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Reflexiones sobre la esperanza, la supervivencia y el enrevesado milagro de estar vivos NO HAY NADA MÁS FUERTE QUE UNA PEQUEÑA ESPERANZA QUE NO SE RINDE El libro de la esperanza es una recopilación de pequeñas islas de ilusión. Reúne formas de consuelo e historias que nos proporcionan nuevas maneras de vernos a nosotros y al mundo. La mezcla de filosofía, memorias y autorreflexión de Matt Haig se basa en filósofos y supervivientes de todos los tiempos, desde Marco Aurelio hasta Nellie Bly, desde Emily Dickinson hasta James Baldwin. Este es el libro al que debes recurrir cuando necesites la sabiduría de un amigo, el consuelo de un abrazo o un recordatorio de que la esperanza surge de lugares inesperados.
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Seitenzahl: 143
Veröffentlichungsjahr: 2022
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MATTHAIG
El libro dela esperanza
Traducido del inglés por Ana Isabel Sánchez
No crea que la persona que intenta consolarlo en este momento vive sin esfuerzo entre las palabras sencillas y tranquilas que a veces lo confortan a usted […]. Pero, de no ser así, jamás las habría encontrado.
RAINER MARIA RILKE, Cartas a un joven poeta
A veces escribo para reconfortarme. Cosas aprendidas en las malas épocas. Pensamientos. Meditaciones. Listas. Ejemplos. Cosas que quiero recordarme. O cosas que he aprendido de otras personas u otras vidas.
Es una paradoja extraña que muchas de las lecciones vitales más claras, más aliviadoras, se aprendan cuando estamos en nuestros peores momentos. Pero, por otro lado, nunca pensamos más en la comida que cuando tenemos hambre y nunca reflexionamos más sobre los botes salvavidas que cuando nos lanzan por la borda.
Así que estos son algunos de mis botes salvavidas. Las ideas que me han mantenido a flote. Espero que algunas de ellas te lleven a ti también a tierra firme.
Este libro es tan caótico como la vida.
Tiene muchos capítulos cortos y unos cuantos más largos. Contiene listas y aforismos y citas y casos prácticos y más listas e incluso alguna que otra receta. Está basado en la experiencia, pero tiene momentos de inspiración sacada de cualquier cosa que vaya desde la física cuántica hasta la filosofía, desde las películas que me gustan hasta las religiones antiguas e Instagram.
Puedes leerlo como quieras. Puedes empezar por el principio y terminar por el final, o empezar por el final y terminar por el principio, o limitarte a hojearlo aquí y allá.
Puedes doblar las páginas. Arrancarlas. Puedes prestárselo a un amigo (aunque, si has arrancado las páginas, quizá no). Puedes dejarlo junto a tu cama o tenerlo al lado del váter. Puedes tirarlo por la ventana. No hay normas.
Sin embargo, hay una especie de hilo conductor accidental. Ese hilo es la conexión. Somos todas las cosas. Y conectamos con todas las cosas. Humano con humano. Momento con momento. Dolor con placer. Desesperanza con esperanza.
Cuando corren tiempos difíciles, necesitamos un consuelo de tipo profundo. Algo elemental. Un apoyo sólido. Una roca a la que aferrarnos.
El tipo de consuelo que ya tenemos en nuestro interior. Pero que a veces necesitamos un poco de ayuda para ver.
Quizá [el hogar] no sea un lugar,sino una condición irrevocable.
JAMES BALDWIN, La habitación de Giovanni
Imagínate como un bebé. Lo mirarías y pensarías que no le falta nada. Ese bebé llegó completo. Su valía fue innata desde el primer aliento. Su valía no dependió de factores externos como la riqueza o la apariencia o la política o la popularidad. Fue la valía infinita de una vida humana. Y esa valía permanece con nosotros, aunque se haga cada vez más sencillo olvidarlo. Permanecemos precisamente tan vivos y precisamente tan humanos como el día en que nacimos. Lo único que necesitamos es existir. Y tener esperanza.
No tienes que mejorarte continuamente para quererte. El amor no es algo que merezcas solo si logras un objetivo. El mundo nos presiona, pero no dejes que te drene de autocompasión. Naciste mereciendo amor y sigues mereciendo amor. Trátate con amabilidad.
No hay nada más fuerte que una pequeña esperanza que no se rinde.
Érase una vez, mi padre y yo nos perdimos en un bosque francés. Yo debía de tener unos doce o trece años. En cualquier caso, fue antes de la época en la que casi todo el mundo tenía móvil. Estábamos de vacaciones, unas vacaciones que yo no entendía muy bien, de esas rurales, de interior, típicas de la clase media. Era en el valle del Loira y habíamos salido a correr. Al cabo de más o menos media hora, mi padre supo la verdad. «Vaya, parece que nos hemos perdido.» Caminamos en círculos una y otra vez intentando encontrar el camino, pero no hubo suerte. Mi padre les pidió indicaciones a dos hombres —cazadores furtivos— y nos mandaron por donde no era. Me di cuenta de que empezaba a dejarse arrastrar por el pánico, a pesar de que intentaba ocultármelo. Ya llevábamos varias horas en el bosque y los dos sabíamos que mi madre estaría sumida en un estado de terror absoluto. En el instituto acababan de contarme la historia bíblica de los israelitas que habían muerto en el desierto, así que no me costó imaginarme que ese sería también nuestro destino. «Si seguimos avanzando en línea recta, saldremos de aquí», dijo mi padre.
Y tenía razón. Al final oímos ruidos de coches y llegamos a una carretera principal. Estábamos a unos dieciocho kilómetros del pueblo del que habíamos salido, pero al menos ahora teníamos postes indicadores. Nos habíamos librado de los árboles. Y a menudo pienso en esa estrategia cuando estoy perdido por completo, ya sea literal o metafóricamente. Pensaba en ella cuando me encontraba en medio de una crisis nerviosa. Cuando vivía en un ataque de pánico solo interrumpido por la depresión, cuando el corazón me latía desbocado por el miedo, cuando apenas sabía quién era y no tenía ni idea de cómo podía seguir viviendo. «Si seguimos avanzando en línea recta, saldremos de aquí.» Dar un paso tras otro en la misma dirección siempre te llevará más lejos que correr en círculos. Todo se basa en la determinación de seguir caminando hacia delante.
No pasa nada por estar roto.
No pasa nada por lucir las cicatrices de la experiencia.
No pasa nada por ser un desastre.
No pasa nada por ser la taza desportillada. Esa es la que tiene historia.
No pasa nada por ser sensiblero e intenso, ni por derramar lágrimas agridulces con canciones y películas que en teoría no deberían gustarte.
No pasa nada por que te guste lo que te gusta.
No pasa nada por que te gusten las cosas solo porque sí y no porque sean modernas, inteligentes o populares.
No pasa nada por dejar que la gente te encuentre. No tienes que estirarte hasta volverte invisible para llegar a todo. No tienes que ser siempre tú quien busque a los demás. A veces puedes permitirte que te busquen a ti. En palabras de la gran escritora Anne Lamott: «Los faros no van corriendo por toda la isla en busca de barcos que salvar; se limitan a permanecer en su sitio, brillando».
No pasa nada por no aprovechar al máximo hasta el último resquicio de tiempo.
No pasa nada por ser quien eres.
No pasa nada.
Marco Aurelio, emperador romano y filósofo estoico, pensaba que, si estamos angustiados por algo externo, «el dolor no se debe a la cosa en sí, sino al valor que le das; y eso es algo que puedes revocar en cualquier momento».
Me encanta esta cita, pero también sé por experiencia que a veces es casi imposible encontrar ese poder. No podemos chasquear los dedos y librarnos sin más de, por ejemplo, el dolor emocional, o el estrés del trabajo, o las preocupaciones sobre la salud. Cuando estamos perdidos en el bosque, es posible que la causa directa de nuestro miedo no sea el bosque en sí o el hecho de estar perdidos; aun así, en esos instantes la sensación de que el origen de nuestro miedo es estar perdidos en el bosque es muy intensa.
Sin embargo, resulta útil recordar que nuestra perspectiva es nuestro mundo. Y no es necesario que nuestras circunstancias externas cambien para que nuestra perspectiva lo haga. Y los bosques en los que nos encontramos son metafóricos, y a veces somos incapaces de escapar de ellos, pero con un cambio de perspectiva podemos vivir entre los árboles.
Cuando Hamlet les dice a sus viejos amigos de la universidad Rosencrantz y Guildenstern que «no hay nada o bueno o malo, sino que el pensamiento lo hace así», no lo hace en sentido positivo. El príncipe de Shakespeare está de mal humor y deprimido, aunque con razón. Está hablando de que Dinamarca, y en realidad todo el mundo, es una cárcel. Para él, Dinamarca es realmente una cárcel física y psicológica. Sin embargo, también es consciente de que la perspectiva desempeña cierto papel en todo ello. Y de que el mundo y Dinamarca no son intrínsecamente malos. Son malos desde su perspectiva. Son malos porque él piensa que lo son.
Los acontecimientos externos son neutrales. Solo obtienen valor positivo o negativo en el momento en que entran en nuestra mente. Nuestra manera de recibir ese tipo de sucesos depende, en última instancia, de nosotros. No siempre es fácil, está claro, pero resulta reconfortante saber que todo puede verse de múltiples formas. También nos empodera, porque no estamos a merced de un mundo que no controlamos jamás: estamos a merced de una mente que, de manera potencial, con esfuerzo y determinación, podemos empezar a alterar y expandir. Puede que nuestra mente cree cárceles, pero también nos da llaves.
Giramos llaves constantemente. O más bien: el tiempo gira llaves constantemente. Porque el tiempo significa cambio.
Y el cambio es la naturaleza de la vida. La razón para tener esperanza.
La neuroplasticidad es la manera en que nuestro cerebro cambia su estructura conforme a lo que experimentamos. Ninguno somos la misma persona que éramos hace diez años. Cuando sentimos o experimentamos cosas horribles, resulta útil recordar que nada dura. La perspectiva cambia. Nos convertimos en versiones distintas de nosotros mismos. La pregunta más difícil que me han hecho es: «¿Cómo voy a seguir viviendo por los demás si no tengo a nadie?». La respuesta es que sigues viviendo por tus otras versiones. Por las personas a las que conocerás, sí, claro, pero también por las personas que serás.
La autocompasión mejora el mundo. No te conviertes en buena persona creyendo que eres de las malas.
La esperanza es algo precioso de encontrar en el arte o en los cuentos o en la música. Suele ser un momento sorpresa, como en Cadena perpetua cuando quitan el póster de Raquel Welch de la pared de la celda de Andy. O en Sonrisas y lágrimas cuando el capitán Von Trapp pasa de viudo reprimido a padre cantarín en el transcurso de una sola escena.
Suele ser sutil, pero la reconoces cuando la sientes. Como cuando la canción Somewhere Over the Rainbow («En algún lugar por encima del arcoíris») sube tranquilamente toda una octava en la palabra somewhere, saltando sobre siete tonos naturales —un verdadero arcoíris musical— antes de aterrizar en el octavo. La esperanza siempre implica una elevación y una llegada. La esperanza vuela. Es esa cosa con plumas, como dijo Emily Dickinson.
Por lo general, la gente cree que es difícil sentirse esperanzada cuando se atraviesa una etapa complicada; sin embargo, yo tiendo a pensar lo contrario. O, como mínimo, que la esperanza es aquello a lo que más deseamos aferrarnos en épocas de desesperación o preocupación. Opino que no es ninguna coincidencia que Harold Arlen y Yip Harburg escribieran Somewhere Over the Rainbow, una de las canciones más agridulces y sin embargo más esperanzadoras del mundo, una canción que ha ganado votaciones como la mejor canción del siglo XX, en uno de los años más desoladores de la historia de la humanidad: 1939. Harold compuso la música, mientras que Yip escribió la letra. Harold y Yip no eran ajenos al sufrimiento. Yip había presenciado los horrores de la Primera Guerra Mundial y se había arruinado tras la crisis de 1929. En cuanto a Harold, que pasaría a ser conocido por su esperanzador salto de una octava, tuvo un hermano gemelo que por desgracia no sobrevivió a la niñez. A los dieciséis años, Harold huyó de sus padres, judíos ortodoxos, en busca de una carrera musical moderna. Y no olvidemos que estamos hablando de dos músicos judíos que escribieron la que podría considerarse la canción más esperanzadora de todos los tiempos mientras Adolf Hitler desencadenaba una guerra y el antisemitismo estaba en auge.
Para sentir esperanza no tienes que hallarte en la mejor de las situaciones. Solo tienes que entender que las cosas cambiarán. La esperanza está al alcance de todos. No tienes que negar la realidad del presente para tener esperanza, solo debes saber que el futuro es incierto y que la vida no solo contiene luz, sino también oscuridad. Podemos tener los pies bien anclados en el lugar en que nos encontramos al mismo tiempo que nuestra mente percibe otra octava, justo por encima del arcoíris. Podemos estar medio en el presente, medio en el futuro. Medio en Kansas, medio en Oz.
(No todas alivian desde el punto de vista de la letra o desde un punto de vista lógico, pero todas ellas me consuelan a través de la magia directa o indirecta que solo la música es capaz de evocar. Tú tendrás otras distintas. Aun así, he pensado en compartir algunas de las mías.)
O-o-h Child, The Five Stairsteps
Here Comes the Sun, The Beatles
Dear Theodosia,banda sonora de Hamilton
Don’t Worry Baby, The Beach Boys
Somewhere Over the Rainbow, Judy Garland
A Change Is Gonna Come, Sam Cooke
The People, Common ft. Dwele
The Boys of Summer, Don Henley
California, Joni Mitchell
Secret Garden,Bruce Springsteen
You Make It Easy,Air
These Dreams,Heart
True Faith, New Order
IfYou Leave,OMD
Ivy, Frank Ocean
Swim Good,Frank Ocean
Steppin’ Out,Joe Jackson
Pas de deux de El cascanueces, Chaikovski (no es una canción, está claro, pero sí un consuelo épico y agridulce)
If I Could Change Your Mind, HAIM
Space Cowboy, Kacey Musgraves
Hounds of Love,ya sea la versión de Kate Bush o la de Futureheads
Enjoy the Silence,Depeche Mode
I Won’t Let You Down, Ph.D.
Just Like Heaven, The Cure
Promised Land,Joe Smooth
Mirar un problema de frente ayuda a superarlo. No puedes escalar una montaña que finges que no existe.
Cuando estás abatido, es importante tener en cuenta que las ideas que esos sentimientos inspiran no son hechos externos, objetivos. Por ejemplo, cuando tenía veinticuatro años, estaba convencido de que no llegaría a cumplir los veinticinco. Sabía con certeza que no sería capaz de sobrevivir durante semanas o meses con el dolor mental que de repente estaba experimentando. Y, sin embargo, aquí estoy, con cuarenta y cinco años, escribiendo este párrafo. La depresión miente. Y, a pesar de que los sentimientos eran reales, es obvio que las cosas que estos me llevaban a creer no lo eran.
Como no entendía muy bien cómo había caído en una depresión suicida, imaginaba que jamás encontraría la forma de salir de ella. No me daba cuenta de que hay algo más grande que la depresión, y ese algo es el tiempo. El tiempo rebate las mentiras que la depresión cuenta. El tiempo me demostró que las cosas que la depresión imaginaba para mí eran falacias, no profecías.
Esto no quiere decir que el tiempo disipe todos los problemas de salud mental. Pero sí que nuestras actitudes y acercamientos hacia nuestra propia mente cambian y a menudo mejoran si nos quedamos por aquí el tiempo necesario para ganar la perspectiva que la desesperación y el miedo se niegan a proporcionarnos.
La gente habla de altibajos con relación a la salud mental. De cumbres y valles. Y esas metáforas topográficas tienen sentido. No cabe duda de que notas los descensos pronunciados y las dificultades de los ascensos de la vida. No obstante, es importante recordar que el fondo del valle nunca tiene las vistas más despejadas. Y que a veces lo único que necesitas para volver a subir es continuar avanzando hacia delante.
Siempre somos más grandes que el dolor que sentimos. Siempre. El dolor no es total. Cuando dices «Yo siento dolor», está el dolor y está el yo, pero el yo siempre es más grande que el dolor. Porque el yo sigue ahí incluso sin el dolor, mientras que el dolor solo está ahí como producto de ese yo. Y ese yo sobrevivirá y pasará a sentir otras cosas.
Antes me costaba entenderlo. Antes pensaba que yo era el dolor. No siempre he pensado en la depresión como una experiencia. Pensaba en ella como algo que formaba parte de mí. Incluso cuando me aparté del borde de un acantilado en España. Incluso cuando volví volando a casa de mis padres y les dije a mis seres queridos que iba a ponerme bien. Me autodenominaba depresivo. Rara vez decía «Tengo depresión» o «En estos momentos estoy pasando por una depresión» porque creía que la depresión era la suma de mi identidad. Estaba confundiendo la película que aparecía en la pantalla con el propio cine. Creía que solo se reproduciría una película, la misma para toda la eternidad, en bucle. Pesadilla en Haig Street
