El ladrón de tatuajes - Alison Belsham - E-Book

El ladrón de tatuajes E-Book

Alison Belsham

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Beschreibung

El thriller más impactante y adictivo de la temporada. Un inspector al frente de su primer caso.Una tatuadora con un oscuro secreto.Y un asesino afilando su cuchillo para volver a la caza. Un cuerpo desollado en un contenedor de Brighton es una mala noticia. Pero también la oportunidad perfecta para que un ambicioso policía recién ascendido pueda demostrar a sus superiores que la confianza que han depositado en él está justificada —y de paso cerrar la boca a su compañero, con más años de servicio y resentido por no haber sido promocionado para el puesto—. Así que el inspector Francis Sullivan necesita a toda costa resolver el crimen, obra de uno de los más salvajes y retorcidos asesinos en serie de la historia del país. Como descubrirá enseguida, la pieza clave tiene nombre y apellido, Marni Mullins, la tatuadora que encontró el cadáver y que lo sabe absolutamente todo sobre la extraña alquimia de la sangre y la tinta. Pero Marni tiene un tormentoso pasado y motivos de sobra para desconfiar de la justicia... El ladrón de tatuajes es un vertiginoso y adictivo thriller rebosante de oscuridad y con toda la potencia narrativa de los mejores exponentes del género.

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Seitenzahl: 465

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Edición en formato digital: octubre de 2018

 

Título original: The Tattoo Thief

En cubierta: fotografía de Zoomar GmbH / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Alison Belsham, 2018

© De la traducción, Virginia Maza

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17624-16-3

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Rupert y Tim,

mis muchachos radiantes

 

Uno y dos, la carne adiós,

tres y cuatro, te doy un tajo,

cinco y seis, tatuaje no ves,

siete y ocho, voy a por otro.

I

El hombre está inconsciente, le levanto por la espalda la camiseta, que está empapada de sangre, y dejo a la vista un tatuaje sublime. La fotocopia que llevo en el bolsillo está muy arrugada ya, pero aún puedo compararla con la imagen de la piel. Por suerte, la farola da bastante luz para ver los dos dibujos a la vez. Un tatuaje polinesio de formas redondeadas y en negro sólido le adorna el hombro izquierdo, con una elaborada cara tribal que me mira desde el centro con el ceño fruncido. De los bordes salen proyectadas un par de alas estilizadas. Una de ellas le baja por el omoplato y la otra le atraviesa hasta el lado izquierdo del pecho. Todo está manchado de sangre.

Las imágenes coinciden. Es él.

Todavía tiene pulso en el cuello, pero es tan débil que no me dará problemas. Es fundamental hacer el trabajo cuando el cuerpo aún está caliente. Si se enfría, la piel se tensa y la carne se endurece. Eso lo hace todo más difícil y no puedo permitirme ningún error. Por supuesto, al desollar un cuerpo vivo, acaba habiendo mucha más sangre. Pero la sangre no me importa.

Tengo la mochila cerca, la tiré por ahí cuando lo metí entre los arbustos. La verdad es que fue bastante fácil, el parque está vacío a estas horas. Solo me hizo falta darle un golpe por detrás en la cabeza para que cayera de rodillas. Sin ruido. Sin escándalo. Sin testigos. Ya lo había visto venir por aquí al salir del pub y sabía dónde encontrarlo. Qué tonta es la gente. No sospechó nada, ni siquiera cuando fui hacia él con una llave inglesa en la mano. Segundos más tarde, tenía una herida en la sien, y la sangre, derramada por el suelo. No podía haber ejecutado el primer paso de forma más impoluta.

Una vez que lo tuve en el suelo, le pasé las manos por debajo de las axilas y lo arrastré tan rápido como pude sobre el empedrado. Quería esconderme entre los matorrales, para que no nos vieran. Pesaba mucho, pero estoy fuerte y conseguí meterlo por un hueco entre dos laureles.

El esfuerzo me ha dejado sin aliento. Extiendo las manos, con las palmas hacia abajo. Se aprecia un ligero temblor. Aprieto los puños y vuelvo a extender los dedos. Las manos aletean como mariposas nocturnas, como aletea mi corazón contra las costillas. Lanzo una maldición en voz baja. Necesito que la mano esté firme para cumplir mi tarea, pero tengo la solución en un bolsillo de la mochila: una caja de pastillas y una botella de agua. Propranolol, el betabloqueante favorito de los jugadores de billar. Me trago un par y cierro los ojos, esperando a que hagan efecto. Cuando vuelvo a comprobarlo, el temblor ha desaparecido. Ya puedo empezar.

Respiro hondo, meto la mano en la mochila y palpo el estuche de los cuchillos. Me gusta el tacto suave del cuero, que deja presentir el acero. Anoche estuve afilando las hojas con mimo. Fue como si intuyera que hoy iba a ser el día.

Dejo el estuche sobre la espalda del hombre y desato los cordones. El cuero se despliega con un suave tintineo de metal, las cuchillas frías en la yema de los dedos. Elijo el cuchillo de mango corto que utilizaré para los primeros cortes y marco el contorno de la piel que voy a desprender. Después, para el desollamiento en sí, utilizaré uno más largo de hoja curva. Los compré en Japón y me costaron una pequeña fortuna. Pero lo valen. Los fabricaron empleando las mismas técnicas que se utilizaban para las espadas de los samuráis. Gracias al acero templado, puedo cortar con rapidez y precisión; es como si estuviera esculpiendo en mantequilla.

Dejo los demás cuchillos en el suelo, al lado de su cuerpo, y vuelvo a tomarle el pulso. Es aún más débil que antes, pero sigue vivo. La cabeza no deja de gotear sangre, aunque más despacio. Hora de hacer un tajo rápido y profundo en el muslo izquierdo. Ni espasmos, ni respiraciones fuertes, tan solo un rezumar constante de sangre oscura y resbaladiza. Dios, que no se mueva mientras corto.

Ha llegado el momento. Con una mano, tenso la piel y practico la primera incisión. Dejo resbalar el filo rápidamente desde la parte superior del hombro y a través de los ángulos prominentes del omoplato, siguiendo el contorno del dibujo. La hoja deja tras de sí una estela roja que se siente caliente al caer sobre los dedos. Contengo la respiración mientras el cuchillo se abre paso, saboreando el estremecimiento que me sube por el espinazo y la ráfaga de sangre caliente que me golpea entre las piernas.

El hombre estará muerto para cuando termine.

No es el primero. Y tampoco será el último.

Capítulo 1Marni

Las agujas se clavaban en la piel tan rápido que el ojo no podía distinguirlas y dejaban tinta negra en la dermis y atrás, sobre la superficie, un ramillete de rosas de sangre rezumante. Cada pocos segundos, Marni Mullins limpiaba las gotas con un trozo de papel absorbente, para ver mejor los trazos sobre el brazo de su cliente. Después de untar un poco de vaselina, volvía a hundir las afiladas puntas en la carne y dibujaba una nueva línea negra destinada a durar para siempre. La alquimia de la sangre y de la tinta.

Marni intentaba refugiarse en su trabajo, dejándose transportar por el zumbido y la vibración suave de la máquina que sostenía en la mano. Era una forma de evadirse, aunque fuera por un tiempo, de los recuerdos que la atormentaban y de todo aquello que jamás podría olvidar.

Negro y rojo. Así era el motivo que estaba dejando clavado en la piel del lienzo. Su cliente se estremecía bajo la presión de las agujas y se retorcía cada vez que Marni le inmovilizaba el brazo con la misma mano que le pasaba por encima para limpiarlo. Sabía muy bien cuánto le estaba doliendo, ¿o no había aguantado ella también muchas horas en el extremo afilado de la máquina? Lo compadecía, pero ese era el precio que había que pagar: un momento de sufrimiento por algo que iba a llevar consigo toda la vida. Algo que nunca podrían arrebatarle.

Se apartó un mechón de pelo negro de la frente con el antebrazo y maldijo en voz baja cuando, acto seguido, se volvió a deslizar por delante de sus ojos. Torció la boca para echarlo a un lado con un soplido y metió la aguja de siete puntas en un tarrito con agua para cambiar la tinta negra por otra de gris pizarra.

—¿Marni?

—Dime, Steve, ¿qué tal lo llevas?

El hombre estaba tumbado bocabajo sobre la camilla y giró la cabeza para mirarla, parpadeó y le hizo un mohín.

—¿Podemos hacer un descanso?

Marni se miró el reloj. Llevaba trabajando con él tres horas seguidas; al darse cuenta, sintió de pronto toda la tensión que llevaba acumulada en los hombros.

—Claro, por supuesto. —Tres horas del tirón eran muchas para una sesión, incluso para alguien habituado—. Has aguantado como un jabato —añadió y dejó la máquina en el carrito que tenía junto a su taburete.

Siempre les decía lo mismo a todos, tanto si habían aguantado como jabatos como si no... Y Steve, con tanto moverse y quejarse, no era de los que sí, eso desde luego.

Pero ella también necesitaba tomar un descanso, porque empezaba a sentir claustrofobia. Siempre le pasaba lo mismo en las convenciones, metida en esos salones con luz artificial, aire viciado y el ruido de la gente. No había ventanas ni forma de saber si fuera era de día o de noche, y Marni necesitaba ver el cielo, necesitaba verlo siempre, daba igual dónde estuviera. Ahí dentro, casi no se podía respirar y hacía mucho calor, el salón de actos estaba atestado de cuerpos en proceso de ser tatuados y de curiosos apiñados para observar las agujas. Y todo eso al ritmo machacón de la música rock y el rechinar constante de las máquinas de tatuar sobre la piel ensangrentada.

Cogió aire y movió la cabeza de un lado a otro para descargar el cuello. El olor penetrante a tinta mezclada con sangre y desinfectante saturaba el ambiente. Se quitó los guantes de látex negros y los lanzó a una bolsa de basura. Steve estiraba y doblaba el brazo al tiempo que cerraba y abría el puño para que volviera a circularle la sangre. Cuando empezó a tatuarlo, no estaba así de pálido.

—Ve por algo de comer. Nos vemos aquí dentro de media hora.

Marni envolvió rápidamente el dibujo sanguinolento en papel film para que no entrara en contacto con suciedad y le señaló a Steve la cafetería. En cuanto el hombre se marchó, se abrió paso a empujones por las escaleras entre grupos de gente, llegó a la planta baja y salió corriendo al exterior por una salida de emergencia. Apoyó la espalda contra la fría pared de cemento y cerró los ojos, centrada en relajarse, en conseguir que el peso de la multitud y del edificio entero dejara de oprimirle el pecho.

Abrió los ojos y pestañeó. El alumbrado artificial del salón de actos había dado paso a la deslumbrante luz del sol. Unas gaviotas planeaban sobre su cabeza, chillándose entre ellas, y, al final de la solitaria bocacalle, asomaba centelleante un seductor pedazo de mar. Saboreó el aire salobre y arqueó la espalda hasta que le hizo daño. Movió los hombros en círculos y le crujieron los huesos. Se tuvo que preguntar si se estaría haciendo mayor para tatuar, pero no sabía hacer otra cosa..., y lo cierto era que no quería dedicarse a nada más, qué narices. Llevaba tatuando desde que tenía dieciocho años, de eso hacía ya diecinueve, y en ese tiempo había grabado kilómetros cuadrados de piel.

Mientras metía la mano en el bolso para buscar un paquete de tabaco, Marni echó a andar a través del laberinto de callejuelas de los Lanes de Brighton. Era puente y los callejones estaban atiborrados de turistas que se movían atraídos como urracas por el brillo de las joyas de época y por las tiendas de antigüedades, o en busca del par de zapatos Brogue o del vestido ideales para esa boda, en una de las tiendas chic del barrio. En sus cafeterías preferidas no cabía ni un alfiler, pero le dio igual. Aquel día prefería tomar su chute de cafeína al aire libre, así que salió de los Lanes por North Street para atajar hacia el café-terraza de Pavilion Gardens.

Al llegar, vio que de la ventana de atención al público salía una cola larguísima y pensó que seguramente se le iba a hacer tarde para volver con Steve, pero que merecía la pena poder respirar aire fresco un par de minutos más. Miró hacia el cielo. Azul celeste. Aquel no era el azul claro y brillante de los días de verano; era un suave violeta diluido por hebras de nubes que parecían derretirse y desvanecerse hacia un horizonte gris y brumoso que se fundía con el mar. Todo era perfecto para un puente de primavera.

—¿Qué va a ser, guapa?

—Un americano. Que sea doble.

—De acuerdo.

—Y un muffin —añadió por si acaso. Tenía bajo el azúcar. No era lo mejor que podía comer una diabética, pero ya ajustaría luego la dosis de insulina para compensarlo.

Del Royal Pavilion salían grupos de excursionistas, charlando animadamente y cautivados por lo que acababan de ver dentro. Era un verdadero palacio de Disney construido durante la Regencia, una tarta de boda formada por un batiburrillo de cúpulas de cebolla, torres puntiagudas y estuco de un color crema apagado. Verlo le hacía pensar siempre en Sherezade y en Las mil y una noches. Marni se había enamorado de ese lugar el mismo día en que llegó a Brighton. Suspiró y se dispuso a buscar un sitio para sentarse. Todos los bancos estaban ocupados y la gente se repartía por el césped, comiendo y bebiendo, riendo o tomando relajada el sol.

Entonces lo vio a él y sintió una punzada en el estómago. Se giró como un rayo hacia la ventanilla y cruzó los dedos esperando que no la viera. Esa mañana no estaba de humor para hablar con su marido. Su exmarido, para ser exactos: un hombre impredecible en el mejor de los casos y siempre complicado, que despertaba emociones de lo más enfrentadas. Se habían casado cuando ella solo tenía dieciocho años y llevaban separados doce, pero no había un solo día en que no pensara en él. La custodia compartida no hacía más que complicar una relación que parecía hecha para ilustrar el concepto de amor-odio.

Se aventuró a echar otra ojeada y vio a Thierry Mullins cruzando el césped con paso airado y cara de pocos amigos. Era como si se escondiera de alguien, sin dejar de mirar hacia atrás y de un lado a otro. ¿Qué estaría haciendo ahí? Era uno de los organizadores de la convención y no debería moverse del sitio.

—Dos libras con cuarenta.

Marni pagó el café, cogió el vaso de plástico y se dirigió discretamente hacia la otra punta de la terraza, para que Thierry no la viera. Encendió un cigarrillo, con las manos temblando por la adrenalina. ¿Por qué la alteraba todavía de aquella manera? Llevaban más tiempo divorciados del que habían estado casados, pero él estaba exactamente igual que la primera vez que lo vio. Era alto, delgado y con una cara bonita, y llevaba la espalda cubierta por los tatuajes que habían hecho nacer su fascinación por ese arte vivo, una fascinación que iba a acompañarla toda la vida. Si bien había veces que hacía por evitarlo, otras muchas se sentía atraída hacia él. Habían estado a punto de volver un par de veces, hasta que su instinto de autoprotección le había hecho pisar el freno, pero había perdido la esperanza de dejar atrás esa relación. Cerró los ojos, esperando a que los químicos hicieran su efecto.

Apagó la colilla sobre los posos del café, miró alrededor en busca de una papelera y vio un contenedor de plástico verde en la parte de atrás del local. Pisó el pedal para levantar la tapa y, al echar el vaso dentro, la golpeó una vaharada de aire pútrido. El hedor era mucho peor que el que cabría esperar del cubo de basura de un parque un día de no demasiado calor. Al mirar dentro, la bilis le subió a la boca y, al instante, deseó no haberlo hecho.

Entre latas de refresco aplastadas, periódicos viejos y envoltorios de comida rápida, vio algo: unas formas lívidas y tersas entre las que no tardó en reconocer un brazo, una pierna y un torso. Era un cuerpo humano y muerto, sin lugar a dudas. Algo se movía; era una rata que mordisqueaba el borde de una herida ennegrecida. Molesta por la violenta irrupción de la luz del día, desapareció entre la basura, dando chillidos.

Marni se echó para atrás y dejó caer la tapa.

Se marchó.

Capítulo 2Francis

Francis Sullivan cerró los ojos con la oblea consagrada pegada al paladar. Intentó centrar la atención en los murmullos de los oficiantes y de los feligreses que lo rodeaban, pero tenía la cabeza puesta en otro lado.

«Inspector jefe Francis Sullivan».

Las palabras se deslizaron por la lengua, pero no las dejó salir de ahí. Ese iba a ser él a partir del día siguiente, su primer día en el puesto. A los veintinueve años, el fulminante ascenso lo había convertido en el inspector jefe más joven del cuerpo de policía de Sussex. La idea lo ponía mucho más nervioso que el primer día de instituto. Era algo bueno, pero también aterrador. Suponía un enorme voto de confianza por parte de sus superiores. Por supuesto, había superado todos los exámenes necesarios con excelencia y había estado bien ante el tribunal, pero ¿no lo ascendían demasiado rápido y con una experiencia relativamente escasa para el cargo? ¿Sería porque su padre era un afamado consejero de la reina? Odiaba pensar en eso.

Su nuevo superior, el comisario Martin Bradshaw, no parecía estar precisamente entusiasmado cuando le comunicó a Francis el ascenso. Tampoco lo había felicitado, así que se preguntaba si Bradshaw había estado de acuerdo con la decisión o si los demás miembros del tribunal lo habrían forzado a aceptarla sin discusión.

Le vino a la cabeza la imagen de Rory Mackay y sintió un vuelco en el estómago. Sargento Rory Mackay. Habían echado por tierra sus aspiraciones al puesto y ahora iba a ser su número dos. Lo había conocido hacía una semana, cuando los presentaron oficialmente en el despacho del jefe. El sargento, que contaba con una experiencia infinitamente mayor que la suya, dejó claro como el agua que a él no lo había deslumbrado y estuvo todo el tiempo con la misma cara que pondría si mordiera una manzana y encontrara medio gusano dentro. Francis había mantenido la calma con educación e indiferencia (era muy consciente de los riesgos de mostrarse demasiado cercano con el equipo), pero se dio cuenta de que aquella relación iba a ser peliaguda.

Ese hombre estaba deseando que fallara y Francis sabía que no era el único.

—La sangre de Cristo.

Abrió los ojos y levantó la cabeza para beber un sorbo de vino del cáliz.

—Amén —susurró.

Que así sea.

¿Acaso era demasiado pronto? Había estado tranquilo y seguro de sí mismo durante todo el proceso de selección. Hacer exámenes jamás le había supuesto ningún problema, pero ¿sus resultados sobre el papel habrían creado unas expectativas que le resultaría complicado cubrir? En el cuerpo, se contaban muchas cosas sobre los peligros de tener un ascenso demasiado rápido. Él mismo había oído algunas historias en la cafetería, fueran ciertas o no. Era como querer correr antes de saber andar. El peligro estaba en no conseguir resultados. No le haría falta cometer un error garrafal para acabar apartado, bastaban un par de casos difíciles que se quedaran parados.

La inquietud enturbiaba la alegría por lo que había conseguido. «Inspector jefe Francis Sullivan». No había pegado ojo desde que le dieron la noticia y había perdido la concentración que tanta falta le hacía ahora. Maldita sea. Puede que fuera un novato, pero no era tonto. Iba a estar al frente de un equipo que no lo veía preparado para el puesto. Sus hombres no creían en él, así que tenía que ganárselos desde el primer día y desde el primer caso. Si fallaba, les estaría dando la razón. Bradshaw y Mackay podrían encargarse de que eso pasara. Estarían observando y al acecho, y encontrarían la ocasión de ponerle la zancadilla.

Levantó la mirada hacia la talla de Jesucristo, colgado de la cruz sobre el altar. El Hijo de Dios lo miraba con reproche y Francis volvió a hundir rápidamente los ojos en el suelo. Musitó palabras sueltas de una oración, se santiguó y se levantó para volver al banco, sin dejar de sentirse culpable por estar tan distraído.

Cantó el himno final con el piloto automático puesto, sin sentir las palabras, y se arrodilló para rezar. Durante un par de minutos, consiguió centrarse en lo que lo había llevado ahí, en el recuerdo de su madre y la intercesión por su hermana. Quería la bendición para las que habían cuidado de él. Nada para su padre.

El bolsillo del pantalón empezó a vibrar y no tuvo tiempo de sacar el teléfono antes de que empezara a sonar, un pitido que, en el silencio de la iglesia, pareció mucho más alto y mucho más largo de lo normal. Se peleó con el móvil hasta que logró ponerlo en silencio y levantó la mirada para dirigirla al padre William.

Francis bajó la cabeza para pedir disculpas y leyó con disimulo el mensaje que acababa de recibir.

Era del sargento Mackay.

«Empieza a trabajar un día antes. Han encontrado un cadáver. Pavilion Gardens».

En cuanto pudo y le pareció adecuado, se levantó del banco y avanzó hacia las puertas que habían abierto al final de la iglesia. Una vez fuera, el padre William frunció los labios antes de hablar.

—Francis.

—No sé cómo disculparme, padre. Pensé que lo había apagado.

—No es por eso. Has estado distraído toda la misa. ¿Quieres que hablemos?

—Me gustaría —dijo Francis, y era cierto—, pero ahora tengo que irme. Han encontrado un cadáver.

El padre William se santiguó y musitó algo; luego, le puso una mano sobre la muñeca.

—Cuánto mal hay en este mundo. Me preocupa que tengas ese trabajo, Francis. Que tengas que moverte siempre tan cerca de la desesperanza.

—Cerca, sí, pero por el lado de la justicia.

—Dios es el juez último, no lo olvides.

Una mujer de mediana edad apartó a Francis de un codazo. Había agotado más que de sobra la parte del tiempo del pastor que le correspondía.

«El juez último». Francis se quedó dándole vueltas a esas palabras. Puede que en el cielo sí, pero ahí abajo, en la tierra, eran personas las que tenían que perseguir el mal de los hombres. Su trabajo consistía en seguirles la pista a los asesinos y llevarlos ante la justicia. El primero acababa de llamar a la puerta y él estaba decidido a atraparlo, con la ayuda de Dios.

Y si no le llegaba ninguna ayuda de ahí arriba, ya se las arreglaría él solo.

Capítulo 3Francis

El coche de Francis avanzaba despacio por el camino de New Road. Las masas de domingueros no mostraban mucha consideración hacia los destellos azules. Qué suplicio de espacios compartidos para peatones y vehículos; al final, nadie sabía por dónde tenía que ir y todos se creían con derecho de ocupar el espacio. Hizo sonar la sirena hasta que una familia que avanzaba a paso de tortuga se apartó de una vez y todos se quedaron mirándolo con cara de sorpresa.

Se detuvo junto a una fila de bancos frente a Pavilion Gardens. Una mujer estaba dando de comer helado a sus hijos y le frunció el ceño por aparecer por ahí en coche, pero casi todos los que se habían congregado estaban tan ocupados estirando el cuello para ver qué hacía la policía al otro lado de la valla que ni siquiera se fijaron en él. Le tranquilizó ver que habían acordonado la zona y que varios agentes de uniforme custodiaban el cordón policial.

Enseñó la placa y lo saludaron al franquearle el paso. Rory Mackay lo vio al instante y fue hacia él; el hombre corpulento iba embutido en un mono de plástico blanco para no contaminar la escena del crimen.

—Sargento Mackay —dijo Francis, con una inclinación de cabeza—. Hágame un resumen, ¿qué tenemos?

—Antes tiene que taparse, jefe —dijo el sargento, con una mirada fulminante—. Llevo un mono de sobra en el maletero.

Francis acompañó a Mackay hasta un Mitsubishi plateado que había aparcado junto a otros coches nada más pasar la puerta del norte, al otro lado de los jardines. Mientras caminaban, iba maldiciéndose por no haber pensado en el mono. Además, en esa entrada habría podido dejar mejor el coche, ¿cómo no se le había ocurrido ir por ahí?

—Pensé que llegaría antes, al ser su primer caso...

Francis notó un tirón en el hombro.

—Estaba en la iglesia, Mackay. De hecho, no debería ni haber visto el mensaje estando allí; no antes de salir.

—Por supuesto.

Francis vio sonreír al sargento con aire de suficiencia.

Mackay abrió el maletero del coche y le lanzó un mono de protección. Mientras se ponía el traje, hizo un inventario rápido del contenido del maletero: tres cajas de botellas de Stella y dos paquetes con latas de Heineken. Carbón para la barbacoa. No hacía falta ser un genio para deducir qué tenía planeado hacer ese domingo.

—Debería estarle bien. Tenga cuidado al ponérselo, se rompen enseguida.

—No es el primero que me pongo —dijo Francis.

El mono le quedaba pequeño, y las perneras, cortas. Mientras esperaba, Rory se apoyó en el coche, dando caladas con fruición a un cigarrillo electrónico.

—Vamos a empezar —dijo Francis, terminando de ajustarse a su gusto las mangas del traje.

Mackay cerró el maletero de un golpe y echaron a andar hacia el café.

—Esta mañana a las 11:47, el sargento que estaba en recepción recibió una llamada que notificaba el hallazgo de un cadáver en un contenedor situado detrás del café de Pavilion Gardens. En ese momento, no dieron más detalles.

—¿Se sabe quién llamó?

—La voz era de mujer, pero colgó antes de que el sargento pudiera pedirle el nombre.

—¿Tenemos el número?

—Era una tarjeta prepago.

Por ahí tendrían que empezar.

—¿Y el cuerpo? —continuó Francis.

—Varón, desnudo. Un golpe evidente en la cabeza y una herida de consideración en el hombro izquierdo y el torso. Aún está sin identificar, pero lleva bastantes tatuajes. Eso debería facilitar las cosas.

—¿Se ha encontrado algo más?

—Podremos examinar el contenedor en cuanto saquen el cuerpo. Por ahora, estamos esperando a Rose.

Rose Lewis, la patóloga forense. Alguien de confianza... Francis había trabajado con ella en un par de casos cuando todavía era agente.

—Vale, me gustaría echar un vistazo —dijo Francis.

Mientras avanzaban hacia el café, Rory recibió una llamada.

—Sí, señor. Ya está aquí... He asegurado la zona y he puesto a los de la Científica a trabajar. Eso es, en Patología están al tanto, ajá... —Rory se quedó callado un momento, mientras asentía con la cabeza—. Sí, ya ha encendido el teléfono. Estaba en misa.

El tono de Rory le dejó muy claro lo que pensaba y Francis apretó el paso. No era exactamente así como había imaginado que empezaría su primer caso.

Rory lo condujo a través del césped y luego dieron la vuelta al café. Había un cubo de plástico verde en la parte de atrás del edificio. A medida que se acercaban, Francis notó el hedor que salía de allí dentro y comenzó a respirar por la boca. Le empezaron a dar arcadas y se le llenó la boca de saliva, pero se contuvo. La zona estaba repleta de hombres de la Científica con mono blanco, que examinaban el suelo, tomaban mediciones y hacían fotografías.

—Ábrelo —dijo Rory.

El agente Tony Hitchins estaba apostado junto al contenedor. Cuando vio que Francis y Rory se acercaban, pisó el pedal para levantar la tapa y desvió la mirada para no tener que ver lo que había dentro. Francis se puso un par de guantes de látex y avanzó.

Estaba claro que Hitchins se encontraba mal y, cuando Francis llegó a su lado, se dio cuenta de que el agente empezaba a mover el pecho y el abdomen de forma convulsiva, al tiempo que apretaba los labios con fuerza.

—Hitchins, si va a vomitar, lárguese de mi escena del crimen.

Este salió a toda velocidad por el césped y Francis agarró la tapa para que no se volviera a cerrar. El hombre consiguió a duras penas llegar a la cinta de color azul y blanco, sacó la cabeza y se dobló por la mitad, soltando sobre la hierba todo lo que le quedaba dentro del desayuno del domingo.

—Por el amor de Dios —dijo Francis, mientras Rory sacudía la cabeza. Pero no hubo más comentarios.

En el cuerpo, no había ningún hombre que no hubiera vomitado alguna vez después de ver un cadáver y, seguramente, a todos les había pasado hacía menos tiempo del que estarían dispuestos a admitir.

Francis se volvió otra vez hacia el contenedor y se armó de valor para mirar dentro, deseando con todas sus fuerzas no seguir los pasos de Hitchins. Ese día no.

Ahí estaba. Ese era su cuerpo. Su primera víctima al cargo de una investigación. En cierto modo, ese primer encuentro tenía mucho de cita a ciegas con alguien a quien iba a conocer muy a fondo en las semanas y los meses siguientes. Llegaría a saber más cosas sobre la víctima que sobre algunas personas de su propia familia... y descubriría secretos que sacudirían a la familia de la víctima hasta los cimientos. Por ahora, ese hombre era un extraño, un pedazo de carne gris, con la piel gomosa y en descomposición, pudriéndose a la par que la basura que lo rodeaba. Pero con su equipo, Francis hurgaría bajo la piel hasta descubrir quién era realmente y quién podría querer verlo muerto.

La imagen era impactante y Francis se la grabó en la memoria. Unas extremidades retorcidas, la piel hecha masilla, carne negra y roja, y la cara y el torso convertidos en comida para ratas. Ni su propia madre lo reconocería en ese estado. Verlo lo enfureció y eso lo ayudó a concentrarse.

—¿Sargento Mackay? ¿Sargento Mackay?

Francis oyó una voz a su espalda y se volvió a mirar. Rory ya estaba yendo hacia la cinta, detrás de la cual había un tipo con una cámara al hombro. La prensa.

—Tom —saludó Rory—. Ya sabía que aparecerías por aquí antes o después.

—Soy como un sarpullido —dijo el hombre, con una sonrisa—. ¿Qué es lo que tienen ahí?

—Para ti, nada —dijo Rory—. Informaremos a la prensa cuando sea oportuno, ni un minuto antes. Así que... a paseo.

Se dio media vuelta y volvió con Francis.

—Cuidado con ese. Es Tom Fitz, del Argus. Es una sanguijuela, aparece en cuanto hay sangre, y cuanta más, mejor.

—¿Cómo ha llegado tan pronto? —dijo Francis.

Rory se encogió de hombros.

—Escucha la emisora e invita a café al sargento de recepción —dijo, como si fuera obvio.

—Bueno, vamos a tenerlo contento —dijo Francis—. Nunca se sabe cuándo puede venir bien la prensa...

—Ya está aquí Rose —le cortó Rory; estaba claro que no tenía ningún interés en confraternizar con los reporteros.

—Inspector jefe Sullivan —oyó decir a una voz amistosa.

Francis se volvió hacia Rose Lewis. La mujer le estaba indicando a un Hitchins algo más recompuesto que le acercara sus bolsas. Era tan bajita que se perdía incluso dentro del mono más pequeño y tuvo que ponerse de puntillas para asomarse por el borde del contenedor.

—Uf, qué asco —dijo, y se dirigió a Hitchins—: ¿Puede traerme una escalera para tomar unas fotos?

—Sí, señora.

—Creo que tengo que darte la enhorabuena, ¿no es cierto? —dijo Rose en cuanto Hitchins cumplió su encargo.

—Sí, gracias —respondió Francis—. ¿Qué tal tú? ¿Disfrutando del fin de semana libre?

—Ahora sí. ¿Es tu primer cadáver?

Asintió.

—Siendo así, te convendría resolver el caso, ¿no?

Era más consciente que nadie de eso.

Y también de lo que supondría el fracaso.

Capítulo 4Marni

Marni había tenido que armarse de valor para hacer la llamada. Hablar con un policía le resultó casi tan perturbador como descubrir el cuerpo. Fue todo lo rápida que pudo y no dijo su nombre. Cualquier cosa que tuviera que ver con la policía la retrotraía directamente a un tiempo que prefería olvidar. Había jurado que nunca volvería a tratar con ellos en todo lo que le quedara de vida.

Cuando por fin volvió a la convención, Steve llevaba esperándola media hora, y pasó media hora más hasta que las manos dejaron de temblarle lo suficiente como para seguir tatuando. Al rato, le contó de mala gana lo que había visto, pero él no pareció consternado en absoluto; al contrario, como era casi de esperar, solo mostró una curiosidad morbosa.

—Nunca he visto un cadáver. ¿De verdad olía tan mal como dicen? ¿Tardó en llegar la policía?

A Marni le empezó a doler la cabeza y tuvo que cancelar la última cita del día. Cuando por fin cerraron las puertas de la convención, estaba agotada y rota. No dejaba de ver el cadáver y era como si la peste se le hubiera quedado pegada en las fosas nasales. Ojalá no hubiera ido a Pavilion Gardens. Además, y como si hablar con la policía no fuera ya bastante angustioso, hizo que los recuerdos que tanto se esforzaba por reprimir volvieran a aflorar a la superficie.

Guardó el material para el día siguiente y fue a dar una vuelta por el paseo marítimo, para intentar despejarse. No podía dejar de pensar en lo que había visto, en cómo brillaba esa piel a la luz del sol. Y en las zonas de piel negra. Al principio, le habían parecido cardenales, pero luego se dio cuenta de que eran tatuajes; su imagen era como una foto fija que le hubieran pegado por dentro de los párpados y cuyos detalles se hacían más y más nítidos cada vez que la veía. El tatuaje en el lado derecho del torso, unas manos orantes, y en una de las pantorrillas, un estudio de san Sebastián en negro y gris, con las heridas de flecha en rojo.

Trató de sacarse de la cabeza las imágenes del cadáver y decidir hacia dónde ir. El paseo estaba lleno de gente y de tráfico. A su espalda, se oía un gañido estridente y cada vez a más volumen. Al darse la vuelta, vio que unas treinta vespas bajaban en tropel por la carretera, cubiertas todas de arriba abajo con retrovisores, colas de mapache, colgantes y banderas. Los mods habían invadido la ciudad el fin de semana y los motoristas eran igual de llamativos que las motos, con sus parkas, los blazers de rayas, los zapatos Hush Puppies y el merchandising de The Who.

Empezaba a anochecer. El resplandor sódico de las farolas lo teñía todo de un tono amarillo relajante y profundo, pero Marni prefirió buscar un sitio más oscuro y tranquilo. El aire fresco fue como sentir un mordisco por dentro en la garganta. Saboreándolo, bajó un tramo de escalones de piedra para llegar a la playa.

La marea estaba baja y fue caminando sobre los guijarros hasta el agua. Hacía frío y estaba oscuro, los ruidos disonantes del muelle quedaban sofocados por el rugido y el siseo de las olas, un sonido tan hipnótico como el zumbido de las máquinas de tatuar. Tomó aire varias veces, inspiraciones profundas de aire cargado de sal, y echó a andar de nuevo, masajeándose el brazo derecho. Estaba agotada y el día siguiente también iba a ser largo.

Echó un vistazo a la playa desierta, hasta posar la vista en un armazón destartalado que había en el agua, a unos cien metros de la orilla. Eso era todo lo que quedaba del West Pier. Recortado sobre el negro del mar, lo habían dejado allí para que se pudriera después de que el fuego no dejara más que el esqueleto. Había perdido el cordón umbilical que lo unía a la orilla y estaba convertido en una isla en la que solo rondaban los espectros de gánsteres de medio pelo y de veraneantes olvidados hacía ya mucho tiempo.

Volvió a pensar en el cadáver. Si no lo hubiera encontrado, ¿qué habría sido del hombre del contenedor? ¿Habría acabado en algún vertedero para disolverse lento hasta que no quedara más rastro de él que huesos y empastes? ¿Los tatuajes habrían ido desapareciendo a medida que el cuerpo fuera devorado? ¿Notarían las ratas alguna diferencia en el sabor de la carne con tinta? ¿Lo notarían acaso los gusanos gordos y blancos que reptaban hacia lo profundo de la carne roja? Se estremeció al pensarlo.

Lo más seguro era que quien lo metiera allí dentro también fuese el responsable de su muerte. Ojalá que la policía averiguara quién era el culpable y le diera caza. Era inquietante pensar que podía ocurrir algo así tan cerca de casa.

Marni se echó a temblar. Había ido hasta allí para despejarse y tranquilizarse un poco antes de dormir, pero ni de lejos. Se puso la chaqueta sobre los hombros y se dirigió hacia las luces del Palace Pier, tan vivo y bullicioso como muerto el West Pier. El viento paró de soplar y, por un momento, pudo escuchar el crujir de sus propios pasos sobre la cuesta de guijarros. La playa siempre estaba abarrotada de día, pero a esas horas era un lugar solitario.

Entonces, un grito de mujer cortó el aire.

A Marni se le puso la piel de gallina y sintió un escalofrío que se le fue extendiendo como las olas que forma el aire sobre la superficie del agua. Notó una punzada en el pecho, se dio la vuelta a toda velocidad y escudriñó la oscuridad.

Un segundo después, otro chillido, y luego, una risotada. La misma mujer, y ahora también, un hombre. Marni respiró hondo e intentó calmarse, se le iba a salir el corazón por la boca. Atajó hacia los peldaños de piedra para volver al paseo, dejando atrás la playa desierta.

Miró hacia el Palace Pier y vio unas figuras silueteadas que se movían entre los robustos pilares de metal que lo anclaban a la costa. Hasta ella llegaron unas voces masculinas, después de atravesar el aire cargado de espuma.

—¿Estás sola, guapa?

Marni miró hacia otro lado. Por ella, ese tipo podía pudrirse en el infierno.

—Vamos, vente con nosotros, lo pasaremos bien. —Otra voz, esa vez más cerca.

Marni hizo oídos sordos y siguió subiendo hacia el paseo, tan deprisa como pudo.

En el camino de vuelta a casa, en la silenciosa noche de Kemptown, no dejó de pensar en lo mismo todo el tiempo: en el tatuaje de san Sebastián que llevaba aquel hombre en la pierna. Y sabía por qué. Le recordaba al trabajo de Thierry, sobre todo por el toque de rojo en las heridas de flecha. «Thierry». Se suponía que debía de estar en la convención, ¿qué hacía entonces en Pavilion Gardens?

«Dios mío, por favor, que no sea nada».

¿De verdad sería de Thierry el tatuaje del cadáver? Era improbable y, además, aunque lo fuera, no quería decir nada. Por supuesto que no. Estaba relacionándolo todo con el pasado y eso no tenía ningún sentido. Pero cuando se trataba de Thierry, se volvía irracional. Seguía dominando sus emociones, en una presa que se hacía más fuerte cada vez que intentaba negarla. Por supuesto que no había ninguna conexión entre Thierry y el cuerpo del contenedor. Era solo que estaba obsesionada con ese hombre y que acababa por arrastrarlo a todo lo que le sucedía.

Al entrar por Great College Street, vio una luz encendida en su sala de estar. Alex estaba en casa. No era bueno que un chico de dieciocho años viera a su madre en aquel estado. Respiró hondo para recomponerse y sacó el teléfono del bolsillo. Aunque pasaba casi todo el tiempo intentando evitarlo y reprimir sus sentimientos por él, era como si Thierry siempre fuera lo que necesitaba en los momentos críticos. Marcó y esperó a que le respondiera y despejara sus dudas.

—¿Thierry?

—¿Marni? —Con ese acento francés, su nombre sonaba distinto.

—Pues claro.

—¡Marni! Estoy en el bar con los chicos. Pásate un rato. Charlie y Noa quieren saludarte.

Charlie y Noa eran los compañeros de Thierry en el Tatouage Gris, el único estudio de tatuaje exclusivamente francés de Brighton. Oyó sus voces de fondo y unas risas de mujer. Sin duda, serían groupies del mundo del tatuaje que estarían en la ciudad por la convención. Si de verdad creía que iba a presentarse, es que Thierry había perdido la cabeza.

—No. Ven tú. Tengo que hablar contigo. —De pronto, estaba desesperada por verlo y se odió por ello en cuanto se dio cuenta. Era como si fuera adicta a él y no pudiera desengancharse.

—¿Sobre qué?

—He tenido muy mal día.

Oyó suspirar a Thierry.

—Thierry, he encontrado un cadáver. —Estaba empezando a gritar—. Tengo miedo...

—Eh, eh, para el carro. ¿De qué estás hablando? ¿Has llamado a la policía?

—Claro. Pero tengo que hablar de una cosa contigo.

—No. Estoy cansado, chérie, no me apetece hablar de gente muerta.

—Thierry, por favor. ¿Y si fuera alguien conocido? ¿Y si fuera Alex?

—Pero no lo es. He hablado con él hace una hora. Estaba dando de comer a Pepper. No os queda pienso.

Pepper era su bulldog.

—Por favor, Thierry, venga.

Thierry hizo un ruidito con la boca, el equivalente a ese encogerse de hombros suyo tan francés, un resoplido de indiferencia que antes la volvía loca. «Si esto es un plan para seducirme...».

—Que te den. —Le colgó y entró en casa.

—¡Mamá! —Alex se acercó al vestíbulo y la recibió con un abrazo—. ¿Qué tal el día?

Marni se puso derecha y sonrió.

—Genial. He estado con un cliente del estudio y luego se han pasado un par que no conocía. ¿Qué tal tú?

Alex se encogió de hombros.

—Repaso. Un rollo.

Un plato de pasta y una copa de vino más tarde, Marni fue capaz de relajarse en el sofá para ver las noticias. Alex quería ver el fútbol, pero ella no soltó el mando, aunque se arrepintió enseguida.

... la policía solicita a la persona anónima que notificó el hallazgo del cadáver en Pavilion Gardens, en Brighton, que se ponga a su disposición para colaborar con la investigación. El hombre, que fue encontrado en un contenedor de basura, todavía no está identificado...

—Alex, vamos a ver si han marcado. —Le lanzó el mando, procurando que no se diera cuenta de que le temblaban las manos.

—No, espera... Ha habido un asesinato en Brighton. Aquí nunca pasa nada.

Pero Marni no quería oír más.

—Si marcan un gol, te lo perderás —dijo.

No había muchos datos de los que informar, así que las noticias pasaron enseguida a otra historia y Alex cambió de canal. No se habían perdido ningún gol y el partido terminó en empate.

Alex se había espabilado con la emoción del juego.

—¿Cómo ha ido la convención?

—Ha estado bien. La verdad es que tu padre está haciendo un buen trabajo. La de Brighton es la mejor convención de todas.

—Mamá, ¿crees que volveremos a estar alguna vez con papá?

A Marni se le fue el vino por el otro lado y empezó a toser mientras sacudía la cabeza.

—¿A qué viene eso?

—Bueno, os lleváis bien cuando estáis juntos.

—Claro. —Qué sencillo parecía todo a su edad.

—Y sé que a papá le gustaría.

¿Le gustaría? ¿O se estaba divirtiendo de lo lindo siendo un soltero en una profesión que ofrecía todas las oportunidades del mundo para ligar? Marni suspiró.

—El problema que tiene tu padre es que no le gusta estar casado. No se le da muy bien la parte práctica.

—Nadie es perfecto, mamá. Ni siquiera tú.

Marni Mullins nunca soñaba. No se lo podía permitir; los sueños le dolían demasiado. Esa noche, se quedó en vela, con los ojos abiertos y clavados en el vacío negro. Estaba claro que no iba a dormir y no dejaba de pensar en mil cosas, de una en otra, ideas desbocadas y desatadas. Aún resonaban en sus oídos las palabras de Alex.

«Aquí nunca pasa nada».

Hasta ahora, que había pasado algo y la había arrastrado a ella. Había muerto un hombre y tenía algo que tiraba de los recovecos más oscuros de su mente para sacarlos fuera. Algo que le resultaba familiar. Pero ¿cuál era ese vínculo? Si el hombre del contenedor era de la ciudad, lo habrían tatuado allí; incluso puede que lo conociera, aunque era improbable. En Brighton había miles de personas con tatuajes. Además, aunque Thierry lo hubiera tatuado, ¿qué? ¿Es que eso lo implicaba en algo?

Marni encendió la luz de la lamparita, que la cegó un instante. Apretó los ojos y se esforzó por reprimir el gemido que le subía por el pecho. Era imposible que hubiera alguna conexión. Era solo su mente, en caída libre entre la vigilia y el sueño. Se incorporó, la habitación empezó a dar vueltas y sintió la bilis ardiendo por dentro.

Fue corriendo al baño dando arcadas y se dobló sobre el retrete con los dientes apretados. Tenía la boca llena de saliva y respiró varias veces para sofocar la náusea, hasta que consiguió controlarse. Se desplomó sobre el suelo, con los ojos llenos de lágrimas. Pestañeó. Había salpicaduras de sangre sobre las baldosas blancas. A lo lejos, oyó el chirrido de unas puertas metálicas al cerrarse. Vio muros de ladrillo pintados del gris de la cárcel. Estaba al final del embarazo y tenía la barriga y los pechos duros e hinchados. Pasos en el pasillo, la sangre estancándose y una explosión de dolor. Estaba en cuclillas, sangrando y agarrotada, pidiendo ayuda a gritos. Y lo único que le dieron fue otra patada en la barriga...

Abrió los ojos y la sangre desapareció. El cadáver y el san Sebastián lo habían desencadenado todo. Tenía que averiguar si el tatuaje del hombre asesinado lo había hecho Thierry, no le quedaba otra. Ojalá que no fuera suyo, así podría olvidarse de todo.

De vuelta en el dormitorio, cogió el teléfono y buscó en Google el número del crime stoppers1 de Brighton.

Dejó que sonara. Sonó y sonó.

Marni esperó, aunque sin saber por qué. Eran las tres menos veinte de la mañana y no habría nadie al otro lado de la línea.

Por fin, se dio por vencida. Tiró el teléfono a un lado y se tumbó para esperar a que los miedos se lanzaran a por ella en bandada.

 

 

 

 

 

 

 

1 Los crime stoppers son organizaciones sin ánimo de lucro, destinadas a recopilar información sobre delitos y denuncias que luego transmiten a las fuerzas del orden. (Todas las notas son de la traductora).

Capítulo 5Rory

El olor rancio de la muerte tomó al asalto las fosas nasales de Rory, sin darle apenas tiempo a cruzar las puertas del depósito. En cuestión de segundos, el hedor le llegó a la boca y se convirtió en sabor. Empezó a toser y fue directo hacia el sitio donde sabía que Rose Lewis guardaba el Vicks VapoRub. Al mismo tiempo, una descarga de música coral le golpeó en los oídos a todo volumen. Desde luego, el depósito de Rose Lewis no era el mejor sitio para ir con resaca; lo sabía por experiencia.

—Buenas —gritó Rose, alzando la voz por encima del ruido. Estaba inclinada sobre el cadáver de un hombre desnudo, con un bisturí en la mano.

Rory la saludó con un movimiento de cabeza, mientras se untaba el ungüento translúcido sobre el labio superior, para contrarrestar el olor a manzana podrida del líquido de embalsamamiento y la peste avinagrada del formaldehído.

—Membra Jesu Nostri —dijo Francis, que había entrado detrás de Rory y estaba esperando a que terminara con el bote de Vicks.

«¿Qué narices decía ahora ese?».

—Caramba, qué bueno, Sullivan —dijo Rose mientras se acercaba al estéreo y bajaba el volumen—. ¿Compositor?

—Buxtehude.

—Exacto. Es perfecto para trabajar. El texto va describiendo una a una las partes del cuerpo de Jesús martirizado. Aunque eso ya lo sabrás.

Rory le pasó a Francis el bote de gel, sin decir nada. Ahí estaban los intelectuales, alardeando. El jueguecillo parecía divertirles, a ver cuál de los dos era más listo, pero eso no iba a servirles para resolver casos, y si Sullivan pensaba que así iba a deslumbrarlo, es que no tenía ni idea.

A decir verdad, el depósito no era el lugar favorito de Rory, por lo que siempre intentaba pasar allí el menor tiempo posible. No es que no le gustara Rose (siempre era muy educada con él, incluso puede que un poco condescendiente), pero verla con tanto aplomo entre la luz despiadada y el blanco gélido de aquel lugar le hacía sentir a veces muy pequeño. Por supuesto, su trabajo era valioso, pero las pruebas de ADN y las salpicaduras de sangre no lo eran todo, sino una parte más de un puzle mucho mayor. Cada vez se daba mayor importancia a la parte científica de la investigación, como si no hubiera nada más, pero la ciencia solo era una herramienta con la que respaldar un concienzudo trabajo policial.

Se puso unos guantes de látex y acompañó al jefe hasta el puesto de trabajo de Rose.

Era el único cadáver a la vista, pero los cajones de acero que cubrían una de las paredes guardaban muchos más. Rose y su equipo irían trabajando con ellos diligentemente, pasando de uno a otro, reconstruyendo sus vidas, arrancando secretos de su sangre, su carne, sus huesos y sus dientes. Se preguntó qué podría decirles ya sobre el hombre del contenedor.

El cuerpo que yacía frente a ella, sobre la mesa de autopsias, estaba parcialmente cubierto por una sábana de vinilo blanco. Reposaba sobre la espalda, con un corte que le bajaba desde el esternón hasta el pubis, y Rose había empezado a extraer los órganos para seguir con sus análisis. Rory examinó el cadáver. Casi no se distinguían los rasgos faciales. Las ratas le habían arrancado tiras de piel y de carne como al azar: le faltaba parte de un labio, habían roído la nariz y arrasado con ambas mejillas. Los destrozos eran parecidos en parte del torso. En el resto del cuerpo, la piel era de un color grisáceo. En todos esos años, Rory había visto tantos cadáveres que no se puso nervioso, pero miró de reojo a Francis. A decir verdad, no podría decirse que estuviera desconcertado... De hecho, si algo parecía, era interesado. Pero había una tensión en la mandíbula que no estaba allí antes.

Rose ya habría fotografiado el cuerpo y tomado medidas. También habría raspado los residuos de debajo de las uñas y anotado en el informe todas y cada una de las heridas y de los tatuajes, poniendo en pausa la música antes de grabar cualquier dato. En ese momento, estaba examinando la boca por dentro con los dedos enguantados. A continuación, en un último gesto de vejación para una muerte sin explicación, buscaría indicios de agresión o de actividad sexual reciente en el ano.

Los dos policías se quedaron observándola en silencio, hasta que por fin levantó la mirada.

—¿Conclusiones, Rose? —dijo Francis.

Apagó la música. Gracias a Dios. Ya le estaba desquiciando.

—Primera conclusión: Mike se va a enfadar conmigo por estar trabajando un lunes festivo.

Francis se encogió de hombros.

—Si dependiera de mí, los asesinos solo atacarían de nueve a cinco y de lunes a viernes.

Rose se rio.

—Piensa en las horas extra —intervino Rory—. ¿Cómo está Laurie?

—La verdad es que sí. Punto para ti, por preguntar. Está bien. Acaba de empezar en el colegio de los mayores y le encanta.

—¿Y esto? —Francis señaló hacia el cuerpo, para volver a centrarlos.

En un segundo, Rose volvió a la pose de trabajo.

—Vale, esto es lo que tengo por ahora. Calculo que la muerte se produjo hace entre veinticuatro y veintiocho horas, pero no puedo asegurar con certeza si estaba vivo o muerto cuando lo echaron al contenedor. Imagino que tu equipo ya estará comprobando cuándo fue la última vez que vaciaron esos cubos.

—Hollins está con ello —dijo Rory.

—¿Y las cámaras de vigilancia de New Road?

—Hitchins —respondió Francis.

—Patachunta y Patachún —dijo Rose—. Deberías estar encima de ellos. A veces son un poco... lentos.

—Como si no lo supiera —masculló Rory.

En la comisaría, a Hitchins y a Hollins los llamaban Patachunta y Patachún. Tenían un parecido asombroso, los dos con el pelo encrespado y moreno, y cuerpos en el polo opuesto a la aptitud física.

Rose miró a Francis y luego a Rory.

—Tienes suerte de que sea tu número dos, Francis.

Francis asintió, pero no dijo nada.

«¿Es que no es capaz ni de decir que sí?», pensó Rory.

—Rory es uno de los hombres con más experiencia —siguió diciendo Rose—. Sabe muy bien lo que se hace, deberías aprovechar ese conocimiento.

El jefe frunció el ceño y Rory reprimió una sonrisilla de satisfacción. No es que Rose le estuviera dando a Sullivan un voto de confianza, precisamente.

—Estoy seguro de que Rory me lo hará saber, si alguna vez me equivoco —dijo el jefe, con cierto retintín.

Rory resopló. De repente, empezó a sentirse igual de incómodo que Francis con el rumbo que estaba tomando la conversación, mientras que Rose parecía exultante. Se preguntó por qué, ¿qué pretendía?

—El golpe en la cabeza no lo mató en el acto —dijo, centrándose por suerte otra vez en el cuerpo.

—¿Estás segura? —dijo Francis. Miró detenidamente el cráneo que habían rapado en parte. Rose giró la cabeza hacia un lado para que los dos hombres pudieran ver la marca ensangrentada.

—Totalmente. Esa herida no hubiera sido letal. Le fracturó el cráneo y lo habrá dejado inconsciente, pero, en todo caso, podría haberle causado daño cerebral permanente.

—Entonces, ¿qué lo mato? —preguntó Rory.

—Fue una combinación de factores —dijo Rose; iba ganando confianza a medida que presentaba sus conclusiones—. Cuando lo golpearon, se quedó inconsciente. Mi suposición es que seguía vivo cuando se deshicieron de él. Perdió mucha sangre y eso, junto con el tiempo que pasó con las heridas expuestas, fue lo que acabó matándolo.

—¿La sangre la perdió por la cabeza? Esa herida no parece tan grande —dijo Francis.

—Parte sí, pero sobre todo por esta herida de aquí. —Señaló una enorme zona ensangrentada de carne desollada que tenía en el torso y en el hombro.

—Pensaba que eso lo habían hecho las ratas una vez muerto —dijo Rory.

—No del todo. Aquí es donde la cosa se pone interesante y por lo que os he hecho venir tan rápido.

Rory examinó el amasijo de carne sanguinolento.

—Fíjate mejor —le insistió Rose. Se volvió hacia la mesa que tenía a su espalda, cogió una lupa y se la tendió a Francis—. ¿Lo ves? Hay marcas de corte. Por lo que puedo distinguir, las hicieron con una hoja corta y extraordinariamente afilada.

Francis se echó hacia delante para examinar la zona con una mano, sin quitarse los guantes.

—Ya veo lo que dices.

Le pasó la lupa a Rory y se apartó para dejarle espacio. Rory examinó la herida. Rose tenía razón, había unos cortes inconfundibles en la carne y no podía haberlos hecho ningún animal.

—¡La Virgen!

Se dio cuenta de que el jefe hizo una mueca al oírle decir eso. Le habían encasquetado un inspector meapilas, menuda suerte la suya.

—¿Crees que los cortes se los hicieron antes o después del golpe en la cabeza? —preguntó.

—Esto solo es una suposición, pero seguramente fue después —dijo Rose—. Son tan precisos que sugieren que la víctima no se estaba moviendo. Pero, por otro lado, no son muy profundos. No eran para matarlo. Es más bien como si hubieran querido seccionar piel y carne. Pero es difícil estar segura. Había tantas marcas de mordiscos como cortes.

Rory siguió examinando la carne a la vista.

—Todos los cortes parecen estar alrededor de los bordes de la herida.

—Los perpendiculares, sí —dijo Rose—, pero aquí, en este otro punto y ahí en el centro, parece que hay algunos cortes horizontales en la dermis.

Rory parpadeó y volvió a mirar. Entre el amasijo mugriento y desgarrado que era la carne, pudo ver unas diminutas líneas rectas que se hundían más profundo en la base. Se le tensaron los músculos del abdomen y tuvo que apretar con fuerza la mandíbula por unos instantes, hasta que se le pasaron las náuseas.