El tiempo es lo último que perdemos - Francisco J. Scilletta - E-Book

El tiempo es lo último que perdemos E-Book

Francisco J. Scilletta

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Beschreibung

En esta potente colección de relatos, distintos personajes enfrentan su propio apocalipsis: amores perdidos durante la pandemia, descubrimientos sexuales en la adolescencia, huidas emocionales y catástrofes naturales que erosionan tanto el entorno como el alma. Cada historia revela una fisura personal dentro del colapso masivo, desde pasiones fugaces hasta viajes a lo más profundo del subsuelo porteño. La narración visceral y melancólica captura el desasosiego contemporáneo con una voz honesta, punzante y humana. Con El tiempo es lo último que perdemos, el autor cierra una trilogía precedida por El mañana no es una posibilidad e Ir derecho hacia atrás, sus dos colecciones previas.

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Seitenzahl: 213

Veröffentlichungsjahr: 2025

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FRANCISCO J. SCILLETTA

El tiempo es lo último que perdemos

Scilletta, Francisco JEl tiempo es lo último que perdemos / Francisco J Scilletta. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6446-7

1. Cuentos. I. Título.CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Mi apocalipsis

El primer beso

A la deriva

The Sugar

El silbido de la oscuridad

La profundidad de los cuerpos

Río inundado

Noche

Mi novia es Paris Hilton

Las hijas del umbral

La última confesión

Inconsistencia silenciosa

El último de nosotros(versión extendida)

El renacer de las sombras

Don Lito

Desdibujada

Cuando pensábamos que ser jóvenesera cosa del futuro

Carta a un silencio

Alerta de tormenta

A Felipe, por tercera vez.

“All right, let’s assume that you didn’t know what you were saying. That you forget you say shit over and over. Yeah? Why’s it gotta be something mean? Why can’t you repeat something good?”

“There’s the coyote.”

“I mean, don’t you love me?”

The Sopranos

“A heart that’s full up like a landfill

A job that slowly kills you

Bruises that won’t heal

You look so tired, unhappy

Bring down the government

They don’t, they don’t speak for us

I’ll take a quiet life

A handshake of carbon monoxide

No alarms and no surprises

No alarms and no surprises

No alarms and no surprises

Silent”

No Surprises, Radiohead

“The lunatic is in my head

The lunatic is in my head

You raise the blade

You make the change

You rearrange me ‘til I’m sane

You lock the door

And throw away the key

There’s someone in my head, but it’s not me”

Brain Damage, Pink Floyd

Mi apocalipsis

Cada vez que veo la valija sobre el motor del aire acondicionado me acuerdo de Rocío. Nunca supe por qué ella se había fijado en mí. En aquel momento, ninguno de los dos sabía que un virus incontrolable iba a paralizar el mundo, que venía una pandemia y que no podríamos salir de casa. El encierro empezó el dieciocho de marzo y estuvimos bajo esa modalidad casi nueve meses. Pocos días antes de la llegada de lo que se conoció como SARS-CoV-2, alias COVID-19, pasábamos bastante tiempo encerrados en mi casa viendo películas y series como Homeland, también algunas de los Avengers, que a ella le gustaban. Rocío podía nombrar todos los personajes de la franquicia sin pestañear.

Durante el encierro e escuchaban sirenas toda la noche. ¿A quién iban a buscar? Todo se cronometraba. Los días, las horas parecían todas iguales. Solo podías salir para hacer las compras o ir hasta la farmacia. Había retenes en la General Paz y, si no eras de esa jurisdicción, no pasabas.

Era el fin del mundo transmitido por Todo Noticias. Aunque a ese canal no lo mirábamos mucho: los periodistas contaban los muertos con regocijo y se vanagloriaban de romper el confinamiento porque estaban en contra del gobierno y sus medidas. Casi todos decían lo mismo: que los muertos iban a aumentar con el correr de los días. A nosotros no era que no nos importara, pero estábamos en nuestra propia burbuja, término que se implementó durante el encierro: quién era tu burbuja o tu contacto estrecho, modismos que fueron haciéndose más frecuentes en las conversaciones cotidianas.

En las tardes de calor, clandestinamente bajábamos a la pileta del edificio a eso de las cinco. Ella tenía la piel muy blanca y los ojos azules, aunque le cambiaban según el día y podían tornarse casi amarillos. Le gustaba comer y coger, aunque eso no era lo más importante entre nosotros. Los dos veníamos medio desilusionados de las cuestiones del amor.

Rocío no cocinaba pero le gustaba comer, más que nada hamburguesas. También dormía mucho durante el día mientras yo me iba a otro cuarto a practicar boxeo. Tampoco hablaba mucho, solo me miraba y con eso parecía decirme todo. Teníamos una extraña forma de comunicarnos.

Yo soy más de hablar, es parte de mi personalidad y, según algunos dicen, mi ascendente en Géminis tiene esa característica. Siempre le comentaba la ficha técnica de las películas o de la música que escuchábamos. Al principio de la relación, porque no se me ocurre definirlo de otra manera, ella ponía mucho trap y reguetón que yo detestaba, quizá un rato lo aguantaba pero después sonaba todo igual. Tengo que reconocer que fue una de las pocas mujeres que le dejaba que me agarrara el celular y manejara la lista de temas de Spotify. Un día me sorprendió con Aretha Franklin, algo de Coltrane y Louis Armstrong. Me dijo que el padre se los hacía escuchar cuando era más chica.

La verdad es que no hablaba mucho de su papá, solo me había dicho que tenía un negocio vinculado a los repuestos automotores. Yo creo que todo lo que le contaba sobre libros y películas ella ya lo sabía y solo atinaba a mirarme con esos ojos de gato para hacerme sentir bien.

Le llevaba veinte años de diferencia, pero creo que no fue ningún problema. En realidad nunca lo habíamos hablamos directamente, quizá jodíamos con respecto a ese tema pero a mí me gustaba estar con ella, era de las pocas mujeres que no me molestaba tener cerca o que se quedara en mi casa.

Estábamos acostados cuando el ministro de salud dijo que China estaba lejos y cuando el presidente dijo que ese virus que a los científicos los tenía desconcertados, se podía tratar con un tecito caliente.

Nosotros, mientras tanto, seguíamos con nuestra rutina y yo sentía que la estaba preparando para su próximo novio. ¡Como si uno pudiera preparar a alguien para una relación! Ella me hablaba de feminismo y, de alguna manera, me enseñó a deconstruirme en mis comentarios poco felices sobre esa cuestión. Yo venía acostumbrado a otro tipo de relaciones. Su frase preferida era «Eso es de machirulo, Francisco», cada vez que me comentaba algo sobre algún hombre o alguna escena de todas las películas que veíamos.

Aún tengo una valija arriba de unos de los motores del aire acondicionado. Le dije varias veces que venga a buscarla o que yo se lo llevaba al trabajo pero no hay caso, me evade con respuestas vagas cada vez que le saco el tema. Cuando alguna chica me pregunta sobre esa valija, le digo que es de Rocío, una amiga con la que convivimos el año de la pandemia, y todas me dicen que quería dejar en la casa una marca, como si ella fuera un perro.

A veces no entiendo cómo razonan las mujeres y sus relaciones para con los objetos olvidados. Para mí, eso un valija arriba del motor del aire acondicionado. No puedo negar que, a veces, cuando salgo al balcón y la veo apoyada me da cierta nostalgia. Éramos nosotros dos encerrados viendo el fin del mundo por televisión. Rocío decía que yo tenía un catálogo de sensaciones y percepciones sobre ella, que ningún hombre nunca le había preguntado cómo estaba y cómo se sentía psicofísicamente y yo lo hacía todo el tiempo o trataba de tranquilizarla cuando se angustiaba y las imágenes de la tele no eran muy alentadoras. Después me pedía que le rascara la espalda.

Yo siempre le ofrecía un Rivotril cuando le venían esas palpitaciones de miedo. Ella solo me pedía que la abrazara fuerte y yo olía el shampoo que usaba, creo que era uno de Pantene que todavía sigo comprando.

A veces, tengo la esperanza de que me va mandar un mensaje diciéndome «Fran, prepará el mate que estoy yendo para allá» o «¿Qué película vemos hoy?». Fue por ella que entré al mundo de los vikingos. A mí, ese tipo de serie me aburría o los veía a todos muy modelitos de Calvin Klein con sus pelos largos rubios y al viento, pero vi la muerte de una tal Lagertha y tengo que confesar que lloré. Me perdí cuando me explicó de los linajes, los bandos rivales, quién era amigo enemigo y de los lazos familiares. Yo me reía para mis adentros y pensaba «Nada muy distinto de la política argentina».

Hubo un momento en que ella extrañaba a su madre, a su casa, a su perro y lloraba. Los días interminables, el asedio de los medios sobre la nueva cepa, la cantidad de muertos, los ministros de Salud de ciudad y nación discutiendo estrategias hacían todo cada vez más confuso. Que barbijos sí, que barbijos no. Después salieron modelos especiales que protegían contra el maldito bicho. Nosotros habíamos creado nuestro propio barbijo: teníamos una rutina de lecturas, de sexo, comidas, películas y series que veíamos casi sin parar. Yo trataba de escribir mi novela que resultaba casi una profecía porque se trataba sobre el fin del mundo (aunque en el caso de mi libro, era nuclear). Acá teníamos el apocalipsis en la esquina de casa pero en versión virus mortal respiratorio.

El día que terminó la cuarentena la acompañé unas cuadras y nos despedimos. Desde aquella mañana no la vi más. En este tiempo terminé de escribir la novela: el apocalipsis nuclear terminó con todo. La valija apoyada sobre el motor del aire acondicionado sigue recordándome nuestro propio apocalipsis.

El primer beso

El día que desapareció de la playa pensé lo peor: era una tarde tranquila, el sol caía lentamente sobre el mar y se estaba bien hasta las nueve de la noche, disfrutando del aire que exhalaba el verano. Me pidió permiso para ir hasta la orilla a buscar caracoles con Lucas, el hijo de Christian. Tenían casi la misma edad, solo que Federico era dos años menor que él. Se veían solo en los meses de vacaciones y a mí me venía bien porque lo mantenía ocupado y lo ayudaba a relacionase con otros chicos.

Yo tomaba mates con Christian, el hijo de mi madrina Chela, con quien, con los años, nos hicimos amigos. Nos encontrábamos solamente en enero y febrero. Después, durante el año, nos veíamos poco o casi nada. No sabíamos bien por qué pero la dinámica de nuestra amistad crecía en el verano. Tal vez serían las vacaciones, o que los dos teníamos casa en ese lugar de la costa e íbamos, como una tradición heredada de nuestros padres y abuelos, hacía veinte años al mismo balneario.

La ciudad realmente no había cambiado mucho. Nos instalábamos con las sillas de mimbre en la zona de las carpas y nos pasábamos la tarde jugando al truco o simplemente mirábamos cómo se escondía el sol entre las lonas de las carpas y la confitería del balneario. Conocía esa ciudad como si hubiera nacido allí. Entre mates, arena, bizcochitos y el viento tan característico de aquel lugar de la costa, nos amontonábamos en círculos, mientras nuestros hijos jugaban en la orilla.

Bastaba con subirse a una de las sillas que te daban por alquilar la carpa, para poder ver a la gente que se metía en el mar saltando las olas o zambulléndose debajo de ellas. Cada tanto, se escuchaba el sonido del silbato de los guardavidas, en cortos intervalos. Para mí, el verano era el tiempo de la libertad y de la vida. Así lo había sentido desde mi niñez y juventud. Aquella tarde, la vida de mi hijo cambiaria para siempre.

Federico, de doce años, abrió los ojos y dejó que el mar lo meciera perezosamente con su corriente vespertina. A su lado, haciendo la plancha, estaba Lucas, que le sujetaba la mano. Recordaría aquel instante por la noche, cuando los árboles de la casa que compartía con su padre todos los veranos, se convirtieran en una única ola de sensaciones. Como la luz de un faro, lanzaría una mirada sobre los enjambres de cipreses, olmos y álamos que recubrían el jardín y sentiría que el fin de la inocencia había llegado.

«Oh, Lucas...», pensaría acostado en su cama, al recordar su primer beso. Una noche, todas las noches serían aquella misma convertida, ahora, en su primer acercamiento al cuerpo de otro hombre. Ese verano y la revelación de que le gustaban los chicos atravesarían toda su vida. Al igual que una deidad de mil brazos, vería manos ir y venir por su cabeza, su tórax y su miembro erecto. Nunca había experimentado tanta excitación en su corta vida. Sentía cómo su pene se paraba y latía con intensidad, a punto de estallar. Las venas hinchadas se endurecían con cada caricia.

Se lo ocultaría a su padre durante el verano, no le diría lo que sentía por Lucas. Se broncearía, feliz y guardaría el secreto hasta que llegaran a Buenos Aires. Ahora, la prioridad sería disfrutar los últimos días de vacaciones antes de que su amigo se volviera a Rosario.

Sonrió y apuntó con el dedo al cielo. Ya había transcurrido casi todo el verano regido por el calendario de los días y aún no se había animado a darle un beso al chico que hacía la plancha junto a él.

Las luces en la costa parpadeaban lentamente y las casillas de los guardavidas se recortaban en la pálida luz matinal. Nadaron pasando la corriente sin dificultad y se quedaron flotando de cara al sol. El aroma a bronceador de Lucas le llegaba en pequeñas ráfagas. Las casas descoloridas en la barranca del pueblo abrían sus ventanas, como los ojos taciturnos de un dragón. Dos personas los observaban desde la orilla.

«¿Estás listo?», le preguntó su amigo. Después, lo agarró de los brazos, lo zambulló hacia abajo con todas sus fuerzas y le dio un beso que duró apenas unos segundos. Lucas sonrió como si fuera un hechicero, mientas el sol empezaba a levantarse. Le hizo una seña para que volvieran a pasar la rompiente y así salir del mar: les costó llegar hasta la orilla.

Federico supo que ese día sería distinto. Distinto como la versión que le daría a su padre cuando le contase lo que había pasado. Algunos días eran buenos para gustar, otros para tocar y otros para todos los sentidos: como ese. Su cuerpo olía a salitre, como si todo el mar se le hubiera venido encima. Como si la noche, más allá de la infancia, cubriera la edad de la adolescencia y la pubertad con su cálida frescura.

Cuando llegaron a la orilla, Federico miró hacia los médanos y vio a una pareja con un niño que parecía discutir, mientras avanzaban hacia el otro lado del bosque que rodeaba la playa, seguidos por unos perros. El aire olía a lluvia, pero no había nubes. Se quedó observando aquella escena mientras un hombre cualquiera —su padre—, les preguntaba, desconcertado, dónde se habían metido. Y comenzaron a caminar por el bosque, Federico a su sombra.

Lucas parecía muy pequeño al lado del papá de Fede, muy alto en comparación con ellos dos. Llegaron a una pequeña elevación y miraron adelante. «Aquí veníamos con tu papá cuando éramos chicos. Aquí los grandes e inquietos vientos de este lugar vivían y se paseaban en las profundidades de los médanos como ballenas fantasmales, invisibles».

Lucas miró, no vio nada y se sintió muy cansado. El padre de su amigo señalaba con la mano cómo los árboles se entretejían con el cielo o cómo el cielo se mezclaba con el mar. «Ahí está», sonreía «si se fijan bien, van a ver los susurrantes árboles del bosque y su movimiento continuo».

A esas alturas, Lucas, que se sentía perdido y vacío, cayó de rodillas. Vio que sus dedos se hundían en una sombra verde y salían manchados, como si los hubiera metido en una herida abierta del bosque. El papá de Federico se acercó, se arrodilló junto a él y se sentaron en un leño musgoso para intentar oír el bosque y, a lo lejos, el mar.

Lucas, sentado sobre sí mismo, era un blanco ideal. Fede lo observó, saltó aullando y cayó sobre él. Los dos rodaron golpeándose. Sí, todo estaba bien. Sí, la confusión, el contacto de sus cuerpos, los vuelcos y las caídas no habían alejado a ese mar detrás de la rompiente, donde se habían dado el primer beso. Una ola rompió en ese instante, avanzó y los arrastró a lo largo de playa de hierbas, por el bosque. Lucas sintió en la boca el golpe de unos nudillos y luego el sabor herrumbroso de la sangre tibia. Agarró a Federico, lo inmovilizó y se quedaron tendidos en la arena, con los corazones agitados y las narices sangrando.

Al fin, lentamente, con miedo de no encontrar nada, Lucas abrió los ojos: todo seguía igual. El mar, que se abría paso por la costa, se agrandaba para abarcarlo con su mirada. Lucas supo que sentía algo por Federico y esa sensación perduraría en el tiempo, más allá del verano de sus vidas. Le temblaron los dedos y se preguntó a qué le temía en ese momento. A que el padre de su amigo hablara con el suyo y le contara lo que había visto en la playa. «Pero ¿qué había visto en realidad?», se preguntaba sintiendo el gusto de la sangre en la boca. «¿Dos chicos besándose en el mar, jugueteando el juego del sexo?» y, en su cabeza, los ojos de ambos se miraron como guardianes de un secreto que cambiaría el curso de sus vidas.

El verano era un rito, uno celebrado bajo normas poco estrictas donde todo era más lánguido y permisivo. El rito del mate con facturas, el de meterse al mar después de hacer la digestión, el rito de la cerveza y las conversaciones sobre política para los adultos y los pies descalzos. Al fin, con una silenciosa dignidad, el rito de los cuerpos desnudos que se balanceaban silenciosamente hacia adelante y hacia atrás, mientras nadie los veía.

Al día siguiente, nadie recordaba qué habían hablado y dejaban atrás las voces gastadas. Poco importaba qué hacían los niños. Solo importaba que llegaran a horario para subir al departamento, bañarse y sacarse la arena, para después ir a comer afuera y jugar a los fichines en Sacoa, mientras sus padres tomaban un café y seguían conversando de la actualidad.

Al fin, como fantasmas que habían esperado el momento justo de aparecer, aparecían los mayores y solo importaba que nadie apagara los sonidos del verano.

A la deriva

Me tomé unas vacaciones. Estaba aburrido de la rutina de subirme a un avión para llegar a una ciudad y ofrecer los beneficios de una empresa de telecomunicaciones. Odiaba mi vida. No veía la forma de cambiar las cosas, solo quería acabar con ellas.

Me sentía atrapado en ese monoambiente. La cocina estaba dividida por una mesada que servía para desayunar, para apoyar boletas o las llaves del auto. Me fastidiaban esos muebles de diseños escandinavo, esas sillas compradas en Palermo. Ya sé, no tenía derecho a quejarme. A pocas cuadras de mi casa, la gente dormía en contenedores de basura y había pibes que se pasaban el día entero drogándose en las esquinas. Mi jefe me dijo que el buen trabajo se paga con más trabajo, que todo tenía un precio: sillas suecas, arte inteligente, prepaga del plan más alto. Al final, me compré este viaje: Gold Summit for Life, rezaba el folleto cuando lo contraté.

Me quedé dormido en la playa y, al despertar, ahí estaba ella. Tenía una remera de Deep Purple con un cuello estilo canoa que dejaba ver su hombro derecho, donde llevaba el tatuaje de un pequeño diamante celeste al que cruzaban varias líneas en su interior, remarcando el diseño y el color. Ese gran cuello no era original sino que la remera (algunos talles más grande) había sido intervenida. Una estrella de seis puntas relucía en su cuello por el reflejo del sol en sus tetas, las gotitas de sudor le caían por los pezones puntiagudos Ella estaba rebozada de arena y el pelo mojado le cubría la cara La bombacha de la bikini dejaba traslucir los pelos húmedos del pubis. Sacaba troncos del agua y los arrastraba hacia la playa: había creado un asiento para a ver el mar. Ahora pienso que quizá nunca llegué a despertarme en aquella playa. Tal vez, todo empezó cuando me di cuenta de que mi trabajo ya no me importaba.

La mujer de la remera me preguntó: «¿Qué querrías haber hecho antes de morirte?». «Incendiarlo todo», le dije. Ella seguía ahí. Nada la tocaba, solo el aire. Puedo recordar su pelo largo y rubio, sus labios lejanos y ausentes, sus ojos que no volví a ver y un cuerpo cuyas formas delataban lujuria y se perdían con la rapidez de una mirada. Puedo transformarla en un concepto de mi mente. No lo haré: dejémosla en el umbral de la imaginación.

Pensar en ella era pensar en mi propia cordura. En una trayectoria que se abría a un espacio fuera de lo laboral y lo rutinario, sin partida ni final, sin detenerme nunca a evaluar las consecuencias de seguirle la corriente. Era como un videoclip que anuncia el comienzo de un verano promisorio, con guitarras de fondo que suenan en los audífonos de tu mente. Me hacía pensar en mí mismo y en la vida miserable que llevaba, todo estaba desmoronándose.

De pronto, se cruzó frente a mí, se desnudó, yo también y sentí cómo un ciclón me empujaba hacia las gigantes olas del Caribe. Me invitó a seguirla moviendo el dedo índice como anzuelo y desapareció tras un movimiento en el aire o en el agua. Fui por ella lo más rápido que pude, pero ya la había perdido de vista. Yo no sé nadar, pero me mantuve a flote como pude, pataleando un poco y tratando de controlar mi respiración. No se cómo lo hice, quizá por la adrenalina de la sangre mezclada con la espuma de mar, pero seguí buscándola. Me aferré a un tronco que se me cruzó y no vi a nadie más, no había gente, no había botes ni lanchas. Del cielo, caían cuerpos al mar y flotaban a mi alrededor. El tronco limitaba mi movilidad y, a medida que iba avanzando, me enredaba con botellas de plástico, peces muertos, revistas deformadas, restos de bananas, rocas, trajes de neopreno abandonados y animales que no podría determinar de qué especie eran. Ese tipo de cosas iba arrastrando mi cuerpo que, sin embargo, ganaba en velocidad como si fuera arrastrado por una corriente submarina que era, al mismo tiempo, un impulso sexual. Tuve deseos de masturbarme, pero era imposible.

Nadie vendría a buscarme o se atrevería a salvarme mientras siguiera a la deriva con mi tronco como salvavidas. Todo salió mal. O salió como salen las cosas cuando uno se deja llevar por asuntos que no tienen demasiado sentido. Pero yo seguí a flote y no volví a aparecer por la empresa de telecomunicaciones. Hubo aviones que pasaron por mi cabeza, barcos de rescate rastrillando la zona. No alcanzaron a verme.

«Mantenete en movimiento y descansá», me dijo mi jefe antes de desearme felices vacaciones. Quería tener la seguridad de que volviera con más ganas de trabajar.

Sé que algunos piensan que me ahogué. Que algunos incluso me buscaron. Es absurdo. Yo no tengo nada que perder. Simplemente sigo a la deriva.

The Sugar

A Pía le gustaban los viejos. Sí, los tipos más grandes. Ella tenía treinta siete cuando la conocí. Trabajaba en un local de calzados por Recoleta. En realidad, era la dueña de la marca y vendía carteras, zapatos, zapatillas y botas para mujeres. Tiempo después agregó otros accesorios como velas, llaveros y sahumerios. La verdad, es que sus diseños no me gustaban, me parecían copias berretas de otras marcas y, para peor, ella creía que eran originales y que marcaban tendencia Yo pensé que había nacido en la provincia de La Pampa por un comentario que le tiré. En realidad, le mostré un video de Tik Tok de una chica a la que también le gustaban los viejos. Me dijo: «No, querido, yo nací en el Otamendi Miroli de Recoleta», como si eso fuera una marca registrada o algún derecho adquirido de clase. «Ah», le respondí, «pensé que habías nacido allá». «No, sólo hice la secundaria en General Pico». A simple vista, cuando hablabas con ella, parecía la típica minita de Recoleta que tiene una papa en la boca cada vez que pronuncia una palabra. También me recordaba a Karina Olga Jelinek por el tono de voz.

Nos hicimos amigos el año pasado. Salimos un día a comer, yo la conocía de vista porque practicábamos un método de yoga y, alguna que otra vez, la crucé. Cuando la vi me dije «Está buena esta minita». No sé si decir que me gustaba o no, o si le quería dar como se dice ahora. Me pareció que era muy alta y que tenía la cara angulosa, un mentón prominente, casi masculino, y una espalda como de nadadora olímpica. Se maquillaba bastante, especialmente los labios de rojo, y creo que se ponía una especie de brillo para resaltarlos. Las piernas eran largas y se notaba que las entrenaba en el gimnasio. Daba toda la impresión de una cheta de Barrio Norte, medio boba, pero para mí era una máscara, un artificio, porque intercambiabas dos palabras con ella y, a pesar de su tono de voz aniñado, no era ninguna tonta.