El libro que salió del mar - Santiago Prieto - E-Book

El libro que salió del mar E-Book

Santiago Prieto

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Beschreibung

Como la vida, la Medicina es una fuente inagotable de argumentos, y este librito contiene quince relatos con la Medicina como denominador común. En su mayoría fueron inspirados por el ejercicio profesional durante cuatro décadas en un hospital. Bastó con observar, escuchar, fijar y rememorar. En un lenguaje pulcro y elegante, no exento de emotividad y perspicacia crítica, se van desgranando historias con un ojo clínico muy certero, defendiendo una profesión que se preocupa por el bienestar físico y mental de los pacientes ante el acoso implacable de la burocracia y la política. En estas páginas se tratan temas muy diversos y si el lector se anima a zambullirse en ellas, seguro que encontrará más de una historia interesante. Desde un libro de anatomía que fue por mar de España a Brasil en 1916 para retornar con un pequeño tesoro en forma de carta entre sus páginas, hasta la primera descripción del escorbuto, por cierto, escrita por un monje español; desde un cuadro con un tuberculoso como protagonista, a una cena de despedida de médicos residentes, pasando por un cardiólogo brillante obligado a poner los pies en el suelo por un infarto de miocardio o las prácticas furtivas en una facultad. Es una obra que rezuma amor a los libros y a la literatura, y que nos dice, entre otras muchas cosas, que leer El Quijote es un excelente tratamiento contra la soberbia. Unos cuentos que nos recordarán las hazañas de Federico Martín Bahamontes o el genio ajedrecístico de Fischer, que nos involucrarán en dos casos detectivescos de un comisario peculiar, que nos inundarán de emociones con el encuentro de una doctora con su viejo profesor o incluso nos harán sufrir con un padre la negligencia y frialdad de las instituciones y sus responsables… Un brillante abanico de relatos, y es que, como se dice en un momento dado en uno de ellos: "una historia curiosa puede valer mucho más que un traje elegante o un coche  lujoso…"

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Santiago Prieto

El libro que salió del mar y otros cuentos de médicos

1ª edición en formato electrónico: mayo 2020

© Santiago Prieto

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño de cubierta: ImatChus

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-122034-5-5

IBIC: FA 2ADS

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Santiago Prieto

El libro que salió del mar y otros cuentos de médicos

Introducción

El libro que salió del mar

Un cuadro

El máster

La sexta partida

Nessun dorma

El águila voló

Señoría

El asesino gris

El muerto que habló

Un pedazo de pan

La luna en el asfalto

Cena de despedida

El desván

¡Ay, corazón!

Sólo el silencio

A mi mujer

A mis hijos

A los médicos que nunca dijeron “eso no es asunto mío”

A las enfermeras con vocación de enfermeras

A los hombres y mujeres que inspiraron estos relatos

Introducción

La Medicina, como la vida, es una fuente inagotable de argumentos y con frecuencia a la hora de recordar y escribir, los límites entre realidad y ficción se difuminan. Cuarenta años de labor médica en primera línea en un hospital son un campo abonado para el ejercicio de mezclar en el odre de la memoria ciertos hechos vividos con otros quién sabe si sólo imaginados. Bastó con observar, escuchar y rememorar. Llevarlos al papel sólo fue su consecuencia. Algunos pacientes casi me dieron escritos algunos de estos relatos.

Se ha dicho que la literatura es la vida, pero la vida no es literatura en prosa y menos aún en verso. La enfermedad, el dolor, la decrepitud y la muerte son realidades concretas, objetivas e individuales, que han acompañado y siempre irán de la mano del hombre a pesar de los avances de la ciencia y la tecnología aplicadas a la Medicina. Unos avances que con frecuencia llevan a algunos insensatos a pretender vivir más de un siglo, como si cumplir años fuera un objetivo en sí mismo. Como si eso no fuera un sinsentido desde el punto de vista de la Naturaleza. Tal vez por ello, caer enfermo hoy es visto como algo imperdonable, una falta de educación o, como mínimo, una descortesía.

Cela, aquel ogro quizá más sentimental de lo que aparentaba, decía que los mandamientos del escritor deben ser la soledad, la verdad, la libertad, la venganza, la independencia y la esperanza. A su vez, George Orwell, un inglés larguirucho, flaco y fumador inveterado que murió tras pasar en breve tiempo de la utopía al desengaño, dejó dicho que se escribe por egoísmo, por entusiasmo estético, por impulso histórico o con un propósito político. Y Mario Benedetti, a quien traté como enfermo y me honró con su amistad, en una conversación inolvidable reconoció que el escritor es, por encima de todo, un egoísta redomado. Salvando las insalvables distancias que me separan de esos autores inmortales, al escribir los relatos que siguen, asumo los mandamientos del uno y sólo en parte los móviles del inglés y el uruguayo.

Es cierto que se escribe por egoísmo y es probable que todo escrito tenga una vertiente o lectura política, pero debo decir que al tomar el bolígrafo y enfrentarme al papel no me mueven la estética ni el impulso histórico. Por fortuna, carezco de afán de poder y de sentido mesiánico y puedo decir que si me invento cuentos sólo es para ejercitarme y así intentar retrasar la oxidación de mis neuronas, en el fondo otra forma de egoísmo. La lectura y la escritura constituyen un buen refugio.

Los relatos que se recogen en este libro están escritos en la grata soledad de las madrugadas, con pretensión de verdad, con la libertad de las lecturas elegidas y con ese afán de independencia que anima al hombre a tener pensamiento propio para no convertirse en un muñeco de guiñol. A la vez, no sería exacto si negara que en estos cuentos hay un cierto componente de venganza y una mayor o menor dosis de esperanza.

Afirmo que amo a mi patria sin ningún interés por capitalizar ese amor y que desde hace tiempo me preocupan los derroteros por los que en ella discurre la vida pública. Cuando veo que la vieja España tiene tantos enemigos interiores y cómo esos enemigos la parasitan, endeudan y devoran, me preocupo. No es fácil sustraerse al entorno y me resulta imposible ignorar la frivolidad, la soberbia, la chabacanería, la memez, el cinismo y la mentira que con demasiada frecuencia vemos en la conducta de cúpulas y jerarquías. Unas “virtudes” que adornan a tantos hombres y mujeres públicos a los que oír o leer causa sonrojo, cuando no hilaridad o irritación. Cómo no recordar a Joseph Conrad cuando decía que hay algo de muerte en la mentira. Y si Aristóteles afirmó que la política es la más noble de las artes, hoy se retorcería en su tumba si viera el albañal en que se ha convertido esa actividad en nuestro país. Traer ejemplos sería un cruel e innecesario ejercicio de masoquismo, una actividad poco aconsejable.

Nunca antes se habían alcanzado en España los niveles de bienestar material del que disfrutan muchos de sus habitantes. Pero mirar hacia otro lado ante el desmoronamiento de la identidad nacional; el penoso deterioro de la Educación y la decadencia de la Universidad, convertida en mera expendedora de títulos en demasiadas ocasiones sin contenido; olvidar que desde que Cajal lo lograra en 1906 y Ochoa en 1959, ningún español ha conseguido el premio Nobel en ciencias; observar el triunfo de la burocracia y la reescritura torticera de la Historia; ver cómo las Autonomías y la Administración del Estado van camino de acabar con el Estado, y cómo la corrupción político-económica por hache o por be no suele pasar factura a sus actores; la imposición de ese cinturón de castidad que representa la autocensura del lenguaje llamado “políticamente correcto”; la creciente inseguridad jurídica; la crisis de los soportes tradicionales, obviamente individuales, de responsabilidad, esfuerzo, lealtad, sacrificio, austeridad e íntima satisfacción por el trabajo bien hecho; desentenderse de los miles de compatriotas que han necesitado emigrar al extranjero buscando un futuro que aquí se les niega, y de los que aquí han perdido el trabajo, la esperanza y hasta su casa; o ignorar el disparate demográfico que significa una población cada vez más vieja, mientras cada año van al cubo de la basura cien mil embriones humanos, nos parece sencillamente suicida.

Del mismo modo que son preocupantes, por un lado, el corsé insoportable que representa la gestión sanitaria, en unos casos sólo política y en otros sólo económica; y, por otro, la incultura general y literaria e histórica en particular de las promociones de médicos de los últimos veinticinco o más años. El desmesurado número de licenciados en Medicina que cada año sale de las facultades españolas, la obsesión por el examen MIR, la desaparición de las humanidades, la sustitución de los libros por pantallas y el desplazamiento de la lectura por las imágenes, han rebajado el horizonte personal, intelectual y humanístico del médico. Se ha escrito que la ciencia sin cultura limita el intelecto. Sin duda, Internet es una fuente infinita de información, pero no de ese pilar del hombre que es el conocimiento; no de ese soporte que representa la cultura crítica. Todo ello ha facilitado la proletarización intelectual y económica del médico.

Al redactar estas líneas no puedo olvidar a los estudiantes y los médicos residentes que pasaron por el despacho que ocupé en el Hospital 12 de Octubre de Madrid. Sin soberbia, pienso que contribuí a su formación, lógicamente en la medida de mis posibilidades. Muchos de ellos hoy son especialistas brillantes a los que considero amigos y a los que no dudo en consultar. Como no olvido a las enfermeras que con espíritu de ayuda y afán por hacer bien su labor, cada día me acompañaron en la visita a los pacientes. A la vez y por último, aunque no los últimos, tengo presente que los consultorios y los hospitales existen porque hay y siempre habrá enfermos. Sería injusto no recordar a tantos pacientes que me dejaron constancia de su valía y mis limitaciones e, involuntariamente, me ayudaron a escribir estos cuentos.

Con el denominador común de la Medicina y sus actores, en este librito se tratan temas muy diversos y si el lector se anima a adentrarse en él, quizá encuentre alguna historia interesante. Desde un libro de anatomía que fue por mar de España a Brasil en 1916, para retornar, nunca sabremos cómo ni cuándo, a Madrid con un pequeño tesoro en forma de carta entre sus páginas, hasta una reseña de la mejor partida de ajedrez de la historia; desde un cuadro con un tuberculoso como protagonista, hasta una conversación con “el Águila de Toledo”; desde un pedazo de pan caído de las manos trémulas de un moribundo, a una cena de despedida de residentes; desde una juez con agallas, hasta el curioso hallazgo en un desván; o desde la primera descripción del escorbuto, por cierto escrita por un monje español, hasta una novela corta o un cuento largo que trata de la venganza de un hombre y su silencio final, figuran en el índice.

No metí gato por liebre y contrasté los datos que figuran en cada relato. Pocas veces recurrí a términos médicos y deliberadamente utilicé un léxico sencillo para que cualquier lector con una cultura media tenga pocas veces que recurrir al diccionario. Cuidé la sintaxis, una forma más de moral. Redactar es el primer paso para que, siguiendo unas normas ortográficas y sintácticas básicas, un texto sea legible y comprensible; una errata, una tilde o una coma fuera de sitio pueden confundir al más pintado y suelen indicar falta de respeto por el lector. Escribir significa andar un paso más y ya implica un cierto toque de calidad que facilita la lectura. Eso intenté. En cuanto a hacer literatura, tengo presente que es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. De ahí que dudara en titular este libro Oficio de escribiente. Pero, para ser fiel al contenido, me decanté por el título que figura en la portada. En cualquier caso, estas páginas están redactadas con cuidado y si el hipotético lector cree ver en ellas algún rasgo de escritura me daré por satisfecho.

Madrid, marzo de 2017

El libro que salió del mar

Desde que tengo memoria me acompañan los libros y todos los días agradezco su respaldo silencioso. Entre lectura y lectura, ese diálogo ocular con los ausentes, que diría el gran Quevedo, a veces por un instante los contemplo. Durante un momento los observo, más que con agrado, con afecto y hasta podría decir cómo y cuándo llegaron a mi biblioteca. Comprados, regalados, heredados, descubiertos en estanterías polvorientas en ya desaparecidas librerías; pequeños tesoros dormidos sobre papeles de periódicos tirados en el suelo en puestos callejeros; extraídos de baúles escondidos, prometedores y olvidados en desvanes; menospreciados restos de ediciones fracasadas; o, incluso, alguno de una humilde papelera rescatado.

Cada libro tiene su tema, su valor, su historia y su momento. Los que los escribieron ya pasaron, pero en sus páginas, fruto más del sudor de las neuronas que del delicado soplo de las musas, está lo mejor de todos ellos. Y a ellos rindo recuerdo agradecido cuando tomo un libro entre las manos; cuando lo observo y, antes de sumergirme en el eterno revivir de su lectura, lo acaricio con las yemas de los dedos.

Entre los libros que me hacen compañía hay uno que tiene su propia intrahistoria. Un libro que, si hoy descansa tranquilo en las oscuras baldas de mi biblioteca, pasó por algunas horas de zozobra. Horas en las que pudo perderse para siempre en las embravecidas aguas de un océano.

Es un libro de casi mil páginas, 968 para ser exacto, bien conservado, encuadernado en piel marrón de badana de oveja, en el que entre los nervios de su lomo puede leerse en doradas letras mayúsculas: “Testut. Anatomía Topográfica. I. FZC”. En su portada no hay nada escrito, pero en su interior figura textualmente: “Tratado de Anatomía Topográfica con Aplicaciones Médico-Quirúrgicas por L. Testut Profesor de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lyon y O. Jacob Médico Mayor de la Armada. Profesor Agregado de la Escuela de Val de Gráce. Tomo primero: Cabeza-Raquis-Cuello-Tórax. Con 553 figuras en el texto, dibujadas por S. Dupret de las cuales 537 están impresas en colores. Barcelona. Salvat y C.A, S. en C., Editores. 220-Calle de Mallorca”.

Curiosamente, en sus páginas no figura el nombre del traductor, o traductores, como tampoco el año de edición, aunque por datos indirectos deduzco que tuvo que salir de las prensas poco antes de 1916.

Lo encontré en el Rastro en un nublado y frío domingo de enero de 2010 a primera hora de la mañana cuando apenas se veía gente en la empinada cuesta de la Ribera de Curtidores. El Rastro, ese “mercado de botas viejas y novelas verdes, de espejos negros y candelabros impares” que dijo Francisco Umbral, aquel gran poeta en prosa de Madrid. Allí, en un pequeño cajón de madera apenas desbastada, casi oculto entre un desordenado montón de libros viejos, el primer tomo de la mejor obra escrita de anatomía macroscópica humana parecía esperar una mano que reconociera su valor. Aunque hacía algunas décadas que había estudiado aquella siempre interesante asignatura, no discutí el precio, sin duda barato incluso cuando entonces aún ignorara la agradable sorpresa que contenía.

Tras la caleidoscópica guarda volante, escrito con tinta negra y buena caligrafía, leí: “Recogido en las costas del Brasil después del naufragio del vapor Príncipe de Asturias el 5 de marzo de 1916”. Y, debajo, una firma: “F. Zapata”, inclinada ligeramente hacia arriba y rubricada con una fina línea paralela a ella. Es decir, la firma se correspondía con las letras del propietario, FZC, grabadas en el lomo y había transcurrido casi un siglo desde su rescate del mar hasta el momento en que llegó a mis manos.

La historia me pareció interesante, así que al día siguiente fui a la Hemeroteca Municipal de la calle del Conde Duque y busqué en los periódicos de la época alguna información sobre el hundimiento de aquel buque hasta entonces desconocido para mí. Lógicamente, en los diarios del seis y siete de marzo de 1916 no había ninguna referencia a la catástrofe, pero en la página doce del ABC del miércoles día ocho aparecía la noticia, que transcribo fielmente a continuación: “Nuestro cónsul en Santos y nuestros ministros en Brasil y Montevideo han comunicado la pérdida del vapor español Príncipe de Asturias, que naufragó y hundióse en la costa brasileña entre Punta Boy y San Sebastián. El siniestro ocurrió, según parece, a causa de la niebla. El ministro de España en Montevideo dice en el despacho que hay muchas víctimas, en su mayoría de nacionalidad española…”

El interés de aquella historia ya era evidente, así que busqué más detalles en las notas e informes oficiales, en los artículos de periódicos y revistas que me parecieron fidedignos. Observé que las informaciones se habían convertido pronto en opiniones con frecuencia sin fundamento y acompañadas de altas dosis de imaginación o de malicia. No obstante, había acuerdo en que el médico a bordo del Príncipe de Asturias se llamaba Francisco Zapata Castañeda, que entonces tenía veintisiete años y que había sobrevivido al naufragio. Por lo tanto, parecía lógico que él debía de ser el dueño de aquel libro que, quién sabe por qué vías, había ido a parar al Rastro. La firma me pareció un dato definitivo, así que llegué a la conclusión de que tenía en mis manos una obra que había pertenecido al médico del barco hundido a principios del siglo XX. Un colega de casi un siglo antes, que había sobrevivido al naufragio del buque en que viajaba.

Tras la labor de búsqueda de datos, supe que Antonio Martínez de Pinillos, presidente de la Naviera Pinillos, había contratado unos años antes la construcción de cinco grandes vapores de casco de acero en dos astilleros del oeste de Escocia. Resulta curioso saber que a orillas del estuario del Clyde, un río de apenas ciento ochenta kilómetros de longitud que desemboca en Glasgow en el Canal del Norte, se construyeran durante tres siglos muchos de los mejores buques del mundo.

Aquellos cinco vapores fueron dedicados al transporte de carga y pasajeros entre España, las Antillas, Méjico, Centro y Suramérica. Como cualquier persona, un barco ha de tener un nombre y aquéllos se llamaban: Valbanera, de doce mil toneladas de desplazamiento, que empezó a navegar en 1906; los buques gemelos Cádiz (1908) y Barcelona (1908), de diez mil; y los trasatlánticos también gemelos Infanta Isabel (1912) y Príncipe de Asturias (1914), de dieciséis mil quinientas toneladas.

Aunque soy de tierra adentro y nunca he navegado, confieso que merced a los libros admiro el mar y me interesan las historias de la mar, el “infinito viviente” como tan acertadamente la definió Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino. La lectura de las primeras exploraciones y grandes descubrimientos marítimos; las historias de navegantes embarcados en empresas descomunales culminadas muchas con éxitos y otras, demasiadas, con fracasos; la exploración del fondo de los océanos con su flora y fauna sorprendentes; la resistencia humana puesta a prueba en la mar con acciones heroicas, decisiones a vida o muerte, supersticiones, locuras y traiciones; la orientación por el sol y las estrellas; el silencio, el rumor o el rugido de las olas; el resplandor del fuego de San Telmo y los incendios pavorosos; las malas estibas con corrimientos de la carga y fulminantes hundimientos; las puestas de sol contempladas desde la cubierta de un velero; las galernas, las nieblas, las corrientes y la exasperante calma chicha; el escorbuto, las fiebres, las epidemias y las cuarentenas; los embarrancamientos y los abordajes; las invernadas entre hielos y las islas misteriosas; los barcos fantasma, los naufragios y los pecios; los motines y las batallas en la mar han ilustrado y enriquecido muchas horas de mi ocio. Ello sin contar cómo las novelas de Verne, Melville, Stevenson, London, Defoe, Conrad o Conan Doyle me ilustraron; y términos como amura, roda, jarcia, bordada, gobernalle, bitácora, ponerse a la capa o singladura, me llevaron ayer al diccionario para ensanchar mi imaginación, como la de miles, quizá millones, de jóvenes de todas las épocas y latitudes.

No pretendo aparentar una erudición que no poseo y si ahora escribo lo que escribo, sólo es por facilitar la lectura de las páginas que siguen.

Al recordar un barco español naufragado en las costas de Brasil no podemos olvidar que los primeros vapores empezaron a hacer surcos en los mares a mediados del XIX. Eran buques de casco de madera y cuyos motores y calderas inseguras e ineficientes consumían cada día decenas de toneladas de carbón. Por ello sus bodegas veían reducido enormemente el espacio útil para la carga y como consecuencia se encarecía su transporte. Factores que, con las vibraciones y el riesgo de incendio, limitaron su uso a distancias cortas o a cursos por ríos. A pesar de la inferioridad aparente de las velas, aquellos barcos tardaron décadas en imponerse. Así, si en 1820 la marina británica se componía de unos 22.000 veleros frente a 34 vapores, en 1850 la proporción aún era de 25.000 a 1.000.

Sólo a principios del siglo XX los cargueros dotados de esa fuerza motriz superaron en número a los barcos de vela, acabando con una tradición de siglos en la que el hombre se esforzó por diseñar veleros de líneas cada vez más estilizadas y elegantes, mejor construidos, más resistentes y veloces, aunque dependieran siempre de los vientos con frecuencia imprevisibles y las incontrolables corrientes de la mar. Unos barcos fruto de la observación, la necesidad y la inquietud; el trabajo y el talento; la tenacidad y la maduración; la tradición y el ingenio; y, ¿por qué no decirlo?, la honestidad de generaciones de carpinteros y marinos. Recordemos el elogio profundo que Joseph Conrad dedicó en 1906 a los veleros en El espejo del mar, una obra sencillamente excelsa: ´…La enorme vela mayor de un cúter, cuando con inevitable admiración uno lo ve pasar lentamente desde una punta de tierra o el extremo de un malecón, le confiere un aire de altiva y silenciosa majestad… La maquinaria del velero, una maquinaria que hace su trabajo en completo silencio y con una gracia sin movimiento, que parece esconder un poder caprichoso y no siempre gobernable sin tomar ni quitar nada a los recursos materiales de la Tierra…´

Y cómo olvidar, siguiendo un orden cronológico, los hundimientos de trasatlánticos legendarios como el Titanic, con 1500 víctimas en la noche del 14 al 15 de abril de 1912 tras chocar con un iceberg en el Mar del Norte; o el Lusitania, torpedeado por un submarino alemán frente a las costas del sur de Irlanda en mayo de 1915, con la pérdida de 1200 vidas; el Sussex, igualmente hundido por un submarino tudesco en el Canal de la Mancha el 24 de marzo de 1916, con 82 víctimas, entre las que estaba el creador de la Suite Ibérica, el compositor Enrique Granados; el Príncipe de Asturias, naufragado igualmente en marzo de 1916 y uno de los protagonistas de estas páginas; o el Valbanera, también de la naviera Pinillos, hundido en la noche del 9 al 10 de septiembre de 1919. Un huracán lo echó a pique frente a Cayo Hueso, en la Florida, pereciendo las 488 personas entre pasajeros y tripulantes que iban a bordo sin que, perdida la antena y el resto de la arboladura, pudiera llegar a emitir un SOS.

Pero volvamos a nuestro barco, el Príncipe de Asturias, que en las fotografías de la época se muestra como un hermoso vapor con una única chimenea. Medía 140 metros de eslora, 18 de manga y 12 metros de puntal, distancia vertical desde la cara inferior del casco hasta la cubierta principal. Había sido construido en los astilleros Hall, Russell & Co a orillas del Clyde, en Glasgow, y botado el 30 de abril de 1914. Llevaba dos motores auxiliares generadores de la electricidad de mantenimiento y se desplazaba por dos motores principales de 8.000 caballos cada uno, alimentados por vapor a alta presión producido por cinco calderas cilíndricas de cuádruple expansión, lo que les confería una alta eficiencia y reducía notablemente el consumo de carbón. Podía alcanzar una velocidad máxima de 18 nudos, o 18 millas náuticas, nada menos que 33 kilómetros por hora, y en crucero mantenía sin dificultad una media de 16 nudos. Hizo las pruebas de mar en el Clyde y el Mar del Norte antes de ser matriculado en Cádiz y entrar en servicio en agosto, apenas un mes después del estallido de la Gran Guerra.

Era un buque lujoso dotado de una buena biblioteca a disposición de los pasajeros de primera clase, sala de música, salones para fumadores, comedores de primera, segunda y tercera clase, farmacia, quirófano y un hospital con sala de aislamiento de enfermos infecciosos, problema no infrecuente en la época. Contaba con dos camarotes de gran lujo, 38 camarotes deprimera clase (152 pasajeros), 30 de segunda clase especial (180) y 19 de segunda económica (144 pasajeros), también llamada tercera clase. Por último, en los sollados de emigrantes, grandes espacios entre la sala de máquinas y la cubierta de segunda clase, podían ir hasta 1500 personas, en hileras corridas de literas en cinco alturas sin intimidad entre los pasajeros, casi todos españoles e italianos que iban a hacer las Américas. Ese millar y medio indicaba los pasajeros con billete y no incluía un número impreciso de polizones, sobre todo italianos, fugitivos de la guerra que asolaba Europa.

La naviera Pinillos destinó el Príncipe de Asturias y su gemelo el Infanta Isabel a la ruta Barcelona-Buenos Aires para el transporte de correo postal, pasajeros y carga. Ambos tenían sus salidas el día 17 de cada mes alternando entre Barcelona y Buenos Aires. En su último viaje, nuestro barco partió de Barcelona el 17 de febrero de 1916 e hizo las escalas programadas, tomando pasajeros en Valencia el 18; en Almería y Málaga, el 19; en Cádiz, el 21 y en el Puerto de la Luz, Las Palmas de Gran Canaria, el 23. Por ser 1916 bisiesto tenía previsto llegar a Santos, Brasil, el día 4 en vez del 5 de marzo, a Montevideo el 8 y a Buenos Aires el 9. El viaje duraba tres semanas y el mismo día que salía de Barcelona, de la capital porteña partía el Infanta Isabel, cruzándose en alta mar el 28 de febrero. En su escaso año y medio de vida, el Príncipe de Asturias sólo hizo cuatro ciclos completos de ida y vuelta.

El buque estaba al mando del capitán José Lotina Abrisqueta, un experto y respetado marino de 44 años de Placencia, Vizcaya, que previamente había demostrado bien su pericia. En su último viaje llevaba a bordo 193 tripulantes y 395 pasajeros: 49 de primera clase, 28 de segunda, 59 de segunda especial y, oficialmente, 259 emigrantes, es decir, un total de 588 personas.

El precio de un pasaje iba desde las 6.500 pesetas-oro (una peseta oro de 1916 con la efigie de Alfonso XIII contenía 0,32 gramos de oro de 900 milésimas), hasta las 250 pesetas del billete de emigrante. Además, llevaba unas 5.000 toneladas de carga cuya composición debe ser tenida en cuenta por la posible influencia en el naufragio: mil quinientas toneladas de lingotes de hierro, plomo, cobre y estaño, junto con veinte grandes estatuas de bronce de ochocientos a mil kilos cada una. Esas estatuas componían el grupo escultórico titulado La Carta Magna y las Cuatro Regiones Argentinas, obra de los prestigiosos escultores Agustín Querol, Cipriano Folgueras y José Montserrat, y eran una donación de la colonia española en Argentina a la ciudad de Buenos Aires. Además, el Príncipe de Asturias, aunque no oficialmente, navegaba como “barco de Estado” y es probable que en una gran caja fuerte situada en la bodega de proa transportara en su último viaje una importante cantidad de oro como pago del trigo que España importaba de Argentina.

El viaje transcurrió con buen tiempo y, como estaba previsto, en la mañana del 28 de febrero, a unos cinco grados de latitud norte, se cruzó a corta distancia por la amura de babor con el Infanta Isabel, que navegaba rumbo a España. Un pasajero aficionado a la fotografía tomó desde la cubierta varias instantáneas de buena calidad, que serían las últimas, del buque hermano.

El día tres pasó el Ecuador sin novedad, pero el cuatro de marzo amaneció muy nublado, lo que impidió a los oficiales calcular la posición con el sextante. Muy pronto se levantó viento fuerte y marejada del suroeste. La situación empeoró al mediodía con fuertes chubascos, rachas de viento del sur, niebla espesa y fuerte marejada. Tampoco se pudo determinar la posición, que se calculó por “estima directa”, es decir, en función de la última establecida con precisión el día tres, el rumbo previsto y la velocidad media, y se mantuvo rumbo suroeste hacia Santos.

Se hizo de noche muy pronto y el tercer oficial hizo la guardia de prima, entre las 20 horas del día cuatro y las cero horas del cinco. El capitán Lotina, preocupado por la situación, estaba en el puente desde las 22 horas y había indicado “atención” a la sala de máquinas y ordenado reducir la velocidad a 10 nudos. La tormenta había empeorado a última hora de la tarde y la niebla impedía la visibilidad. La guardia de media, de 00 a 04h, la hizo el primer oficial, Antonio Salazar, y de la guardia de alba, que debía durar hasta las 08h, se encargaron el segundo oficial, Rufino Onzain, de 24 años, y el joven agregado Romualdo Carmona, de 18. Ambos sobrevivirían al naufragio. Calculaban que estaban a unas diez millas de la costa y que pronto deberían ver la luz del farol de Punta do Boi, en Ilhabella, Isla Bella, o de San Sebastián. Esta isla, o mejor, isla y su rosario de islotes al sur de Río de Janeiro y a pocas millas al norte de Santos, está rodeada de arrecifes.

Por no haber podido determinar la posición desde el día anterior y ante la duda de haber seguido una derrota hacia la costa, con el riesgo consiguiente de chocar con otro barco, el capitán había ordenado hacer sonar la bocina de niebla cinco segundos cada minuto y desviar el rumbo diez grados a babor. El grave sonido de su monótona nota competía con el ruido de la tormenta y de la mar.

Pero el Príncipe de Asturias no estaba donde creía estar y a las cuatro y cuarto de la mañana, a la luz de un relámpago, el capitán y el segundo oficial pudieron ver fugazmente justo a proa y a muy corta distancia, la luz tenue de la linterna, que no faro, de Punta Pirabura, seis kilómetros al norte de Punta do Boi donde sí estaba el faro que nunca llegaron a ver. El capitán apenas tuvo tiempo para dar, más bien gritar, sus dos últimas órdenes. Al timonel―: ¡¡¡Todo a babor!!! Y a la sala de máquinas―: ¡¡¡Todo atrás!!! ¡¡¡Todo atrás!!!

Ya era tarde. Un buque con cinco mil toneladas de carga a una velocidad de diez nudos hubiera necesitado más tiempo y espacio para evitar los arrecifes submarinos de Punta Pirabura. A las cuatro y cuarto de la madrugada los embistió casi de frente por estribor. Las rocas cortaron como una navaja el casco longitudinalmente produciendo una vía de agua de cuarenta metros de largo. La bodega de proa y la sala de máquinas se inundaron en un instante y la alta temperatura de las calderas produjo bruscamente una enorme cantidad de vapor en un espacio limitado. Enseguida hubo una primera explosión que reventó el suelo de la cubierta de tercera y segunda clase junto con los sollados de emigrantes. El barco quedó a oscuras. El Príncipe de Asturias se hundió de proa quedando la popa casi vertical durante unos segundos, hasta que una segunda explosión lo envió definitivamente al fondo de la mar. Todo ocurrió en cinco minutos.

De los catorce botes salvavidas sólo uno cayó al mar en buenas condiciones y en él se salvaron diez y ocho personas. El segundo oficial, Rufino Onzain, y el médico, el doctor Francisco Zapata, que en pijama había subido al puente, cayeron al agua, pero pudieron agarrarse a unas tablas que flotaban cerca y llegar hasta unas rocas sólo con heridas superficiales. El capitán Lotina fue arrastrado por las olas y desapareció en la mar. La juventud y el azar permitieron que algunos hombres alcanzaran a nado las playas de Los Castellanos y Jabaquara, al sur de Punta Pirabura. Otros, menos afortunados, quedaron en el interior del barco o fueron estrellados por las olas contra los arrecifes y arrastrados sus cadáveres por las corrientes hasta las playas de Pacuíba e Itaguaçu. El cuerpo del capitán, reconocido por su uniforme y los distintivos de la bocamanga, fue encontrado medio comido por los peces una semana después en Praia da Fame, Playa del Hambre, al norte de la isla y allí fue enterrado.

Al mediodía del cinco de marzo, con la mar transitoriamente en calma, el vapor francés Vega, que navegaba desde Marsella hacia Santos, se encontró con un espectáculo desolador: docenas de cadáveres, maderos, muebles, fardos, cajones y fragmentos de botes salvavidas se veían por doquier. Algunos náufragos se agarraban a cualquier tabla u objeto que flotara. El Vega los rescató, así como a los ocupantes del bote.

El trasatlántico P. de Satrústegui, de la Compañía Trasatlántica, que había zarpado en la mañana del día cinco de Río de Janeiro hacia Santos, recibió la noticia del naufragio y se aproximó a la zona. Arrió dos botes y rastreó el área a conciencia hasta la tarde del día siguiente, pero no encontró ningún superviviente. Recuperó seis cadáveres, cuatro hombres y dos mujeres, y regresó a Santos, donde los descargó. No obstante, dos días más tarde, todavía aparecieron cuatro supervivientes agarrados a un fardo flotante, tres hombres y un niño encaramado a los hombros de su padre. La corriente los había llevado hasta las proximidades de la Ihla dos Buzios, a unas quince millas al norte de Punta Pirabura y fueron rescatados por unos pescadores. Es difícil imaginar cómo pudieron aguantar en el agua sin comida ni bebida durante dos días. El Gobierno brasileño colaboró generosamente y durante una semana un navío de su Marina y un remolcador recorrieron el área, pero lo único que pudieron recuperar fueron algunos cadáveres. Todos fueron enterrados en el cementerio de La Serraria, en Santos.

De las 588 personas que oficialmente iban a bordo se salvaron 143: 86 de los 193 miembros de la tripulación; y 57, seis mujeres, tres niños y 48 hombres, de los 395 pasajeros. Se sabe que sólo sobrevivieron siete de los 49 que viajaban en primera clase, 49 de los 87 de segunda clase y 20 de los de tercera. Por ir justo encima de la sala de máquinas no debió de salvarse ninguno de los 259 emigrantes y nunca se sabrá cuántos polizones murieron en las bodegas.

Vivieron para contarlo los siguientes tripulantes: el segundo y el cuarto oficial, el agregado, el médico, el segundo sobrecargo, el contramaestre y el practicante; el primero y segundo telegrafista; tres maquinistas, once fogoneros y once paleros, o paleadores de carbón, ayudantes de fogonero; veintidós camareros; ocho mozos; tres engrasadores y tres cantineros; dos enfermeros; dos marineros, dos timoneles y así hasta completar la nómina de 143. El conocimiento del buque y la edad –sólo sobrevivió un tripulante de más de 40 años– explicarían por qué salió con vida casi la mitad de los tripulantes, pero sólo el 10 por ciento del pasaje (porcentaje probablemente mucho menor si se consideran los polizones).

Que días más tarde algunos náufragos afirmaran que no había niebla ni tormenta, que en realidad la mar estaba en calma o que el naufragio se debió a la impericia de los oficiales y el capitán (incluso no faltó quien contó haber visto cómo se suicidaba de un tiro en la boca) no son más que muestras de malicia e imaginación mal empleada que merecen el olvido. Y, en cuanto a la causa del hundimiento, algunas teorías como la del torpedo lanzado por un submarino alemán o que el capitán y los oficiales estaban borrachos por ser días de carnaval, carecen de fundamento porque todos tenían una hoja de servicios impoluta y, además, eran católicos practicantes que no habrían celebrado una fiesta considerada como pagana. Además, ¿alguien sensato puede imaginarse una fiesta a bordo de un trasatlántico dando bandazos en medio de la tormenta? Por otra parte, España fue neutral en la Gran Guerra y si hubiera habido un submarino tudesco en las proximidades, de haberlo deseado hubiera podido hundir el Príncipe de Asturias mucho más fácilmente en alta mar que en las proximidades de una costa plagada de arrecifes. Una costa y unas aguas traicioneras en las que se encuentran los pecios de más de cien barcos hundidos allí a lo largo de tres siglos. Barcos negreros, de pesca, de recreo, de guerra o de carga, de vela o de vapor, víctimas de las tormentas y las corrientes.

Mucho más verosímil es la hipótesis de que el compás magistral –la brújula mejor protegida del buque– se desviara por el intenso campo magnético creado por su casco de acero, las más de mil toneladas de hierro que llevaba en sus bodegas y la tormenta que con gran aparato eléctrico se desencadenó en la tarde del cuatro de marzo de 1916. La imposibilidad de calcular la posición durante todo el día por las nubes y la niebla, obligó a la navegación por estima durante más de 24 horas, y la brújula, desorientada por el campo magnético en el que navegaba inmerso el barco, debió hacer que desviara su rumbo. Así, desde las primeras horas del día cuatro había derivado hacia el Oeste, en vez del Suroeste, pasando muy cerca de la isla de Buzios para navegar después hacia el Sur y pasar, sin verlos, por las proximidades de los arrecifes de Punta da Piraçununga y Punta da Navalha, topónimo explícito, antes de tocar las rocas submarinas de Punta da Pirabura.

Y allí, a cincuenta metros de profundidad, reposan desde hace cien años los restos del vapor Príncipe de Asturias.

Curiosamente, aquella catástrofe apenas tuvo repercusión en Europa y, salvo para los familiares de los náufragos y la Naviera Pinillos, que a raíz de aquel desastre se tuvo que replantear por completo las navegaciones a América, mereció pocos comentarios en el mundo. España, tras una contumaz labor de autolisis desde el reinado de Felipe III y en especial desde el de Carlos IV ya era entonces una nación de segunda fila. Y Francia y Alemania se desangraban en aquella descomunal demostración de soberbia e insensatez de gobernantes y generales que fue la batalla de Verdún. Una batalla que llevó a la tumba a un cuarto de millón de hombres jóvenes y causó más de un millón de heridos en los diez meses transcurridos entre el 21 de febrero y el 19 de diciembre de 1916.

* * *

Aquel libro que permanecía abierto en el atril no parecía contener nada que lo hiciera especial. Y, aunque era cierto que había disfrutado de su lectura y justificado mi documentación sobre el naufragio del Príncipe de Asturias, aparentemente no poseía nada que lo hiciera diferente a otras obras de anatomía.

Sin embargo, todo cambió ante lo que encontré entre la última guarda y la pasta. Lo que por casualidad descubrí días más tarde cuando repasé sus páginas: Un sobre blanco de 22,5 cm x 11,5 cm de papel fino, casi transparente, en cuyo anverso figuraba un nombre y una dirección: Dr. D. Francisco Zapata Castañeda. Laboratorios Zapata S. A. Calzada de Azcapotzalco a la Villa. México, D.F. El sello, 16 x 24 mm, de un valor postal de 1.200 réis, mostraba un dibujo con propaganda de Café do Brasil. El matasellos estaba muy claro: Sao Paulo. 5 MAR. 1938. En el reverso figuraba: Remetente Antonio Espanhol. Endereço Vinícola Maria Esperança. Sao Paulo. Brasil.

Dentro del sobre había, y hoy sigue habiendo, unos folios de papel muy fino cuidadosa y exactamente doblados en cuartos. Estaban escritos con tinta negra por una sola cara con letra menuda y apretada. A pesar del tiempo transcurrido, la tinta se conservaba muy bien y la excelente caligrafía en letra española hacía atractiva la lectura. Observando la precisión y elegancia de las curvas de las mayúsculas, el cuidado trazo de las minúsculas, la ligazón de las letras o la distancia precisa entre palabras, deduje que el autor debió de poseer autoestima y disciplina. Si, como escribió Flaubert, la sintaxis es una forma de moral, qué otra cosa es la caligrafía sino una forma refinada de disciplina, estética y respeto por el lector. Más aún si en las páginas, como era el caso, no había una sola tachadura ni un borrón.

Siempre que, como ahora, leo o releo esas hojas no puedo evitar un punto de placer y de emoción, a lo que se une el afán de imaginarme quién pudo escribirlas. Pienso que debió de ser un hombre interesante y con sentido del deber, tal vez atormentado y no ajeno al universo de las letras. En cuanto al cuándo escribió la carta, figura en el matasellos. El porqué, como veremos, fue una mezcla de gratitud y confesión; y el cómo, el autor lo explica en el escrito.

Pero ya no proceden más preámbulos. El texto está escrito en primera persona y dice así:

Mi muy estimado doctor Zapata:

Ésta es una carta escrita por un compatriota suyo, un español en los últimos días de su vida. Cuando la reciba ya no estaré aquí. Va acompañada por otra con una copia de mi testamento. Es probable que ahora tenga ambas en las manos.

Lego a usted la mitad de mis bienes. La otra mitad he indicado que sea para los hombres que han trabajado conmigo en los viñedos que tengo en Santos. Representa una cifra respetable. Un notario de mi confianza se pondrá en contacto con usted y le facilitará los trámites. Creo que justificará su viaje a Brasil. Pero, si la acepta y deseara no desplazarse aquí, el notario tiene instrucciones para hacerle llegar la cantidad resultante de la venta. Y en el caso de que en el plazo de cuatro meses no le hubiera comunicado su decisión, él seguirá las instrucciones que le he dado.

Desde hace años estoy en deuda con usted. He dejado pasar veintidós para remitirle esta carta. Quizá esperé demasiado, pero, aunque tarde, ahora cumplo con mi deber.

En mi pueblo me llamaba Antón y vaya por delante decirle que usted me salvó la vida. Debemos tener una edad parecida. Aunque caímos al mar a la vez cuando una aciaga madrugada de marzo de 1916 naufragó el vapor que nos llevaba a América, usted no puede acordarse de mí. Usted estaba cerca aferrado a unas tablas. Nadé lo que pude, pero las olas me alejaban. No olvido que se arriesgó al soltarse de su tabla salvavidas para agarrarme de una mano y tirar de mí. Respondí con todas mis fuerzas y gracias a usted me salvé. A duras penas esquivamos las rocas a las que nos empujaba el mar embravecido, pero poco después estábamos casi desnudos y tiritando de frío sobre las piedras. Recuerdo bien su alegría cuando vio que unos metros tierra adentro había un cajón que enseguida reconoció y al abrirlo vio que contenía sus libros. Debían significar mucho para usted.

Sé que usted hizo fortuna en Brasil antes de marchar a Méjico, donde ha creado unos laboratorios en los que fabrica sueros y vacunas. Hace un mes lo leí en el diario O Estado de Sao Paulo, donde vivo desde que llegué para renacer. Le hacían una entrevista y me gustó lo que contaba en ella. Me sorprendió que usted apenas hiciera referencia al naufragio de nuestro barco. Me di cuenta de que no le faltaban ideas ni proyectos. Creo que no le vendrá mal un capital que le permita concretar las unas y financiar los otros para ampliar su labor benefactora.

Conozco varias versiones de aquel naufragio. Un tiempo atrás me permití escribir unas páginas con mis recuerdos sobre aquel viaje y hasta por un momento pensé publicarlas en algún periódico. No lo hice. Quisiera que, si no le disgusta, las lea. Tal vez le interesen. No son más que el punto de vista de un pasajero que viajaba en el sollado de emigrantes del Príncipe de Asturias con destino a Buenos Aires.

Nací en 1890 en la Rioja logroñesa en el seno de una familia de agricultores. Me crie como hijo único porque mis tres hermanos murieron antes de que llegaran a cumplir el año de vida. Mi padre tenía una viña grande que había heredado de mi abuelo y la trabajó con esmero hasta su muerte recién cumplidos los cincuenta. Él me enseñó el oficio. Mi madre era analfabeta, pero era cariñosa y tenía talento natural. Gracias a ella la vida era agradable en mi casa. Tuve un buen maestro, don Ezequiel Montes, que con mucha paciencia me enseñó a leer, escribir y cuidar la caligrafía. La Gramática, la Geografía y el Cálculo no se me daban mal. Me gustaba leer. Aprendí con el Quijote y un diccionario de la Lengua Española. Aunque creo que no entendí aquel libro la primera vez que lo leí, en sus páginas supe el significado de “adarga”, “bizma”, “gregüescos” o “verdugado”. Intuí ya entonces la riqueza de nuestro idioma. Don Ezequiel me dijo que el Quijote no se lee, sino que se siente en el alma. Cuánta razón tenía. Años más tarde, a la tercera o cuarta lectura, creo que comprendí lo que Cervantes nos había dejado en sus páginas.

Cuando murió mi padre yo tenía trece años y dejé la escuela. A otros muchos chicos les pasaba igual y debían trabajar la tierra desde muy pronto. A los que queríamos, don Ezequiel nos enseñaba gratis después de la labor. Que el cielo se lo premie. A veces el cansancio me quitaba la fijeza, pero aprendí la raíz cuadrada, álgebra, dibujo lineal, algo de trigonometría e Historia de España.

Mi madre y yo mantuvimos la viña. El trabajo era duro, pero daba sus frutos. No hice el servicio militar por ser hijo de viuda. Mi madre murió diez años después de un cólico miserere. La enterré al lado de mi padre. Quedé sin familia, pero era joven y fuerte y me hice cargo de la tierra que había sido de mis antecesores.

Las primeras vendimias fueron buenas y pude ahorrar unas buenas pesetas, pero llegó la filoxera y la plaga arruinó los viñedos. En dos años seguidos de cosechas perdidas gasté los ahorros y tuve que pedir un préstamo. Sólo me lo concedió el rico del pueblo, aunque con unas condiciones muy duras. Entendí mal lo que firmé, pero no tuve otra opción. Era un hombre ya viejo. Debía de tener por lo menos sesenta años y había conseguido que de una manera o de otra casi todos los vecinos le pagaran una renta. Se ve que la avaricia crece con los años. No sé si la usura sigue existiendo en España, pero por entonces era frecuente. Al tercer año malo no pude pagar la deuda contraída. La viña era la garantía y la perdí. Estaba arruinado. Sin embargo, el usurero no se conformó con mi tierra y mi ruina. Exigió mi casa como pago de los intereses. Mientras se reía a carcajadas de mí y mi familia en público, me ofreció trabajar en sus tierras a cambio de “pan y techo”; es decir, como esclavo. Al abrir la boca percibí que tenía los dientes manchados de nicotina y que el aliento le olía a tabaco. Aún me resuena su risa en los oídos. Él no sabía que a un hombre joven y con agallas se le puede arruinar, pero no humillar sin consecuencias.

Aunque me hervía la sangre, mantuve la calma y no respondí a su ofensa. Le dije que le contestaría muy pronto. Tuve tiempo para pensar. Dos días después le esperé cuando salía de la cantina. Era noche cerrada y había algo de niebla. Caminaba sin prisa. Yo le esperaba medio escondido detrás de un negrillo, muy cerca de la iglesia. Se paró en medio de la calle a encender un cigarrillo. Vi su cara a la luz de la llama. Estaba a menos de veinte metros. Me puse frente a él, levanté la escopeta y apunté. Creo que sólo se dio cuenta en el último momento. El disparo sonó como un trueno seco. El cartucho de postas le destrozó la cabeza y vi cómo su cuerpo se desplomaba. Sin mirar atrás me perdí entre las sombras.

Había tomado dos decisiones de las que no admiten rectificación. Era fácil que alguien atara cabos y se sospechara de mí. No debía perder tiempo. Tenía preparado un viejo maletín con una muda, algunos libros, un par de botas casi nuevas, dos hogazas de pan y unos chorizos. Pero marcharme no era suficiente. No podía permitir que mi casa fuera subastada y cayera en manos extrañas. La cama de mis padres en la que mis hermanos y yo fuimos concebidos no sería mancillada. Había acumulado leña seca y la rocié con el petróleo que guardaba para el candil. Las vigas del techo eran de madera. Eché cerillas encendidas en la cocina y las habitaciones. La madera prendió enseguida. Aún faltaban algunas horas para el amanecer cuando salí de mi pueblo. No volví la cabeza. Era el 16 de enero de 1916. El día de mi santo y a la vez mi cumpleaños no había sido un buen día. Siempre me pesaría.

Conocía bien los caminos y me orienté bien. Cuando vi los primeros rayos del sol, ya estaba a tres leguas. Golpeándola contra una piedra, partí la escopeta y oculté los pedazos por separado lejos del sendero.

Tardé un mes en recorrer las cien leguas que separan mi pueblo del mar Mediterráneo. Un mes en el que malcomí y pasé todo el frío que pueda imaginarse. Enflaquecí dos agujeros en el cinturón. Sólo me lavé la muda y me quité la mugre tres veces en otros tantos riachuelos de aguas heladas aprovechando las horas de sol del mediodía para secarme. Salvo dos en que pude hacerlo en cuadras, todas las noches dormí al raso y, lo repito, sólo yo sé cuánto frío pasé.

Llegué a Barcelona el 15 de febrero. Fui al puerto y vi el mar. Era la primera vez. Nunca olvidaré la impresión que causó su inmensidad, su color y, sobre todo, el olor que venía de él. Me enteré de que un vapor, el Príncipe de Asturias, partía para Buenos Aires dos días después. Imaginaba que me buscaban, así que di un nombre falso. Al pagar las 150 pesetas por un pasaje de emigrante me quedaron dos en el bolsillo. Entonces me di cuenta de por qué se me clavaban las piedras en la planta de los pies. La suela y los tacones de las botas se habían gastado durante el viaje.

Una vez a bordo comprobé inmediatamente lo que significaba viajar como emigrante. Cuando bajaba por la escalerilla, lo primero que oí repetir por el altavoz fue―: “Respeten las clases. Los pasajeros de tercera clase no pueden salir de la cubierta de tercera clase. Los emigrantes deben permanecer en su recinto”.

El alojamiento se componía de unas grandes salas alargadas con pasillos de literas a ambos lados. Estaban ancladas al suelo y cada una tenía cinco camastros estrechos. La separación era de apenas medio metro. Al fondo había lavabos y letrinas separados para hombres y mujeres. La luz era artificial y el aire se renovaba por unos grandes ventiladores, lo que a duras penas disimulaba el espeso y acre olor a humanidad. Me acosté vestido, me acomodé como pude y dormí un día entero. Cuando desperté era el día 19. Había perdido fecha. Créame si le digo que aquella humilde colchoneta me pareció el más mullido de los colchones de un palacio y siempre que me viene a la cabeza la recuerdo con agrado.

Justo encima de mí iba un palentino de un pueblo cercano a Aguilar de Campoo, Genadio Fernández se llamaba, que a juzgar por la hora en que despertó debía de estar tan rendido de cansancio como yo. Me contó que había cumplido los 25 en Barcelona, pero no por qué iba a la Argentina. Cuando nos dimos la mano percibí que la suya tenía tantos callos y tan duros como la mía. Hicimos amistad y en aquellas tres semanas me dio pruebas del excelente barro del que estaba hecho. De la comida que servían en el comedor sólo puedo decir que era suficiente en calidad y cantidad para un estómago hambriento y capaz de digerir guijarros como almendras. Por fin comí caliente y con cuchara. Recuperé peso durante el viaje.

Con diferencia, las noches eran lo peor. Los ronquidos, toses, estornudos, carraspeos, suspiros, gemidos, murmullos, sollozos, cuchicheos y ventosidades en todos los tonos, amenizaban las veladas. Estaba prohibido fumar, pero allí olía a tabaco día y noche.

Me gustaba subir a la cubierta de tercera clase y respirar hondo el aire puro del mar. Solo o en la silenciosa compañía de Genadio, apoyados en la barandilla pasamos horas sumidos en nuestros pensamientos. Horas recordando nuestro pasado hasta entonces corto, soñando nuestro futuro e imaginando cuántos hombres habían surcado aquellas aguas inmensas antes que yo, que nosotros, buscando en América remedio para sus privaciones y desdichas. América era para todos la tierra de promisión.

La travesía fue aburrida y sin nada digno de contar hasta que dos gañanes con aspecto chulesco pretendieron robarme con amenazas y a cara descubierta el reloj que había sido de mi padre. Creí estar solo y cuando ya me veía sin reloj, oí que, a mi espalda, Genadio me decía sin levantar la voz―: No te arrugues. Podemos con ellos.

¡Cuántos puñetazos soltó en un momento! ¡Qué patadas! Sólo puedo decir que mi contribución en forma de puñetazos hubiera sido innecesaria. Salvo un ojo hinchado en mi debe, salimos airosos y el reloj siguió estando en mi muñeca izquierda. Cuando iba a darle las gracias efusivamente, me paró sin hacer un gesto:

―Sólo son señoritos de ciudad. No se hable más.

Unos días más tarde nuestro barco se cruzó a poca distancia con un vapor de la misma Compañía, el Infanta Isabel. En el mar engañan las distancias, pero debía de estar a unos cien metros o pocos más, porque pude distinguir el rostro de muchos pasajeros en las cubiertas e intercambiamos saludos y sonrisas.

Creo que era el cuatro de marzo y ya teníamos que estar cerca de Brasil. Al amanecer salí a respirar aire libre. A esa hora todos dormían y me gustaba subir a la cubierta de segunda o, incluso, como aquella mañana, a la de primera clase. Mi aspecto delataba mi miserable economía, pero nadie apareció para expulsarme ni molestarme. Estaba muy nublado y el mar, que parecía empezar a agitarse, tenía un color gris como el plomo. El viento era frío, pero no desagradable. Yo estaba detrás de un gran bote pintado de blanco y fue entonces cuando oí la conversación que me ayudó a salvar la vida. Dos hombres jóvenes hablaban en voz baja con tono de preocupación. Por el uniforme azul oscuro, casi negro y con botones dorados, deduje que debían de ser oficiales y creían que nadie les oía. El que parecía de mayor rango comentó:

―Con estas nubes no hay quien pueda determinar la posición. Llevamos desde ayer navegando por estima y no sé si hoy podremos calcularla. Espero que el capitán sepa qué hacer.

El más joven le contestó:

―Es un veterano y tiene experiencia, Seguro que ya se ha visto antes en alguna situación parecida. Yo tengo confianza en él… No debemos preocuparnos. Cómo me gustaría estar en mi pueblo con mi novia. Mañana es domingo de carnaval y habrá baile hasta las diez…

―Yo también tengo confianza en el capitán, pero estaría más tranquilo si se levantaran las nubes y pudiera utilizar el sextante. La costa ya no puede estar muy lejos ―contestó el otro.

Aún siguieron hablando durante unos minutos y poco después el ruido de sus pasos se perdió en la cubierta. Permanecí una hora más contemplando el cielo y el mar. Conocía bien lo que puede venir de las nubes tierra adentro cuando el cielo tomaba aquel color. No parecía que aquello fuera a mejorar. Volví a la cubierta de tercera y observé que el mar se encrespaba. Empezó a llover y los vaivenes y cabezadas del barco eran incómodos. Vi a Genadio y le comenté lo que había podido oír. Seguía absorto mirando al mar. Por un momento me pareció que no me había oído, pero algo después susurró:

―Ellos son profesionales. Saben lo que hacen. Además, lo que tenga que ser, será.

La mañana se me pasó deprisa y la comida transcurrió sin incidencias. A primera hora de la tarde se levantó una tormenta con mucho viento. Llovía y la niebla apenas dejaba ver el mar encrespado. No fui al comedor para cenar y me acosté con la ropa puesta. Los vaivenes cada vez eran más acusados y no podía dormir. A las doce en punto me levanté e intenté despertar a mi amigo. Dormía como un tronco:

―Genadio, tenemos que subir a cubierta.

―Déjame dormir ―me contestó sin llegar a despertarse del todo.

―Salgamos. Esto se puede poner mal y no debemos quedarnos aquí abajo ―le dije en voz alta mientras le agitaba.

Giró en su colchoneta y se puso boca arriba, pero no se levantó.

―Vete. Déjame dormir. Estaba soñando. ―Fue lo último que le oí decir.

Algún otro emigrante debió despertarse, pero ninguno dejó su litera.

Subí a la cubierta de primera clase. Estaba desierta. La niebla impedía ver más allá de diez metros. Sólo se percibían los fogonazos de los relámpagos y el ruido de los truenos se confundía con el de las olas. Llovía con fuerza. No sé qué hora sería, pero aún no había amanecido cuando la proa del barco chocó violentamente con algo y se levantó antes de volver a caer. Oí una explosión horrible y de repente me vi en el mar. Desde el agua pude ver cómo la proa del Príncipe de Asturias se hundía en un santiamén y cómo la popa se levantaba dejando ver en las hélices el reflejo de la claridad de los relámpagos. Enseguida hubo otra explosión y el barco desapareció. Una ola me había alejado del casco y nadé todo lo rápido que pude hacia lo que parecían unas tablas flotando. No nado mal, pero estaba vestido y las olas me alejaban de mi objetivo. Cuando ya creía que las fuerzas me abandonaban y me iba a ir al fondo, usted agarró con fuerza mi mano izquierda y tiró de mí.

No puedo calcular cuánto tiempo pasó entre el choque y el hundimiento, pero, aunque entonces me pareció una eternidad, debió de ser muy corto. Al amanecer tiritábamos con otros náufragos entre las rocas. Por la mañana nos socorrieron.

Lo que pasó después usted lo sabe tan bien como yo. No encontré el nombre de Genadio en la lista de supervivientes.

Unos días después pedí trabajo en un viñedo. Para no inspirar compasión callé que había sobrevivido al naufragio de nuestro barco. Se me hace raro llamarle nuestro barco. El dueño se llamaba Amilcar Barboza y era hombre de pocas palabras. Tenía un buen concepto de los españoles y cuando le conté lo que sabía hacer me dio trabajo sin discutir. Me preguntó cómo me llamaba y le contesté que Antón. Sonrió cuando me dijo―: ¡Ah! Sí. Antonio Espanhol.

Con aquel nombre me inscribí en el Registro y es el que figura en mi cédula de identidad.

Si el dueño tenía afecto por los españoles no se puede decir lo mismo por los argentinos. Quién sabe qué razones tenía para pensar así, pero más de una vez le oí decir: “No hay un argentino humilde ni mudo”.

El sueldo era suficiente y pude pagar el alquiler de una habitación para mí solo en la fonda. Trabajé como sabía: a conciencia y sin mirar el reloj.

Casi un año después, don Amilcar me llamó a su despacho para decirme:

―Espanhol, te he observado. Trabajas bien, sabes de cuentas y eres honrado. No sé por qué saliste de tu país, pero me alegro de que lo hicieras… Ayer cumplí los sesenta y tres. Mis facultades merman deprisa y empiezo a estar cansado. No tengo hijos ni muchos colaboradores en los que confiar. Lo he pensado bien y quiero que te encargues de mis viñedos… No hay que dar tiempo a envidias y murmuraciones. Empezarás mañana.

Imagínese mi alegría. Aunque aumentó el trabajo y tuve que hacerme cargo de las cuentas, con el nuevo sueldo y los ahorros pronto pude comprarme una casa muy cerca del trabajo. Era pequeña, pero suficiente.

Dos años después murió don Amilcar Barboza y para mi sorpresa me dejó como herencia el viñedo y su casa. Decidí conservarla tal como la dejó. No la ocupé ni la vendí.