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El amor es un juego de celos. Omar, un médico atractivo al que la vida ha herido más de lo tolerable, se refugia tras un caparazón aparentemente duro y distante para protegerse del mundo. Sin embargo, Helga, la hija del propietario de una clínica barcelonesa, conseguirá penetrar ese caparazón y ganarse el corazón de Omar. Por desgracia, un viaje a su Teruel natal hará irrumpir en escena un tercer vértice que pondrá el mundo de los enamorados patas arriba: Xana, un amor de juventud del misterioso Omar.
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Seitenzahl: 337
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Angels Gimeno
Saga
El médico en celo
Imagen en la portada: Shutterstock
Copyright © 2023 Angels Gimeno and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728539699
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Confórmate en este mundo con pocos amigos.
No busques propiciar la simpatía
que alguien te inspiró.
Antes de estrechar la mano de un hombre,
piensa si ella no ha de golpearte un día.
Omar Khayyam - Rubaiyat - Cuarteta VIII
De aquel despacho se desprendía un aire sobrio, majestuoso, casi impactante. Cuando se penetraba en él por primera vez, uno se sentía un poco más pequeño, ligeramente cohibido bajo los techos muy altos que el arquitecto modernista había inundado con un falso oleaje de estucado blanco.
Gruesos paneles de madera de nogal, guarnecidos con molduras, ayudaban a camuflar puertas y armarios y amortiguaban cualquier ruido. Las librerías sostenían gruesos volúmenes con encuadernaciones de piel y estaban hundidas en el muro, no sobresalían en absoluto de las columnas también placadas con nogal. Cortinas de encaje ocre tamizaban la luz solar que penetraba por los amplios ventanales cuyas formas sinuosas, plagiando a la propia naturaleza, huían de la línea recta para contemplar el cuidado jardín. Amplios sillones tapizados en brocado azul, de alto respaldo, con apoyabrazos y ménsulas talladas, acogían a las visitas. Un bellísimo tapiz, con profusión de pavos reales con las colas desplegadas en un alarde de vanidad, salido de la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, cubría la pared que se alzaba a espaldas del director de la lujosa clínica ubicada en la parte alta de la ciudad. Ante él, una mesa escritorio de las llamadas «mazarino», con cajones sostenidos por patas en estípite.
La regia y ostentosa decoración había permanecido inmutable a lo largo de los años; su estilo no correspondía con el del propio edificio, la habría elegido el primer Delclós complaciendo su propio gusto personal, pero pasaba de una generación a otra como un legado y ningún Delclós había osado modificarla porque utilizarla, gozar de ella, sólo podía hacerlo la máxima jerarquía de aquella selecta clínica a la que sólo tenían acceso pacientes adinerados. Podrían sufrir distintas dolencias y éstas, quizás fueran graves, incluso mortales, pero seguro que lo que no padecían en absoluto era pobreza. Sus cuentas estarían saneadísimas, porque los honorarios que allí se cobraban resultaban escalofriantes. Al recibir la factura, cualquier paciente ya restablecido corría el riesgo de morir de infarto.
Quienes hubieran pasado por aquel despacho veinte, treinta años atrás, al verlo de nuevo se percatarían de que todo seguía exactamente igual. Nadie había osado añadir un fax, un ordenador ni cambiado el modelo de los recargados teléfonos, sólo las plantas eran reemplazadas por otras de la misma especie y tamaño cuando se morían, con lo que se conseguía que siempre ofrecieran un aspecto exuberante y vigoroso. Nadie confía en un médico rodeado de plantas mustias y enfermizas.
Omar Azagra Arnalot se había sentido vivamente impresionado la primera vez que accedió al sanctasantórum de su suegro Sebastián Delclós, director y actual copropietario de la clínica fundada por el abuelo Delclós, pero las reiteradas visitas a aquel despacho habían minimizado la primera impresión y ya pasaba olímpicamente de la opulenta decoración y especialmente aquel día, cuando problemas acuciantes casi le hacían tartamudear de rabia.
—No puedo creer que algo tan feo haya ocurrido en los quirófanos de mi clínica, Omar, seguro que no es como me lo cuentas.
—Le estoy diciendo la pura verdad y lo hago porque lo que sucede va en contra de todas las normas éticas y sólo usted puede impedir que continúe.
—Ismael Sánchez es un magnífico profesional.
—Sí, Sánchez es un anestesista perfecto, le basta una ojeada para calcular la masa corporal de un paciente y saber la cantidad exacta de anestesia que ha de administrarle, jamás se ha equivocado en la dosis, nadie se le ha muerto por anoxemia, pero ello no es óbice para que una retorcida idea de la sexualidad le impulse a comprobar si las mujeres jóvenes que yacen dormidas, a la espera de ser intervenidas, son vírgenes o no. Les introduce un dedo enguantado en la vagina y lo averigua cuando ellas están inconscientes.
—Insisto en que eso no puede ser cierto, los cirujanos y las enfermeras que le rodean no lo permitirían, le hubieran denunciado antes que tú, no puedo olvidar que eres casi un recién llegado.
—Todos le dicen que es un sátiro, pero participan del juego, se ríen y prefieren callarse. Usted, mejor que yo, sabe que nadie quiere indisponerse con Ismael Sánchez, un gran profesional, sí, pero también un auténtico zorro que conoce todos los entresijos de la clínica y está enterado de todos los vicios, errores y aciertos de cuantos trabajamos aquí. Es de temer, todos lo sabemos y nadie quiere convertirse en su enemigo, prefieren reírle sus supuestas gracias.
—Te comprendo y agradezco que me informes de algo que ha sucedido a mis espaldas, Omar, pero tampoco es sensato desquiciar las cosas. Sánchez no ha violado a esas chicas.
—Sólo hubiera faltado.
—Digamos que se ha limitado a una comprobación que no deja de ser científica.
—Esa comprobación no tiene nada de científica, Sánchez es un morboso que además graba con una cámara de video doméstico los cuerpos desnudos de las pacientes que están a punto de ser intervenidas, justo antes de ser cubiertas por los paños asépticos. Y encima, se vanagloria de que en su casa guarda las filmaciones de todas esas mujeres que han sido anestesiadas por él, que ninguna de ellas puede ocultarle ni un lunar porque conoce en profundidad sus cuerpos desnudos, unas imágenes que él roba cuando esas mujeres no pueden oponerse en absoluto porque yacen inconscientes, a merced del bisturí y de esa cámara manejada por un miserable.
—Y después de tu denuncia, ¿qué esperas que haga?
—Echar a Ismael Sánchez, que no vuelva a anestesiar a nadie, al menos en esta clínica.
Sebastián Delclós movió la cabeza negativa- mente. Era un hombre no demasiado alto (para potenciar su estatura usaba alzas en los zapatos) y de aspecto distinguido, de abundante cabello gris como sus ojos fríos que nunca revelaban emoción, él jamás se ponía nervioso. Pragmático y ambicioso, era más empresario que médico. Hubiera dirigido con la misma eficacia una fábrica de electrodomésticos que aquella clínica.
—Eso no puedo hacerlo, Omar, compréndelo. Sánchez es un magnífico profesional y prefiero no prescindir de sus servicios. Mira, para que tú y todos quedemos tranquilos, lo llamaré a mi despacho y le amonestaré severamente, le ordenaré que cese de inmediato sus manipulaciones con los dedos y con la cámara porque de lo contrario, le pondré de patitas en la calle.
—Eso no bastará. Los primeros días le hará caso, pero luego volverá a las andadas porque en estos quirófanos, nadie va a impedírselo.
—Me estás poniendo entre la espada y la pared y eso no me gusta. Aunque estés casado con mi hija...
—Olvide ese punto, no le estoy hablando como su yerno sino como un médico que no está de acuerdo con lo que hace un colega, por eso le denuncio a sabiendas de lo que arriesgo, porque en este condenado mundo, está peor mirado el que acusa que el propio culpable.
—De eso puedes estar seguro, todos van a ponerse en contra tuyo, harán causa común con Sánchez y nadie se fiará de ti porque pensarán que eres muy capaz de poner en evidencia cualquier error que cometan y en nuestra profesión, los errores siempre son graves. Te harán la vida imposible.
—Entonces, ¿qué he de hacer, callar como todos? Lo siento, yo no soy de esa clase.
—Mira, tu juventud te hace ser demasiado impulsivo y muy poco diplomático. Admiro tu postura, pero como tú dices, Ismael Sánchez, aparte de ser el anestesista jefe, tiene mucho predicamento en esta clínica.
—Sí, él y otros forman una auténtica camarilla.
—Y encima, su primo es el jefe de los laboratorios, él da el visto bueno a todas las analíticas...
—Respecto a Fabián Sánchez, el primo, no tengo nada que decir. Que yo sepa no ha cometido ninguna incorrección.
—Mira, te prometo que este fin de semana reflexionaré sobre este asunto, pero no lo desorbitemos y deja las cosas como están. No me gusta que me presionen y lo sabes perfectamente.
—No trate de darme largas, lo que ha de hacer es echar a patadas a Ismael Sánchez.
—¿Y si no lo hago, qué?
—Me obligará a actuar a mí.
—¿Ah sí, de qué forma? —Delclós enarcó sus pobladas cejas, ya grises también; su actitud era desafiante y bastante desdeñosa.
Empezaba a estar más que harto de su joven yerno que, aprovechándose del parentesco, se pasaba la vida planteando objeciones a la forma en que llevaba su «negocio». Omar era tan ingenuo que se creía que a él le apenaba que se muriera algún paciente, cuando la única cuestión que podía quitarle el sueño es que alguien dejara una factura sin pagar.
—Si usted se limita a echar tierra sobre este asunto, comunicaré a esas mujeres que fueron filmadas desnudas sin ellas autorizarlo. Antes de venir a verle me he molestado en recopilar información y tengo los nombres y direcciones de unas cuantas pacientes a las que Sánchez filmó. ¿Se imagina el escándalo? Porque, además, esas mujeres pueden costearse un abogado, todas están bien aposentadas, por eso han podido pagar los tratamientos que aquí se aplican.
Omar Azagra se mostró muy arrogante en su actuación, impulsivo y joven no se daba cuenta de todo lo que significaba su desafío, porque a su suegro no le faltaba razón: A partir de aquel incidente, todos le miraron con recelo, le trataban con fría cortesía, pero nadie se fiaba de él, era la oveja negra, el que denuncia, el chivato, y eso era imperdonable.
En principio, Omar ganó la batalla. Al anestesista Sánchez, Sebastián Delclós le sugirió que se auto-despidiera y se buscara trabajo en otra parte y sin duda lo encontraría porque era un buen profesional y en su expediente no constaban sus vicios, su morbosa sexualidad. Aquella información no transcendió porque, de hacerlo, la primera perjudicada podía ser la propia clínica. Ismael Sánchez, antes de alejarse y mientras recogía sus cosas, se encaró con Omar y le juró que se vengaría, aún no sabía cómo pero seguro que hallaría la fórmula para hacerle daño. Omar le dio la espalda. Muy seguro de sí, despreció aquella amenaza. Se había salido con la suya, porque Sánchez dejó de formar parte de la plantilla de la clínica.
Pasaron los meses. Las aguas, lentamente, semejaron volver a su cauce, el incidente parecía olvidado; no obstante, Omar se tropezaba a diario con tantas trabas en el desempeño de su labor que se sentía frustrado y rabioso. Nadie le facilitaba las cosas. Las exploraciones radiológicas o las analíticas que él solicitaba se demoraban, aunque fueran urgentes y pese al celo que imprimía a su tarea profesional, él mismo se daba cuenta que la cosa no funcionaba. Él debía formar parte de un equipo, de una cadena y si algunos eslabones de esa cadena chirriaban, los primeros perjudicados eran sus pacientes.
En cuanto a su vida matrimonial, tampoco funcionaba como hubiera deseado. Helga estaba ansiosa de ser madre, los niños no llegaban y aquella circunstancia le estaba agriando el carácter, ya no era la chica simpática y extrovertida, ansiosa de agradarle, que Omar conociera en la facultad.
Helga se había enamorado de él como una loca o quizás simplemente se encaprichó, Omar nunca lo tuvo muy claro. Por otra parte, Helga era físicamente atractiva y estaba absolutamente segura de sí. Imprescindible en las fiestas, era la muchacha más asediada porque, además, todos sabían que era hija única y su padre, una de las primeras fortunas de la ciudad. Sebastián Delclós y sus dos hermanos, también médicos, habían heredado una clínica de gran prestigio a la que acudían hasta jefes de estado de distintas naciones y la niña era una auténtica perita en dulce.
Omar había sufrido una especie de sarampión amoroso cuando aún no había cumplido diecisiete años, una intensa y demoledora pasión juvenil a la que tuvo que renunciar le había dejado el corazón maltrecho, obligándole a encerrarse en una especie de coraza de desdén con la que trataba de protegerse del sexo opuesto, pues él mismo era consciente de lo vulnerable que resultaba.
A solas en su habitación, había llorado un montón de veces, de rabia y desamor, pero ni torturándolo lo habría confesado jamás. Como un reflejo externo e inconsciente de la tribulación de su alma, se vistió absolutamente de negro, y lo único que consiguió con ello fue resultar más atractivo a los ojos de sus compañeras de clase que le llamaban «el rubio de negro» y suspiraban nada más verle. Era una época en que parecer sombrío y distante era un valor en alza. El no les hacía maldito el caso y cuanto más despectivo y antipático se mostraba, más le iban detrás, tenía un éxito que ni él mismo comprendía, las chicas debían ser todas masoquistas.
Y a Helga no la trataba con más deferencia que a las otras compañeras, era suficiente y hostil con todas, quizás por eso a ella le pilló tan fuerte y le sometió a un pertinaz acoso. El se dejó querer hasta que acabó sucumbiendo y le pidió relaciones. Ella le dijo que sí de inmediato, no le permitió meditarlo.
A la familia Delclós se les atragantó la elección de Helga. Omar tenía un apellido ilustre, pero, económicamente, su familia dejaba mucho que desear, en ellos todo eran ínfulas, apariencia. Aquella boda era un auténtico braguetazo en opinión de Sebastián Delclós que puso todos los obstáculos que pudo, pero su hija era tanto o más obstinada que él y al final tuvo que rendirse a la evidencia y aceptar a regañadientes que Omar formara parte del clan.
Sebastián Delclós compró un bonito piso para que la pareja viviera en él (la propiedad la mantuvo a su nombre) y cuando Omar consiguió su flamante título de médico, le dio un puesto en su clínica para que pudiera practicar y especializarse bajo su tutela.
Muy a su pesar, tuvo que admitir que Omar era un hombre inteligente y preparado, ponía verdadera entrega en su profesión, pero quería hacer las cosas tan bien, que se pasaba varios pueblos. Además, pronto empezó a cuestionarse demasiadas cosas, era inquisitivo y perfeccionista, muy sensible a la crítica, y no llegaba a darse cuenta de que la clínica Delclós era un negocio como cualquier otro, allí había que cuadrar los números y obtener beneficios.
Más de una vez, Omar había osado irrumpir en su despacho (sin molestarse en pedir permiso previamente) para quejarse de que aplicaran tal o cual tratamiento a un paciente porque, en su opinión, era totalmente innecesario. Y Sebastián Delclós tenía que perder un tiempo precioso en explicarle que aquel enfermo podía pagar perfectamente aquel añadido e incluso, se sentiría muy feliz de ver cuántas cosas le hacían para ayudarle a recuperar la salud perdida.
Llevaban casi tres años casados sin que la esperada descendencia fuera una realidad, Helga estaba cada vez más obsesionada por aquel asunto y su padre le daba la razón y no paraba de echar leña al fuego. A instancias de su padre, acudió al ginecólogo y éste, tras examinarla concienzudamente, determinó que no entendía por qué no quedaba encinta, pues era una mujer perfectamente sana y normal. Y aventuró que, a lo mejor, el problema era de su marido, claro que también se daba el caso de algunas parejas que, siendo ambos fértiles, resultaban incompatibles y por eso no se producía el ansiado embarazo. Y aludió al caso más conocido de la historia, el de Napoleón y su esposa Josefina.
Sebastián Delclós llamó a Omar a su despacho y le planteó la situación con su habitual pragmatismo no exento de crudeza.
—Como bien sabes, Helga ya se ha sometido a un examen exhaustivo y el resultado es que es una mujer sana y fértil, así que el problema debe ser tuyo. Ahora te toca a ti someterte al dictamen de la ciencia.
—No tengo inconveniente alguno. Lo que sí le aseguro es que yo hago lo que puedo para que tenga el bebé.
—Todos sabemos que no es lo mismo ser impotente que estéril —le atajó con sequedad, visiblemente molesto—. Mira, creo que lo mejor es llevar este asunto con la máxima discreción y te sugiero que realices esas pruebas en esta misma clínica, ya sabes que el doctor Hernández es una auténtica eminencia en andrología.
Omar se encogió de hombros y no puso objeciones a que su líquido seminal fuera analizado, el doctor Hernández era uno de los médicos que le caían mejor y entre ellos no había surgido ningún altercado, seguro que podía confiar en su diagnóstico. Por otra parte, estaba convencido de ser un hombre fértil.
Cuando el doctor Hernández le pidió que pasara por su despacho, que ya tenía los resultados del seminograma, acudió con absoluta tranquilidad, seguro de sí mismo, pero nada más ver la cara del veterano andrólogo, comprendió que las cosas no eran como él esperaba.
—Omar, lo siento en el alma, pero apenas tienes cuarenta millones de espermatozoides por centímetro cúbico, cuando sabes tan bien como yo que lo normal en un hombre de tu edad es estar entre sesenta y ciento cincuenta millones. En cuanto a su motilidad y aspecto, sólo un sesenta por ciento son normales. Respecto a la fructosa...
Omar Azagra no siguió escuchándole porque sus oídos se llenaron de molestos zumbidos, se sintió mucho peor que si acabaran de asestarle un mazazo en la nuca. Su orgullo varonil no esperaba recibir semejante golpe. No era lo mismo emitir diagnósticos que recibirlos y en aquel sentido, era tan vulnerable, quedó tan afectado, como cualquier otro paciente de los que pasaban por la clínica, su condición de médico no aminoró el disgusto.
Abandonó el despacho del andrólogo casi temblándole las piernas y con los persistentes zumbidos lacerando sus tímpanos. Así que la culpa de que Helga no tuviera el dichoso niño era suya y sólo suya... Ya se imaginaba la cara que pondría su mujer cuando conociera aquel veredicto. En cuanto a su suegro, cuánto iba a reírse de él, de una vez por todas se desquitaría de las espinitas que Omar le había ido clavando a lo largo de aquellos tres años.
Convéncete bien de esto:
un día, tu alma dejará el cuerpo
y serás arrastrado tras un velo fluctuante
entre el mundo y lo incognoscible.
Mientras esperas, ¡sé feliz!
No sabes cuál es tu origen
e ignoras cuál es tu destino.
Omar Khayyam - Rubaiyat - cuarteta XXVIII
Comenzaba noviembre y de veras hacía frío en la mansión, inmensa y desolada, tanto frío que Omar Azagra pensó que a la intemperie no se podía estar peor. Dentro de la casa, largos días cerrada, se había guarecido la humedad ambiental, poniéndose a salvo de los rayos de un sol tibio que podían disolverla.
Omar se sentía profundamente incómodo en la vieja casa de sus abuelos, hacía demasiados años que no pasaba por allí y todo le parecía extraño, casi desconocido. En la cocina no encontró nada que pudiera ser calentado e ingerido después y pensar en ocupar una de las camas, le producía escalofríos, imaginaba las sábanas húmedas y frías y él no sabía donde se guardaba la leña ni tenía interés en buscarla.
Optó por salir a la calle empedrada con guijas.
No se molestó en echar la llave de la puerta de la casona, estaba seguro de que nadie osaría entrar en ella. Anduvo por las calles solitarias de aquel pueblo al sudoeste de Teruel, el frío se agudizó en el exterior y pensó que lo más adecuado era meterse en la taberna y pedir que le prepararan algo caliente. No tenía hambre, pero sí mucho frío. El funeral en la helada iglesia de piedra y el posterior entierro del abuelo habían resultado angustiosamente largos y notaba los músculos entumecidos, él no estaba acostumbrado a temperaturas tan bajas como las que los fríos vientos del norte abatían sobre aquellos parajes.
Pasó por delante del pequeño ambulatorio y vio luz en su interior. «Tomás debe estar de guardia», pensó. Empujó la puerta acristalada y no tardó en verse dentro de la sala en la que había varios bancos para acoger a los pacientes que acudieran para ser visitados. Estaba completamente vacía, helada también. Cruzó la estancia y golpeó apenas con los nudillos sobre la madera, empujando después la puerta de la pequeña consulta.
—Ah, eres tú, Omar.
—Uauh, qué bien se está aquí dentro, tienes la calefacción a tope —exclamó, casi pegándose al radiador eléctrico que caldeaba la habitación—. He tenido que salir huyendo de la casona, aquello es peor que una nevera.
—Tranquilo, que aquí tengo una medicina que para el frío es cosa fina. ¡Hasta me ha salido en verso!
Tomás no perdió tiempo y sacó una botella de ginebra que guardaba dentro de un armario.
Era un hombre bastante alto, de hombros cuadrados y le faltaba poco para poder calificarlo de obeso. Tenía sólo seis años más que Omar, pero parecía mucho más mayor, posiblemente porque Omar aparentaba menos edad de la que tenía.
—Gracias, pero prefiero no tomar alcohol.
—Ah, sí, recuerdo que te encurdas rápido.
—Ajá, parece que mi mucosa gástrica no produce suficiente enzima ADH y, por tanto, de entrada, mi estómago no digiere ese veinte por ciento de alcohol como le pasa a todos los hombres; la bebida me hace más efecto que a una niña de quince años.
—Y el día que han enterrado a tu abuelo prefieres no ponerte a cantar el «Asturias patria querida».
—No, si a mí no me da por cantar, simplemente me duermo como una marmota y luego, las resacas son de aquí te espero. —Se sentó en una silla delante de la mesa y se frotó las manos para calentárselas. Tomás era el médico del pueblo y se había ocupado de extender el certificado de defunción del abuelo—Supongo que no tendrás una cafetera, ¿verdad?
—No, pero nos metemos en la taberna y seguro que allí te sirven un buen café o, mejor, vente a mi casa y mi mujer te preparará una cena como Dios manda.
—Gracias, pero no tengo hambre y tampoco deseo molestar a Sole. Pensaba irme mañana, pasar la noche en la casona, pero me voy a tomar ese café, me meto en mi coche y a hacer carretera, ya nada me retiene aquí.
—Hombre, gracias por olvidarte de tus amigos de la infancia... Tú y yo nos hemos vapuleado unas cuantas veces y eso es algo entrañable.
—Sería más exacto decir que tú y tus compinches me vapuleabais a mí, erais mayores que yo y me esperabais cada verano para apedrearme.
—Era sin mala intención, tú venías de la ciudad, eras casi un forastero y nosotros nos aburríamos, pero al final te acabamos aceptando en la pandilla.
—Antes tuve que enfrentarme a varios de vosotros y demostraros que los chicos de Barcelona tampoco éramos tan blandos.
—¡Qué tiempos aquellos! —Tomás suspiró ruidosamente—. Pues, me has pillado aquí de casualidad, ahora me iba. Todo el mundo sabe donde vivo y si surge algún problema, ya me avisarán.
Continuaron sentados en la pequeña consulta bien caldeada y, sin apenas proponérselo, no tardaron en rememorar distintas vivencias del pasado mientras Tomás le daba tientos a su copa. Omar no probó la ginebra, pero poco a poco fue sintiéndose mejor, se le calentaron los pies y hasta pudo despojarse del tabardo de lana azul marino. Debajo llevaba un jersey oscuro de cuello alto que le daba un aire de muchacho universitario, pese a que no estaba lejos de la cuarentena. Alto y musculado, tenía la espalda ancha y las caderas estrechas, era un hombre atlético y muy atractivo. De abundante cabello castaño claro, en su juventud todo el mundo le había llamado rubio, pero el paso del tiempo le había oscurecido el pelo y posiblemente el carácter.
La charla distendida de los dos hombres se vio interrumpida bruscamente por una presencia inesperada. Ante ellos apareció una mujer joven cubierta por un camisón de franela y no llevaba ninguna otra prenda encima pese al frío atroz que doblegaba la calle.
La sangre se deslizaba por un tajo abierto sobre su ceja izquierda y casi cegaba uno de sus ojos. Su rostro mostraba multitud de golpes recientes. Temblaba como una hoja aún prendida en la rama y que el viento otoñal azota inclemente. Sus labios trémulos eran incapaces de articular palabras. Al verla, Tomás dio un brinco en su silla.
—¡Maldita sea! —bramó—. ¿Otra vez ese canalla...?
La muchacha asintió con la cabeza y de sus ojos comenzaron a brotar abundantes lágrimas que se mezclaron con la sangre. Su aspecto era patético.
Tomás no perdió tiempo en sacar unas torundas de algodón que roció con alcohol y con cierta tosquedad, comenzó a limpiar las heridas de la mujer que contuvo unos quejidos.
—Menudo corte llevas en la frente, te va a quedar una marca de mil demonios... Y supongo que en el cuerpo tienes más golpes.
Ella asintió de nuevo, pero cuando el médico intentó bajarle el escote del camisón, se lo impidió sujetando la ropa con ambas manos.
—No tienen importancia —logró musitar, con un hilo de voz.
—¿Estás segura? No los ocultes por vergüenza, piensa que Omar también es médico.
—Sé perfectamente quién es.
Omar asistía en silencio a la escena. Sí, tenía un título de médico, pero no ejercía como tal, un detalle que posiblemente Tomás no conocía.
Cuando después de desinfectarle las heridas, Tomás se disponía a coserle el corte de la frente, se volvió hacia Omar para sugerirle:
—¿Quieres suturárselo tú? Creo que eras muy fino cosiendo, mejor que un cirujano plástico, ¿no? Heredarías la habilidad de tu abuela, ella bordaba como los ángeles, los ornamentos del altar mayor son obra suya.
Omar sonrió apenas, se lavó las manos y se calzó los finísimos guantes de látex. Del escaso material de que disponía, seleccionó la aguja más fina, el hilo más adecuado.
—Con el material que tienes aquí, no se pueden hacer virguerías, pero sería una pena que la belleza de esta muchacha quedara mermada por una cicatriz demasiado visible.
Anestesió ligeramente la herida y procedió a coserla con infinita delicadeza. Sabía cómo unir los bordes de piel, la tensión justa que debía dar al hilo y hasta el número adecuado de puntos para que la herida cicatrizara bien y después pasara el máximo de desapercibida.
—¿Te hago daño?
—No —apenas respondió la mujer.
—Ella es una chica valiente, pero su padre es un cobarde, porque ha sido él quien le ha dejado esta cara y lo peor es que no parará hasta que un día la mate.
Omar no disimuló un gesto de asombro.
—No es la primera vez que le pega —continuó Tomás dejando patente su indignación—. Yo mismo he sugerido a Xana que se olvide de todos sus escrúpulos y le denuncie en el cuartelillo de la guardia civil, pero ella siempre se ha negado.
—Es terrible. ¿Qué motivos pueden impulsar a un padre a comportarse de forma tan brutal?
—Es un bestia y, además, un alcohólico, y cuando bebe pierde la poca conciencia que debe tener.
Omar acabó de suturar la herida y la cubrió con un apósito.
—He hecho lo que he podido — casi se disculpó.
—Tranquilo, Omar, ya sé que el material que tengo aquí sólo es bueno para coser a los burros, pero ¿qué quieres? Aquí somos todos bastante rústicos, y la prueba la tienes en la cara que le han dejado a esta moza. Por cierto, tú debes conocerla...
—La verdad, no la recuerdo.
—Sí, hombre, es hija de Loren, la que fue criada de tus abuelos durante tantos años.
—A Loren sí la recuerdo —asintió con gravedad—. ¿Cómo está ella?
—¿Que cómo está, es que tu abuelo no te contó que hace un par de años que la palmó? —Al notar los ojos de Xana clavarse en los suyos, Tomás carraspeó—. Bueno, pensaba que te lo habrían comentado.
—Pues no. ¿Cómo ocurrió?
—De golpe, nadie sabía que tenía el corazón tan mal —explicó la propia Xana—. Demasiados disgustos, demasiadas penas, demasiados años de trabajo y privaciones.
—Mira, majeta, dentro de poco todos estos golpes van a empezar a dolerte mucho, voy a darte una inyección que te los aliviará...
Tomás no esperó una respuesta afirmativa por parte de la joven, le aplicó la inyección en el brazo y casi le ordenó:
—Entra en ese cuartico, vete a mear y luego, te estiras en la cama hasta que te haga efecto el sedante.
La mujer obedeció sin objeción alguna, su figura esbelta y delgada no tardó en desaparecer tras la puerta que le señalaba Tomás. Comenzaba a notar el dolor en distintos puntos de su maltrecho cuerpo, pero una fría dignidad le impedía exteriorizarlo.
—Me dan ganas de salir a buscar a ese hijo de puta para machacarle la cara como él ha hecho con su hija —masculló Tomás, conteniendo a duras penas su profunda indignación.
—¿Por qué motivo un hombre puede comportarse con semejante brutalidad? ¿Xana ha desobedecido a su padre o le ha ofendido de alguna manera?
—Puedes estar seguro de que no —explicó Tomás, bajando el tono para que Xana no pudiera oírlos desde la estancia contigua—. Como te he dicho, no es la primera vez que esto ocurre. En un par de ocasiones, Xana ha pedido protección en mi propia casa. Mi mujer la ha atendido y aunque Xana es bastante hermética, Sole ha deducido que la chica había salido huyendo para que el bestia de su padre no abusara sexualmente de ella.
—Qué barbaridad, eso es inconcebible.
—Mientras Loren vivía, defendía a su hija como una leona, incluso demasiado, esa pobre chica no sabe lo que es un baile ni una diversión como las otras mozas de su edad. Loren fue de lo más severa, no permitió ni que tuviera pretendientes, los ahuyentaba a todos. Pero ahora, Xana ya no tiene a su madre para protegerla, ese miserable ha perdido todos los frenos y cada día va a peor.
—Pues, que le denuncie y ya se encargará la ley de meterle en cintura.
—Sí, esa recomendación ya se la he hecho yo muchas veces, pero Xana vive atemorizada desde que su madre murió y tampoco tiene adónde ir. Sólo faltaba la muerte de tu abuelo.
—¿Qué tenía que ver mi abuelo con Xana?
—Bueno, tus abuelos siempre han querido a Xana como si fuera su bisnieta, esa niña ha sido la alegría de su vejez. Loren estuvo toda la vida trabajando para ellos, de soltera y luego de casada, se llevaba a la niña consigo cuando ésta no iba a colegio y Xana ha pasado más tiempo en la casona que en su propio hogar, si a esa casa con un padre alcohólico y siempre en el paro se le puede llamar hogar. Xana ha atendido a tu abuelo hasta sus últimos momentos, ella le cerró los ojos.
—Pues, tengo que darle las gracias por ello.
Tomás le miró directamente a los ojos, su expresión era resuelta.
—¿Puedo sugerirte una forma eficaz de agradecer a Xana sus desvelos?
—Por supuesto, te considero un buen amigo y aceptaré cualquier cosa que tú digas.
—Voy a tomarte la palabra, Omar. Antes me has dicho que ibas a meterte en tu coche y regresar a Barcelona: llévate a Xana y que nadie sepa adónde se ha marchado. Si alguien me pregunta, te juro que diré que vino a curarse y luego desapareció sin darme explicaciones sobre lo que pensaba hacer.
—Alto, alto, ¿me estás proponiendo que la secuestre?
—No seas bestia, simplemente que te la lleves de este pueblo donde nada bueno la espera y que su padre no sepa nunca dónde está para que no pueda seguir amargándole la vida, es mayor de edad y puede largarse sin pedir permiso a nadie.
—Y si me la llevo, ¿qué hago luego con ella? En menudo lío quieres meterme...
—Acompáñala hasta alguna residencia o pensión que te merezca confianza. Es joven, tiene estudios y habla inglés de maravilla, creo que está preparando unas oposiciones o algo por el estilo. Por mal que esté en el lugar donde tú la dejes, estará más segura que aquí. ¿He de repetirte que corre el peligro de que su padre la mate a palos cualquier día?
—Me parece perfecto que desees ayudar a esa chica, pero ¿por qué no le preguntas a ella que prefiere hacer? Estás decidiendo por tu cuenta, sin consultarla.
Tomás no disimuló un gesto de impaciencia.
—Mira, le he pedido que se metiera en el cuartico para poder hablar contigo y proponerte esta solución que, aunque a ti te parezca descabellada, es de lo más sensata. Si Xana se enfrenta a su padre y le dice que se marcha, es capaz de encadenarla a la cama, tú no puedes ni imaginar lo brutos que son algunos tipos por aquí. A ese hombre no le interesa en absoluto que Xana se vaya, se queda sin criada y, además, espera que ella le mantenga como hacía la pobre Loren, porque ese miserable no ha dado golpe desde que se casó.
—De todas maneras, no puede irse así, por las buenas. Tendrá que recoger su documentación, sus ropas, no puede hacer un montón de kilómetros en camisón...
—No paras de poner pegas. Un momento...
Tomás se metió en el cuartito y estuvo conversando con Xana. Omar suponía que estaba convenciéndola, porque cuando a Tomás se le metía una idea en la cabeza, ejercía de buen baturro. Cuando volvió a salir, su expresión era de triunfo.
—Ningún problema. Xana me ha dicho que guarda su documentación y la cartilla de ahorros en un lugar que sólo ella conoce y que no es dentro de su casa, y que precisamente en la buhardilla de la casona tiene alguna ropa.
Xana no tardó en aparecer cubriéndose con una manta oscura que Tomás acababa de proporcionarle.
—¿Puede acompañarme a la casona? —preguntó, clavando en Omar sus ojos enrojecidos—. Ahora es usted quien tiene las llaves.
—De acuerdo.
—Os sugiero que salgáis por la parte de atrás —dijo Tomás. Sin perder tiempo, como temeroso de que Omar se arrepintiera, les condujo hasta una puerta que daba a un callejón oscuro y sin pavimentar—. Te debo un favor, Omar.
Tomás abrazó a ambos con fuerza y no tardó en cerrar la puerta del consultorio; por su boca, nadie sabría jamás quién había ayudado a Xana a marcharse del pueblo.
Omar, un poco molesto por el lío en que se estaba metiendo, recorrió en silencio la distancia que les separaba de la casona. Un par de pasos tras él, envuelta en la frazada oscura que la camuflaba entre las sombras, Xana le seguía un poco obnubilada por los golpes y el calmante que le inyectara Tomás.
Omar franqueó la puerta de la enorme casa e hizo pasar a la joven. Quedaron dentro del sobrio vestíbulo con suelo de arcilla roja abrillantada con petróleo. Xana accionó el conmutador de la electricidad y precedió a Omar abriendo la luz de las distintas estancias por las que pasaban.
—Es evidente que conoces la casa mucho mejor que yo —comentó el hombre—. Hace tantos años que no vengo por aquí que no recuerdo dónde están las cosas.
—No se preocupe, yo le guiaré.
—Oye, no hace falta que me hables de usted, tampoco soy tan viejo.
—Usted es el nieto de los señores, yo soy la hija de la criada, ¿lo ha olvidado?
—No me vengas con esas chorradas, mujer. ¿He de recordarte que estamos en el siglo XXI?
—Usted viene de la ciudad y allí, todo es diferente. Aquí en el pueblo, siempre ha estado muy claro el lugar que ocupa cada cual —dijo, sin acritud, pero con mucho convencimiento.
Omar se encogió de hombros. Posiblemente, el que estaba equivocado era él, aquella muchacha había experimentado en propia carne su condición de hija de la criada; habría pasado muchas horas de su vida en la casona, pero en absoluto podía considerar que aquellas paredes fueran algo suyo.
Subió tras ella la tortuosa escalera de madera que conducía a la buhardilla y, de pronto, intensos recuerdos que creía absolutamente olvidados, le azotaron el alma, flagelando su sensibilidad.
—Antes de casarse, mi madre dormía aquí, me lo había contado un montón de veces. Después, siendo yo niña, este lugar se convirtió en mi refugio, aquí guardo algunas cosas...
Omar quedó en el umbral de la puerta, sin atreverse a rebasarlo. Sus ojos intensos recorrieron las paredes, el techo de la estancia. Pudo ver las tejas apoyadas directamente sobre las vigas, ningún doble techo aislaba aquel lugar donde el frío y el calor se dejaban sentir con toda su crudeza. Recordaba perfectamente aquel cuarto, pero la última vez que lo vio, cuando aún no había cumplido diecisiete años, no fue consciente de lo inhóspito que resultaba, de lo distinto que era del resto de la casa. Arriba, bajo las tejas, palpitaba un mundo; en el piso y en la primera planta, otro diferente, las categorías sociales a las que Xana aludiera poco antes, quedaban perfectamente delimitadas.
La joven, ajena a los pensamientos que turbaban al hombre, abrió un viejo armario y sacó una maleta que casi llenó con libros y cuadernos de apuntes.
—He de llevarme mis papeles para seguir preparándome para las oposiciones —explicó—. No podía estudiar en mi casa porque mi padre me lo impedía, él dice que con tanto estudiar sólo voy a conseguir aguarme el cerebro. Mientras atendía y hacía compañía a su abuelo, aprovechaba para repasar lecciones y prepararme.
La maleta quedó prácticamente llena, Xana la cerró y cuando intentó cogerla, casi se tambaleó por el peso. Omar entró en el cuarto por primera vez para ayudarla.
—Deja, tú no puedes con ella, yo la bajaré.
—Gracias. Espéreme abajo, por favor, voy a vestirme.
Omar asintió y se sintió aliviado de abandonar la buhardilla que tantos recuerdos le traía. Había experimentado sensaciones tan intensas en aquel lugar que se habían clavado en su mente de forma indeleble, como las marcas que los ganaderos hacen en el pellejo de sus reses con un hierro candente.
Cuando Xana se reunió con él, lo hizo vestida con un pantalón vaquero y dos gruesos jerséis, uno encima del otro. Llevaba suelto el largo cabello castaño oscuro, lacio y abundante, pero sus mechones no lograban ocultar las marcas de los terribles golpes y mucho menos el esparadrapo que protegía los puntos de sutura que recordaban la espina de un pez. Y Omar se dijo que a medida que pasaran las horas, su aspecto sería mucho peor, aparecerían los morados y la hinchazón iría en aumento.
—Podemos irnos cuando usted quiera, pero, por favor, salgamos por la parte de atrás, por el patio —pidió Xana.
—Sí, por el patio hemos de salir, allí está esperando mi coche.
Omar no se entretuvo en despedirse de la casa, no dedicó siquiera un lejano pensamiento a los espíritus familiares que podían guarecerse entre sus muros silenciosos, quizás protegerse del olvido de los vivos. Cerró las puertas de la casona y quedó en el patio trasero donde aguardaba su Land Rover Freelander.
Xana se apartó de él y se adentró en las sombras del patio, dejándose engullir por ellas. Se agachó y semejó buscar entre los tiestos que sólo albergaban plantas de hojas quemadas por el frío intenso. No tardó en incorporarse de nuevo y regresó junto al hombre. Le mostró un sobre protegido con plástico.
—Aquí está mi documentación, mi cartilla con los ahorros que me quedan y un poco de dinero en metálico, lo tenía todo a buen recaudo para huir del pueblo cuando ya no pudiera soportar más esta situación. Gracias por su ayuda, procuraré causarle el mínimo de molestias.
—Métete en el coche, tiéndete en el asiento trasero y tápate con la manta, mejor que nadie vea que viajas conmigo. Cuando estemos en la carretera, pararé y podrás sentarte delante si lo deseas.
—Gracias de nuevo, señor Azagra.
—Mira, si no empiezas a tutearme de inmediato y me llamas Omar, te dejo en el suelo y te las compones como puedas, ya me tienes harto.
—Como tú digas, Omar.
No tenía ánimos para discutir con él. Se tendió en el asiento posterior del Land Rover y se cubrió totalmente con la frazada; Omar tenía razón, nadie debía saber adónde iba ni con quién, aunque el frío era tan intenso en aquella población en las estribaciones de los Montes Universales que nadie deambulaba por sus calles, lánguidas y desiertas, apenas iluminadas por farolas poco brillantes, muy distanciadas entre sí.