hogar adoptivo en la ciudad de México. Evitaba notoriamente los festivales literarios y no había estado en Cartagena desde 2006, cuando su llegada había causado serios atascos en las calles del casco antiguo. Tenía poco más de ochenta años y había estado gravemente enfermo de cáncer. Yo había oído varios rumores sobre su muerte inminente.

Sin embargo, el hombre sentado en el Bazurto Social Club no daba muestras de mala salud, aunque sí de soledad y desconexión de sus acompañantes. Quizá la enorme fama lo había aislado en su propio mundo, convirtiéndolo en su vejez en lo que habían predicho sus libros: el patriarca otoñal, el coronel a quien nadie le habla, el general en su laberinto, la encarnación de cien años de soledad. En ese momento, mientras lanzaba miradas furtivas al fondo del bar, noté otra cosa. El escritor presentaba un aspecto que yo había advertido a menudo en mis padres ya mayores: una ligera apariencia de enfado y perplejidad, como si deseara que todos cuantos lo rodeaban se largaran, como si hubiera tomado la horrenda conciencia de que no tenía ni idea de quién era esa gente y qué hacía en su compañía. Mi padre había muerto de alzhéimer en 1998, tras perder todo recuerdo de sus dos hijos y de lo que había hecho en su vida. Mi madre, por entonces a pocas semanas de su noventa cumpleaños, padecía demencia senil en estado avanzado.

Mientras me preguntaba si al escritor le esperaba el mismo destino que a mis padres, me planteé la posibilidad de ir a saludarlo, como hacían muchos otros de los presentes en el bar. Sospechaba que el encuentro sería tan fugaz e intrascendente como tocar una reliquia sagrada, pero al menos sería capaz de decir que le había estrechado la mano a uno de los gigantes de la literatura moderna. Un conocido del festival me pasó una botella de cerveza, así que abandoné el plan. Me sumé a los bebedores que estaban junto a la barra. No pensé que se me presentaría otra oportunidad de conocer al escritor.

Pero nuestros caminos volvieron a cruzarse la noche siguiente, en una fiesta organizada por un millonario venezolano en un boutique hotel situado en el corazón turístico de la Ciudad Amurallada. Casi todos los invitados, vestidos con finas prendas de algodón, se hallaban en la azotea, dando sorbitos a sus cócteles y admirando la vista de cúpulas iluminadas por reflectores. La escena tenía el glamur irreal de una publicidad de ron, con su apropiada cuota de gente bella y bronceada. Al cabo de unas dos horas, en las que oí poco más que bromas y recónditos cotilleos literarios, me recogí en mis pensamientos, apartándome de la conversación general, hasta que una novelista marroquí, que había abandonado brevemente nuestro grupo, regresó temblando de emoción. Había ido en busca de los aseos y se había topado con un pequeño patio, donde había visto al escritor al que llamó sencillamente «él». El escritor acababa de terminar de cenar y estaba rodeado de amigos y familiares. Una banda de vallenatos iba a arranca a tocar. Le habían hecho señas de que se acercara a su mesa. Había hablado con el hombre en persona.

—Fue amable a más no poder.

Poco después todos bajamos y nos amontonamos en un rincón del patio, donde nos quedamos hablando, escuchando los vallenatos, fingiendo no mirarlo a él, pero esperando de manera inconsciente una señal o excusa para acercarnos a su círculo. Reconocí a su esposa, uno de sus hermanos y un amigo mío corpulento, con cara angelical, que dirigía la Fundación de periodismo creada por el escritor. Cuando la música se detuvo un momento, ese amigo, una personalidad local muy querida, con una risa cordial, modales enérgicos y la capacidad de salirse siempre con la suya sin perder el encanto, cruzó miradas conmigo, me llamó por señas, rechazó mis tímidas protestas y me llevó delante del escritor.

—Michael —le dijo— es un inglés que está obsesionado con el río Magdalena.

Era una de las típicas exageraciones fantasiosas de mi amigo, basada en la vaga confesión que le había hecho alguna vez de querer remontar hasta su nacimiento el río más largo de Colombia. Mi conocimiento del Magdalena procedía solo de los libros. Desde la infancia había devorado los relatos de los primeros exploradores de Sudamérica, para quienes el Magdalena era la puerta de entrada al misterioso interior del continente. Pero mi creciente interés en el río se originaba esencialmente en la pasión que sentía por Colombia. No visité el país hasta 2007, pero entonces tuve la sensación inmediata y desconcertante de haberlo conocido casi toda la vida, en gran parte porque me recordaba la España de la que me había enamorado al comienzo de mi adolescencia.

Desde entonces me había empapado de la historia y cultura colombianas, cuyos decursos eran inseparables del trazado del Magdalena. No solo el río atravesaba el corazón del país sino que, hasta los años cincuenta del siglo pasado, había sido la gran arteria de Colombia, la avenida principal para el comercio y los viajeros, el vínculo entre los mundos diametralmente opuestos de la costa y los Andes. Y cuanto más pensaba yo en el río, más representativo me parecía del espíritu de Colombia y, por extensión, de todo aquello que encontraba fascinante, seductor, extraño y perturbador en el conjunto de Suramérica.

El Magdalena era un río sumido en contradicciones. Había inspirado pioneros estudios de botánica, contribuido a crear el realismo mágico y alumbrado mucha de la música más exuberante del mundo latino. También había sido el azote de los primeros viajeros, el foco del periodo de los disturbios civiles conocidos en Colombia como La violencia y el escenario de tal deforestación y contaminación que había acabado convertido en un embarazoso testimonio de la destrucción del planeta.

Cuando se sacaba el tema del Magdalena en Colombia, la respuesta, reveladoramente, alternaba entre el lamento, la nostalgia y el anhelo. La gente soñaba con un periodo de la historia en el que la belleza del río no estuviera manchada por la violencia y el abandono. Los ancianos hablaban sin cesar sobre el Magdalena de su juventud.

Ante la mención del río el viejo escritor sentado en el patio del boutique hotel reaccionó con una profundidad emocional que no me esperaba. Sonrió de inmediato, le brillaron los ojos y me agarró la muñeca como si no quisiera soltármela. Miró a su hermano, como si fuera un niño que pidiera un favor, y sugirió invitarme a su casa, donde estaría encantado de conversar conmigo sobre el Magdalena, el río de la vida, el único motivo por el que deseaba volver a ser niño, para viajar otra vez por su cauce.

Los demás presentes en el patio, sorprendidos por la atención que me dedicaba el escritor, empezaron a acercarse, impacientes por saludarlo. Uno de ellos le dijo que sus libros le habían hecho dedicar su vida a la literatura; otro se presentó como el primer traductor de Cien años de soledad al catalán. El escritor asentía con la cabeza en silencio, sin soltarme la muñeca, como esperando el momento de retomar nuestra conversación.

—Lo recuerdo todo sobre el río, absolutamente todo —acabó diciendo, como si no hubiera nadie más en el patio—… los caimanes, los manatíes.

La banda regresó e interrumpió sus ensoñaciones con los sonidos de cantos, acordeones, maracas y tambores. El escritor me aferró la mano aún más fuerte mientras me conminaba a quedarme con él para escuchar a los músicos, los cuales, como leyéndole el pensamiento, tocaron entonces una canción famosa sobre un hombre que se transformaba en caimán y se iba al carnaval de Barranquilla, en la desembocadura del Magdalena: «Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla», entonaron con un ritmo cada vez más acelerado que, poco después, hizo que el escritor se pusiera de pie y desafiara la vejez con un leve arranque de baile y alegría.

Luego volvió a acomodarse en el asiento, repartió apretones de manos y palabras afectuosas a los músicos y se desentendió nuevamente del mundo. Mis acompañantes decidieron ir a otro bar en otro lugar de la ciudad, pero yo me quedé donde estaba, paralizado por el deseo que había manifestado el escritor de que no me fuera y por la esperanza de descubrir algo sobre él, aunque solo fuera mirando sus ojos. Pasé allí otras dos horas, hasta que por fin la música paró y el escritor y su familia se levantaron para marcharse. En un tono cansado, se despidió de mí y repitió la invitación de que fuera a conversar con él en su casa de Cartagena. El hermano me escribió un número de teléfono.

Crucé obnubilado el espacio ancho y abierto que separaba la Ciudad Amurallada del barrio de Getsemaní, más humilde. Me volvía a cruzar con mis amigos sobre las dos de la madrugada en un tugurio atestado y con un ruido ensordecedor llamado el Quiebracanto. Estaba impaciente por contarle a alguien mi encuentro; lo amable y humano que era el escritor en persona, la apariencia que daba de poder detectar las pretensiones y los absurdos ajenos y el hecho de que tenía el tipo de humildad y sencillez fundamental que, me gustaba creer, indicaban una verdadera grandeza.

Al cabo conseguí atraer la atención de un grupito de jóvenes literatos bogotanos que se habían refugiado del estruendo en una plataforma de madera en el exterior. No se mostraron especialmente conmovidos al oír lo que les conté.

—Te lo habrás cruzado en uno de sus días de lucidez —dijo una periodista conocida por hacer francos relatos de su vida amorosa—. Lo más probable es que mañana se haya olvidado de todo lo que te dijo. No se va a acordar ni de quién eres.

Su pérdida de memoria, según ella, era un tema que no se tocaba en Colombia, pues era sencillamente inconcebible que el gran icono nacional sufriera un destino tan humillante.

—Olvídalo —agregó, con una de sus provocadoras sonrisas.

Pero no lo hice. Aunque nunca volví a ver al escritor —nadie atendió a mis llamadas en el número que me dio su hermano—, me quedé pensando en aquella noche de Cartagena y en mi descubrimiento. De regreso en Europa, donde mi madre continuaba perdiendo el sentido de la realidad, como mi padre quince años antes, releí Cien años de soledad. La novela adquirió una resonancia más amplia a la luz de lo que acababa de averiguar. Con anterioridad, algunas partes del libro, como la pérdida de la memoria que padecen los habitantes de la aldea imaginaria de Macondo, o la guerra civil, disputada durante tanto tiempo que ninguno de los dos bandos puede recordar por qué luchan, me había parecido reflexiones sobre la propensión de una nación a olvidar, pero ahora se me antojaron ejemplos adicionales de los asombrosos poderes premonitorios del autor.

Y encontré un nuevo significado en la famosa primera frase de la novela acerca de un coronel que, frente al pelotón de fusilamiento, recuerda el día remoto en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Ahora imaginé que el coronel era el escritor mismo, encaminado hacia el final de una vida que había olvidado casi por completo, pero aún capaz de sacar a la luz, desde algún recoveco oscuro, ciertos recuerdos llenos de magia, extrañeza y maravillas. Me acordé de él rememorando el Magdalena.

«Lo recuerdo todo sobre el río, absolutamente todo…». Al pensar en esas palabras, recordé sus ojos tal y como los había visto más tarde esa misma noche, cuando se habían convertido en los ojos de un caimán, que se abrían de vez en cuando para mirarme de un modo que me hizo imaginar que nada escapaba a su atención, y que penetraban en mi interior y me leían el pensamiento, y me ofrecían su bendición para iniciar un viaje que ya había comenzado esa noche en mi cabeza, remontando un río que era también una metáfora de la memoria, hacia un mundo exuberante de maravillas y peligros, hacia zonas del pasado tan brillantes como oscuras, hasta el nacimiento alto y remoto del Magdalena, en los páramos de los Andes, junto a las costas del olvido.

PRIMERA PARTEUN VERANO REMOTO

1

Finalmente iba camino del Magdalena: estaba en el aeropuerto de Bogotá, en tránsito desde Madrid, esperando un vuelo atrasado que me llevaría al puerto caribeño de Barranquilla. Caía la noche, y las nubes negras que pasaban a toda prisa daban una apariencia triste e inquieta a esa ciudad elevada y rodeada de montañas, lo que me llevó a pensar en un García Márquez adolescente, recién llegado allí al término de su revelador primer viaje por el Magdalena, añorando el verano perpetuo de su infancia costeña.

Había pasado justo un año desde mi encuentro con el escritor en Cartagena, y entretanto mi propia añoranza del mundo caribeño se había vuelto a veces intolerablemente intensa. Debido al deterioro alarmante de la demencia de mi madre, había pospuesto una y otra vez la expedición por el Magdalena que llevaba un tiempo planeando. Había pasado buena parte del año de un humor introspectivo, buscando soluciones para mi madre, pensando en su pasado, recordando a mi padre, rememorando los tiempos en los que me parecía inconcebible que mis padres sufrieran una pérdida gradual de su dignidad e independencia, cuando nada sabía de las patologías asociadas con el deterioro mental y consideraba que la memoria era una fuente de misterio y asombro.

Mis otrora rimbombantes nociones sobre la memoria databan de mi adolescencia, cuando tuve acceso a los escritos multidisciplinares de una brillante generación de historiadores de la cultura vinculados con el instituto Warburg de Londres. Un día descubrí un libro curioso y absorbente de Frances Yates, titulado El arte de la memoria, que rastreaba el impacto que había tenido en la Edad Media y en el Renacimiento un elaborado sistema mnemotécnico concebido por los antiguos griegos. Por entonces era incapaz de entender los pormenores de la argumentación sumamente abigarrada y sutil de Yates. Pero me atrapó la idea de que unos filósofos ocultistas adaptaran para sus fines esotéricos un sistema que en su origen se había inventado con un propósito puramente práctico. Empecé a ver en la memoria una clave para la comprensión de los secretos de la vida.

Más adelante pasé muchos años de estudiante encerrado en el instituto Warburg, en cuyo portal estaba inscrito el nombre de la antigua diosa de la memoria: Mnemósine. El nombre se convirtió en un recordatorio cotidiano de que la memoria era el factor central de nuestras vidas, madre de las musas y raíz del saber. La sensación de que cada vez que entraba en el instituto me embarcaba en una aventura intelectual inspiró mi ambición inicial de convertirme en profesor universitario.

La ambición se desvaneció durante los años que dediqué a una tesis de doctorado. El mundo universitario que había considerado un ámbito intelectual vasto y creativo se volvió ruin y limitado. Cuando se descubrió que mi supervisor de tesis y principal referencia era un exespía soviético, me vi obligado a tomar una decisión que ya tenía tomada a medias. Inicié una vida independiente dedicada a viajar y escribir. Al combinar las dos actividades, podía explorar temas académicos con la libertad y frescura que tanto había admirado en los mentores intelectuales de mis años de instituto.

El amor al arte y la arquitectura, así como el deseo de visitar tantos países como fuese posible, impulsaron mis primeros viajes. Pero al cabo empecé a centrarme en España y Latinoamérica y a dejarme llevar no tanto por los objetos como por la gente y la naturaleza. También empecé a abrigar la idea de que un viaje es una progresión metafórica parecida a la de los jardines filosóficos que me obsesionaban de niño. Recuerdo haber visitado con mis padres un jardín italiano en el que el agua de un manantial elevado corría cuesta abajo para extenderse por un laberinto de canales y lagunas que desembocaban en un estanque gigante, emblema del mar hacia el que fluyen todas las vidas.

Cuanto más viejo me hacía, más apreciaba el papel que desempeñaban los viajes como estímulos del recuerdo y el modo en que aún los viajes a nuevos lugares despertaban recuerdos de regiones vistas en un pasado cada vez más remoto. Estaba entrando en una etapa de mi vida en la que los deseos de viajar, lejos de verse disminuidos, se exacerbaban con fuerza. Presenciar el desmoronamiento de mis padres me supuso una lección y sacó a la luz una frase latina que, habiendo recibido una educación clásica, se encontraba tan incrustada en mi conciencia como el nombre de Mnemósine: carpe diem.

Para cuando me crucé con Gabriel García Márquez en enero de 2010, Colombia se había convertido en el foco principal de mis deseos de viajes lejanos. Sus ecos de la antigua España satisfacían mi creciente nostalgia, mientras que el júbilo de su mundo caribeño me parecía una necesaria afirmación de la vida. Si bien me era imposible alejarme durante largos periodos de Europa, pues mi madre insistía en seguir viviendo sola, en julio me permití una breve visita de ida y vuelta a Colombia. Me habían invitado a las celebraciones que marcaron el bicentenario de la independencia del país.

Esas festividades coincidieron con los últimos días en el poder del presidente Álvaro Uribe, que deseaba ser recordado como el hombre que había conseguido la estabilidad en el país después de dos siglos casi constantes de lucha interna. Como parte de su programa de relaciones públicas, me llevaron en helicóptero a una aldea indígena modélica situada en la cadena de Sierra Nevada de Santa Marta, donde Uribe pronunció un discurso ante la tribu sobre cómo aquel paraíso terrenal se había librado de las guerrillas, los paramilitares y los narcotraficantes que antes lo asolaban. Pero para mí el momento culminante llegó cuando trepamos a un recóndito santuario de aves, donde, cuando paró la lluvia torrencial, se reveló en el ocaso un panorama épico de nieve, selva y mar.

En ese momento entreví por primera vez el Magdalena: un leve destello de oro que corría junto a las luces distantes de Barranquilla. A la mañana siguiente, al regresar en avión desde la costa a Bogotá, volví a ver el río y pude rastrear la oscura cinta de su superficie desde el llano del estuario hasta el valle sumamente largo que divide las cordilleras oriental y central de los Andes. Luego el avión viró y el paisaje desapareció entre las nubes. Oculto bajo su manto, en alguna parte hacia el sur, estaba el nacimiento del Magdalena. Aunque ni García Márquez, ni los primeros exploradores de Colombia, ni ninguno de los viajeros que habían inspirado mi interés en el río habían llegado allí, estaba decidido a hacerlo. Imaginaba el nacimiento como el destino final de mi próximo viaje, el mítico manantial donde Mnemósine saludaba a los viajeros al término de sus vidas.

El estado de mi madre empeoró rápidamente a partir de julio en adelante, pero mi hermano mayor y yo, eternos indecisos, no estábamos seguros de qué debíamos hacer al respecto. Las numerosas consultas con médicos y hospitales no resolvieron el problema, pero al menos me proporcionaron una mejor comprensión de la fisiología de la memoria. Se me explicó que la memoria, más que un complemento para la imaginación y el alma, era un mecanismo ordenado que contaba con millones de neuronas prestas a dispararse en distintas partes del cerebro, produciendo tipos específicos de memoria: de corto o largo plazo, explícita, implícita, episódica y semántica.

Mientras que el cerebro de mi padre había padecido placas y ovillos neurofibrilares, en los dos casos anormalidades vinculadas con las proteínas, el de mi madre, según me comunicaron, exhibía síntomas de deterioro vascular normal. Si continúa sin hallarse una cura para la demencia y el alzheimer, se espera que un tercio de la población mundial acabe como ella de aquí a mediados de siglo.

Los médicos nos aseguraron a mi hermano y a mí que hacíamos lo mejor al permitirle a nuestra madre, siempre de carácter independiente, seguir viviendo en la casa donde había pasado más de cincuenta años. No por ello, sin embargo, disminuía nuestro miedo de una crisis inminente. Nos quedábamos mirándola como espectadores impotentes mientras ella se replegaba en una versión cada vez más distorsionada de su pasado.

Italiana de nacimiento, mi madre había vivido principalmente en Londres desde que se había casado con mi padre, angloirlandés, a finales de la Segunda Guerra Mundial. Cuando se conocieron, ella era actriz en una compañía siciliana de teatro ambulante, pero después se convirtió en un ama de casa de costumbres sumamente rígidas. Desde que tengo memoria llevaba un corte de pelo al estilo paje y mantenía una rutina tan invariable que yo sabía, pongamos, que los lunes se lavaba la ropa y los domingos había pimientos rellenos para cenar. Mi madre desconfiaba de la espontaneidad, aun en el caso del entretenimiento, que se limitaba a las cenas con invitados los sábados, las idas al cine o al teatro los viernes, una dieta de televisión harto reducida —principalmente documentales sobre la naturaleza, debates políticos y adaptaciones de novelas clásicas— y, sobre todo, lectura.

Todas las tardes a partir de las cinco, se sentaba a leer en un sillón, con los pies sobre un taburete y las piernas envueltas en una manta. Empezaba por el periódico —siempre el conservador The Daily Telegraph—, para luego pasar a una novela, un libro de memorias o, muy de vez en cuando, una biografía. Había libros que leía una y otra vez, incluido En busca del tiempo perdido de Proust, del que se sabía partes casi de memoria. Muchos de sus autores favoritos eran italianos contemporáneos suyos como Leonardo Sciascia, Primo Levi y Natalia Ginzburg, cuyos escritos sin duda le ayudaron a mantener viva la memoria de su educación itinerante.

Si bien llegó a hablar inglés casi con más soltura que su lengua nativa, mi madre continuaba salpimentando su conversación con frases en italiano y dichos familiares como los que componían las peculiares memorias de Natalia Ginzburg, Léxico familiar. También tenía en común con Ginzburg una familia llena de parientes y antepasados excéntricos de Italia del norte. De ella sacaba anécdotas cada vez que se presentaba la ocasión.

Mis dos padres eran incorregibles contadores de anécdotas sobre ellos mismos y sus familias. Nos obligaban a mi hermano y a mí, e incluso a nuestros amigos, a escuchar historias que habíamos oído cientos de veces, pero que nunca podíamos acallar, aun cuando murmurábamos que ya las conocíamos o mostrábamos sin disimulo nuestro aburrimiento. Peor aún, las historias provenían de un repertorio que poco a poco fue reduciéndose con arreglo a las emociones menguantes que experimentaban mis padres en los últimos años de sus vidas. En el caso de mi madre, las historias se centraban en unos cuantos incidentes claves que abarcaban hasta la época en que mi hermano y yo éramos pequeños. La ambientación era invariablemente italiana.

Después de la enfermedad y muerte de mi padre, la vida de mi madre quedó casi totalmente vacía. Ya no invitaba a nadie a cenar, odiaba que las visitas inesperadas le arruinaran sus rutinas y limitó sus salidas por Londres a alguna que otra salida al teatro. Se refugió más que nunca en las novelas y los libros de memorias.

Pero de pronto la memoria empezó a fallarle y fue perdiendo paulatinamente la capacidad de leer. Hasta los ochenta y seis años, fue una mujer bella e independiente, capaz de vivir sola, sin necesidad de estímulos exteriores, siempre vestida con elegancia, en perfecto estado salud y con una apariencia mucho más joven que sus años. Si hubiera muerto entonces, en un sueño tranquilo, después de pasar una tarde con uno de sus hijos, habría podido darse por satisfecha. Pero de allí en adelante la obra perfecta que había procurado que fuera su vida empezó a resquebrajarse.

El primer síntoma de decadencia mental fue la paranoia. Empezó a creer que la asistenta filipina a la que había empleado a regañadientes le robaba. Despidió a esa asistenta, contrató a otra, se deshizo también de la segunda y al cabo decidió encargarse ella misma de todas las tareas domésticas, lo que la dejaba más cansada que nunca y, en consecuencia, más propensa a padecer los ataques de furia e histeria que anunciaban una segunda fase de su enfermedad, y a los que por lo general seguían breves momentos de tristeza y arrepentimiento, cuando se daba cuenta de que el notable autocontrol que hasta entonces había dado solidez a su vida, permitiéndole mantener una apariencia de cortesía delante de los demás, estaba desapareciendo.

«No me estoy volviendo loca, no me estoy volviendo loca», decía una y otra vez, y entretanto empezó a perderlo todo: las llaves, las joyas, el oído, la razón, la ropa, la tranquilidad, las ganas de vivir. Dijo que se mataría si solo supiera cómo hacerlo, y me preguntó si ingerir cera para zapatos sería un buen método.

Pronto empezó a detectar presencias extrañas en la casa: invitaba a desayunar a un hombre imaginario, despedía a mi padre muerto cuando se iba a trabajar, echaba un vistazo a la antigua habitación de sus hijos en busca de unos niños a los que llamaba «los chicos». Me telefoneaba para decirme con pánico: «¡Los chicos salieron temprano por la mañana y aún no han vuelto!». Yo tenía que recordarle que era uno de ellos y que me encontraba sano y salvo, aunque su estado me preocupaba y pensaba que no debería seguir viviendo sola. «¡No me pasa nada!», gritaba y me colgaba de golpe.

Su menguante memoria episódica reveló traumas profundos y una sensación subyacente de culpa: revivía de continuo el momento en que, estando embarazada de mí, una ola enorme la había revolcado bajo el agua; también decía que había matado a mi padre al mandarlo a vivir a un asilo durante sus últimos meses.

Estaba claro que, más que nada en el mundo, le aterraba sufrir un destino como el de mi padre. No soportaba la idea de vivir con nadie más que con sus hijos. Despidió a todos los profesionales que contraté para cuidarla durante el día e intentó por todos los medios seguir empleándose en las rutinas domésticas que llevaba cumpliendo medio siglo. Incluso mantuvo la costumbre de sentarse a leer, aun cuando se quedaba mirando largo rato una misma página, sin procesar casi nada. Existía solo gracias a su memoria implícita, la memoria que nos permite funcionar sin pensar.

En un intento de desenterrar los recuerdos felices del pasado, me senté con ella a hojear los álbumes de fotos familiares de los últimos sesenta años. Descubrí entonces la confirmación adicional de un hecho que había notado más de una vez en 2010: mi madre había perdido prácticamente todo sentido del tiempo y el espacio. Se quedaba mirando unas fotos tomadas en una playa italiana en 1955 y creía que eran de unas vacaciones recientes. Miraba fotos de su casa del norte de Londres, la cabaña alpina de mi hermano en Italia y el pueblo español en el que principalmente yo llevaba viviendo los últimos años y creía que todos los sitios estaban en el mismo país.

Al cabo no se hacía una idea clara de dónde estaba ella, o quién era yo, más allá de resultarle gratamente familiar la casa y saber que yo era un ser querido. En cierto momento empezó a tomarme por su marido. «Ah, mira, aquí sales tú», decía, señalando una foto tomada en la playa donde yo aparecía como un bebé con rizos; pero no me señalaba a mí sino a mi apuesto padre de treinta años, que me llevaba en brazos.

A mis cincuenta y pico años, me costaba aceptar que me confundiera con mi joven padre, y la confusión también provocaba muchos celos en mi madre cuando yo me marchaba al extranjero o me ausentaba todas las noches en casa de otra mujer —«¿No te das cuenta de lo insultante que es?», decía—. Pero aquello tuvo al menos un efecto positivo. Mi padre, en quien paulatinamente había dejado de pensar desde que murió de alzhéimer a la edad de setenta y seis años, regresó como una sombra.

Había sido un padre amable y generoso, si bien distante, con el que solo tuve un poco de intimidad cuando su memoria empezó a fallar. Después de unos cuantos años de inseguridad al acabar la guerra, se había asentado en un empleo estable como abogado corporativo de la Shell, lo que le reportaba grandes sumas de dinero, pero le obligaba a volver a casa siempre tarde y preocupado, con poco tiempo para nada salvo mi madre, a quien adoraba sin reservas y con quien nunca discutía. La sensación de exclusión que a veces yo sentía en Londres solía desaparecer durante las vacaciones familiares, cuando atisbaba la verdadera personalidad de mi padre, o al menos cómo había sido su manera de ser antes de verse limitado por el trabajo y las rutinas draconianas de mi madre. Entonces se convertía en la persona de la que me habían hablado sus amigos de universidad: alguien siempre dispuesto a aceptar un reto, motivado por sus pasiones y propenso a ponerse a bailar como un loco. Aquella noche en Cartagena, al ver a García Márquez levantarse gozosamente, había recordado una de las imágenes más recurrentes de mi padre: el recuerdo de aquella ocasión en que había echado a correr con alegría por el hipódromo de Epidaurus, granjeándose una regañina de mi madre, que le había dicho que a su edad debía tener más cuidado, pues era peligroso darle tanto trabajo al corazón.

Pese al aparente éxito de mi padre, debió de vivir constantemente frustrado. Lo que sin duda más lamentaba era no haber luchado por las ambiciones literarias que tuvo desde la adolescencia hasta que fue demasiado tarde. Los años dedicados a la Shell le valieron reconocimiento en su especialidad legal, un buen sueldo e incluso la Orden del Imperio Británico. Pero siempre anhelaba dejar el trabajo y dedicarse a escribir. Al final de la cincuentena, cuando ascendieron antes que él a colegas con mucha menos experiencia, decidió que ya estaba bien. Se jubiló por anticipado y se sumergió en el primero de varios proyectos que venía madurando desde hacía años.

Ya se le tenía por un escritor de informes legales lúcidos y concisos. Creía que esos dones alcanzarían para escribir un libro que reuniera los pensamientos comunes de un hombre común, según él lo entendía. Era lo bastante iluso como para creer que alguien querría leer un libro así, por no hablar de publicarlo. Se indignó al ver que ni siquiera mi madre mostraba el menor interés en el proyecto durante sus años de gestación. Se le partió el alma al recibir docenas de cartas de rechazo. Pero pronto se entusiasmó con otro proyecto, similarmente condenado al fracaso: un libro basado en la correspondencia de su padre dedicado a la construcción de ferrocarriles. Al final, con mi aliento, creó el libro que había deseado escribir más que ningún otro: unas memorias sobre su experiencia como oficial de inteligencia del ejército británico en Italia.

A esas alturas, no me esperaba una obra maestra literaria, sino más bien un relato honesto escrito para sus hijos y nietos sobre un periodo que claramente había constituido los años claves de su vida. También había imaginado un documento histórico interesante que complementara el famoso libro de su colega Norman Lewis, Nápoles 1944. Pero el manuscrito que al cabo me mostró revelaba poco, estaba escrito con torpeza y adolecía de toda emoción y hondura. Al pensar en ello más tarde, caí en la cuenta de que su mente ya estaba afectada por el alzhéimer.

Es probable que no hubiera escrito sus memorias en absoluto de no haber sido por una costumbre suya de toda la vida, cuya importancia por fin empezaba a resultarme clara. Al menos desde su adolescencia, mi padre dedicaba un tiempo todas las noches a escribir su diario. A lo largo de los años había acumulado diarios que sumaban miles de páginas, todos guardados en carpetas y archivados cronológicamente. Empecé a sospechar que, desde muy joven, mi padre había intuido que en el futuro perdería la memoria y había apuntado y consignado metódicamente sus acciones y reflexiones cotidianas anticipando el día en que la vida entera le resultara un borrón.

Después de su muerte, resistí durante largo tiempo la tentación de revisar sus papeles personales, intimidado por su enorme cantidad y por una caligrafía casi tan difícil de descifrar como la mía. Pero, a fines de 2010, cuando pasaba mucho tiempo en la casa londinense de mi madre, me distraje husmeando en los cajones de mi padre. Esperaba descubrir una chispa de talento literario en su pasado remoto. Estuve a punto de abandonar la tarea al leer un par de ampulosos cuentos autobiográficos de su juventud, pero al abrir los diarios me llevé una grata sorpresa. Daban muestras de una fluidez y una emoción totalmente ausentes en sus posteriores intentos de resumirlos. Al acompañar a mi padre desde un cuartel deprimente situado en las afueras de Winchester hasta una Sicilia de colores exóticos y sol radiante, sentí que yo también me embarcaba en un viaje de enorme importancia. Un viaje de descubrimiento en pos de un hombre que apenas conocía.

El año tocaba a su fin. Mi atención se repartía entre la Sicilia de la guerra, la Colombia actual y el mundo ilocalizable de mi madre. Pasaba el tiempo sentado frente a ella en el sofá, absorto en un diario de 1943 encuadernado en cuero, mirándola de vez en cuando mientras sus ojos subían y bajaban repetidamente por la misma página del periódico.

Ya no vivía sola. Una serie de cuasi explosiones en la cocina, seguidas de una grave caída de la cama, no la dejó más alternativa que aceptar un cuidador de tiempo completo. Para mi sorpresa, no puso objeciones. Había dejado atrás el infierno de entender a medias lo que le ocurría y estaba en la fase más feliz en la que, al parecer, no se enteraba de nada en absoluto. Como su estado había mejorado pude plantearme más seriamente la posibilidad de hacer un largo viaje remontando el Magdalena. Me decidí y compré un billete de avión a Barranquilla para principios del año nuevo.

Entonces surgieron otros problemas. Colombia estaba siendo azotada por La Niña, un fenómeno climático cíclico con lluvias devastadoras que, según las previsiones, continuarían durante toda la supuesta temporada seca, desde enero hasta marzo. Se estimaba que las enormes inundaciones ya habían dejado a unos dos millones de personas sin hogar en el estuario del Magdalena, mientras el caudal del río descendía a razón de quinientos metros cúbicos por segundo.