El maestro de las cometas - Raimón Samsó - E-Book

El maestro de las cometas E-Book

Raimon Samsó

0,0
7,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

El Maestro de las Cometas es una historia inspiradora para quienes sienten, en lo más profundo del corazón, que su destino está unido a un sueño elevado y único. Esta novela breve está pensada especialmente para quienes buscan alinear su vida con sus anhelos más genuinos y profundos. La historia transcurre en un remoto monasterio budista en el corazón del Tíbet, tierra conocida por su profunda espiritualidad y su fascinación por las cometas. Allí, un anciano lama y un joven novicio emprenden juntos la elaboración de una cometa muy especial, destinada a guiar al joven hacia su verdadero propósito en la vida, ayudándolo a elevar su conciencia y alcanzar plenitud espiritual. A través de este relato lleno de sensibilidad, descubriremos cómo transformar nuestro propio corazón en una cometa capaz de elevarse hacia el cielo, sostenida por la inspiración, bendecida por la gracia del Universo y dirigida hacia la realización de nuestros más sinceros sueños. Esta narración es un homenaje a los soñadores valientes, a quienes confían plenamente en que, con entusiasmo, dedicación y la colaboración del Universo, sus sueños más grandes se harán realidad en armonía perfecta.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 117

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



RAIMON SAMSÓ

El maestro de las Cometas

Elevó una cometa para alcanzar el cielo. Y el cielo le devolvió el sueño de su corazón hecho realidad.

Agradecimientos

Mi recuerdo para todas aquellas personas de quienes aprendí algo inspirador; y que fueron absolutamente todas las personas que llegaron a mi vida y tocaron mi corazón de un modo u otro.

Mi amor para Laura Conesa, Paz Puente, Marta Díez Josep Cussó, Salvador Chicharro y Joan Sagués, por su cariño y apoyo incondicional. Os llevo siempre en el corazón.

Mi agradecimiento a Ediciones Obelisco y a su editor, Juli Peradejordi, por su confianza en mí y en mis manuscritos; a él le debo cada palabra que he escrito desde que publicó el primero de mis libros.

Mi gran regalo sois vosotros.

Raimon Samsó

Uno

La fuerza de la aceptación

Desde tiempo sin principio, el atardecer enciende el cielo del Tíbet. Cuando el crepúsculo gana la cima de las montañas de nieves perpetuas, el color púrpura invade el firmamento y cubre de melancolía la mirada de quien lo contempla. Los jirones de las nubes se tiñen bajo una luz cambiante de tonalidades de asombro. Apenas se alarga unos instantes; y, sin embargo, la maravilla de ese momento permanece para siempre en el recuerdo. No existe ningún otro lugar donde, a causa de la altura, los colores sean tan luminosos ni la atmósfera tan transparente, ni la luz tan intensa… más que en el Tíbet, el techo del mundo.

Al caer la tarde, como de costumbre, los peregrinos procedentes de todo el país, y de las estepas de Mongolia, se reúnen en los alrededores del templo más sagrado de Lhasa, el Jokhang. Agotados por el largo viaje, descansan extasiados ante la majestuosa vista del palacio del Pótala, sobre la colina del Mepori, mientras los últimos rayos del sol se reflejan sobre sus tejados dorados y sus muros inclinados de color blanco y bermellón.

Después de recorrer la carretera circular de Lhasa, los peregrinos, cubiertos de polvo y con su escaso equipaje a la espalda, llegan hasta el templo del Jokhang en el corazón de la ciudad. Sus últimas postraciones las realizan sobre las losas de granito a la puerta del templo, flanqueada por columnas rojas y doradas.

En su interior, oran ante la imagen del Buda Sidharta y depositan una ofrenda de ramas de enebro y artemisa para quemar. Los monjes, a los pies de la soberbia estatua, se encargan de hacer circular a los peregrinos. Una vez fuera del templo, éstos hacen rodar los molinos de oraciones salmodiando las sílabas simientes: Om mani padme hum.

No lejos de la ciudad de Lhasa, en el monasterio de Drepung, el anciano lama Guendun Rimpoché, conocido en la comunidad como el maestro de las Cometas, concluía la jornada en su taller.

Bajo la exigua luz de las lámparas de quemar, se levantó de su mesa de trabajo y guardó, con sumo cuidado, la cometa terminada. En las paredes, prendidos aquí y allá, infinidad de esbozos de cometas. En un rincón se amontonaba madera traída de la India destinada a confeccionar las varillas y, también, caña de bambú procedente de China. El desgastado suelo estaba salpicado por los goterones que se escurrían de las lamparillas de manteca de yak colgadas del techo. El rancio olor de su humareda invadía el ambiente y se mezclaba con el del incienso.

El anciano apagó las lámparas y se acostó sobre su esterilla. Las sombras se apoderaron de la estancia y, mientras aguardaba el sueño, podía oír a lo lejos gruñir a un yak, ladrar a los perros sin amo, y el ir y venir de las ratas sobre el tejado. A través de una rendija en la techumbre, se colaba un hilo de luz de luna que parecía brillar para nadie en medio del cielo estrellado.

Drepung, el mayor monasterio del Tíbet, integraba varios centros de estudios religiosos y filosóficos. En él, millares de monjes tibetanos, nepalíes y mongoles convivían en una gran ciudadela amurallada con sus plazas, sus callejas sinuosas y empinadas, las residencias para los novicios y las casas de los monjes y de los lamas. El significado de su nombre, «montón de arroz», aludía al entramado de construcciones escalonadas en terrazas que se encaramaban, junto al río KyiChu, en la ladera de una montaña de tres picos.

Con los primeros rayos del sol, el anciano maestro se dispuso a hacer volar la cometa que concluyó la víspera. Enfiló el camino que le conducía a campo abierto. A cada tanto, a un lado y otro del polvoriento sendero, se cruzaba con piedras apiladas por los peregrinos y ofrendadas a los espíritus de los valles, los ríos y las montañas.

Tras elegir un lugar apropiado, elevó la cometa, impulsada por la fuerte corriente del norte. La hizo planear ingrávida antes de que una súbita ráfaga de fuerte viento la zarandease. La tela no estaba tensada y eso la hizo vibrar. Sin duda, necesitaba más superficie de vuelo para ganar estabilidad. Consiguió que descendiera en un vertiginoso picado para remontar el vuelo a escasos metros del suelo, cuando parecía ya inevitable que se despedazaría. Después, con un leve gesto de muñeca, hizo que se acostara sobre el suelo.

Un joven novicio del monasterio, que regresaba de recolectar forraje, observaba ensimismado la magia y elegancia de las evoluciones de la cometa. Le pareció sorprendente ver a un anciano manejando una cometa.

—¿Por qué haces volar una cometa? –le preguntó al fin.

—Aunque pueda parecer un juego, no lo es.

El pequeño novicio, cuya túnica indicaba que aún no había sido ordenado, se mantuvo en silencio sin comprender lo que el lama le había contestado. De modo que insistió:

—¿Por qué haces volar una cometa?

Esta vez el anciano lama le respondió:

—La estoy probando.

—¿Puedes hacerlo cuando quieras sin que los superiores te reprendan? –preguntó, incrédulo, el muchacho mientras se frotaba con la mano su cabeza rapada.

El lama sonrió con indulgencia y espetó:

—¿Y tú, pequeño chela, puedes mantener una conversación sin hacer tantas preguntas?

Y aún agregó:

—Verás, es mi tarea asignada. ¡Y la cumplo muy satisfecho! Soy el maestro de las Cometas de la lamasería de Drepung. Aunque te pueda parecer insólito, éste es precisamente mi trabajo en la comunidad: construir cometas para nuestros festivales.

Y añadió con una sonrisa bonachona:

—¡Supongo que ya estoy muy viejo para otras cosas! –bromeó.

Un gesto de asombro se dibujó en el rostro infantil del novicio. «Ésa sí es una buena ocupación –pensó para sí– y no tener que estudiar los textos sagrados sin tiempo para jugar con el resto de los alumnos.» Le pareció una extraña ironía llegar a adulto; más aún, anciano, ¡para poder hacer volar cometas! Y, sin embargo, él, siendo un niño, debía hundir su rostro en los libros. «¡Qué terrible contradicción! ¡El mundo al revés!», pensó.

Tenzin Lonchenpa, ése era el nombre que recibió cuando ingresó en el monasterio de Drepung tres años antes, había aprendido a leer, escribir y memo- rizar textos. Como novicio, estudiaba para ser ordenado monje. La vida lamástica era de normas rígidas y adaptarse a ellas le resultó muy duro al principio; sin embargo, con el tiempo aprendió a valorar las ventajas de la disciplina.

El anciano lama, amable y conversador, hablaba desde el corazón. Siempre disponía de alguna historia sugestiva que contar. Tenía el rostro cubierto de arrugas, poseía unos ojos diminutos que se cerraban al sonreír; y, como buen tibetano, sonreía a menudo. Sabía de todo. Por leer y por viejo, por las dos cosas. Se le adivinaba su amor a la vida. Decía a menudo que, por cada ser encarnado, mil aguardaban el privilegio de nacer.

El maestro de las Cometas pareció adivinar los pensamientos del contrariado muchacho y, enseguida, le consoló:

—Yo también estudié sin descanso cuando era un joven discípulo como tú. Comprométete. Aprende a amar lo que haces en cada instante, aunque no ames todo lo que debes hacer. Trata de comprender su utilidad.

Únicamente, cuando desempeñes una tarea ingrata con aceptación, quizá entonces sea la última vez que la realices. Es sorprendente cuánto mejoran las cosas cuando empezamos a aceptarlas –concluyó.

Acuérdate de esto: sólo puedes dejar atrás lo que detestas cuando lo aceptas, aprendes a amarlo o comprendes todo cuanto puede enseñarte.

Pero, como a cualquier muchacho, a Tenzin le desagradaba la incomodidad del proceso de aprendizaje.

—¿Cuál es tu nombre?

—Tenzin Lonchenpa.

—Celebro este encuentro. Mi nombre es Guendun Rimpoché.

Y así fue como se conocieron el anciano maestro de las Cometas y el pequeño novicio que formulaba una pregunta tras otra.

—Tenzin, ¿quieres ayudarme?

—¡Sí! –respondió sin dudar un instante.

—Corre hasta la cometa, agárrala por la caña y tráela hasta aquí mientras recoges el hilo.

El muchacho obedeció sin vacilar.

—Otro día, si quieres, tráeme una oración escrita para tu familia y la prenderé en la cola de la cometa para que el viento la repita al ondearla.

El novicio asintió con la cabeza agradeciendo aquella bondad.

Echaba de menos a sus padres desde que se separó de ellos a los ocho años para ingresar en la lamasería. La tradición, en toda familia, era que uno de los hijos ingresara en un monasterio. Desde hacía muchas generaciones, siempre había un miembro de la familia en el monasterio de Drepung. Recibir educación en las únicas escuelas del país, los monasterios, suponía un gran honor y una gran suerte.

Tenzin no había vuelto a ver a sus padres desde entonces. Algunas veces, durante la noche, una lágrima recorría su mejilla al recordarlos. Pero, de inmediato, se repetía que estaba allí para ser un monje. «Y los monjes no lloran», se decía a sí mismo.

Drepung contaba con una biblioteca y una imprenta donde fabricaban papel para uso propio. Los novicios aprendían a escribir con plumas sin tinta; sólo, mucho más tarde, se les permitía escribir sobre papel. Los libros eran de gran tamaño, apaisados y con las páginas sin atar. Sus pesadas tapas de madera solían estar trabajadas. Los libros de rezos de los monjes, no obstante, eran de menor tamaño, con las hojas apiladas entre dos tablillas también de madera.

Copiar y traducir viejos textos era una tarea de gran mérito. Sin embargo, el corazón del pequeño novicio cabalgaba llevado por el viento en otra dirección. No era infrecuente que un aspirante a monje, desalentado de la vida monástica, buscara en las enseñanzas de un maestro la orientación que no hallaba en la lamasería.

Algo así le iba a ocurrir a él.

Mientras los dos caminaban de vuelta al monasterio por el sendero que transcurría junto al río, el muchacho afirmó:

—Preferiría crear algo hermoso en lugar de transcribir textos antiguos. Los sesudos maestros no hacen más que ponerlo todo por escrito, ¡libros y más libros…! A mí me apasiona el cielo. ¡Es grande como un océano transparente! ¡Y, llevado por el viento, se puede llegar a tantos lugares…! –dijo suspirando como si pudiese ver el mundo montado en una cometa–. ¡Con certeza, todo lo que en tierra firme es grave y serio, desde allá arriba, debe parecer una pequeñez!

Saltó por encima de un charco y prosiguió:

—Por desgracia, mi lama tutor espera que aprenda a copiar los escritos de la biblioteca del monasterio. Y algún día, traducir del sánscrito al tibetano libros traídos de la India; del mongol, antiguos edictos imperiales y archivar cientos de legajos amarillentos de los viejos registros del Pótala. Reconozco que se me dan bien las letras, sin embargo…

—Y, sin embargo, tú prefieres las tareas manuales, ¿me equivoco?

—Mi padre es artesano y yo he heredado de él esa habilidad. De niño jugaba a moldear el barro y le ayudaba.

—Dedicar una vida a lo que no alegra el corazón es sobrevivir y eso resulta desalentador. Nunca te sentirás gratificado por lo que, en realidad, no amas de verdad –afirmó el lama.

De vuelta en el monasterio, el anciano lama acompañó al pequeño novicio hasta las cuadras para entregar el forraje. Después, continuaron por las estrechas y empinadas calles hasta llegar al taller del maestro de las Cometas.

Celebra tu insatisfacción, joven chela, pues tu corazón quiere hacerte ver algo importante. Todo lo que llega hasta ti es para tu mayor bien, no para fastidiarte.

Sin embargo, Tenzin no encontraba en aquellas palabras ninguna razón para alegrarse de su creciente inquietud y desasosiego.

—¿No te das cuenta?, la incomodidad te empuja a cambiar. Ya nada volverá a ser igual. Y, cuando ese proceso se inicia, ya no hay vuelta atrás.

»Todo cambio externo se produce después de una evolución interna y no al revés. Y, créeme, cuanto mayores son los cambios deseados, mayor es la transformación personal para conseguirlos.

—Alentador, pero ¿cómo voy a celebrar el descontento?

—A veces las personas se sienten engañosamente «felices», cuando en lo más profundo se sienten insatisfechas. Fíjate en la polilla que vuela hacia la lámpara en busca del calor que le hará sentirse momentáneamente bien. ¡Sin embargo, esa misma llama será la causa de su muerte! Los seres humanos a veces también se autodestruyen en la búsqueda de la satisfacción inmediata.

Como el novicio se resistía a aceptar sus explicaciones, el maestro le contó la siguiente historia:

—Había una vez un buscador de la verdad. Cuanto

más aprendía con la mente, más insatisfecho se hallaba.

De tanto buscar, nada satisfactorio encontraba. Y así, cansado de probarlo todo, acudió a un maestro. Éste, tras advertir su desencanto, le habló de este modo:

«A quienes buscan la felicidad y sólo encuentran insatisfacción, les enseño a vaciar su mente de razones insustanciales. Les digo que no han sabido buscar. Y les invito a vaciarse de todo, y a llenarse de sí mismos, para escuchar en su interior. No hay más felicidad que la de un espíritu esclarecido y en paz».

Fue así como Tenzin reconoció en aquella resistencia interior una señal de un aspecto de sí mismo que debía sanar. Y que el dukkha (el sufrimiento y la insatisfacción) era el vehículo que conduce a corregirse a uno mismo.

—¿Ocurre igual con las personas? Quiero decir, ¿he de agradecer que haya quien me haga enfadar? –preguntó el novicio con un gesto de desgana.

—¡Por supuesto! ¡Son auténticos maestros disfrazados de enemigos!

—¿Maestros? Tal vez, pero, ¡qué doloroso resulta aprender a fuerza de recibir palos!

Acuérdate de esto, Tenzin: cuando nada puede ser como antes, es porque no debe ser como era. Hay un sentido profundo del orden en la agitación y el caos.

—Entonces, maestro, ¿cómo he de comportarme en medio de una experiencia difícil?

—Aceptándola sin más. Tu resistencia sólo aumenta su tamaño y la perpetúa. Créeme, no podrás librarte de nada que no hayas aceptado antes. Ésta es una gran verdad.