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Una colección de relatos que exploran los límites de la mente y la realidad. Desde encuentros con seres de otros mundos hasta hermanos atrapados entre la vida y la muerte, cada historia en "El mañana no es una posibilidad" arrastra a los lectores por un viaje oscuro y surrealista. Los personajes están en la cuerda floja de la cordura, enfrentándose a sus miedos más profundos y a lo desconocido. Con un tono inquietante y misterioso, esta antología invita a cuestionar qué es real y qué es simplemente una distorsión de la mente.
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Seitenzahl: 125
Veröffentlichungsjahr: 2024
FRANCISCO J. SCILLETTA
Scilletta, Francisco J. El mañana no es una posibilidad / Francisco J. Scilletta. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5600-4
1. Cuentos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
CRÉDITOS:
Corrección: Maricruz Deantoni
Edición y asesoría literaria: Denise Traverso
Disparo al cielo
Sin redención
Dos fantasmas extraviados
La bestia blanca
En busca de algo
Tela de araña
Desaparecer del mundo
Bersa Thunder
Camino de ripio
Viaje al acantilado
La civilización
Como un animal dormido
Filmmaker
Un leve zumbido en mis oídos
Post Mortem
Parte de un plan
Clara
Nadie quiere estar cerca de gente fallada
Agradecimientos
A Felipe, siempre.
«Para los monstruos, nosotros somos los monstruos.»
Station Eleven
Volvíamos de La Plata en el Renault 4 rojo que conducía mamá. Mi hermana y yo íbamos atrás. Papá no manejaba, nunca había sacado el registro porque, supuestamente, tenía problemas en la vista —y para asumir responsabilidades podría decirse que también—.
De mi padre diré que hay un montón de cosas que desconozco y otras que me llegaron como retazos que fui hilvanando por las historias que me contaron familiares, vecinos y hasta mi propia madre. Mamá podía llegar a relatar anécdotas sobre él mientras mirábamos televisores en el supermercado o durante algún viaje en colectivo, como si le surgieran de algún lugar sólo accesible en los momentos menos pensados y más inoportunos. La antena de sus recuerdos no era muy respetuosa con mi psiquis: fue así que pasó bastante tiempo hasta que llegué a la conclusión de que mi infancia fue difícil y de que toda familia esconde una tragedia.
No es mi idea justificar lo que pasó esa noche cuando volvíamos de La Plata, solo relatarlo. Habíamos sido invitados al cumpleaños de Florencia, compañera de mi hermana desde primer grado, parte de la familia para mí. Pasaba mucho tiempo en casa y mis padres casi la habían adoptado: mi madre hasta le sacaba las liendres de la cabeza y la peinaba antes de ir al colegio. Nunca entendí bien por qué ella se quedaba tanto con nosotros.
Tiempo después, me enteré de que los padres de Florencia eran profesionales. Uno de ellos dirigía el Museo de Ciencias Naturales y el otro era físico. Tenía dos hermanos: Federico y Ezequiel. El mayor, Federico, se encargaba de la cuestión doméstica y cotidiana, como por ejemplo qué se iba a comer y a qué hora. Calculo que, en algún momento, sus progenitores les habían dejado estas instrucciones pegadas en la heladera. Ya en ese entonces, él me decía que si llegaba el fin del mundo, me pasaría a buscar por mi casa y que nos iríamos hacia el sur, a las montañas. No precisaba bien el lugar, solo decía el sur como si fuera otro hemisferio de nuestro país. Cuando indagaba un poco más, me decía «a la Patagonia». Yo quería que me dijera, por lo menos, una provincia del mapa, pero no, hacía como que tenía informaciones confidenciales del Gobierno y yo le seguía la corriente. Una vez apareció vestido todo camuflado, con una vincha roja al estilo Rambo y con unos borceguíes militares muy anchos que parecían pesar una tonelada. Mi papá me dijo que esos botines eran originales, de los que se usaban en el ejército. «¿De dónde los sacó?» me preguntó papá un día que nos vio sentados en los escalones de la entrada de nuestra casa. Después, me pregunté cómo sabía mi papá que ese calzado era el reglamentario y, además, el original. Nunca supe bien a qué se dedicaba mi padre en ese momento ni de dónde sacaba Federico la ropa militar. Otro día, me mostró un cuchillo con una brújula en el mango que, cuando la abrías, tenía como un minikit de supervivencia.
A mí me daba pena el otro, Ezequiel, el menor de los hermanos, que parecía el más despierto de los tres: su mirada era distinta, similar a la de un felino a punto de cazar a su presa. Federico y Florencia, en cambio, tenían una expresión triste, melancólica. Para mí estaban cansados, eran muy chicos para ocuparse de una casa y, además, de un niño de ocho años.
A los padres de Florencia los había visto solo una vez, en un acto de fin curso de la escuela, en la fiesta de quince de Florencia fue la segunda. No voy a detenerme mucho en los detalles de la celebración: diré, sí, que hubo torta, vals, carnaval carioca y, lo que para esa época era todo un acontecimiento, un compilado de videos de la cumpleañera, en pantalla gigante, desde que era chiquita hasta la actualidad, enfundada en un vestido blanco de terciopelo.
Florencia siempre fue bajita, si llegaba al metro cincuenta y cinco era mucho, así que para mí era la misma que conocí en los tiempos en que mamá le sacaba los piojos en la bañera o la peinaba para ir a la escuela. Lo que me pregunté en varias ocasiones era cómo a sus padres no les importaba saber dónde estaba su hija o qué arreglo habían hecho con los míos.
Nos quedamos en la fiesta hasta las cuatro de la mañana. Después del corte de la torta, mamá miró a papá y le hizo una seña con la cabeza que nos dio la pauta a mi hermana y a mí de que nos teníamos que ir. Fue así que saludamos a Florencia y a su fantasmagórica familia. Federico, en esa ocasión, no se había vestido con ropa camuflada, pero por debajo de la camisa blanca se le transparentaba una remera verde y llevaba puestos borceguíes.
Fuimos hasta el estacionamiento donde mamá había dejado el Renault 4 y enseguida emprendimos rumbo por una avenida cuyo nombre no recuerdo, pero que estaba desierta. A mí, un chico que veía por primera vez a la capital de la provincia y que tenía sueño, me parecía que las calles de La Plata estaban mal iluminadas, que les faltaba vida. Mi hermana se quedó dormida a los pocos minutos de marcha. Se cayó hacia mi lado y la traté de enderezar, pero se volvió a caer. Así estábamos cuando escuché que mamá puteó y que el Renault 4 se quedó en el medio de la nada, en el medio de una ciudad dormida, en el medio de las sombras y cerca de una parada de colectivos.
Lo primero que vimos fue que salía humo blanco del capot. Papá se bajó, trató de abrirlo y también se mandó un insulto. No entendía nada de mecánica ni de autos, pero se bajó por una cuestión de instinto. «Humo, incendio, tengo que ver de dónde viene, algo va a explotar»: supuse que así razonaba papá en cuestiones de mecánica automotor. Mi hermana ahora roncaba y no estaba enterada de la avería. Mamá no se había movido de su lugar, nos miró a los dos, observó a mi hermana casi acostada sobre mis piernas y sonrió, se la veía muy tranquila.
Quiero aclarar que en esa época no existía Google Maps, ni los celulares, tampoco la geolocalización. Sí existía el teléfono de línea y éramos socios del Automóvil Club Argentino porque mamá llevaba a todos lados el carnet amarillo. Papá, finalmente, había logrado abrir el capot del Renault 4, pero solo para que saliera más humo blanco y le provocara más tos.
«Carlos, dejá, ¡si no entendés nada! Esperemos a que pase algún camionero y le pedimos que llame desde una estación de servicio a la grúa del ACA.» «Podemos estar toda la noche en este lugar, Norma. ¿No ves que estamos en el medio de la nada?» «Papá tiene razón», pensaba yo desde el auto. «Además, si nos quedamos quietos, somos un blanco fijo.»
Nunca lo había escuchado hablar con ese lenguaje policial. Entre el sueño que yo tenía y el peso de la cabeza de mi hermana en mis rodillas, la situación me pareció bizarra. Las farolas de la calle emitían una luz tenue, casi difusa. Una vez que te acostumbrabas era como estar viendo la escena con una linterna a la que se le agotaba la batería. No sabía bien qué pensar, observaba cómo papá miraba o trataba de escudriñar en la oscuridad que nos rodeaba, de eso me acuerdo bien.
En eso, me di vuelta y, desde atrás, se acercó un hombre. Papá rápidamente entró al auto, abrió la guantera y sacó una pistola que, tiempo después —mucho después— supe que era una nueve milímetros, una Bersa Thunder más precisamente. Corrió el percutor y se la encajó atrás del pantalón. Yo me quedé helado al ver el arma, nunca me imaginé que teníamos una en casa y menos en el auto. ¿Qué hacía papá con eso que tenía a la altura de la cintura? Salió del coche dando un portazo fuerte y, con una agilidad que tampoco sabía que poseía, encaró al hombre con una mano posicionada atrás de su saco de vestir y otra adelante. En un momento, le mostró el arma. Yo veía todo esto desde la ventanilla. Mamá solo miraba al frente: no observaba temerosa ni preocupada por su marido, parecía como si ya nada le importara y lo único que quisiera fuera que pasara ese camionero salvador que nos sacara de ese lugar. El hombre retrocedió y dijo algo que no llegué a escuchar. Papá hizo un disparo al aire, hacia arriba. Desde donde yo estaba, vi su mano levantada y el saco corrido que dejaba al descubierto su camisa azul francia. Mi hermana se despertó del susto, aturdida por el estruendo y yo cerré los ojos en un acto reflejo. Mamá solo subió los hombros como si estuviera acostumbrada a los disparos, a las armas, a este tipo de situaciones extremas. Nunca la había visto tan calmada, no se dio vuelta en ningún momento para ver cómo estábamos nosotros ni en qué situación se encontraba papá, parecía muy segura de su esposo y de cómo lo resolvería.
El hombre que se había acercado al auto, luego del tiro, se asustó, se largó a correr y desapareció de mi vista.
De ese disparo al cielo, en La Plata, no me olvido más.
Daniela bajó a la playa con su hija Abril. Atrás quedaron los paradores y los médanos. Abrió la reposera de madera frente al mar, dejó el bolso sobre la arena, comenzó a sacar uno a uno los juguetes y los desparramó alrededor de la nena: un balde rojo, una palita verde, un rastrillo y unos moldes con figuras geométricas.
Adrián nunca había alcanzado a notar los gustos de Abril, ni siquiera llegó a conocer su cara. Daniela recordaba su cara de felicidad la primera vez que visitaron juntos esa misma playa. Le hubiera gustado putearlo por su ausencia, como siempre que su memoria lo llamaba, pero era inútil: los muertos no entienden de maldiciones. Quizá, esos momentos de bronca también eran una forma de extrañarlo. Habían quedado tantas cosas por decirle y tantas por hacer juntos. De un día para otro, se encontró sola, viuda a los treinta y cinco años. No entendía qué le había pasado por la cabeza para hacer lo que hizo. Una tragedia que hubiera podido evitarse; no ese absurdo de morirse y dejarla con un embarazo de siete meses.
Abril se sentó a su lado mientras ella inclinaba el respaldo de la reposera en dirección al sol. Se sacó el short, la remera de los Beatles que tanto le gustaba a Adrián y se quedó en bikini. Se sentó a mirar cómo su hija agarraba la pala y comenzaba a cavar un pozo. Después miró hacia el muelle. Sobre el mar había una especie de bruma, una niebla que se acercaba a la orilla. La humedad se sentía en el aire tibio de la tarde, casi podía ver las gotas suspendidas a través de la luz del sol proyectada sobre la arena.
Conocer esa playa había sido idea de Adrián. Se lo sugirió como una escapada, mucho antes de su embarazo. Ella había escogido regresar por simple capricho. Necesitaba desaparecer del entorno familiar, especialmente de su suegra. Estaba cansada de escuchar sus reclamos. Una y otra vez le recriminaba que podría haber hecho más. ¿Qué más?, se preguntaba Daniela cada vez que discutían ¿Cómo explicarle los excesos, cuando pensaba que su hijo era prácticamente un santo? Adrián se había ocupado muy bien de esconder sus irresponsabilidades. Apenas la había visto unas cuantas veces antes de que él muriera y, aún se sentía con derecho a reclamarle. Vieja horrenda, siempre la misma inquisición sobre los motivos reales de la muerte del hijo. No había forma de que lo entendiera. Prefirió decirle que necesitaba aire, que se iría con Abril a pasar unos días a la playa para que conociera uno de los pocos lugares donde sus padres habían sido felices alguna vez.
Daniela tenía varias hipótesis sobre la muerte de Adrián. Uno de los hermanos de él se había suicidado dos años antes y la familia nunca se repuso. Ella creía que, de alguna manera, intentó seguir sus pasos, quizá de forma inconsciente, o tal vez no, quizá sí había elegido morirse. No le habían importado ella, ni su futura hija.
Cuando le dieron el resultado de la autopsia Daniela se enteró de que había muerto de un paro cardíaco por mezclar cocaína, alcohol y viagra una noche, con sus amigos; algo que su suegra había declarado que era imposible, que su hijo solo tomaba agua mineral. Daniela tampoco lo había creído al principio, sin embargo, al recordar aquella noche se daba cuenta de que era evidente que Adrián tenía dos vidas: una que le mostraba a la familia y otra que les mostraba a los amigos. Uno de ellos, de hecho, terminó confirmándolo: había pasado buena parte de aquella noche en un boliche del centro. Ella lo esperaba en la cama, ya casi dormida con su panza hinchada, buscando la mejor posición para acomodarse. Ni siquiera tuvo chance de reclamarle nada. No había podido. Había llegado tan borracho que ni se duchó; prefirió meterse como estaba en la cama. «Volvé a dormirte», le había dicho en tono alcoholizado.
Daniela le pasó más protector solar a Abril por la espalda mientras la veía sacar arena con la pala y volcarla en el balde. De Adrián había heredado la capacidad de concentración. Podía pasar horas coloreando mandalas o mirando un insecto en el alféizar de la ventana. De ella había heredado la curiosidad, esa misma que la llevaba cada tanto a preguntar quién era su padre o cuándo iba a regresar. ¿Cómo explicarle que nunca lo haría? Aún peor, ¿cómo explicarle que había muerto antes de que ella naciera?