El mejor marido - Ally Blake - E-Book

El mejor marido E-Book

Ally Blake

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Beschreibung

¡Ella tendría que prepararlo para el matrimonio! La abogada Romy Bridgeport estaba acostumbrada a las exigencias de sus clientes, pero el millonario Sebastian Fox era un caso aparte. Lo único que deseaba aquel hombre era un matrimonio feliz e hijos... y por eso le había pedido a Romy que lo convirtiera en el marido perfecto. ¿Acaso para tal tarea era necesario tener conocimientos legales? No, pero como se trataba de un cliente importante, Romy tuvo que aceptar el trabajo. El problema era que le resultaba imposible pensar en una esposa para él... que no fuera ella misma.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Ally Blake

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El mejor marido, n.º1912 - abril 2017

Título original: Marriage Material

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9669-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Dalila! ¡Pero qué guapa estás! –dijo Sebastian entusiasmado a su chica favorita, ganándose una enorme sonrisa como premio por el cumplido.

Dalila había elegido ella sola un conjunto de lo más espectacular que consistía en una camiseta de rayas multicolores, un peto vaquero, un delantal rosa de volantes y unas zapatillas amarillas. Su pelo rubio estaba adornado con cintas y lazos de todos los colores, que en una niña de cuatro años quedaban bien.

La niña se lanzó hacia los brazos abiertos que la esperaban y Sebastian se tambaleó como si su sobrina tuviera la fuerza de un huracán.

–Estarás muy guapa, pero pesas muchísimo. ¿No habrás tomado ladrillos en la comida?

–No.

–¿Elefantes?

–¡No!

–¿Tarta de chocolate?

Ella se echó hacia atrás y sus enormes ojos marrones se abrieron como platos.

–¿Cómo lo has adivinado? –preguntó ella, casi susurrando.

Sebastian le palpó la tripita mientras le hacía cosquillas.

–Aquí noto algo con forma de tarta de chocolate.

Dalila se encogió, riéndose sin parar.

–¿No tenías que ir a algún sitio? –recordó Melinda, la madre de Dalila, a su hermano, en tono cariñoso.

Sebastian arrugó el ceño al mirar el reloj.

–Es imposible que llegue a tiempo, así que diez minutos más no van a suponer una gran diferencia.

La expresión de Melinda mostraba que no estaba nada de acuerdo con aquello.

–¿Me vas a llevar a la guardería esta tarde, tito Seb? –preguntó Dalila.

Sebastian miró a su hermana buscando un gesto de confirmación, pero ella le señaló el reloj.

–Ya lo sé, ya lo sé –pero las prioridades de Sebastian le decían que, en este caso, su cita podía esperar–. ¿Quieres que te lleve?

–¿Has traído el coche grande?

El coche grande era un jeep, con las ventanillas de plástico, barra antivuelco y rozaduras en la carrocería, que una vez fue negra brillante, producto de muchos kilómetros de conducción todoterreno. Por alguna extraña razón, a Dalila le gustaba más aquel coche que el estilizado deportivo que preferían sus hermanos. Iba a ser mujer de armas tomar, no una gatita glamurosa, y Sebastian estaba impaciente por verla crecer.

–Claro que he traído el coche grande. Sabía que venía a verte.

–¡Entonces puedes llevarme!

Sebastian la levantó en brazos y Melinda le pasó la mochila de Barbie de Dalila.

–¡Hasta luego, mami!

–Hasta luego, cariñito –respondió Melinda, dándole un sonoro beso en la mejilla.

–¡Hasta luego, hermanita! –Sebastian le puso la cara para recibir otro beso, pero en su lugar, su hermana le dio un pellizco.

Cruzó el jardín a la carrera con su sobrina, desafiando la gélida temperatura de Melbourne en invierno, hasta «el coche grande» Le puso el cinturón de seguridad a Dalila y no pudo evitar sonreír al ver que los pies sólo le llegaban al borde del asiento.

Ella notó su atención y volvió la cabeza hacia él, haciendo que sus ricitos rubios se balanceasen sobre sus hombros y le dedicó la más dulce de las sonrisas.

Su corazón se encogió: cuando la dejara en la guardería, el coche parecería vacío, como su espaciosa casa, en la que un montón de habitaciones vacías esperaban llenarse de risas y juegos infantiles.

Encendió el motor y pisó el acelerador más de lo que era necesario, el ruido del coche ayudó a alejar el sentimiento de soledad que no lo había abandonado en toda la mañana.

Miró el reloj del salpicadero. Ya llegaba con quince minutos de retraso, pero ¿qué significaban quince minutos cuando, independientemente de lo que hiciera ese día, cuando volviera a casa ésta seguiría siendo una casa enorme y vacía?

Capítulo 1

 

Sólo acariciando su cristal antiestrés favorito Romy conseguía mantener a raya su creciente impaciencia.

«Llega tarde», pensó, sonriendo despreocupadamente a las otras tres personas que se sentaban con ella alrededor de la mesa de conferencias. «Más bien, muy tarde»

Estaban esperando la llegada de Sebastian Fox, un ex golfista profesional convertido en casanova profesional; era el eterno prometido y, sin embargo sólo había llegado al altar una vez, aguantó seis meses y si todo seguía el plan de Romy, pronto sería el ex marido de su cliente.

Antes de hacer algo inapropiado y desahogar su frustración a gritos, Romy se levantó y se dirigió a la puerta.

–Puesto que parece que vamos a estar aquí un rato… –dijo con un tono de voz muy moderado– ¿a alguien le apetece tomar algo?

Gloria, su asistente, vestida de negro de la cabeza a los pies, como de costumbre, pidió café, negro también, por su puesto.

Janet, la cliente de Romy, se irritaba con facilidad. El golpeteo de sus largas uñas pintadas contra la mesa conseguía imponerse a la música ambiental procedente de unos altavoces ocultos en la sala. Pidió un expreso largo extra fuerte y Romy se preguntó si la mesa resistiría sus atenciones una vez que esa cantidad de cafeína entrara en su cuerpo.

El abogado de Sebastian Fox, Alan Campbell, sentado en solitario al otro lado de la mesa, parecía hipnotizado por el tamborileo de las uñas de Janet. Como la cafeína no le sentaba bien, pidió un vaso de agua.

Todos parecían nerviosos y tensos, y Romy dudó si no sería mejor pedir una bandeja con valium para todos, o descafeinado como mucho.

Con la muy gastada piedra antiestrés en la mano, caminó entre las modernas salas y despachos del bufete Archer Law Firm, en el que había trabajado durante los últimos cinco años, alimentándose de la energía optimista que reinaba en aquel lugar.

Saludó a varios clientes que no habían acudido para recibir consejo legal, sino a uno de los numerosos programas ofrecidos por el bufete para ayudarlos a recomponer sus vidas tras un divorcio, como clases de cocina, consejeros familiares y un nuevo plan de citas entre divorciados que Romy había contribuido a crear.

Con el paso rápido que la caracterizaba, fue derecha al puesto de café que estaba al lado del ascensor.

–Buenos días, Hank.

Romy se puso de puntillas para inclinarse sobre el mostrador y dar un beso en la mejilla al adorable anciano que llevaba el puesto de café portátil.

–Ahora sí lo son, señorita Bridgeport. Gloria no ha venido a recoger su café de cada mañana y temía que estuviera usted enferma.

–Desde luego que no. Estoy sana como una manzana. Mi secreto es tomar vitaminas cada día.

Mientras Hank preparaba el pedido, Romy se conformó con prestar atención sólo a medias a la conversación sobre fútbol australiano del anciano. Intentaba luchar contra su deseo de patear algo sólo para desahogarse y dejó rodar el cristal de ágata azul en la palma de su mano, concentrándose en absorber la energía positiva que se suponía irradiaba la piedra.

Aparentemente el ágata azul aportaba claridad y serenidad, dos cualidades que seguro necesitaría cuando el futuro ex marido de su cliente apareciese, si aparecía.

La puerta del ascensor se abrió y Romy volvió la cabeza sin interés para ver quién llegaba. Como si le hubiera traído el genio del cristal, allí estaba Sebastian Fox. Y como prueba del buen hacer del genio, aquel hombre se parecía poco al de las fotos borrosas que Romy tenía en su expediente; más bien parecía recién sacado de una revista de moda.

«Bueno, por fin ha llegado», intentó razonar consigo misma.

La mirada «racional» de Romy se fijó primero en su pelo castaño, la piel suave y limpia y los rasgos firmes de la cara. Tenía unas pestañas envidiables que enmarcaban unos seductores ojos de un verde grisáceo. Su boca resultaba provocadora, esbozando casi una sonrisa que hizo que se tuviese que llevar una mano a la tripa para calmar las mariposas que parecían revolotear allí dentro. La reacción que provocó en ella fue instantánea, primitiva y arrolladora, sin que ningún cristal cargado de energía pudiera detenerla.

Había conocido a hombres como aquél: hombres altos, anchos de espaldas, con caderas estrechas y piernas musculosas, vestidos con jerséis de cachemir y pantalones de diseño que resaltaban todas sus cualidades masculinas. Pero aquello ya lo conocía y no había tenido buenas experiencias.

Romy siguió girando sobre sus tacones mientras él se dirigía a un mostrador de bebidas, tras el que se sentaban una chica y dos chicos, bien parecidos todos. Al pasar a su lado, Romy quiso dirigirse a él, para presentarse o para gritarle por haberse retrasado tanto, pero, cosa extraña en una mujer que se ganaba la vida hablando, no pudo encontrar las palabras.

Desde luego, había conocido hombres como aquél, ¡pero ninguno de ellos olía tan bien! Aquel dulce aroma a canela y jabón la hicieron sentirse atraída hacia él, como si tirasen de ella con una invisible correa… sintió un temor muy real de estarlo mirando con la boca abierta.

A pesar de que le costó un instante recordar por qué lo detestaba tanto, por fin lo consiguió. El hombre que en aquel momento se apoyaba sobre el mostrador y atraía todas las miradas, tanto de la chica como de los chicos, no era más que una materialización física de la oposición a todas sus convicciones.

Había estado prometido tres veces en los últimos siete años, y Janet había sido la tercera. Por un momento se preguntó qué habría hecho ella para ganarse una alianza de matrimonio al lado del enorme diamante del anillo de compromiso, pero fuera lo que fuera, no había durado.

Romy era una abogada poco habitual en su campo, los divorcios. Era una defensora del matrimonio y hacía todo lo que estuviera en su mano para liberar a sus clientes de matrimonios infelices, con la intención de darles la oportunidad de que pudieran encontrar la felicidad al lado de otra persona.

–¿Está bien, señorita Bridgeport? –preguntó Hank, sacándola de repente de sus pensamientos.

–Sí, desde luego –se había ganado el guiño divertido que le dirigió Hank.

–Su pedido está listo. Le he puesto también un platito de dulces.

–Gracias, Hank.

–Macháquelos, señorita Bridgeport.

–Será un placer, Hank.

Romy tomó la bandeja y se giró, buscándolo, pero Sebastian había desaparecido. Supuso que ya estaría en la sala de reuniones.

Mientras cruzaba la recepción, decorada con modernos sillones y mesitas vanguardistas, se aferraba igualmente a su aversión por aquel hombre y a la bandeja cargada de bebidas ardientes. Para calmar aquellos nervios no bastaría con acariciar el cristal de ágata y empezaba a pensar que tendría que tragárselo para notar algo de energía positiva y efecto calmante.

 

 

Sebastian se equivocó dos veces de camino: la primera acabó en una guardería y la segunda en una especie de clase de cocina. Si no hubiera sido por todos aquellos hombres y mujeres vestidos elegantemente con cuadernos de notas bajo el brazo, no habría creído que estaba en un bufete de abogados. A pesar de la buena impresión que le había causado aquel lugar, tenía otros asuntos más urgentes en los que pensar. Llamó con los nudillos a la puerta abierta y entró en la sala.

Alan se levantó de un salto y casi se le echó encima:

–Ya era hora, chico.

–Lo siento. Creía que no iba a llegar nunca.

–No eras el único que lo pensaba –rió Alan.

Un ruidito atrajo la atención de Sebastian.

–Reconozco ese sonido –dijo, dándose la vuelta para buscar su procedencia.

Era Janet. También reconocía el significado del tableteo. Rodeó la mesa hacia ella, la tomó de las manos para ayudarla a levantarse y la besó en las mejillas.

–Llegas tarde –dijo ella.

–Me he entretenido con Dalila –le dijo–. «Tenía» que llevarla a la guardería –era casi verdad.

–Tú y esos niños. Pasabas más tiempo con ellos que conmigo. Sabes que es por eso por lo que estamos aquí hoy, ¿verdad?

Él sabía que era verdad y le entristecía que todo hubiera acabado de aquella manera.

–¿Qué puedo decir? Creo que ya he demostrado que no estoy hecho para ser un buen marido.

Lo dijo con una sonrisa torcida, pero la realidad de la situación no era como para reírse. El sentimiento de vacío que había experimentado al dejar a Dalila en la guardería aquella tarde no había hecho más que aumentar desde entonces.

Janet suspiró con resignación y le acarició la mejilla.

–Eso no es verdad, cariño. Es sólo que no eres el marido ideal para mí.

Aquello le hizo sonreír. A pesar del «malentendido» que lo había llevado a pensar que ella era perfecta para él, era una buena mujer y muy perspicaz, también. Era cierto: por más que los dos hubieran intentado creer lo contrario, por distintas razones, ella no era su mujer ideal.

Janet le dio un cachete cariñoso en la cara, antes de sentarse al lado de una joven vestida de negro de pies a cabeza.

Sebastian había oído que la abogada de Janet peleaba duro, que no le gustaban los hombres y aquella mujer desde luego parecía tener el perfil. Con su ropa oscura, el pelo negro y corto engominado de punta, y los ojos enormes enmarcados por unas pestañas muy maquilladas, casi daba miedo. Casi.

A través de las frías cartas que Alan le había hecho llegar de parte de la señorita Bridgeport, Sebastian la había imaginado como una solterona mayor y entradita en carnes, con el pelo gris recogido en un moño y vestida con un traje azul marino abotonado hasta la garganta. Pero aquella chica con cara de enfado podía superar incluso la imagen de la solterona.

–Sebastian –dijo Alan, como si le estuviera leyendo el pensamiento–, ésta es Gloria, la ayudante de la señorita Bridgeport.

Entonces aún podía estar en lo cierto; puesto que sólo estaban ellos cuatro en la sala, la vieja solterona podía estar en su despacho, preocupándose por sus gatos y oliendo a naftalina y al ron que bebía a escondidas. Sebastian sonrió ante la idea.

 

 

Romy llegó a la puerta a tiempo para ver la sonrisa de Sebastian y quedar nuevamente desconcertada. Había visto aquella brillante sonrisa en televisión en innumerables ocasiones a lo largo de los últimos años. Ya fuera levantando un trofeo de golf o haciendo de maestro de ceremonias en algún acto benéfico a favor de los niños, aquella sonrisa sencilla y despreocupada había bastado para quitarle la tentación de cambiar de canal.

Romy observó en silencio que Gloria era, en teoría, la destinataria de aquella sonrisa.

–Gloria –dijo Sebastian con una voz profunda y tentadora que hacía olvidar todas sus características negativas–, es un placer conocerte.

Pero Gloria, gracias a Dios, permaneció totalmente indiferente. Estrechó la mano que le ofrecía Sebastian de forma totalmente mecánica para frotársela después con la otra mano y borrar así cualquier signo de su contacto. Romy tuvo que contener una carcajada.

La mirada de Alan se encontró con la de Romy y ella supo que había llegado el momento de enfrentarse al enemigo. Gloria también la miró en aquel momento y se apresuró a tomar la bandeja de bebidas de sus manos.

–Romy Bridgeport –dijo Alan–, le presento a mi cliente, Sebastian Fox.

Ella se puso recta y se alisó el vestido. «No es más que un bruto insensible», se recordó a sí misma, «y vas a machacarlo»

Y en el momento en que el hombre en cuestión se volvía hacia ella, un par de niños gemelos de menos de un metro de alto entraron como un torbellino en la sala, gritando:

–¡Gomi!¡Gomi! –exclamaron al unísono.

Los dos saltaron a sus piernas subiéndole el vestido por encima de las rodillas y haciendo que ella tuviera que separar las piernas para no perder el equilibrio. ¡Se acabó la primera impresión de seriedad y firmeza que había deseado causar a sus oponentes!

Aquello no era lo que Sebastian estaba esperando. Ella no era una solterona de pelo canoso ni se parecía en nada a ningún otro abogado que hubiera conocido.

Romy Bridgeport era alta y delgada como un junco y llevaba un vestido azul oscuro que se ajustaba a sus curvas y que en aquel momento dejaba ver unas piernas de modelo. La chaqueta a juego reposaba inerte sobre el respaldo de una silla.

Lo que más le impresionó fue la melena cobriza; su pelo era largo y exuberante, con un flequillo muy atractivo. Con aquellos ojos azul claro y esa gracia natural tenía más aspecto de sirena que de abogada.

Mientras se reía y disfrutaba de cada segundo de la compañía de los niños, Alan bostezaba, Gloria hablaba acaloradamente por teléfono y Janet se encogía en su asiento como si la sala hubiera sido invadida por ratones. Aquello no lo sorprendió. Ya no. Sebastian había descubierto demasiado tarde que a Janet no le gustaban los niños. Ella lo admitió un día sin querer del mismo modo que si estuviera diciendo que no le gustaban los gatos.

–Hola, chicos –dijo Romy con voz entrecortada–. ¿Cómo me habéis encontrado? ¿Dónde está Samantha?

–¡Gomy, cuéntanos un cuento! –pidió uno de ellos del modo en que sólo los niños de tres años saben hacerlo.

Ella miró a los presentes, como pidiéndoles disculpas, pero sus ojos azules brillaban con una mezcla de agrado y apuro.

–Romy está ocupada ahora. Tengo que contarles un cuento a todas estas personas.

–¿Qué cuento? –preguntó el otro duendecillo.

Sin dudar un segundo, ella contestó:

–Un cuento de una princesa que lucha contra un ogro malvado y al final… gana.

Sebastian tuvo que contener una carcajada.

–¡Pero no queremos que gane la princesa!

Eran niños…

–Ya me lo imaginaba –dijo Romy–. ¿Qué os parece si volvéis al despacho de Samantha y me esperáis allí? Cuando vaya os contaré el cuento del ogro y su primo, el malvado troll, que se comen a la princesa, ¿de acuerdo?

Los niños dejaron de saltar y, como si se hubieran puesto de acuerdo por alguna señal telepática específica para gemelos, salieron corriendo de la sala tan rápido como habían entrado.

–Lo siento –dijo ella al resto del grupo–. Son los niños de una de las socias y se han aficionado a mis cuentos más sangrientos.

–Normal –admitió Sebastian–. El troll y el ogro… suena demasiado bien como para perdérselo.

Pero cuando la fría mira azul de Romy se encontró con la suya, la sonrisa desapareció rápidamente del rostro de Sebastian. Mientras se alisaba el vestido y se arreglaba el pelo, la cara de Romy estaba adorablemente sonrojaba.

Él se levantó y le ofreció la mano desde el otro lado de la mesa disfrutando del modo en que la tela del vestido se ajustaba a sus muslos cuando, tras una breve pausa, ella se inclinó también para saludarlo. Su mano era suave y estaba fría, y le pareció muy pequeña dentro de la suya.

–Señorita Bridgeport, estoy encantado de conocerla por fin.

–Y a mí me agrada que haya encontrado el momento para ello, señor Fox.

–Sebastian, por favor –indicó él.

Ella asintió levemente con la cabeza, pero no le ofreció a él que la tratara también por su nombre de pila.

Su apariencia desinteresada no engañó a Sebastian ni por un momento. Aunque ella intentaba con todas sus fuerzas aparentar serenidad y autocontrol, un volcán estallaba en su interior. La mayoría de los abogados a los que había conocido olían a rancios y parecían eternamente fatigados, pero el dinamismo de ella resultaba contagioso. De hecho le estaba costando mantenerse quieto, aunque casi se sentía aliviado de haber superado la sensación de lasitud que había estado a punto de invadirlo hacía tan sólo un rato.

–Romy, ¿verdad? –insistió él–. Es un nombre interesante. Seguro que tiene su historia.

Ella no habría picado el anzuelo que él le había tendido por nada del mundo. Sebastian vio que sus uñas eran muy cortas e irregulares… Así que se las mordía: no era la chica dura que había pensado al principio.

–Hay cosas más importantes que mi nombre sobre las que hablar, señor Fox –dijo Romy–. Tome asiento y concentrémonos en lo realmente interesante.

Estaba claro. Él hizo lo que le había dicho y se sentó, con expresión seria para demostrarle que estaba preparado. Ella también se sentó. Se arregló el pelo para dejarlo caer sobre su espalda y, sin pensarlo, cruzó una pierna sobre la otra mostrando una buena parte de ella.

¡Guau!

 

 

Romy se agitó, incómoda, en su asiento. Estaba sorprendida de ver que su oponente parecía estar disfrutando de aquel momento. Ella odiaba las sorpresas: si sabía lo que se le avecinaba podía enfrentarse a ello, pero en caso contrario… mal asunto.

«No», se dijo a sí misma. No habría sorpresas, todo iría bien. Ella estaba lista; no estaba en absoluto nerviosa. Bueno, no demasiado, en cualquier caso.

–Señor Campbell, señor Fox, vamos a acabar con esto cuanto antes para poder pasar a asuntos más agradables.

Sebastian la miró divertido y los «asuntos más agradables» que invadieron su pensamiento hicieron que el corazón de Romy se acelerase.

«¡Mal, Romy, muy mal!»

Romy tomó el cristal de ágata y le dio el mejor uso posible en ese momento, como pisapapeles. El flujo de energía y la belleza interior podían esperar. Al sentirse acorralada por él, se había despertado la fiera en ella que pronto borraría esa sonrisa fácil de su cara.

–Señor Fox –empezó ella–. Opino que mi cliente tiene derecho a unos beneficios mucho más elevados de lo que usted sugirió en primer lugar, y aquí puede ver una pequeña lista de razones irrefutables que lo demuestran.

 

 

Una hora después, todo había acabado.

Antes incluso de que Romy hubiera lanzado su ataque, Sebastian había capitulado.

Él echó una ojeada al reloj y dijo:

–Lo siento, chicos, por dejar el juego a medias. Ha estado genial, pero tengo una cita. Dale a Janet todo lo que quiera.

¡Aquello había sido toda una sorpresa! Aquel playboy de reconocido prestigio no había firmado un acuerdo prenupcial antes de casarse, así que conseguir todo lo que Janet quería había sido toda una sorpresa.

Sebastian tomó un bolígrafo de la mesa, firmó el contrato de Romy, dio una palmada en la espalda a su abogado y salió sin mirar hacia atrás.

Había cedido una cantidad exorbitante de dinero por no romper una cita. En un hombre que parecía cambiar de mujer como cambiaba de zapatos, Romy no pudo evitar pensar quién podría ser tan importante para él.

Y en algún punto de su anatomía, sintió una punzada de algo muy parecido a la envidia hacia la persona que fuera tan importante en la vida de Sebastian Fox.