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Una intrigante obra de suspense y romance en la que nos trasportamos a un amor más allá del espacio y del tiempo en una Barcelona más feliz. Dafne, una joven restauradora catalana, descubre un compartimento oculto en un secreter inglés. En su interior contiene documentos que hablan del amor culpable de un político del siglo pasado con una vedette del teatro del Paralelo barcelonés, la pasión que los arrastró a los dos y las terribles consecuencias que su amor prohibido les trajo. Una historia de intrigas, romances y secretos que no dejará a nadie indiferente.
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Seitenzahl: 285
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Angels Gimeno
Saga
El químico escéptico
Copyright © 2023 Angels Gimeno and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728539705
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Un secreter de caoba del ebanista inglés Sheraton guarda en un escondrijo secreto documentos que comprometen gravemente a un político ultraconservador español, poniendo de manifiesto sus amores culpables con una vedette del Paralelo barcelonés y las terribles consecuencias que tuvo ese romance que nadie conoce.
Dafne, la joven que se encarga de restaurar el valioso mueble, descubre accidentalmente esos documentos de los cuales su tía, una mujer sin escrúpulos, intenta sacar rendimiento sin importarle el riesgo de muerte que correrá la muchacha mientras ésta cae en los brazos de Oliver, su químico escéptico, un divorciado que detesta a las mujeres tras el fracaso de su matrimonio y que está dispuesto a utilizarlas simplemente como objeto de placer. Amante de las motos y la velocidad, el hombre sufrirá en propia carne las consecuencias de sus locas carreras que le llevarán del Mediterráneo a las selvas amazónicas.
La macabra y enorme silla de madera con reposabrazos, en el centro del entarimado e iluminada por el foco que incidía directamente sobre ella, despedía una especie de halo sobrecogedor y maligno que propiciaba el rechazo; era difícil que alguien sensible pudiera mirarla con una sonrisa divertida, esa sonrisa acababa deshaciéndose entre los labios con un regusto ácido.
Correas de cuero para inmovilizar el tórax, el cuello, correas para atar los brazos, las piernas, los tobillos... Dios, cuántas correas y qué sólidas parecían. Colgado del respaldo y unido a un cable que desaparecía en la pared que había detrás, una especie de casquete metálico.
Rodeando la vetusta silla eléctrica, otras sillas de tijera, dispuestas en círculo y ocupadas por unos cuarenta jóvenes que serían testigos de la ejecución. Dos hombres altos y fuertes como gorilas, vestidos con un uniforme azul marino y gorra de plato como si fueran policías, condujeron hasta la silla a un muchacho que se debatía y gritaba de forma espectacular. Los rostros de los supuestos agentes eran impenetrables, se movían con fría determinación y cada uno de sus gestos parecía cuidadosamente estudiado. Aunque el chico se resistió, les costó muy poco inmovilizar su cuerpo con las correas que eran muy anchas y tenían gruesas hebillas. Una correa más delgada ajustó su barbilla contra el respaldo de la terrible silla.
—Deberíamos rasurarle la coronilla para que el pelo no obstaculice el paso de la corriente eléctrica, pero como ya se está quedando calvo, pasaremos por alto ese trámite. Lo que sí haremos es afeitarle los tobillos...
—¡Eh, alto, alto, aparten de mí esa cuchilla...!
Como ya estaba atado con las correas, no le hicieron el más mínimo caso; subieron la pernera del pantalón tejano y con una gran cuchilla procedieron a afeitarle el vello oscuro de la pierna, alrededor del tobillo.
El siguiente paso fue cubrirle la cabeza con un saco de tela negra, no tenía orificio alguno y el joven que iba a ser el actor principal en aquella ejecución se vio rodeado de una oscuridad húmeda y pegajosa. Los presentes enmudecieron, la escena estaba calando en ellos, sobre todo porque los gritos del reo ya no sonaban divertidos, gorgoteaba sonidos, palabras confusas bajo el saco negro y esas palabras estaban impregnadas de ansiedad. Su frente, todo su rostro, se había perlado de sudor, notaba su sabor salado mojando sus labios y deslizándose luego por el mentón.
—Esperemos que la energía eléctrica no falle en el momento adecuado, porque eso nos obligaría a suspender la ejecución —comentó uno de los agentes mientras procedía a ajustar el horrible casco metálico sobre la cabeza del reo. Previamente, a su tobillo rasurado, habían adherido algo que parecía una ventosa, debía ser un electrodo—. Claro que lo peor que podría ocurrir es que la electricidad venga floja, porque entonces sólo se nos achicharrará a medias. Con la esponja mojada que hay en este cubo intentaremos apagarlo si se nos incendia... Si entre los presentes hay alguien especialmente sensible, todavía está a tiempo de abandonar la sala, no queremos que nadie se ponga a vomitar. He de advertirles que el humo que se produce y el olor a carne quemada es francamente desagradable...
Algunas muchachas se removieron en sus asientos, inquietas a su pesar; otras se mordieron los labios, fascinadas por la escena que se desarrollaba en aquella especie de lóbrego almacén con paredes de obra vista semicubiertas por un hollín grasiento mezclado con esquirlas de metal despedidas por fresadoras, tornos o pulidoras; aquel recinto debía haber albergado antes un taller mecánico, las máquinas habían sido retiradas en su totalidad y cementado el suelo de nuevo, pero los muros conservaban toda su suciedad pegajosa y hasta parecía olerse aún la taladrina. La industria desplazada por el ocio en una ciudad que parecía condenada a divertirse, el azul de los monos de los mecánicos sustituido por el azul de los pantalones tejanos pegados a las caderas.
—Carlos López, de acuerdo con la ley de nuestro estado, ahora se te aplicará una descarga eléctrica que pondrá fin a tu vida... ¿Tienes alguna última voluntad?
El reo fue incapaz de balbucir unas palabras audibles como respuesta, sólo una especie de maullido escapó por debajo de la bolsa negra. Algún chico, entre el público, rezongó:
—Que se la chupen...
Uno de los agentes, con expresión severa, gruñó:
—Los testigos deben guardar la debida compostura o serán desalojados del recinto de inmediato.
El otro policía se apartó del condenado que era incapaz de moverse, las ataduras eran demasiado sólidas, y se acercó a la pared de la derecha donde destacaba una reluciente palanca trifásica de enormes dimensiones.
Las luces del recinto bajaron espectacularmente de intensidad, los presentes se vieron inmersos casi en las tinieblas. Sólo la silla, sobre la tarima que apenas tendría un palmo de altura, permanecía iluminada por un foco de color ámbar. Un zumbido prolongado y extraño laceró sus oídos y semejó convulsionar sus pechos...
De la silla comenzaron a escapar pequeñas chispas y un humo denso y rojizo. Todo el cuerpo del reo se agitó. Sus músculos, pese a la inmovilidad a que le sometían las correas, se convulsionaron como movidos por una música diabólica. Un alarido que no parecía acabar nunca escapó de debajo de la bolsa negra y estremeció los espinazos de los presentes.
El tiempo semejó detenerse, nadie supo si todo había sido muy rápido o había durado una eternidad. El cuerpo del muchacho quedó quieto al fin y todas las luces se encendieron de golpe haciendo parpadear a los presentes, bruscamente deslumbrados.
Las notas vibrantes y ensordecedoras del “Rock de la prisión” pusieron el punto final a aquella ejecución en la silla eléctrica.
Los asistentes, puestos en pie, comenzaron a aplaudir rabiosamente. Los agentes vestidos de azul saludaron junto a la tarima como auténticos actores de teatro y se alejaron dejando el cuerpo del muchacho atado en la silla.
—¡Eh, eh! ¿Es que no van a soltarme?
Ambos se volvieron hacia él con cara de perplejidad. Uno de ellos masculló:
—Parece que sigue vivo... Habrá que aplicarle una segunda descarga más fuerte...
Sin embargo, se acercaron a la silla y comenzaron a desabrochar las grandes hebillas para dejar libre el cuerpo del condenado.
—Chico, si quieres una segunda descarga, tendrás que pagar otra vez.
El tal Carlos López se levantó de la silla de un brinco, sus piernas temblaban, pero estaba ansioso de alejarse corriendo; la descarga en la silla eléctrica, las sensaciones que pretendían remedar las que sufren los ejecutados mediante un multiplicador de vibraciones, le habían parecido menos divertidas de lo que esperaba.
Varias chicas le rodearon y le besaron entre gritos, como si realmente fuera un resucitado, a él poco a poco se le pasó el susto y entre chanzas y bromas, todos abandonaron aquel anexo de la discoteca “La Sartén por el mango” y entraron en el recinto principal donde una masa de jóvenes de ambos sexos, inmunes a la fatiga y con una energía digna de mejor causa, se contorsionaban bajo la demoledora música máquina.
—¡Ha sido genial! ¿No te parece, Dafne?
Dafne apenas dibujó una sonrisa al comentario de su amiga Pilar, el espectáculo que acababa de presenciar le parecía de absoluto mal gusto, pero prefirió no expresar su opinión en voz alta.
—Me pregunto qué hacemos aquí. Si pegáramos la oreja al motor de una excavadora sería una música más agradable.
—Jo, pareces la más carroza del grupo aunque seas la más joven...
—¿No te das cuenta de que todos estos chicos que se mueven como si los estuviera mordiendo un alacrán ya son de otra generación? Nosotras tres ya hemos saltado la barrera de los treinta y esta discoteca es para gente mucho más joven, todos deben tener veinte años a lo sumo.
Martina y Pilar rezongaron protestonas, pero la evidencia acabó imponiéndose y a la vista de la fauna que las rodeaba, no tardaron demasiado tiempo en abandonar la ruidosa y destartalada discoteca ubicada en un polígono industrial a las afueras de Hospitalet; allí nada tenían que hacer, ellas ya no encajaban en aquel ambiente tan juvenil.
Se metieron en el flamante Peugeot 306 de color azul propiedad de Pilar que aguardaba en el aparcamiento y la chica, antes de accionar la llave de contacto, se volvió hacia sus dos amigas para preguntar:
—¿Qué hacemos ahora, adónde vamos? ¿Es que otra noche del viernes voy a pasármela en blanco?
—Tú eres la guía, tú verás a donde nos llevas, pero que sea a un sitio donde haya tíos con una edad más parecida a la nuestra y una música que no perfore los tímpanos.
—Mira, los tíos de nuestra edad ya están todos ocupados. Si encontramos alguno libre será un divorciado y esos están tan resabiados que no hay manera de cazarlos, lo máximo que les sacas es un quiqui y luego pasan de ti como si fueras un klínex usado.
—Oyéndoos hablar, ya me veo ligando en un club para usuarios de la tercera edad —se lamentó Martina, que tenía una especial mala suerte con los novios. Era rubia y un poco bobalicona, pero tenía un carácter dulce y sumiso y siempre estaba dispuesta a alabar las virtudes de sus compañeros y a decirles lo guapos e inteligentes que eran. Tenía ya treinta y tres años, había convivido en diversas ocasiones con hombres, pero éstos acababan largándose siempre, a lo sumo le duraban un par de meses, y nadie lo entendía, porque Martina era una cocinera excelente que disfrutaba elaborando platos sofisticados, pero los tipos no aguantaban a su lado ni con el soborno de los sabrosos platillos. Trabajaba en una gestoría y se pasaba la vida haciendo cosas que enriquecían tanto el espíritu y la creatividad como declaraciones de renta de las personas físicas, impuestos de sociedades y declaraciones de IVA. Posiblemente es que acababa hablando a sus ligues de asuntos de su trabajo y eran temas tan poco sugestivos que los pobres no podían soportarlo y preferían huir antes que suicidarse.
—Si os parece, podríamos ir a una discoteca que nos queda cerca, está en Castelldefels y tocan música cubana, a lo mejor allí hay tipos más adecuados para nosotras —propuso Pilar—. Hemos de animarnos un poco o acabaremos con la llorera, sentadas sobre la arena de la playa y contándonos nuestras tragedias, lo cual resulta de lo más aburrido, porque nos las hemos repetido un montón de veces y las sabemos de memoria.
Pilar iba a cumplir treinta y dos años, morena de cabello y de piel, era lo que los hombres podían llamar una real hembra de carnes algo opulentas pese a que la pobrecilla se pasaba la vida probando un régimen alimenticio tras otro, siempre estaba con más hambre que un judío en Auschwitz, pero no había manera de rebajar las “cartucheras” salvo que utilizara un cuchillo jamonero.
—Por mi parte, de acuerdo. ¿Qué dices tú, Martina?
La chica rubia se encogió de hombros y frunció los labios, lo cual significaba que estaba de acuerdo.
Dafne acababa de cumplir treinta años. Ella tenía la suerte de estar delgada, aunque no en exceso, pues sus formas femeninas se realzaban con nitidez describiendo curvas muy atractivas. Era frugal en sus comidas y bastante activa por lo que no tenía problemas de sobrepeso. Tenía los ojos grandes, de pupilas doradas y el cabello, ligeramente más oscuro, lacio y con una melena que le llegaba por debajo de la nuca. Un ligero moldeado de peluquería le daba volumen y rizaba sus puntas hacia afuera. El flequillo, hábilmente desfilado a tijera, ocultaba parcialmente las cejas y dulcificaba la expresión general del rostro que resultaba casi aniñado.
Pilar puso en marcha su coche con una gran delicadeza, hacía sólo quince días que el distribuidor se lo había entregado y su pintura azul estaba tan brillante que mirarlo irritaba los ojos. Ella lo mimaba más que si fuera un caniche, aquel coche la compensaba un poco de sus frustraciones amorosas y lo limpiaba y acariciaba como si fuera un ser vivo. Tenía artritis en la muñeca de firmar tantas Letras para pagarlo, pero pensaba que su cuerpo se merecía aquel capricho ya que, por el momento, estaba en el paro de otras sensaciones más fuertes. Además, cuando conducía, se olvidaba del hambre que siempre la agobiaba y ya no pensaba tanto en pastelillos de nata y chocolate recubiertos de yema quemada y adornados con cerezas confitadas.
Aparcaron en el estacionamiento del amplio recinto y tras abonar la entrada, las tres mujeres se vieron dentro del local, mucho más convencional y repleto de bailarines de una edad más similar e, incluso, superior a la suya. Cerca había un camping y parejas con cara de ser matrimonios habían optado también por mover el esqueleto al ritmo del chachachá, el mambo o el son. En aquel momento, las conocidísimas notas de “La Guantanamera” de Joseíto Fernández vibraban con tanta vitalidad que no parecía que fuera una pieza compuesta setenta años atrás.
“Yo soy un hombre sincero, de donde crece la palma, y antes de morirme quiero, echar mis versos del alma...”, cantaba a pleno pulmón el vocalista sobre el escenario mientras tres gogós mulatas no cesaban de moverse con una energía que parecía infinita e inagotable, incitando a todo el mundo a emularlas.
Las tres amigas se echaron a la pista y comenzaron a ondular sus cuerpos dejándolos a merced de los ritmos caribeños, y estuvieron bailando una pieza tras otra hasta que, agotadas y sudorosas, decidieron marcharse; ellas no tomaban ningún tipo de drogas de diseño, éxtasis o speed, por lo tanto, eran capaces de sentir fatiga, no eran como los chicos de “La Sartén por el mango” que podían llegar a consumir hasta diez pastillas en las rutas de fin de semana. Aquella noche tampoco hubo suerte, no “ligaron” con ningún tipo aceptable, porque los que más o menos se acercaron a ellas les parecieron tan poco atractivos que los desestimaron, aquel viernes su listón aún estaba bastante alto.
Con chistes y comentarios jocosos que disimulaban una ligera decepción, subieron de nuevo a bordo del Peugeot 306, dispuestas a regresar a Barcelona.
La autovía de Castelldefels no iba demasiado cargada de tráfico, rodaban a buena velocidad y el aire perfumado con la sal del mar y la savia de los pinos penetraba por las ventanillas abiertas del vehículo. Dafne, en el asiento delantero, sentía como el viento enfriaba su rostro y agitaba su cabello, y aquella sensación le pareció lo más agradable de la noche de aquel viernes absolutamente olvidable.
Las tres eran solteras, libres e independientes, trabajaban, podían mantenerse a sí mismas e incluso permitirse algún capricho como había hecho Pilar comprándose el coche nuevo. Alardeaban de poder disfrutar cómo y cuándo querían, pero sus grandes diversiones solían acabar como aquel viernes: regresando a sus respectivas casas un poquito frustradas y quizás, un poquito más solas. No obstante, a la semana siguiente volverían a hacer planes y acudirían a cualquier otro lugar de ocio dispuestas a arrasar, porque si se quedaban encerradas en sus casas, era infinitamente peor.
Pilar dejó a sus amigas ante sus respectivas viviendas y las tres se despidieron con besos en las mejillas y prometiéndose que a la siguiente vez que salieran, seguro que conocerían a hombres amables y encantadores que caerían rendidos bajo sus encantos, porque aquella noche sólo se habían topado con imbéciles.
Ya a solas, Dafne pudo relajar las mandíbulas, borró su sonrisa antes de que se convirtiera en mueca y un ligero velo de tristeza cubrió sus facciones. Franqueó la puerta del piso con el llavín y se vio rodeada de oscuridad. Se quitó los zapatos para que el ruido de los tacones no rompiera el silencio y entró en la cocina. De la nevera sacó un zumo de naranja y bebió tratando de mitigar su sed, una sed que no era sólo física. No quiso comprobar si en el contestador había quedado grabado algún mensaje telefónico y no lo hizo porque, salvo su abuela, no había nadie que pudiera llamarla.
Vivía sola en un piso alquilado con muebles en el Ensanche, era un edificio viejo y el piso, de reducidas dimensiones, sólo tenía un dormitorio. Disponía de un balcón soleado que daba a la calle y a ella le encantaba acodarse a él y ver cómo la vida discurría a sus pies, por la amplia acera o rodando sobre el asfalto de la calzada.
A sus dieciocho años había vivido un amor intenso e ingenuo, el primero, el que deja una huella perenne en la memoria. Desde entonces y a pesar de los doce años transcurridos, ninguna otra pasión había alterado su pulso. Había tenido contactos esporádicos y superficiales con diversos hombres, relaciones que no cristalizaron en nada profundo, fundamentalmente porque ella las había cortado cuando se daba cuenta de que podían desembocar en algo más íntimo y comprometido.
Martina, que se las daba de psicóloga (había estudiado un par de cursos de la carrera, pero lo había dejado porque la cosecha de suspensos se le antojó excesiva), aseguraba que Dafne sufría, precisamente, “el complejo de Dafne”, que consistía en el miedo que algunas jóvenes sienten ante el sexo y la sexualidad y cuyas raíces deben buscarse en motivaciones educativas y sociales. Dafne, algo molesta, solía replicarle que, si era tan buena psicóloga, ¿por qué escogía tan mal a sus novios? Y Martina, que ya tenía la respuesta preparada, le soltaba que los tipos que te atraen no suelen ser los que te convienen, que la relación con los hombres estaba condicionada por las dichosas hormonas. De lo contrario, ¿cómo se explicaba que hubiera hombres que sólo con mirarlos te dejaran la boca seca, los pezones enhiestos y las rodillas trémulas y en cambio, ante otros, permanecieras fría e indiferente y tuvieras que disimular los bostezos?
Lo cierto es que Dafne se protegía y encerraba en la concha de un pasado que idealizaba. La melancolía casi le producía un placer morboso pese a que tenía buen cuidado de no exteriorizarlo, procuraba mostrarse siempre alegre y desenfadada, secundaba las bromas y no escatimaba las risas. La tristeza suscitaba un rechazo inmediato, era como una enfermedad que podía contagiarse y había que disimularla para mantener las amistades.
Sí, habían pasado doce largos años, pero las intensas sensaciones de su amor por Juan Antonio no se habían disipado aún, ni la propia muerte había podido arrastrarlas consigo.
Recordaba los largos paseos con él, sus besos, las caricias que no se habían regateado y que, pese a ser inexpertas, de amantes principiantes, eran tan nuevas y desconocidas que su efecto era demoledor sobre unos sentidos que despertaban a la vida amorosa.
Se conocieron en Salou, la localidad turística de la Costa Daurada, frecuentada por tantos jóvenes venidos de los más dispares lugares de España y del resto de Europa. En sus playas, en sus calles y avenidas sombreadas por palmeras, se había fusionado Europa mucho antes de que los políticos lo decidieran firmando complicados protocolos de anexión.
Juan Antonio vivía en Bonavista, un barrio de la periferia de Tarragona que si tenía algo peculiar, era las fachadas de sus casas bajas, en su mayor parte cubiertas de azulejos de dudoso gusto, y calles con números en lugar de nombres, como en Manhattan, pero sin rascacielos y sin Wall Street. Sus padres habían venido del Sur y él era muy guapo, extrovertido y un poco fanfarrón. Sus grandes ojos negros despedían chiribitas, como decían en su tierra.
Trabajaba en los laboratorios de una empresa del polígono químico y, para divertirse, siempre recalaba en Salou a bordo de una motocicleta que, según sus propias palabras, era la más molona de su barrio, su segunda novia después de Dafne, a la que conoció un caluroso anochecer mientras ambos hacían cola para subir a la noria del pequeño parque de atracciones junto al club marítimo.
Fue un amor a primera vista, se enamoraron suspendidos en el aire, sentados en la vagoneta de la altísima noria, con los pies apoyados en el vacío al borde de un mar que brillaba, y ya no se separaron hasta aquella aciaga noche...
A bordo de la motocicleta, Juan Antonio la devolvió al pequeño pueblo de interior donde Dafne se alojaba, en casa de la abuela Cinta. Se despidieron como solían hacerlo y Juan Antonio se alejó a horcajadas sobre su “burra”, llevando en los labios el sabor y la felicidad de un último beso de amor.
Dos días más tarde y a través de un amigo común, Dafne supo que se había quedado viuda sin dejar de ser virgen.
Juan Antonio habría hecho uno de sus habituales alardes y salió despedido de la motocicleta, de la vida. El terrible golpe le partió el cráneo y pasó a ser inquilino del más allá sin apenas haber tenido tiempo de saborear el más acá.
Cuando la muchacha acudió al tanatorio, apenas alcanzó a ver el rostro exangüe y lejano del amado, casi irreconocible en la blanca laxitud de la muerte. Aislado tras el cristal, como si ya fuera un alien, yacía inmóvil en aquella especie de terrario a baja temperatura.
Dafne no conocía a los familiares de Juan Antonio, ella no era más que una extraña, una perfecta desconocida a la que nadie se molestó en saludar y mucho menos consolar.
Amaba profundamente a aquel muchacho, ambos habían compartido las postreras caricias, seguro que él aún conservaba en los labios el sabor de sus besos y se lo llevaba consigo como única vitualla en el viaje sin retorno, pero la joven no tenía entidad ni importancia alguna en el duelo familiar, apenas era una sombra silenciosa, todo el protagonismo lo acaparaba la madre del muchacho muerto que, sentada en el sofá de tela oscura, con los brazos abiertos, como si estuviera crucificada, brazos que asían otras dos mujeres, nadie sabía si era para impedirle escapar, a intervalos soltaba gritos y alaridos desgarradores con los que ponía de manifiesto la pena tan grande que la embargaba. ¿Cómo Dios podía haberla castigado de forma tan terrible matando al hijo de sus entrañas? Si no se arrancaba el cabello a mechones, poco le faltaba.
Infinidad de ramos y coronas de flores, familiares y amigos se habían volcado en exteriorizar su condolencia pese a que la tragedia era casi habitual y cotidiana.
Cuántos jóvenes perecían víctimas de accidentes de tráfico que se los iban llevando como una guerra no declarada, con cifras regulares que se cumplían inexorables y matemáticas, como si el azar apenas participara en la tragedia, cuerpos llenos de vida que el fin de semana segaba como una guadaña y cuyos órganos eran esperados con ansiedad por las unidades de trasplante de los hospitales, una muerte apañaba una vida.
El olor de tantas flores descomponiéndose rápidamente en el caluroso y húmedo agosto era tan intenso que se convertía en nauseabundo y llegó a producirle náuseas, Dafne pasó mucho tiempo sin poder entrar en una floristería; la acumulación de flores cortadas le recordaba la fragancia de la muerte.
Los empleados de la funeraria tardaron poco en cerrar la tapa del féretro, lo sacaron del tanatorio y lo condujeron a la capilla donde un sacerdote que en vida nunca le había visto el pelo por su parroquia, ensalzó las profundas virtudes cristianas del joven fallecido.
La madre y otras parientes de Juan Antonio no interrumpían sus llantos desgarrados mientras los miembros varones de la familia se mantenían taciturnos o profundamente conmovidos, sin permitir que ninguna lágrima escapara de sus ojos, llorar no era cosa de hombres.
Arrinconada en una de las últimas hileras de bancos, Dafne tampoco se permitió el alivio de las lágrimas. Se sentía culpable de aquella muerte. Juan Antonio había sufrido el accidente por acompañarla al pueblo donde residía, ella había sido el pretexto del que la muerte se había servido para poder atrapar entre sus garras a aquel joven alegre y extrovertido que había estado dispuesto a comerse el mundo, pero el mundo se había anticipado devorándole a él.
Inmersa en un desolado estupor, la joven regresó a la casa de la abuela.
Se tendió en la cama y en ella permaneció una semana, sin comer, tomando solamente unas tisanas muy azucaradas que la anciana le suministraba y que la sumían en una profunda somnolencia que le impedía pensar y mitigaba el sufrimiento; seguía sin derramar una lágrima. Cuando al fin abandonó el lecho, su cuerpo había perdido varios kilos de peso y su cara, los perfiles suaves y redondeados de la adolescencia; era ya el rostro de una mujer.
La madera conservaba siempre algo vivo, su contacto transmitía un calor muy tenue a la piel, acariciarla semejaba mitigar parte de la inquietud, neutralizaba vibraciones negativas y casi envolvía con su ligerísimo perfume vegetal.
Dafne se entregaba con especial placer a la tarea de restaurar alguna de aquellas escogidas y selectas piezas que formaban parte del «Rincón del Sibarita», muebles de estilo que llegaban a manos de tía Julia procedentes de desahucios, embargos, o que eran puestos a la venta por herederos que no deseaban conservarlos en su poder y preferían su valor en dinero contante y sonante.
Aquel bureau era una auténtica preciosidad. Por los comentarios que había oído, procedía de la casa de Perla de Oriente, una mujer fallecida no hacía demasiado tiempo y cuyo nombre, años atrás, en la época en que el Paralelo barcelonés lucía con todo su esplendor pretendiendo ser una réplica del Broadway neoyorkino, había sido escrito con luces de neón abarcando toda la fachada de un teatro de music-hall.
Había sido una vedette bellísima, sus largas piernas, sus abultados pechos en una época en que las prótesis de silicona eran impensables, habían perturbado el sueño de no pocos hombres que la convertían en la musa de sus húmedos delirios eróticos.
Dafne, por su edad, no había conocido la época de esplendor de Perla de Oriente, pero su tía Julia se había entretenido en informarla; la procedencia de aquel mueble aumentaba su valor dejando al margen la calidad intrínseca del mismo y por lo tanto, ella debía estar enterada por si necesitaba ensalzarlo delante de algún cliente caprichoso.
El bureau, de caoba pardo rojiza, era una pieza surgida de las manos del ebanista inglés Sheraton o de alguno de sus discípulos. Se la databa en el 1802 y pese a su apariencia frágil y ligera, tenía una construcción verdaderamente sólida y selecta dentro del estilo imperio.
Prácticamente no había nada que restaurar, la valiosa madera tropical era inmune a los insectos xilófagos. Dafne se limitó a acariciarla con la gamuza húmeda para limpiarla de todo resto de polvo y grasa. Con unas bolitas de algodón colocadas al extremo de palillos e impregnadas en un líquido restaurador, fue resiguiendo cuidadosamente las molduras para dejarlas el máximo de limpias. La operación posterior consistiría en nutrir la madera con ceras de carnauba brasileña y un vigoroso pulido final permitiría que el mueble brillara con toda su belleza original.
De buena gana, Dafne se hubiera llevado aquel secreter a su dormitorio particular, siempre la habían atraído especialmente aquel tipo de escritorios llenos de cajoncitos y con una puerta deslizante que permitía ocultar todo su contenido, pero su tía no era una mujer precisamente generosa y no iba a hacerle ninguna rebaja sustancial, por lo que era impensable que ella pudiera comprar nunca un mueble de aquella categoría.
Dafne sabía que el ebanista Sheraton había sido especialmente ingenioso en la construcción de muebles convertibles, pupitres con gavetas ocultas y mesas con infinidad de escondrijos secretos. Él se había nutrido con las ideas de Hepplewhite y los diseñadores franceses, pero había creado su propio y peculiar estilo. Seguro que, aparte de los cajones y estantes accesibles, aquel mueble ocultaba algún departamento camuflado que sólo su antigua dueña conocería.
Se entretuvo resiguiendo con las puntas de los dedos las deliciosas chambranas que orlaban las puertas, parecía querer impregnar la madera con su propio calor, casi seducirla para que le revelara sus secretos celosamente guardados.
Tuvo que interrumpir su tarea, una llamada por el interfono le advirtió que su tía necesitaba verla en la planta. Se lavó las manos, se sacó el guardapolvo y con un ligero suspiro, abandonó la dependencia donde se entretenía en acondicionar y pulir aquellas selectas piezas de coleccionista.
Tomó el ascensor y bajó a la primera planta, allí se recibía a los clientes y tras unas mamparas de cristal que la aislaban, estaba la oficina. Su prima Gloria estaba delante del ordenador dando golpes al teclado.
—Se me ha bloqueado el maldito programa de las facturas... ¿Eres capaz de recomponerlo?
—Lo intentaré...
Dafne ocupó el asiento de su prima y tras un breve tecleo, logró restaurar la operatividad del programa. Gloria esbozó un mohín que era casi de disgusto y no se molestó en darle las gracias.
Dafne se volvió hacia su tía Julia.
—¿Me necesitabas?
—Sí, bueno, lo primero era que le arreglaras el ordenador a Gloria, ese maldito programa siempre hace de las suyas. ¿Cómo has visto el secreter recién comprado?
—Está prácticamente perfecto, la caoba es excelente, pero además debía estar en una casa con el grado de humedad justa y protegido del sol, porque no hay ni que restaurar el barniz.
—Algún amante de Perla de Oriente se lo regalaría, ese escritorio es un auténtico capricho. He tenido una suerte bárbara, lo ha heredado un sobrino que no tiene ni pajolera idea de lo que vale y me lo ha vendido casi a precio de saldo, habrá pensado que es un trasto viejo, el muy bruto.
—Es terrible pensar que objetos que apreciamos especialmente puedan pasar a manos de alguien que no es consciente de su valor y acaba tirándolos a un contenedor.
—Sí, hay que estar siempre ojo avizor para que no ocurran semejantes catástrofes. Estoy segura de que obtendré una buena ganancia con la venta de ese mueble. Bueno, como el ordenador ya está arreglado, puedes volver arriba; cuanto antes podamos poner a la venta el bureau de Perla de Oriente, mejor, claro que aunque tarde en venderlo tampoco me importará, porque seguro que su valor aumenta con el tiempo.
Dafne volvió al ascensor y subió las cinco plantas que la separaban del ático de aquel edificio dedicado íntegramente a la venta de muebles y objetos de decoración. Disponían incluso de un amplio muestrario de cortinajes y tapicerías y se ocupaban de su instalación y confección. Cualquier cosa que un hogar necesitara para hacerlo más cómodo y agradable podía encontrarse en “Hogar Siglo XX”, una empresa ya veterana y que gozaba de cierto prestigio en la ciudad. Su tía Julia se había casado con el propietario de la misma, un hombre que le llevaba bastantes años y que se había muerto justo a tiempo para no incordiarla demasiado con sus achaques seniles, dejándola heredera de todo. Por contra, Dafne era la pariente pobre que debía estar agradecida porque la dejaran trabajar allí y que lo mismo estaba para un cosido que para un barrido.
Ayudaba a su prima en las tareas administrativas, atendía a cualquier cliente que se presentara en la tienda y en los ratos que le quedaban libres, se ocupaba de restaurar algunas antigüedades que su tía adquiría y que exhibía en la planta ático, en lo que llamaban el “Rincón del Sibarita”. Eran piezas escogidas y no demasiado grandes, aptas para decorar un piso de la ciudad que no solía tener un exceso de metros cuadrados. Nunca faltaban clientes con sólidas economías que estaban ansiosos de adquirir ese mueble único y especial que venía del pasado con toda su pátina emocional y que ya era imposible fabricar en nuestros tiempos pese a todos los avances de la técnica. Siguió con su tarea. Revisó concienzudamente el mueble para comprobar que no quedara ningún arañazo sin restaurar y lo desplazó para poder meterse por detrás e inspeccionar su parte trasera. Era muy pesado, pero previamente un empleado había colocado unos fieltros bajo las patas y logró moverlo. Inspeccionó uno por uno todos los cajoncillos y estantes sin lograr descubrir ninguno de aquellos compartimientos secretos que se atribuían a los muebles de Sheraton.
El tirador de bronce con botoncillo de marfil de uno de los cajones le pareció algo flojo y le dio varias vueltas hasta que notó la rosca suficientemente fuerte. La luz del atardecer, en brusco descenso, le alertó de lo avanzado de la hora.
Consultó su reloj y decidió que ya era hora de marcharse; se pasaba la vida en aquel edificio y ya estaba bien por aquella jornada, al día siguiente continuaría con la restauración salvo que su tía estimara que había otra tarea más urgente que hacer. Se dirigió al pequeño apartamento en el que vivía en completa soledad.