Las mil y una noches del Liceu - Angels Gimeno - E-Book

Las mil y una noches del Liceu E-Book

Angels Gimeno

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Beschreibung

El Liceu alberga una cara oculta repleta de misterios y verdades sepultadas. En esta apasionante colección de historias, la realidad se entrelaza con la ficción alrededor del famoso teatro del Liceu de Barcelona. Cada capítulo, inspirado en una obra señera de la cultura, se desarrolla dentro y en los alrededores del teatro Liceu de Barcelona. Con el lugar como fondo y a la vez absoluto protagonista, asistiremos a historias de venganzas, celos, pasión, traiciones a ritmo de la música que resuena en medio de sus antiguos pasillos y recovecos. Historias repletas de emoción, intriga y realidades que han sido ocultadas tras el telón del Liceu. La ficción es como un texto manuscrito que, reflejado en un espejo, se distorsiona de tal manera que somos incapaces de leerlo con fluidez.

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Seitenzahl: 286

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Angels Gimeno

Las mil y una noches del Liceu

 

Saga

Las mil y una noches del Liceu

 

Copyright © 2023 Angels Gimeno and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728539712

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Agradecimientos:

Cuando concebí la idea de escribir esta obra, pensé que no me bastaba con las veces que había asistido al Liceu como espectadora, tampoco las visitas guiadas ya realizadas. Necesitaba profundizar más y mejor, captar el espíritu del teatro, perderme por su laberíntico interior.

Solicité a su director, Valentín Oviedo, poder realizar una visita privada para documentarme, le explicaba mi proyecto y la respuesta me llegó pocos días después por parte de la directora de Protocol i Relacions Institucionals. Me indicaba que en esa visita me acompañaría Laura Prat, RP i Protocol, pues pocas personas conocen tan bien como ella el Liceu y su historia. Tuve el placer de conocer en persona a Laura y a Ariadna Pedrola. Fueron muy amables mostrándome dependencias del Liceu, inaccesibles al público general.

Me mostraron ese inmenso edificio de once plantas donde una plantilla de 320 personas, con los cometidos más diversos, se esmera para ofrecer entre todos el resultado final de esas obras que nos dejan boquiabiertos y maravillados. Visité camerinos, salas de ensayo general, pequeñas salas “para hacer dedos” o “hacer voz”, dependencias donde se plancha y prepara el vestuario, salas de maquillaje, estudios desde los que se emiten los espectáculos en directo para televisión o radio, oficinas de administración… Es un universo que trabaja en armonía con el respaldo de la tecnología más avanzada. Permanece oculto al público, pero constituye la base, los cimientos imprescindibles para que ese templo del arte se sostenga y nos ofrezca el ritual de belleza holística que constituye la ópera.

Me permito transcribir las palabras del director Valentín Oviedo que, en una intervención ante las cámaras, nos recordaba que: “Un teatro de ópera, más allá de su valor cultural, es un indicativo de cómo es el desarrollo cultural de esa sociedad. Esto es lo que, desde hace 176 años, es el Liceu de Barcelona.”

Suor Angélica

Barcelona, 1835.

 

La austera cena en el refectorio fue más fría de lo habitual. El ambiente era tenso, hostil, solo un poderoso esfuerzo de voluntad impedía que las lágrimas de aquellas mujeres se desbordaran.

La abadesa había expuesto sin ambages la cruda situación a la que estaban irremediablemente abocadas: El desahucio. El convento sería subastado y los terrenos que ocupaba pasarían a formar parte de un templo profano, los cánticos dedicados a la divinidad que entonaran las monjas y que aún parecían resonar entre los venerables muros, serían reemplazados por melodías, por arias y romanzas de cantantes posiblemente pecadores y ateos que ensalzarían la voluptuosidad, el amor, los vicios nefandos de la carne.

La mirada de la priora exhalaba odio, desesperación, aquello era su personal Armagedón. Pidió a las monjas que rezaran con mayor intensidad que nunca, parecía que hasta Dios les daba la espalda desoyendo sus reiteradas súplicas. Aquella noche, ella no se retiró a su celda dormitorio, se encerró en su despacho personal; tenía que ordenar y poner a buen recaudo un montón de cosas, aquella iba a ser su última noche en el convento y en su camino, que intuía ya muy corto, solo se abrían desesperadas incógnitas.

Llegó la amanecida, el rosicler apuntaba tímido, aún carecía de fuerza suficiente para ahuyentar las tinieblas de la noche. La joven novicia Teresa, que aún no había cambiado su nombre, se alzó del lecho con sigilo y se cubrió con una especie de capa negra con capucha que ocultaba su cofia. Abandonó el recinto del convento por el lugar secreto habitual y anduvo rápidamente sobre los adoquines húmedos, intentaba en todo momento no hacer ruido, pasar desapercibida como una sombra más y sus zapatillas la ayudaban a deslizarse casi como si levitara, silenciosamente.

Conocía bien el camino, lo realizaba cada amanecida. Su destino era una carnicería del viejo barrio próximo al puerto. No lograba acostumbrarse al hedor que exhalaba el recinto mal ventilado, olor a sangre, a vísceras, a heces. Cada vez que entraba en la trastienda del matarife judío, las náuseas acudían a su garganta e intentar controlarlas acababa produciéndole un intenso dolor en la boca del estómago.

El carnicero apenas le dedicó una mueca que pretendía ser sonrisa, estaba ocupado en inmovilizar un borrego atándole ambas patas posteriores que colgó de un gancho del techo. Las patas delanteras ya estaban atadas. No tardó en clavar un afiladísimo cuchillo bajo la mandíbula del animal que se debatía ante la inminencia de la muerte intuida. Algo parecido a un bozal ahogaba sus balidos, impidiendo que profiriera sonidos audibles.

El carnicero kosher era muy hábil en su tarea, la sangre no tardó en brotar por la carótida y la yugular del borrego. El hombre se apresuró a recogerla en un frasco ya preparado con un gran embudo, aproximadamente un litro de sangre que aún estaba viva, caliente.

La joven novicia tuvo que ladear el rostro, el sacrificio animal nunca dejaba de impresionarla, pero ella estaba allí obedeciendo las órdenes de la priora y debía dejar al margen cualquier tipo de sentimentalismo y piedad. Llevaba preparada una especie de bufanda de lana negra con la que envolvió el frasco para mantener la sangre caliente. Había que cumplir las instrucciones del médico, que no veía otra posibilidad para mantener la vida de la priora que aquella sangre que le proporcionaría hierro en un desesperado intento de combatir su anemia y “el cocodrilo” que avanzaba. El galeno llamaba a la tisis “el cocodrilo”, como si pretendiera restarle cierto dramatismo en una época en que la tuberculosis era una guadaña permanente que afectaba incluso a los ricos y poderosos. La medicina del momento se veía impotente para curarla, aún faltaban muchos años para que un científico, Koch, descubriera el bacilo que se bautizaría con su nombre.

Afortunadamente, el médico que atendía a la priora no era tan bárbaro como el doctor de Inocencio VIII, que, en un intento desesperado por salvar la vida del pontífice aquejado de anemia e insuficiencia renal, entre otras enfermedades, le sometió a un temerario tratamiento de sangrías. Pretendía drenar la sangre enferma y cambiarla por la sangre de tres niños de apenas diez años. La brutal acción contó con el beneplácito de los padres, quienes percibieron un ducado de oro por niño. El resultado fue un desastre, los tres niños murieron de hemorragia e hipovolemia, el corte para extraer su sangre debió realizarse en alguna zona vital como puede ser la arteria carótida. Y el horrible remedio fue inútil porque el papa falleció también.

La bufanda negra que mantenía la temperatura de la sangre a su vez servía para camuflar el frasco entre las ropas de la novicia Teresa, convertida en la asistente secreta de la priora y el propio doctor. Nadie en el convento sabía que ella escapaba de madrugada abriendo distintas portezuelas secretas para ir en busca de aquella sangre a la que la priora parecía haberse convertido en adicta, pues los días de semana santa que el carnicero no mataba ninguna res, sufría una especie de síndrome de abstinencia. El obispo tampoco aceptaría de buen grado que la priora recurriera a un matarife judío, pero el doctor se lo había recomendado por su destreza y pulcritud en la maniobra de recoger la sangre.

La novicia pasaba auténtico miedo en su recorrido por las calles solitarias. El puerto no quedaba lejos y sus hábitos no iban a salvarla del ataque de algún marinero ansioso de sexo, ella era joven y muy hermosa pese a la ropa talar, a la opresora banda de tela de algodón que aplastaba y disimulaba sus senos turgentes. Pero, hasta el momento, había tenido suerte en ese aspecto, no fue atacada ninguna amanecida, regresaba tan virgen como saliera del convento.

Las religiosas vivían tiempos terribles, la desamortización despojaba de sus seculares propiedades a la comunidad del Monte Sion y las monjas se veían obligadas a abandonar el convento ubicado en las inmediaciones de la Puerta del Àngel. Provisionalmente, los monjes trinitarios, también afectados de desalojo, les ofrecían un recinto para guarecerse, pero distaba mucho de ser como la casa-madre.

La enfermedad de la priora se había agravado por el disgusto de verse forzada a abandonar el convento, ya no serían posibles los paseos por el maravilloso claustro que proporcionaba armonía y sosiego a la comunidad femenina. Un rencor sordo la inundaba y parecía corroerla ayudando al progreso de su letal enfermedad. Ella no hubiera puesto la otra mejilla en aquel momento, clavaría con gusto una daga en la garganta del alguacil que osaba ejecutar el desahucio por orden del juez y quizás, eso sí, hubiera sorbido con deleite la sangre que brotara de las venas del indigno.

La novicia Teresa llegó ante una tapia, franqueó la cerradura con la oxidada llave y empujó la portezuela. Descendió unos metros, movió un enrejado que parecía tapar una alcantarilla y se adentró en una especie de túnel estrecho que enlazaba el convento de las monjas y el de los monjes trinitarios, formando una Y griega: A la izquierda las mujeres, a la derecha los hombres. La vieja ciudad estaba perforada por infinidad de túneles y pasadizos que permitían la huida en caso de ataque, y también favorecían un discreto acceso a otras dependencias por parte de visitantes furtivos que no debían acudir a aquel lugar. Posiblemente, solo ella y la propia priora conocieran la existencia de aquel largo túnel que enlazaba el convento con una anodina calleja. La superiora trataba por todos los medios de que no se conociera su terrible secreto, que prácticamente se alimentaba de sangre en un desesperado intento de no caer en las garras de la Muerte. Pese a considerarse esposa del Altísimo, no parecía demasiado convencida de que éste la acogiera en su paraíso con los brazos abiertos.

Teresa ignoraba que, en las viejas tabernas del puerto, hombres ebrios se excitaban y deleitaban inventando y repitiendo historias obscenas de contactos carnales de clérigos o burgueses ricos con bellas novicias a las que incluso dejaban encinta haciéndoles enormes barrigas, claro que a otras las sodomizaban para evitar el riesgo de embarazos indeseados, y en este caso, el precio pagado a la abadesa era un poco más bajo. En las sagradas escrituras se hablaba mucho de preservar la virginidad del himen, pero de otras vías no se hablaba. ¿Serían menos pecaminosas? La imaginación calenturienta que fomentaba aquellas historias contadas por el populacho y que nadie corroboraba, carecía de límites.

Teresa gozaba de cierta protección e inmunidad en el convento gracias a aquellos frascos de sangre que transportaba apresuradamente desde la carnicería a la celda de la priora.

Lo cierto es que la muchacha no tenía vocación religiosa alguna. Procedía de un entorno rural, su madre quería a toda costa casar a la hermana mayor y la presencia de la atractiva jovencita era un obstáculo insalvable. Cuando los posibles pretendientes descubrían a la hermana pequeña, perdían todo interés por la primogénita que ya empezaba a acumular años y corría el riesgo de convertirse en una solterona. La familia decidió que la solución era librarse de Teresa y para ello, lo mejor era confinarla en un convento. Como carecía de dote, se suponía que la muchacha iba a alcanzar solo el rango de simple limpiadora dentro de la comunidad religiosa. La propia Teresa no se rebeló demasiado, pensó que en el convento podía adquirir cierta cultura, la enseñarían a cantar y quizás a leer, no veía ante sí ninguna otra salida, salvo convertirse en prostituta. El ambiente en su hogar era tan enrarecido, tan hostil, que seguro que en el convento no estaría peor. Por otro lado, antes de tomar los votos, ya decidiría si no le convenía más escaparse. Conocer aquellos pasadizos secretos para salir del convento le parecía una opción muy interesante que le facilitaría la libertad cuando no pudiera aguantar más la disciplina, el ayuno, la pobreza, la absoluta obediencia que coartaba cualquier decisión personal. Lo que menos la preocupaba era la castidad, no conocía varón y ningún estímulo erótico le complicaba la vida por el momento. Demasiadas mujeres del pueblo habían muerto tras el parto y ella no dejaba de asociar sexo con muerte. Y las mujeres supervivientes, enlazaban un embarazo con otro, un problema del que se libraban las esposas de Cristo.

Penetró en el convento siguiendo los cauces habituales, sabía que debía dirigirse al despacho de la abadesa directamente, ésta la esperaba ansiosa para ingerir la sangre. Debía transcurrir el mínimo lapso de tiempo entre la extracción desde las venas del animal a ser ingerida por la priora, una mujer de unos cincuenta o sesenta años que mantenía un férreo carácter casi despótico y una inteligencia despierta.

Cuando la novicia Teresa franqueó la puerta del despacho sin llamar previamente, esas eran las instrucciones que tenía para que nadie se alertara, descubrió una escena insólita que no esperaba en absoluto.

La priora yacía sobre la alfombra, sus piernas se agitaban presa de horribles convulsiones y su hábito, su hábito era ya una horrible mancha roja. Un violento vómito de sangre había escapado de sus pulmones rotos, no conseguía articular palabra, su respiración era ya estertor mientras las pupilas aún vivas mostraban una expresión de alucinado desconcierto, como si ya visionara el fuego del infierno.

Teresa depositó el frasco de sangre en el suelo, ella misma estaba temblando, no sabía qué hacer. ¿Debía llamar pidiendo auxilio? Si lo hacía, contravendría las tajantes órdenes de la propia abadesa, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que ya era imposible salvar la vida de aquella mujer devorada por la enfermedad. Una cosa la sorprendió: La puerta del armario de madera donde la priora guardaba los documentos de la congregación, estaba abierta, la llave permanecía en la cerradura. Una irreprimible curiosidad la impelió a acercarse al mueble. Dentro descubrió una bolsa cerrada con un cordón, no dudó en abrirla y lo que descubrió casi desorbitó sus ojos: Apretados rollos de papel moneda y joyas, un montón de joyas, anillos, pulseras, sin duda aquella bolsa contenía las donaciones y limosnas de muchos feligreses para el mantenimiento del culto y del propio convento. La priora pensaría que, con aquel pequeño tesoro, sería posible costear un nuevo lugar donde la comunidad resurgiera.

Teresa miró a la priora, le pareció que sus ojos ya estaban vidriosos, y tomó una rápida decisión que se abstuvo de meditar: Guardó la bolsa entre sus hábitos y rebuscó en el libro registro del que arrancó las partidas de nacimiento y bautismo que la priora guardaba celosamente, era obligatorio entregarlas al llegar al convento, como si junto con aquellos documentos donaran también la propiedad de su alma, de su cuerpo. Cerró de nuevo la puerta del armario y enterró la llave en la maceta con aspidistras que decoraba uno de los ángulos de la estancia.

Teresa abandonó el despacho no sin antes arrebatar de la mano de la agonizante el anillo que simbolizaba su matrimonio místico con Jesucristo y también le confería autoridad, un anillo que siempre le había parecido encerraba un poder mágico. Estaba manchado de sangre, pero ella no dudó en guardarlo en el bolsillo de su hábito. Cerró la puerta cuidadosamente, no se produjo ni el más leve chirrido. Y plena de ansiedad, conteniendo el jadeo, desanduvo el camino que tantas veces recorriera para regresar a los siniestros pasadizos subterráneos, túneles en forma de Y griega que la devolvieron a una calle que el sol ya iluminaba con una claridad que se le antojó distinta. Era una mujer libre y además, rica. Su pecho se distendió con un suspiro con el que intentó acaparar el aire de un nuevo mundo. Sus dedos hurgaron dentro del bolsillo del hábito queriendo acariciar el anillo, pero sorprendentemente, no lo encontró: Lo había perdido en su precipitada huida.

Rigoletto

Barcelona, 1861.

 

Qué lejos quedaba la novicia Teresa de aquella mujer cincuentona, un poco entrada en carnes, de rotundas caderas que la amplia falda potenciaba. Las arrugas, los estragos de la vejez parecían respetarla, se veía hermosa, como si hubiera hecho un pacto con un Mefistófeles amistoso habida cuenta de que, en el fondo, ambos tenían muchas cosas en común.

Los maestros chinos aseguran que, si cambias de nombre, también cambia el curso de tu destino. Muchos años atrás, en su apresurada salida del convento, Teresa se había llevado distintas partidas de nacimiento robadas al archivo. A su elección tenía diversos nombres de mujeres para elegir una nueva identidad y había optado por la de una joven de buena familia fallecida a los seis meses de su forzado ingreso en el convento, obligada tras un turbio asunto amoroso con un tío carnal y casado, para más inri. Encerrar a aquella muchacha en el convento era equivalente a una muerte social, la privaban de libertad en una ciudad distinta donde le cambiarían el nombre y nadie volvería a saber de ella.

Cuando falleció, ningún miembro de su familia directa acudió al funeral, a lo mejor ni les avisaron, y la enterraron en el cementerio del convento, fue como si nunca hubiera existido. Eres tierra y vuelves a la tierra, salmodiaron en el funeral más desconsolado que nadie podía imaginar. Las monjas ni siquiera vertieron lágrimas por la pérdida, la joven Angélica era casi una desconocida recién llegada al convento y cumpliendo órdenes estrictas de sus familiares, la abadesa la sometió a un especial régimen de aislamiento en su celda para que reflexionara y se arrepintiera sobre su conducta libidinosa con el tío carnal, sin que nadie se preocupara de averiguar si había sido la víctima inocente seducida por un pederasta.

En la obtusa sociedad patriarcal, ser mujer conllevaba el estigma de pecadora, gracias al precedente de Eva y la serpiente. Para las autoridades religiosas, la mujer era el vehículo fácil que el diablo utilizaba para tentar a los hombres que, en ocasiones, no lograban contener su instinto natural.

Teresa prefirió iniciar su nueva vida con un nombre distinto, que ningún miembro de su familia rural pudiera ya encontrarla y mucho menos aprovecharse del botín de joyas sustraído en el convento mientras la priora agonizaba, un botín que el resto de las monjas seguramente ignoraba.

Las condiciones de vida en el convento no podían ser más duras y precarias, se pasaba frío y la comida era escasa y mala, en todo momento se apelaba a que “Jesucristo sufrió más en la cruz, nuestro sacrificio de pobreza permanente nos permitirá ser dignas de Él”.

Una astucia natural la había impulsado a adoptar otro nombre, total, en el convento se lo hubieran cambiado también al tomar los votos. Si alguna vez se descubría la desaparición de las joyas donadas como limosna por piadosos feligreses, algo bastante improbable, y buscaban a una postulante llamada Teresa Blas, nunca la identificarían con ella. Según sus nuevos documentos se llamaba Angélica del Prado y vestida con ropas elegantes, bien maquillada y con complicados peinados, resultaba impensable que nadie la asociara con Teresa.

Aún recordaba su angustiada huida del convento, los sucesos tenían tal relevancia en su vida que quedaron grabados a fuego en su mente, imborrables. El único refugio viable que conocía entonces era la propia carnicería del judío, a él acudió en demanda de ayuda a cambio de algunas joyas que le aseguró eran una herencia familiar. El hombre se encogió de hombros, no se cuestionó la procedencia de las alhajas, le daba igual, pero no aceptó, era un individuo básico pero honrado. Se ofreció a ponerla en contacto con un viejo conocido que realizaba continuos viajes a través de Francia, ese hombre le pagaría por las joyas y las vendería en Francia u Holanda utilizando sus contactos. Lógicamente, el intermediario percibiría una comisión sabrosa, pero ella a cambio obtendría una cantidad de dinero importante para comprarse una casa o montarse un negocio, eso era asunto suyo. Lo único que estaba dispuesto a aceptar de la joven era convertirla en socia de su carnicería y así ampliar su comercio. Vender carne siempre sería un negocio seguro, la gente necesitaba comer. Los obreros apenas probaban la carne, solo por Navidad, pero las familias aposentadas sí realizaban buenas compras y se permitían elegir los trozos más tiernos y selectos. La idea de tener que oler con frecuencia las pestilencias del pequeño matadero, algo que la repugnaba, hicieron que Teresa se decidiera por otra salida profesional. Había aprendido a coser y si era necesario, contrataría algunas mujeres expertas que la ayudaran. La parte del alijo de joyas que aún conservaba, le hubiera permitido vivir ociosa, sin trabajar, pero prefería ofrecer una imagen de cierta normalidad, que la gente pensara que salía adelante en la vida gracias a un trabajo esforzado y honorable. Si alguien pensaba que era una mujer rica, correría mucho más peligro y sin duda hurgarían en su pasado buscando el origen de su fortuna. Mejor pasar desapercibida, era joven, pero su inteligencia natural y su pragmatismo la encaminaron a llevar una vida discreta en una época terriblemente convulsa donde las mujeres tenían poquísimas opciones; si no encontraban un marido que las protegiera, podían acabar explotadas por proxenetas.

Lo de llevar una vida discreta, lo consiguió en parte. De su taller de modista comenzaron a salir vestidos imaginativos y elegantes que, en una secuencia lenta pero segura, acabaron formando parte del vestuario de mujeres bien aposentadas de la ciudad e incluso, al comenzar las funciones en el gran teatro del Liceu, los lucieron en los estrenos. El “boca oreja” funcionó bien y desbordada por su propio éxito, Teresa invirtió una cantidad sabrosa de su capital oculto en adquirir pieles y sedas de un importador, corrió un riesgo importante y el proyecto no salió como ella deseaba. Proveedores sin escrúpulos la timaron lisa y llanamente, y ella no se atrevió a llevar adelante denuncia alguna, siempre temerosa de que parte de su pasado saliera a la luz.

Acostumbrada a la seguridad económica que le deparaba su pequeño tesoro de joyas, perder una parte del mismo la aterrorizó. Para ella, la libertad personal era consecuencia directa de poseer dinero. Por eso, cuando una clienta le pidió una ayuda especial en un momento dado, aceptó. Si había la posibilidad de obtener unos ingresos añadidos aparte del dinero ganado vendiendo vestidos, no iba a desaprovecharla. Su mentalidad era absolutamente pragmática y calculadora y a sí misma se dijo que sus cuentas nunca estarían en números rojos, las aumentaría sin importarle cómo.

Y a partir de aquel día, además de modista, actuó como una madam para señoras adineradas que acudían a su tienda a buscar un vestido que se probaban en un tocador lujosamente decorado al estilo francés, cortinajes de terciopelo, enormes divanes, espejos de cuerpo entero y un bar con champagne y golosinas. Y en una estancia anexa, en una espléndida bañera, podían lavarse los sudores que un ratito antes hubieran compartido con algún galán con el que, casualmente, se habían tropezado en el probador, el cual había entrado por la calle de atrás siguiendo un laberíntico recorrido.

Años más tarde, en Barcelona algunos burdeles serían llamados coloquialmente “casas de barrets”. Los sombreros que se vendían en dichos comercios tenían todos idéntico precio, pero si el cliente añadía una propina a ese precio, se entendía que buscaba algo más y se le hacía pasar a una discreta trastienda donde una chica amable y divertida le esperaba dispuesta a hacerle pasar un buen rato. Si el cliente era un ingenuo que simplemente buscaba un sombrero, se le vendía por el precio exacto y punto.

Teresa no vendía sombreros a los caballeros, pero podía considerarse pionera en el arte de sacar rendimiento a su trastienda. Algunos de sus vestidos alcanzaban un precio mayor y no solo eso, poco a poco fue conociendo un montón de secretos inconfesables que le daba poder sobre aquellas mujeres, santas esposas en apariencia, pero con debilidades carnales, algo que ella no parecía tener. El sexo seguía sin preocuparla, lo único que la motivaba era acumular dinero, que sus números no bajaran, constatar sus cuentas saneadas era su mejor orgasmo. Una debilidad sí tenía Teresa: La buena mesa. Había pasado tantas privaciones en la primera etapa de su vida que disfrutaba saboreando los manjares selectos que tras su salida del convento podía permitirse. Era una habitual de la Casa Bofarull de la calle Escudellers y de Can Culleretes, tampoco despreciaba las selectas paellas del Set Portes. Según el día de la semana, elegía un restaurante u otro en función de sus menús.

Sus contactos con damas elegantes la pulieron, impregnándola de un saber estar, de una elegancia sofisticada en gestos y palabras. Seguía sin ser una mujer culta, pero era ladina y sabía disimular sus carencias. Diferenciaba claramente el taller donde se confeccionaban los vestidos, donde un seleccionado grupo de mujeres muy hábiles bordaban y cosían las prendas, y la boutique donde se exhibían y probaban los vestidos y que ella gestionaba personalmente. A su manera, había creado una especie de “convento de la costura”, una comunidad exclusivamente femenina donde elegía preferentemente mujeres solteras y viudas, sin ataduras familiares. No exigía que no tuvieran contacto carnal con hombres, pero faltaba poco. De su estancia con las monjas había adquirido una idea de la disciplina y del silencio que resultaba muy útil en su negocio. Trataba a sus empleadas con actitudes copiadas de su antigua priora.

Frecuentaba las sesiones de ópera y departía gentilmente con caballeros y damas, muchos de los cuales habían pasado por su trastienda, pero su absoluta discreción y secretismo le evitó tener ningún problema y por contra, salió muy beneficiada. Era una mujer respetada.

El día anterior, se había representado la ópera Rigoletto, de Verdi, y ese mismo día 9 de abril, debía representarse una obra de teatro, Fortuna contra Fortuna, de Tomás Rodríguez Rubí.

Aquel tibio atardecer del 9 de abril, y gracias a una clienta asidua al Liceu, Teresa consiguió permiso para visitar la sección de sastrería ubicada en el cuarto piso. Le habían hablado de que el teatro había adquirido una novedosa máquina de coser Singer y deseaba ver cómo funcionaba por si le interesaba adquirir una para su taller. No había nadie en la planta de sastrería.

Sin llegar a descubrir la nueva máquina, comenzó a deambular moviendo los distintos trajes colgados en perchas. Quedó maravillada al constatar que los tejidos de los vestidos eran de gran calidad y los diseños, espectaculares, aquello era un nidal de ideas que, algo transformadas, servirían para aplicarlas a los vestidos que su taller confeccionara.

La luz del atardecer descendía y para ver mejor los aderezos de un espectacular vestido granate que supuso sería para una prima donna, se acercó a un candil de aceite que, apagado, reposaba sobre una mesa. Deseaba encenderlo y no paró hasta encontrar unos fósforos que aplicó a la mecha. La luz fue aumentando ligeramente y ella prosiguió con su interesada tarea de revisar otros vestidos, moviendo ampulosas faldas, agitando velos de danzarinas.

Sin darse cuenta, la lámpara se volcó y la llamita del candil prendió uno de aquellos velos que ella acababa de agitar para admirar sus bordados. Abrió los ojos, asustada, sin reaccionar ni buscar la manera de apagar de inmediato el pequeño incendio.

Sin mirar atrás, bajó las escaleras huyendo apresuradamente, temerosa de que alguien pudiera acusarla de provocar el incendio. Afortunadamente para ella, nadie la había visto llegar a la sastrería. El fuego se propagó con horrible presteza dado que en todo el teatro predominaba la madera, los pesados cortinajes.

Los vecinos intentaron rápidamente apagar el incendio formando largas hileras con cubos de agua que se pasaban de unos a otros.

Todos amaban aquel teatro, lo consideraban parte de su vida, aunque jamás hubieran pisado la platea, porque los verdaderos amantes de la ópera, los que sí eran capaces de determinar cuando acababa un aria y comenzaba una cabaletta, eran los obreros que se encaramaban al “gallinero” y entraban por la calle lateral.

Cuando arribaron los bomberos, no estuvieron a tiempo de utilizar los depósitos de agua y el hermosísimo recinto quedó convertido en una tea ardiente

Cuando las autoridades hicieron el recuento de lo que se había perdido y salvado en el teatro, constataron que permanecían indemnes las escalinatas del vestíbulo, parte de las estructuras del salón de descanso, diversos corredores. El Círculo del Liceo no resultó afectado.

Al día siguiente, el “Diario de Barcelona” publicaba un estremecedor artículo que incluía un párrafo muy descriptivo de la tragedia:

El fuego se estendió por los bastidores y las bambalinas con la rapidez de una chispa eléctrica, é inútil fué el recurso estremo de que se echó mano, y que era el de ir cortando las cuerdas de todos los telones. (...) El calor de las llamas, el humo sofocante que estas despedían al consumir colores y tantas materias resinosas, les obligó á abandonar sus puestos, y en breves minutos ardía todo el palco escénico y el fuego se apoderaba de la platea. (...) Al incendiarse el telón de boca, cortada por el fuego las cuerdas que lo sostenían, cayó como un mar de llamas sobre los asientos, produciendo el mismo efecto de un oleage embravecido. (...) parecía el pasillo del anfiteatro de primer piso la boca de un grandioso horno todo el coliseo. Por la mencionada escalera de mármol, rodaban encendidos los adornos y maderas, que cayendo de los pisos superiores, pasaban por el pasillo. Por las puertas del pórtico pasaba una corriente de aire espantoso, y el ruido de las llamas era aterrador. (...) Todos cuantos se hallaban en el vestíbulo lo abandonaron precipitadamente en el momento en que se desplomó la gran armadura central, é cuyo terrible ruido pareció que todo el Liceo se venía á bajo.

A pesar de que la ciudad quedó conmocionada por la tragedia y muchas personas temieron perder sus casas, ubicadas en las inmediaciones del teatro, la modista no resultó perjudicada en absoluto, una modista que se hizo aún más famosa y a la que acabaron llamando Madame Angélica. Jamás nadie la asoció con el brutal primer incendio del teatro, seguía estando protegida por el diablo.

Desde el más allá, ¿un vengativo espíritu se había servido de Teresa para reducir a cenizas aquella catedral pagana que rendía culto a un arte profano y se asentaba sobre los cimientos de un convento?

¿Cómo fue el final de la modista virgen? Nunca quedó claro. Un día, los brazos de la Muerte la acogieron, un maligno tumor en su útero, murmuraron, sarcasmos del destino en una mujer que había excluido el sexo de su vida. Sus empleadas optaron por silenciar el desenlace, prefirieron explicar que había viajado a Paris para enterarse de las últimas novedades de la moda en la capital francesa. Temerosas de perder su trabajo, prosiguieron creando en el taller como si nada ocurriera. ¿Acabaron encontrando en algún escondrijo las joyas, el dinero que Teresa guardaba como una urraca? Era un tesoro secreto y continuó siendo secreto, las costureras habían aprendido el inestimable valor del silencio. Con el tiempo, las clientas cambiaron, dejaron de preguntar por Madame Angélica. El taller continuó, convertido en una comunidad femenina por la que pasaban madres, hijas, nietas.

Sapho

La aldea parecía maldita, hasta el sol la rehuía. Durante casi todo el año, la lluvia era omnipresente, los caminos siempre encharcados obligaban a los habitantes de la aldea a utilizar zuecos.

La única diversión de aquel lugar parecía ser copular. No se entendía como familias que apenas tenían comida para subsistir podían llegar a engendrar seis o siete hijos, aunque, por desgracia, muchos de aquellos niños no alcanzaban la edad adulta, morían de desnutrición o de las enfermedades que la propia desnutrición provocaba.

Justina era una de esas mujeres que ya tenía seis hijos y dentro de su barriga, pataleaba otra criatura ansiosa de salir, aunque cuando viera el mundo hostil que le aguardaba afuera, a lo mejor intentaría inútilmente regresar al útero protector.

La mujer acudía con regularidad a la iglesia, se ocupaba de limpiar el recinto y la propia vivienda del cura, un hombre enjuto de ideas fijas y ansioso de agradar al obispo a ver si lo enviaba a otra parroquia más rica e importante. Tenía estudios musicales y su obsesión era conseguir un coro que conectara directamente con el Altísimo y maravillara a propios y extraños, un coro que debía estar conformado exclusivamente por varones, pues tenía claro que, según Corintios I, capítulo 14, v34, “mulieres en ecclessiis taceant”, o sea, las mujeres no podían hablar y mucho menos cantar en una iglesia.

Aquella tarde fría y húmeda, mientras veía a Justina arrodillada limpiando el suelo de baldosas rojas de su casa, el avanzado embarazo no la eximía de la tarea, le propuso algo que estuvo seguro la ayudaría en la maltrecha economía familiar. La mujer se medio incorporó para escuchar con atención las palabras del párroco. Este le explicó que estaba dispuesto a hacerse cargo de la educación de su hijo Dimas, le había hecho pruebas de voz y el chico prometía. Podría hacer de monaguillo y, además, participaría en el coro. Estaría mucho mejor alimentado que en su propia casa y aprendería música, solfeo e incluso a tocar el piano. Si lo dejaba bajo su tutela, el muchacho saldría muy beneficiado.