El mercader respetable - Jeffrey Archer - E-Book

El mercader respetable E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

Charlie Trumper ha crecido en los suburbios de la parte este de Londres, pero sueña con poseer algún día el carromato de hortalizas y frutas de su abuelo. El día llega cuando su abuelo muere de repente y le deja en herencia un negocio con más problemas que alegrías. Con la ayuda de Becky Salmon, una joven emprendedora, Charlie toma la determinación de que todos lo conozcan como «El comerciante honesto». Sin embargo, el brutal estallido de la Gran Guerra lo alejará de casa hasta cruzarse en el camino de un peligro enemigo cuyo legado maligno sigue a Charlie y a su familia desde hace generaciones. A lo largo de más de sesenta años y a través de tres continentes, «El mercader respetable» nos entrega la magnífica historia del ascenso de un hombre de los harapos a la riqueza con un tumultuoso siglo como telón de fondo.-

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Jeffrey Archer

El mercader respetable

Translated by Manuel de los Reyes

Saga

El mercader respetable

 

Translated by Manuel de los Reyes

 

Original title: As the Crow Flies

 

Original language: English

 

Copyright © 1991, 2021 Jeffrey Archer and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726491784

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Jeffrey Archer, entre cuyas novelas y relatos se cuentan títulos como Kane y Abel, El impostor o Casi culpables, ha coronado todas las listas de éxitos literarios del mundo, llegando a superar los 275 millones de copias vendidas.

Es el único autor cuya obra ha conseguido ser superventas tanto en ficción (diecinueve veces) como en los ámbitos de la narrativa breve (hasta en cuatro ocasiones) y el ensayo (The Prison Diaries).

Está casado con Mary Archer, dama comendadora de la Orden del Imperio Británico, con la que tiene dos hijos que a su vez les han dado dos nietos.

 

www.jeffreyarcher.com

Facebook.com/JeffreyArcherAuthor

@Jeffrey_Archer

COMO LOS CUERVOS

Para James.

CHARLIE

1900-1919

1

«¡No los vendo por dos peniques! —anunciaba mi abuelo sujetando un repollo en cada mano—. ¡Ni por uno, ni siquiera por medio! ¡No, los tengo a un cuarto de penique!».

Esas fueron las primeras palabras que se me quedaron grabadas en la memoria. No había aprendido a andar cuando mi hermana mayor empezó a dejarme en el suelo dentro de una caja para las naranjas, junto al puesto del abuelo, para que aprendiera el negocio lo antes posible.

«Está reclamando lo que le pertenece, eso es todo», les decía el abuelo a los clientes mientras apuntaba con el dedo a mi caja. Lo cierto es que la primera palabra que pronuncié en mi vida fue «abuelo»; la segunda, «penique», y antes de cumplir los tres años ya era capaz de repetir palabra por palabra todos sus discursos de ventas. Aunque en mi familia nadie tenía muy claro cuál era la fecha exacta de mi nacimiento, después de que mi viejo se hubiera pasado esa noche en la trena y mi madre falleciera antes de que yo abriese siquiera los ojos. El abuelo sospechaba que podría haber sido un sábado, estaba casi seguro de que el mes era enero, tenía la confianza de que corría el año 1900 y sabía sin sombra de duda que gobernaba la reina Victoria. De modo que apostábamos por el sábado 20 de enero de 1900.

No llegué a conocer a mi madre porque, como ya he explicado antes, murió el mismo día en que nací yo. «Cuando estaba dando a luz», en palabras del cura de nuestra localidad, aunque no llegué a entender a qué se refería exactamente hasta varios años más tarde, cuando la vida quiso que esas mismas circunstancias se cruzaran en mi camino de nuevo. El padre O’Malley no se cansaba de decirme que había sido una auténtica santa. Mi padre, al que nadie se habría atrevido a calificar de santo, se pasaba todo el día trabajando en los muelles, vivía en el pub por la noche y se refugiaba en casa de madrugada porque era el único sitio donde podía dormir sin que nadie lo molestara.

El resto de la familia se componía de tres hermanas: Sal, la mayor con cinco años, que sabía cuándo había nacido porque fue en plena noche y no le dejó pegar ojo al viejo; Grace, de tres, que nunca le quitaba el sueño a nadie; y Kitty, una pelirroja de dieciocho meses de edad que solo sabía berrear sin parar.

El cabeza de familia era el abuelo Charlie, en cuyo honor me habían puesto su nombre. Dormía en su propia habitación en la planta baja de nuestro hogar, en Whitechapel Road, no solo por ser el mayor sino porque siempre era él quien pagaba el alquiler. Los demás nos apiñábamos en el cuarto de enfrente. Había otras dos habitaciones en el piso de abajo: una especie de cocina y lo que al abuelo le gustaba denominar el salón, aunque para cualquier otro no habría pasado de ser un armario grande.

Había un aseo en el jardín, sin césped, que compartíamos con la familia irlandesa que vivía en la planta de arriba. Parecía que siempre les entraban ganas de usarlo a las tres de la madrugada.

El abuelo, vendedor ambulante de profesión, trabajaba en la esquina de Whitechapel Road. Una vez que conseguí escaparme de la caja de naranjas y me dediqué a gatear entre los demás tenderetes, enseguida descubrí que las gentes de la zona lo tenían por el mejor comerciante del East End.

Mi padre, que como ya he revelado trabajaba en los muelles, nunca dio muestras de sentir el menor interés por nosotros, y aunque en ocasiones llegaba a ganar hasta una libra a la semana, el dinero siempre daba la impresión de acabar en el mismo sitio: el Black Bull, donde se lo gastaba en una pinta de cerveza tras otra o lo apostaba en partidas de cartas o dominó en compañía de nuestro vecino de la puerta de al lado, Bert Shorrocks, un hombre que no hablaba nunca, sino que se limitaba a gruñir.

De hecho, si no hubiera sido por el abuelo, nadie me habría obligado a asistir a la escuela de primaria de Jubilee Street, y «asistir» era la palabra correcta, porque una vez allí tampoco hacía gran cosa aparte de aporrear la tapa del pequeño pupitre y tirarle de las coletas a la Ricachona, una niña pija que se sentaba delante de mí. En realidad se llamaba Rebecca Salmon y era hija de Dan Salmon, el dueño de la panadería que había en la esquina de Brick Lane. La Ricachona, que sabía exactamente dónde y cuándo había nacido, no se cansaba nunca de recordarle a todo el mundo que tenía casi un año menos que sus compañeros de clase.

Yo no veía el momento de que sonara el timbre a las cuatro de la tarde, cuando por fin terminaban las clases y podía aporrear la tapa del pupitre por última vez antes de salir disparado por Whitechapel Road para echar una mano en el puesto.

Los sábados, de propina, el abuelo me dejaba ir con él al mercado de primera hora de la mañana en Covent Garden, donde seleccionaba las frutas y las hortalizas que vendería más tarde en su sitio habitual, enfrente de las tiendas del señor Salmon y el señor Dunkley, que regentaba un local de pescado con patatas fritas para llevar junto a la panadería.

Si bien me moría de ganas por abandonar los estudios de una vez por todas para acompañar permanentemente al abuelo, si alguna vez me pasaba aunque solo fuese una hora holgazaneando me quedaba sin ver jugar al West Ham los sábados por la tarde, o peor aún, me prohibía trabajar en el puesto por las mañanas.

—Ojalá te parecieses un poco más a Rebecca Salmon —me decía—. Esa chica llegará lejos.

—Cuanto más, mejor —replicaba yo, pero él nunca se reía. Le gustaba recordarme que la Ricachona sacaba las mejores notas en todas las asignaturas—. Menos en aritmética —le decía con todo mi aplomo—, ahí le doy sopas con honda.

Porque, veréis, yo era capaz de resolver con los ojos cerrados cualquier cuenta que Rebecca Salmon tuviera que hacer por escrito. La sacaba de sus casillas.

Mi padre no visitó la escuela de Jubilee Street ni una sola vez en todos los años que me tiré allí, pero el abuelo solía dejarse caer por lo menos una vez por trimestre para hablar con mi maestro, el señor Cartwright. Según este, con mi cabeza para los números podría acabar trabajando de contable o empleado de banca. En cierta ocasión llegó a decirle que quizá él pudiera encontrarme incluso un puesto en la ciudad, lo cual era una pérdida de tiempo, la verdad, porque yo lo único que quería era llevar el puesto ambulante con el abuelo.

Tenía siete años cuando me di cuenta de que el nombre que lucía el carretón del abuelo (Charlie Trumper, el mercader respetable, casa fundada en 1823) era el mismo que el mío. Mi padre, que se llamaba George, ya nos había dejado claro en muchas ocasiones que, cuando se jubilara el abuelo, él no tenía la menor intención de heredar el negocio porque no le apetecía despedirse de sus compañeros del muelle.

A mí no podría alegrarme más esa decisión. Un día le dije al abuelo que, cuando por fin me hiciera cargo del puesto, ni siquiera haría falta que le cambiáramos el nombre.

—No quiero que termines trabajando en el East End, jovencito —refunfuñó el abuelo—. Eres demasiado bueno para hacer de buhonero toda la vida. —Me entristecía oírle decir esas cosas; no se daba cuenta de que eso era lo único que me gustaba.

La escuela se prolongaba un mes tras otro, un año tras otro, con Rebecca Salmon subiendo al escenario para recoger un premio tras otro el Día de los Discursos. Lo que hacía que esa celebración anual fuera aún peor era que siempre teníamos que escucharla recitar el salmo veintitrés con su vestido blanco, sus calcetines blancos y sus zapatos negros. Hasta se ponía un lacito blanco y todo en su largo cabello negro.

—Seguro que se pone unas bragas distintas todos los días —me susurró la pequeña Kitty al oído.

—Y me apuesto lo que quieras a que todavía es virgen —dijo Sal.

Solté una carcajada porque eso era lo que hacían todos los vendedores ambulantes de Whitechapel Road cuando oían esa palabra, aunque reconozco que por aquel entonces yo no tenía ni idea de lo que significaba ser virgen. El abuelo me llamó la atención con un «chist» y no volvió a sonreír hasta que subí a recoger el trofeo de aritmética, una caja de ceras de colores que no sé qué uso les habría podido dar. En cualquier caso, habría sido eso o un libro.

Mientras yo regresaba a mi sitio, el abuelo rompió a aplaudir con tantas ganas que algunas madres se giraron y sonrieron, lo que no hizo sino reforzar la determinación del viejo por procurar que continuara los estudios hasta cumplir los catorce.

Cuando tenía diez años, el abuelo me dejaba colocar la mercancía en el carretón antes de irme a pasar el día en la escuela. Las patatas delante, las verduras en el centro y la fruta más blanda en la parte de atrás, esa era su regla de oro.

—No dejes nunca que toquen la fruta antes de haberte dado el dinero —me advertía—. Cuesta despachurrar una patata, pero todavía cuesta más vender un racimo de uvas si lo han manoseado mil veces.

A los once ya estaba recogiendo el dinero de los clientes y dándoles el cambio oportuno. Así fue como aprendí lo que significaba sisar. A veces, cuando le había devuelto el dinero a un cliente, este abría la mano para revelar que una de las monedas que yo le había entregado de repente no estaba, por lo que me tocaba aflojar todavía más pasta. Aquel día le costé una buena parte de los beneficios de la semana al abuelo, hasta que me enseñó a decir: «Dos peniques de vuelta, señora Smith», con las monedas bien a la vista de todos antes de dárselas.

A los doce había aprendido a poner cara de póquer para regatear con los proveedores de Covent Garden antes de venderles los mismos productos a los clientes de Whitechapel con una sonrisa de oreja a oreja. También descubrí que el abuelo acostumbraba a cambiar de proveedores con regularidad, «para asegurarme de que nadie se malacostumbre conmigo».

A los trece me había convertido en sus ojos y oídos, puesto que ya conocía por su nombre a todos los tratantes de frutas y hortalizas de Covent Garden que merecían la pena. Aprendí enseguida a detectar a los vendedores que apilaban la fruta buena encima de la mala, quién intentaba colarte alguna manzana pasada y quién intentaba siempre darte gato por liebre. Y lo más importante de todo, trabajando en el carretón descubrí qué clientes no pagaban sus deudas y, por lo tanto, tenían prohibido ver sus nombres apuntados en la pizarra.

Recuerdo lo orgulloso que me sentí el día que la señora Smelley, que regentaba una casa de huéspedes en Commercial Road, me dijo que yo había salido a mi abuelo y que, en su opinión, en el futuro podría llegar a ser como él. Aquella noche lo celebré pidiéndome mi primera pinta de cerveza y encendiéndome mi primer Woodbine. No llegué a acabarme ninguna de las dos cosas.

Nunca olvidaré el primer sábado que mi abuelo me dejó encargarme del puesto yo solo. Se pasó cinco horas sin abrir la boca, ni para darme consejos ni para hacer observación alguna, y cuando cerró la caja al terminar la jornada, pese a haber ingresado dos chelines y cinco peniques menos de lo habitual para tratarse de un sábado, me dio la moneda de seis peniques con la que me pagaba todos los fines de semana.

Sabía que el abuelo quería que yo continuara con mis estudios y mejorase en lo que a leer y escribir respectaba, pero el último viernes del trimestre, en diciembre de 1913, salí por las puertas de la escuela de primaria de Jubilee Street con la bendición de mi padre. Siempre me había dicho que la educación era una pérdida de tiempo que para él no tenía sentido. Yo estaba de acuerdo con él, aunque la Ricachona hubiera ganado una beca para ir a un sitio llamado St. Paul, que, en cualquier caso, estaba en Hammersmith, a millas de distancia de allí. ¿Quién querría ir a la escuela en Hammersmith cuando podía vivir en el East End?

Era lo que la señora Salmon quería para su hija, evidentemente, porque no se cansaba de hablar de las «dotes intelectuales» de la niña, fuera lo que fuera eso, con todo el que se quedaba atrapado en la cola para comprar el pan en su tienda.

—Snob estirada —me susurraba el abuelo al oído—. Es la clase de persona que siempre tiene una fuente de fruta llena hasta arriba, aunque no haya nadie enfermo en la casa.

La opinión que le merecía la señora Salmon al abuelo era la misma que me merecía a mí la Ricachona. El señor Salmon, en cambio, me caía bien. También él había sido vendedor ambulante en su día, pero eso fue antes de casarse con la señorita Roach, la hija del panadero.

Todos los sábados por la mañana, cuando yo estaba preparando el carretón, el señor Salmon dejaba que su mujer atendiera el negocio mientras él acudía a la sinagoga de Whitechapel. En su ausencia, la mujer no paraba de recordarnos a todos a voz en cuello que ella no estaba en la tienda de adorno.

La Ricachona parecía debatirse entre acompañar a su viejo a la sinagoga o quedarse en la panadería, donde se sentaba junto a la ventana y empezaba a zampar bollos de crema en cuanto el hombre se perdía de vista.

—Los matrimonios mixtos siempre dan problemas —me decía el abuelo. Tardé años en comprender que no se refería a los bollos de crema.

El día que dejé los estudios le sugerí al abuelo que se podía quedar en la cama mientras yo iba a Covent Garden para reponer existencias, pero él no quiso ni oír hablar del asunto. Cuando llegamos al mercado, por primera vez dejó que fuera yo el que regatease con los proveedores. Enseguida encontré uno que se avino a venderme una docena de manzanas por tres peniques a cambio de que le garantizara el mismo pedido durante un mes, a diario. Puesto que el abuelo Charlie y yo siempre nos comíamos una manzana para desayunar, el acuerdo resolvía nuestras necesidades particulares y me proporcionaba la oportunidad de catar la mercancía que íbamos a ofrecerles a nuestros clientes.

A partir de ese momento, todos los días se convirtieron en sábado; a veces, entre los dos, conseguíamos que los beneficios aumentaran hasta catorce chelines por semana.

Después de aquello, mi paga semanal ascendió hasta los cinco chelines, una verdadera fortuna, cuatro de los cuales me dediqué a guardar en una caja de latón bajo la cama del abuelo hasta que reuní mi primera guinea: el hombre que tiene una guinea tiene seguridad, me dijo una vez el señor Salmon desde el umbral de su tienda, con los pulgares enganchados en los bolsillos del chaleco, exhibiendo un reluciente reloj con cadena de oro.

Por las tardes, cuando el abuelo venía a cenar y el viejo se largaba al pub, no tardé en empezar a aburrirme de escuchar lo que habían estado haciendo mis hermanas durante el día, de modo que me apunté al Club Juvenil de Whitechapel. Tenis de mesa los lunes, miércoles y viernes; boxeo los martes, jueves y sábado. Nunca le pillé el tranquillo al pingpong, pero llegué a convertirme en un peso gallo decente, e incluso en una ocasión representé al club contra Bethnal Green.

A diferencia de mi padre, a mí no me atraían los pubs, las carreras de caballos ni las partidas de cartas, pero seguía yendo a animar al West Ham casi todos los sábados por la tarde. Hasta acudía al West End de vez en cuando si me gustaba la estrella del music hall que actuaba esa noche.

Cuando el abuelo me preguntó qué quería por mi decimoquinto cumpleaños, respondí sin dudarlo un momento: «Mi propio puesto ambulante», y añadí que ya casi había ahorrado lo suficiente para comprármelo. Se rio y me dijo que el suyo, aunque estuviera viejo, resistiría hasta que llegara el momento de que yo lo heredara. En cualquier caso, me advirtió, era lo que alguien una persona rica denominaría un activo; y además, añadió por si las moscas, las cosas nuevas nunca eran una buena inversión, y menos en tiempos de guerra.

Aunque el señor Salmon ya me había informado de que le habíamos declarado la guerra a Alemania hacía casi un año, cuando el nombre del archiduque Franz Ferdinand todavía no nos sonaba a ninguno, no comprendimos la gravedad del asunto hasta que un montón de jóvenes que trabajaban en el mercado empezaron a desaparecer, «llamados a filas», y fueron sustituidos por sus hermanos pequeños…, e incluso hermanas, a veces. A menudo, los sábados por la mañana había más chicos vestidos de caqui en el East End que civiles.

El otro recuerdo que guardo de aquella época está relacionado con Schultz, el fabricante de salchichas; un manjar para nosotros los sábados por la noche, sobre todo cuando nos regalaba su sonrisa desdentada y la acompañaba de una salchicha extra totalmente gratis. Ya llevaba algún tiempo comenzando la jornada con alguna ventana rota, hasta que de repente, una mañana, la fachada de su establecimiento apareció cerrada con tablas y del señor Schultz no se volvió a saber nada más.

—Confinado —murmuró misteriosamente el abuelo.

Mi viejo se reunía con nosotros algún que otro sábado por la mañana, pero solo para pedirle prestado algo de dinero al abuelo antes de ir al Black Bull y gastárselo todo con su amigo Bert Shorrocks.

Semana tras semana el abuelo aflojaba un chelín, o incluso dos, cuando ambos sabíamos que no se lo podía permitir. Y lo que más me fastidiaba era que él no bebía nunca, y mucho menos se entrampaba en apuestas. Eso no le impedía a mi viejo embolsarse las monedas, tocarse la visera y poner rumbo al Black Bull.

Esa rutina que se perpetuaba una semana tras otra quizá no se hubiera alterado nunca hasta que, un sábado por la mañana, una señora con cara de engreída que yo llevaba toda la semana viendo parada en la esquina, con su largo vestido negro y un parasol en la mano, se acercó al carretón con paso decidido, se detuvo delante de mi padre y le puso una pluma blanca en la solapa.

No lo había visto tan furioso jamás, ni siquiera los habituales sábados por la noche cuando perdía todo su dinero en las apuestas y volvía a casa tan borracho que todos teníamos que escondernos debajo de la cama. Levantó el puño para amenazar a la señora, pero esta no se dejó intimidar e incluso llegó a llamarlo «cobarde» a la cara. Él le lanzó las imprecaciones que normalmente reservaba para el recaudador de alquileres, agarró todas sus plumas y las tiró a la cuneta antes de alejarse con paso airado en dirección al Black Bull. Más aún, ni siquiera volvió a casa a mediodía, cuando Sal nos puso pescado con patatas para comer. En vez de quejarme, me zampé su ración de patatas antes de irme a ver al West Ham esa tarde. Seguía sin dar señales de vida cuando regresé por la noche, y al despertarme a la mañana siguiente, su lado de la cama no mostraba señales de que mi padre se hubiera acostado allí. Cuando el abuelo nos condujo a todos a casa después de habernos llevado a la misa de mediodía, papá seguía sin aparecer, de modo que disfruté de la cama grande para mí solo por segunda noche seguida.

—Seguro que se ha pasado otra noche entre rejas —murmuró el abuelo el lunes por la mañana mientras yo empujaba el carretón por el centro de la carretera, procurando evitar los excrementos de caballo de los transportes colectivos que recorrían la ciudad de un extremo a otro siguiendo la línea metropolitana.

Al pasar por delante del número 110 vi a la señora Shorrocks observándome desde la ventana, con su habitual ojo morado y la colección de magulladuras de distintos colores que solía coleccionar los sábados por la noche cuando su Bert volvía a casa del pub.

—Acércate sobre mediodía para pagar la fianza —me dijo el abuelo—. Ya le habrá dado tiempo a dormir bien la mona.

No me hacía gracia la idea de tener que desprenderme de la media corona que me iba a costar su fianza; los ingresos de toda una jornada al garete.

Me presenté en la comisaría escasos minutos después de las doce. El sargento de guardia me informó de que Bert Shorrocks todavía estaba a la sombra, a la espera de sentarse delante del juez esa misma tarde, pero no habían tenido noticias de mi padre en todo el fin de semana.

—Es como una moneda falsa, no te preocupes —dijo el abuelo con una risita cuando se lo conté—. Ya volverá a aparecer.

Papá, sin embargo, no «volvió a aparecer» hasta un mes largo después. Cuando lo hizo, no me podía creer lo que veían mis ojos: iba vestido de caqui de la cabeza a los pies. La explicación es que se había alistado en el segundo batallón de los fusileros reales. Nos contó que esperaba que lo enviaran al frente en las próximas semanas, pero que estaría en casa de nuevo por Navidad. Un alto mando le había asegurado que los malditos boches habrían tenido que hacer las maletas mucho antes de que llegaran las fiestas.

El abuelo arrugó el entrecejo y sacudió la cabeza, pero yo me sentía tan orgulloso que me pasé el resto de la jornada pavoneándome con él por todo el mercado. Incluso la señora de la esquina que se dedicaba a repartir plumas blancas expresó su aprobación con un ademán. Yo la miré con el ceño fruncido y le prometí a papá que, si los alemanes no habían hecho las maletas para Navidad, dejaría la venta ambulante y lo buscaría para ayudarle a rematar la faena. Nadie le dejó pagar por su bebida aquel día, así que terminé sin gastarme ni medio penique. A la mañana siguiente, antes incluso de que el abuelo y yo nos preparásemos para ir al mercado, se fue para reunirse con su regimiento.

El viejo no nos envió ninguna carta porque no sabía escribir, pero en el East End todo el mundo sabía que si el cartero no te metía uno de esos sobres marrones por debajo de la puerta era porque el miembro de la familia que tuvieras en el frente debía de estar todavía con vida.

El señor Salmon me leía el periódico matutino de vez en cuando, pero nunca encontró ninguna mención a los fusileros reales y me quedé sin saber qué estaría haciendo mi padre. Solo rezaba para que no lo hubieran destinado a un sitio llamado Ypres, donde, según nos advertía el diario, las bajas estaban siendo muy numerosas.

Ese año la familia pasó unas navidades tranquilas, habida cuenta de que el viejo aún no había regresado del frente pese a las promesas de aquel alto mando.

Sal, que servía mesas en una cafetería de Commercial Road, se reincorporó al trabajo el segundo día de pascua, mientras que Grace se quedó de guardia en el hospital de Londres durante todas las fiestas; Kitty, por su parte, se dedicó a deambular husmeando los regalos de todo el mundo antes de volver a meterse en la cama. Aunque Kitty parecía incapaz de conservar el mismo empleo durante más de una semana seguida, eso no le impedía vestir mejor que cualquiera. Supongo que se debía a que la interminable ristra de novios que coleccionaba parecían entusiasmados de gastarse hasta el último penique en ella antes de salir para el frente. Me costaba imaginarme lo que se le ocurriría contarles como les diera a todos por volver a la vez.

De vez en cuando Kitty se ofrecía voluntaria para echar un par de horas atendiendo el carretón, pero desaparecía en cuanto se zampaba los beneficios de la jornada. «No me atrevería a calificarla de empleada del mes», le gustaba decir al abuelo. Pese a todo, yo no me quejaba. Por aquel entonces tenía dieciséis años, nada me quitaba el sueño y solo pensaba en cuánto tardaría en poseer mi propio puesto ambulante.

El señor Salmon me había explicado que los mejores carretones estaban de saldo en Old Kent Road, debido a que muchos jóvenes, respondiendo al llamamiento a filas de Kitchener, se alistaban para luchar por la patria y el rey. Estaba convencido de que era una ocasión inmejorable para encontrar lo que él llamaba «una buena metsieh». Tras darle las gracias, le rogué al panadero que no le contara lo que me proponía hacer al abuelo; quería encontrar mi metsieh antes de que él se enterara.

El sábado por la mañana le pedí al abuelo un par de horas libres.

—Ya has encontrado una mocita, ¿eh? Porque espero que se trate de eso y no de empinar el codo.

—Ni lo uno ni lo otro —repliqué con una amplia sonrisa—. Pero tú serás el primero en enterarte, abuelo, te lo aseguro. —Me toqué la visera y encaminé mis pasos en dirección a Old Kent Road.

Crucé el Támesis por el Puente de la Torre y seguí avanzando hacia el sur, por donde recorrí escenarios por los que no había pasado antes. Cuando llegué al mercado de la competencia, no daba crédito a mis ojos. Jamás había visto tantos puestos ambulantes en un mismo sitio, ordenados en filas. Los había de todos los tamaños y de todos los colores del arcoíris, y los nombres que lucían algunos de ellos se remontaban generaciones atrás en el East End. Me pasé una hora examinando todos los que estaban de oferta, pero el único al que no dejaba de volver una y otra vez lucía un eslogan pintado en dorado y azul en los laterales: «El carro más grande del mundo».

La mujer que ponía aquel artefacto tan majestuoso a la venta me informó de que solo tenía un mes de antigüedad, y que su viejo, asesinado por los boches, había pagado tres libras por él: no estaba dispuesta a venderlo por menos.

Le expliqué que, aunque solo contaba en mi haber con un par de libras, estaría dispuesto a pagar el resto antes de que hubieran pasado seis meses.

—Dentro de seis meses —replicó mientras sacudía la cabeza como si no fuese la primera vez que escuchaba esa historia—, quién sabe si quedaremos alguno con vida.

—En tal caso —dije sin pensar—, le doy dos libras con seis peniques, más el carretón de mi abuelo.

—¿Quién es tu abuelo?

—Charlie Thumper —respondí con orgullo, aunque, la verdad sea dicha, no me habría extrañado que no le sonara su nombre.

—¿Eres nieto de Charlie Thumper?

—¿Qué pasa? —pregunté a mi vez, desafiante.

—Con dos libras y seis peniques me conformaré por ahora, jovencito. Procura pagarme el resto antes de navidades.

Aquel fue mi primer encuentro con el significado de la palabra «reputación». Me despedí de los ahorros de toda mi vida y prometí darle lo que faltaba antes de finales de año.

Sellamos el trato con un apretón de manos, agarré los mangos y empecé a empujar mi primer carretón en dirección al puente, primero, y después por Whitechapel Road. Cuando Sal y Kitty vieron mi adquisición, se pusieron a dar saltos de emoción e incluso me ayudaron a pintar un costado: «Charlie Trumper, el mercader respetable, casa fundada en 1823».

Cuando hubimos terminado, mucho antes de que se terminara de secar la pintura, me dirigí con paso ufano al mercado. Para cuando divisé a lo lejos el puesto habitual del abuelo, mi sonrisa se extendía de oreja a oreja.

La multitud que rodeaba el carretón del viejo parecía más numerosa de lo habitual para tratarse de un sábado por la mañana. Tampoco entendía el silencio que se había formado ante mi aparición.

—Ahí está el joven Charlie —exclamó alguien, y varias personas se giraron para mirarme fijamente. Presentí que algo iba mal. Solté los mangos de la carreta nueva y corrí en dirección al gentío. Todos se hicieron a un lado enseguida, abriéndome paso. Al llegar, lo primero que vi fue al abuelo tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada en un cajón de manzanas y la cara blanca como el papel.

Me apresuré a ponerme a su lado y me dejé caer de rodillas.

—Soy Charlie, abuelo, soy yo, estoy aquí —sollocé—. ¿Qué quieres que haga? Dime lo que tengo que hacer y lo haré.

Sus párpados batieron muy despacio, como si estuvieran cansados.

—Escucha con atención, chico —murmuró con la respiración entrecortada—. El carretón es propiedad tuya ahora, así que no lo pierdas de vista, ni la parada, durante más de unas pocas horas seguidas.

—Pero la parada y el carretón son tuyos, abuelo. ¿Cómo vas a trabajar sin ellos? —le pregunté, aunque él ya no me estaba escuchando.

Hasta ese momento, nunca había pensado que alguien que yo conocía se pudiera morir.

2

El entierro del abuelo Charlie se celebró una mañana despejada de principios de febrero, en la iglesia de St. Mary y St. John, en Jubilee Street. Cuando el coro hubo ocupado su puesto solo quedaba sitio para estar de pie, e incluso el señor Salmon, que se había puesto un largo abrigo negro y un sombrero de ala ancha del mismo color, estaba entre los que se tenían que conformar con apiñarse hacia el fondo.

A la mañana siguiente, cuando Charlie llevó el carro nuevo a la parada habitual de su abuelo, el señor Dunkley salió de la tienda de pescado con patatas para admirar su nueva adquisición.

—Cabe casi el doble que en el viejo carretón del abuelo —le explicó Charlie—. Y lo mejor de todo es que solo me faltan diecinueve chelines con seis peniques para pagarlo.

Al terminar la semana, sin embargo, el muchacho había descubierto que la carreta seguía estando medio llena de mercancía estropeada que nadie quería. Hasta Sal y Kitty arrugaron la nariz cuando les ofreció manjares tales como plátanos negros y manzanas pasadas. El nuevo comerciante tardó varias semanas en calcular aproximadamente las cantidades que necesitaba cada mañana para satisfacer las necesidades de sus clientes, y más todavía en descubrir que esas necesidades podían variar de un día para otro.

Era sábado por la mañana, después de que Charlie hubiera recogido la mercancía del mercado y se dispusiera a volver a Whitechapel, cuando oyó el alboroto.

—¡Masacre de tropas británicas en el Somme! —voceaba un chico desde la esquina de Covent Garden mientras agitaba un periódico sobre la cabeza.

Charlie se desprendió de medio penique a cambio de una copia del Daily Chronicle y se sentó en la acera a leer, concentrándose en las palabras que más le sonaban. Así se enteró de la muerte de miles de soldados británicos que se habían enfrentado al ejército del káiser Bill en un asalto combinado con los franceses. La malograda incursión se había saldado con un baño de sangre. Aunque el general Haig había previsto un avance de cuatro mil yardas diarias, al final se había tenido que batir en retirada. El grito de «todos habremos vuelto a casa por Navidad» parecía ahora una fanfarronada barata.

Charlie tiró el periódico a la cuneta. Ningún alemán iba a matar a su padre, de eso estaba seguro, aunque últimamente, desde que Grace hubiera pasado una temporada como voluntaria en los hospitales de campaña a media milla escasa del frente, el muchacho había empezado a sentirse culpable por no estar participando de forma más activa en la guerra.

Aunque Grace le escribía todos los meses, seguía sin ser capaz de proporcionarle ninguna novedad sobre el paradero de su padre. «Aquí hay medio millón de soldados —le explicaba— y todos parecen iguales: ateridos, empapados de agua y muertos de hambre». Sal seguía trabajando de camarera en Commercial Road y dedicaba todo su tiempo libre a buscar marido, mientras que a Kitty no le costaba nada encontrar cantidades ingentes de hombres dispuestos a complacer todos sus caprichos. Kitty, de hecho, era la única de las tres que disponía del tiempo libre suficiente durante el día para ayudar en el carro, pero como nunca se levantaba hasta que ya había salido el sol y siempre se escabullía mucho antes de que se pusiera, seguía sin ser lo que el abuelo habría calificado de un buen recurso para la empresa.

Habrían de transcurrir varias semanas antes de que el joven Charlie perdiera la costumbre de girar la cabeza para preguntar: «¿cuántas, abuelo?», o «¿cuánto es, abuelo?», o «¿puedo fiarle a la señora Ruggles, abuelo?». Y solo después de haber pagado hasta el último penique de la deuda de la carreta nueva y haberse quedado prácticamente sin efectivo empezó a darse cuenta de lo buen vendedor ambulante que debía de haber sido el anciano.

En los primeros meses solo ganaban unos pocos peniques a la semana para repartir entre todos, y Sal, que estaba convencida de que acabarían en el asilo para desfavorecidos como se siguieran retrasando con los pagos del alquiler, no paraba de suplicarle a su hermano que vendiera el viejo carretón del abuelo para sacarse otra libra. Pero la respuesta de Charlie siempre era la misma: «jamás», a lo que después añadía que antes preferiría morirse de hambre y dejar aquella reliquia pudriéndose en el patio que confiarla al cuidado de unas manos extrañas.

El negocio empezó a despegar de forma paulatina, no obstante, y el carro más grande del mundo empezó a dar beneficios suficientes incluso para permitir que Sal se comprara un vestido de ocasión, Kitty un par de zapatos y Charlie un traje de tercera mano.

Aunque seguía estando delgado (ya peso mosca) y no era muy alto, tras cumplir los diecisiete se empezó a fijar en que las señoritas de la esquina de Whitechapel Road, que todavía se dedicaban a repartir plumas blancas entre todo el que fuera vestido de paisano y tuviera aspecto de contarse entre los dieciocho y los cuarenta años de edad, lo observaban con el afán de rapaces hambrientas.

Aunque a Charlie no le daban miedo los alemanes, seguía esperando que la guerra terminara lo antes posible y que su padre volviera a Whitechapel para restaurar su rutina de trabajar en los muelles durante el día y emborracharse en el Black Bull por las noches. Pero sin correspondencia y únicamente con las noticias restringidas de los periódicos, ni siquiera el señor Salmon era capaz de decirle lo que estaba ocurriendo de verdad en el frente.

Conforme pasaban los meses, Charlie se fue volviendo cada vez más consciente de lo que necesitaban sus clientes, quienes a su vez estaban descubriendo que la carreta del muchacho ya les ofrecía una relación calidad-precio superior a la de muchos de sus competidores. Hasta Charlie empezó a pensar que el viento soplaba a su favor el día que una sonriente señora Smelley apareció para comprar más patatas para la casa de huéspedes de las que él podría haber soñado con venderle a un cliente normal en un mes.

—Podría entregárselas a domicilio, ¿sabe usted? —dijo levantándose la visera—. Directas a su puerta todos los lunes por la mañana.

—Te lo agradezco, Charlie, pero no —replicó ella—. Siempre me ha gustado ver lo que compro.

—Deme una oportunidad, señora Smelley, y cuando vea que está alquilando más habitaciones que nunca se ahorrará el tener que salir a la calle si hace mal tiempo.

La mujer lo miró a la cara.

—Bueno, hagamos la prueba durante un par de semanas. Pero como me dejes en la estacada, Charlie Trumper…

—Trato hecho —dijo Charlie con una sonrisa radiante, y a partir de aquel día, la señora Smelley no volvió a comprar ni frutas ni hortalizas en el mercado.

Charlie decidió que, en vista del éxito inicial, debería ampliar su servicio de entrega a domicilio a otros clientes del East End. Quizá de ese modo, pensó, quizá conseguiría incluso doblar sus ingresos. A la mañana siguiente sacó del patio el viejo carretón del abuelo, le quitó las telarañas, le dio una mano de pintura y dejó a Kitty encargada de atender los pedidos a domicilio mientras él se ocupaba de la parada de Whitechapel.

En cuestión de días, Charlie había perdido todos los beneficios que había obtenido en el último año y se encontraba en la casilla de salida de nuevo. Kitty demostró no tener cabeza para las cuentas, y lo peor de todo, se creía todas las excusas sensibleras que le ofrecían, por lo que a menudo terminaba regalando la comida. Al finalizar aquel mes, Charlie, que se había quedado prácticamente en la ruina, ya no podía seguir pagando el alquiler.

—Bueno, ¿y qué has aprendido de tu osada aventura? —inquirió Dan Salmon un día desde el portal de la tienda, con el gorro de lana echado hacia atrás y los pulgares enganchados en los bolsillos de su chaleco negro, donde lucía orgullosamente un reloj con la tapa de cristal.

—Que hay que pensárselo dos veces antes de contratar a un pariente y que no hay que dar nunca por sentado que la gente esté dispuesta a saldar sus deudas.

—Bien —dijo el señor Salmon—. Aprendes deprisa. Bueno, ¿y cuánto necesitas para pagar el alquiler y llegar al próximo mes?

—¿Qué me está sugiriendo? —preguntó Charlie.

—Cuánto —repitió el señor Salmon.

—Cinco libras —dijo Charlie, bajando la cabeza.

El viernes por la noche, cuando hubo cerrado la tienda, Dan Salmon le dio a Charlie cinco soberanos además de varias tortas de matzo.

—Devuélvemelo cuando puedas, muchacho, y no les digas nada a las chicas o nos habremos metido los dos en un lío.

Charlie empezó a pagar el préstamo a razón de cinco chelines a la semana, y cinco meses después ya había devuelto todo lo que debía. Recordaría siempre el día que hizo el último pago, puesto que coincidió con el primer bombardeo serio de Londres. Se pasó casi toda la noche escondido debajo de la cama de su padre, con Sal y Kitty abrazadas a él como si les fuera la vida en ello.

A la mañana siguiente, leyó un artículo sobre el ataque aéreo en el Daily Chronicle y se enteró de que un centenar de londinenses habían fallecido y otros cuatrocientos estaban heridos.

Le pegó un bocado a su manzana matutina antes de entregar el pedido semanal de la señora Smelley y regresar a su puesto en Whitechapel Road. Los lunes siempre eran ajetreados, puesto que todo el mundo quería reabastecerse después del fin de semana, y cuando volvió al número 112 para tomar el té de la tarde estaba agotado. Charlie estaba clavando el tenedor en su tercer hojaldre de cerdo cuando oyó que llamaban a la puerta.

—¿Quién será? —se extrañó Kitty mientras Sal le servía otra patata a Charlie.

—Solo hay una forma de averiguarlo, amiga —dijo Charlie, que no tenía la menor intención de levantarse.

Kitty dejó la mesa a regañadientes para regresar instantes después con la nariz apuntando hacia el techo.

—Es esa tal Becky Salmon. Que «le gustaría tener unas palabras contigo», dice.

—Conque sí, ¿eh? Deberías haber llevado a la señorita Salmon al salón —replicó Charlie con una sonrisita traviesa.

Kitty volvió a alejarse arrastrando los pies en tanto que Charlie se levantaba de la mesa de la cocina sujetando el último trozo de pastel entre los dedos. Se dirigió a la única habitación de la casa que no hacía las veces de dormitorio, se instaló en una vieja silla de cuero y siguió masticando mientras esperaba. La Ricachona se plantó en el centro del cuarto un momento después, directamente delante de él. En silencio. Al muchacho le impresionaron sus dimensiones. Aunque medía dos o tres pulgadas menos que Charlie, debía de pesar por lo menos catorce libras más que él; un verdadero peso pesado. Era evidente que no había dejado de atiborrarse con los bollos de crema de Salmon. Charlie observó fijamente su blusa blanca, resplandeciente, y su falda plisada de color azul marino. Su elegante chaqueta azul lucía un águila dorada rodeada de palabras que al muchacho no le sonaban de nada. Una cinta roja se esforzaba por recoger sus cortos cabellos morenos, y Charlie se fijó en que sus zapatitos negros y sus calcetines blancos estaban más inmaculados que nunca.

Le habría pedido que se sentara, pero como él ya había ocupado la única silla que había, se abstuvo de hacerlo. En vez de eso, le ordenó a Kitty que los dejara a solas. Su hermana se lo quedó mirando, desafiante, pero terminó marchándose sin rechistar.

—Bueno —dijo Charlie cuando la puerta se hubo cerrado—. ¿Qué quieres?

Rebecca Salmon empezó a temblar mientras se esforzaba por articular su discurso.

—Vengo a verte por lo que les ha pasado a mis padres. —Pronunciaba cada palabra con esmero, muy despacio y, para el enfado de Charlie, sin rastro de acento del East End.

—¿Y qué les ha pasado a tus padres? —refunfuñó el muchacho, esperando que no se diera cuenta de que hacía poco que había comenzado a cambiarle la voz. Becky se echó a llorar. La única reacción de Charlie fue desviar la mirada hacia la ventana, porque no se le ocurría qué más podía hacer.

Becky seguía temblando cuando empezó a hablar otra vez.

—Tata murió anoche, en el bombardeo, y a mi madre se la han llevado al hospital de Londres. —Enmudeció de repente, sin añadir más explicaciones.

Charlie se levantó de la silla de un salto.

—No sabía nada —dijo mientras empezaba a pasearse por toda la sala.

—No podías saberlo. Ni siquiera se lo he contado a los empleados de la tienda todavía. Se creen que se ha tomado un día de baja.

—¿Quieres que se lo diga yo? ¿Por eso has venido?

—No. —La muchacha levantó la cabeza despacio y se quedó callada un momento—. Lo que quiero es que te hagas cargo tú de la tienda.

La sugerencia dejó a Charlie tan desconcertado que, aunque había dejado de deambular sin rumbo de un lado a otro, ni siquiera intentó responder.

—Mi padre siempre decía que no tardarías mucho tiempo en tener tu propio negocio, por eso he pensado que…

—Pero si yo no tengo ni idea de panes —tartamudeó Charlie mientras se dejaba caer de nuevo en la silla.

—Los dos empleados de mi padre saben todo lo que hay que saber del oficio, y sospecho que en cuestión de pocos meses tú ya sabrás más que ellos. Lo que la tienda necesita en estos momentos es un buen vendedor. Mi padre siempre te tuvo a la altura del viejo abuelo Charlie, y todo el mundo sabe que él era el mejor.

—Pero ¿qué pasa con mi carreta?

—Solo hay unas pocas yardas entre ella y la tienda, así que no te costaría nada echarles un ojo a las dos. —Rebecca titubeó antes de añadir—: A diferencia de tu servicio de reparto a domicilio.

—¿Estabas enterada de eso?

—Sé incluso que intentaste devolver los últimos cinco chelines del préstamo un sábado, escasos minutos antes de que mi padre fuera a la sinagoga. No teníamos secretos.

—Bueno, ¿y cómo funcionaría? —preguntó Charlie, que empezaba a sentirse como si la muchacha siempre fuera un par de pasos por delante de él.

—Tú diriges el carro y la tienda, y seremos socios al cincuenta por ciento.

—¿Y tú cómo vas a ganarte tu parte?

—Haré el balance de cuentas todos los meses y me aseguraré de que paguemos los impuestos a tiempo y no nos saltemos las normas municipales.

—Sería la primera vez que pago impuestos —murmuró Charlie—. Además, ¿a quién le importan las estúpidas normas municipales?

Los ojos oscuros de Becky se clavaron en él por primera vez.

—A la gente que espera dirigir un negocio serio algún día, Charlie.

—No me parece justo eso de ir al cincuenta por ciento —replicó él, empeñado en no dar su brazo a torcer.

—Mi tienda es considerablemente más valiosa que tu carreta y también genera muchos más beneficios.

—Los generaba, más bien, antes de que se muriera tu padre. —En cuanto salieron de su boca, Charlie se arrepintió de haber pronunciado esas palabras.

Becky agachó la cabeza de nuevo.

—¿Somos socios o no? —murmuró.

—Al sesenta-cuarenta —dijo Charlie.

Tras pensárselo un buen rato, la muchacha estiró el brazo de súbito. Charlie se levantó de la silla y le estrechó vigorosamente la mano para confirmar que acababa de cerrar su primer acuerdo.

 

Después del entierro de Dan Salmon, Charlie procuraba leer el Daily Chronicle todas las mañanas con la esperanza de averiguar en qué estaba ocupado el segundo batallón de los fusileros reales y dónde podría encontrarse su padre. Sabía que el regimiento estaba combatiendo en alguna parte de Francia, pero el periódico no precisaba la localización exacta, por lo que él nunca conseguía despejar esa incógnita.

El diario comenzó a ejercer una doble fascinación en el muchacho cuando a este le dio por fijarse en los anuncios que aparecían en casi todas las páginas. Le costaba creer que esos estirados del West End estuvieran dispuestos a pagar tanto dinero por cosas que a él no le parecían más que lujos innecesarios. Sin embargo, eso no evitaba que a Charlie le dieran ganas de probar la Coca-Cola, la última bebida procedente de América, al precio de un penique por botella; o la nueva cuchilla con protección de Gillette, a pesar de que ni siquiera había empezado a afeitarse aún, a seis peniques el mango y otros dos el juego de seis hojas: estaba seguro de que a su padre, que nunca había usado otra cosa que una navaja plegable, todo ese asunto le parecería una trampa para afeminados. Y las dos libras que vio que costaba una faja de mujer se le antojaron exageradas. Ni Sal ni Kitty necesitarían jamás algo así…, aunque quizá la Ricachona se tuviera que poner una no dentro de mucho, al ritmo que iba.

Tanto intrigaban a Charlie aquellas oportunidades para vender, en apariencia interminables, que un domingo por la mañana tomó el tranvía al West End para verlo con sus propios ojos. Tras el trayecto en aquel vehículo tirado por caballos que lo llevó hasta Chelsea, se dedicó a regresar caminando despacio en dirección a Mayfair mientras inspeccionaba todos los productos de los escaparates que le salían al paso. También se fijó en la vestimenta de la gente y admiró los vehículos a motor que, pese a escupir tanto humo, por lo menos no lo dejaban todo sembrado de excrementos en su discurrir por el centro de la calzada. Incluso empezó a preguntarse cuánto costaría el alquiler de los locales en Chelsea.

El primer domingo de octubre de 1917, Charlie regresó al West con Sal, según él para enseñarle las vistas.

El muchacho y su hermana deambularon sin prisa de un escaparate a otro, con él incapaz de disimular la emoción ante cada nuevo descubrimiento que hacía. Atuendos para hombre, sombreros, zapatos, vestidos de mujer, perfumes, ropa íntima…, incluso las tartas y los pasteles acaparaban toda su atención durante innumerables minutos.

—Por el amor de Dios —dijo Sal—, volvamos de una vez a Whitechapel. Porque una cosa está clara: aquí no me podría sentir jamás como en casa.

—Pero ¿no te das cuenta? —replicó Charlie—. Algún día abriré mi propia tienda aquí, en Chelsea.

—No digas tonterías. Ni siquiera Dan Salmon podía costearse algo así.

Charlie no se molestó en llevarle la contraria.

 

En cuanto al tiempo que Charlie habría de tardar en dominar el negocio de la panadería, la predicción de Becky resultó ser exacta. En el plazo de un mes ya sabía tanto como cualquiera de los dos empleados sobre temperaturas de horno, reguladores, levados y cuál era la mezcla correcta de agua y harina, y como atendían a los mismos clientes de la carreta de Charlie, las ventas de ambos negocios solo se resintieron ligeramente en el primer trimestre del año.

Becky, que resultó ser fiel a su palabra, llevaba las cuentas en lo que ella describía como «totalmente al día» e incluso abrió un juego de libros de cuentas para el puesto de Trumper. Transcurridos sus primeros tres meses como socios, los beneficios declarados ascendían a cuatro libras con once chelines pese a haber tenido que arreglar el horno de Salmon, lo que le permitió a Charlie comprarse su primer traje de segunda mano.

Sal seguía trabajando de camarera en una cafetería de Commercial Road, pero Charlie sabía que su hermana se moría de ganas de encontrar a alguien que estuviera dispuesto a casarse con ella; daba igual el estado físico en el que estuviera, le explicaba ella, con tal de poder dormir en una habitación que pudiera considerar suya.

Grace no dejaba de enviarle sus cartas a principios de mes, y de alguna manera se las arreglaba para mostrarse animada pese a estar rodeada de muerte. Es exactamente igual que su madre, les contaba el padre O’Malley a sus feligreses. Kitty, por su parte, iba y venía a su antojo, les pedía dinero prestado tanto a sus hermanas como a Charlie y no se tomaba nunca la molestia de devolvérselo. Exactamente igual que su padre, les contaba el mismo sacerdote a sus feligreses.

 

—Me gusta tu traje nuevo —dijo la señora Smelley un lunes por la tarde cuando Charlie fue a llevarle su pedido semanal. El muchacho se ruborizó, se levantó la visera y fingió no haber oído el cumplido mientras se apresuraba a refugiarse en la panadería.

El segundo trimestre prometía arrojar aún más beneficios para los dos negocios de Charlie, así que advirtió a Becky de que le había echado el ojo a la carnicería, cuyo dueño había perdido a su único hijo en la batalla de Passchendaele. La muchacha le recomendó que no se precipitara y esperase hasta haber averiguado cuáles eran los márgenes de beneficios de ese local y si los dos empleados, ya mayores, sabían lo que se hacían.

—Porque una cosa está clara, Charlie Thumper —le dijo cuando se hubieron sentado en la pequeña trastienda de Salmon para revisar las cuentas del mes—, de carnicerías no tienes ni idea. «Charlie Trumper, el mercader respetable, casa fundada en 1823» todavía me suena atractivo —añadió—. Pero «Trumper, el insensato que se tuvo que declarar en quiebra en 1917», ya no.

También ella alabó su traje nuevo, aunque no antes de haber terminado de cuadrar una interminable columna de cifras. Charlie se disponía a devolverle el cumplido apuntando que daba la impresión de haber bajado un poco de peso, pero en ese momento la muchacha se estiró sobre la mesa para echar mano de otra tartaleta de mermelada.

Deslizó un dedo pringoso por la hoja de balance mensual y comparó las cifras con el extracto bancario redactado a mano. Los beneficios ascendían a ocho libras con catorce chelines, anotó pulcramente con tinta en la última línea.

—A este paso nos habremos hecho millonarios antes de cumplir los cuarenta —dijo Charlie con una sonrisa.

—¿Cuarenta, Charlie Thumper? —replicó Becky, desdeñosa—. Mira que te gusta tomarte las cosas con calma.

—¿A qué te refieres?

—A que yo espero haberlo conseguido muchísimo antes.

Charlie se rio con una carcajada estentórea para disimular el hecho de que no sabía muy bien si la muchacha estaba hablando en serio o en broma. Cuando estuvo segura de que la tinta se había secado, Becky cerró los libros y los guardó en su mochila mientras Charlie se preparaba para cerrar la panadería. Una vez en la calle, le dio las buenas noches a su socia con una reverencia exagerada y giró la llave en la cerradura antes de emprender el camino a casa. Empezó a silbar It’s a Long Way to Tipperary, desafinando, mientras empujaba la mercancía sobrante de la jornada en dirección al ocaso. ¿De verdad podría ganar un millón antes de haber cumplido los cuarenta o estaría Becky tomándole el pelo?

Se detuvo de golpe al llegar a la altura del establecimiento de Bert Shorrocks. Frente a la puerta del 112, vestido con un largo gabán y un sombrero de color negro, biblia en mano, estaba el padre O’Malley.

3

Sentado en el vagón de un tren que se dirigía a Edimburgo, Charlie reflexionaba sobre las acciones que había emprendido en los últimos cuatro días. Becky había calificado su decisión de temeridad. Sal no había sido tan diplomática. La señora Smelley opinaba que no debería haberse alistado hasta que lo llamaran, en tanto que Grace seguía atendiendo a los heridos en el frente occidental, para que no se enterase de lo que había hecho. En cuanto a Kitty, se limitó a enfurruñarse y preguntar cómo esperaba que sobreviviera sin él.

El soldado George Trumper había fallecido en Passchendaele el 2 de noviembre de 1917, le informaba la carta: valientemente, mientras cargaba contra las líneas enemigas en Polygon Wood. Más de mil hombres habían perdido la vida aquel día atacando un frente de diez millas que se extendía desde Messines a Passchendaele, lo que explicaba que la carta del teniente fuera concisa y escueta. Tras haber pasado la noche en vela, Charlie fue el primero en personarse en la oficina de reclutamiento de la calle Great Scotland Yard a la mañana siguiente. El póster que había en la pared invitaba a presentarse voluntarios a todos los varones de entre dieciocho y cuarenta años para servir en el ejército del general Haig.

Aunque aún no había cumplido los dieciocho, Charlie esperaba que no lo rechazaran.

Cuando el sargento de reclutamiento ladró: «¿Nombre?», Charlie sacó pecho y respondió casi con el mismo tono:

—Trumper. —Se quedó esperando hecho un manojo de nervios.

—¿Fecha de nacimiento? —preguntó el hombre, cuya manga lucía tres rayas blancas.

—Veinte de enero de 1899 —contestó Charlie sin titubear, aunque se le encendieron las mejillas mientras pronunciaba aquellas palabras.

El sargento de reclutamiento lo miró y le guiñó el ojo antes de apuntar las letras y los números pertinentes en un formulario de admisión sin hacer ningún comentario.

—Quítate la gorra, muchacho, y preséntate ante el oficial médico.

Una enfermera condujo a Charlie a un cubículo en el que un hombre mayor vestido con una bata blanca le hizo desnudarse hasta la cintura, toser, sacar la lengua y respirar con fuerza antes de toquetearlo por todas partes con un instrumento de goma que estaba muy frío. A continuación, procedió a auscultar los ojos y los oídos del muchacho antes de pasar a pegarle en las rodillas con otro instrumento de goma. Tras quitarse los pantalones y la ropa interior (por primera vez delante de alguien que no fuera un miembro de su familia), se le informó de que no padecía enfermedades venéreas…, fuera lo que fuera eso, pensó Charlie.

Se miró en el espejo mientras lo tallaban.

—Cinco pies con nueve y un cuarto —dijo la enfermera.

Y todavía no he terminado de crecer, le dieron ganas de añadir a Charlie mientras se apartaba un mechón de los ojos.

—Dientes en buen estado, ojos castaños… —declaró el médico veterano—. No veo que tengas nada grave —añadió antes de hacer una serie de marquitas en el margen derecho del formulario y pedirle a Charlie que volviera a ver al fulano de las tres rayas blancas.

Charlie tuvo que hacer cola otra vez antes de encontrarse cara a cara con el sargento de nuevo.

—Bueno, chaval, firma aquí y te expediremos un permiso de desplazamiento.

Charlie garabateó su firma encima del punto en el que el sargento tenía el dedo apoyado. No pudo por menos de fijarse en que al hombre le faltaba el pulgar de esa mano.

—¿La honorable compañía de artillería o los fusileros reales? —preguntó el sargento.

—Fusileros reales —contestó Charlie—. Era el regimiento de mi viejo.

—Pues a los fusileros reales —replicó el sargento, sin parpadear, mientras marcaba la casilla correspondiente.

—¿Cuándo me van a dar el uniforme?

—Antes tendrás que llegar a Edimburgo, chaval. Preséntate en King’s Cross mañana por la mañana, a las ocho. Siguiente.

Charlie regresó al 112 de Whitechapel Road para pasarse la noche en vela de nuevo. Sus pensamientos saltaban de Sal a Grace y de ahí a Kitty; no paraba de preguntarse cómo se las iban a apañar al menos dos de sus hermanas cuando él no estuviera. Tampoco se olvidaba de Rebecca Salmon y el acuerdo al que había llegado con ella, pero, en última instancia, sus pensamientos siempre volvían a la tumba de su padre en un campo de batalla extranjero y la venganza que les pensaba infligir a todos los alemanes que osaran cruzarse en su camino. Esas cavilaciones lo acompañaron hasta que los primeros rayos de sol empezaron a traspasar las ventanas.

Charlie se puso su traje nuevo, el que había elogiado la señora Smelley, su mejor camisa, la corbata de su padre, una gorra y su único par de zapatos de cuero.

—Se supone que voy a luchar con los alemanes, no a una boda —dijo en voz alta mientras se inspeccionaba en el espejo agrietado que había encima del lavabo. Ya le había escrito una nota a Becky (para lo que el padre O’Malley le había echado una mano) en la que le pedía que vendiera la tienda junto con las dos carretas, si podía, y le guardara su parte del dinero hasta que volviera a Whitechapel. Ya nadie hablaba de navidades.

—¿Y si no vuelves? —le había preguntado el párroco, con la cabeza ligeramente inclinada—. ¿Qué ocurrirá entonces con tus pertenencias?

—Que mis hermanas se repartan lo que quede a partes iguales —replicó Charlie.

El padre O’Malley redactó las instrucciones de su antiguo pupilo y, por segunda vez en otros tantos días, Charlie estampó su firma en un documento oficial.

Cuando el muchacho hubo terminado de vestirse encontró a Sal y a Kitty esperándolo junto a la puerta principal, pero se negó a dejar que lo acompañaran a la estación pese a todas sus lágrimas y sus protestas. Sus dos hermanas le dieron un beso (otra novedad), y hubo que separar por la fuerza los dedos de Kitty de entre los suyos antes de que Charlie pudiera agarrar la bolsa de papel marrón que contenía todo cuanto poseía en el mundo.