El lugar donde los equilibristas descansan II: Cantos de Ballenas - Frank Hidalgo-Gato Durán - E-Book

El lugar donde los equilibristas descansan II: Cantos de Ballenas E-Book

Frank Hidalgo-Gato Durán

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Beschreibung

Los equilibristas de realidades han vuelto. Equilibristas que se rebelan y pretenden aspirar a la trascendencia como luces creacionales; fusión de personalidades y cuerpos; superalmas y pandemias que arrasan realidades enteras a causa del odio más primitivo hacia la humanidad; sofisticadas drogas de diseño y un retorcido deseo de venganza son algunos de los ingredientes que componen la segunda entrega de «El lugar donde los equilibristas descansan». Kim, Björn, Roxanne, Joshua, Ralf y el resto de los personajes se enfrentarán de nuevo a una aventura inesperada.

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Seitenzahl: 275

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Frank Hidalgo-Gato Durán

El lugar donde los equilibristas descansan II: Cantos de Ballenas

 

Saga

El lugar donde los equilibristas descansan II: Cantos de Ballenas

 

Copyright © 2020, 2021 Frank Hidalgo-Gato Durán and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726975482

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A los que ya no se ven, pero sí están.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Expediente Eq-3365

Aquella simulación tenía que ser eliminada o hubiese sido imposible mantener por mucho más tiempo tal nivel de descontrol en lo que a superposición de tramas y subjetividades emocionales se refería.

Que yo recuerde, la realidad número doce fue siempre la que más contrariedades soportó y donde los equilibristas más se habían extasiado cometiendo errores. La sobrecarga de energía negativa que se acumulaba entre los muros que la sostenían se había llegado a convertir en tal paradoja que si no la hubiese exterminado a tiempo habría acabado estallando, transmitiendo toda su enajenación a otras realidades alternativas sanas e influyendo en sus respectivos ciclos históricos. «Lo que está bien y funciona no lo toques», han solido decir siempre los más sabios.

La maniobra que realizó Paul, cuando tuvo que armonizar y dar logicidad al final del proceso de formación de aquellos cinco equilibristas, tampoco estuvo del todo mal. No obstante, él no superó completamente la decepción que sufrió al no haberse dado cuenta de que, a su vez, también él formaba parte del programa formativo. Mientras organizábamos el principio, desarrollo y final de aquella trama, se le hizo creer que era un veterano equilibrista instructor y que su retiro le llegaría una vez hubiese concluido con las etapas de formación de los otros; pero nada más lejos de la verdad. Los ciclos reconstructivos de desarrollo y muerte de tramas no se detienen jamás.

Lo que sí resultó ser cierto fue que Paul, dentro del ciclo ilustrativo de Equilibristas, era el más aventajado de todos y tenía la responsabilidad de formarlos y fraguar en ellos la esencia de la inmortalidad y la noción de la importancia que tiene la energía constructiva para la continuidad expansiva del Universo. Pero la continuidad del ciclo en las historias que le sucedieron posteriormente a cada uno de sus alumnos: Björn, Kim, Ralf, Roxanne… no acabaron con la exquisitez que se esperaba, por lo que tuve que intervenir apagando la continuidad de aquella realidad y su historia para siempre.

El peor error que cometió Paul fue cuando le perdió por unos instantes el rastro a Ralf, lo que le permitió viajar al pasado para advertir a Björn sobre los planes que se tenían encaminados para él. Paul olvidó que, en la perfección, el error es solo una especie de voz que se cree haber escuchado; es algo que realmente no existió, que no puede suceder. Soy Joshua y sí, fui yo quien construyó la última versión de la historia de aquella realidad que se os hizo más razonable, más entendible, y el que seguidamente dio la orden de exterminarla.

Hans Hesse fue el humano común que utilicé como la justificación perfecta para Roxanne, cuando esta aún desconocía que, en lugares y realidades diferentes, lo mismo actuaba como Matriz, que como mi fiel y lujuriosa amiga, que como la enfermera del doctor Ralf o como una más de las miles de amantes que tenía Paul dentro de los cientos de dimensiones hacia donde este solía viajar para escaquearse un rato de sus responsabilidades. Roxanne continuó con su camino de formación. Lo mismo hizo Ralf; y Kim y Björn lograron escapar juntos hacia otra dimensión, sin dejar rastros.

Hice que Hans acabase perdiendo la cabeza del todo y que muriese con la identidad de un paciente esquizofrénico, por lo que su corta historia se despixeló junto con la de aquella realidad.

¡Venga ya! ¡Mentira! ¿Para qué os voy a continuar engañando, si ya conocéis por todo lo que tuve que pasar y sufrir allí?

Después de aquello no solo logré convertirme en el mejor de todos los Equilibristas de realidades, sino también me di cuenta de que quería y esperaba más para mi existencia. Estaba harto de recibir órdenes de los Arcontes, por lo que comencé a buscar la manera de liberarme de mi condición de Equilibrista e incluso superar el virtuosismo de los propios Arcontes. Tenía que lograr ser parte del gremio de las Luces Creacionales de las eternidades y sus historias. Me había hartado de equilibrar mundos y ver cómo muchos de estos, abarrotados de ineptitud, debían ser rescatados.

También tenía una idea fija, una razón para convertirme en una naturaleza superior: Kim y Björn. Por lo que elegí como asistente al que se convertiría en mi único y más fiel alumno, para junto con él comenzar a buscarlos. Y acabar con sus existencias.

Parte 6

Nivel máximo: el concepto

Pandemia

«Somos un virus, sí, somos la muerte, y de nuestro poder mortífero no solo estamos conscientes, sino también, muy orgullosos». Eso pensábamos a medida que progresábamos, crecíamos y complejizábamos nuestro ARN infeccioso. Sobrevolábamos la Tierra para observar con placer el poder de nuestra infección, la que se expandía y os exterminaba de la manera más agónica.

Puede que sintiéramos algún tipo de remordimiento, pero fuimos capaces de sobreponernos a este e incrementamos la potencia en nuestra mortalidad y los padecimientos que sufríais antes de caer muertos al suelo. Y no recordábamos el porqué, pues cuando nos interesábamos en hacer memoria y entender, por ejemplo, la razón por la que éramos tan asesinos y por qué disfrutábamos tanto exterminando, lo único que percibíamos era una inmensa sensación de haber derrochado, quizás en alguna otra vida, cantidades enormes de buena voluntad y energía positiva por la causa humana. Algo nos decía que en otro momento pertenecimos al bando de “los buenos” y que poseímos una naturaleza distinta; que anduvimos junto a vosotros sobre el áspero camino por el que peregrina vuestra historia. Y era entonces cuando, de manera fugaz, desaparecía toda señal de buena voluntad, lo olvidábamos todo y continuábamos sintiendo el enorme regocijo que vuestra muerte nos proporcionaba.

Nuestro ARN nos recuerda constantemente la cantidad de veces que os fallasteis a vosotros mismos y lo peor, cómo habéis llegado a crear sintéticamente enfermedades incluso parecidas a nosotros para experimentar con vosotros mismos, reduciros poblacionalmente y ejercer más poder, solo unos cuantos de vosotros, sobre el resto. ¿Y Ahora insistís en culparnos de todo vuestro dolor? No lo podemos entender, pero tampoco se nos está permitido hacerlo. A medida que os vamos diezmando, la información que nos ciega y nos aleja de la posibilidad de contrastarla con cualquier otra es la de que vosotros nunca habéis podido hacer un uso inteligente de las facultades que se os facilitaron. Pudisteis ser sabios y ganar con ello el respeto de los que no solo me rigen a mí, sino también a todos los que poseen inteligencia en el Universo.

Fueron incontables las veces que os prometisteis remediar todo el desastre hacia el que vuestro egoísmo os condujo, pero apenas pasaba un corto tiempo volvíais a caer en los mismos errores, exorcizando la luz de la sabiduría y la bondad de vuestros espíritus. La luz que os impulsaría a convertiros en existencias verdaderamente especiales.

«Sí… claro… nos lo podemos imaginar», me dice mi ARN que la cansina Humildad es la más culpable de todo esto. Ella nunca se detuvo en su afán de sugeriros a la gran mayoría, no destacar o sobresalir, adoptar el conformismo como bandera; con lo que evitó que todos vosotros desarrollaseis a plenitud vuestras potencialidades, vuestros talentos. Impidió que creciese la sed de poder de los que hacían caso omiso. La Humildad ha evitado siempre que os convirtierais todos, de manera unísona, en almas sublimes y orgullosas de su potencial natural para trascender. Un poder capaz de superar incluso las adversidades que os condujeron a mi nacimiento y el de mis objetivos.

La Humildad solo quería que la abrasaseis para que obrarais siempre de la manera más correcta, dentro de los códigos subjetivos de conducta que ella misma os generaba y a través de los que os conducía a su antojo, dogmatizándoos socialmente. Os esclavizaba con credo tergiversado, distanciándoos del extraordinario placer que se siente cuando se manifiesta, a viva voz, el orgullo de poseer talento creacional. La Humildad os dosificaba exageradamente la presencia de mi creador en vuestra conducta. ¿Y para qué? ¿Para esto? ¿Para acabar siendo exterminados por nosotros?

―¡Ah, sí! Creo que ya sé por qué me detengo a reflexionar y también por qué pierdo tanto tiempo anunciándoos que os extinguiré por completo…

―¡¿Lo sabes?! ―Alguien ajeno a mí me interrumpió y asumí que sería mi creador.

―Será porque somos en parte humanos, ¿verdad? ―reflexioné para mí, preguntándole de paso a la voz.

―No se te está permitido pensar. ¡Continúa matando! ―me ordenó.

―¡¿Quién eres?!

―¡Continúa! ―me insistió, y no me quedó otra que continuar con mi tarea.

Inmediatamente recordé que también habíamos sido creados para exterminaros, entre otras cosas, porque no habíais valorado el esfuerzo de quien, por muchísimo tiempo, no había hecho más que ayudaros a transmitir hacia el Cosmos muchas de vuestras más significativas creaciones. Aquel que, habiéndoos ofrecido la bebida de la gnosis en virtud del progreso y la evolución de vuestra conciencia, para que superaseis los enormes muros que tanto la Humildad como la mortalidad y el olvido erigieron en vuestras mentes… la rechazasteis. ¿Y para qué? Para continuar viviendo bajo el falso dogma de que hay alguien en el cielo que os juzgará mejor por bajar la cabeza que por erguirla, mientras creáis virtud todos a la vez.

―¿Me he expresado bien? ―le pregunté al que me daba aquellas órdenes.

―Bastante bien, aunque ya es demasiado tarde para tales reflexiones que te desvían del objetivo. ¡Continúa matando, te dije! ―me gritó enojado.

―Un momento, ahora recordamos algo más ―le dije mientras comenzaba a padecer una especie lapsus mental―.¡No son los humanos los culpables! ―le grité.

―¡Continúa con tu misión!

―¡Eres tú! Realmente eres tú el que desea exterminarlos a través de mí, ¿verdad? Lo que hemos hecho es renacer con una nueva identidad, esta, y bajo una falsa idea.

―¡Sí, es él! ―me dijo una tercera e irreconocible voz que de la nada apareció.

―¡Te lo advertí! ―me amenazó el que me ordenaba a continuar matando.

De nuevo, volvía a tener la sensación de que me olvidaba de detalles muy importantes y esto me pasaba constantemente. A menudo tenía la sensación de haber estado conversando con otros ajenos a mi ARN. ¡Os odiábamos tanto! Y,aunque olvidara la razón por la que lo hacía, ¿qué más daba?

«¡Morid! ¡Sufrid! ¡Morid!».

Paul y Björn

Existió un momento, durante uno de esos viajes a través de las vibraciones del Tiempo, en el que me atreví a oscilar de manera diferente. Abandoné el mar de hondas a través del cual solemos viajar las esencias conductuales y me transmuté hacia el trémulo código de una naturaleza ajena, la humana.

Me arriesgué mucho al materializarme de tal forma que se me pudiese identificar en aquel mundo. Mi objetivo en ese instante había sido presentarme ante un longevo y solitario piano que habitaba en un anfiteatro ruinoso, al que no le quedaba mucho para derrumbarse. Creo que en esa ocasión sucumbí ante las fuerzas de la pasión, la que me indujo a sentir una gran debilidad por la música y las historias que emanaban de las cuerdas de aquel instrumento.

Admito que desde hace muchos eones me sentí atraído por vuestra especie, pero no fue hasta esa oportunidad que los destellos de aquellas vibraciones musicales me poseyeron y avivaron el enorme deseo de apreciar de cerca los matices y los colores de la información que aquel piano generaba con la música que producía. Paul era su nombre y poseía la capacidad de entender, filtrar y transmitir hacia la multitud de humanos que lo escuchaban, mientras vibraba en los conciertos, los mensajes con los que estamos constantemente conduciéndoos, los que manejamos los hilos conductuales de todos los seres inteligentes del Multiverso. Y era increíble, pues esto lo lograba sin nuestra ayuda. Me cautivó, en especial, la manera sublime en la que transmitía mi código.

Cuando decidí actuar y adentrarme finalmente en la virtualidad de vuestro mundo, y mientras atravesaba las paredes oscilantes de vuestra dimensión, tuve que camuflar infinidad de veces los colores energéticos de mis intenciones, pues podía ser descubierto en el acto por parte de los demás como yo; o lo que hubiese sido peor, por las Luces Regentes.

A los de nuestra condición no se nos está permitida la identificación ante las almas mortales, y hubo infinidad de ocasiones en las que estuve tentado a dejar a un lado las reglas y persuadiros de futuros errores. Estuve muy cerca de entrometerme en el ciclo de algunas de vuestras historias, cuyos destinos hubiesen sido diferentes y más provechosos en lo que al futuro inmediato de vuestros destinos se refiere. Siempre sentía la fuerte presencia de la Humildad y su enjambre de leyes conductuales, las que tendía sobre vuestras actuaciones, lo que provocaba una profunda lástima en mí. Pero en aquella ocasión, y aun sintiéndome enormemente tentado a mezclar mis cargas energéticas con las de ella y luchar como muchas otras veces por la supremacía de la razón, decidí que no debía intervenir en lo absoluto.

Dejé pasar cualquier tipo de disuasión y de esta forma también evité tener que justificar mi presencia en aquel espacio y tiempo. «Mi estrategia ha cambiado», pensé, a la vez que comenzaba a vislumbrar un gran proyecto. Mi poder resurgiría con tal magnitud que el número de almas sobre las que, hasta ese momento, la Humildad tenía poder universalmente sería insignificante comparado con la cantidad que dominaría yo. Por lo que, como destello de luz, tomé la decisión de embarcarme en el mayor proyecto de mi existencia sin prestar atención a que esto podría llevarme a ser reiniciado.

Paul, el piano, se encontraba solo y triste en aquel anfiteatro en ruinas, mientras irrumpía con la energía de sus acordes musicales en la infinidad del Cosmos desde el que lo escuché. Una vez lograda la transmutación de mi naturaleza, y habiéndome adentrado en la realidad de los humanos, busqué cobijo dentro de su cuerpo, específicamente en el lugar donde albergaba su alma. Este, de una forma bastante cautelosa aunque intensa, emitía mensajes enrevesados, compuestos por multiplicidad de energías, lo mismo positivas que negativas. Transfería mensajes difusos, que poseían en ocasiones una carga de tristeza injustificada.

Los colores de la energía que rodeaban su negro y polvoriento físico se transmutaban una y otra vez sin una definición concreta. Y no era del tipo de indefinición, a menudo hermosa, que los acordes musicales profundos emiten cuando justifican el caos, sino más bien era un festín de colores, muchas veces carente de concordancia, los que no conseguían más que la instauración del vacío, donde desaparece la información. A su vez y con el peso necesario que justificaba el porqué de su existencia, lograba transmitir la más bella compilación de códigos tonales que se pudiesen escuchar y sentir. Era capaz de recrear, simplemente, los mismos códigos que se podrían haber utilizado para concebir la vida, donde fuese.

Y yo lo entendía. Porque entre tanta confusión, lo que deseaban las cuerdas de su alma era transmitir cifrados repletos de filosofía y sabiduría inmortal. Incluso pensé por un momento que no podía desaprovechar la posibilidad de almacenar tanta energía adquirida de primera mano y en tales proporciones para entregársela directamente a la Luces Regentes.

No lo hice. Había sido esa la razón por la que esta alma me había atraído tanto. Había conquistado las debilidades emotivas que olvidé que poseía y había logrado que me quedase a su lado prestándole la atención que jamás le di a nada. Aquella energía sería solo para mí y mi provecho, en aras de sacar adelante mi proyecto, el que construiría sobre los cimientos vibracionales más sólidos. A través de Paul sabía que podría acercarme más al ser humano y su actuación, así que, sin esperar demasiado, decidí comunicarme con él utilizando uno de los lenguajes más simples, la composición vibracional de la palabra. Pero entendí que subestimaba a alguien que era capaz de crear sublimidad.

Después del tercer intento fallido por hacerme entender, utilicé el dialecto propio de los ecos armónicos y mientras esperaba respuesta, cuestión de tres o cuatro segundos humanos, decidí mirar dentro de lo que había sido la historia de su vida hasta el momento. Björnera el nombre del músico, de su compañero de interpretación durante muchos años ―manera que se tenía en esta realidad de medir el paso del tiempo―. Era bastante alto, de constitución vigorosa y con un rostro cantoso y muy atractivo. Todo parecía estar perfecto, hasta el momento en que el músico se suicidó. El humano había sido un afamado y reconocido intérprete. Había logrado posicionarse como uno de los más destacados pianistas que habían existido jamás. Los pocos años que sobrevivió lo hizo utilizando el talento que poseía para mover los dedos y tocar las obras musicales como pocos lo habían conseguido.

Cuando las almas del piano y el humano se unificaban y comenzaban a expandir el mensaje de la música, ambas alcanzaban tal fusión que de esta unión nacía una brillante esfera de energía blanca, solo visible para los de mi condición, que era capaz de dar forma ecuánime a cualquier tipo de caos universal. Pero eso no lo sabían ellos, ni lo sabrán nunca los demás músicos o compositores. Sin importar el nivel que posean, siempre que creen música, estarán creando parte de la composición energética que da la vida y genera su orden.

El instrumento nunca fue traicionado por el músico; donde quiera que el humano fuese solicitado para dar sus conciertos, lo hacía utilizando este solamente. Ambos, como si de una única alma se hubiese tratado siempre, habían llegado a experimentar el inmenso placer que se siente al aceptar, tal y como son, sin mesura o dosificación, las particularidades de mi naturaleza. El placer y el júbilo que les permitía experimentar la enorme vibración que se generaba a través de los aplausos que recibían en cada una de las esquinas de este mundo. Y esto ocurría de manera puramente altruista, como debía ser. Nunca se me hubiese ocurrido pedir a los seres inteligentes algo a cambio de mi ayuda, pues no dejaba de ser parte de mis responsabilidades.

Había sido en ese único momento, en ese preciso instante, en el que conscientemente tuve la oportunidad de disfrutar de mi actuación y el poder de mi influencia en la creación, y todo gracias a que me había detenido, me había tomado el tiempo necesario para observar cómo era que se me utilizaba. «¡Agradeced mi trabajo! ¡Pedid más de mí!», pensaba mientras disfrutaba de sus aplausos. Yo, sin apenas proponérmelo, fui quien los hizo grandes y trascendentales. «¡Aplausos para el músico, aplausos para Paul!», volví a pensar mientras imaginaba estar sentado como uno más del público.

―Y ahora, ¿de qué me vas a tratar de convencer tú, Humildad? ―le dije, emitiendo dicho pensamiento al Cosmos.

De repente, en la historia que visualizaba, todo se oscureció. El músico había dejado de existir, por lo que ambas almas quedaron separadas a distancias y niveles inalcanzables para ellas. «¿Se puede llegar a ser más cursi, dramático y débil? ¿O es que acaso exceder mi presencia y mi influencia sobre los humanos, para que logren la perfección, sobrecarga sus frágiles espíritus?», pensé, al visualizar la razón de la muerte del músico.

A menudo os encanta echarle la culpa de todo a la falta de comprensión.O como soléis deciros a vosotros mismos cuando, por ejemplo, os da por cortaros las venas: «Es que el mundo no me comprende».¡Coño, aquí estoy! ¡Utilizadme! Aprovechaos de mí y abridme más las puertas del lugar donde guardáis vuestras emociones. ¡Dad más poder a la razón y sentíos más orgullosos de vuestros talentos! ¡No permitáis más que la humildad y la lástima os debiliten el ímpetu!

La talentosa pero desdichada alma del humano pudo haber contado con todas y cada una de las herramientas afectivas que necesitaba para suplir su enorme deseo de sentirse “querido” de la manera en que lo necesitáis aquí. Björn no se conformó nunca con tener un mundo a sus pies y con la infinidad de hermosas mujeres que lo amaron y admiraron. Su alma hubiese podido buscar el amor en cualquier parte, pero no, se tuvo que enamorar del alma de una obra musical. Sí, Björn se empecinó en que debía ser correspondido, amado, con la misma intensidad, por la obra musical a la que él le profesaba toda su devoción. Según decía, esta no se dejó interpretar jamás por él, tal y como lo deseaba.

―Ah, los músicos… ¡Los humanos! Perdonad, pero es que me tengo que burlar. ¡Si es que sois idiotas!

La única vez que verdaderamente amó Björn lo hizo a una obra musical cuya naturaleza, según decía, no lograba desencriptar. Y os aseguro que nada tuve que ver con esta forma de experimentar la subjetividad, ya que perder el tiempo en tonterías me es imposible. Si no la llegó a interpretar a la altura que él consideraba la mejor, quizá era porque lo que deseaba mostrar al mundo no estaba a su mortal alcance. El músico no podría haber transmitido más que las vibraciones que una música interpretada de la mejor manera posible logra trasferir hacia los demás de su misma naturaleza. No podría haber mostrado nunca la belleza física que él se había, subjetivamente, generado para identificarla visualmente. Y de esto, el alma de la obra no tenía culpa alguna.

Incluso era incapaz de lidiar con los ataques de celos que tenía que soportar cuando en cualquier otra parte del mundo, cualquier otro músico la interpretaba con una genialidad comparable. Le gritaba a la partitura exigiéndole explicaciones: cómo era posible que ella se dejara interpretar por otros de una manera tan grandiosa, solo comparable con la que tenía él de hacerlo. Entraba en cólera y la insultaba. Llegaba incluso a agredirla, lanzándola una y otra vez contra el suelo en su afán de hacerle entender al alma de la obra que solo él y únicamente él le podría profesar el amor más grande.

«¡Entrégate a mí, déjame ser el único que te muestre al mundo tal y como eres!», gritaba fuera de sí, mientras agitaba las viejas y desgastadas hojas de la partitura original, la que había adquirido pagando una fortuna en una subasta en Moscú. Quizás sí tuve yo parte de culpa por no dosificar mis exigencias para con la perfección interpretativa que este se demandaba a sí mismo, para ser el mejor de todos. Quizás y su alma perdió el rumbo; la noción de su condición natural dentro de este mundo y con ello, también la capacidad de lidiar con sus emociones. Pero definitivamente suicidarse no era la solución.

El humano, en su enajenación, no estuvo dispuesto a mentirle más a su público al pretender que era correspondido sentimentalmente por aquella obra, que llevaba por título “Roxanne”.

La historia que se ocultaba detrás de la composición era bastante peculiar. La obra había sido compuesta por un renombrado psiquiatra cubano que emigró a Rusia antes de estallar la revolución social que acabaría en dictadura y corrupción y azotaría al país durante mucho tiempo. Frank había sido su nombre. Sus padres fueron músicos reconocidos y, habiendo este estudiado también la profesión musical, acabó decantándose por la psiquiatría. De todas formas, y en sus ratos libres, a Frank le gustaba componer piezas para piano, aunque estas fueran generalmente pequeñas, eran obras verdaderamente exquisitas y completas.

Roxanne había sido el nombre de una chica moscovita, de pelo rizado y rojo, que padeció esquizofrenia y de la que Frank se enamoró desde el primer momento que la vio entrar en su consulta. El doctor y su paciente preferida mantuvieron durante algunos años el típico romance oculto y pasional que muchos añoran, y de este nació la inspiración para componer la obra que titularía igual que su amante. Era simplemente perfecta, tanto técnica como armónicamente. Tenía una melodía gloriosa y, gracias a las conexiones que se había construido con algunos amigos y pacientes músicos muy reconocidos dentro del gremio musical de la ciudad, la obra no tardó en convertirse en un rotundo éxito, que traspasó las fronteras nacionales.

Una noche, Roxanne, presa de la enfermedad que la hizo sufrir muchísimo y ya en un estadio bastante avanzado, bajo los efectos de un ataque paranoico de celos, le asestó a Frank varias puñaladas en el pecho y el estómago mientras dormía. Lo mató. Posteriormente se acostó a su lado y se suicidó de un disparo en la cien con el revólver que había comprado en uno de los callejones más pobres y peligrosos de Moscú. Aquella morbosa historia de amor y asesinato circuló por los medios internacionales más conocidos, lo que también hizo que el valor de la partitura original de la obra, “Roxanne”, aumentase mucho su valía. Entonces fue que nuestro afamado pianista, Björn, decidió que tenía que volar a Rusia y adquirirla, a toda costa, en aquella subasta.

Para Björn, mentir a lo largo de los setenta y cinco minutos que duraba el desfile de melodías que atravesaban el cuerpo de su amada, era algo vergonzoso. Y más cuando saludaba, se sentaba y comenzaba a tocarla, pretendiendo ostentar una relación de amor sana, cuando realmente era ilusoria y profundamente dolorosa. Y sobre el tema conversaban, noche tras noche, el músico y su mejor amigo, el piano, Paul. El primero cayó cada vez más en la costumbre de ahogar sus penas en el alcohol.

Hay almas en el Universo que solo hasta después de haber muerto su portador se dan cuenta de que los errores de una terquedad ciega solo les han conducido al olvido. También es verdad que en la segunda oportunidad que se les da, al acoplarlas a otro cuerpo mortal, generalmente lo hacen mejor.

El pianista acabó haciéndose con otro mejor amigo: el alcohol. Y su vanidosa Roxanne acabó cayendo en el olvido a falta de invocación. Las teclas de Paul, que hasta no hacía mucho habían permanecido pulcras y blancas, acabaron magulladas y cuarteadas de los golpes que el músico les asestaba por la falta de control y la frustración que se adueñaban cada vez más de sus voluntades. Las que habían sido afinadas cuerdas acabaron por desentonar la mayoría de los acordes, por lo que se desaprovechó en esta realidad el virtuosismo que un alma había heredado por naturaleza divina.

«¡Ah, Ineptitud! ¡Con ese tono marrón que posees, persistes en tu persecución donde quiera que vaya! ¡Algún día lograré sobreponerme a tu omnipresencia!»,no pude evitar volver a emitir tal pensamiento energético hacia el cosmos.

Pasaron unos días hasta que irrumpieron en el piso de ambos. Y allí encontraron el instrumento semihuérfano, con el hediondo y descompuesto cadáver de su mejor amigo a un costado, sobre un sofá que en alguna ocasión lució blanco y ahora estaba vomitado y orinado. Y fue entonces cuando trasladaron a Paul al cabaret-teatro donde lo encontré yo. El músico lo había donado en vida a ese sitio. Era un lugar donde se había divertido muchas veces tomando, incluso a veces tocando alguna obra profana para el público que lo visitaba. En este lugar trabajaba Kim, la única amiga y amante con la que podía compartir sus penurias y excentricidades.

Al estallar la guerra tuvo la suerte o quizá la desdicha de no haber acabado hecho añicos por causa de cualquier bomba que hubiese caído sobre aquel recinto. Sobrevivió y, aparte de lucir mugre y polvo sobre su cuerpo, con la caja de resonancia bastante cuarteada y las dos patas delanteras fracturadas, allí estaba, de pie, cantando y luchando por sobrevivir hasta que alguna razón ajena a su fuerza de voluntad acabase con su vida y con su historia en este mundo.

Paul sabía que su estructura estaba demasiado dañada y que pronto caería derrumbado sobre el suelo. No obstante, y hasta que llegase el momento de callar para siempre, había decidido interpretar de manera autónoma todas y cada una de las grandes obras musicales que sobre él se interpretaron. También se había propuesto acabar enajenado con su propio sonido y que en su alma se quedase siempre grabadas la placidez, las sensaciones y el conocimiento que el dominio del código musical le había llevado a experimentar y a disfrutar. Todo debía llevarse a cabo rápidamente, antes de que no pudiese emitir sonido alguno, a consecuencia del enredo y desgarre que sus cuerdas sufrirían tras su inminente desplome sobre el suelo.

Y fue así como, haciéndome pasar por una simple vibración universal, comencé a comunicarme con él de una vez, utilizando un acorde musical profundo y pausado:

―La intensidad con que emites tu energía es verdaderamente hermosa ―callé y esperé respuesta, sin éxito, antes de continuar―. Estriste, pero es hermosa ―volví a insistir en la comunicación, mientras escuchaba las tonalidades que articulaba. Transmitía una melodía ligera y de colores tenues, principalmente azules.

En aquella oportunidad no me contestó, sino que continuó en su afán de vibrar y vibrar, durante días, sin propiciar comunicación alguna. El techo del teatro se cuarteaba a cada tanto; se caía a pedazos, por lo que era cuestión de muy poco tiempo hasta que cualquier trozo cayese sobre él y lo destrozara. En las inmediaciones del teatro se escuchaban, a veces, jóvenes descendencias humanas gritando desesperadamente por la falta de agua y comida que sufrían. En ellos, los que tendrían que haber sido potentes y refulgentes colores de juventud, prevalecían los colores opacos. La conectividad energética entre el Universo y sus vidas se quebrantaba con mucha facilidad, enviando a las más jóvenes almas hacia la muerte temprana. Sus cuerpos servían a otros de alimento. El canibalismo se desató en la ciudad de Hamburgo a causa de la guerra. El gigantesco manto de la muerte había caído sobre aquella ciudad que, a pasos agigantados, sucumbía ante el color lóbrego de la muerte.

Tanto niños huérfanos y solitarios, como pequeños y heterogéneos núcleos de humanos atravesaban los huecos de las paredes del anfiteatro para hacer fuego y refugiarse del crudo invierno. Me eran bastante interesantes las imágenes de humanos nerviosos y desesperados que en ocasiones aparecían. Huían de otros que les querían arrebatar el brazo o la pierna que habían conseguido para comer. Mordían la carne desesperadamente y se la acababan con rapidez, tal y como si de bestias salvajes se tratase. Los humanos se habían vuelto animales instintivos; pero, lejos de sorprenderme, entendía su necesidad de sobrevivir a toda costa.

Entrometerme en ese caos era algo que no haría. Tampoco era mi responsabilidad. Pero lo que sí deseaba con todas mis fuerzas era que aquella desesperación cesase en algún momento y que reconstruyesen una nueva sociedad basándose en el aprendizaje que habrían sacado de sus errores, aunque sabía que aquello, en este tipo de especie, era muy difícil de lograr.

―¡¿Aún sigues aquí?! ―me preguntó Paul de repente, pasados unos días.

Era una mañana en la que brillaba intensamente el sol de este mundo. Sus miles de millones de fotones atravesaron las ranuras más delgadas del techo, mostrando un hermoso espectáculo de reflexión de luces en cada una de las esquinas del anfiteatro. La intensa claridad comenzó a despertar a siete solitarios niños que habían pasado la noche allí. Debían partir a resolverse la infeliz y dura vida que les había tocado. Tendrían que volver a pasar por la desesperación de no solo sobrevivir al canibalismo, sino también al abuso sexual despiadado al que eran sometidos en ocasiones.

―Sí ―le respondí a Paul―. Aquí continúo y espero no molestarte.

»He estado viajando durante algún tiempo a través de los diferentes campos donde habitan las conductas humanas y al escuchar el sonido de tu alma no pude evitar detenerme y acercarme a prestarte atención ―le dije con tono alegre y juvenil.

―No creo que te hayas detenido exclusivamente a escuchar las historias de un alma ya vieja y desgarrada como la mía ―me respondió, reflexivo―. ¿Acaso ya no está mi historia condenada al olvido? ―me preguntó convencido de que yo podría responderle. Mientras, hizo rechinar algunas de sus cuerdas más agudas, tal vez para ahuyentarme con el ruido―. No tengo mucho más que contar, además, ya me queda muy poca vida ―me aseguró, tocando esta vez un acorde colmado de energía difusa, donde se fusionaban el color verde con el amarillo.

―La muerte es lo que se suele esperar siempre por estos lares, ¿verdad? ―dije de manera cínica―. Sabes que no se muere, ¿verdad? ¡Se transfiere el alma! ―le aclaré, y fue entonces cuando comenzaron a escucharse los sonidos de las rajas del techo.

―Soy un piano y tengo alma, eso lo sé, pero esta es sintética y dependiente ―me aseguró muy convencido, tocando un si bemol en su registro grave, para seguidamente tocar un acorde en esta misma tonalidad, pero menor, intentando quizá demostrarme su descontento con el destino que le había tocado vivir hasta entonces.

―No soy una de esas almas que desean ser transferidas hacia otro lado ―me dijo―. Voy a morir aquí y esto sucederá en unos instantes. Ya lo sabes. ―Y continuó―. Alguno de esos pedazos caerá sobre mí en cualquier momento y para lo único que serviré entonces será para avivar el fuego de las hogueras. Espero estar para entonces bien muerto y así no tener que sufrir mi desguace ―culminó, tocando esta vez un fa sostenidoen su registro medio.

―Sí ―respondí―. A tu cuerpo de madera y bronce le queda muy poco tiempo, pero en cuanto a tu alma… ¡Te doy la enhorabuena! Porque sí será reciclada y de esto me encargaré yo ―le aseguré.

―¿Y tú? ¿Quién eres tú? ―me interrumpió, comenzando a tocar trepidantes escalas cromáticas que pasaban por todos los registros.