El misterio de la vela doblada - Edgar Wallace - E-Book

El misterio de la vela doblada E-Book

Edgar Wallace

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Beschreibung

En el marco de Londres a principios del siglo XX, John Lexman –escritor de novelas de misterio- , casado con la joven e inteligente Mary, se ve involucrado en la muerte por asesinato de un prestamista. Con todas las circunstancias en su contra y las situaciones más adversas, Lexman contacta con el joven investigador de Scotland Yard T.X. Meredith, quien sigue los pasos de un apuesto multimillonario griego, antiguo conocido de la Señora Lexman.

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El misterio de la vela doblada

Edgar Wallace

Título: El misterio de la vela doblada

Título Original: The Clue of the Twisted Candle (1917)

© De esta edición: Century Carroggio

ISBN: 978-84-7254-384-3

Maquetación: Javier Bachs

Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de cualquier otro modo, sin el permiso expreso del editor.

Contenido

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO PRIMERO

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XX

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXIII

INTRODUCCIÓN

Richard Horatio Edgar Wallace nació en el barrio londinense de Greemvich el 1 de abril del año 1875. Y nació mal, pues no se le ocurrió mejor manera de comparecer en la vida que presentarse en la Inglaterra victoriana como el fruto ilegítimo de los escarceos amorosos de dos actores de segunda fila, que bastante trabajo tenían ya con intentar sobrevivir ejerciendo su oficio en el seno de una sociedad puritana para la que los cómicos eran ya, por el simple hecho de serlo, gentes de una reputación más que dudosa. Fue, pues, una fortuna para el recién nacido -al menos según los criterios entonces imperantes- que sus padres determinaran desentenderse de él y que fuera adoptado por un tal George Freeman, pescadero ambulante que tenía su centro de operaciones en el mercado de Billingsgate, el más antiguo de Londres, que por aquellas mismas fechas acababa de ver renovadas sus instalaciones.

De la infancia del joven Edgar se saben pocas cosas. Su padre adoptivo le dio un hogar, unos hermanos y, sin duda, una educación. Porque el muchacho fue a la escuela hasta la edad de doce años y, según cuentan, mostró ya en ella sus inclinaciones por la literatura. E inició en este noble campo de las letras sus primeros pasos, incluso un año antes de abandonar los estudios, voceando periódicos en una de las plazas más céntricas de Londres, Ludlgate Circus, junto a Fleet Street -la calle editorial por excelencia- y cerca del Old Bailey, el tribunal central para las causas criminales. Con las dotes disuasorias y de elocuencia desarrolladas entre los puestos de pescado de Billingsgate, cuyo lenguaje vivo ydirecto es proverbial en el idioma inglés en el mismo sentido con que decimos por aquí «habla como una verdulera»,cabe pensar que Edgar destacó en el oficio de vendedor de prensa. Por lo menos Londres, su ciudad natal, ha querido recordarlo en una placa colocada precisamente en la plaza donde aquella voz infantil pregonó los sucesos más resonantes del momento.

El siguiente trabajo de Edgar, nada más abandonar la escuela, fue el de aprendiz de tipógrafo: todavía una relación más estrecha con el mundo de las letras, ahora en su aspecto más material y concreto, de lo que encontraremos un curioso y significativo recuerdo en una de sus novelas: la famosísima El Día de la Concordia. Pero aquel empleo no le duró. Como tampoco le duraría ninguno de los numerosos oficios que exploró a continuación: ayudante de zapatero, obrero en una fábrica, pinche de cocina en un pesquero, albañil, repartidor, etc. Hasta que a la edad de dieciocho años se alistó en el ejército, en el regimiento real de West Kent. Meses más tarde era enviado al África del Sur, formando parte de un nutrido contingente de tropas británicas.

El envío de aquellas tropas era, más que nada, un acto de fuerza por parte del gobierno de Londres en apoyo de loscolonos británicos que se habían establecido en El Cabo y que, progresivamente, iban desplazando a los antiguos colonos de origen holandés: los bóers. Tiempo atrás Inglaterra había llegado a un acuerdo con los bóers por el que se garantizaba la integridad del Transvaal y del Estado Libre de Orange; pero el descubrimiento de importantes yacimientos de oro en la primera de aquellas regiones había hecho que numerosos buscadores de ascendencia británica se instalaran sobre todo en el Transvaal bóer. Mirados por los bóers como extranjeros (uitlanders),el gobierno inglés presionaba al del Transvaal para que les reconociera derechos políticos, amenazando con la guerra: una guerra que, dada la enorme disparidad de fuerzas, tenía de antemano ganada.

El conflicto estalló, en efecto, en 1899, y no fue ni muchísimo menos el paseo militar que los británicos habían previsto. Por el contrario, en los primeros compases de la lucha los bóers tuvieron la iniciativa. Suplieron estos su inferioridad con audaces golpes de mano y luego con una guerra de guerrillas que causó numerosísimas bajas a losingleses. Las acciones militares se prolongaron durante dos años y medio y concluyeron en 1902 con la paz de Vereeniging, netamente favorable a los intereses británicos.

Edgar Wallace intervino en diversas acciones de la guerra y fue repetidamente condecorado por su valor. En una de ellas cayó prisionero de los bóers, pero logró evadirse, siendo licenciado a continuación. Pero desde su llegada a África del Sur su vocación literaria había empezado a cristalizar de modo decisivo, bien orientada por los consejos de cierto clérigo que conoció en El Cabo y que le ayudó a completar su deficiente formación. Acaso aquella influencia no hubiera sido tan profunda de no ser porque el mencionado clérigo tenía una sobrina casadera a la que el muchacho empezó a cortejar y que se convertiría poco después en su esposa.

Edgar Wallace había publicado ya en 1895 un pequeño librito titulado Canciones. Su primera novela, Mission that failed, vio la luz en 1898, y a ella siguieron algunos relatos también de tema militar, agrupados en Writin Barracks (1900) y Unofficial dispatches (1902). Pero, una vez libre de sus compromisos con el ejército, la puerta por donde se introdujo en las letras fue, más que nada, el periodismo. Sus primeros trabajos se publicaron en el Cape Times y, más ocasionalmente, en la South African Review, y pronto en algunos de los más importantes periódicos de Londres, que lo contrataron como corresponsal de guerra: la agencia Reuter, el Daily News, el Daily Mail, etc. Eran las suyas unas crónicas directas, palpitantes, donde la narración de los hechos primaba sobre su valoración política, al contrario de lo que por entonces solía ser habitual. La guerra era una aventura, y como tal se presentaba en sus vicisitudes. Empezaba a desarrollarse de esta forma una visión del periodismo hasta entonces poco frecuente en la prensa británica y que, sin embargo, tenía precedentes ilustres en la historia de la literatura inglesa. Y aventura era asimismo para el periodista la obtención de la noticia, anticipándose en la medida de lo posible a los demás órganos informativos, sin importar demasiado los medios ni los riesgos. Así Wallace pudo anunciar, por ejemplo, la paz de Vereeniging, que puso fin a la guerra, cuarenta y ocho horas antes de que esta se firmara,arriesgándose a severas sanciones por los medios empleados para conseguir la primicia y por haber ignorado la censura militar impuesta. A consecuencia de aquel incidente, fue incluso desposeído de las condecoraciones que habla obtenido en campaña.

Estos años pasados en África del Sur fueron decisivos para la formación literaria de Edgard Wallace. Tuvo la oportunidad de conocer por entonces a quien a la sazón era una de las jóvenes glorias de la literatura británica: Rudyard Kipling. Diez años mayor que Wallace, Kipling se había introducido en el mundo de las letras por la puerta del periodismo, y acaso vio en Wallace una imagen de lo que él mismo había sido: alguien en quien él mismo podía reconocerse sin esfuerzo, a pesar de la diferente educación recibida. Se hallaba, además, en un momento crucial de su propia carrera, en el que iba a dejar de lado la poesía- aquellos grandilocuentes poemas que le habían convertido en la pasada década en el cantor por excelencia del imperialismo británico- para abordar de lleno la creación novelística, ya en obras como Kim o en sus relatos cortos.

En la euforia de los meses que siguieron a la guerra, Wallace intentó crear un periódico propio en Johannesburgo, el Rand Daily Mail, que no obtuvo el éxito esperado. Era el momento de regresar a Inglaterra, a la que volvió en cuanto pudo poner orden en los asuntos de su fracasada empresa editorial.

De regreso en Londres, no le costó apenas esfuerzo encontrar colocación en la redacción de alguno de los periódicos para los que ya había servido de corresponsal en Sudáfrica: primero en el Daily News y luego en el Daily Mall. Pronto se especializaría en temas de hípica y de carreras de caballos -de lo que de nuevo encontraremos un eco en el carácter de uno de los protagonistas de sus obras, concretamente en el Benjamín Awkwright de El hombre del hotel Carlton-, firmando una columna extraordinariamente popular, la mantendría durante muchos años, como, en general, siempre seguiría vinculado al periodismo, aun cuando su actividad como novelista y dramaturgo le proporcionara recursos más que sobrados para poder vivir exclusivamente de ella.

Su primera novela de éxito fue la titulada The four just men, publicada en 1905, que sin embargo le proporcionó más fama que beneficios económicos. Y a partir de este momento emprendió una carrera literaria espectacular que, en el transcurso de las tres décadas que duraría, le daría tiempo para escribir unos 175 libros, 15 obras de teatro, innumerables relatos cortos, artículos periodísticos, reportajes, guiones cinematográficos, etc. Hubo año, por ejemplo, en que publicó 26 novelas -concretamente en 1927-, vendiéndose de sus obras, durante el mismo e incluso en algún otro, cerca de 5 millones de ejemplares, y sumando sus ingresos anuales la enorme cifra de 50.000 libras esterlinas. (A título de comparación, para valorar lo que suponían esos ingresos, recordemos que el doctor Marford -protagonista de una de las novelas que incluimos en este volumen, El hombre del antifaz blanco- estaba convencido de poder vivir, por la misma época, durante cinco años con su pequeño capital de 1.500 libras; sin darse muchos lujos, por supuesto, pero aun sin conseguir ni un solo paciente). Como dato adicional señalemos que hubo largos periodos de tiempo en los que, de cada cuatro libros vendidos en Londres, uno era un ejemplar de alguna de sus obras.

Con Edgar Wallace se dio también la frecuente paradojade que, a lo largo de su asombrosa carrera, recibió de los críticos más censuras que elogios, en clamoroso divorcio de aquellos respecto de los gustos y aficiones de los lectores. Se le acusaba de melodramatismo, y se le reprochaban defectos formales, por otra parte muy poco trascendentes. Hoy la polémica ha quedado muy atrás, y podemos acercarnos a las obras de Wallace con una perspectiva bastante más amplia; en particular porque, desde entonces acá, el género policíaco -en el que pueden incluirse la mayoría de sus obras- ha experimentado un notable desarrollo, lo que nos permite valorar con objetividad cuál fue su aportación específica al mismo. Y esto es lo que realmente interesa, porque resulta obvio que el éxito de Wallace no se basó en la repetición de fórmulas antiguas, sino en resortes nuevos o, cuando menos, manejados de un modo enteramente nuevo.

Los críticos norteamericanos suelen referirse a EdgarWallace como el creador avant -la lettre de ese particulargénero de novelística que se conoce hoy como thriller. No es fácil dar una traducción adecuada a ese término, de resonancia onomatopéyica, que sugiere estremecimiento, escalofrío, ramalazo de temor, y mil cosas más indefinibles. Un thriller es, para entendernos, una obra que provoca en el espectador fuertes reacciones emotivas, en las que hay dosis fundamentales de intriga y de horror, A diferencia del melodrama, estas reacciones no incluyen un juicio moral y, por lo mismo, no se escudan en su legitimación por un final aleccionador.

Suele darse, en efecto, el final feliz, pero no como lección moral, sino como catarsis o anticlimax de aquellas mismas emociones. Así, mientras que el melodrama se nos ofrece como una lección, el thriller -entendido como lo desarrolla Edgar Wallace- es, más que nada, un juego. Y, como todo juego, una diversión, esto es, una huida momentánea de la realidad cotidiana.

Habría mucho que escribir sobre esos recovecos de la psiquis humana que hacen posibles paradojas tales como que nos encante la descripción literaria o cinematográfica de horrores que aborreceríamos en la vida real. Personas incapaces de soportar la realidad del dolor o la desgracia ajenos -y muchísimo más de causarlos- gozan leyendo historias en las que se prodigan los crímenes y en las que sus protagonistas arrostran peligros sin cuento, pavorosos. Cierto que es el suyo un placer sui géneris, cohonestado acaso con las emociones de signo contradictorio que simultáneamente lo acompañan: el lector, o el espectador, «sufre» también con los protagonistas, «siente» sus temores, «comparte» sus riesgos. Pero, a la vez, «disfruta». Y llega a meterse incluso en la piel del criminal perseguido en sus esfuerzos por escapar de la justicia. ¿Habrá que ver en esto la oscura acción de nuestro subconsciente, como quieren algunos?¿O, más bien, nos hallamos ante un puro juego en el que autor y lector son, a la vez, contendientes y cómplices?

La consideración del arte como un juego no es algo peregrino o insólito: fue subrayada ya hace muchos siglos por el propio Santo Tomás. Hay un componente lúdico, por parte del artista, que «juega» con los materiales a su disposición, ya se trate de colores, formas, sonidos o ficciones. Y, si no siempre, es evidente que muchas veces el artista busca lacomplicidad del público a quien destina su obra. Es este un aspecto del arte que los tratadistas de estética han descuidado frecuentemente. Pero un aspecto que resulta imprescindible para la comprensión del arte contemporáneo, que ha desarrollado ese carácter lúdico por caminos tan diversos como pueden ser las artes de participación, el teatro total, la escultura cinética, y un largo etcétera en el que sin duda puede incluirse justamente la moderna literatura policíaca. Los dos pilares fundamentales sobre los que se apoya la literatura policíaca moderna -en lo que la distingue precisamente de otros géneros literarios de más antigua tradición- son la intriga y el riesgo. Y es curioso observar que así se configura ya en sus momentos iniciales, en las obras de dos grandes maestros: sir Arthur Conan Doyle y Edgar Wallace. El primero de ellos juega, sobre todo, con la intriga; Wallace insiste más en el planteamiento de situaciones aterradoras, «emocionantes». Ni que decir tiene que esto debe entenderse como una simplificación, y abusiva como lo son la mayoría de las simplificaciones. Porque ni Sherlock Holmes escapa al riesgo físico cuando, por ejemplo, recorre el páramo en persecución del sabueso de los Baskerville o cuando se precipita por una cascada alpina en lucha cuerpo a cuerpo con el siniestro doctor Moriarty, ni los intrépidos periodistas y ex oficiales que suelen protagonizar los relatos de Wallace van a la zaga del inquilino de Baker Street en cuanto a dotes deductivas para dar con la clave de sus respectivos misterios. Pero las diferencias entre los dos autores son palmarias. En las obras de sir Arthur hay, sobre todo, un reto a la inteligencia: su Sherlock Holmes es el prototipo de otros grandes detectives de la ficción policíaca: de los Hércules Poirot, Ellery Queen, Perry Mason, etc. Mientras que los habituales protagonistas de las novelas de Edgar Wallace son, en su mayoría, héroes oantihéroes como los Sam Spade, los Philip Marlowe y tantos otros tipos afines que han nutrido durante décadas los guiones del cine de acción hasta nuestros días: personajes que se juegan el físico en sus investigaciones, sin que su inteligencia venga particularmente reconocida por la Policía, a la que, unas veces ayudan como supermanes y otras, las más, entorpecen.

Esta alusión al cine, a propósito de las obras de EdgarWallace, no es superflua. Cierto que cuando Wallace empezó a escribir sus primeros relatos policíacos el cine estaba aún en sus comienzos. Pero no pasaría una década sin que el nuevo arte encontrara un lenguaje propio. Y no es escaso elogio de las obras de Wallace el afirmar que sus novelas constituyeron una aportación decisiva en la creación de aquel lenguaje cinematográfico.

Lo anterior no ha de entenderse meramente en el sentido de que los relatos de Wallace proporcionaron en los años veinte numerosos argumentos que se transformaron en guiones cinematográficos. Fue así, en efecto. E incluso hay queañadir que en los años finales de su vida marchó a los Estados Unidos, a Hollywood, vinculándose activamente a la producción cinematográfica. Allí le sorprendería la muerte en 1932, poco después de haber colaborado en el guión de lo que sería un gran film: King Kong (1933), de Cooper y Schoedsack. Pero este aspecto es, en cierto modo, secundario. Wallace no es tanto un creador de argumentos, cuanto un revolucionario del arte de narrarlos, con un «lenguaje” en el que se suceden técnicas y términos perfectamente calificables de “cinematográficos”.

Conceptos tales como los de «secuencia», «planificación»,«flash-back, «fundido», «travelling», etc., son perfectamente aplicables a las novelas de Edgar Wallace; de forma que, al leerlas, se tiene a veces la sensación de que el escritor no está componiendo una ficción, sino recorriéndola con el objetivo de una cámara. Pero es, principalmente, en lo que con toda propiedad llamaríamos hoy «montaje» donde Wallace se revela un auténtico maestro, con un sentido perfecto del ritmo narrativo, del corte, del cambio de escenario dejando la «secuencia» interrumpida en su instante más álgido. Hoy todos estos recursos nos parecen normales: dotación indispensable de cualquier mediano escritor o guionista del género. Pero ¿habrá que recordar que nos estamos refiriendo a un autor cuya producción se sitúa en las primeras décadas de este siglo? Indiscutiblemente la cinematografía ha influido muchísimo sobre la literatura contemporánea; aquí nos encontramos, sin embargo, con un novelista que se anticipó a esta influencia en medida notable. Un novelista todavía vigente, como lo demuestran los continuos remakes que sesiguen haciendo de sus obras, tanto para el cine como en la televisión.

Visto desde el presente, Edgar Wallace se nos ofrece también como un gran creador de tópicos -personajes y situaciones- sobre los que el género policíaco incidirá luego una y otra vez: villanos rematadamente villanos, seres monstruosos, rubias explosivas conduciendo automóviles deportivos, policías locales reacios a llamar en su ayuda a los brillantes cerebros de Scotland Yard, periodistas intrépidos, bellas heroínas, en .fin, en peligro por causa de inesperadas herencias o por el interesado galanteo de cazadotes poco escrupulosos .. Abogados y tutores que usurpan fortunas ajenas, médicos que practican experiencias nefandas, ladrones de guante blanco, gángsters acosados, perversas nurses, diabólicos príncipes extranjeros, asesinos psicópatas ... ¡Y estamos aludiendo simplemente a algunos de los personajes que van a aparecer en las novelas incluidas en este volumen!¿Quién puede ofrecer más? Claro que, en definitiva, los complejos argumentos de Wallace, vienen a reducirse al clásico triángulo sobre el que se fundamenta todo el género: villano-chica-en-apuros-héroe. No hay más. Pero es sorprendente lo que puede llegar a dar de sí la combinación de estos elementos básicos cuando quien los agita es un auténtico maestro en aderezarlos con la guinda de lo insólito: puertas de siete cerraduras, misteriosas velas dobladas, astros amenazantes, etc. Sise añade, además, que nuestro autor plantea ya en algunas de sus novelas ciertas situaciones que son como el tour de force de la intriga -tal, por ejemplo, el crimen en una habitación cerrada por dentro-, tendremos una idea bastante aproximada de los motivos por los que Edgar Wallace debe figurar por derecho propio en cualquier colección antológica del género.

Hay otro aspecto que debe destacarse en las obras deEdgar Wallace: su planteamiento como un desafío a la sagacidad del lector. Hablábamos más arriba de un juego. Y es así, en efecto. Un juego en el que el autor actúa con perfecta limpieza, sin hacer trampas. El reto al lector para que dé con las claves del misterio antes de que se las ofrezca el autor es, también, una constante del género. En este sentido, encontramos autores que construyen sus obras comoun enigma, una charada, una investigación. Viene inmediatamente el ejemplo de Agatha Christie, como paradigma de esta tendencia de la literatura policíaca. Todos sabemos cuál es el secreto de su técnica: hacer que el «asesino» sea precisamente aquel personaje de su obra de quien menos podía esperarse que lo fuera. Y ello sin violentar la narración, incluso dando pistas que, bien captadas por el lector, pudieran haberle revelado el misterio desde el principio. Aunque, claro está, multiplicando de tal manera las posibles pistas-las relevantes y las irrelevantes- que la conclusión jamás deje de resultar sorprendente. Este reto a la sagacidad está ya presente en muchas novelas de Wallace. Son modélicas, por ejemplo, dos de las incluidas en nuestra selección: El hombre del antifaz blanco y El hombre del hotel Carlton. Con la particularidad de que, lo que en algunos otros autores es artificio calculado -y artificioso, en fin-, en Wallace es producto natural de una acertada técnica narrativa. No hay un intento de «despistar» al lector. A lo sumo -nuevamente se impone la referencia al cine- un barrido de cámara acaso demasiado rápido, que no se detiene en analizar algunas de las imágenes que recoge. Pero las imágenes están ahí y han sido fielmente recogidas, y han quedado subliminarmente impresas en la imaginación del lector. Algunas de sus soluciones podrán parecernos ocasionalmente previsibles, pero no son jamás forzadas.

Ni que decir tiene que los personajes y las situaciones de Wallace están todavía muy lejos de los planteamientos de la moderna novela psicológica policíaca. Encontraremos aquí y allá algunos atisbos, pero escasamente significativos. Le interesa, sobre todo, la acción, sin que ello quiera decir que olvide dar cierta consistencia psicológica a sus principales personajes. Pero sería injusto reprochárselo, dada la época en que escribió sus obras. Otros autores explorarían posteriormente este camino, que se ha demostrado fecundo en sumo grado para el género por la complejidad de la psicología criminal. Habría que apuntar, tal vez, que ese camino ha llevado a una cierta saturación, a la par que se descuidaban otros aspectos inherentes al relato policíaco. En este sentido, una relectura de Edgar Wallace puede ser muy agradable porque nos retrotrae a las fuentes del género.

Equipo Editorial

CAPÍTULO PRIMERO

Un descarrilamiento había detenido en Three Bridges el tren que sale de la estación Victoria a las cuatro y quince para Lewes, y aunque John Lexman tuvo la suerte de empalmar con el de Beston Tracey, por venir este retrasado, se había ido ya la camioneta que constituía la única comunicación entre la aldea y el mundo exterior.

-Si puede esperar media hora -le dijo el jefe de la estación-, telefonearé al pueblo y haré que Briggs venga a buscarle.

John Lexman contempló el húmedo paisaje y se encogió de hombros.

-Iré andando -contestó lacónicamente.

Dejó la maleta al cuidado del jefe de estación, se abotonó el impermeable, subiéndose el cuello hasta la barbilla, y se lanzó resueltamente a la lluvia para recorrer las dos millas que separaban la minúscula estación férrea de la aldea de Little Beston.

La lluvia era incesante, y amenazaba continuar toda la noche. Los altos setos que bordeaban el estrecho camino eran otras tantas cascadas frondosas, y el camino mismo estaba a ratos cubierto de un barro en que el viajero se hundía hasta los tobillos. Lexman se detuvo, cobijado bajo un árbol corpulento, para llenar y encender la pipa, y con su hornillo vuelto hacia abajo continuó la marcha. De no haber sido por el agua, que buscaba todas las grietas y encontraba todos los desconchados de su impermeable coraza, habría obtenido un gran placer de aquel paseo. El camino de Beston Tracey a Little Beston estaba asociado en su mente con algunas de las más hermosas situaciones de sus novelas. Era en aquel camino donde había concebido El misterio del tílburi. Entre la estación y la casa había tejido la trama que había hecho de Gregory Standish, la novela detectivesca más popular del año. Porque John Lexman era un fabricante de ingeniosos argumentos.

Si en el mundo literario las personas superiores le consideraban como un fabricante de folletines, le seguía un público numeroso y creciente, a quien fascinaban las novelas espeluznantes y edificantes que escribía, y a quien él mantenía sin aliento en la niebla del misterio hasta llegar al desenlace que tenía planeado.

Pero ninguna idea de libros, argumentos ni novelas ocupaba su mente atormentada mientras marchaba por la desierta carretera hacia Little Beston. Había celebrado dos entrevistas en Londres, una de las cuales, en circunstancias corrientes, le habría llenado de alegría. Había visto a T. X., y «T. X.» era T. X. Meredith, que algún día llegaría a ser jefe del Servicio de Investigación Criminal, y que era ahora un segundo comisario de Policía, encargado en aquel departamento de un trabajo muy delicado.

Con sus modales tempestuosos, T. X. le había sugerido la idea más grande para un argumento que cualquier autor podría desear. Pero no era en T. X. en quien pensaba mientras subía la cuesta en la que estaba edificada la vivienda, que en otros tiempos se conoció con el nombre magnífico de Beston Priory.

Lo que embargaba su mente era el recuerdo de la entrevista que la víspera había sostenido con el griego, y John Lexman frunció el ceño al recordarla. Abrió la puertecilla de la verja y entró en el jardín de la casa, haciendo todo lo posible por olvidar la notable y poco edificante discusión que había tenido con el prestamista.

Beston Priory era poco más que un cottage, aunque uno de sus muros era una indudable reliquia de la mansión que un piadoso Howard había construido en el siglo XIII. Era un edificio pequeño y sin pretensiones, de estilo isabelino, con faldones originales y altas chimeneas; sus ventanas enrejadas, sus jardines hundidos y su pequeña pradera le daban cierto aspecto señorial, que era un motivo de gran orgullo para su dueño.

Lexman pasó bajo el porche barbado, abrió la puerta y se detuvo en el vestíbulo mientras se quitaba el impermeable, que chorreaba.

El vestíbulo estaba a oscuras. Grace estaría probablemente vistiéndose para cenar, y John decidió no interrumpirla en el estado de ánimo en que se encontraba. Por un largo pasillo llegó a su gabinete, situado en la parte posterior de la casa. En la vieja chimenea ardía un buen fuego de leña, y el confort de la habitación producía una sensación de alivio y comodidad. John se cambió de zapatos y encendió la lámpara de la mesa.

Se veía que la habitación era un cubil masculino. Las sillas tapizadas de cuero, la enorme y completa estantería que cubría toda una pared del despacho, la gran mesa de sólido roble, cubierta de libros y originales a medio terminar, acusaban bien a las claras la profesión de su dueño.

Después de cambiar de zapatos volvió a llenar la pipa, se acercó a la chimenea y permaneció inmóvil contemplando el fuego.

Era un hombre de estatura algo mayor que la corriente, más bien delgado, pero con una anchura de espaldas que hacía pensar en un atleta. Por supuesto, había llegado hasta las semifinales del campeonato de Inglaterra de boxeo amateur. Tenía el rostro enérgico, fino, pero bien moldeado. Sus ojos eran grises y profundos. Sus cejas eran rectas y un poco repulsivas. La boca era grande y generosa, y el saludable color tostado de su cuerpo hablaba de una vida pasada al aire libre.

No había en su aspecto nada del recluso ni del estudiante. En realidad, era el tipo clásico del inglés fuerte y sano, muy parecido a cualquier otro hombre de su clase de los que se encuentran en la mesa de oficiales del ejército inglés, en la armada británica o en las lejanas avanzadas del Imperio, donde se ven funcionar las ruedas administrativas de la gran maquinaria.

Sonó un golpecito en la puerta, y antes de que él pudiera decir:

« ¡Adelante!», se abrió aquella y entró Grace Lexman.

Con decir que ella era valiente y dulce, queda hecha una breve descripción de su carácter y su encanto. John se adelantó a su encuentro y la besó tiernamente.

-No sabía que habías venido hasta que... -dijo ella, pasando el brazo por debajo del de su marido.

-Hasta que viste el charco que sin duda ha formado el impermeable en el vestíbulo -interrumpió él, sonriendo.

Ella también rió. Luego se puso seria.

-Me alegro mucho de que hayas venido -dijo-. Tenemos un visitante.

Lexman alzó las cejas.

-¿Un visitante? ¿Quién se ha atrevido a venir en un día como este?

-Míster Kara -contestó Grace.

-¿Kara? ¿Y cuánto tiempo lleva aquí?

-Llegó a las cuatro.

No había en la voz de Grace nada que indicara entusiasmo.

-No alcanzo a comprender por qué no te gusta el amigo Kara -dijo el marido chanceándose.

-Tengo muchos motivos -contestó Grace en un tono que para lo que ella acostumbraba era algo seco.

-De todos modos -observó John Lexman, después de un momento de reflexión- su llegada es bastante inoportuna. ¿Dónde está?

-En la sala.

La sala de Beston Priory era una habitación de techo bajo, amueblada con arreglo al gusto victoriano. Confortables butacas, un gran piano, una chimenea casi medieval, una alfombra bastante usada, pero acogedora, y dos enormes candelabros de plata; estos eran los objetos principales que llamaban la atención al recién llegado.

Había en aquella habitación una armonía, un orden sereno y una cualidad calmante, que hacían de ella un paraíso de reposo para un literato con los nervios destrozados. Dos floreros de bronce estaban llenos de violetas tempranas, otro brillaba como un sol pálido cuajado de belloritas, y las primeras flores selváticas aromaban la habitación con suave fragancia.

Un hombre se levantó cuando John Lexman entró, y cruzó la sala con soltura. Su rostro y toda su figura eran de una belleza singular. Le llevaba medio palmo de estatura al escritor, y se sostenía con tanta gracia, que lograba disimular su alta estatura.

-No le pude ver en Londres -dijo-. Por eso me tomé la libertad de venir adonde sabía que había de encontrarle.

Hablaba con la claridad de modulación de quien está muy familiarizado con las escuelas públicas y universidades de Inglaterra. No se le notaba el menor rastro de acento extranjero, y, sin embargo, Remington Kara era griego, y había nacido y había sido parcialmente educado en la región más turbulenta de Albania.

Los dos hombres se estrecharon muy cordialmente la mano.

-¿Se quedará a cenar?

Kara miró sonriendo a Grace Lexman, que se había sentado a disgusto, con las manos cruzadas sobre la falda y una expresión que no era precisamente de estímulo.

-Si mistress Lexman no tiene nada que objetar... -dijo el griego.

-Encantada de que se quede -contestó ella maquinalmente-. Hace una noche horrible, y no encontrará en esta comarca gran cosa de comer, aunque dudo -añadió sonriendo débilmente- que la comida que yo le pueda servir merezca este nombre.

-Cualquier cosa que usted me dé será más que suficiente -dijo él, haciendo una pequeña reverencia, y se volvió hacia Lexman.

A los pocos minutos estaban enfrascados en una discusión literaria, y Grace aprovechó la ocasión para salir de la sala. La conversación derivó de los libros en general a los libros de Lexman en particular.

-Los he leído todos, uno por uno -dijo Kara. John hizo un gesto.

-¡Pobre! -exclamó sardónicamente.

-Por el contrario, no hay motivo para compadecerme -objetó Kara-. En usted se ha frustrado un gran criminal, Lexman.

-Muchas gracias.

-Me refiero al ingenio que demuestran los argumentos de sus novelas. Algunas de ellas me desconciertan y me molestan. Si no adivino la solución de sus misterios antes de llegar a la mitad, me encolerizo un poquito. Claro está que en la mayor parte de los casos conozco la solución antes de llegar al quinto capítulo.

John le miró sorprendido y algo picado.

-Tengo a gala asegurar que es imposible adivinar el desenlace de mis novelas hasta llegar al último capítulo -dijo.

Kara hizo un signo de asentimiento.

-Eso será en el caso del lector vulgar; pero olvida que yo soy un investigador. Yo sigo todas las hebras del misterio que usted deja sueltas.

-Debería usted conocer a T. X. -dijo John, lanzando una carcajada y levantándose para atizar el fuego.

-¿Quién es T. X?

-T. X. Meredith. El individuo más ingenioso que pueda echarse a la cara. Está en el Departamento de Investigación Criminal.

En los ojos de Kara brilló una mirada de interés, y habría proseguido la discusión si en aquel momento no hubiesen anunciado la cena.

No fue una comida particularmente jovial, porque Grace, como de costumbre, no se unió a la conversación, y Kara y su marido tuvieron que suplir las deficiencias. Ella experimentaba una curiosa sensación de depresión, algo así como si sintiera aproximarse un mal cuya naturaleza no podía definir. Una y otra vez, en el curso de la comida, se esforzó en recordar los acontecimientos del día para descubrir la razón de su desasosiego.

Por lo general, cuando seguía este método encontraba las causas triviales de las que derivaba la aprensión; pero en esta ocasión la extrañó ver que no llegaba a ninguna solución. Sus cartas por la mañana habían sido agradables, ni su casa ni sus criados le habían dado ningún disgusto, y aunque sabía que John había experimentado un pequeño trastorno económico desde su infausta especulación con las acciones de minas de oro en Rumania, y casi sospechaba que había tenido que pedir dinero prestado para hacer frente a sus pérdidas, el éxito de su última novela era tan prometedor, que Grace, probablemente con una visión más clara de la importancia de aquellos apuros de dinero, estaba menos preocupada por el problema que su marido,

-Supongo que tomarán el café en el despacho -dijo Grace-, y sé que me dispensarán. Tengo que hablar con mistress Chandler de una cosa tan prosaica como el lavado de la ropa.

Hizo una pequeña inclinación a míster Kara, y salió del comedor después de dar a John una palmadita en el hombro.

La mirada de Kara siguió su graciosa figura hasta que hubo desaparecido.

-Quiero hablar con usted, Kara -dijo John Lexman-, si me quiere conceder cinco minutos.

-Y también cinco horas si le hace falta -contestó el otro obsequiosamente.