El lobo estepario - Hermann Hesse - E-Book

El lobo estepario E-Book

Hermann Hesse

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Beschreibung

El Lobo Estepario es una obra profunda e introspectiva que explora el conflicto entre la naturaleza dual del ser humano: lo espiritual y lo instintivo. A través del personaje de Harry Haller, un hombre atormentado por su aislamiento y su lucha interior, Hermann Hesse nos sumerge en una experiencia existencial marcada por la angustia, el rechazo a la sociedad burguesa y la búsqueda del sentido de la vida. Esta novela, escrita con una intensidad lírica y filosófica, retrata con crudeza la desesperación del alma dividida, pero también abre la puerta a la posibilidad de transformación. Con elementos de realismo psicológico, simbolismo y un toque de surrealismo, esta obra invita a los lectores a enfrentarse a sus propias contradicciones y a descubrir que la identidad humana es más compleja y múltiple de lo que parece. Es un libro que desafía, conmueve y, en última instancia, ofrece una visión liberadora: la de aceptar todas las facetas del yo como parte de un todo en constante evolución.

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Seitenzahl: 406

Veröffentlichungsjahr: 2025

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EL LOBOESTEPARIO

 

EL LOBOESTEPARIO

HERMANN HESSE

 

Título original: Der Steppenwolf

Primera edición en esta colección: abril del 2025

Hermann Hesse

© 2025, Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-628-7735-98-9

Traducción y edición:

Isabela Cantos Vallecilla

Diseño de colección y diagramación:

Paula Andrea Gutiérrez Roldán

Impreso en Colombia, mayo del 2025

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado (impresión, fotocopia, etc.), sin el permiso previo de la editorial.

Sin Fronteras Grupo Editorial apoya la protección del copyright.

Diseño ePub:

Hipertexto – Netizen https://hipertexto.com.co/

Contenido

 

PREFACIO

LOS CUADERNOS DE HALLER

SOLO PARA DEMENTES

SOBRE EL LOBO ESTEPARIO:UN TRATADO

EL LOBO ESTEPARIO

NOTA FINAL DEL AUTOR (1941)

PREFACIO

Este volumen contiene las anotaciones que sobrevivieron del hombre al que solíamos llamar el Lobo Estepario, una expresión que él mismo empleó en varias ocasiones. Si este manuscrito necesita o no un prefacio para presentarse, ese no es el punto que quiero discutir aquí, pero en todo caso siento la necesidad de añadir unas pocas páginas propias a las del Lobo Estepario, páginas en las que intentaré registrar mis recuerdos de él. Como ignoro por completo su vida pasada, mi conocimiento real sobre el hombre es bastante escaso. Sin embargo, debo decir que, a pesar de todo, me he quedado con una impresión muy fuerte y muy afable de su personalidad.

El Lobo Estepario fue un hombre de casi cincuenta años que un día, hace unos años, llegó al bloque de apartamentos de mi tía buscando una habitación amoblada. Después de haber alquilado la habitación del ático que quedaba justo debajo del techo y la habitación contigua, volvió unos días después con dos maletas y un gran cofre con libros Y se quedó con nosotros durante nueve o diez meses. Llevaba una vida tranquila y era bastante reservado. Y si no hubiera sido por las raras casualidades en las que nos encontrábamos en las escaleras o en el corredor, todo esto causado por la proximidad de nuestras habitaciones, jamás nos habríamos conocido. Porque el hombre no era nada sociable. De hecho, era tan poco sociable que nunca había visto a alguien así. De verdad que era, para usar el término que él mismo empleaba de vez en cuando, un Lobo Estepario o un lobo de las estepas, una criatura salvaje, extraña y tímida de un mundo muy diferente al mío. Debe saber que solo fue después de leer sus cuadernos de anotaciones que dejó aquí que descubrí la vida tan profundamente aislada que llevaba por cuenta de su temperamento y su destino, un destino que poco a poco aceptó como suyo, y cuán consciente era de que el aislamiento era la suerte que le habían dado. Aun así, incluso antes de leerlos, porque me lo encontré y hablé con él un poco en algunas ocasiones, sé que llegué a conocerlo de alguna manera. Y me di cuenta de que la imagen que me hice de él gracias a sus cuadernos encajaba, en esencia, con la imagen más pálida y un poco más esbozada que tuve de él gracias a nuestros encuentros.

Resulta que yo estaba ahí en el momento en el que el Lobo Estepario puso un pie en nuestro hogar y alquiló las habitaciones de mi tía. Era la hora de almuerzo cuando llegó, los platos aún estaban en la mesa y yo todavía tenía media hora libre antes de tener que volver a la oficina. Todavía recuerdo la impresión tan extraña y contradictoria que me dio cuando sucedió este primer encuentro. Acababa de tocar la campana y había entrado por la puerta de vidrio. En el rellano poco iluminado, mi tía le estaba preguntando qué quería, pero él, el Lobo Estepario, había levantado su cabeza angular y de pelo corto hacia arriba y estaba olfateando el aire. La nariz le temblaba un poco. E incluso antes de contestarle a mi tía o de presentarse, dijo:

—Vaya, sí que huele bien aquí.

Sonrió mientras habló y mi querida tía le sonrió de vuelta, pero yo pensé que era una manera bastante peculiar de saludarnos y se lo tuve en cuenta.

—Muy bien, he venido por las habitaciones que está alquilando —dijo.

Solo cuando los tres íbamos subiendo las escaleras hacia el ático fui capaz de verlo más de cerca. Aunque no era muy grande, caminaba y mantenía la cabeza en alto, como lo hacen algunos hombres que tienen una gran estatura. Llevaba puesto un abrigo de invierno moderno y cómodo, pero, por lo demás, estaba vestido sin cuidado, aunque de una manera respetable. Iba bien afeitado y tenía el pelo extremadamente corto, en donde solo se le veían unas pocas canas. Al principio, no me gustó para nada cómo caminaba. Había algo laborioso y dudoso en la manera en la que caminaba, lo cual contrastaba con la agudeza y severidad de su perfil, así como con el tono y la vivacidad de sus palabras. Solo más adelante comprendí que estaba enfermo y que tenía dificultades para caminar. Miró las escaleras, las paredes, las ventanas y los muebles altos y viejos con una sonrisa peculiar en el rostro que me pareció muy desagradable en ese momento. Parecía que todo le gustaba y, sin embargo, al mismo tiempo, daba la sensación de que lo encontraba ridículo. En general, todo con respecto a este hombre sugería que era un visitante de un mundo extraño, de alguna tierra más allá del mar, por ejemplo, y aunque encontraba todo aquí bastante atractivo, todo, así mismo, le parecía algo cómico. Debo decir que era educado y, de hecho, era amigable. También estuvo feliz con todo. De inmediato, no tuvo ninguna queja sobre el edificio, la habitación, el alquiler, el precio del desayuno o cualquier otra cosa. Y, no obstante, toda la actitud del hombre me parecía extraña, hostil y desganada. Alquiló la habitación y también una pequeña que estaba al lado. Preguntó sobre la calefacción, el agua, la limpieza y las reglas de la casa. Escuchó todo de una manera amigable y atenta. Estuvo de acuerdo con todo y se ofreció de inmediato a pagar una parte del alquiler como avance. Y, sin embargo, parecía ser ajeno a estos procedimientos. Daba la sensación de que él mismo encontraba que lo que estaba haciendo era algo cómico y no se lo tomaba en serio. Era como si alquilar una habitación y hablar alemán con las personas fueran actividades extrañas y novedosas para él, cuando en realidad, muy en el fondo, estaba ocupado con asuntos completamente diferentes. Esta, en pocas palabras, fue mi impresión de él, y habría seguido siendo una poco favorable si toda una variedad de cosas pequeñas no hubieran contribuido a que la modificara. Por encima de todo, fue el rostro del hombre lo que me pareció agradable desde el inicio. Me gustaba a pesar de su expresión extraña. Puede que haya sido un rostro muy peculiar y uno muy triste, pero siempre estaba alerta, pensativo y marcado por la experiencia tanto intelectual como espiritual. Y lo que me reconcilió con él incluso más fue el hecho de que su amabilidad y actitud amistosa, aunque parecían costarle bastante, estaban desprovistas de arrogancia. Por el contrario, eran cualidades conmovedoras e implorantes para las cuales solo encontré una explicación después, pero que de inmediato ayudaron a que me cayera bien.

Antes de que le mostráramos las dos habitaciones e hiciéramos todos los demás arreglos, mi receso de almuerzo se acabó y tuve que volver a trabajar. Despidiéndome, dejé al extraño en manos de mi tía. Cuando volví por la noche, ella me contó que le había alquilado las habitaciones y que él se mudaría en cualquier momento. Solo le pidió que no registrara su llegada con la Policía porque, como alguien que no tenía la mejor salud, no podía soportar ese tipo de formalidades o la idea de mantenerse de pie mientras el oficial al cargo lo dejaba en la sala de espera. Todavía recuerdo con mucha claridad que sospeché que algo iba mal por esta petición y le advertí a mi tía que no debía hacerle caso. Me parecía que su renuencia a contactar a la Policía era una pieza más de la naturaleza extraña y poco convencional de este hombre, de modo que uno sospechaba lo peor. Le expliqué a mi tía que bajo ninguna circunstancia debía aceptar esta petición de un completo desconocido, pues no solo era bastante extraño en sí mismo, sino que posiblemente podría tener unas consecuencias muy desastrosas para ella. Sin embargo, resultó que mi tía ya había accedido a cumplir el deseo de este hombre extraño y, es más, ya se había permitido caer cautivada por sus encantos. Verá, ella nunca ha aceptado inquilinos sin poder entablar alguna especie de relación humana, amigable, de tía o, más bien, de madre con ellos, cosa que, por supuesto, había hecho que muchos inquilinos previos se aprovecharan de ella. Por lo tanto, no es una sorpresa que durante las primeras semanas yo encontrara muchas cosas que criticar de nuestro nuevo inquilino, mientras que mi tía siempre hablaba en su defensa.

Como todo el asunto de no registrarlo con la Policía no me gustaba, pretendía descubrir al menos qué sabía mi tía sobre este desconocido, su vida y sus planes. Y ella sí que sabía un par de cosas ya a pesar de que el hombre se había quedado poco tiempo después de que los dejé solos al final de mi hora de almuerzo. Dijo que estaba pensando en quedarse unos pocos meses en nuestra ciudad, haciendo uso de las bibliotecas y visitando los lugares históricos. Un alquiler tan corto no le venía bien a mi tía, pero era evidente que él ya se la había ganado a pesar de su extraña actitud. En resumen, ya le había alquilado las habitaciones y cualquier objeción que yo tuviera había llegado muy tarde.

—¿Por qué crees que dijo que olía tan bien aquí? —pregunté.

Mi tía, cuyo instinto para ese tipo de cosas a veces es bastante sensato, respondió:

—Sé justo por qué. En donde vivimos, se siente un olor a limpieza y a orden, a amabilidad y a decencia, y eso le gustó. Por la impresión que me dio, ya no está acostumbrado a ese tipo de cosas y las extraña.

Pensé que si ella lo decía, debía ser así.

—Pero si él no está acostumbrado a una manera de vivir ordenada y respetable, ¿cómo va a adaptarse a una? —dije—. ¿Qué vas a hacer si es poco higiénico y hace desorden por todas partes o si llega a la casa borracho a cualquier hora de la noche?

—Ya veremos, ya veremos —dijo ella, riéndose, así que dejé el asunto de lado por el momento.

Y, en efecto, mis miedos estaban infundados. Aunque no llevaba para nada una vida ordenada y sensata, nuestro inquilino no nos molestó y no nos hizo nada malo. Incluso hasta hoy guardamos buenos recuerdos de él. Sin embargo, interiormente y en lo psicológico, el hombre sí que nos perturbó y nos molestó a mi tía y a mí. Para ser franco, aún no lo entiendo del todo. A veces, por la noche, sueño con él y me siento bastante perturbado e incómodo por la existencia de un ser así a pesar de que al final me encariñé con él.

Dos días después, un mensajero entregó las pertenencias del extraño, cuyo nombre era Harry Haller. Una maleta muy elegante de cuero me causó una buena impresión, mientras que un baúl largo y bastante plano me indicó que había hecho largos viajes en el pasado. En cualquier caso, estaba cubierto con los stickers desgastados de hoteles y de las agencias de viajes de varios países, incluyendo algunos de más allá del mar. Luego apareció en persona y el período en el que poco a poco conocí a este hombre inusual empezó. Al principio, no hice nada por mi parte para fomentar nuestra relación. Aunque estaba interesado en Haller desde el primer momento en el que lo vi, en esas primeras semanas no hice ningún movimiento para encontrarme o conversar con él. Por otra parte, debo confesar que estaba observándolo demasiado cerca desde el principio, a veces incluso entrando a su habitación en su ausencia y, por lo general, espiándolo por curiosidad.

Ya he dicho algunas cosas sobre la apariencia externa del Lobo Estepario. Incluso a primera vista, daba la impresión de ser un individuo importante, extraño e inusualmente dotado. Toda su cara tenía un aire intelectual y la combinación extraordinaria, gentil y sutil de sus rasgos era evidencia visual de una mente interesante, muy ágil, poco común, delicada y sensible. Si en una conversación él iba más allá de las cortesías usuales y decía algo muy personal o muy peculiar, lo cual nacía de su naturaleza extraña, entonces las personas como usted y yo solo teníamos que ceder ante él. Había pensado mucho más que otras personas, y en lo que respectaba a los asuntos intelectuales, demostraba siempre una objetividad casi fría, ese conocimiento seguro que se basa en una reflexión cuidadosa que solo las personas muy inteligentes poseen, pues no tienen ambición, jamás buscan brillar, no quieren convencer a otros de su punto de vista y tampoco quieren que les digan que tienen razón.

Recuerdo algo así durante los últimos días en los que se quedó con nosotros, aunque ni siquiera fue una palabra pronunciada, sino solo una mirada. Un famoso filósofo de historia y crítico cultural, un hombre con un gran nombre a lo largo y ancho de Europa, había anunciado un evento en el gran salón de la universidad y había logrado persuadir al Lobo Estepario para que fuera, aunque al principio él no había tenido ningún deseo de hacerlo. Fuimos juntos y nos sentamos en sillas contiguas en el teatro. Cuando el orador se subió al podio y empezó a hablar, muchos de la audiencia, suponiendo que él iba a ser una especie de profeta, quedaron decepcionados por la apariencia pulcra y vana que presentaba. Y cuando, a modo de introducción, hizo unos comentarios halagadores sobre la audiencia, agradeciéndoles por la numerosa asistencia, el Lobo Estepario me lanzó una mirada fugaz, una mirada que criticaba esos comentarios y al orador como persona. ¡Y vaya mirada! Fue tan inolvidable y terrible que uno podría escribir todo un libro sobre su significado. Su mirada no era solo para criticar a ese orador en particular, reduciendo a aquel hombre famoso a ruinas con su ironía convincente y gentil. Eso era lo de menos. Era más una mirada de tristeza que de ironía. Es más, era inconmensurable y desesperadamente triste, una con un contenido de desolación silenciosa que, hasta cierto punto, era habitual que él expresara de esa forma. Tal era la claridad de esa mirada desesperada, pues era capaz de dejar en evidencia al orador con toda su vanidad, de presentar la situación actual con ironía, de acabar con las expectativas y el humor de la audiencia y de desdeñar el título tan pretencioso del discurso prometido, todo al tiempo. Pero eso no fue, para nada, todo lo que hacía. No, la mirada del Lobo Estepario penetraba toda nuestra era. Veía a través de todo el bullicio y la acción, de toda la ambición insistente, de todos sus engaños, de toda la comedia superficial de su intelectualismo hueco y engreído. Es muy triste decir que su mirada penetraba aún más profundo, mucho más allá de las simples deficiencias y cosas inadecuadas de nuestra era, nuestro intelectualismo y nuestra cultura. Iba directo al corazón de todas las cosas humanas. En un solo segundo, expresaba con elocuencia todo el escepticismo de un pensador (y quizás de uno que de verdad sabía) en cuanto a la dignidad y el significado de la vida humana como tal. Su mirada parecía decir: «¿no ven lo simios que somos? Así es como son los humanos, ¡solo mírenlos!». Y toda la celebridad, toda la astucia, todos los logros intelectuales, todos los intentos de la humanidad por crear algo sublime, grandioso y duradero quedaban reducidos a una farsa.

Al contarles esto, me he adelantado mucho. Básicamente, contrario a lo que en realidad planeaba y pretendía, ya les he dicho, en esencia, todo lo que hay que decir sobre Haller, mientras que mi intención original había sido revelar su personalidad de un modo gradual, recordando mi relación con él paso a paso.

Como ya les he anticipado tanto, no hace falta seguir hablando de la «extrañeza» enigmática de Haller o reportar que, en el camino, fui sintiendo y reconociendo las razones detrás de esa extrañeza, de ese aislamiento extraordinario y terrible y qué significaba aquello. Mucho mejor, pues, tanto como sea posible, me gusta mantenerme tras bambalinas. No tengo ningún deseo de publicar mis propias confesiones, de hacerme pasar por un narrador literario o ahondar en la psicología. Solo quiero contribuir en algo como testigo de la personalidad del hombre peculiar que dejó atrás estos manuscritos del Lobo Estepario.

Incluso en esa primera ocasión, cuando lo vi entrar a la propiedad de mi tía por la puerta de cristal y enderezar la cabeza como un pájaro, halagando el lugar porque olía bien, me impactó la peculiaridad de ese hombre y mi reacción inocente inicial fue que me cayera mal. Sentí (y mi tía, que, en contraste conmigo, no es nada intelectual, sintió casi lo mismo) que el hombre estaba enfermo, ya fuera en cuanto a algo mental o de temperamento, y, como cualquier persona cuerda, mi instinto fue defenderme de él. Con el paso del tiempo, mi actitud defensiva le dio paso a una simpatía que nacía de una gran compasión por alguien que sufría mucho y constantemente, un hombre cuyo aislamiento progresivo y decaimiento emocional presencié con mis propios ojos. Durante ese período, cada vez fui más consciente de que la enfermedad que padecía no surgía de ninguna deficiencia en su naturaleza. Por el contrario, tenía abundantes fortalezas y talentos, pero jamás logró combinarlos con armonía y ese era su único problema. Me di cuenta de que Haller era un genio para sufrir y que se había, en el sentido que le dio Nietzsche a muchos de sus aforismos, entrenado hasta el punto de que su capacidad para sufrir era ilimitada, grandiosa y experta. Al mismo tiempo, me di cuenta de que su pesimismo no se basaba en un desprecio por el mundo, sino en un odio hacia sí mismo, pues sin importar lo duro y crítico que pudiera ser al condenar instituciones o individuos, jamás se perdonaba a él mismo. Él siempre era el primer objetivo de sus comentarios hirientes, el objetivo principal de su odio y rechazo.

En este punto, no puedo evitar incluir un comentario psicológico. Aunque sé muy poco de la vida del Lobo Estepario, tengo muchas razones para suponer que lo criaron unos padres y profesores muy amorosos pero estrictos, siempre con el espíritu que hace que «romper la voluntad» sea la base de la crianza y la educación de los niños. Sin embargo, en el caso de este pupilo, su intento por destruir su personalidad y romper su voluntad no sirvió. Era demasiado fuerte y duro, demasiado orgulloso y alerta de mente como para que eso sucediera. En lugar de destruir su personalidad, solo lograron enseñarle a odiarse. Ahora, durante el resto de su vida, era en contra suya, en contra de ese objetivo inocente y admirable, que todo el genio de su imaginación y su poder mental se dirigían. Porque en un aspecto era, a pesar de todo, un cristiano hasta la médula, un mártir hasta la médula. Es decir, apuntaba cada comentario hiriente, cada crítica, toda la malicia y el odio de los que era capaces, hacia él ante todo. En cuanto a quienes lo rodeaban, hacía los esfuerzos más heroicos y honestos por amarlos, por ser justo con ellos, por no herirlos, pues le habían inculcado la frase de «ama al prójimo» tanto como su odio hacia sí mismo. Así pues, toda su vida era un ejemplo de lo imposible que es amar al prójimo sin amarse a uno mismo, una prueba de que el odio propio es justo lo mismo que el egocentrismo grosero y que al final lleva a una desesperación y aislamiento terribles.

Pero ha llegado el momento de dejar mis propios pensamientos de lado y hablar de hechos concretos. Muy bien, pues lo primero que aprendí de Haller, en parte porque husmeaba y en parte por las observaciones que hizo mi tía, tuvo que ver con cómo llevaba su vida. Pronto nos quedó claro que no tenía ninguna profesión práctica, sino que era un hombre de ideas y libros. Siempre se quedaba en cama hasta muy tarde, a menudo levantándose solo antes del mediodía, momento en el que atravesaba, vestido con su bata, la corta distancia desde su habitación hasta su sala. El ático grande y acogedor con dos ventanas se convirtió, en pocos días, en algo diferente de lo que había sido cuando lo ocupó otro inquilino. Se iba llenando, y a medida que pasó el tiempo se fue atestando cada vez más de cosas. Colgó cuadros y dibujos en las paredes, a veces ilustraciones y recortes de revistas, todo lo cual reemplazaba con frecuencia. Tenía colgado allí un paisaje sureño, fotografías de un pueblo rural alemán, el cual evidentemente era el hogar de Haller, y entre ellos unas acuarelas brillantes que, como solo lo descubrimos después, él pintaba. Durante un tiempo, tuvo a un Buda siamés colgado de la pared, pero lo reemplazó una reproducción de la Noche de Miguel Ángel, la cual, a su vez, le dio paso a un retrato de Mahatma Gandhi. Había libros por todas partes, no solo llenando la gran estantería, sino en las mesas, en el viejo y elegante escritorio, en el diván, en las sillas y en el suelo. Unos trozos de papel que siempre cambiaban estaban dentro de los libros, marcando las páginas. Y el número de libros crecía todo el tiempo porque llevaba paquetes enteros desde las bibliotecas, además de que siempre recibía envíos de libros por correo. El hombre que ocupaba esa habitación era, sin duda, un erudito. El humo de cigarrillo que lo envolvía todo encajaba con su imagen, así como los ceniceros y colillas que había por todas partes. Sin embargo, una gran cantidad de los libros no tenía contenido académico, sino literario. La vasta mayoría eran obras de grandes escritores de todos los períodos y nacionalidades. En el diván, en donde con frecuencia pasaba todos los días recostado, los seis gruesos volúmenes de una obra de finales del siglo XVIII, titulada El viaje de Sofía desde Memel hasta Sajonia, podían verse de vez en cuando. Una edición completa de Goethe y una de Jean Paul parecían consultarse bastante, así como las obras de Novalis, pero también había ediciones de Lessing, Jacobi y Lichtenberg. Algunos volúmenes de Dostoievski estaban llenos de trozos de papel con notas. Entre los muchos libros y papeles del gran escritorio, a menudo se encontraba un ramo de flores. También había un juego de acuarelas, pero siempre estaba lleno de polvo. Junto a él se veían ceniceros y (no veo ninguna razón para esconderlo) una cantidad de botellas con alcohol. Una botella recubierta de paja por lo general estaba llena de un vino tinto italiano que compraba en una pequeña tienda que estaba cerca. En ocasiones, uno veía una botella de borgoña o de Málaga, y una vez vi cómo se bebió en segundos una botella baja de kirsch, la cual luego desapareció en una esquina polvorienta de la habitación. Sin querer justificar el hecho de que husmeaba, confieso abiertamente que en los primeros días todas estas señales de que se estaba desperdiciando una vida, sin importar cuánto estuviera ocupada con objetivos intelectuales, me generó odio y sospechas. No es solo el hecho de que yo lleve una vida ordenada, como un buen ciudadano, y siempre mantenga un horario. También soy abstemio y no fumo, así que ver todas esas botellas en la habitación de Haller me gustaba menos que el resto de su desorden bohemio.

En cuanto a la comida y la bebida, el extraño era tan irregular y caprichoso en sus hábitos como lo era la hora de dormir y trabajar. Algunos días ni siquiera salía y, dejando de lado su café matutino, no comía ni bebía nada. A veces, el único resto de comida que encontraba mi tía era una cáscara de banano; sin embargo, otros días cenaba en restaurantes, a veces buenos y de moda, a veces pequeños bares de los suburbios. No parecía que tuviera buena salud. Además de la dificultad en sus piernas (subir las escaleras hasta su habitación era toda una travesía), parecía plagado por otras enfermedades. Una vez, comentó de pasada que no había podido digerir bien su comida o dormido apropiadamente en años. Al principio, le achaqué eso a sus hábitos de bebida. Luego, cuando de vez en cuando iba con él a uno de sus bares, vi cómo se bebía rápido los vinos a medida que la ansiedad se apoderaba de él, pero ni yo ni alguien más lo vio borracho en realidad.

Jamás olvidaré nuestro primer encuentro de una clase más personal. Nos conocíamos de la manera en la que los vecinos se conocen cuando están rentando habitaciones en el mismo lugar. Luego, una noche, cuando yo volvía del trabajo, me sorprendí por encontrar a Haller sentado en las escaleras, cerca del rellano, entre el primer y el segundo piso. Estaba sentado en el escalón superior y se movió a un lado para dejarme pasar. Le pregunté si se sentía mal y me ofrecí a acompañarlo hasta arriba.

Por la mirada que me lanzó Haller, me di cuenta de que lo había despertado de alguna especie de trance. Despacio, empezó a sonreír con esa sonrisa tan triste que a menudo me dejaba el corazón partido. Luego me invitó a sentarme a su lado. Rechacé la oferta, diciéndole que no tenía el hábito de sentarme en las escaleras de afuera de las habitaciones de otras personas.

—Oh —dijo, sonriendo con más intensidad—, tiene razón, pero espere un momento más. Verá, debo mostrarle por qué sentí la necesidad de sentarme aquí durante un tiempo.

A medida que habló, señaló el rellano de afuera del primer piso, que estaba ocupado por una ventana. Allí, apoyado contra la pared de la pequeña área de suelo embaldosado, entre las escaleras, la ventana y la puerta de vidrio, se encontraba un alto mueble de caoba que contenía piezas antiguas de peltre. En el suelo frente a él, descansando en unas patas pequeñas y cortas, se hallaban dos grandes materas, una que contenía una azalea y otra una araucaria. Eran plantas atractivas, siempre estaban bien cortadas y cuidadas de una forma inmaculada y ya me habían dado una impresión favorable a mí también.

—Verá —continuó Haller—, este pequeño patio con la araucaria tiene un olor fantástico y no puedo pasar por ahí sin detenerme durante un tiempo. Por supuesto que la casa de su tía huele espectacular también y ella mantiene todo tan limpio y ordenado como uno podría desearlo, pero este lugar con la araucaria está tan impecable y reluciente, tan pulido y lavado, tan inmaculado y limpio que es realmente radiante. Siempre tengo que tomar bastante aire y llenarme los pulmones. ¿Usted también lo puede sentir? La manera en que el olor del limpiapisos y la ligera fragancia de la trementina, junto con la caoba, las hojas húmedas de las plantas y todo, se combinan para producir una fragancia que es lo más elevado de la limpieza, un ejemplo superlativo del cuidado meticuloso, de la conciencia y de la atención a los detalles. No sé quién vive allí, pero debe ser un paraíso de limpieza y libre de polvo, una existencia espectacular detrás de una puerta de cristal, un Edén de orden y una devoción impresionante a las pequeñas rutinas y labores, y eso me conmueve.

Como me quedé en silencio, él continuó:

—Por favor, no piense que estoy siendo irónico. Lo último que quiero es desdeñar ese modo de vida ordenado. Es cierto, por supuesto, que vivo en un mundo diferente, no en este, y bien podría ser que yo no pudiera sobrevivir ni siquiera un día en una habitación como esa, con sus araucarias. Sin embargo, aunque soy un viejo Lobo Estepario que tiende a estallar con las personas, soy el hijo de una madre, y mi madre también era una esposa y una ama de casa respetable que cuidaba plantas y se preocupaba por que la sala, las escaleras, los muebles y las cortinas estuvieran presentables. Siempre se esforzó al máximo para hacer que su hogar y su vida fueran tan ordenados, limpios y decentes como fuera humanamente posible. A eso es a lo que me recuerdan el olor a trementina y la araucaria, y esa es la razón por la que de vez en cuando me encuentro sentado aquí, mirando ese pequeño jardín de orden y regocijándome por el hecho de que esas cosas todavía existen.

Quería levantarse, pero, como se le dificultó, no puso ninguna objeción a que yo lo ayudara. Todavía no rompí mi silencio, sino que me hallaba bajo una especie de hechizo que este hombre particular era capaz de lanzar de vez en cuando sobre la gente, tal como lo había hecho antes con mi tía. Subimos despacio las escaleras y luego, de pie por fuera de su puerta, con la llave ya en su mano, me miró de frente de nuevo y me dijo de una manera muy amigable:

—¿Acaba de volver del trabajo? Verá, eso es algo sobre lo que no sé mucho, pues siempre vivo apartado, un poco al margen de las cosas. Pero me parece que a usted también le interesan los libros y las cosas parecidas. Su tía me dijo una vez que fue a la escuela y que era bueno en griego. Resulta que esta mañana encontré una frase en Novalis. ¿Puedo mostrársela? Estoy seguro de que también quedará deleitado con ella.

Tras llevarme a su habitación, en donde se percibía un olor fuerte a tabaco, sacó un libro de una de las pilas y lo hojeó, buscando algo.

—Esto también es bueno, muy bueno —dijo—. Escuche esta frase: «uno debe enorgullecerse del dolor, todo el dolor es un recordatorio de un rango alto». ¡Maravilloso! ¡Ochenta años antes de Nietzsche! Solo que esa no es la frase que tenía en mente… espere un momento. Ahora la tengo. Aquí está: «la mayoría de las personas no tienen ningún deseo de nadar hasta que son capaces de hacerlo». ¿No le parece gracioso? ¡Por supuesto que no quieren nadar! Después de todo, nacieron para vivir en tierra, no en el agua. Y, por supuesto, tampoco quieren pensar. ¡No las hicieron para pensar, sino para vivir! Es cierto, y cualquiera que haga que pensar sea su prioridad, bien puede llegar lejos como un pensador, pero al final habrá confundido el agua con la tierra y uno de estos días se ahogará.

Ya me había hecho interesarme y me quedé en su habitación durante un tiempo. De ahí en adelante, no fue extraño que nos encontráramos en las escaleras o en la calle, momentos en los que intercambiábamos algunas palabras. Para empezar, tal como cuando nos topamos junto a la araucaria, siempre tuve la ligera sensación de que se estaba burlando de mí. Pero ese no era el caso. Solo sentía respeto por mí, un respeto real, así como por la araucaria. Su aislamiento, su existencia sin raíces «nadando en el agua», lo había convencido de verdad de que a veces sí era posible, sin ninguna pizca de desdén, ver con entusiasmo las actividades diarias de los ciudadanos normales. Por ejemplo, la manera en la que yo iba con puntualidad a la oficina o alguna expresión que usara un sirviente o el conductor del tranvía. Al principio, esa me pareció una respuesta bastante ridícula y exagerada, la clase de sentimentalismo mágico que es típico de un caballero errante. Sin embargo, cada vez más me vi forzado a reconocer que debido a su naturaleza de lobo solitario, viviendo como en un vacío, de verdad admiraba y amaba el pequeño mundo que la mayoría de las personas convencionales habitamos. Representaba todo lo que era sólido y seguro, casero y pacífico, pero era remoto e imposible de obtener porque, para él, no había ningún camino que lo llevara allí. Demostraba un respeto genuino por nuestra aseadora y, como una buena alma, siempre se quitaba el sombrero para saludarla. Y cada que mi tía tenía una ocasión para hablar con él durante un tiempo, señalándole alguna prenda de ropa que debía arreglar (por ejemplo, un botón suelto de su abrigo), él la escuchaba con muchísima atención, sopesando cada palabra. Era como si hiciera unos esfuerzos indescriptibles y desesperados para forzar la entrada, a través de una abertura pequeña, a su mundo pacífico y reducido, esperando encontrar allí un hogar aunque fuera solo por una hora.

Incluso desde nuestra primera conversación junto a la araucaria, se refirió a sí mismo como el Lobo Estepario, y eso también me pareció desconcertante y perturbador. Me pregunté qué manera de hablar era esa. Sin embargo, el hábito me enseñó a aceptar ese término como válido y pronto fue la única forma en la que me refería al hombre en mis pensamientos. Incluso ahora no puedo concebir una manera más apta y exacta para un fenómeno así. Un lobo perdido de las estepas que ahora hacía parte de la manada de citadinos. No había un modo más exacto de verlo a él, su aislamiento cansado, su salvajismo, su inquietud, su falta de casa, su anhelo por un hogar.

Una vez, pude observarlo durante toda una noche. Estaba en un concierto sinfónico cuando, para mi sorpresa, lo vi sentarse cerca de mí, aunque él no había notado mi presencia. El concierto empezó con algo de Handel, una pieza elegante y hermosa, pero el Lobo Estepario solo se quedó sentado, inmerso en sí mismo, alejado tanto de la música como de los alrededores. Se miraba los pies, como si no perteneciera allí, como si fuera una presencia solitaria y extraña. Su expresión era fría, pero se veía cansado. Luego llegó una pieza diferente, una pequeña sinfonía de Friedemann Bach, y me sorprendió que, después de unas pocas notas, vi al extraño solitario sonriendo y abandonándose a la música. Se veía completamente absorto, atrapado en un ensueño feliz, tan perdido en el éxtasis por lo que debieron ser unos buenos diez minutos que le presté más atención a él que a la música. Cuando la pieza acabó, se incorporó, se sentó más recto e hizo el amague de levantarse, como si tuviera la intención de irse. Sin embargo, al final se quedó en su silla, escuchando la última pieza también. Era un conjunto de variaciones de Reger, una composición que muchos pensaban que era larga y cansina. Al inicio, el Lobo Estepario demostró voluntad de escuchar con atención, pero él también se distrajo, metiendo las manos a los bolsillos y perdiéndose en sí mismo de nuevo. Esta vez, no obstante, no hubo ninguna señal de que estuviera en un ensueño alegre. Lucía triste y, al final, indignado. Tenía el rostro gris, sin vida y con una expresión distante. Se veía viejo, cansado y poco contento.

Después del concierto, lo vi otra vez en la calle y lo seguí. Envuelto en su abrigo, avanzaba con desgano y sin fuerzas hacia nuestro barrio. Afuera de un bar pequeño y antiguo, no obstante, se detuvo y, mirando su reloj como para decidirse, entró. Obedeciéndole a un impulso momentáneo, lo seguí. Allí estaba, sentado en la barra de ese pequeño establecimiento burgués y saludando a la dueña y a la mesera como si fuera un cliente habitual. Lo saludé también y me le uní en la barra. Nos sentamos allí por una hora durante la cual me bebí dos vasos de agua mineral mientras él pedía medio litro de vino tinto y luego otro cuarto. Le dije que estuve en el concierto, pero él no siguió la conversación. Leyendo la etiqueta de mi botella de agua, me preguntó si quería algo de vino. Dijo que él invitaba. Cuando escuchó que yo jamás bebía vino, su rostro asumió de nuevo una expresión vacía y dijo:

—Supongo que tiene razón al no hacerlo. Yo también fui abstemio durante años, incluso ayuné por largos períodos de tiempo, pero en este momento me encuentro de nuevo bajo el signo de Acuario, un signo oscuro y húmedo del zodíaco. Cuando me burlé ligeramente de su referencia, implicando que me parecía improbable que él, de entre todas las personas, creyera en la astrología, su respuesta fue adoptar de nuevo aquel tono de voz educado que yo encontraba tan hiriente.

—Así es —dijo—. Me temo que la astrología es otra rama más del conocimiento en la que no puedo creer.

Tras despedirme, me fui a casa. Él no volvió sino hasta la madrugada, pero sus pasos resonaron como era normal y, como siempre, no se fue directo a la cama, sino que se quedó despierto alrededor de una hora en su sala con la luz encendida. Como vivía al lado de él, por supuesto que podía escuchar todos sus movimientos.

Hubo otra noche que tampoco he podido olvidar. Estaba solo en casa porque mi tía había salido cuando alguien llamó a la puerta. La abrí y me encontré con una joven allí, y cuando me preguntó por Haller, la reconocí como la dama de una de las fotografías de su habitación. Después de mostrarle la puerta de su residencia, me retiré. Ella se quedó arriba un rato y luego los escuché bajar las escaleras juntos y salir de la casa. Conversaban con ánimo, bromeando alegremente entre ellos. Me sorprendió descubrir que aquel hombre ermitaño tenía una amante, y encima una amante tan joven, bella y elegante. De nuevo, me cuestioné todo lo que había asumido sobre él y la clase de vida que llevaba. Pero volvió a casa sin compañía tan solo una hora después. Subió las escaleras con pasos tristes y luego caminó en silencio de un lado a otro de su habitación durante horas, como un lobo enjaulado. Tuvo las luces encendidas toda la noche en su cuarto, casi hasta el amanecer.

Aunque no sé nada de esa relación suya, solo quiero añadir que lo vi con la mujer una vez más. Caminaban con los brazos entrelazados por una de las calles del pueblo y se veían felices. Una vez más, me sorprendí al ver lo infantil y grácil que podía verse aquel rostro que, por lo general, lucía cansado y solitario. Podía entender bien los sentimientos de la mujer, tal como entendía el afecto de mi tía hacia ese hombre. Sin embargo, por la noche, regresó a casa triste y miserable de nuevo. Cuando me lo encontré en la puerta delantera, noté, como era usual, que llevaba una botella de vino tinto italiano metida en su abrigo. Y se quedó con ella en su guarida la mitad de la noche. Sentí lástima por él, pero ¿qué más podía esperar si había escogido tener una vida tan miserable, dejada y vulnerable?

Bueno, creo que ya he cotilleado bastante. No siento ninguna necesidad de reportar más cosas sobre el Lobo Estepario o de añadirle algo a mi descripción de él, pues lo que he dicho bastará para demostrar que llevaba una vida suicida. No obstante, no creo que se haya quitado la vida ese día en que, aunque dejó saldadas todas sus deudas importantes, se fue de un modo inesperado del pueblo y, sin decir adiós, desapareció sin dejar rastro alguno. No hemos escuchado nada de él desde entonces, pero aún tenemos unas pocas cartas que llegaron para él tras su partida. No dejó nada atrás, excepto su manuscrito, el cual escribió durante su estancia aquí y en el que redactó unas pocas líneas, dedicándomelo e indicándome que podía hacer con eso lo que yo quisiera.

No tuve ninguna manera de revisar qué tanto se correspondían con la realidad las experiencias que relataba Haller en ese manuscrito. No dudo que la mayor parte sean ficción y producto de la imaginación, pero no en el sentido de que sean historias inventadas con arbitrariedad. Las veo más como intentos de expresar procesos psicológicos que sintió muy profundo, presentándolos con el cariz de cosas que en realidad ocurrieron ante nuestros ojos. Sospecho que las cosas en parte fantásticas que suceden en los escritos de Haller se originaron durante el último período de su estancia aquí y no tengo ninguna duda de que están basados en su experiencia y en algún trozo de realidad. Durante ese período, la apariencia y el comportamiento de nuestro inquilino sí que cambiaron. Estaba bastante fuera de casa, a veces durante noches enteras, y sus libros se quedaban intactos. En las pocas ocasiones en las que me lo encontré durante ese tiempo, me pareció que lucía muy vivaz y rejuvenecido, a veces incluso bastante alegre. Es cierto que eso se veía seguido de inmediato por un ataque profundo de depresión, así que se quedaba en cama todo el día sin apetito. Y fue también durante ese tiempo que una pelea extraordinariamente violenta y brutal se dio entre él y su amante, quien había reaparecido en escena. Todos los inquilinos escucharon la disputa y Haller se disculpó con mi tía al día siguiente.

No, estoy convencido de que no acabó con su propia vida. Sigue vivo en algún lugar u otro, subiendo todavía por las escaleras de otras personas con sus piernas cansadas, mirando pisos embaldosados y araucarias bien cuidadas en alguna parte, pasando sus días sentado en bibliotecas y sus noches en bares. O está acostado en un sofá rentado, escuchando cómo la vida humana transcurre por fuera de las ventanas y sabiendo que él está excluido de aquello. No obstante, no se suicidará porque algo de la fe que le queda le dice que tiene que beberse aquel trago amargo hasta el final, seguir sufriendo ese dolor vil en el corazón, pues esa es la aflicción que lo matará. A menudo pienso en él aunque no me hizo la vida más fácil y no estaba dotado con el poder para animarme o para reforzar las fortalezas que poseo. Me temo que era todo lo contrario. Pero yo no soy Haller y no llevo esa clase de vida, sino la mía. Es la vida insignificante de un hombre de clase media, pero es una vida segura y muy responsable. Tal como están las cosas, mi tía y yo podemos ver a Haller con ánimos de paz y amistad. Ella estaría más capacitada para decir más sobre él que yo, pero lo que ella sabe permanece oculto dentro de su corazón amable.

En lo que respecta a los cuadernos de Haller, estas fantasías en parte patológicas y en parte hermosas y ricas de ideas, debo decir que si hubieran llegado a mis manos sin conocer a su autor, sin duda los habría tirado a la basura, indignado. Pero mi relación con Haller me ha hecho posible entenderlos en cierta medida e, incluso, aceptarlos. Si solo las viera como las fantasías patológicas de un individuo pobre y enfermo mental, tendría reservas a la hora de comunicarles sus contenidos a otras personas. Sin embargo, veo algo más en ellas. Son un documento de nuestros tiempos, pues hoy en día puedo ver que la enfermedad mental de Haller no es una excentricidad individual, sino la enfermedad misma de nuestros tiempos, la neurosis de la generación a la que Haller pertenece. Y tampoco parece afectar, para nada, solo a aquellos individuos que son débiles o inferiores, sino justo a aquellos que son fuertes, a los más inteligentes y a los más dotados.

No importa qué tanto o qué tan poco estén basadas estas historias en la vida real, ya que estos cuadernos son un intento por sobreponerse a la gran enfermedad de nuestros tiempos, no evadiendo o adornando el problema, sino intentando convertir a la enfermedad misma en el objeto que se representa. Son, muy literalmente, un viaje por el infierno, un viaje a veces ansioso y a veces valiente por el caos de una mente en la oscuridad. Pero el viaje se emprende con una determinación fuerte para atravesar ese infierno, para enfrentar el caos y soportar los malos momentos hasta el límite.

La clave de mi comprensión la encontré en algunos comentarios de Haller. Una vez, cuando estábamos discutiendo los llamados actos de crueldad de la Edad Media, me dijo:

—Lo que pensamos que son actos de crueldad no son, en realidad, nada de ese estilo. Alguien de la Edad Media seguiría encontrando todo nuestro estilo de vida actual horrendo, pero cruel, espantoso y barbárico de una forma diferente. Cada era, cada cultura, cada ethos y cada tradición tienen un estilo propio, tienen variedades de amabilidad y dureza, de belleza y crueldad que son apropiadas para cada una. Cada era dará ciertos tipos de sufrimiento por sentado, aceptará con paciencia ciertos errores. La vida humana se convierte en un verdadero infierno de sufrimiento solo cuando dos eras, dos culturas y dos religiones se sobreponen. Si tuviera que vivir en la Edad Media, alguien del período grecorromano habría muerto de una manera terrible por sofocación, tal como un salvaje moriría inevitablemente en medio de nuestra civilización. Ahora, hay momentos en los que toda una generación queda tan atrapada entre dos eras, dos estilos diferentes de vida, que nada le sale con naturalidad porque ha perdido cualquier sentido de la moralidad, la seguridad y la inocencia. Un hombre del temple de Nietzsche tuvo que resistir nuestra miseria actual más que una generación futura. Hoy en día, miles están soportando lo que él tuvo que sufrir en soledad y sin que nadie lo entendiera.

A menudo, cuando leo los cuadernos de Haller, no puedo evitar pensar en esas palabras. Porque Haller es una de esas personas que terminaron atrapadas entre dos eras, privado de seguridad e inocencia; una de esas personas destinadas a experimentar con mucha intensidad, como un tormento y un infierno personal, todo lo que es cuestionable sobre la vida humana.

Eso, según me parece a mí, explica el significado que sus cuadernos pueden tener para nosotros y es la razón por la que he decidido hacerlos públicos. Más allá de eso, no deseo defenderlos ni juzgarlos. Eso es algo que cada lector individual debe decidir con respecto a lo que le diga su consciencia.

LOS CUADERNOSDE HALLER

SOLO PARA DEMENTES

El día ha pasado como suelen pasar los días. Sobreviví al paso de las horas, matando tiempo de la única manera en que sé hacerlo, sin palabras y en soledad, tal como es mi vida. Pasé unas pocas horas trabajando, leyendo libros viejos. Había sentido dolor las últimas dos horas, tal como le pasa a la gente que está envejeciendo. Me preparé un polvo y me alegré por su efecto, pues incluso el dolor podía evitarse. Me metí en una bañera caliente, relajándome con aquella calidez que era tan bienvenida. El correo había ido tres veces y hojeé las cartas y los materiales impresos que eran vitales. Hice mis ejercicios de respiración, pero me salté los mentales, pues tenía demasiada pereza para esos ese día. Había salido a caminar durante una hora y descubrí unos patrones finos, delicados y preciosos que habían dibujado en el cielo unas nubes. Eso era muy placentero, tanto como leer los libros antiguos o meterme en la bañera con agua caliente. Sin embargo, en general, no había sido exactamente un día para deleitarse o uno glorioso, un día de felicidad. En su lugar, fue uno de esos días normales y de rutina que, durante tanto tiempo, habían sido mi destino: días algo placenteros, bastante tolerables, razonables y tibios en la vida de un caballero viejo y descontento; días sin un dolor excepcional, sin preocupaciones excepcionales, desprovistos de una pena o desesperación reales. Días en los que, sin molestarme o sentirme ansioso, es incluso posible considerar con objetividad y calma si el tiempo no está siguiendo el ejemplo de Adalbert Stifter, quien tuvo un accidente mientras se afeitaba.