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En esta colección de relatos, Francisco J. Scilletta nos lleva por un recorrido emocional y fantástico a través de historias que exploran los vínculos humanos, los secretos que nos definen y los misterios que nos persiguen. Desde una amistad marcada por lo sobrenatural hasta la transformación de la humanidad en zombis vegetarianos, cada relato entrelaza lo cotidiano con lo extraordinario, invitándonos a reflexionar sobre lo que significa ser humano en un mundo lleno de incertidumbre y maravillas.
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Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2025
FRANCISCO J. SCILLETTA
Scilletta, Francisco J. Ir derecho hacia atrás / Francisco J. Scilletta. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5923-4
1. Cuentos. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Edición y corrección: Maricruz Deantoni
Una franja inmóvil
El mensaje
Los muertos ya no pueden estar solos
Carnaval
El sonido de los huesos
No insight
El golpe secreto
La herida
Las gemelas
Un día normal
Jauría
El delfín
Después al mar
El último atardecer en Médano Blanco
La frontera
El último de nosotros
Los zombis no existen
Agradecimientos
A Felipe, nuevamente.
How does it feel, how does it feel?
Like a Rolling StoneBob Dylan
“Is it terrifying?”
“No, I don’t think so. It’s the way it is, you know?
Everything must come to an end,
the drip finally stops.”
“See you on the other side.”
“Oh, BoJack, no,
there is no other side.
This is it.”
BoJack Horseman
Un cielo sin nubes cubría los muros y los terraplenes de cemento. Ricardo fue uno de los primeros en advertir los cambios. Había estado fuera cuatro días por trabajo. Apuró el paso y se acercó a las primeras filas de coches. Estaban cubiertos de desperdicios, con manchas y lamparones de una sustancia arrojada desde algún departamento. De pronto, esa ilusión de normalidad empezó a desaparecer. En los senderos que circundaban al edificio se amontonaban botellas, latas de cervezas y vidrios rotos. Cuando llegó a la entrada principal, descubrió que dos de los ascensores no funcionaban. El vestíbulo, desierto y silencioso, parecía abandonado. La portería estaba cerrada y la correspondencia se amontonaba en el piso de baldosas, junto a las bolsas de residuos.
En una de las paredes del hall había un mensaje: «Todos pensamos que estamos seguros en nuestras casas, pero no, suceden cosas mientras dormimos. Pronóstico del tiempo: fuertes tormentas». Ese grafiti lo inquietó, parecía una especie de lema. Aquel mensaje encriptado no tardó en convertirse en parte de un caos coloreado, mientras subía por las escaleras hacia su casa. Cuando llegó, encontró el pasillo a oscuras y tropezó con una bolsa de plástico atiborrada de basura que bloqueaba la entrada.
La primera sensación que tuvo al entrar al departamento fue que Mariela se había marchado. Las persianas estaban bajas y el aire acondicionado, apagado. Había juguetes y ropa desparramados por la alfombra. Abrió la puerta del dormitorio de los chicos y vio que dormían juntos, pegados como siameses al nacer, mientras respiraban de manera entrecortada el aire viciado. Entre las camas, había una bandeja con restos de comida. Cruzó el living hacia el dormitorio principal. Las persianas estaban bajas y la poca luz que entraba cruzaba las paredes con una franja inmóvil. Inquieto, pensó en una de esas celdas de aislamiento en las que meten a los presos con mala conducta.
Mariela estaba acostada, vestida de pies a cabeza, en la cama tendida. Ricardo supuso que dormía, pero cuando entró en la habitación tratando de no hacer ruido, ella lo miró sin expresión y le dijo en un tono suave: «Ricky... no te preocupes, estoy despierta hace varios días. ¿Llegaste bien?». Intentó levantarse, pero Ricardo la tuvo que sostener antes de que pusiera un pie en la alfombra. «Los chicos… ¿Qué les pasa?». «Nada». Le tocó la mano y lo miró con una sonrisa tranquila que a Ricardo no le gustó mucho. «Querían dormir y los dejé un rato más. No tienen nada que hacer. Las noches son ruidosas en este piso». «¿Por qué no están en la escuela?». «Está cerrada desde que te fuiste de viaje». «¿Cómo que cerrada? ¿Qué pasó?». Irritado por la pasividad de su esposa, Ricardo juntó sus pesadas manos sobre el abdomen y las apretó una contra otra. «Mariela, no te podés quedar todo el día tirada en la cama. Los podrías haber llevado a la pileta o al jardín, donde hay juegos. ¡Para eso nos mudamos a un edificio con estas comodidades!». «Todo lo que decís me parece que existe solo en algún lugar, dentro de mi cabeza. Es muy difícil…». Ricardo le tomó la cara entre las manos. Tocó los huesos delgados como para asegurarse de que esa frágil armadura de articulaciones y carnes flácidas no fuera un holograma. De alguna manera tenía que tratar de animarla.
Cinco años antes, cuando la conoció por amigos en común, era otra mujer: elegante, segura de sí misma y con un poder de réplica que a Ricardo lo impresionaba. Tenía respuestas para casi todo y lo desarmaba con cada uno de sus comentarios. El tiempo en que no estaban teniendo sexo se la pasaban debatiendo sobre política, religión y hasta fútbol. Ella era hincha de Boca; él, fanático de River. Ahora, la combinación de dos hijos y un departamento nuevo que se venía abajo la volvieron más retraída, más interesada en la actividad de los chicos, que en las necesidades sexuales de Ricardo. Hasta su trabajo como correctora en una editorial independiente era parte de esa retirada.
Ricardo le trajo una copa de su vino preferido. Tratando de decidir qué convenía hacer, se frotó las manos. Eso lo ayudaba a pensar en ese tipo de situaciones. Lo que en un principio lo había tranquilizado, pero que ahora lo inquietaba, era que Mariela había dejado de reparar en las relaciones que él tenía con otras mujeres. Aunque lo viera coqueteando o haciéndose el lindo, ella tomaba a los niños y los llevaba al departamento. Era como si ya no le importaran las irregularidades sexuales de su marido. Varias de esas mujeres le enviaban mensajes, hasta lo llamaban en plena madrugada y ni siquiera preguntaba quiénes eran.
Ricardo observó cómo tomaba el vino. Le acarició los muslos pequeños tratando de reconfortarla. «Vamos, Mariela... parece que estuvieras esperando el fin del mundo. Ordenemos la casa y más tarde bajemos a la pileta con los chicos». Ella negó con la cabeza. «Hay demasiada violencia entre los vecinos. Gritan, insultan y este lugar no es apto para niños. Los miran mal, puedo verlo, no me siento segura. La gente se ensaña con los chicos. Ya hubo problemas con los vecinos de arriba y su bebé. Los querían echar porque lloraba mucho durante las noches. Es el edificio...». «No sé. Ya sabés cómo es convivir con otras personas, en ambientes compartidos y casi diminutos. Tenemos que esperar a que concluya la investigación policial y ya vas a ver cómo todo se normaliza». Ricardo no quiso entrar en detalles de lo que sabía hasta el momento. «¿Qué están investigando?». «La muerte o, mejor dicho, la caída de nuestro vecino malabarista, el señor Wilbur, del piso catorce», dijo él en tono jocoso. «¿Hablaste con la policía?», preguntó Mariela. «No creo. Estuve evitando a todo el mundo». Tratando de componerse, ella se acercó, apoyó la cabeza contra su pecho y, usando ese tono que ya conocía muy bien, le dijo: «¿Y si vendemos el departamento? Podríamos irnos de acá, a otro barrio, con otra gente. Lo digo en serio». «Mariela... por favor, acabamos de llegar». Ricardo miró el cuerpo delgado y pensó en lo fácil que sería quebrarla. Podría agarrarla del cuello y destrozarle los huesos de la garganta como a una gallina. A veces tenía ese tipo de pensamientos sobre su esposa, pero después se diluían. Se quitó la camisa para exponer su pecho trabajado en el gimnasio y después los pantalones, dejando al descubierto su abultada entrepierna. «Eso equivaldría a darse por vencido por dos o tres vecinos molestos. Yo me voy a encargar de hablar con el consorcio. Además nunca recuperaríamos lo que pagamos».
Esperó a que Mariela lo tomara de la cintura y le empezara a practicar sexo oral sin más rodeos que los de sus labios acariciándole el glande y sus manos frotándole el pene como si fuera una rama para hacer el fuego. Seis meses atrás, ella había insistido para mudarse del edificio. Esa vez, habían discutido seriamente la posibilidad de abandonar el departamento, de dejarlo todo atrás, pero Ricardo la había convencido de que se quedaran, por razones que hasta él desconocía. No iba a dejarse amedrentar por un par de profesionales que se creían la gran cosa: contadores, gerentes de ventas regionales y abogados de grandes estudios jurídicos.
Mientras Ricardo acababa en las tetas de Mariela, los chicos se acercaban con pasos somnolientos por el pasillo. Él se metió rápidamente en el baño y ella solo atinó a limpiarse con el acolchado una de las manos. Los niños se tiraron en la cama matrimonial buscando el calor de su madre. Se sentía sucia, desganada de recibir a dos criaturas en su lecho.
Ricardo la escuchó hablar con los chicos como susurrando desde un sueño profundo. Se miró al espejo. Se acordó de los entrenadores de boxeo que les dan palmadas en la cara y en los hombros a sus entrenados, se cacheteó la frente varias veces y se dio algunos puñetazos en la mandíbula y en el abdomen trabajado. Quería parecer animado antes de salir, se sentía el hombre más fuerte del edificio después de haber cruzado a algunos vecinos escuálidos y otros que tenían una barriga que se asemejaba a un tonel de cerveza. Él se mantenía en forma. Eso era una ventaja a la hora de luchar.
La falta de energía de Mariela molestaba a su esposo. Sabía que no se sentía capaz de enfrentar ese tipo de pasividad. Se habían mudado allí en busca de un cambio de aire y también de barrio. Este edificio era mucho más lindo y accesible que el anterior y ahora ella salía con que se quería mudar. ¡Con lo que le había costado conseguir la ubicación del balcón al norte y con vista a los lagos!
Cuando conoció a la que hoy era su mujer, Ricardo creyó, no sin un poco de candor, que deseaba cuidarla, proporcionarle cierto flujo de seguridad y una dosis de humor al matrimonio. Ahora entendía que nadie cambiaba de un día para otro.
Si supieras las veces que te agendé y te desangendé del celular. Las veces que redacté mensajes que jamás te mandaría, ahí, en la pantallita gris y verde. Las veces que pispeé tu foto de perfil: la agrandaba lo más posible para descifrar qué era tu vida desde que dejamos de hablar.
Creo que te daría miedo saberlo, por eso lo dejo plasmado aquí, aunque sé que nunca vas a leer uno de mis cuentos. Por tu forma de ser te daría mieeedo como decías vos, estirando la vocal e y con un tono de voz macabro: mieeedito.
Cuando estabas en línea me decía a mí mismo: «Le mando igual, no me importa que me clave el visto y no me conteste. ¡Qué voy a perder!, de últimas, le llega». No pude, no me animé. Será que en estos tiempos cibernéticos, donde estamos todos hiperconectados, a veces, no somos capaces de mandar un puto mensaje de WhatsApp.
En tu última foto de perfil estás en una playa, como mirando hacia un costado, sentada en unas rocas, con los brazos extendidos y las manos entrelazadas. No se te ve la cara, pero sé que estás sonriendo. Llevás puesto un sombrero como de actriz de los años cincuenta, con un moño muy grande. La foto parece tomada por alguien, quizá alguna de tus hermanas, o algún novio reciente. No sé por qué no te mandé ese mensaje preguntándote qué era de tu vida y preguntas circunstanciales para iniciar una conversación.
Hubo días en que te bloqueaba de Facebook y también del WhatsApp. Sentía que, si te eliminaba de esas redes, desaparecerías para siempre de mi vida y de mi cabeza. Hacía lo mismo con tus hermanas y con tu papá. No quería tener una referencia de nadie para no saber de vos. A la semana te volvía a agregar y miraba también tu foto de Facebook. Es la misma desde noviembre de 2017, cuando te fuiste a San Francisco y me trajiste chocolates y unos palitos para comer sushi. Fue la última vez que nos vimos. Ese día cogimos, la pasamos bien y hablamos de vez en cuando durante ese mes, por mensajitos que se fueron espaciando en el tiempo. Nunca más supe de vos, hasta ayer que me enteré, cuando vi tu muro y los mensajes que te deseaban «buen viaje hacia la luz» y cosas por el estilo, de que habías muerto.
Al principio, pensé que era una broma de tus amigas, pero cuando vi la cantidad de mensajes, me di cuenta de que no lo era. Te había pasado por arriba un colectivo de la línea sesenta. Tuve miedo porque yo te lo había advertido cuando te dije: «¿Para qué ahorrás tanto y querés tantas propiedades y tantas cosas, si te puede arrollar un colectivero loco sin ningún tipo de preámbulo?».
Me acordé de tu papá y pensé si realmente estaría triste por perder una hija. Ese hombre, al que traté durante el poco tiempo que salimos, creo que no te quería. Es más, creo que, con tu muerte, se sacó un peso de encima. Eras su fiel reflejo y, al mismo tiempo, una competencia, porque querías ser como él: una buena judía que acumula propiedades y vive de rentas. «Pobre hombre» pensé y quise creer que estaría destruido. Tu mamá sería más práctica y pondría cara de mujer fuerte ante la tragedia y ante sus amistades del country.
Sé que te voy a extrañar mucho y que estas palabras pueden ser una carta de despedida o un cuento. Quizá, alguna vez alguien lo lea y me diga: «¿Esto pasó de verdad?». Y la respuesta obvia sería «¿Cómo separar la realidad de la ficción?». Más aún cuando se parecen y ya no sabés si lo soñaste, te lo contaron, o es todo producto de tu imaginación.
No quiero pensar si sufriste o no. Me viene a la cabeza la idea de muertes inesperadas de personas jóvenes. Reflexiono sobre que yo soy más grande que vos y, por el momento, te sobrevivo. Como me dijo un amigo: «Esto es una ruleta, nunca sabés cuándo te va a tocar el número ganador o el pasaje hacia el otro lado».
Hay algo de cuando muere alguien cercano o, en términos futbolísticos, sub-40 que a mí me interpela. Es como si el final estuviera cerca y se tratase de un gato que está por engullir a un canario. Te das cuenta de que esto se puede terminar en cualquier momento, por más que tengas mucha guita, autos, propiedades o vivas en una torre lujosa, con cuatro hijos y un esposo fiel que te quiera —aunque lamentablemente esto no te pasó—. Tu plan familiar de tener una casa de revista, niños rubios, marido rubio y perro rubio quedó en la nada.
Toda muerte es un misterio porque no sabemos qué ocurre. No sé dónde estarás en este momento, si tendrás algún poder o si podrás leerme. De ser así, me gustaría que, desde el más allá, puedas comprender estas palabras que te dedico, aunque durante nuestra relación nos matásemos, literalmente. Siempre nos metíamos en temas espinosos, como nuestras familias y nos tirábamos cada dardo venenoso que más que una relación tóxica, como se dice ahora, era un vínculo mortal. Faltaba que me cocinaras el conejo como en esa película de Michael Douglas. Eras un poco así, pero te quería.
No sé cómo voy a seguir, ni cómo tomar la muerte de una novia. Nunca se murió alguien con quien haya salido varios meses. ¿Qué les voy a decir a mi familia y a mis amigos sobre vos? ¿Que eras una buena mujer? Si no lo eras… al menos conmigo nunca lo fuiste, ni siquiera lo intentaste. Pero, este mensaje, esta carta de despedida, no es un pase de factura, es un recordatorio de nuestro tiempo juntos y un intento de sacar, por lo menos, algo positivo de aquello. La muerte te empareja con el bien, te transforma en buena persona aunque, en vida, hayas sido una hija de puta. La muerte tiene eso de glorificación que te exime de cualquier reclamo o de pensar como un gran chiste o un malentendido el tiempo que duró lo nuestro.
Nadie quería que siguiéramos juntos. Mamá tenía miedo de que me enchufaras un hijo y tu viejo decía que yo no era una buena influencia. ¡Mirá cómo terminó don Osvaldo!, quedó ciego cuando le reclamaste la herencia que le había dejado a tu hermana menor.
Siempre te dije que eras una outsider en todos los ámbitos en que te movías. Quizá tu muerte, ahora, haga que tu viejo entienda cómo se equivocó con la repartija que hizo de sus bienes. De qué te sirve igualmente, si estás muerta y ni siquiera sé dónde te enterraron.
Me gustaría llevarte una flor o, simplemente, ver esa lápida con tu fecha de nacimiento y muerte, hacer un pocito y dejarte este mensaje, para que lo leas desde el más allá. Adiós.